TRES DIÁLOGOS ENTRE HILAS Y FILONÚS

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George  Berkeley
Traducción: A. P. Masegosa

Nota:   Estos diálogos vienen a completar el volumen: “Principios del  conocimiento humano”.

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TRES DIÁLOGOS ENTRE HILAS Y FILONÚS

Su designio es demostrar claramente la realidad y perfección del conocimiento, la naturaleza incorpórea del alma y la providencia inmediata de una divinidad, en oposición a escépticos y ateos, así como descubrir un método para hacer las ciencias más fáciles, útiles y sencillas.

 

Indice

PRIMER DIALOGO

SEGUNDO DIALOGO

TERCER DIALOGO


PRIMER DIÁLOGO

FILONÚS.- Buenos días, Hilas. No esperaba encontrarte fuera tan pronto.

HILAS.- No es corriente, desde luego, que suceda esto; pero mis pensamientos estaban tan absortos en una materia sobre la que había estado discurriendo la última noche que, viendo que no podía conciliar el sueño, resolví levantarme y dar una vuelta por el jardín.

FILONÚS.- Buena ocasión ésta que te permite ver los inocentes y agradables placeres que te pierdes todas las mañanas. Pues, ¿hay acaso durante el día un momento más agradable, o en el año una estación más agradable? Ese cielo purpúreo, esos cantos de los pájaros, silvestres y suaves al mismo tiempo, el fragante esplendor de los árboles y flores, el benigno influjo del sol naciente, todo eso y mil hermosuras más de la naturaleza inspiran en el alma secretos transportes; y al encontrarse también sus facultades frescas y vivaces, están en disposición de entregarse a esas meditaciones a que naturalmente nos invitan la soledad del jardín y la tranquilidad de la mañana. Pero temo turbar tus pensamientos, pues parece que estás interesado en algo.

HILAS.- Es verdad, lo estaba, y te agradeceré mucho que me permitas seguir discurriendo, lo cual no quiere decir en manera alguna que quiera verme privado de tu compañía, pues mis pensamientos fluyen más fácilmente cuando converso con un amigo que cuando estoy solo; por el contrario, te pido que tengas a bien que yo comparta contigo mis reflexiones.

FILONÚS.- De todo corazón; es lo que yo te hubiera pedido si no te me hubieras adelantado.

HILAS.- Estaba pensando en el curioso destino de aquellos hombres -los ha habido en todas las épocas- que, por afectar ser distintos del vulgo y por una cierta perversión mental, han pretendido no creer en nada o creen las cosas más extravagantes del mundo. Esto se podría, sin embargo, soportar, si sus paradojas y escepticismo no trajeran consecuencias perjudiciales para la humanidad. El mal está en que los hombres que disponen de menos ocio, cuando ven que aquellos que al parecer han gastado todo su tiempo en las tareas del conocimiento, profesan una completa ignorancia de todo o sostienen ideas que repugnan a los principios evidentes y comúnmente recibidos, están tentados de sospechar de las verdades más importantes que hasta entonces ha considerado sagradas e indiscutibles.

FILONÚS.- Estoy completamente de acuerdo contigo por lo que se refiere a la perniciosa tendencia de algunos filósofos a afectar dudas, o la que otros tienen a imaginar cosas fantásticas. Y yo mismo me he dejado llevar tanto por esta forma de pensar, que he abandonado alguno de los conceptos sublimes que aprendí en sus escuelas y me he atenido a opiniones corrientes Y te doy mi palabra: desde que me rebelé contra los conceptos metafísicos y obedecí a los claros dictados de la naturaleza y del sentido común, encuentro que mi entendimiento está entrañablemente iluminado, de suerte que puedo ahora comprender fácilmente muchas cosas que antes eran para mí un enigma y un misterio completos.

HILAS.- Me alegra ver que no eran exactas las noticias que he oído acerca de ti.

FILONÚS.- ¡Por favor!, ¿cuáles eran?

HILAS.-En la conversación de la última noche se te presentaba como una persona que sostenía la opinión más extravagante que ha albergado mente humana; a saber, que no existe en el mundo eso que se llama sustancia material.

FILONÚS.- De que no existe eso que los filósofos llaman sustancia material estoy firmemente persuadido; pero si se me hiciera ver que había algo absurdo o escéptico en eso, renunciaría a ello por la misma razón por la que yo creo que en la actualidad tengo que rechazar la opinión contraria.

HILAS.- ¡Cómo! ¿Puede haber algo más fantástico, más contrario al sentido común, o una muestra mayor de escepticismo que creer que no existe eso que se llama materia?

FILONÚS.- Vayamos despacio, amigo Hilas. ¿Y si se demostrase que tú, que sostienes que existe tal materia, eres un escéptico mayor por tener esa opinión y eres más paradójico y contrario al sentido común que yo, que creo que no hay tal cosa?

HILAS.- Antes me persuadirás de que la parte es mayor que el todo que, con el fin de evitar el absurdo y el escepticismo, obligarme a abandonar mi opinión en ese punto.

FILONÚS.- Así pues, ¿estás dispuesto a admitir como verdadera aquella opinión que, previo examen, se muestre mas de acuerdo con el sentido común y más alejada del escepticismo?

HILAS.- De todo corazón. Puesto que te muestras partidario de suscitar  discusiones acerca de las cosas más claras de la naturaleza, estoy dispuesto por una vez a oír lo que tengas que decir.

FILONÚS.- ¡Por favor, Hilas! ¿Qué entiendes por un escéptico?
HILAS.- Entiendo por escéptico lo que todos los hombres entienden, una persona que duda de todo.                

FILONÚS.- De modo que la persona que no tenga ninguna duda acerca de algún punto particular no se la puede considerar escéptica.

HILAS.- Estoy de acuerdo contigo.

FILONÚS.- ¿En qué consiste la duda? ¿En afirmar o en negar algo?

HILAS.- Ni en afirmar ni en negar; pues cualquiera que entienda el lenguaje, no puede menos de saber que dudar significa una actitud suspensa entre la afirmación y la negación.

FILONÚS.- Así pues, de quien niegue algo no podrá decirse que duda de eso, lo mismo que no puede decirse de aquel que lo afirme con el mismo grado de seguridad.

HILAS.- Es verdad.

FILONÚS.- Y, por tanto, no se le ha de estimar más escéptico que el otro por esa negación suya.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- ¿Cómo puede ser, querido Hilas, que tú me proclames escéptico, porque niego lo que afirmas, a saber, la existencia de la materia? Pues, por más que digas, soy tan perentorio en mi negación como tú en tu afirmación.

HILAS.- Un momento, Filonús; no he precisado bien mi definición, pero no hay por qué aprovecharse de cualquier paso en falso que dé un hombre discurriendo. Dije, sin duda, que escéptico es aquel que duda de todo, pero debería haber añadido, o que niega la realidad y la verdad de las cosas.

FILONÚS.- ¿Qué cosas? ¿Quieres decir con ello los principios y las proposiciones científicas? Pero tú sabes que éstos son conceptos intelectuales universales y, por tanto, independientes de la materia; así pues, la negación de ésta no implica la negación de aquéllas.

HILAS.- Concedo que es así. ¿Pero es que no hay otras cosas? ¿Y desconfiar de los sentidos, negar la existencia real de las cosas sensibles, o pretender que no se sabe nada acerca de ellas? ¿No es eso suficiente para llamar escéptico a un hombre?

FILONÚS.- Bueno, pues examinemos cuál de nosotros es el que niega la realidad de las cosas sensibles, o profesa la mayor ignorancia acerca de ellas; ya que, si es que te comprendo bien, a ése se le habrá de considerar el más escéptico.

HILAS.- Eso es lo que quiero.

FILONÚS.- ¿Qué entiendes por cosas sensibles?

HILAS.- Aquellas cosas que se perciben por los sentidos. ¿Puedes creer que entiendo otra cosa?

FILONÚS.- Perdóname, Hilas, porque quiera aprehender claramente tus ideas, pues esto puede abreviar grandemente lo que buscamos. Permíteme que te haga otra pregunta. ¿Perciben los sentidos únicamente aquellas cosas que se perciben inmediatamente? ¿O se pueden llamar propiamente sensibles aquellas cosas que se perciben mediatamente, no sin la intervención de otras?

HILAS.- No te entiendo del todo.

FILONÚS.- Al leer un libro, lo que inmediatamente percibo son las letras y mediatamente y por intermedio de las mismas se sugieren en mi mente las nociones de Dios, virtud, verdad, etc. Ahora bien, que las letras son realmente cosas sensibles o que se perciben por los sentidos, de eso no hay duda; pero querría saber si crees que las cosas que sugieren lo son también.

HILAS.- Ciertamente que no, sería absurdo pensar que Dios o la virtud son cosas sensibles aunque puedan ser significadas y sugeridas a la mente por signos sensibles con los que tienen una conexión arbitraria.

FILONÚS.- Parece, pues, que entiendes por cosas sensibles únicamente aquellas que pueden percibirse inmediatamente por los sentidos.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- ¿Y no resulta por tal motivo el hecho de que, aunque yo vea una parte del cielo de color rojo y otra de color azul, y de ahí concluya mi razón que debe haber alguna causa de la diversidad de colores, sin embargo no se puede decir que dicha causa es una cosa sensible o percibida por el sentido de la vista?

HILAS.- Así resulta.

FILONÚS.- Análogamente, aunque yo oiga diversos sonidos no se puede decir, empero, que oigo las causas de los sonidos.

HILAS.- No se puede decir, evidentemente.

FILONÚS.- Y cuando con mi tacto percibo que una cosa es caliente y pesada, no puedo decir ni verdadera ni propiamente que palpo la causa de su calor o de su peso.

HILAS.- Para evitar cualquier cuestión de esta clase te diré de una vez para siempre, que entiendo por cosas sensibles aquellas únicamente que se perciben por los sentidos y que en verdad los sentidos no perciben nada que no perciban inmediatamente; ya que no hacen inferencias. Pues la deducción de causas u ocasiones, partiendo de efectos y apariencias, que es lo único que los sentidos perciben, pertenece por entero a la razón.

FILONÚS.- Entiendo que convenimos en un punto, a saber, que son cosas sensibles únicamente aquellas que se perciben inmediatamente por los sentidos. Además, dime si es que percibimos inmediatamente por la vista algo más que la luz, los colores y las figuras; por el oído algo que no sean los sonidos; o por el paladar algo además de los sabores; por el olfato lo que no sean los olores; o por el tacto otra cosa que no sean cualidades táctiles.

HILAS.- NO.

FILONÚS.- Así pues, parece que, si suprimes todas las cualidades sensibles, no queda nada sensible.

HILAS.- Es verdad.

FILONÚS.- Las cosas sensibles, por lo tanto, no son nada más que otras tantas cualidades sensibles o combinaciones de cualidades sensibles.

HILAS.- No son otra cosa.

FILONÚS.- ¿Es, pues, el calor una cosa sensible?

HILAS.- Ciertamente.

FILONÚS.- ¿Consiste la realidad de las cosas sensibles en ser percibidas? ¿O es algo distinto de su ser percibidas y no tiene relación alguna con la mente?

HILAS.- Existir es una cosa y ser percibido es otra.

FILONÚS.- Hablo refiriéndome únicamente a las cosas sensibles; y a este respecto pregunto si por su existencia real entiendes una subsistencia exterior a la mente y distinta de su ser percibidas.

HILAS.- Entiendo un ser absoluto real distinto de, y sin relación con, su ser percibidas.

FILONÚS.- Así pues, el calor, si se concede que es un ser real, tendrá que existir fuera de la mente

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Dime, Hilas: ¿es esa existencia real igualmente compatible con todos los grados de calor que percibimos? ¿O hay alguna otra razón que hace que se la atribuyamos a ciertos grados y se la neguemos a otros? Te ruego que me des a conocer esa razón, si la hubiese.

HILAS.- Sea cualquiera el grado de calor que percibamos por los sentidos, podemos estar seguros de que existe en el objeto que lo ocasiona.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿Tanto el máximo como el mínimo?

HILAS.- Te digo que la razón es claramente la misma en ambos casos, ambos se perciben por los sentidos; bien es verdad que el grado de calor superior se percibe más sensiblemente y, por consiguiente, concediendo que haya alguna diferencia, estamos más ciertos de su existencia real que en el caso de la realidad de un grado inferior.

FILONÚS.- ¿Y no es el grado más extremado e intenso de calor un dolor muy grande?

HILAS.- Nadie puede negarlo.

FILONÚS.- ¿Y es capaz de dolor o placer una cosa que no percibe?

HILAS.- Ciertamente que no.

FILONÚS.- ¿Es tu sustancia material un ser sin sentido, o es un ser dotado de sentidos y percepciones?

HILAS.- No tiene sentidos, sin ninguna duda.

FILONÚS.- No puede, por tanto, experimentar un dolor.

HILAS.- De ningún modo.

FILONÚS.- Ni, consiguientemente, el calor máximo percibido por los sentidos, puesto que reconoces que no es un dolor pequeño.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- ¿Qué diremos entonces de tu objeto externo, es una sustancia o no lo es?

HILAS.- Es una sustancia material con las cualidades sensibles que le son inherentes.

FILONÚS.- ¿Cómo puede entonces existir en ella un gran calor, puesto que admites que no puede haberlo en una sustancia material? Querría que me aclararas este punto.

HILAS.- Un momento, Filonús; temo que no estaba en lo cierto al admitir que el calor intenso es un dolor. Más bien parece que el dolor es algo distinto del calor y la consecuencia o efecto de éste.

FILONÚS.- Al colocar tu mano cerca del fuego, ¿percibes una sensación simple uniforme o dos sensaciones distintas?

HILAS.- Una sensación simple.

FILONÚS.- ¿No se percibe el calor inmediatamente?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y el dolor?

HILAS.- También.

FILONÚS.- Al ver, pues, que ambos se perciben inmediatamente al mismo tiempo y que el fuego te afecta solamente con una idea simple y no compuesta, se sigue que esta misma idea simple es ambas cosas, a saber, el intenso calor inmediatamente percibido y el dolor; y por tanto, que el intenso calor inmediatamente percibido no es nada distinto de una especie particular de dolor.

HILAS.- Así parece.

FILONÚS.- Intenta otra vez cogitando, querido Hilas, ver si puedes concebir que haya una sensación violenta sin dolor o sin placer.

HILAS.- No puedo.

FILONÚS.- ¿Y puedes hacerte una idea de un dolor o de un placer sensible en general, con abstracción de toda idea particular de calor, frío, sabores, olores, etc.?

HILAS.- No veo que pueda hacerlo.

FILONÚS.- ¿Y no se sigue, por tanto, que el dolor sensible no es nada distinto de esas sensaciones o ideas en un grado intenso?

HILAS.- No se puede negar; y, a decir verdad, empiezo a sospechar que no puede existir un calor muy grande sino en una mente que lo perciba.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿Te encuentras entonces en ese estado escéptico de suspensión entre la afirmación y la negación?

HILAS.- Creo que puedo tomar una actitud positiva en este punto. No puede existir fuera de la mente un calor muy violento y doloroso.

FILONÚS.- No tiene, por tanto, según tú, ningún ser real.

HILAS.- Lo admito

FILONÚS.- ¿Es, pues, cierto que no hay en la naturaleza ningún cuerpo realmente caliente?

HILAS.- No niego que hay un calor real en los cuerpos. Sólo digo que no hay una cosa que sea un calor intenso real.

FILONÚS.- ¿Pero no decías antes que todos los grados de calor eran igualmente reales, y que, si había alguna diferencia, los grados superiores eran indudablemente más reales que los inferiores?

HILAS.- Es verdad, pero era porque no consideré entonces el fundamento que hay para distinguirlos, que ahora veo claramente. Y es el siguiente: Como el calor intenso no es sino una clase particular de sensación dolo-rosa, y el dolor no puede existir si no es en un ser percipiente, se sigue que no puede existir realmente un calor intenso en una sustancia corpórea no percipiente. Pero esto no es razón para negar que exista calor, en un grado inferior, en tal sustancia.

FILONÚS.- Pero, ¿cómo podremos discernir esos grados de calor, que sólo existen en la mente, de los que existen fuera de ella?

HILAS.- No hay dificultad en ello. Tú sabes que el dolor mínimo no puede existir sin ser percibido; así pues, cualquier grado de calor que sea un dolor existe sólo en la mente. Pero en cuanto a todos los restantes grados de calor, nada nos obliga a pensar lo mismo de ellos.

FILONÚS.- Tengo entendido que admitiste antes que ningún ser no percipiente era capaz de placer, así como tampoco de dolor.

HILAS.- Ciertamente.

FILONÚS.- ¿Y el calor moderado o un grado de calor más suave que el que causa malestar, no es un placer?

HILAS.- ¿Entonces?

FILONÚS.- Por tanto, no puede existir fuera de la mente en una sustancia no percipiente o en un cuerpo.

HILAS.- Así parece.

FILONÚS.- Y puesto que tanto aquellos grados de calor que no son dolorosos, como los que lo son, sólo pueden existir en una sustancia pensante: ¿no podemos concluir que los cuerpos exteriores son absolutamente incapaces de grado alguno de calor?

HILAS.- Después de pensarlo otra vez, creo que es tan evidente que el calor moderado es un placer como que un gran grado de calor es un dolor.

FILONÚS.- No pretendo sostener que el calor moderado sea un placer tan grande como el gran calor un dolor. Pero si concedes que es simplemente un placer pequeño, eso basta para justificar mi conclusión.

HILAS.- Yo lo llamaría más bien algo indoloro. Parece que no es más que una privación del dolor y del placer. Y espero que no me negarás que tal cualidad o estado puede convenir a una sustancia no pensante.

FILONÚS.- Si estás resuelto a sostener que el calor moderado o un grado suave de calor no es un placer, no sé cómo convencerte, como no sea apelando a tus propios sentidos. ¿Y qué opinas del frío?

HILAS.- Lo mismo que del calor. Un grado intenso de frío es un dolor, pues sentir un frío muy grande es percibir un gran malestar; no puede, por tanto, existir fuera de la mente; pero sí puede existir un grado inferior de frío, así como también un grado inferior de calor.

FILONÚS.- Así pues, se ha de concluir que aquellos cuerpos a cuyo contacto con nosotros sentimos un grado moderado de calor, tienen en ellos un grado moderado de calor o tibieza; y se ha de pensar que aquellos a cuyo contacto sentimos un grado semejante de frío tienen frío en ellos.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- ¿Puede ser verdadera una doctrina que necesariamente lleva al hombre al absurdo?

HILAS.- Sin duda que no puede serlo.

FILONÚS.- ¿Y no es un absurdo pensar que la misma cosa sea al mismo tiempo caliente y fría?

HILAS.- Por supuesto.

FILONÚS.- Supon ahora que una de tus manos está caliente y la otra fría, y que ambas se introducen acto seguido en un mismo recipiente de agua a una temperatura intermedia; ¿no parecerá el agua fría a una mano y caliente a la otra?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y no debemos concluir, con arreglo a tus principios, que es realmente fría y caliente al mismo tiempo, es decir, de acuerdo con lo que has admitido, creer en un absurdo?

HILAS.- Confieso que así resulta.

FILONÚS.- Por tanto, los principios mismos son falsos, puesto que has admitido que ningún principio verdadero lleva a un absurdo.

HILAS.- Sin embargo, ¿hay algo más absurdo, después de todo, que decir que no hay calor en el fuego?

FILONÚS.- Para esclarecer más este punto, dime: ¿No debemos acaso llegar a la misma conclusión cuando se trate de dos casos exactamente iguales?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Cuando un alfiler pincha tu dedo, ¿no hiende y separa tus fibras musculares?

HILAS.-

FILONÚS.- Y cuando un carbón quema tu dedo, ¿hace algo malo?

HILAS.- No.

FILONÚS.- De tal modo, si tú juzgas que ni la sensación misma ocasionada por el alfiler ni nada semejante está en el alfiler, tendrás que juzgar, de acuerdo con lo que ahora has admitido, que ni la sensación ocasionada por el fuego ni nada semejante está en el fuego.

HILAS.- Bueno, puesto que tiene que ser así, estoy conforme en admitir eso, y reconozco que el calor y el frío son únicamente sensaciones que existen en nuestras mentes; no obstante, hay todavía cualidades bastantes para asegurar la realidad de cosas exteriores.

FILONÚS.- ¿Y qué dirás, Hilas, si resultase que ocurre lo mismo con todas las demás cualidades sensibles y que no se puede admitir tampoco que existen fuera de la mente, lo mismo que nos ha sucedido con el calor y el frío.

HILAS.- Pues entonces conseguirás algo; pero no confío en verlo probado.

FILONÚS.- Hagamos un examen metódico: ¿Qué opinas acerca de los sabores, que existen o no fuera de la mente?

HILAS.- ¿Puede dudar algún hombre que esté en sus cabales de que el azúcar es dulce y el ajenjo amargo?

FILONÚS.- Y dime, Hilas, ¿es o no es el sabor dulce una determinada clase de placer o sensación placentera?

HILAS.- Es.

FILONÚS.- ¿Y no es el sabor amargo una clase determinada de malestar o dolor?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Pues entonces, si el azúcar y el ajenjo son sustancias corpóreas no pensantes que existen fuera de la mente, ¿cómo les puede convenir la dulzura y el amargor, es decir, el placer y el dolor?

HILAS.- Un momento, Filonús; ahora veo qué es lo que ha estado extraviándome todo este tiempo. Me preguntaste que si el calor y el frío, la dulzura y, el amargor eran determinadas especies de placer y dolor, a lo que te respondí simplemente que sí. Pero debería haber hecho la siguiente distinción: esas cualidades, en cuanto percibidas por nosotros, son placeres o dolores, pero no existen en los cuerpos exteriores. No tenemos, por tanto, que concluir de forma absoluta que no hay calor en el fuego ni dulzura en el azúcar, sino únicamente que el calor o la dulzura, en cuanto que percibidos por nosotros, no están en el fuego o en el azúcar. ¿Qué dices a esto?

FILONÚS.- Digo que eso no quiere decir nada. Nuestro discurso ha versado siempre sobre cosas sensibles que definiste como cosas que percibimos inmediatamente por nuestros sentidos. No sé nada de cualesquiera otras cualidades de que me hables distintas de aquéllas, ni entran a formar parte de lo que aquí se discute. Puedes pretender, desde luego, haber descubierto algunas cualidades que no percibes y asegurar que esas cualidades existen en el fuego y en el azúcar. Pero no entiendo qué uso se pueda hacer de eso para el propósito que ahora te ocupa. Dime, pues, de una vez, si reconoces que el calor y el frío, la dulzura y el amargor -es decir, aquellas cualidades que perciben los sentidos- no existen fuera de la mente.

HILAS.- Ya veo que no se va a ninguna parte insistiendo, así es que me declaro vencido por lo que respecta a las cualidades mencionadas. Sin embargo, confieso que suena extraño eso de decir que el azúcar no es dulce.

filonús- A pesar de ello, para tu mayor satisfacción, ten en cuenta lo siguiente: que lo que otras veces parece dulce resulta amargo para un paladar no normal. Y nada puede ser más claro que el hecho de que diversas personas perciben sabores diferentes en el mismo alimento, pues lo que gusta a uno lo aborrece otro. ¿Cómo podría ocurrir esto si el sabor fuera algo realmente inherente al alimento?

HILAS.- Lo reconozco.

FILONÚS.- Ahora vamos a considerar los olores. A este respecto me gustaría saber si lo que se ha dicho de los sabores no conviene exactamente a los olores. ¿No son otras tantas sensaciones agradables o desagradables?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Puedes concebir como posible que existan en una cosa no percipiente?

HILAS.- No puedo.

FILONÚS.- ¿Y puedes creer que las inmundicias y las basuras producen en los animales inferiores que se alimentan indistintamente de ellas los mismos olores que percibimos nosotros en ellas?

HILAS.- De ninguna forma.

FILONÚS.- ¿Y no podemos llegar, asimismo, a la conclusión, en lo que respecta a los olores, de que no pueden existir sino en una mente o sustancia percipiente, lo mismo que las cualidades anteriormente mencionadas?

HILAS.- Así pienso.

filonús- Entonces, tratándose de sonidos, ¿qué tenemos que pensar de ellos, que son o no accidentes inherentes realmente a los cuerpos exteriores?

HILAS.- Que no son inherentes a los cuerpos sonoros es claro, por lo consiguiente: una campana tocada en el vacío interior de una bomba neumática no produce sonido. Hay que pensar, pues, que el aire es el sujeto del sonido.

HILAS.- Tienes que distinguir, querido Filonús, entre sonido, en cuanto percibido por nosotros, y en cuanto es en sí mismo; o lo que es lo mismo, entre el sonido que inmediatamente percibimos y el que existe fuera de nosotros. El primero es, sin duda, una determinada clase de sensación, pero el último es simplemente movimiento vibratorio u ondulatorio en el aire.

FILONÚS.- Pensaba que había obviado ya esa distinción con la respuesta que di cuando ibas a aplicarla en un caso anterior. Pero, para no hablar más de ello, ¿estás seguro, entonces, de que el sonido no es realmente nada más que movimiento?

HILAS.- Lo estoy.

FILONÚS.- Así, pues, todo lo que convenga a un sonido real se puede atribuir con verdad al movimiento.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Entonces, tiene sentido hablar de movimiento como de una cosa que es pesada, suave, aguda o grave.

HILAS.- Veo que estás decidido a no entenderme. ¿No es evidente que esos accidentes o modos pertenecen únicamente al sonido sensible o sonido según la común acepción de la palabra, pero no al sonido en el sentido real y filosófico, el cual, como acabo de decirte, no es nada más que un cierto movimiento del aire?

FILONÚS.- Parece, pues, que hay dos clases de sonido, uno vulgar, que se oye, y otro filosófico y real.

FILONÚS.- ¿Qué razón hay para ello, Hilas?

HILAS.- La de que cuando se produce un movimiento en el aire percibimos un sonido mayor o menor en proporción con el movimiento del aire; pero si no hay tal movimiento del aire no oímos en absoluto sonido alguno.

FILONÚS.- Aun admitiendo que nunca oigamos un sonido sino cuando se produce un movimiento en el aire, no veo, empero, cómo puedes inferir de ahí que el sonido mismo esté en el aire.

HILAS.- Es el movimiento mismo en el aire exterior lo que produce en la mente la sensación de sonido. Pues, al chocar con el tímpano del oído, origina una vibración que se comunica al cerebro mediante los nervios auditivos, y el alma queda afectada acto seguido con la sensación llamada sonido.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿Es el sonido una sensación?

HILAS.- Te digo que, en cuanto que lo percibimos, es una sensación especial en la mente.

FILONÚS.- ¿Y puede existir alguna sensación fuera de la mente?

HILAS.- No, ciertamente.

FILONÚS.- ¿Y cómo puede entonces el sonido, que es una sensación, existir en el aire, si entiendes por aire una sustancia sin sentidos que existe fuera de la mente?

HILAS.- Justamente.

FILONÚS.- Y el último consiste en movimiento.

HILAS.- Así te dije anteriormente.

FILONÚS.- Dime, Hilas, ¿a cuál de los sentidos crees que pertenece la idea de movimiento? ¿Al oído?

HILAS.- Desde luego que pertenece a la vista y al tacto.

FILONÚS.- Por esto, resultará que, según tú, los sonidos reales podrían ser vistos o tocados, pero nunca oídos.

HILAS.- Mira, Filonús, puedes burlarte de mi opinión, pero eso no alterará la verdad de las cosas. Admito que las consecuencias a que me llevas suenan de un modo un poco raro, pero el lenguaje corriente está hecho por el vulgo y para su uso; no hay por qué extrañarse, por tanto, de que expresiones adaptadas a conceptos filosóficos precisos parezcan toscas y fuera de lugar.

FILONÚS.- ¿A este punto hemos llegado? Te aseguro que creo haber progresado bastante si te apartas tan despreocupadamente de frases y opiniones comunes, ya que una parte importante de nuestra investigación consiste en investigar quién es aquel cuyas opiniones se apartan más del camino corriente y son más contrarias al sentido general del mundo. ¿Pero crees que no es nada más que una paradoja filosófica decir que los sonidos reales no se oyen nunca y que la idea de los mismos procede de otros sentidos? ¿No hay en ello nada contrario a la naturaleza y a la verdad de las cosas?

HILAS.- A decir verdad, no estoy satisfecho. Y después de las concesiones ya hechas, admito que los sonidos tampoco tienen un ser real fuera de la mente.

FILONÚS.- Espero que no tendrás dificultad alguna en reconocer lo mismo de los colores.

HILAS.- Perdóname, el caso de los colores es muy distinto. ¿Puede haber algo más evidente que el hecho de que los vemos sobre los objetos?

FILONÚS.- Los objetos de que hablas son, supongo, sustancias corpóreas que existen fuera de la mente.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y tienen colores verdaderos y reales inherentes a ellos?

HILAS.- Cada objeto visible tiene el color que vemos en él.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿Hay alguna cosa visible que no sea lo que vemos con la vista?

HILAS.-No.

FILONÚS.- ¿Y percibimos alguna cosa con los sentidos que no percibamos inmediatamente?

HILAS.- ¿Cuántas veces tendré que repetir lo mismo? Te digo que no.

FILONÚS.- Ten paciencia, mi buen Hilas, y dime una vez más si hay algo percibido inmediatamente por los sentidos que no sea una cualidad sensible. Sé que afirmaste que no había, pero querría saber ahora si persistes en la misma opinión.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¡Por favor!, ¿tu sustancia corpórea es una cualidad sensible o está compuesta de cualidades sensibles?

HILAS.- ¡Qué pregunta! ¿Quién ha pensado que lo fuese?

FILONÚS.- La razón que tengo para preguntar esto es que al decir cada objeto visible tiene el color que vemos en él haces que los objetos visibles sean sustancias corporales; lo cual implica o que las sustancias corpóreas son cualidades sensibles, o que hay algo además de las cualidades sensibles percibidas por la vista; pero como acerca de este punto ya hemos llegado a un acuerdo, que aún mantienes, la consecuencia evidente es que tu sustancia corpórea no es nada distinto de las cualidades sensibles.

HILAS.- Puedes sacar las consecuencias más absurdas que se te antojen y esforzarte en enredar las cosas más sencillas; pero nunca me persuadirás de que no estoy en mis cabales. Comprendo claramente lo que quiero decir.

FILONÚS.- Yo deseo que tú también me lo hagas comprender. Pero si no quieres que examinemos tu concepto de sustancia corpórea, no insistiré más sobre este punto. Únicamente haz el favor de decirme si los mismos colores que vemos, existen en los cuerpos exteriores, o son otros.

HILAS.- Son precisamente los mismos.

FILONÚS.- |Cómo! Los hermosos colores rojos y purpúreos que vemos allá en las nubes ¿están realmente en ellas? ¿O crees que tienen en sí mismos otra forma que la de una oscura niebla de vapor?

HILAS.- Tengo que admitir, querido Filonús, que esos colores no están realmente en las nubes, tal como parecen estar a esa distancia. Son solamente colores aparentes.

FILONÚS.- ¿Los llamas aparentes? ¿Cómo distinguiremos esos colores aparentes de los reales?

HILAS.- Muy fácilmente. Se juzgan aparentes los que aparecen sólo a cierta distancia y se desvanecen al acercarse.

FILONÚS.- Y supongo que se juzgarán reales los que se descubren mediante un examen más de cerca y riguroso.

HILAS.- Eso es.

FILONÚS.- ¿Cuál examen es más de cerca y riguroso, el que se hace con ayuda de un microscopio o el que se hace a simple vista?

HILAS.- El que se hace con un microscopio, desde luego

FILONÚS.- Pero un microscopio descubre a menudo colores en un objeto diferentes de los que se perciben a simple vista. Y en el caso de que tuviéramos microscopios que aumentaran las veces que se quisieran, es cierto que ningún objeto visto a través de ellos aparecería con el mismo color que muestra a simple vista.

HILAS.- ¿Y qué concluyes de todo esto? No puedes argüir que no hay real y naturalmente colores en los objetos, porque en virtud de tratamientos artificiales pueden ser alterados o desvanecidos.

FILONÚS.- Creo que se puede evidentemente deducir de tus propias concesiones que todos los colores que vemos a simple vista son sólo aparentes, como los que hay en las nubes, puesto que se desvanecen al llevar a cabo una inspección más de cerca y rigurosa, lo cual hacemos mediante el microscopio. Y por lo que respecta a las observaciones que haces como prevención, te pregunto: ¿Cómo se descubre mejor el estado real y natural de un objeto, con una vista aguda y penetrante o con una menos penetrante?

HILAS.- Sin duda que con la primera.

FILONÚS.- ¿Y no nos enseña claramente la  dióptrica que los microscopios hacen la vista más penetrante y representan a los objetos como aparecerían a la vista en el caso de que ésta estuviera dotada de una mayor agudeza?

HILAS.- Justamente.

FILONÚS.- Hay que juzgar, por tanto, que la representación microscópica es la que mejor pone de manifiesto la naturaleza real de la cosa, o lo que hay en ella. Así, pues, los colores percibidos a través de ella son más auténticos y reales que los percibidos en otra forma.

HILAS.- Reconozco que hay algo de verdad en lo que dices.

FILONÚS.- Además, no sólo es posible, sino evidente, que hay animales cuyos ojos están constituidos por la naturaleza de forma que perciban aquellas cosas que por razón de su pequeñez escapan a nuestra vista. ¿Qué opinas de esos animales inconcebiblemente pequeños, percibidos a través de los lentes? ¿Tendremos que suponer que son completamente ciegos? Y, en el caso de que vean, ¿se puede creer que su vista no sirve también para preservar sus cuerpos de daños como se ve que ocurre en los demás animales? Y si es así, ¿no es evidente que tienen que ver partículas más pequeñas que sus propios cuerpos, las cuales se les presentarán en cada objeto con un aspecto muy distinto de aquel que afecta nuestros sentidos? Hasta nuestros propios ojos no siempre nos representan los objetos de la misma forma. Todos sabemos que en la ictericia todo parece amarillo. ¿No es, pues, muy probable que esos animales, en cuyos ojos apreciamos una estructura distinta de la de los nuestros y cuyos cuerpos abundan en humores diferentes, no vean en los objetos los mismos colores que nosotros vemos? Por todo lo cual, ¿no parece deducirse que todos los colores son igualmente aparentes y que ninguno de los que percibimos es realmente inherente al objeto exterior?

HILAS.- Así parece.

FILONÚS.- El asunto quedará fuera de duda si consideras que en el caso de que los colores fueran afecciones o propiedades reales inherentes a los cuerpos reales, no serían susceptibles de alteración sin que tuviera efecto un cambio en los cuerpos mismos; pero, ¿no es evidente por lo que se ha dicho que al usar el microscopio, al ocurrir un cambio en los humores del ojo, al variar la distancia, sin ninguna clase de alteración real en la cosa misma, cambian los colores de cualquier objeto o desaparecen totalmente? E incluso sin variar ninguna circunstancia, si cambia la posición de algunos objetos, éstos presentarán diferentes colores a la vista. Lo mismo sucede cuando se contempla un objeto bajo distintos grados de luz. ¿Y hay algo más conocido que el hecho de la distinta coloración de un mismo cuerpo según lo ilumine una vela o la luz del día? Añádase el experimento del prisma que, al separar los rayos de luz heterogéneos, altera el color de los objetos y hará que lo más blanco aparezca azul oscuro o de rojo a simple vista. Y dime ahora si aún eres de la opinión de que todo cuerpo tiene su color verdadero real e inherente al mismo; y si piensas que lo tiene, me gustaría saber por ti más detalladamente qué determinada distancia y posición del objeto, qué peculiar estructura y conformación del ojo y qué grado o clase de luz son necesarios para encontrar ese verdadero color y distinguirlo de los aparentes.

HILAS.- Declaro que estoy completamente convencido de que son todos igualmente aparentes, y que no hay una cosa llamada color inherente realmente a los cuerpos exteriores sino que está enteramente en la luz. Y lo que me confirma en esta opinión es el hecho de que según sea la luz así son los colores más o menos vividos; y si no hay luz no se percibe ningún color. Además, si se admite que hay colores sobre los objetos externos ¿cómo es posible que nosotros los percibamos? Pues ningún cuerpo externo afecta a la mente a menos que actúe primeramente sobre nuestros órganos de los sentidos. Ahora bien, la única acción de los cuerpos es el movimiento; y el movimiento no se puede comunicar si no es mediante un impulso. De modo que un objeto distante no puede actuar sobre el ojo ni puede hacer por tanto que el alma perciba dicho objeto o sus propiedades. De aquí se sigue evidentemente que hay una sustancia inmediatamente contigua que, actuando en el ojo, ocasiona la percepción de colores; y eso es la luz.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿Es la luz una sustancia?

HILAS.- Te digo, querido Filonús, que la luz exterior no es sino una tenue sustancia fluida cuyas diminutas partículas, al agitarse con rápido movimiento y reflejarse en formas distintas desde las diferentes superficies de los objetos exteriores en los ojos, comunican a los nervios ópticos distintos movimientos, los cuales se transmiten al cerebro y originan allí impresiones varias y éstas van acompañadas de las sensaciones de rojo, azul, amarillo, etc.

FILONÚS.- Parece, entonces, que la luz no hace más que sacudir los nervios ópticos.

HILAS.- Nada más que eso.

FILONÚS.- Y, en consecuencia, a cada movimiento determinado de los nervios la mente queda afectada con una sensación, la cual es un color determinado.

HILAS.- Tienes razón.

FILONÚS.- ¿Y estas sensaciones no tienen existencia fuera de la mente?

HILAS.- No.

FILONÚS.- ¿Cómo afirmas, pues, que los colores están en la luz, ya que por luz entiendes una sustancia corpórea exterior a la mente?

HILAS.- Admito que no pueden existir fuera de la mente la luz y los colores, en cuanto inmediatamente percibidos por nosotros. Pero en sí mismos son sólo los movimientos y configuraciones de ciertas partículas insensibles de materia.

FILONÚS.- Los colores, entonces, en su sentido corriente, tomados como los objetos inmediatos de la vista, no pueden convenir sino a una sustancia percipiente.

HILAS.- Eso es lo que digo.

FILONÚS.- Bueno, puesto que te declaras vencido por lo que se refiere a las cualidades sensibles que son lo único que toda la humanidad considera como colores, no importa que sostengas lo que te plazca en lo referente a los colores invisibles de los filósofos. No es asunto mío disputar acerca de ello; sólo querría aconsejarte que pienses tú mismo si, habida cuenta de la investigación que tenemos entre manos, sería prudente que tú afirmaras que el rojo y el azul que vemos no son colores reales sino que ciertas figuras y movimientos desconocidos que no vio ni pudo ver nadie, eso es lo que son los verdaderos colores. ¿No son chocantes esas ideas y no están sujetas a tantas conclusiones ridiculas como las que te viste obligado a desechar anteriormente en el caso de los sonidos?

HILAS.- Te confieso francamente, amigo Filonús, que es inútil resistir más tiempo. Los colores, sonidos, sabores, en una palabra, todo aquello que recibe el nombre de cualidades secundarías, no tienen ciertamente existencia alguna fuera de la mente. Pero al reconocer esto, no se ha de suponer que suprima toda la realidad material a los objetos externos, pues se ve que no es más que lo que diversos filósofos sostienen, los cuales, sin embargo, están lo más lejos que se puede pensar de negar la materia. Para una comprensión más clara de esto has de saber que las cualidades sensibles se dividen por los filósofos en primarias y secundarías. Las primeras son la extensión, la forma, la solidez, la gravedad, el movimiento y el reposo. Y éstas son las que ellos afirman que existen realmente en los cuerpos Las segundas son aquellas que anteriormente se han enumerado; en una palabra, todas las cualidades sensibles que no sean las primarias, las cuales aseguran que son únicamente otras tantas sensaciones o ideas que sólo existen en la mente. Ahora me doy cuenta de que todo esto, sin duda, lo sabes ya. Por mi parte, tenía conciencia hace mucho tiempo de que era una opinión corriente entre los filósofos, pero nunca me convencí completamente de su verdad hasta ahora.

FILONÚS.- Opinas aún, por tanto, que la extensión y las formas son algo que está en las sustancias no pensantes.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y si los mismos argumentos que se alegaron contra las cualidades secundarias son eficaces también contra las primarias?

HILAS.- ¡Cómo! Entonces me veré obligado a creer que existen también en la mente.

FILONÚS.- ¿Opinas que la misma figura y la misma extensión que percibimos por los sentidos existen en el objeto exterior o substancia material?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Tienen todos los demás animales buenas razones para pensar lo mismo de la forma y extensión que ven y sienten?

HILAS.- Sin duda, si tuvieran por ventura pensamiento.

FILONÚS.- Contéstame, Hilas. ¿Crees que los sentidos se concedieron a todos los animales para la conservación y bienestar de su vida? ¿O sólo a los hombres se les dio para ese fin?

HILAS.- No dudo de que tengan el mismo uso en todos los demás animales.

FILONÚS.- Si es así, ¿no deberían necesariamente tener la facultad de percibir mediante dichos sentidos sus propios miembros y los cuerpos que les puedan dañar?

HILAS.- Ciertamente.

FILONÚS.- Una polilla, por consiguiente, hay que suponer que ve su propia pata y cosas iguales a ella, o incluso más pequeñas, como cuerpos de bastante dimensión, aunque te parezcan al mismo tiempo como difícilmente discernibles o, en el mejor de los casos, como otros tantos puntos visibles.

HILAS.- No puedo negarlo.

FILONÚS.- Y a criaturas inferiores a la polilla les parecerán todavía mayores.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Lo que tú tan difícilmente puedes discernir aparecerá a otros animales, extremadamente diminutos, como una enorme montaña.

HILAS.- Admito todo esto.

FILONÚS.- ¿Puede ser una y la misma cosa al mismo tiempo de diferentes dimensiones en sí misma?

HILAS.- Sería absurdo creerlo.

FILONÚS.- Ahora bien, por lo que has dejado sentado, se sigue que la misma extensión que tú percibes y la percibida por la polilla misma, así como análogamente todas las percibidas por animales aún más pequeños, son cada una de ellas la verdadera extensión de la pata de la polilla; es decir, tus propios principios te llevan a un absurdo.

HILAS.- Parece que el asunto está un poco difícil.

FILONÚS.- Vamos a ver, ¿no has reconocido que no se puede cambiar ninguna propiedad real inherente a un objeto sin modificarse algo la cosa misma?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Y cuando nos aproximamos a un objeto o nos alejamos de él la extensión varía; a una determinada distancia es diez o cien veces mayor que a otra. ¿No se sigue, por tanto, de aquí igualmente que no es algo realmente inherente al objeto?

HILAS.- Reconozco que no sé qué pensar.

FILONÚS.- Precisarás pronto tu juicio cuando te decidas a pensar tan libremente, en lo concerniente a esta cualidad, como has hecho tratándose de los demás. ¿No se admitió como argumento válido la afirmación de que ni el calor ni el frío existían en el agua, porque parecía caliente a una mano y fría a otra?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y no es el mismo razonamiento llegar a la conclusión de que no hay extensión o forma en un objeto, puesto que a un ojo parece pequeño, liso y redondo, y el mismo parece grande, desigual y anguloso a otro ojo?

HILAS.- El mismísimo. ¿Pero sucede siempre eso último?

FILONÚS.- Puedes hacer la prueba en cualquier momento, mirando con un ojo a simple vista y con el otro a través de un microscopio.

HILAS.- No sé cómo sostener mi tesis, y a pesar de ello me resisto a renunciar a la extensión, pues veo las muchas consecuencias extrañas que se deducen de dicha concesión.

FILONÚS.- ¿Extrañas? Después de las concesiones ya hechas espero que no te pararás en barras por esa extrañeza. Pero por otra parte, ¿no parecería muy extraño que el razonamiento general, que incluye todas las otras cualidades sensibles, no incluyera también la extensión? Si se admite que ninguna idea, ni cosa alguna parecida a una idea, pueden existir en una sustancia no percipiente, entonces se sigue con toda seguridad que ninguna forma o modo de extensión que podamos percibir o imaginar, o de los cuales podamos tener una idea, pueden existir realmente en la materia; sin mencionar la dificultad especial que tiene que haber en concebir una sustancia material, previa a la extensión y distinta de la misma, que sea el substrato de la extensión. Sea la cualidad sensible lo que se quiera, forma o sonido o color, parece igualmente imposible que subsista en algo que no la perciba 1.

HILAS.- Admito eso por ahora, reservándome el derecho de retractarme de mi opinión en el caso de que se descubriese después, que se había dado un paso falso en el avance de nuestra investigación.

FILONÚS.- Es un derecho que no puedo negarte. Puesto que se ha terminado con las formas y la extensión, pasemos al movimiento. ¿Puede ser un movimiento real en un cuerpo externo al mismo tiempo muy rápido y muy lento?

HILAS.- No, no puede ser.

FILONÚS.- ¿No está la rapidez del movimiento de un cuerpo en razón inversa del tiempo que emplea en recorrer un espacio dado? Así, un cuerpo que recorre una milla en una hora se mueve tres veces más rápidamente que en el caso que recorra sólo una milla en tres horas.

HILAS.- Estoy de acuerdo contigo.

FILONÚS.- ¿Y no se mide el tiempo por la sucesión de ideas en nuestras mentes?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y no es posible que las ideas se sucedan una tras otra en tu mente con una rapidez doble que en la mía, o en la de un espíritu de otra especie?

HILAS.- Lo admito.

FILONÚS.- Y por lo tanto, le podrá parecer a otro que un mismo cuerpo realiza su movimiento por un espacio en la mitad de tiempo que te lo parece a ti. Y el mismo razonamiento valdrá para cualquier otro caso; es decir que de acuerdo con tus principios (ya que los movimientos están realmente en el objeto) es posible que uno y el mismo cuerpo se mueva realmente por la misma trayectoria a la vez muy rápidamente y muy lentamente. ¿Cómo es esto compatible con el sentido común, o con lo que tú has admitido?

HILAS.- No tengo nada que decir a eso.

FILONÚS.- En cuanto a la solidez, o no mientas con esa palabra ninguna cualidad sensible, y en ese caso queda fuera de nuestra investigación, o en caso contrario ha de ser equivalente a dureza o resistencia. Ahora  bien, una y otra son, para nuestros sentidos, relativas; es evidente que lo que parece duro a un animal aparece como blando a otro que tiene mayor fuerza y robustez de miembros. Y no es menos evidente que la resistencia que siento no está en el cuerpo.

HILAS.- Admito que la sensación misma de resistencia, que es todo lo que inmediatamente percibes, no está en el cuerpo, pero sí está la causa de dicha sensación.

FILONÚS.- Pero las causas de nuestras sensaciones no son cosas inmediatamente percibidas y, por lo mismo, no sensibles. Pensaba que ya se había solucionado esa cuestión.

HILAS.- Reconozco que sí, pero perdóname si parezco un poco torpe; no sé cómo deshacerme de mis viejos conceptos.

FILONÚS.- Para ayudarte a salir del apuro considera sólo que si se reconoció una vez que la extensión no tiene existencia fuera de la mente, lo mismo hay que admitir tratándose del movimiento, de la solidez y de la gravedad, ya que todas estas cualidades suponen evidentemente la extensión. Es superfluo, por tanto, investigar especialmente cada una de ellas. Al negar la extensión has negado también la existencia real de todas.

HILAS.- Si es verdad lo que dices, me extraña, amigo Filonús, que los filósofos, que niegan la existencia real a las cualidades secundarias, la atribuyan sin embargo a las primarias. Si no hay diferencia entre ellas, ¿cómo se puede explicar esto?

FILONÚS.- No es asunto mío explicar todas las opiniones de los filósofos. Pero, entre otras razones que se puedan señalar, parece probable que una de ellas pueda ser el hecho de que el placer y el dolor se pueden vincular mejor a las secundarias que a las primarias. El calor y el frío, los olores y los colores, tienen algo más vividamente placentero o desagradable que la afección que nos producen las ideas de extensión, forma y movimiento. Y como es visiblemente absurdo sostener que el dolor o el placer puedan estar en una sustancia no percipiente, se aparta más fácilmente a los hombres de la creencia en la existencia externa de las cualidades secundarias que de la creencia en la de las primarias. Te convencerás de que hay algo de verdad en esto si recuerdas la diferencia que hiciste entre un grado intenso de calor y otro más moderado, admitiendo para uno la existencia real y negándosela al otro. Pero después de todo, no hay fundamento racional para esa distinción; pues con toda seguridad una sensación indiferente es tan verdaderamente una sensación como una más placentera o más dolorosa; y por tanto, no se puede tampoco suponer que exista en un sujeto no pensante.

HILAS.- Amigo Filonús, ahora recuerdo que he oído hablar en algún sitio de la distinción entre extensión sensible y absoluta. Ahora bien, aunque se reconozca que mayor y menor, al consistir meramente en la relación que otros seres extensos tienen con las partes de nuestros cuerpos, no es algo inherente realmente a las sustancias mismas, nada nos obliga, sin embargo, a sostener lo mismo tratándose de extensión absoluta, la cual es algo abstraído de lo mayor y de lo menor, de esta o de aquella determinada magnitud o forma. Así también, por lo que respecta al movimiento, rápido y lento son completamente relativos a la sucesión de ideas de nuestras propias mentes. Pero no se sigue, del hecho de que esas modificaciones del movimiento no existan fuera de la mente, que no exista por tanto el movimiento absoluto abstraído de las mismas.

FILONÚS.- ¡Por favor! ¿Qué es lo que distingue a un movimiento de otro, o a una parte de la extensión de otra? ¿No es algo sensible, como un cierto grado de rapidez o lentitud, una cierta magnitud o forma peculiar a cada uno?

HILAS.- Así creo.

FILONÚS.- Estas cualidades sensibles, por tanto, desprovistas de todas las propiedades sensibles, no tienen diferencias específicas o numéricas como se dice en términos escolásticos.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Es decir, que son extensión en general y movimiento en general.

HILAS.- Sea.

FILONÚS.- Ahora bien, hay una máxima universalmente admitida que dice que todo lo que existe es particular. ¿Cómo puede entonces existir en una sustancia corpórea movimiento en general o extensión en general?

HILAS.- Me tomaré tiempo para solventar esa dificultad.

FILONÚS.- Yo creo que el asunto se puede decidir rápidamente. Sin duda que puedes decir si eres capaz de formar esta o aquella idea. Pues bien, deseo plantear nuestra discusión sobre la base siguiente. Si en tu pensamiento puedes formar una idea abstracta distinta de movimiento o extensión, despojada de todos los modos sensibles como rápido y lento, grande y pequeño, redondo y cuadrado, etc., los cuales se reconoce que sólo existen en la mente, admito la tesis que defiendes. Pero si no puedes, sería irrazonable por tu parte insistir sobre algo de lo cual no tienes noción alguna.

HILAS.- Confieso ingenuamente que no puedo.

FILONÚS.- ¿Puedes, incluso, separar las ideas de extensión y movimiento de las de todas aquellas cualidades que los que hacen la distinción denominan secundarias?

HILAS.- ¡Cómo! ¿No es una cosa fácil considerar la extensión y el movimiento en sí mismos, abstraídos de todas las demás cualidades sensibles?

FILONÚS.- Reconozco, Hilas, que no es difícil formular razonamientos y proposiciones generales acerca de esas cualidades sin mencionar otras; y en este sentido, considerarlas o tratarlas en abstracto. Pero del hecho de que yo pueda pronunciar la palabra movimiento en sí mismo, ¿se sigue que yo pueda formar la idea de él en mi mente excluyendo el cuerpo? O por el hecho de que se puedan hacer teoremas de la extensión y de las formas, sin mencionar grande o pequeño o cualquier otro modo o cualidad sensible, ¿es posible la formación distinta y aprehensión por la mente, de dicha idea abstracta de extensión sin ningún tamaño o forma determinados 2 o cualidad sensible? Los matemáticos tratan de la cantidad sin considerar las otras cualidades sensibles concomitantes, ya que son completamente indiferentes para sus demostraciones. Pero cuando, dejando aparte las palabras, contemplan las simples ideas, creo que te darás cuenta de que no son las puras ideas abstraídas de extensión.

HILAS.- ¿Y qué me dices del intelecto puro? ¿No puede formar esa facultad ideas abstractas?

FILONÚS.- Puesto que no puedo formar ideas abstractas en absoluto, es claro que no puedo formármelas con la ayuda del intelecto puro, sea cualquiera la facultad que tú entiendas con esa expresión. Además -para no investigar la naturaleza del intelecto puro y sus objetos espirituales, como virtud, razón, Dios, etc.- resulta manifiesto que las cosas sensibles sólo se han de percibir por los sentidos o representar por la imaginación. Las formas y la extensión, por tanto, al ser percibidas originariamente por los sentidos, no pertenecen al intelecto puro. Pero para convencerte mejor, intenta hacerte la idea de una forma abstraída de todas las particularidades de tamaño, incluso de otras cualidades sensibles.

HILAS.- Déjame pensar un poco... No veo que pueda hacerlo.

FILONÚS.- ¿Y puedes creer que es posible la existencia real en la naturaleza de lo que implica una repugnancia en su concepción?

HILAS.- En modo alguno.

FILONÚS.- Si, pues, es imposible incluso para la mente desunir las ideas de extensión y movimiento de todas las demás cualidades sensibles, ¿no se sigue que donde exista una existirá allí también necesariamente la otra?

HILAS.- Así parece.

FILONÚS.- Los mismos argumentos, por tanto, que aceptaste como con-cluyentes en contra de las cualidades secundarias están también en contra de las primarias sin violencia alguna. Además, si quieres confiar en tus sentidos, ¿no es evidente que todas las cualidades sensibles coexisten, o que se les aparecen como si estuvieran en el mismo lugar? ¿Representan alguna vez una forma o un movimiento despojado de cualesquiera otras cualidades visibles y tangibles?

HILAS.- No necesitas decir nada más a este respecto. Estoy dispuesto a admitir, si no hay algún error oculto o negligencia en todo vuestro proceder anterior, que ninguna de las cualidades sensibles existe fuera de la mente. Pero mi temor es haber sido demasiado liberal en mis anteriores concesiones o no haberme fijado en alguna falacia o en cualquier otra cosa. En fin, que no me he tomado tiempo para pensar.

FILONÚS.- A este respecto, amigo Hilas, puedes tomarte todo el tiempo que quieras revisando las distintas partes de nuestra investigación. Estás en libertad de recobrarte de todos los tropiezos en que hayas podido incurrir o exponer todo lo que hayas omitido y que sea en favor de tu primera opinión.

HILAS.- Una gran negligencia en que incurrí fue la siguiente: no distinguí suficientemente el objeto de la extensión. Ahora bien, aunque esta última no exista fuera de la mente, no se sigue, sin embargo, que el primero no pueda existir.

FILONÚS.- ¿Qué objeto quieres decir? ¿El objeto de los sentidos?

HILAS.- El mismo.

FILONÚS.- ¿Es percibido entonces inmediatamente?

HILAS.- Justamente.

FILONÚS.- Explícame la diferencia entre lo que es inmediatamente percibido y la sensación.

HILAS.- Considero que la sensación es un acto de la mente percipiente, y que además es algo percibido; y a esto es a lo que llamo objeto. Por ejemplo, hay rojo y amarillo en ese tulipán. Pero el acto de percibir esos colores están en mí solamente y no en el tulipán.

FILONÚS.- ¿De qué tulipán hablas? ¿Es ése que ves?

HILAS.- El mismo.

FILONÚS.- ¿Y qué ves además del color, la forma y la extensión?

HILAS.- Nada.

FILONÚS.- ¿Qué dirías entonces? Que el rojo y el amarillo son coexisten-tes con la extensión, ¿no es así?

HILAS.- No del todo; yo diría que tiene una existencia fuera de la mente en una sustancia no pensante.

FILONÚS.- Que los colores están realmente en el tulipán que veo, es evidente, y no se puede negar que este tulipán puede existir independientemente de tu mente o de la mía; pero que un objeto inmediato de los sentidos, es decir, una idea o combinación de ideas, exista en una sustancia no pensante o exterior a todas las mentes, eso es una contradicción evidente. Y no puedo imaginarme cómo esto se sigue de lo que acabas de decir ahora, a saber, que el rojo y el amarillo estaban en el tulipán que viste, pues no pretenderás ver esta sustancia no pensante.

HILAS.- Tienes un arte especial, amigo Filonús, para desviar nuestra investigación de su objeto.

FILONÚS.- Veo que no estás dispuesto a ir por ese camino. Volvamos, pues, a la distinción que has hecho entre sensación y objeto; si no te entiendo mal, distingues en toda percepción dos cosas, una que es una acción de la mente y otra que no lo es.

HILAS.- Es verdad.

FILONÚS.- Y esa acción no puede existir en una cosa no pensante ni pertenecer a ella; pero sí puede existir o pertenecer todo lo demás implicado en una sensación.

HILAS.- Eso es lo que quiero decir.

FILONÚS.- Así, pues, si hubiera una percepción sin acto alguno de la mente sería posible que dicha percepción existiera en una sustancia no pensante.

HILAS.- Lo admito. Pero es imposible que exista tal percepción.

FILONÚS.- ¿Cuándo se dice que la mente es activa?

HILAS.- Cuando produce alguna cosa, pone fin a ella o la cambia.

FILONÚS.- ¿Puede la mente producir, interrumpir o cambiar algo como no sea por un acto de la voluntad?

HILAS.- No puede.

FILONÚS.- Así pues, hay que considerar que la mente es activa en sus percepciones en la medida en que se incluye la volición en ellas.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Al coger esta flor soy activo, pues lo hago por un movimiento de mi mano, consecuencia de mi volición; igual ocurre cuando la acerco a mi nariz. ¿Pero es alguno de estos actos oler?

HILAS.- No.

FILONÚS.- Actúo también al aspirar el aire por mi nariz; pues mi respiración es, más que otra cosa, el efecto de mi volición. Pero nada de esto se puede decir que es oler, pues si lo fuera, olería siempre que respirara de esa forma.

HILAS.- Es verdad.

FILONÚS.- Oler es, pues, algo consiguiente a todo esto.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Pero no encuentro que mi voluntad esté ya en juego. Todo lo demás, como el hecho de que perciba tal olor determinado o ningún olor, es independiente de mi voluntad y soy entonces algo completamente pasivo. ¿Encuentras, acaso, que en ti ocurre de otra forma, amigo Hilas?

HILAS.- No, es lo mismo.

FILONÚS.- Entonces, por lo que respecta a la visión, ¿no está en tu poder abrir los ojos o tenerlos cerrados o volverlos a un lado y a otro?

HILAS.- Sin duda.

FILONÚS.- ¿Pero depende igualmente de tu voluntad que al contemplar esta flor percibas lo blanco en vez de cualquier otro color? ¿O que al dirigir tus ojos abiertos hacia las lejanías del cielo puedas evitar ver el sol? ¿O es la luz o la oscuridad el efecto de tu volición?

HILAS.- No, ciertamente.

FILONÚS.- Así pues, en estos casos te comportas de un modo completamente pasivo.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Dime, ahora: ¿consiste la visión en percibir la luz y los colores o en abrir y dirigir los ojos?

HILAS.- Desde luego que consiste en lo primero.

FILONÚS.- Pues si te comportas de un modo completamente pasivo en la percepción misma de la luz y los colores, ¿qué se ha hecho de aquella acción de que hablabas como de un ingrediente de toda sensación? ¿No se deduce de tus propias concesiones que la percepción de luz y colores, al no implicar acción alguna, puede existir en una sustancia no perci-piente? ¿Y no es esto una palmaria contradicción?

HILAS.- No sé qué pensar de esto.

FILONÚS.- Además, si distingues lo activo y lo pasivo en toda percepción, tienes que hacer igual en la del dolor. ¿Y cómo es posible que el dolor, por muy poco activo que lo supongas, exista en una sustancia no perci-piente? En resumen, no hay nada más que considerar el asunto y confiesa entonces francamente si la luz y los colores, los sabores, los sonidos, etc., no son todos igualmente pasiones o sensaciones del alma. Puedes, desde luego, llamarlas objetos externos y darles nominalmente toda la subsistencia que quieras. Pero examina tus propios pensamientos y dime entonces si no es como yo digo.

HILAS.- Reconozco, Filonús, que con una observación imparcial de lo que pasa en mi mente no descubro más que el hecho de ser un ser pensante afectado con una variedad de sensaciones; y no es posible concebir cómo una sensación puede existir en una sustancia no percipiente. Pero entonces, por otra parte cuando contemplo las cosas sensibles bajo otro aspecto, considerándolas como otros tantos modos y cualidades, me encuentro con que es necesario suponer un substrato material sin el cual no se puede concebir que existan.

FILONÚS.- ¿Lo llamas substrato material? ¡Por favor! ¿Por medio de qué sentido conoces ese ser?

HILAS.- Él mismo no es sensible, sólo sus modos y cualidades se perciben por los sentidos.

FILONÚS.- Supongo, entonces, que has obtenido la idea de él mediante la razón y la reflexión.

hilas - No pretendo tener una idea positiva y adecuada de él. Sin embargo, concluyo que existe porque no se puede concebir que existan las cualidades sin un soporte

FILONÚS.- Parece, por lo visto, que tienes sólo una noción relativa de él, o que no lo concibes más que comparando la relación que tiene con las cualidades sensibles.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Te ruego, por tanto, que me des a conocer en qué consiste esa relación.

HILAS.- ¿No se expresa suficientemente con el término substrato o sustancia?

FILONÚS.- Si es así, la palabra substrato implica que está extendido bajo los accidentes o cualidades sensibles.

HILAS.- Es verdad.

FILONÚS.- Y por lo mismo, bajo la extensión.

HILAS.- Lo admito.

FILONÚS.- Así, pues, es algo que por su propia naturaleza es distinto completamente de la extensión.

HILAS.- Te digo que la extensión es sólo un modo, y la materia algo que soporta los modos. ¿Y no es evidente que la cosa soportada es diferente de la cosa que soporta?

FILONÚS.- ¿Supones que el substrato de la extensión es algo distinto de ésta y que la excluye?

HILAS.- Justamente.

FILONÚS.- Dime, Hilas: ¿se puede extender algo sin extensión? ¿No está incluida necesariamente la idea de extensión en el extenderse?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- En resumen: todo aquello que supongas que se extiende bajo alguna cosa, tiene que tener en sí mismo una extensión distinta de la extensión de aquella cosa bajo la cual se extiende.

HILAS.- Así tiene que ser.

FILONÚS.- Toda sustancia corpórea, por tanto, que sea el substrato de la extensión, tiene que tener en sí misma otra extensión por la que queda calificada como substrato; y así, hasta el infinito. Y ahora, pregunto: ¿no es esto absurdo en sí mismo y contrario a lo que acabas de admitir, a saber, que el substrato era algo distinto de la extensión y la excluía?

HILAS.- ¡Ay Filonús! No me entiendes bien. No quiero decir que la materia esté extendida en sentido grosero y literal. La palabra substrato se usa sólo para expresar en general la misma cosa que sustancia.

FILONÚS.- Bueno, examinemos entonces la relación implicada en el término sustancia. ¿No es, acaso, la de estar bajo los accidentes?

HILAS.- Eso es.

FILONÚS.- ¿Y no ha de estar extendida una cosa que está bajo otra o la soporta?

HILAS.- Tiene que estarlo. filonús - ¿Y no es esta hipótesis tan absurda como la primera?

HILAS.- Continúas tomando las cosas en un sentido estrictamente literal; eso no está bien, amigo Filonús.

FILONÚS.- No tengo la intención de imponer sentido alguno a tus palabras; estás en libertad de explicarlas como te plazca. Únicamente te pido que quieran decir algo que yo comprenda. Dime, la materia soporta los accidentes o está bajo ellos. ¿Y cómo? ¿Como tus piernas sostienen tu cuerpo?

HILAS.- No, ése es el sentido literal.

FILONÚS.- Te ruego que me des a conocer el sentido, literal o no, que veas en esa expresión. ¿Cuánto tiempo tendré que esperar la respuesta, amigo Hilas?

HILAS.- Confieso que no sé qué decir. Alguna vez creí que había entendido bastante bien lo que significaba la materia soporte de los accidentes. Pero ahora, cuanto más pienso en ello menos puedo comprenderlo; en resumen, veo que no sé nada.

FILONÚS.- Parece entonces, que no tienes ninguna idea, ni positiva ni relativa, de la materia; no sabes ni lo que es en sí misma ni la relación que tiene con los accidentes.

HILAS.- Lo reconozco.

FILONÚS.- Y no obstante, afirmabas que no podías concebir cómo podían existir realmente las cualidades o accidentes sin concebir al mismo tiempo un soporte material de los mismos.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Es decir, que cuando concibes la existencia real de cualidades, concibes algo que no puedes concebir.

HILAS.- Admito que ha habido un error. Pero, sin embargo, me temo que haya en esto alguna falacia o algo que nos impide ver la verdad. ¡Por favor! ¿Qué opinas de esto? Se me ha ocurrido pensar que la causa de todo nuestro error está en que tratas cada cualidad en sí misma. Ahora bien, admito que cada cualidad no puede subsistir ella sola fuera de la mente. El color no puede existir sin la extensión, ni la forma sin alguna otra cualidad sensible. Pero cuando las diversas cualidades unidas o mezcladas en un conjunto forman cosas sensibles completas, no hay nada que impida suponer que dichas cosas existen fuera de la mente.

FILONÚS.- O estás bromeando, amigo Hilas, o tienes muy mala memoria. Sin duda que hemos examinado todas las cualidades una por una sucesivamente, pero a pesar de ello, mis argumentos, o mejor dicho tus concesiones, no pretendían probar que las cualidades secundarias no existían cada una por separado sino que no existían de ningún modo fuera de la mente. Sin duda que al tratar de la forma y del movimiento llegamos a la conclusión de que no podían existir fuera de la mente, pues era imposible, ni aun con el pensamiento, separarlos de todas las cualidades secundarias concibiéndolos como existentes por sí mismos. Pero no era ése el único argumento que utilizamos a la sazón, y, en fin (pasando por alto todo lo que se ha dicho hasta ahora y no teniéndolo en cuenta si así lo quieres), estoy dispuesto a jugarlo todo a una carta. Si tú puedes concebir que es posible que una mezcla o combinación de cualidades o un objeto sensible cualquiera existan fuera de la mente, admitiré que es así realmente.

HILAS.- Si es así, pronto decidiremos la cuestión. No hay nada más fácil que concebir un árbol o una casa que existen por sí mismos, independientes de cualquier mente y sin que los perciba mente alguna. En este momento los concibo perfectamente como existentes en esta forma.

FILONÚS.- ¿Cómo dices, Hilas? ¿Puedes ver una cosa que al mismo tiempo no es vista?

HILAS.- No, sería una contradicción.

FILONÚS.- ¿No es una gran contradicción hablar de concebir una cosa que es inconcebible.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- El árbol o la casa de que hablas, son concebidos por ti.

HILAS.- ¿Cómo podría ser de otro modo?

FILONÚS.- Y, desde luego, lo que es concebido está en la mente.

HILAS.- No hay duda de que lo que es concebido está en la mente.

FILONÚS.- ¿Cómo puedes llegar a decir que concibes un árbol o una casa con existencia independiente de todas las mentes y exterior a ellas?

HILAS.- Reconozco que ha habido un error; pero espera, déjame ver qué es lo que me ha inducido a error. Es curiosa la equivocación sufrida. Cuando estaba pensando en un árbol en un lugar solitario donde nadie estaba presente para verlo, me parecía que era concebir un árbol que existía sin ser percibido ni pensado, y no tenía en cuenta el hecho de que yo mismo lo concebía durante ese rato. Pero ahora veo claramente que todo lo que yo puedo hacer es forjarme ideas en mi propia mente. Puedo, sin duda, concebir en mis propios pensamientos la idea de un árbol, de una casa o de una montaña, pero eso es todo. Y esto está lejos de probar que puedo concebirlos existentes fuera de las mentes de todos ¡os espíritus.

FILONÚS.- Reconoces, pues, que no puedes concebir cómo una cosa corpórea sensible existe en otra forma que no sea en la mente.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Y, sin embargo, has defendido seriamente la verdad de algo que no puedes ni siquiera concebir.

HILAS.- Confieso que no sé qué pensar; no obstante, aún me quedan algunos escrúpulos. ¿No es cierto que veo cosas a distancia? ¿No percibimos que las estrellas y la Luna, por ejemplo, están a una gran distancia? ¿No está esto, digo yo, manifiesto a los sentidos?

FILONÚS.- ¿No percibes también en un sueño esos objetos y otros semejantes?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y no tienen la misma apariencia de estar distantes?

HILAS.- Sí que la tienen.

FILONÚS.- ¿Y llegas por eso a la conclusión de que las apariciones de un sueño están fuera de la mente?

HILAS.- En modo alguno.

FILONÚS.- no debes, por tanto, llegar a la conclusión de que los objetos sensibles están fuera de la mente basándote en su apariencia o en la forma en que se les percibe.

HILAS.- Lo reconozco. ¿No me engañarán, sin embargo, los sentidos en esos casos?

FILONÚS.- En absoluto. Ni los sentidos ni la razón te informan de que exista realmente fuera de la mente la idea o cosa que percibes inmediatamente. Por los sentidos sabes únicamente que estás afectado con ciertas sensaciones de luz y de colores, etc. Y no dirás que estas sensaciones existen fuera de la mente.

HILAS.- Es verdad; pero después de todo eso, ¿no crees que la vista sugiere algo de exterioridad o distancia?

FILONÚS.- Al aproximarse un objeto distante, ¿cambian constantemente la forma y el tamaño visibles o parecen los mismos a cualquier distancia?

HILAS.- Cambian constantemente.

FILONÚS.- Así pues, la vista no sugiere ni informa en modo alguno que el objeto visible que inmediatamente percibes exista a una distancia 3, ni que será percibido cuando avances, pues se suceden objetos visibles en una serie continua todo el tiempo que te vas aproximando.

HILAS.- No lo sugiere; pero sé, sin embargo, al ver un objeto, qué objeto percibiré después de haber recorrido una cierta distancia; no importa que sea exactamente la misma o no; algo de distancia se sugiere siempre en el caso en cuestión.

FILONÚS.- ¡Pero mi buen Hilas! Reflexiona un poco sobre el particular y dime entonces si hay algo más que esto. Partiendo de las ideas que realmente percibes por la vista, has aprendido por experiencia a colegir qué otras ideas te afectarán (con arreglo al orden establecido de la naturaleza) después de cierta sucesión de tiempo y movimiento.

HILAS.- Teniendo en cuenta todos los aspectos de la cuestión, creo que no hay nada más.

FILONÚS.- ¿No está claro que, si suponemos que a un hombre ciego de nacimiento se le pone de repente en situación de ver, no podría al principio tener experiencia alguna de lo que la vista puede sugerir?

HILAS.- Sí que lo está.

FILONÚS.- No tendría, según tú, noción alguna de distancia asociada a las cosas que vio, sino que las consideraría como una nueva serie de sensaciones que existían sólo en su mente.

HILAS.- Es innegable.

FILONÚS.- Pero aclaremos aún más la cuestión. ¿No es la distancia una línea cuyo extremo se encuentra vuelto hacia el ojo?

HILAS.- Evidentemente.

FILONÚS.- ¿Y puede percibir la vista una línea situada de esa forma?

HILAS.- No.

FILONÚS.- ¿No se sigue, por tanto, que la distancia no es percibida propia e inmediatamente por la vista?

HILAS.- Así parece.

FILONÚS.- Otra vez te pregunto: ¿opinas que los colores están a una dis-tancia?

HILAS.- Hay que reconocer que sólo se encuentran en la mente.

FILONÚS.- ¿Y no aparecen los colores al ojo como coexistentes en el mismo lugar con la extensión y las formas?

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- ¿Cómo puedes concluir, basándote en la vista, que las formas tienen una existencia exterior, si reconoces que los colores no la tienen? ¿No es idéntica la apariencia sensible de ambas cualidades?

HILAS.- No sé qué responder.

FILONÚS.- Aun admitiendo que la distancia fuese percibida verdadera e inmediatamente por la mente, no se sigue en realidad que exista fuera de la mente. Pues todo lo que es percibido inmediatamente es una idea; ¿y puede una idea existir fuera de la mente?

HILAS.- Admitirlo seña absurdo; pero dime, Filonús, ¿podemos percibir o conocer algo además de nuestras ideas?

FILONÚS.- La deducción racional de las causas a partir de los efectos no pertenece a nuestra investigación. Apelando a los sentidos es como puedes decir justificadamente si percibes algo que no sea percibido inmediatamente. Y ahora te pregunto: ¿son distintas de tus propias sensaciones o ideas las cosas inmediatamente percibidas? Sin duda que más de una vez en el curso de esta conversación tú mismo te has definido acerca de estos puntos; pero parece ser, por esta última pregunta, que te has apartado de tus opiniones anteriores.

HILAS.- A decir verdad, amigo Filonús, creo que hay dos clases de objetos; unos, percibidos inmediatamente y que pueden llamarse ideas; otros, son las cosas reales u objetos externos percibidos por mediación de las ideas, que son sus imágenes y representaciones. Ahora bien, admito que las ideas no existen fuera de la mente; pero la última clase de objetos, sí. Lamento no haber tenido antes en cuenta esta distinción, pues habría cortado en seco tu argumentación.

FILONÚS.- ¿Perciben los sentidos, o alguna otra facultad, esos objetos externos?

HILAS.- Son percibidos por los sentidos.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿Es que hay alguna cosa percibida por los sentidos que no es percibida inmediatamente?

HILAS.- Sí, Filonús, en cierto sentido la hay. Por ejemplo, cuando contemplo un cuadro o una estatua de Julio César, se puede decir en cierta manera que lo percibo (aunque no inmediatamente) por mis sentidos.

FILONÚS.- Parece, pues, que tú crees que nuestras ideas, que es lo único inmediatamente percibido, son retratos de las cosas externas; y que éstas son también percibidas por los sentidos en cuanto que tienen una conformidad o semejanza con nuestras ideas.

HILAS.- Eso es lo que quiero decir.

FILONÚS.- Y análogamente que Julio César, en sí mismo invisible, es percibido, sin embargo, por la vista; las cosas reales, imperceptibles en sí mismas, son percibidas por los sentidos.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Dime, Hilas, cuando observas el retrato de Julio César, no ves nada más que ciertos colores y formas, con una cierta simetría y composición del conjunto, ¿no es así?

HILAS.- Ciertamente.

FILONÚS.- Y un hombre que no hubiera sabido nunca nada de Julio, ¿no ve otro tanto?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Por consiguiente, tiene su vista, y el uso de ella, en un grado tan perfecto como tú.

HILAS.- Estoy de acuerdo contigo.

FILONÚS.- ¿Y por qué, entonces, tus pensamientos se dirigen al emperador romano y los suyos no? La causa no procede de las sensaciones o ideas de los sentidos que percibas entonces, pues reconoces que no posees ninguna ventaja sobre él a ese respecto. Parece, pues, que debe proceder de la razón y de la memoria. ¿No es así?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- De ese ejemplo no se sigue, en realidad, que se perciba por los sentidos una cosa que no es percibida inmediatamente. Aunque concedo que, en un sentido, se puede decir que percibo cosas sensibles mediatamente por los sentidos, es decir, cuando por una conexión percibida frecuentemente la percepción inmediata de ideas por un sentido sugiere a la mente otras, pertenecientes a otro sentido y que suelen estar en conexión con aquéllas. Por ejemplo, cuando oigo que un carruaje rueda por las calles, inmediatamente percibo sólo el sonido; pero, por la experiencia que tengo de que dicho sonido está en conexión con un carruaje, se dice que oigo un carruaje. Sin embargo, es evidente que en verdad estricta no se puede oír más que el sonido; y el carruaje no es percibido propiamente por los sentidos sino sugerido por la experiencia. Igual sucede cuando se dice que vemos una barra de hierro caliente al rojo; la solidez y el calor del hierro no son los objetos de la vista, sino que son sugeridos a la imaginación por el color y la forma en que son percibidos propiamente por aquel sentido. En resumen, son percibidas por un sentido estricta y realmente sólo aquellas cosas que hubieran sido percibidas en el caso de que dicho sentido mismo se nos hubiera concedido por vez primera. Pues, por lo que respecta a otras cosas, es evidente que sólo son sugeridas a la mente por la experiencia fundada en percepciones anteriores. Pero volviendo a tu comparación del retrato de César, está claro que si a ella te atienes tendrás que creer que las cosas reales, o arquetipos de nuestras ideas, no son percibidas por los sentidos sino por una facultad interna del alma, como la razón o la memoria. Querría saber, igualmente, qué argumentos puedes sacar de la razón en favor de la existencia de lo que llamas cosas reales u objetos materiales, o si recuerdas haberlos visto anteriormente en sí mismos; o si has oído o leído que alguien los haya visto.

HILAS.- Veo, Filonús, que quieres burlarte; pero ello no me convencerá.

FILONÚS.- Mi objeto es únicamente aprender de ti la forma de lograr el conocimiento de los seres materiales. Todo lo que percibimos, lo percibimos inmediata o mediatamente: por los sentidos o por la razón y la reflexión. Y puesto que has excluido los sentidos, te ruego me expongas la razón que tienes para creer en su existencia; o de qué medio puedes echar mano para probarla, a mi entendimiento o al tuyo propio.

HILAS.- Hablando francamente, amigo Filonús, ahora que considero la cuestión, no veo que te pueda dar ninguna buena razón para eso. Pero sí parece que está bastante claro que es al menos posible que puedan realmente existir; y mientras no sea absurdo suponerlas estoy decidido a creer como hasta ahora he creído, mientras no me presentes buenas razones en contrario.

FILONÚS.- ¡Cómo! ¿A esto hemos llegado, a creer únicamente en la existencia de objetos materiales, y que tu creencia se base únicamente en la posibilidad de ser verdadera? Tú quieres que te dé razones en contra, aunque otro creería que lo razonable es que la prueba corresponda al que afirma. Y después de todo, esa misma tesis que estás ahora dispuesto a sostener sin razón alguna es la que más de una vez en esta conversación has visto que por buenas razones se debía abandonar. Pero pasemos por alto todo esto. Si no te entiendo mal, dices que nuestras ideas no existen fuera de la mente, sino que son copias, imágenes o representaciones de ciertos originales que sí existen fuera de la mente.

HILAS.- Me entiendes perfectamente.

FILONÚS.- Así, pues, son algo así como cosas exteriores.

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Tienen dichas cosas una naturaleza permanente y estable independiente de nuestros sentidos, o están en perpetuo cambio, según que produzcamos algún movimiento en nuestros cuerpos o suspendamos, ejerzamos o alteremos nuestras facultades u órganos de los sentidos?

HILAS.- Es evidente que las cosas reales tienen una naturaleza fija y real, la cual permanece siempre la misma, no obstante cualquier cambio que se produzca en nuestros sentidos o en la postura y movimiento de nuestros cuerpos, el cual podrá sin duda afectar a las ideas en nuestras mentes, pero sería absurdo pensar que tenga el mismo efecto en las cosas que existen fuera de la mente.

FILONÚS.- ¿Y cómo es posible que cosas perpetuamente fluctuantes y variables, como son nuestras ideas, sean copias o imágenes de una cosa fija y constante? En otros términos, si todas las cualidades sensibles, como tamaño, forma, color, etc., es decir, nuestras ideas, están cambiando constantemente a cualquier alteración de la distancia, medio o instrumentos de la sensación, ¿cómo pueden determinados objetos materiales ser representados o descritos por varias cosas distintas, cada una de las cuales es tan diferente y tan desemejante de las demás? Y si dices que el objeto se parece únicamente a alguna de nuestras ideas, ¿cómo seremos capaces de distinguir la copia verdadera de todas las falsas?

HILAS.- Te confieso, Filonús, que me encuentro perplejo. No sé qué decir a esto.

FILONÚS.- Pero no es esto todo. ¿Qué son los objetos materiales en sí mismos, perceptibles o imperceptibles?

HILAS.- Propia e inmediatamente no se pueden percibir más que ideas. Todas las cosas materiales no son, por tanto, perceptibles en sí mismas, y se perciben sólo por sus ideas.

FILONÚS.- Las ideas, pues, son sensibles, y sus arquetipos u originales no sensibles.

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- ¿Pero cómo puede lo que es sensible asemejarse a lo que es insensible? ¿Puede una cosa real invisible en sí misma ser semejante a un color, o una cosa real que no es audible ser semejante a un sonido? En una palabra, ¿puede haber algo que sea semejante a una sensación o idea, si no es otra sensación o idea?

HILAS.- Tengo que confesar que no lo creo.

FILONÚS.- ¿Es posible que haya duda a este respecto? ¿No conoces perfectamente tus propias ideas?

HILAS.- Las conozco perfectamente, pues lo que no percibo o conozco no puede formar parte de mi idea.

FILONÚS.- Considéralas y examínalas, y dime entonces si hay alguna cosa en ellas que puede existir fuera de la mente; o si puedes concebir alguna cosa semejante a ellas existente fuera de la mente.

HILAS.- Previo examen, encuentro que me es imposible concebir o comprender cómo algo que no sea una idea puede ser semejante a una idea. Y es la mayor evidencia, que no puede existir ninguna idea fuera de la mente.

FILONÚS.- Por tus principios estás, según colijo, forzado a negar la realidad de las cosas sensibles, pues la has hecho consistir en una existencia absoluta exterior a la mente. Es decir, que tú eres un escéptico manifiesto. Así pues, he conseguido mi objetivo, que era poner de manifiesto que tus principios conducen al escepticismo.

HILAS.- Por ahora me encuentro, si no enteramente convencido, al menos reducido al silencio.

FILONÚS.- Querría saber qué más quieres para quedar completamente convencido. ¿No has tenido la libertad de explicarte como hayas querido? ¿Me he aprovechado acaso de algunos pequeños resbalones que has dado en la discusión, o he insistido en ellos? ¿No se te permitió retractarte o reforzar tus tesis, según conviniera mejor a tu propósito? ¿No se ha oído y examinado con toda la imparcialidad imaginable todo lo que hayas podido decir? En una palabra, ¿no te has convencido en todo por lo que tú mismo has oído? Y si puedes ahora descubrir algún punto débil en alguna de tus anteriores concesiones, o piensas en algún subterfugio que pueda haber o en una nueva distinción, pretexto o comentario cualquiera, ¿por qué no lo expones?

HILAS.- Un poco de paciencia, Filonús. Me encuentro ahora tan suspenso, viéndome metido en tal enredo, como si estuviera prisionero en los laberintos adonde me has llevado, que por ahora no se puede esperar que encuentre una salida. Me tienes que dar tiempo para echar una mirada en torno mío y recogerme.

FILONÚS.- Atiende, ¿no es ésta la campana del colegio?

HILAS.- Toca a oración.

FILONÚS.- Entremos, pues, si te parece, y nos encontraremos aquí otra vez mañana por la mañana. Mientras tanto, puedes dedicar tu atención a la disertación que hemos tenido esta mañana y ver si puedes encontrar en ella alguna falacia o arbitrar algún medio para salir del atolladero en que te encuentras.

HILAS.- Conforme.


SEGUNDO DIALOGO

 

HILAS.- Te ruego me perdones, amigo Filonús, por no haber acudido antes. Toda esta mañana he tenido la cabeza tan ocupada con nuestra última conversación, que no he tenido tiempo libre para pensar en la hora ni en ninguna otra cosa.

FILONÚS.- Me gusta que hayas prestado tanta atención y espero que si ha habido algún error en tus concesiones, o falacias en mis razonamientos deducidos de esas tus concesiones, me las descubrirás ahora.

HILAS.- Te aseguro que desde que te vi no he hecho otra cosa que buscar equivocaciones y falacias, y con ese fin he examinado minuciosamente todo el conjunto de nuestra conversación de ayer; pero todo ha sido en vano, pues las opiniones a que me condujo, al revisarlas se me aparecen cada vez más claras y evidentes; y cuanto más las considero, tanto más irresistiblemente me fuerzan a asentir.

FILONÚS.- ¿Y no es esto, creo yo, una muestra de que son auténticos, de que provienen de la realidad misma y están conformes con la recta razón? La verdad y la belleza se parecen en que el examen más detallado las hace ganar; mientras que el falso lustre del error y del engaño no puede resistir un examen o una inspección demasiado detallada.

HILAS.- Admito que hay mucho de verdad en lo que dices. Y nadie puede estar más completamente convencido que yo de esas extrañas consecuencias, mientras tengo ante mí los razonamientos que a ellas me han conducido. Pero en cuanto no pienso en ellos, me parece, por otra parte, que hay algo tan satisfactorio, tan natural y tan comprensible en la manera moderna de explicar las cosas que confieso que no sé cómo rechazarla.

FILONÚS.- No sé de qué manera hablas.

HILAS.- Hablo de la manera de dar razón de nuestras sensaciones o ideas.

FILONÚS.- ¿Cómo es eso?

HILAS.- Se supone que el alma reside en cierta parte del cerebro, de donde parten los nervios y se extienden a todas las partes del cuerpo; los objetos exteriores, mediante las diversas impresiones que producen en los órganos de los sentidos, comunican ciertos movimientos vibratorios a los nervios; y éstos, que están llenos de espíritus, los propagan al cerebro o sede del alma, la cual, según las varias impresiones o huellas dejadas por ellos en el cerebro, queda diversamente afectada con ideas.

FILONÚS.- ¿Y dices que eso es una explicación de la forma en que quedamos afectados con ideas?

HILAS.- ¿Por qué no, Filonús? ¿Tienes algo que objetar contra ello?

FILONÚS.- Querría saber primero si entiendo rectamente tu hipótesis. Dices que ciertas huellas en el cerebro son las causas u ocasiones de nuestras ideas. Dime, por favor, si por cerebro entiendes alguna cosa sensible.

HILAS.- ¿Qué otra cosa crees que podría entender?

FILONÚS.- Cosas sensibles son todas las inmediatamente perceptibles, y las cosas que son inmediatamente perceptibles son las ideas; y éstas existen sólo en la mente. Así lo has admitido hace tiempo, si no me equivoco.

HILAS.- No lo niego.

FILONÚS.- Así pues, el cerebro de que hablas, siendo una cosa sensible, existe únicamente en la mente. Ahora querría saber si crees razonable suponer que una idea o cosa que existe en la mente ocasiona todas las demás ideas. Y si lo crees así, te ruego que me digas cómo explicas el origen de esa idea primaria o cerebro.

HILAS.- No explico el origen de nuestras ideas por el cerebro que es perceptible por los sentidos, pues éste es sólo una combinación de ideas sensibles, sino por otro que imagino.

FILONÚS.- ¿Y no están en la mente las cosas imaginadas tan verdaderamente como las cosas percibidas?

HILAS.- Tengo que confesar que sí

FILONÚS.- Se vuelve, por tanto, a lo mismo; y has estado explicando todo este rato las ideas por ciertos movimientos o impresiones en el cerebro, es decir, por ciertas alteraciones en una idea, sensible o imaginable, poco importa para el caso.

HILAS.- Empiezo a sospechar de mi hipótesis.

FILONÚS.- Fuera de los espíritus, todo lo que conocemos o concebimos son nuestras propias ideas. Cuando dices, en efecto, que todas las ideas están ocasionadas por impresiones en el cerebro, ¿concibes ese cerebro o no? Si lo concibes, hablas entonces de ideas impresas en una idea y que producen dicha idea, lo cual es absurdo. Si no lo concibes, hablas en forma ininteligible en lugar de formar una hipótesis razonable.

HILAS.- Ahora veo claramente que no fue más que un sueño; se ha desvanecido esa hipótesis.

FILONÚS.- No tienes por qué preocuparte de eso; pues después de todo, esa forma de explicar las cosas, como llamabas a la hipótesis, no podría satisfacer nunca a una persona razonable. ¿Qué conexión hay entre un movimiento en los nervios y las sensaciones de sonido o color en la mente? ¿Y cómo es posible que éstas sean el efecto de aquél?

HILAS.- Nunca pude pensar que fuera esa hipótesis tan inconsistente como ahora aparece.

FILONÚS.- Bien, ¿estás convencido por fin de que ninguna cosa sensible tiene existencia real y que eres en verdad un escéptíco consumado?

HILAS.- Es demasiado evidente para negarlo.

FILONÚS.- ¡Mira! ¿No están cubiertos los campos de un verdor delicioso? ¿No hay en los bosques y en las arboledas, en los ríos y en las fuentes claras, algo que deleita, alivia y transporta el alma? A la vista del ancho y profundo océano, o de una enorme montaña cuya cumbre se pierde en las nubes, o de una añosa floresta umbría, ¿no se llena nuestro espíritu de un pánico que nos produce placer? Incluso entre las rocas y en los desiertos, ¿no hay un salvajismo que nos agrada? ¡Qué sincero placer es contemplar las bellezas naturales de la tierra! ¿No se tiende el velo de la noche alternadamente sobre su faz y no cambia su ropaje con las estaciones, para mantener y renovar la fruición que sentimos por ellas? ¡Cuán apropiadamente están dispuestos los elementos! ¡Qué variedad y cuánta utilidad [en los más humildes productos de la naturaleza] 4 ! ¡qué delicadeza, qué belleza, cuánto ingenio en los cuerpos animales y vegetales! ¡Cuán exquisitamente están dispuestas todas las cosas, tanto para sus fines particulares como para constituir partes opuestas de un todo! Y mientras se ayudan y soportan mutuamente, ¿no se ponen de relieve y se esclarecen entre sí? Eleva ahora tu pensamiento desde este globo terrestre hacia todas esas gloriosas luminarias que adornan la elevada bóveda del cielo. ¿No son admirables, por su utilidad y orden, el movimiento y la situación de los planetas? ¿Se ha visto desviarse de sus órbitas a esos (mal llamados erráticos) astros, en sus repetidos viajes a través de un vacío sin senderos? ¿No describen áreas alrededor del Sol proporcionales a los tiempos? ¡Tan fijas y tan inmutables son las leyes con que el invisible Autor de la naturaleza hace actuar el universo! ¡Qué vivo y radiante es el brillo de las estrellas fijas y qué magnífica y rica la negligente profusión con que aparecen desparramadas por toda la bóveda celeste! Y si coges el telescopio, tienes al alcance de tu vista una nueva muchedumbre de estrellas que no se ven a simple vista. Desde aquí parece que están juntas y que son pequeñas, pero mirando más de cerca se aprecian inmensos orbes de luz, a diversas distancias que se pierden en los abismos del espacio. Tienes que llamar ahora en tu auxi-lio a la imaginación. Los sentidos, débiles y limitados, no pueden apreciar los innumerables mundos que giran alrededor de los fuegos centrales; y en esos mundos se despliega en formas infinitas la energía de una mente absolutamente perfecta. Pero ni los sentidos ni la imaginación pueden abarcar la extensión sin límites y todos sus atavíos centelleantes. Aunque la mente potencie y extreme sus facultades hasta el límite, queda siempre fuera sin abarcar un excedente inconmensurable. Sin embargo, todos esos vastos cuerpos que componen ese grandioso conjunto, aunque muy distantes y remotos, están encadenados mediante un secreto mecanismo, por una fuerza y un arte divinos, en una mutua dependencia y acción recíproca, incluso con esta Tierra que casi se había desvanecido de mis pensamientos y perdido en la multitud de mundos. ¿No es todo este sistema inmenso, hermoso, glorioso, por encima de toda expresión y pensamiento? ¿Qué tratamiento merecen esos filósofos que privan de toda realidad a esas nobles y atrayentes escenas? ¿Cómo se podrán mantener esos principios que nos llevan a creer que toda la belleza visible de la creación es un brillo imaginario completamente falso? Para ser claros, ¿puedes esperar que este escepticismo tuyo no sea juzgado extravagantemente absurdo por todos los hombres que tengan un poco de sentido?

HILAS.- Otros hombres podrán pensar como quieran, pero tú no tienes nada que reprocharme. Mi consuelo es que eres tan escéptico como yo.

FILONÚS.- En esto, amigo Hilas, permíteme que difiera de ti.

HILAS.- ¡Cómo! ¿Has admitido por completo las premisas y niegas ahora la conclusión, dejando que yo mismo sostenga esas paradojas a que me has conducido? Esto, desde luego, no está bien.

FILONÚS.- Niego estar de acuerdo contigo en esas opiniones que han conducido al escepticismo. Tú has dicho efectivamente, que la realidad de las cosas sensibles consistía en una existencia absoluta fuera de las mentes de los espíritus y distinta de su ser percibida. Y con arreglo a este concepto de la realidad, no tienes más remedio que negar a las cosas sensibles toda existencia real; es decir, que según tu propia definición tú mismo te confiesas escéptico. Pero yo no he dicho ni creído que la realidad de las cosas sensibles no puede existir como no sea en una mente o en un espíritu. Y de ahí concluyo, no que no tengan existencia real alguna, sino que al ver que no dependen de mi pensamiento y que tienen una existencia distinta de su ser percibida por mí, tiene que haber alguna otra mente en la cual existan. Tan cierto, pues, como que existe realmente el mundo sensible, es que hay un Espíritu infinito y omnipresente que lo contiene y mantiene.

HILAS.- ¡Cómo! Eso no es nada más que lo que yo y todos los cristianos sostenemos; e incluso también, todos los que creen que hay un Dios que conoce y comprende todas las cosas.

FILONÚS.- Sí, pero ahí está la diferencia. Los hombres creen corrientemente que Dios conoce o percibe todas las cosas porque creen en la existencia de Dios, mientras que yo, en cambio, llego inmediata y necesariamente a la conclusión de la existencia de Dios porque él tiene que percibir todas las cosas sensibles

HILAS.- Pero si todos creemos lo mismo, ¿qué importa cómo hemos llegado a esa creencia?

FILONÚS.- Pero es que no estamos de acuerdo en la misma opinión. Pues los filósofos, aunque reconocen que Dios percibe todos los seres corpóreos, les atribuyen, sin embargo, una subsistencia absoluta distinta de su ser percibida por una mente cualquiera, lo cual yo no hago. Además, ¿es que no hay diferencia entre decir hay Dios, luego percibe todas las cosas, y decir, las cosas sensibles existen realmente; y si existen realmente son percibidas necesariamente por una mente infinita; luego hay una mente infinita o Dios? Esto último te procura una demostración directa e inmediata de la existencia de un Dios, partiendo de un principio de lo más evidente. Los teólogos y los filósofos han demostrado sin lugar a dudas, partiendo de la belleza y utilidad de las diversas partes de la creación, que es obra de Dios. Pero que, sin tener en cuenta la astronomía y la filosofía natural y la contemplación de la disposición, el orden y la adaptación de las cosas, haya que inferir necesariamente de la mera existencia del mundo sensible una mente infinita, eso es una ventaja que tienen solamente aquellos que han hecho esta simple reflexión: el mundo sensible es todo lo que percibimos por nuestros diversos sentidos; por los sentidos no se perciben más que ideas; y no puede existir idea alguna o arquetipo de idea como no sea en una mente. Ahora puedes, sin investigaciones laboriosas en las ciencias y sin apelar a sutilezas de la razón ni a largos y aburridos discursos, impugnar y acorralar al más esforzado abogado del ateísmo. Esos miserables recursos de apelar a una eterna sucesión de causas y efectos no pensantes o a un concurso fortuito de átomos; esas disparatadas imaginaciones de Vanini, Hobbes y Spinoza; en una palabra, todo el sistema del ateísmo, ¿no queda destruido reflexionando simplemente en la contradicción que se produce al suponer que todo el mundo visible, o una parte, aunque sea la más tosca e informe, existe fuera de una mente? Que cualquiera de esos secuaces de la impiedad considere sus propios pensamientos, y pruebe a ver si puede concebir cómo cualquier cosa, aunque no sea más que una roca, un desierto, un caos o un confuso amontonamiento de átomos, sea sensible o imaginable, puede existir independientemente de una mente; no necesitará nada más para convencerse de su locura. ¿Hay algo mejor que plantear la cuestión en esa forma y dejar que el hombre mismo vea si puede concebir, aunque no sea nada más que con el pensamiento, que lo que sostiene es verdad, y de una existencia conceptual llegar a una existencia real?

HILAS.- No se puede negar que lo que propones presta un gran servicio a la religión. Pero, ¿no crees que se asemeja a una opinión que sostienen algunos modernos eminentes, de ver todas las cosas en Dios?

FILONÚS.- Me gustaría conocer esta opinión; explícamela, por favor.

HILAS.- Creen que el alma, al ser inmaterial, no puede unirse a cosas materiales de suerte que las perciba en sí mismas, sino que las percibe por su unión con la sustancia de Dios; la cual, al ser espiritual, es, por tanto, puramente inteligible o capaz de ser el objeto inmediato del pensamiento de un espíritu. Además, la esencia divina contiene en sí misma las perfecciones correspondientes a cada cosa creada, las cuales por esa razón son aptas para mostrarlas o representarlas a la mente.

FILONÚS.- No comprendo cómo nuestras ideas, que son cosas completamente pasivas e inertes, pueden ser la esencia o una parte (o como una parte) de la esencia o sustancia de Dios, el cual es un ser impasible, indivisible y puramente activo. Hay muchas más dificultades y objeciones contra esta hipótesis, las cuales se presentan a primera vista; pero únicamente añadiré que incurre en todos los absurdos de las hipótesis corrientes al establecer que el mundo creado existe en otra forma que no sea en la mente de un espíritu. Y además, tiene algo peculiar y propio de ella, que es hacer que el mundo material no sirva para nada. Y si pasa por ser un buen argumento contra otras hipótesis de las ciencias el que supongan que la naturaleza o la Sabiduría Divina hacen algo en vano, o por procedimientos lentos y con rodeos lo que se podría efectuar de una forma mucho más fácil y breve, ¿qué pensaremos de esa hipótesis que supone que el mundo entero está hecho en vano?

HILAS.- Pero, ¿qué dices? ¿No eres también de la opinión de que vemos todas las cosas en Dios? Si no me equivoco, lo que proponías se acerca a eso.

FILONÚS.- [Pocos hombres piensan. Sin embargo, todos quieren tener sus opiniones. Y por eso las opiniones de los hombres son superficiales y confusas. No es nada extraño que doctrinas que en sí mismas son tan diferentes, sean confundidas por aquellos que no las examinan atentamente. No sorprenderá, por tanto, que algunos hombres imaginen que me entusiasmo con Malebranche, aunque en verdad estoy muy lejos de tal cosa. Él construye sobre ideas generales de lo más abstractas, lo cual yo desapruebo completamente. Afirma que existe un mundo externo absoluto, lo cual yo niego. Sostiene que nuestros sentidos nos engañan y que no conocemos la naturaleza real o las verdaderas formas y figuras de los seres externos; y acerca de todo eso yo mantengo lo contrario. Así pues, en conjunto no hay principios más fundamentalmente opuestos que los suyos y los míos. Hay que reconocer que] 5 estoy completamente de acuerdo con lo que dice el Evangelio, que «en Dios vivimos, nos movemos y somos». Pero estoy muy lejos de creer que vemos las cosas en Su esencia, en la forma anteriormente expuesta. Escucha, en resumen, mi opinión. Es evidente que las cosas que percibo son mis propias ideas y que no puede existir ninguna idea como no sea en una mente. Y no es menos evidente que estas ideas o cosas por mí percibidas, o ellas mismas o sus arquetipos, existen independientemente de mi mente, pues sé que no soy su autor, ya que está fuera de mi poder, determinar a mi arbitrio qué ideas particulares me afectarán al abrir mis ojos u oídos. Tienen que existir, por tanto, en otra mente cuya voluntad es que se me muestren. Las cosas, digo, inmediatamente percibidas son ideas o sensaciones, llámeselas como se quiera. Pero, ¿cómo puede existir una idea o sensación si no es en una mente o espíritu? Esto es inconcebible, desde luego; y afirmar que es inconcebible, es hablar de un sinsentido. ¿No es así?

HILAS.- Sin duda.

FILONÚS.- Pero, por otra parte, es muy concebible que existan en un espíritu y sean producidas por él; pues esto no es más que la diaria experiencia en mí mismo, ya que percibo innumerables ideas; y por un acto de mi voluntad puedo formar una gran variedad de ellas y provocarlas en mi imaginación; aunque hay que confesar que estas criaturas de la fantasía no son tan distintas, fuertes, vivas y permanentes como aquellas percibidas por mis sentidos, a las cuales se llama cosas reales. Por todo lo cual, llego a la conclusión de que hay una mente que me afecta en cada momento con todas las impresiones sensibles que percibo. Y de la variedad, orden y forma de éstas, concluyo que el autor de ellas es sabio, poderoso y bueno más allá de toda comprehensión. Observa bien esto; no digo que veo las cosas percibiendo lo que las representa en la sustancia inteligible de Dios. Esto no lo entiendo; sino que digo que las cosas que percibo son conocidas por el entendimiento, y producidas por la voluntad de un Espíritu infinito. ¿Y no es esto de lo más claro y evidente? ¿Hay acaso algo más que lo que una simple observación de nuestras mentes y de lo que pasa en ellas, no sólo nos permite sino que nos obliga a reconocer?

HILAS.- Creo que te he entendido muy claramente; y confieso que la prueba que das de una Divinidad parece tan evidente como sorprendente. Pero aun admitiendo que Dios es la causa universal de todas las cosas, ¿no podrá haber, sin embargo, una tercera naturaleza además de los espíritus y las ideas? ¿No podemos admitir una causa subordinada y limitada de nuestras ideas? En una palabra, ¿no podrá haber una materia a pesar de todo?

FILONÚS.- ¿Cuántas veces tendré que inculcarte la misma cosa? Admites que las cosas inmediatamente percibidas por los sentidos no existen fuera de la mente; ahora bien, no hay nada percibido por los sentidos que no sea percibido inmediatamente; por tanto, no hay nada sensible que exista fuera de la mente. Así, pues, la materia en que insistes es algo inteligible, supongo; algo que puede descubrirse por el razonamiento, no por los sentidos.

HILAS.- Estás en lo cierto.

FILONÚS.- Te ruego que me des a conocer el razonamiento en que se funda tu creencia en la materia; y qué es esa materia en el sentido en que ahora tú la tomas.

HILAS.- Yo me encuentro afectado con varias ideas, de las cuales sé que no soy la causa; ni son ellas las causas en sí mismas, ni unas de otras, ni son capaces de subsistir por sí mismas, pues son realidades completamente inactivas, inestables y dependientes. Tienen, por tanto, una causa distinta de mí y de ellas; de la cual no pretendo saber más sino que es la causa de mis ideas. Y a esta cosa, sea ella lo que fuere, la llamo materia.

FILONÚS.- Dime Hilas, ¿tiene el hombre libertad para cambiar la significación propia corriente ajena a un nombre común en el lenguaje? Por ejemplo, supongamos que un viajero te dice que en un determinado país los hombres pasan indemnes a través del fuego; y al explicarse él mismo encuentras que entiende por fuego lo que otros llaman agua; o, si asegura que hay árboles que andan sobre dos piernas, entendiendo por el término árboles a los hombres, ¿encontrarías esto razonable?

HILAS.- No; lo juzgaría absurdo. El uso común es la norma de la propiedad en el lenguaje. Y si alguien afectadamente habla sin propiedad, pervierte el uso del lenguaje y nunca servirá más que para prolongar y multiplicar las disputas cuando en realidad no hay diferencias de opinión.

FILONÚS.- ¿Y no significa la materia, en la acepción corriente y común de la palabra, una sustancia extensa, sólida, móvil, no pensante e inactiva?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- ¿Y no se ha demostrado que no puede existir tal sustancia? Y aunque se admitiese que existe, ¿cómo podrá ser una causa lo que es inactivo, o ser una causa de pensamiento lo que no es pensante? Puedes, sin duda, si te place, atribuir a la palabra materia un significado contrario al vulgarmente admitido y decirme que entiendes por ella una realidad inextensa, pensante y activa, la cual es la causa de nuestras ideas. ¿Pero qué es eso sino jugar con las palabras e incurrir en la misma falta que con tanta razón acabas ahora mismo de condenar? No encuentro en modo alguno falta ni error en tu razonamiento cuando coliges de los fenómenos una causa; pero niego que la causa deducible por la razón se pueda denominar propiamente materia.

HILAS.- Hay algo de razón, sin duda, en lo que dices. Pero me temo que no comprendas bien lo que quiero decir. No querría en modo alguno que se pensase que niego que Dios, o un espíritu infinito, es la causa suprema de todas las cosas. Todo lo que pretendo es que, subordinada al motor supremo, hay una causa de naturaleza inferior y limitada que concurre en la producción de nuestras ideas, no por un acto de voluntad o eficiencia espiritual, sino por la clase de acción que pertenece a la materia, a saber, el movimiento.

FILONÚS.- Encuentro que vuelves a caer siempre en tu quimera, ya criticada, de una sustancia móvil y, por tanto, extensa, que existe fuera de la mente. ¡Cómo! ¿Has olvidado ya que estabas convencido, o quieres que repita lo ya dicho a ese respecto? En verdad que no está bien en ti suponer aún la realidad de lo que tan a menudo has reconocido que no la tiene. Pero para no insistir más en lo que ya se ha tratado tan largamente, te pregunto si todas tus ideas son perfectamente pasivas e inertes, sin implicar en ellas acción alguna.

HILAS.- Sí que lo son.

FILONÚS.- ¿Y qué son las cualidades sensibles sino ideas?

HILAS.- Muchas veces lo he reconocido.

FILONÚS.- Y no es el movimiento una cualidad sensible?

HILAS.-

FILONÚS.- No es una acción, por tanto.

HILAS.- Estoy de acuerdo contigo. Y desde luego es evidente que cuando yo agito el dedo, éste permanece pasivo; pero mi voluntad, que produce el movimiento, es activa.

FILONÚS.- Ahora quiero saber en primer lugar si, admitiendo que el movimiento no es acción, puedes concebir una acción que no sea volición; y en segundo lugar, si decir algo sin concebir nada no es hablar sin sentido; y por último, si teniendo en cuenta las premisas, no te percatas de que suponer una causa eficiente o activa de nuestras ideas que no sea un espíritu es absurdo e irracional.

HILAS.- Te doy la razón por completo. Pero aunque la materia no sea una causa, ¿qué impide, sin embargo, que sea un instrumento al servicio del Agente supremo para la producción de nuestras ideas?

FILONÚS.- Un instrumento, dices; ¡por favor!, ¿cuáles pueden ser la forma, resortes, ruedas y movimientos de ese instrumento?

HILAS.- No pretendo determinarlos, pues tanto la sustancia como sus cualidades me son completamente desconocidas.

FILONÚS.- ¡Cómo! Entonces opinas que está compuesta de partes desconocidas, que tiene movimientos desconocidos y una forma desconocida.

HILAS.- No creo que tenga figura o movimiento alguno, pues estoy ya convencido de que no pueden existir cualidades sensibles en una sustancia no percipiente.

FILONÚS.- ¿Y qué concepto puede formarse de un instrumento desprovisto de todas las cualidades sensibles, incluso la extensión misma?

HILAS.- No pretendo tener concepto alguno de él.

FILONÚS.- ¿Y qué razón tienes para creer que existe ese algo desconocido e inconcebible? ¿Es que imaginas que Dios no puede actuar también sin él, o que por la experiencia encuentras la utilidad de esa cosa cuando formas ideas en tu propia mente?

HILAS.- Siempre me estás atosigando con las razones de mi creencia. ¡Por favor! ¿Qué razones tienes para no creer en esa cosa?

FILONÚS.- Para mí una razón suficiente para no creer en la existencia de algo es ver que no hay razón alguna para creer en ella. Pero, para no insistir más en las razones que se tienen para creer, no quieres darme a conocer qué es lo que quieres hacer que yo crea, pues dices que no tienes ni idea de ello. Después de todo, permíteme que considere si es como un filósofo o como un hombre de sentido común como pretendes que yo crea no sabes qué ni por qué razón.

HILAS.- Un momento, Filonús. Cuando te digo que la materia es un instrumento no es que no quiera decir nada en absoluto. Bien es verdad que no sé la clase especial de instrumento, pero sin embargo, tengo una cierta noción de instrumento en general, la cual se la atribuyo.

FILONÚS.- Pero, ¿y si demostrase que hay algo, incluso en la noción más general de instrumento tomado en un sentido distinto del de causa, que hace su uso incompatible con los atributos divinos?

HILAS.- Demuéstramelo y te daré la razón en ese punto.

FILONÚS.- ¿Qué entiendes por naturaleza general o noción de instrumento?

HILAS.- Aquello que es común a todos los instrumentos particulares compone la noción general.

FILONÚS.- ¿No es común a todos los instrumentos el hecho de que sirvan para realizar únicamente aquellas cosas que no se pueden ejecutar por el mero acto de nuestras voluntades? Así, por ejemplo, nunca utilizo un instrumento para mover mi dedo, porque eso lo hace la volición. Pero lo utilizaría si tuviera que remover un pedazo de roca o arrancar un árbol de raíz. ¿Eres de la misma opinión? ¿O puedes presentarme un ejemplo en que se haga uso de un instrumento para producir un efecto que dependa inmediatamente de la voluntad del agente?

HILAS.- Reconozco que no puedo.

FILONÚS.- ¿Cómo puedes suponer, por tanto, que un Espíritu todopoderoso, de cuya voluntad dependen absoluta e inmediatamente todas las cosas, necesite un instrumento para sus operaciones o, no necesitándolo, haga uso de él? Así pues, me parece que el artificio de un instrumento inactivo e inanimado es incompatible con la perfección infinita de Dios; y esto es, según tu propia confesión, darme la razón.

HILAS.- No se me ocurre nada en este momento para poder contestarte.

FILONÚS.- Pero creo que estarás dispuesto a reconocer la verdad cuando se te haya demostrado de forma suficiente. Nosotros, desde luego, que somos seres de poder finito, nos vemos obligados a hacer uso de instrumentos. Y el uso de un instrumento revela que el agente está limitado por reglas que otro prescribe, y que no puede conseguir su fin sino de una determinada forma y en determinadas condiciones. Y de aquí parece deducirse claramente que el agente supremo, que no tiene límites, no usa en absoluto instrumento alguno. La voluntad de un Espíritu omnipotente se ejecuta tan pronto como se ejerce, sin aplicación de instrumentos, los cuales si se aplican por agentes inferiores no es por alguna eficacia real que haya en ellos o por una aptitud necesaria para producir un determinado efecto, sino simplemente de acuerdo con las leyes de la naturaleza o las condiciones que les ha prescrito la causa primera, la cual está por encima de cualquier limitación o prescripción.

HILAS.- Ya no sostendré que la materia es un instrumento. Sin embargo, no hay que creer por eso que renuncio ya a su existencia; pues, a pesar de lo que se ha dicho, puede ser aún una ocasión.

FILONÚS.- ¿Cuántas formas toma tu materia? ¿O cuántas veces hay que probar que no existe antes de que te decidas a abandonarla? Pero no hablemos más de esto (aunque con arreglo a las leyes que rigen las discusiones podría echarte en cara el cambio tan frecuente del significado del término principal). Dime, ¿qué quieres decir al afirmar que la materia es una ocasión habiendo negado ya que es una causa? Y cuando me hayas enseñado en qué sentido entiendes la palabra ocasión, te ruego que tengas la bondad de decirme qué razón te induce a creer que hay una ocasión de nuestras ideas.

HILAS.- Por lo que se refiere al primer punto, por ocasión quiero decir una realidad inactiva, no pensante, en cuya presencia Dios excita ideas en nuestras mentes.

FILONÚS.- ¿Y cuál puede ser la naturaleza de esa realidad inactiva y no pensante?

HILAS.- No sé nada acerca de su naturaleza.

FILONÚS.- Pasemos, pues, al segundo, y preséntame alguna razón para que admitamos la existencia de esa realidad inactiva, no pensante y desconocida.

HILAS.- Si vemos que las ideas se producen en nuestras mentes en una forma ordenada y constante, es natural pensar que tienen algunas ocasiones fijas y regulares en cuya presencia se provocan dichas ideas.

FILONÚS.- Reconoces que Dios es la causa única de nuestras ideas y que las causa al presentarse dichas ocasiones.

HILAS.- Ésa es mi opinión.

FILONÚS.- Esas cosas que dices están presentes a Dios, sin duda las percibe.

HILAS.- Ciertamente; si no, no podrían ser para él una ocasión de actuar.

FILONÚS.- Para no insistir ahora en el sentido que das a esa hipótesis, ni en las respuestas a todas las enigmáticas cuestiones y dificultades que la misma provoca, te pregunto solamente si el orden y la regularidad observables en la serie de nuestras ideas, que es el curso de la naturaleza,  no se explican suficientemente por la sabiduría y el poder de Dios; y si no se desvanecen esos atributos al suponer que está influenciado, dirigido o incitado, respecto del cuándo y cómo de su actuación, por una sustancia no pensante. Y por último, si en el caso de que admitiera lo que sostienes podría servir en algo a tu propósito, pues no es fácil concebir cómo la existencia externa o absoluta de una sustancia no pensante, distinta de su ser percibida, puede inferirse del hecho de que yo admita que hay ciertas cosas percibidas por la mente de Dios que son para él la ocasión de producir ideas en nosotros.

HILAS.- Me encuentro absolutamente perplejo sin saber qué pensar, pues esta noción de ocasión me parece ahora tan falta de fundamento como lo demás.

FILONÚS.- ¿Y no te vas dando cuenta de que en todas esas diferentes acepciones de materia, has estado suponiendo no sabes qué, sin razón alguna y sin resultado alguno?

HILAS.- Confieso francamente que estoy menos apegado a mis opiniones desde que se las ha sometido a un examen tan riguroso Sin embargo, creo tener aún una confusa sensación de que hay algo así como una materia.

FILONÚS.- Tú percibes la existencia de la materia inmediata o mediatamente. En el primer caso, te ruego me digas mediante cuáles sentidos la percibes. En el segundo caso, dame a conocer por cuál razonamiento es inferida de aquellas cosas que percibes inmediatamente. Esto, por lo que se refiere a la percepción. Por lo que respecta a la materia misma, pregunto: ¿es objeto, substrato, causa, instrumento u ocasión? Tú ya has defendido todas esas tesis cambiando tus opiniones y haciendo que unas veces la materia aparezca de una forma y otras de otra. Y lo que has propuesto lo has desaprobado y rechazado tú mismo. Si tienes algo nuevo que decir te oiré con mucho gusto.

HILAS.- Creo que ya he dicho todo lo que tenía que decir a este respecto. No sé qué más aducir.

FILONÚS.- Y, sin embargo, te muestras reacio en abandonar tus viejos prejuicios. Para hacer que los abandones más fácilmente deseo que, además de lo que se ha sugerido hasta ahora, consideres también si, suponiendo que la materia existe, puedes concebir de qué forma serías afectado por ella. O, suponiendo que no existiera, si no es evidente que puedes estar afectado con las mismas ideas con que ahora lo estás y que, por tanto, tienes las mismísimas razones para creer en su existencia que las que puedes tener ahora.

HILAS.- Reconozco que es posible que podamos percibir todas la cosas exactamente igual a como las percibimos ahora, aunque no hubiese materia en el mundo; y no puedo concebir, si hubiese materia, cómo podría producir idea alguna en nuestras mentes. Y admito, asimismo, pues me has convencido completamente, que es imposible que haya nada semejante a una materia en ninguna de las acepciones anteriormente mencionadas. Pero no puedo por menos de pensar aún que hay materia en uno u otro sentido. Desde luego, que no pretendo determinar qué es.

FILONÚS.- No espero que me definas exactamente la naturaleza de ese ser desconocido. Sólo te ruego que me digas si es una sustancia; y si es así, si puedes pensar en una sustancia sin accidentes; y en el caso de que tenga accidentes o cualidades, deseo que me hagas saber qué son esas cualidades, o al menos qué es lo que se entiende al decir que la materia es el soporte de ellas.

HILAS.- Ya hemos discutido esos puntos. No tengo nada más que decir. Pero para prevenir otras cuestiones, permíteme que te diga que ahora no entiendo por materia ni una sustancia, ni accidentes, ni un ser pensante, ni uno extenso, ni una causa, instrumento u ocasión, sino algo completamente desconocido, distinto de todo eso.

FILONÚS.- Parece, pues, que incluyes en tu noción actual de materia nada más que la abstracción general de la idea de entidad.

HILAS.- Nada más. Salvo que añado a esta idea general la negación de todas aquellas ideas, cualidades o cosas particulares que percibo, imagino o de algún modo aprehendo.

FILONÚS.- ¡Por favor!, ¿dónde supones que existe una materia desconocida?

HILAS.- ¡Oh, Filonús! Crees que ahora me vas a embrollar, pues si digo que existe en algún lugar inferirás entonces que existe sólo en la mente, pues hemos convenido en que el lugar o la extensión existe sólo en la mente; pero yo no me avergüenzo de confesar mi ignorancia. No sé dónde existe; sólo estoy seguro de que no existe en lugar alguno. Te contesto en forma negativa; y no puedes esperar otra cosa a todas las cuestiones que en el futuro plantees acerca de la materia.

FILONÚS.- Si no quieres decirme dónde existe, haz el favor de informarme acerca de la forma en que supones existe, o qué es lo que entiendes con su existencia.

HILAS.- Ni piensa, ni actúa, ni percibe, ni es percibida.

FILONÚS.- ¿Y qué hay de positivo en tu abstracta noción de su existencia?

HILAS.- Después de detenido examen no veo que tenga noción o significado alguno positivo. Te repito que no me avergüenzo de confesar mi ignorancia. No sé qué es lo que quiere decir esa su existencia, ni su forma de existir.

FILONÚS.- Continúa, buen Hilas, con tu actitud ingenua, y dime sinceramente si puedes formarte una idea distinta de la idea de entidad en general, separada y exclusiva de todos los seres pensantes y corpóreos y de todas las cosas particulares.

HILAS.- Un momento, déjame pensar un poco. Confieso, Filonús, que no veo que pueda hacerlo. A primera vista creía tener una cierta noción diluida y etérea de la pura entidad en abstracto; pero al fijar más la atención, se me ha desvanecido y no la percibo. Cuanto más pienso en ello, más me afirmo en mi prudente resolución de no dar sino respuestas negativas y no pretender el más mínimo grado de conocimiento o concepción positivos de la materia, de su cuándo, su cómo, su entidad o cualquier cosa perteneciente a la misma.

FILONÚS.- Así, pues, cuando hablas de la existencia de la materia no tienes noción alguna en tu mente.

HILAS.- Ninguna en absoluto.

FILONÚS.- Te ruego me digas si el estado de la cuestión no es el siguiente: primero, partiendo de la creencia en una sustancia material llegaste a la conclusión de que los objetos inmediatos existían fuera de la mente; después, sus arquetipos; después, las causas; acto seguido, los instrumentos; posteriormente, las ocasiones; y por último, algo en general, que al ser interpretado se revela como nada. Así, pues, la materia se convierte en nada. ¿Qué opinas, Hilas? ¿No es esto un resumen fiel de todo tu proceso?

HILAS.- Sea ello como fuere, insisto, sin embargo, en que del hecho de que no podamos concebir una cosa no se deriva un argumento en contra de su existencia.

FILONÚS.- Admito de grado que partiendo de una causa, de un efecto, de una operación, de un signo o de cualquier otra circunstancia, se pueda inferir razonablemente la existencia de una cosa no percibida inmediatamente, y que sería absurdo que alguien arguyera en contra de la existencia de dicha cosa por el hecho de que no tuviera una noción directa y positiva de la misma. Pero cuando no hay nada de esto; cuando ni la razón ni la revelación nos inducen a creer en la existencia de una cosa; cuando no tenemos ni siquiera una noción relativa de ella; cuando se hace abstracción de lo percipiente y de lo percibido, del espíritu y de la idea; en fin, cuando no hay siquiera una idea, la más inadecuada y vaga que se pueda pretender: en ese caso no deduzco de ello consecuencia alguna contra la realidad de noción alguna o la existencia de cosa alguna, sino que mi inferencia será que no quieres decir nada en absoluto, que empleas palabras sin objeto alguno, sin designio ni significado ninguno. Y dejo a tu discreción el considerar la forma como debe tratarse esa jerga ininteligible.

hilas - A decir verdad, amigo Filonús, tus argumentos me parecen en sí mismos irreprochables; pero no causan en mí un efecto tan grande como para producirme la completa convicción, la íntima aquiescencia inseparables de toda demostración. Me encuentro aún recayendo en la oscura conjetura de un algo que no sé lo que es, llamado materia.

FILONÚS.- ¿Pero no te das cuenta de que deben concurrir dos circunstancias para eliminar cualquier escrúpulo y producir un pleno asentimiento en la mente? Póngase un objeto visible ante la luz más clara; sin embargo, si hay alguna imperfección en la vista, o si el ojo no está dirigido hacia él, no será visto distintamente. Igualmente, aunque una demostración esté muy bien fundada y expuesta en la debida forma, no obstante, si hay al mismo tiempo algo de prejuicio o una cierta perversión del entendimiento, ¿se puede esperar que de repente se perciba claramente y se preste firme adhesión a la verdad? No, hacen falta tiempo y esfuerzos; hay que despertar la atención y retenerla mediante la frecuente repetición de la misma cosa, colocada bajo la misma luz o bajo luces diferentes. Ya he dicho, y me encuentro con que tengo que repetirlo e inculcarlo, que es una licencia inexplicable la que te tomas al pretender sostener que conoces no sé qué, por no sé qué razón y con no sé qué objetivo. ¿Puede encontrarse un paralelo en alguna ciencia o arte, o en alguna secta o profesión humana? ¿Se puede encontrar algo más descaradamente infundado e irracional, incluso en el más bajo nivel de una conversación corriente? Pero tú quizá digas aún que la materia existe, aunque al mismo tiempo ni sepas qué es lo que quiere decir la palabra materia ni la palabra existencia. Esto es, desde luego, sorprendente, y tanto más cuanto que es completamente voluntario [y debido a tu propia iniciativa] 6 y no te lleva a ello la razón; pues te reto a que me demuestres qué cosa en la naturaleza necesita de la materia para su explicación o justificación.

HILAS.- La realidad de las cosas no se puede sostener sin suponer la existencia de la materia. ¿Y no crees que es eso una buena razón para que la defienda seriamente?

FILONÚS.- ¡La realidad de las cosas! ¿Qué cosas, las sensibles o las inteligibles?

HILAS.- Las sensibles.

FILONÚS.- ¿Mi guante, por ejemplo?

HILAS.- Sí; o cualquier otra cosa percibida por los sentidos.

FILONÚS.- Pero para atenernos a una cosa particular, ¿no es para mí una prueba suficiente de la existencia de este guante el hecho de que yo lo veo, lo palpo y lo llevo puesto? Y si esto no fuera así, ¿cómo es posible que esté seguro de la realidad de esta cosa, que ahora veo en este lugar, suponiendo que una cosa desconocida, que nunca vi ni puedo ver, existe, en una forma desconocida, en un lugar desconocido o en ningún lugar? ¿Cómo puede la realidad supuesta de aquello que es intangible ser la prueba de que una cosa tangible existe realmente? ¿O la realidad de lo que es invisible, o en general no perceptible, ser la prueba de que una cosa visible o perceptible exista? Explícame y pensaré que no hay nada demasiado difícil para ti.

HILAS.- Visto el asunto en su conjunto, no tengo inconveniente en admitir que la existencia de la materia es muy improbable; pero no veo la directa y absoluta imposibilidad de ella.

FILONÚS.- Aun admitiendo que la materia sea posible, por eso solo no puede, sin embargo, tener más derecho a la existencia que una montaña dorada o un centauro.

HILAS.- Lo reconozco; empero, no negarás que es posible; y lo que es posible, en cuanto que lo sabes, puede existir realmente.

FILONÚS.- Niego que sea posible; y lo he demostrado, si no me equivoco, suficientemente, partiendo de tus propias concesiones. En el sentido corriente de la palabra materia, ¿queda implicado algo más que una sustancia extensa, sólida, con forma, móvil, que existe fuera de la mente? ¿Y no has reconocido una y otra vez que has visto razones suficientes para negar la posibilidad de tal sustancia?

HILAS.- Es verdad, pero eso solamente es un sentido de la palabra materia.

FILONÚS.- Pero, ¿no es el único sentido propio y auténtico que puede recibir? Y si se probase que la materia en ese sentido es imposible, ¿no se puede creer con suficiente fundamento que es absolutamente imposible? ¿Cómo se podría probar en otro caso que algo es imposible? ¿Y cómo podría haber prueba alguna, en una u otra forma, para un hombre que se toma la libertad de trastornar y cambiar el significado corriente de las palabras?

HILAS.- Creo que se debería permitir a los filósofos hablar con más precisión que el vulgo y que no tienen por qué estar limitados a la acepción corriente de un término.

FILONÚS.- ¡Pero si el sentido que se acaba de mencionar es el corriente entre los filósofos mismos! Para no insistir más en esto, ¿no has podido, acaso, tomar la materia en el sentido que hayas querido? ¿Y no has usado de ese privilegio del modo más amplio, cambiando unas veces completamente, y otras omitiendo o introduciendo, en la definición de ella, todo lo que a la sazón mejor te servía para tu designio, contrariando con esto todas las reglas conocidas de la razón y de la lógica? Y este método incorrecto y fluctuante, ¿no ha prolongado innecesariamente nuestra discusión, ya que se ha examinado la materia de un modo especial y según tú mismo confiesas ha quedado refutada en cada uno de esos sentidos? ¿Y se puede pedir algo más para probar la absoluta imposibilidad de una cosa, una vez que se ha probado que es imposible en cada sentido particular que tú o cualquier otro le dais?

HILAS.- Pero yo no estoy completamente convencido de que hayas probado la imposibilidad de la materia en su último sentido, el más oscuro, abstracto e indefinido.

FILONÚS.- ¿Cuándo se muestra que una cosa es imposible?

HILAS.- Cuando se demuestra que hay una repugnancia entre las ideas que comprende su definición.

FILONÚS.- Pero donde no hay ideas no se puede demostrar repugnancia alguna entre ideas.

HILAS.- Estoy de acuerdo contigo.

FILONÚS.- Ahora bien, en lo que llamas sentido oscuro e indefinido de la palabra materia está claro, según propia confesión tuya, que no va incluida en absoluto idea alguna, ni sentido alguno, excepto un sentido desconocido, lo cual equivale a ninguno. No vayas a esperar, por tanto, que pruebe una repugnancia entre ideas allí donde no hay ideas, o la imposibilidad de la materia tomada en un sentido desconocido, es decir, en ningún sentido. Mi cometido era sólo mostrar que no quieres decir nada; y esto has tenido que admitirlo. Así que, en todos tus diversos sentidos se te ha demostrado que o no quieres decir nada, o si quieres decir algo es un absurdo. Y si esto no fuese suficiente para probar la imposibilidad de una cosa, desearía que me hicieras saber qué es lo que hace falta.

HILAS.- Reconozco que has probado la imposibilidad de la materia; y no veo qué más se puede decir en defensa de ella. Pero al mismo tiempo que te concedo eso, sospecho de todas mis demás opiniones. Pues, con seguridad, nada puede parecer más aparentemente evidente que ésta lo fue; y sin embargo, ahora parece tan falsa y absurda como antes verdadera. Pero creo que hemos discutido la cuestión suficientemente por ahora. Emplearía con mucho gusto el resto del día en rumiar en mi pensamiento los diversos puntos de la conversación de esta mañana, y mañana tendré mucho gusto también en encontrarme contigo aquí, otra vez, a la misma hora.

FILONÚS.- No faltaré a la cita.


TERCER DIALOGO

 

FILONÚS.- Dime, Hilas 7, ¿qué frutos has sacado de la meditación de ayer? ¿Te ha confirmado en la misma opinión que sostenías al separarnos? ¿O has visto desde entonces algo que te haga cambiar de opinión?

HILAS.- En verdad, mi opinión es que todas nuestras opiniones son igualmente vanas e inciertas. Lo que aprobamos hoy lo condenamos mañana. Nos afanamos por conocer y dedicamos nuestras vidas al conocimiento, y he aquí que no sabemos nada; ni creo posible que podamos alguna vez saber algo en esta vida. Nuestras facultades son demasiado limitadas y demasiado pocas. La naturaleza no nos ha llamado ciertamente por el camino de la especulación.

FILONÚS.- ¿Cómo? ¿Dices que no podemos conocer nada, Hilas?

HILAS.- No hay una sola cosa en el mundo de la cual podamos conocer su naturaleza real o lo que es en sí misma.

FILONÚS.- ¿Me quieres decir que no conozco realmente lo que es el fuego o el agua?

HILAS.- Podrás saber, sin duda, que el fuego se muestra caliente y el agua fluida; pero esto no es nada más que saber lo que producen las sensaciones en tu propia mente al aplicar el fuego y él agua a tus órganos de los sentidos. Por lo que respecta a su constitución interna, a su naturaleza real, te encuentras en una completa oscuridad.

FILONÚS.- ¿No sé que esto es una piedra real sobre la que estoy, y que lo que veo ante mis ojos es un árbol verdadero?

HILAS.- ¿Sabes? No, es imposible que tú o cualquier hombre vivo lo sepa. Todo lo que sabes es que tienes una cierta idea o aparición en tu propia mente. ¿Pero qué es esto, con relación al árbol o a la piedra real? Te digo que ese color, forma y dureza que percibes, no son la naturaleza real de esas cosas, ni se le parecen en lo más mínimo. Lo mismo puede decirse de todas las otras cosas reales o sustancias corpóreas que componen el mundo. Ninguna de ellas tiene nada en ellas mismas de semejante con aquellas cualidades sensibles percibidas por nosotros. No deberíamos pretender, por tanto, afirmar ni conocer nada de ellas tal como son en su propia naturaleza.

FILONÚS.- Pero, Hilas, es seguro que puedo distinguir el oro, por ejemplo, del hierro, ¿y cómo podrá ser así si no supiera lo que verdaderamente son?

HILAS.- Créeme, Filonús, sólo puedes distinguir entre tus propias ideas. ¿Crees que están realmente en el oro ese color amarillo, ese peso y otras cualidades sensibles? Son relativas solamente a los sentidos y no tienen ninguna existencia absoluta en la naturaleza. Y al pretender distinguir las especies de las cosas reales por las apariciones que hay en tu mente, actuarás tan sabiamente como aquel que llegara a la conclusión de que dos hombres son de diferente especie porque sus vestidos no eran del mismo color.

FILONÚS.- Parece, pues, que estamos engañados completamente por las apariencias de las cosas; que éstas son falsas. El alimento mismo que como y los vestidos que llevo no tienen en sí mismos nada semejante a lo que veo y siento.

HILAS.- Exactamente.

FILONÚS.- ¿Y no es extraño que estén equivocados todos los hombres y sean tan locos que crean en sus sentidos? Pues aunque no sepan cómo ocurre, los hombres comen, beben y duermen, y realizan todas las funciones de su vida, tan fácil y convenientemente como si conocieran realmente las cosas de que se ocupan.

HILAS.- Así hacen; pero tú sabes que la práctica corriente no requiere la precisión del conocimiento especulativo. Por eso el vulgo conserva sus errores y a pesar de todo se las arregla para superar los problemas de su vida. Pero los filósofos conocen mejor las cosas.

FILONÚS.- Quieres decir que saben que no saben nada.

HILAS.- Ésa es la verdadera meta y perfección del conocimiento humano.

FILONÚS.- Pero, Hilas, todo este tiempo has actuado como persona seria, ¿y estás seriamente persuadido de que no conoces ninguna realidad en el mundo? Supon que vas a escribir, ¿no pedirías pluma, tinta y papel como cualquier otro hombre? ¿Y no sabes qué es lo que pides?

HILAS.- ¿Cuántas veces tengo que decirte que no conozco la naturaleza real de ninguna cosa del universo? Si se presentara la ocasión yo podría sin duda utilizar pluma, tinta y papel. Pero declaro positivamente que no conozco qué es lo que es ninguna de tales cosas en su verdadera y propia naturaleza. Y lo mismo ocurre con respecto a cualquier otra cosa corpórea. Y lo que es más, no sólo ignoramos la naturaleza verdadera y real de las cosas, sino incluso su existencia. No se puede negar que percibimos ciertas apariencias o ideas; pero de ahí no se puede concluir que los cuerpos existan realmente. Es más, ahora se me ocurre, tengo que declarar también, de conformidad con mis anteriores concesiones, que es imposible que exista en la naturaleza real cosa corpórea alguna.

FILONÚS.- Me pasmas. ¿Hay algo más grosero y extravagante que las opiniones que ahora sostienes? ¿Y no es evidente que te ha conducido a estas extravagancias la creencia en una sustancia material? Eso es lo que hace que sueñes en esas naturalezas desconocidas en todas las cosas. Y por eso ignoras lo que todo hombre conoce perfectamente bien. Y no es esto todo. No sólo ignoras la verdadera naturaleza de cada cosa, sino que no sabes si existe realmente algo, o si hay verdaderas naturalezas; pues atribuyes a tus seres materiales una existencia absoluta o externa en que supones consiste su realidad. Y como al final estás obligado a reconocer que dicha existencia significa o una contradicción manifiesta o nada en absoluto, se sigue que te ves obligado a prescindir de tu propia hipótesis de sustancia material, y a negar positivamente la existencia real de cualquier parte del universo. Y así has caído en el escepticismo más profundo y lamentable que haya conocido hombre alguno. Dime, Hilas, ¿no es como digo?

HILAS.- Estoy de acuerdo contigo. La sustancia material no fue más que una hipótesis y, además, falsa y sin fundamento. No me fatigaré más en defenderla. Pero estoy seguro de que cualquier hipótesis que propongas o cualquier teoría acerca de las cosas que en su lugar introduzcas, me parecerá como completamente falsa; y permíteme que te haga algunas preguntas acerca de ella. Es decir, permíteme que te trate lo mismo que tú a mí y te garantizo que esa hipótesis tuya te llevará, después de pasar por muchas perplejidades y contradicciones, al mismísimo estado de escepticismo en que ahora yo mismo me encuentro.

FILONÚS.- Te aseguro, Hilas, que no pretendo forjar hipótesis alguna en absoluto. Soy una persona corriente, lo bastante simple para creer en mis sentidos y dejar las cosas tal como me las encuentro. A decir verdad, opino que las cosas reales son las mismísimas cosas que veo y palpo y percibo por mis sentidos. Éstas las conozco, y al encontrar que responden a todas las necesidades y fines de la vida no tengo razón alguna para preocuparme por otras realidades desconocidas. Un trozo de pan sensible, por ejemplo, me quitará el hambre mejor que diez mil trozos de ese pan insensible, ininteligible y real de que hablas. Asimismo, mi opinión es que los colores y otras cualidades sensibles están en los objetos. No podría, aunque en ello me fuera la vida, dejar de pensar que la nieve es blanca y el fuego caliente. Tú, sin duda, que entiendes por nieve y fuego ciertas sustancias no percipientes, no percibidas y externas, estás en tu derecho al negar que la blancura o el calor sean afecciones inherentes a ellos. Pero yo, que entiendo por esas palabras las cosas que veo y toco, estoy obligado a pensar como la demás gente. Y como no soy escéptico con respecto a la naturaleza de las cosas, tampoco lo soy con respecto a su existencia. Que una cosa sea realmente percibida por mis sentidos y que al mismo tiempo no exista realmente es para mí una evidente contradicción; pues no puedo separar ni abstraer, ni siquiera en el pensamiento, la existencia de una cosa sensible de su ser percibida. La madera, las piedras, el fuego, el agua, la carne, el hierro y cosas semejantes que nombro y de las cuales hablo, son cosas que conozco. Y no las hubiera conocido si no las hubiera percibido por mis sentidos; las cosas percibidas por los sentidos son percibidas inmediatamente; y las cosas percibidas inmediatamente son ideas; ahora bien, las ideas no pueden existir fuera de la mente; su existencia, por tanto, consiste en ser percibidas; y si son, por tanto, efectivamente percibidas, no hay duda alguna de su existencia. Fuera, pues, todo ese escepticismo, esas ridiculas dudas filosóficas. ¡Qué tontería que un filósofo dude de la existencia de las cosas sensibles hasta que se le pruebe por la veracidad de Dios! ¡O que pretenda que nuestro conocimiento en este punto es deficiente en intuición o demostración! Yo podría dudar lo mismo de mi propia realidad que de la realidad de esas cosas que realmente veo y siento.

HILAS.- No tan de prisa, Filonús; dices que no puedes concebir cómo pueden existir cosas sensibles fuera de la mente. ¿No es así?

FILONÚS.- Sí.

HILAS.- Supongamos que seas reducido a la nada; ¿no puedes concebir como posible que las cosas perceptibles por los sentidos puedan aún existir?

FILONÚS.- Puedo; pero entonces tienen que estar en otra mente. Cuando niego a las cosas sensibles una existencia fuera de la mente, no me refiero a mi mente en particular, sino a todas las mentes. Ahora bien, está claro que tienen una existencia exterior a mi mente, pues encuentro por experiencia que son independientes de ella. Hay, sin duda, alguna otra mente en la cual existen, en los intervalos que separan los momentos en que las percibo; así existían antes de mi nacimiento y existirán después de mi supuesto aniquilamiento. Y como lo mismo ocurre con respecto a todos los otros espíritus finitos creados, se sigue necesariamente que hay una mente eterna, omnipresente, que conoce y abarca todas las cosas y nos las presenta ante nuestros ojos en la forma y con arreglo a las normas que ella misma ha dispuesto, a las cuales llamamos leyes de la naturaleza.

HILAS.- Respóndeme, Filonús. ¿Son todas nuestras ideas realidades perfectamente inertes? ¿O encierran una cierta actividad?

FILONÚS.- Son completamente pasivas e inertes.

HILAS.- ¿Y no es Dios un agente, un ser puramente activo?

FILONÚS.- Lo reconozco.

HILAS.- Por tanto, ninguna idea puede asemejarse o representar a la naturaleza de Dios.

FILONÚS.- Ninguna.

HILAS.- Si no tienes, pues, idea alguna de la mente de Dios, ¿cómo puedes concebir la posibilidad de que las cosas existan en su mente? Y si puedes concebir la mente de Dios sin tener una idea de él, ¿por qué no se me ha de permitir concebir la existencia de la materia, aunque no tenga idea alguna de ella?

FILONÚS.- Por lo que se refiere a tu primera pregunta, admito que no tengo propiamente ninguna idea, ni de Dios ni de ningún otro espíritu; pues, al ser éstos activos, no se les puede representar por cosas perfectamente inertes, como son nuestras ideas. Sé, sin embargo, que yo, que soy un espíritu o sustancia pensante, existo tan ciertamente como sé que mis ideas existen. Sé, además, qué quiero decir con los términos yo y yo mismo;  y conozco esto de forma inmediata, intuitiva, aunque no lo percibo como un triángulo, un color o un sonido. La mente, espíritu o alma es esa cosa inextensa, indivisible, que piensa, actúa y percibe. Digo que es indivisible, porque es inextensa; e inextensa, porque las cosas extensas, con forma y móviles son las ideas; y lo que percibe las ideas, que piensa y quiere, no es evidentemente ninguna idea, ni se parece a una idea. Las ideas son cosas inactivas y percibidas; y los espíritus, una clase de seres completamente diferentes de ellas. Por eso no digo que mi alma es una idea o algo semejante a una idea. Sin embargo, tomando la palabra idea en un sentido amplio, se puede decir que mi alma me facilita una idea, es decir, una imagen o semejanza de Dios aunque desde luego extremadamente inadecuada. Pues toda la noción que tengo de Dios la obtengo reflexionando sobre mi propia alma, potenciando sus facultades y suprimiendo sus imperfecciones. Tengo, por tanto, en mí mismo no ya una idea inactiva, sino una especie de imagen pensante, activa, de la Divinidad. Y aunque no la percibo por los sentidos, tengo, sin embargo, una noción de ella o la conozco mediante la reflexión y el razonamiento. Tengo un conocimiento de mi propia mente y de mis propias ideas; y con su ayuda aprehendo mediatamente la posibilidad de la existencia de otros espíritus e ideas. Además, partiendo de mi propia realidad y de la dependencia que encuentro en mí mismo y en mis ideas, infiero necesariamente, por un acto de la razón, la existencia de un Dios y de todas las cosas creadas en la mente de Dios. Esto, por lo que se refiere a la primera pregunta. En cuanto a la segunda, supongo que esta vez puedes contestar tú mismo. Pues ni percibes la materia objetivamente, como cuando percibes una idea o realidad inactiva, ni la conoces como te conoces tú mismo mediante un acto reflejo; ni la aprehendes mediatamente por la semejanza con lo uno o con lo otro; ni la coliges mediante un razonamiento partiendo de lo que conoces inmediatamente. Todo lo cual hace que el caso de la materia sea muy diferente del de la Divinidad.

HILAS.- Dices que tu propia alma te suministra una especie de idea o imagen de Dios. Pero al mismo tiempo reconoces que no tienes, propiamente hablando, ninguna idea de tu propia alma. Incluso afirmas que los espíritus son una clase de seres completamente diferentes de las ideas. Y consiguientemente, que ninguna idea puede ser semejante a un espíritu. No tenemos, por tanto, ninguna idea de ningún espíritu. Admites, sin embargo, que hay una sustancia espiritual, aunque no tengas ninguna idea de ella; y al mismo tiempo niegas que pueda haber nada parecido a una sustancia material porque no tienes ninguna noción o idea de ella. ¿Está esto bien? Para actuar coherentemente tienes que admitir la materia o rechazar el espíritu. ¿Qué dices a esto?

FILONÚS.- En primer lugar, digo que no niego la existencia de la sustancia material simplemente porque no tenga noción alguna de ella, sino porque su noción es contradictoria; en otras palabras, porque repugna que haya una noción de ella. Muchas cosas, por lo que yo sé, pueden existir y de ellas ni yo ni otro hombre tenemos ni podemos tener idea o noción alguna. Pero entonces, estas cosas tienen que ser posibles, es decir, no puede estar incluido en su definición nada contradictorio. Y en segundo lugar, digo que aunque creemos que existen cosas que no percibimos, no podemos creer, a pesar de ello, que existe alguna cosa determinada sin tener alguna razón para tal creencia; ahora bien, no tengo razón alguna para creer en la existencia de la materia. No tengo de ello ninguna intuición inmediata, ni puedo inferir mediatamente de mis sensaciones, ideas, nociones, acciones o pasiones, una sustancia inactiva no percipiente y no pensante, ni por deducción probable ni como consecuencia necesaria. Mientras que la realidad de mí mismo, es decir, mi propia alma, mente o principio pensante, la conozco evidentemente por reflexión. Te ruego me excuses si repito las mismas cosas al responder a las mismas objeciones. En la misma noción o definición de sustancia material, se incluye una manifiesta repugnancia y contradicción. Y esto no ocurre con la noción de espíritu. Repugna que existan ideas en lo que no percibe o que se produzcan por lo que no actúa. Pero no hay repugnancia en decir que una cosa percipiente es sujeto de ideas, o que una cosa activa es la causa de ellas. Concedido que no tenemos ni una evidencia inmediata ni un conocimiento demostrativo de la existencia de otros espíritus finitos; pero no se sigue de ahí que dichos espíritus estén al mismo nivel que las sustancias materiales, si se admite que las unas son contradictorias y que no hay contradicción en admitir los otros; si no se pueden inferir las unas por ningún argumento y hay una probabilidad para los otros; si vemos signos y efectos que nos indican la existencia de agentes finitos distintos, semejantes a nosotros y vemos que no hay signo o síntoma alguno que conduzca a una creencia racional en la materia. Y digo, por último, que tengo una noción del espíritu, aunque no poseo, estrictamente hablando, una idea de él. No lo percibo como una idea o mediante una idea, sino que lo conozco por reflexión.

HILAS.- A pesar de todo lo que has dicho, me parece que, de acuerdo con tu propia forma de pensar y como consecuencia de tus propios principios, se seguiría que tú no eres más que un sistema de ideas flotantes sin ninguna sustancia que las soporte. Las palabras no se han de usar sin un significado. Y como no hay más sentido en la sustancia espiritual que en la sustancia material, hay que descartar tanto la una como la otra.

FILONÚS.- ¿Cuántas veces tengo que repetir que conozco mi propia realidad o tengo conciencia de ella, y que yo mismo no soy mis ideas sino otra cosa, un principio activo que percibe, conoce, quiere y actúa sobre las ideas? Sé que yo, uno e idéntico, percibo los colores y los sonidos, que un color no puede percibir un sonido, ni un sonido un color; que soy, por tanto, un principio individual, distinto del color y del sonido, y por la misma razón, de todas las otras cosas sensibles e ideas inertes. Pero no tengo conciencia en la misma forma de la existencia o esencia de la materia. Por el contrario, sé que no puede existir nada contradictorio y que la existencia de la materia implica una contradicción. Además, sé lo que quiero decir cuando afirmo que hay una sustancia espiritual o soporte de las ideas, es decir, que un espíritu conoce y percibe las ideas. Pero no sé qué se quiere decir cuando se afirma que una sustancia no percipiente tiene inherentes en ella, y soporta, o ideas o los arquetipos de las ideas. No hay, por tanto, en general, paridad alguna entre el espíritu y la materia. 8

HILAS.- Me declaro convencido en este punto. Pero, ¿puedes creer seriamente que la existencia real de las cosas sensibles consiste en su ser percibidas efectivamente? Si es así, ¿cómo ocurre que toda la humanidad distingue ambas realidades? Pregunta al primer hombre que encuentres y te dirá que ser percibido es una cosa, y existir otra,

FILONÚS.- Me conformo, amigo Hilas, en apelar al sentido común de la gente para justificar la verdad de mi opinión. Pregunta al jardinero por qué cree que existe este cerezo que hay en el jardín y te dirá que porque lo ve y lo toca; en una palabra, porque lo percibe mediante sus sentidos. Pregúntale por qué cree que no hay allí un naranjo y te dirá que porque no lo percibe. Llama ser real a lo que percibe por los sentidos y dice que eso existe; pero que lo que no es perceptible dice que no tiene realidad.

HILAS.- Sí, Filonús, admito la existencia de una cosa sensible que consiste en ser perceptible, pero no en ser efectivamente percibida.

FILONÚS.- ¿Y qué es perceptible sino una idea? ¿Y puede existir una idea sin ser percibida efectivamente? Estos son puntos en los que estamos de acuerdo desde hace tiempo.

HILAS.- Pero, por muy verdadera que sea tu opinión, no negarás que es chocante y contraria al sentido común de las gentes. Pregunta a una persona si aquel árbol tiene una existencia fuera de su mente; ¿qué crees que respondería?

FILONÚS.- Lo mismo que yo respondería, a saber, que existe desde luego fuera de su inteligencia. Pero entonces, a un cristiano no puede seguramente resultarle chocante decir que el árbol real que existe fuera de su mente es conocido verdaderamente y comprehendido por (es decir, existe en) la mente infinita de Dios. Probablemente, quizá a primera vista no se percate de la prueba directa e inmediata que hay de que la realidad misma de un árbol o de cualquier cosa sensible implica una mente en la cual estar. Pero no puede negar el hecho en cuestión. El pro-blema entre los materialistas y yo, no es si las cosas tienen una existen-cia real fuera de la mente de esta o aquella persona, sino si tienen una i existencia absoluta, distinta del ser percibidas por Dios, y exterior a to-das las mentes. Esto, desde luego, lo han afirmado paganos y filósofos, pero todo el que tenga acerca de la Divinidad una noción conforme con las Sagradas Escrituras será de otra opinión.

HILAS.- Pero con arreglo a tus concepciones, ¿qué diferencia hay entre las cosas reales y las quimeras forjadas por la imaginación o las visiones de un sueño, si todas están igualmente en la mente?

FILONÚS.- Las ideas que forma la imaginación son débiles y no distintas; además, dependen completamente de la voluntad. Pero las ideas percibidas por los sentidos, es decir, las cosas reales, son más vividas y claras y al imprimirse en la mente por un espíritu distinto de nosotros no tienen esa dependencia respecto de nuestra voluntad. No hay, por tanto, peligro alguno de confundirlas con las ideas de la imaginación, y es pequeño el que hay de confundirlas con las visiones de un sueño que son vagas, irregulares y confusas. Y aunque ocurre a veces que sean muy animadas y naturales, sin embargo, por no estar en conexión ni formar Un todo con las ocupaciones precedentes y subsiguientes de nuestras vidas, pueden distinguirse fácilmente de las realidades. En fin, sea cualquiera el método que emplees para distinguir las cosas de las quimeras en tu propio sistema, el mismo evidentemente valdrá en el mío. Pues supongo que tendrá que ser por una diferencia percibida y no voy a privarte de ninguna de las cosas que percibes.

HILAS.- Pero, Filonús, sostienes que en el mundo no hay más que espíritus e ideas. Y esto, tienes que reconocerlo, suena muy extraño.

FILONÚS.- Reconozco que la palabra idea, que no se usa convenientemente en el sentido de cosa, suena de un modo un poco particular. La razón que tenía para usarla es que se entiende que dicho término implica una relación necesaria con la mente; y ahora se usa comúnmente por los filósofos para denotar los objetos inmediatos del entendimiento. Pero por muy extraños que puedan sonar los terminos de la proposición, su sentido no encierra, sin embargo, nada que sea muy extraño o chocante, pues en efecto no quiere decir mas que lo siguiente: que sólo hay cosas percipientes y cosas percibidas; o que todo ser no pensante es necesariamente, y por la naturaleza misma de su existencia, percibido por alguna mente; si no lo es por una mente finita, creada, lo es ciertamente por la mente infinita de Dios en el cual «vivimos, nos movemos y existimos». ¿Es esto tan extraño como decir: las cualidades sensibles no están en los objetos, o que no podemos estar seguros de la existencia de las cosas, o que no conocemos nada de sus naturalezas reales aunque las veamos y toquemos y las percibamos por medio de todos nuestros sentidos?

HILAS.- Y como consecuencia de esto, ¿no tendremos que pensar que no hay cosas físicas ni corpóreas, y que un espíritu es la causa inmediata de todos los fenómenos de la naturaleza? ¿Puede haber algo más extravagante que esto?

FILONÚS.- Sí, es infinitamente más extravagante decir que una cosa que es inerte opera sobre la mente y que lo que no percibe es la causa de nuestras percepciones [sin tener en cuenta si es coherente, ni el viejo y conocido axioma de que ninguna cosa puede dar a otra lo que ella misma no tiene 9 ]. Además, eso que a ti, no sé por qué razón, te parece tan extravagante no es sino lo que las Sagradas Escrituras afirman en cien lugares diferentes. En ellas se representa a Dios como el único e inmediato autor de todos esos efectos que algunos paganos y filósofos han acostumbrado adscribir a la naturaleza, la materia, el hado o un principio semejante no pensante. Son tan constantes en esto las Sagradas Escrituras, que sería inútil corroborarlo con citas.

HILAS.- No reparas, amigo Filonús, en que al hacer a Dios el autor inmediato de todos los movimientos de la naturaleza, lo conviertes en autor de asesinatos, sacrilegios, adulterios y otros odiosos pecados.

FILONÚS.- Respondiendo a lo que dices, observo en primer lugar que la imputación de culpa es la misma, cometa la persona la acción con un ins trumento o sin él. En el caso, pues, de que supongas que Dios actúa mediante un instrumento u ocasión, llamado materia, le haces autor del pecado tan realmente como yo, que pienso que es el agente inmediato en todas esas operaciones que corrientemente se adscriben a la naturaleza Observo, asimismo, que el pecado o la torpeza moral no consiste en el movimiento o acción física externa, sino en la interna desviación de la voluntad de las leyes de la razón y de la religión. Es evidente que matar al enemigo en una batalla o ejecutar legalmente a un criminal no se considera pecaminoso, aunque el acto externo sea el mismo que en el caso de un asesinato. Si el pecado, por tanto, no consiste en la acción física, hacer a Dios causa inmediata de todas esas acciones no es convertirle en autor del pecado. Y por último, no he dicho nunca que Dios es el único agente que produce todos los movimientos en los cuerpos. Es verdad que he negado que haya otros agentes además de los espíritus, pero esto concuerda perfectamente con reconocer a los seres racionales pensantes, en la producción de movimientos, el uso de poderes ilimitados, derivados sin duda últimamente de Dios, pero que inmediatamente los dirigen sus propias voluntades, lo cual basta para hacerles plenamente culpables de sus acciones.

HILAS.- Pero el punto en cuestión, amigo Filonús, es la negación de la materia o sustancia corpórea. Nunca podrás persuadirme de que no repugna al sentir universal de la humanidad. Si nuestra discusión tuviese que decidirse por mayoría de votos, estoy seguro de que abandonarías tu tesis, sin recabar sufragios.

FILONÚS.- Desearía que nuestras dos opiniones se expusieran y sometiesen en forma conveniente al juicio de hombres que tuviesen sentido común simple, sin los prejuicios de una educación letrada. Preséntame como una persona que confía en sus sentidos, cree que conoce las cosas que ve y siente y no tiene dudas acerca de su existencia; y tú expon claramente todas tus dudas, tus paradojas y tu escepticismo que te invade y me atendré de buen grado a lo que decida una persona imparcial. Es para mí evidente que no hay una sustancia en la que puedan existir las ideas como no sea un espíritu. Y todos están de acuerdo en que los objetos inmediatamente percibidos son ideas. Y que las cualidades sensibles son objetos inmediatamente percibidos, nadie puede negarlo. Es evidente, por tanto, que no puede haber más substrato de esas cualidades que el espíritu, en el que existen, no por vía de modo o propiedad, sino como cosas percibidas en aquello que las percibe. Niego, pues, que haya un substrato no pensante de los objetos de los sentidos y, en ese sentido, que haya una sustancia material. Pero si se entiende por sustancia material únicamente el cuerpo sensible que es visto y tocado (y me atrevo a decir que todos los hombres no filósofos no entienden otra cosa) entonces estoy más cierto de la existencia de la materia que lo que tú, o cualquier filósofo, pretendáis estarlo. Si hay algo que hace que la generalidad de los hombres se aparte de las opiniones que sostengo, es el malentendido de que niego la realidad de las cosas sensibles; pero como el reo de tal culpa eres tú y no yo, sigúese que en realidad se oponen a tus opiniones y no a las mías. Afirmo, consecuentemente, que estoy tan cierto de mi propia realidad como de que hay cuerpos o sustancias corpóreas (es decir, las cosas que percibo por mis sentidos); y que al admitir esto, el conjunto de la humanidad no se ocupará de esas naturalezas desconocidas ni de esas esencias filosóficas a las que tan aficionados son algunos hombres, ni pensarán en absoluto que les concierne la suerte de las mismas.

HILAS.- ¿Qué responderás a esto que te voy a decir? Puesto que, según tú, los hombres juzgan de la realidad de las cosas por sus sentidos, ¿cómo puede equivocarse un hombre al pensar que la Luna es una superficie plana, luminosa, de un diámetro de un pie aproximadamente; o que una torre cuadrada, vista a distancia, es redonda; o que un remo con un extremo sumergido en el agua está roto?

FILONÚS.- No está equivocado con respecto de las ideas que realmente percibe, sino en las inferencias que hace partiendo de sus percepciones presentes. Así, en el caso del remo, lo que inmediatamente percibe por la vista está ciertamente roto; y hasta ahora tiene razón. Pero si de ahí concluye que al sacar el remo del agua lo percibirá igualmente roto, o que afectará su sentido del tacto como suelen hacerlo las cosas rotas, en ese caso estará equivocado. Análogamente, si, basándose en lo que percibe en una determinada posición, concluye que en el caso de que avance hacia la Luna o hacia la torre seguirán afectándole las mismas ideas, se equivocará entonces. Pero la equivocación no está en lo que percibe inmediatamente y en el momento (es una contradicción manifiesta suponer que podría errar a este respecto) sino en el juicio erróneo que hace relativo a las ideas que aprehende como conexas con las inmediatamente percibidas; o el relativo a las ideas que, partiendo de lo que percibe en el momento presente, imagina que se percibirán en otras circunstancias. Lo mismo sucede con respecto al sistema copernicano. Aquí no percibimos ningún movimiento de la Tierra, pero sería erróneo concluir de ahí que en el caso en que estuviéramos situados a una distancia tan grande como la que nos separa de otros planetas, no percibiríamos entonces su movimiento.

HILAS.- Te comprendo; y hay que reconocer que dices cosas bastante plausibles. Pero permíteme que te llame la atención acerca de una cosa. Por favor, Filonús, ¿no estabas antes tan seguro de que la materia existía como ahora lo estás de que no existe?

FILONÚS.- Lo estaba. Pero la diferencia es ésta: antes, mi convencimiento se fundaba, sin examen, en un prejuicio; pero ahora, después de una investigación, se funda en la evidencia.

HILAS.- Después de todo, parece que nuestra disputa es más bien acerca de palabras que de cosas. Estamos de acuerdo en la cosa, pero diferimos en el nombre. Es evidente que estamos afectados con ideas que proceden del exterior; y no es menos evidente que tiene que haber, no diré arquetipos, sino poderes fuera de la mente que se corresponden con dichas ideas. Y como esos poderes no pueden subsistir por sí mismos, hay que admitir que existe un cierto sujeto de ellos al que llamo materia y tú espíritu. Ésta es toda la diferencia.

FILONÚS.- ¡Por favor, Hilas! ¿Es extenso ese ser poderoso, o sujeto de poderes?

HILAS.- No tiene extensión; pero tiene el poder de producir en ti la idea de extensión.

FILONÚS.- ¿No es también activo?

HILAS.- Sin duda, pues si no, ¿cómo podríamos atribuirle poderes?

FILONÚS.- Permíteme ahora que te haga dos preguntas. Primera: ¿está de acuerdo con la costumbre de los filósofos o de otros, dar el nombre de materia a un ser activo inextenso? Segunda: ¿no es ridiculamente absurdo utilizar mal los nombres e ir en contra del uso corriente del idioma?

HILAS.- Bueno, pues entonces no le llamemos materia, si así lo quieres, sino una tercera naturaleza distinta de la materia y del espíritu. Pues, ¿por qué razón le has de llamar espíritu? ¿No implica la noción de espíritu que sea pensante, así como activo e inextenso?

FILONÚS.- La razón que tengo es la siguiente: puesto que poseo una mente para tener una noción o significación de lo que digo, pero no tengo noción alguna de una acción distinta de la volición, ni puedo concebir que haya una volición en otro sitio que no sea un espíritu, por tanto, cuando hablo de un ser activo me veo obligado a querer decir un espíritu. Además, ¿puede haber algo más evidente que el hecho de que una cosa que no tiene en sí misma ideas no puede comunicarlas a los demás? Y si tiene ideas, seguro que tiene que ser un espíritu. Para que comprendas el asunto con más claridad aún, si es posible: afirmo, lo mismo que tú, que puesto que estamos afectados por algo exterior, tenemos que admitir que existen poderes fuera de nosotros en una realidad distinta de nosotros mismos. Hasta aquí, estamos de acuerdo. Pero empezamos a diferir cuando se trata del género de ese ser poderoso. Yo sostengo que es espíritu, tú materia o no sé qué (puedo añadir también que no sabes cuál) tercera naturaleza. Así, pruebo que es espíritu. Partiendo de los efectos que veo que se producen, llego a la conclusión de que hay acciones y porque hay acciones hay voliciones; y al haber voliciones, tiene que haber una voluntad. Además, las cosas que percibo tienen que tener una existencia, ellas o sus arquetipos, fuera de mi mente; pero al ser ideas, ni ellas ni sus arquetipos pueden existir de otra forma que no sea en un entendimiento; hay, por tanto, un entendimiento. Ahora bien, la voluntad y el entendimiento constituyen una mente o un espíritu en el más estricto sentido. Así pues, la causa eficiente de mis ideas es, en el sentido propio y estricto del término, un espíritu.

HILAS.- Y ahora seguramente que piensas haber esclarecido perfectamente el punto en cuestión, sin sospechar que lo que propones conduce directamente a una contradicción, ¿no es absurdo imaginar alguna imperfección en Dios?

FILONÚS.- Sin duda.

HILAS.- Experimentar dolor es una imperfección.

FILONÚS.- Así es.

HILAS.- ¿No estamos afectados algunas veces con dolor y malestar por algún otro ser?

FILONÚS.- Sí.

HILAS.- ¿Y no has dicho que ese ser es un espíritu? ¿Y no es Dios ese espíritu?

FILONÚS.- De acuerdo.

HILAS.- Ahora bien, has afirmado que todas las ideas que percibimos del exterior están en la mente que nos afecta. Así pues, las ideas de dolor y malestar están en Dios; con otras palabras, Dios experimenta dolor; es decir, que hay una imperfección en la naturaleza divina, lo cual reconociste que era absurdo. Se te ha cogido, por tanto, en una franca contradicción.

FILONÚS.- Que Dios conoce o comprende todas las cosas y que él conoce entre otras cosas qué es el dolor, incluso cada especie de sensación dolo-rosa, y qué es para sus criaturas experimentar dolor, eso no constituye para mí problema alguno. Pero niego terminantemente que Dios, aunque conoce y algunas veces causa sensaciones dolorosas en nosotros, pueda experimentar él mismo dolor. Nosotros, que somos espíritus limitados y dependientes, estamos sometidos a impresiones de los sentidos, efectos de un agente externo que al producirse contra nuestra voluntad son a veces penosos y molestos. Pero Dios, a quien no puede afectar ningún ser exterior, que no percibe nada por los sentidos como nosotros, cuya voluntad es absoluta e independiente, que es causa de todas las cosas y no esta sometido a ninguna resistencia ni contrariedad, es evidente que un ser como ése no puede sufrir nada ni ser afectado por ninguna sensación dolorosa, ni por ninguna sensación en general. Nos encontramos encadenados a un cuerpo, es decir, que nuestras percepciones están vinculadas a movimientos corporales. Según la ley de nuestra naturaleza, quedamos afectados por cualquier alteración de las partes nerviosas de nuestro cuerpo sensible; y ese cuerpo sensible, si se le considera en debida forma, no es más que un complejo de dichas cualidades o ideas, en cuanto que no tienen existencia distinta de ser percibidas por una mente; de suerte que dicha vinculación de sensaciones o movimientos corporales no significa más que la correspondencia en el orden de la naturaleza entre dos series de ideas o cosas inmediatamente perceptibles. Pero Dios es un espíritu puro desligado de esa afinidad o vinculación natural. Ningún movimiento corporal acompaña a las sensaciones de dolor o placer en su mente. Conocer todo lo que es cognoscible es ciertamente una perfección; pero soportar, sufrir, o sentir algo por los sentidos es una imperfección. Lo primero, digo, conviene a Dios, pero lo segundo no. Dios conoce o tiene ideas, pero sus ideas no le acceden por los sentidos como las nuestras. Al no distinguir esa diferencia, cuando es tan manifiesta, te imaginas ver un absurdo allí donde no hay ninguno.

HILAS.- Pero en todo este rato que llevamos discutiendo no has considerado el hecho de que se ha demostrado que la cantidad de materia es proporcional a la gravedad de los cuerpos. ¿Y qué puede alegarse contra esa demostración?

FILONÚS.- ¿Me quieres decir cómo lo demuestras?

HILAS.- Establezco como principio, que los impulsos o cantidades de movimiento en los cuerpos están en razón directa, compuesta de las velocidades y cantidades de materia contenidas en los mismos. Y por tanto, cuando las velocidades son iguales, resulta que los movimientos están en razón directa de la cantidad de materia de cada cuerpo. Ahora bien, la experiencia enseña que todos los cuerpos (deducidas las pequeñas desigualdades originadas por la resistencia del aire) descienden con la misma velocidad; así pues, el movimiento de los cuerpos que caen, y por tanto, su gravedad, que es la causa o principio de dicho movimiento, es proporcional a la cantidad de materia; que es lo que se quería demostrar.

FILONÚS.- Estableces como principio evidente por sí mismo que la cantidad de movimiento en un cuerpo es proporcional a la velocidad y a la materia tomadas en conjunto; y os servís de eso para probar una proposición de la cual deducís la existencia de la materia. ¡Por favor!, ¿no es eso una petición de principios?

HILAS.- En la premisa sólo quiero decir que el movimiento es proporcional a la velocidad, unida a la extensión y a la solidez.

FILONÚS.- Aun admitiendo que esto sea verdadero, no se sigue, sin embargo, que la gravedad sea proporcional a la materia, en el sentido filosófico que das al término; a no ser que admitas que el substrato desconocido o como quieras llamarlo, es proporcional a esas cualidades sensibles; y suponer eso, es evidentemente una petición de principio. Que haya magnitud, solidez o resistencia perceptibles por los sentidos estoy dispuesto a admitirlo; y asimismo, no discuto que la gravedad pueda ser proporcional a esas cualidades. Pero que esas cualidades, en tanto que percibidas por nosotros, o los poderes que las producen, existan en un substrato material, eso es lo que yo niego y tú sin duda afirmas pero sin haberlo probado aún, a pesar de tu demostración.

HILAS.- No insistiré más en ese punto. ¿Crees, sin embargo, que me persuadirás de que los filósofos de la naturaleza han estado soñando todo este tiempo? Dime, ¿en qué se convierten todas sus hipótesis explicaciones de los fenómenos, las cuales suponen la existencia de la materia?

FILONÚS.- ¿Qué entiendes, Hilas, por fenómenos?

HILAS.- Entiendo las apariencias que percibo por medio de mis sentidos.

FILONÚS.- Y las apariencias percibidas por los sentidos, ¿no son ideas?

HILAS.- Te lo he dicho cien veces.

FILONÚS.- Así pues, explicar los fenómenos es mostrar cómo nos van afectando las ideas, en la forma y por el orden en que se imprimen en nuestros sentidos. ¿No es así?

HILAS.- Así es.

FILONÚS.- Ahora bien, si puedes probar que algún filósofo ha explicado la producción de alguna idea en nuestras mentes con ayuda de la materia, tendrás mi aquiescencia para siempre y no tendré para nada en cuenta todo lo que se ha dicho contra dicha materia; pero si no puedes, te esforzarás en vano en explicar los fenómenos. Se entiende fácilmente que un ser dotado de conocimiento y voluntad produzca o muestre ideas. Pero que un ser, que está manifiestamente desprovisto de esas facultades, sea capaz de producir ideas, o de afectar de algún modo a una inteligencia, eso no lo podré entender nunca. Yo digo que aunque tuviéramos una concepción positiva de la materia, aunque conociésemos sus cualidades y pudiésemos comprender su existencia, estaríamos, no obstante, muy lejos aún de explicar las cosas, pues ella misma es la cosa más inexplicable del mundo. Y sin embargo, a pesar de todo, no se sigue que los filósofos no hayan estado haciendo nada; pues al observar y razonar acerca de la conexión de las ideas descubren las leyes y los métodos de la naturaleza, lo cual es una forma de conocimiento útil e interesante.

HILAS.- Después de todo, ¿se puede suponer que Dios iba a engañar a toda la humanidad? ¿Imaginas que hubiera inducido al mundo entero a creer en la existencia de la materia si no hubiera tal cosa?

FILONÚS.- No creo que afirmes que toda opinión epidémica que proceda del prejuicio de la pasión o de la falta de reflexión se pueda imputar a Dios como autor de ella. Sea cualquiera la opinión que le atribuyamos, tendrá que ser o porque nos la ha descubierto mediante una revelación sobrenatural o porque resulta tan evidente a nuestras facultades naturales, que Dios ha formado y nos ha dado, que es imposible que no prestemos nuestro asentimiento. Pero, ¿dónde está la revelación o dónde la evidencia que provoca artificiosamente la creencia en la materia? Y es más, ¿cómo ocurre que toda la humanidad cree que la materia, tomada como algo distinto de lo que percibimos por nuestros sentidos, existe; toda la humanidad, con excepción de unos pocos filósofos que no saben a qué atenerse? Tu pregunta supone que esos puntos están esclarecidos; cuando los esclarezcas, me creeré obligado a darte otra respuesta. Mientras tanto, baste decirte que no creo que Dios haya engañado en absoluto a la humanidad.

HILAS.- ¡Oh, la novedad, amigo Filonús, la novedad! Ahí está el peligro. Se deberían rechazar siempre las concepciones nuevas; trastornan la mente de los hombres y nadie sabe a dónde llegarán sus consecuencias.

FILONÚS.- No puedo imaginarme por qué se ha de pensar que rechazar una opinión que no tiene fundamento alguno ni en los sentidos, ni en la razón, ni en la autoridad divina pueda hacer vacilar la creencia en opiniones que se fundan en todos o en alguno de dichos fundamentos. Admito espontáneamente que las innovaciones en materia de gobierno y de religión son peligrosas y no se deben fomentar, pero ¿hay una razón análoga para que no se fomenten en filosofía? Dar a conocer una cosa que anteriormente era desconocida es una innovación en el campo del conocimiento; y si se hubieran reprimido todas esas innovaciones, los hombres no hubieran hecho un progreso notable en las artes y en las ciencias. Pero no es asunto mío abogar por novedades y paradojas. Que las cualidades que percibimos no están en los objetos; que no tenemos que creer en nuestros sentidos; que no sabemos nada acerca de la naturaleza real de las cosas y que no se puede asegurar nunca nada acerca de su existencia; que los sonidos y colores reales no son nada sino ciertas formas y movimientos desconocidos; que los movimientos, en sí mismos, no son ni lentos ni rápidos; que hay en los cuerpos extensiones absolutas sin forma ni magnitud determinada; que una cosa estúpida, sin pensamiento e inactiva actúa sobre el espíritu; que la partícula última de un cuerpo contiene innumerables partes extensas: ésas son las novedades, ésas son las extrañas opiniones que chocan al juicio ingenuo y no corrompido de toda humanidad; y una vez que se las admite, embarazan la mente con dudas y dificultades sin fin. Y contra esas innovaciones y otras semejantes me esfuerzo en defender el sentido común. Es verdad que al hacer esto me pueda ver obligado a utilizar ciertos ambages y modos de expresión no comunes. Pero si se comprenden a fondo mis opiniones, la singularidad que hay en ellas se reduce en realidad a lo siguiente: es absolutamente imposible, y una clara contradicción, suponer que un ser no pensante exista sin ser percibido por una mente. Y si esta opinión es singular, es una vergüenza que sea así en estas fechas y en un país cristiano.

HILAS.- Las dificultades a que están sujetas otras opiniones se salen del problema. Tu cometido es defender tu propia opinión. ¿Puede haber algo más evidente que el hecho de que transformas todas las cosas en ideas? Tú que no te avergüenzas de acusarme de escepticismo. Esto es tan evidente que no hay nadie que lo niegue.

FILONÚS.- Te equivocas. No intento transformar cosas en ideas sino más bien ideas en cosas; pues esos objetos inmediatos de percepción, que según tú son sólo apariencias de cosas, los tomo por las cosas reales mismas.

HILAS.- ¡Cosas! Podrás pretender lo que quieras; pero es cierto que no nos dejas nada sino las formas vacías de las cosas, la parte exterior sólo que afecta a los sentidos.

FILONÚS.- Lo que llamas las formas vacías y la parte exterior de las cosas me parece que son las cosas mismas. Ni están vacías ni incompletas, a no ser que supongas que la materia es una parte esencial de todas las cosas corpóreas. Estamos los dos de acuerdo en que percibimos sólo formas sensibles, pero diferimos en que tú las consideras apariencias, vacías, yo seres reales. En una palabra, tú no confías en tus sentidos; yo sí. •

HILAS.- Dices que crees en tus sentidos, y parece como si te felicitaras de que en esto estés de acuerdo con el vulgo. Por tanto, según tú, la naturaleza de una cosa queda descubierta por los sentidos. Si es así, ¿ de dónde procede ese desacuerdo? ¿Por qué no se percibe la misma forma y otras cualidades sensibles, observadas desde cualquier punto de vista? ¿Y por qué tenemos que utilizar un microscopio para descubrir mejor la verdadera naturaleza de un cuerpo, si fuese descubrible a simple vista?

FILONÚS.- Hablando estrictamente, amigo Hilas, no vemos el mismo objeto que tocamos; ni por el microscopio se percibe el mismo objeto que a simple vista. Pero si se creyese que cada variación es suficiente para constituir un nuevo género o individuo, el número sin fin y la confusión de los nombres haría el lenguaje impracticable. Así pues, para evitar este y otros inconvenientes, que inmediatamente se presentan a poco que en ello se piense, los hombres combinan diversas ideas, aprehendidas por diversos sentidos, o por el mismo sentido, en diferentes ocasiones o en diferentes circunstancias, pero en las que se observa, empero, que tienen una cierta conexión natural, bien en coexistencia o en sucesión; todas las cuales las refieren a un nombre y las consideran como una cosa. De aquí se deduce que al examinar con mis otros sentidos una cosa que he visto, no lo hago para comprender mejor el mismo objeto que había percibido por la vista, pues el objeto de un sentido no es percibido por los otros sentidos. Y cuando miro a través de un microscopio no es que pueda percibir más claramente lo que he percibido ya a simple vista, pues el objeto percibido a través del lente es completamente distinto del primero. Pero en ambos casos, mí objetivo es sólo saber qué ideas están en conexión entre sí; y cuanto más sabe un hombre de conexión de ideas, más se dice que sabe acerca de la naturaleza de las cosas. ¿Qué pasa si nuestras ideas son variables? ¿Qué pasa si nuestros sentidos no están afectados en todas las circunstancias con las mismas apariencias? No se deducirá por eso que no se ha de confiar en ellos, o que son contradictorios con ellos mismos o con cualquier otra cosa que no sea tu preconcebido concepto de no sé qué naturaleza real, no perceptible, no cambiada y singular, designada por cada nombre; ese prejuicio parece que ha tenido su origen en no haber comprendido bien el lenguaje corriente de los hombres, que hablan de diversas ideas distintas como unidas en una sola cosa por la mente. Y sin duda, hay razones para sospechar que diversas concepciones erróneas de los filósofos tienen el mismo origen; pues empezaron a construir sus teorías, no tanto sobre nociones como sobre palabras que fueron formadas por el vulgo simplemente por conveniencia y rapidez en las actividades corrientes de la vida, sin tener en cuenta la especulación.

HILAS.- Creo comprender lo que quieres decir.

FILONÚS.- Opinas que las ideas que percibimos por nuestros sentidos no son cosas reales, sino imágenes o copias de los mismos. Nuestro conocimiento, por tanto, no es real sino en la medida en que nuestras ideas son las representaciones verdaderas de esos originales. Pero como esos supuestos originales son en sí mismos desconocidos, es imposible saber hasta qué punto nuestras ideas se les asemejan; o si no se les asemejan en absoluto. No podemos, pues, estar seguros de que tenemos un conocimiento real. Además, como nuestras ideas están variando constantemente, sin cambio alguno en las supuestas cosas reales, se sigue necesariamente que no pueden todas ser copias verdaderas de ellas; y si unas son y otras no, es imposible distinguir las primeras de las segundas. Y esto nos hunde aún más en la incertidumbre. Por otra parte, cuando consideramos el problema, no podemos concebir cómo una idea, o algo semejante a una idea, pueda tener una existencia absoluta fuera de una mente; ni por tanto, según tú, pueda haber alguna cosa real en la naturaleza. El resultado de todo ello es que estamos sumidos en el más desolado y abandonado escepticismo. Permíteme ahora que te pregunte: primero, si el referir las ideas a unas sustancias no percibidas que tienen existencia absoluta, o a sus originales, no es el origen de todo ese escepticismo; segundo, si estás informado por los sentidos o por la razón, de la existencia de esos originales desconocidos. Y en el caso de que no lo estés, ¿no sería absurdo suponerlo? Tercero, si previo examen encuentras que hay algo significado o concebido distintamente mediante la expresión existencia absoluta o externa de sustancias no percipientes. Y, por último, si, previa consideración de las premisas, no es el procedimiento más sabio seguir a la naturaleza, confiar en los sentidos, y, dejando a un lado cualquier pensamiento afanoso acerca de las sustancias o naturalezas desconocidas, admitir con el vulgo como cosas reales lo que se percibe por los sentidos.

HILAS.- Por ahora no me siento propicio a responder. Preferiría, desde luego, ver cómo superas la siguiente prueba. ¡Por favor!, los objetos percibidos por los sentidos de uno, ¿no son igualmente perceptibles a otros que estén presentes? Si hubiera aquí cien personas más verían el jardín, los árboles y las flores como las veo yo. Pero no están afectados en la misma forma por las ideas que yo formo en mi imaginación. ¿No constituye esto una diferencia entre la primera clase de objeto y la segunda?

FILONÚS.- Reconozco que sí. Y no he negado que haya una diferencia entre los objetos de los sentidos y los de la imaginación. ¿Pero qué quieres inferir de ese hecho? No puedes decir que los objetos sensibles existen sin ser percibidos, pues son percibidos por muchos.

HILAS.- Reconozco que no puedo decir nada contra esta objeción; pero ella me conduce a otra. ¿No opinas que por medio de nuestros sentidos sólo percibimos las ideas que existen en nuestras mentes?

FILONÚS.- Sí.

HILAS.- Pero la misma idea que está en mi mente no puede estar en la tuya o en otra cualquiera. ¿No se deduce, por tanto, de tus principios, que dos personas no pueden ver la misma cosa? ¿Y no es esto completamente absurdo?

FILONÚS.- Si el término mismo se toma en su acepción corriente, es cierto (y ello no está en contradicción con los principios que sostengo) que diferentes personas pueden percibir la misma cosa; o que la misma cosa o idea existe en mentes diferentes. Las palabras se aplican convencional-mente, y puesto que los hombres acostumbran aplicar la palabra mismo cuando no se percibe distinción o variedad, y no pretendo modificar sus percepciones, se deduce que puesto que los hombres dijeron anteriormente que varios vieron la misma cosa, pueden seguir diciendo la misma frase en ocasiones semejantes sin apartarse de la propiedad del lenguaje o de la verdad de las cosas. Pero si el término mismo se emplea en la acepción de los filósofos, que aspiran a una noción abstracta de identidad, entonces, de acuerdo con las diversas definiciones de dicha noción (pues aún no se ha convenido en qué consiste la identidad filosófica) puede ser posible o no que diversas personas perciban la misma cosa. Pero que los filósofos crean conveniente llamar a una cosa la misma o no lo crean, eso me parece que es de poca importancia. Supongamos a varios hombres reunidos, dotados de las mismas facultades, afectados, por tanto, de igual modo por sus sentidos, y que sin embargo no hayan conocido nunca el uso del lenguaje; sin duda que coincidirán en sus percepciones. Aunque quizás, cuando utilicen el lenguaje, algunos, teniendo en cuenta la uniformidad de lo que fue percibido, lo llamarán la misma cosa; y otros, considerando especialmente la diversidad de personas que eran percipientes, preferirían denominarlo cosas diferentes. Pero, ¿quién no ve que toda la discusión es alrededor de una palabra, a saber, si a lo que es percibido por diferentes personas se le puede aplicar, sin embargo, la palabra mismo? O supóngase una casa cuyas paredes o estructura exterior quedan inalteradas y las habitaciones demolidas, construyéndose en su lugar otras nuevas; y que tú llamaras a eso la •misma casa y yo dijera que no era la misma casa. ¿No estaríamos, a pesar de todo, perfectamente de acuerdo en nuestros pensamientos de la casa considerada en sí misma? Si dijeras que diferíamos en nuestras opiniones porque añadías a tu idea de la casa la idea simple abstraída de identidad mientras que yo no hacía eso, te diría que no sé qué es lo que quieres decir por idea abstraída de identidad, y desearía que penetraras en tus propios pensamientos y te aseguraras de que te comprendías a ti mismo. ¿Por qué te quedas tan callado, Hilas? ¿No estás aún convencido de que el hombre pueda discutir acerca de la identidad y la diversidad sin que haya diferencia real alguna en sus pensamientos y opiniones, abstracción hecha de los nombres? Reflexiona, además, en lo siguiente: admítase o no que la materia existe, eso no importa para lo que aquí se trata. Pues los materialistas mismos reconocen que lo que inmediatamente percibimos por nuestros sentidos son nuestras ideas. Tu dificultad, por tanto, de que no hay dos personas que vean la misma cosa, va igualmente contra los materialistas y contra mí.

HILAS.- [Sí, Filonús] 10 Pero admiten un arquetipo exterior al que refieren sus diversas ideas; y puede decirse con verdad que perciben la misma cosa.

FILONÚS.- Y (sin tener en cuenta que has descartado dichos arquetipos) puedes admitir también un arquetipo exterior según mis principios; exterior, quiero decir, a tu propia mente; aunque sin duda hay que admitir que existe en aquella mente que comprende todas las cosas, y entonces satisface a todas las exigencias de la identidad, como si existiera fuera de toda mente. Y estoy seguro de que no dirás que es menos inteligible.

HILAS.- Desde luego me has convencido plenamente de que en el fondo no hay dificultad alguna en este punto; y si la hay, afecta igualmente a las dos opiniones.

FILONÚS.- Pero lo que va igualmente contra dos opiniones contradictorias no puede ser un argumento contra ninguna.

HILAS.- Lo reconozco. Pero después de todo, Filonús, cuando considero la sustancia de tu tesis contra el escepticismo, la encuentro reducida a lo siguiente; estamos seguros de que realmente vemos, oímos y tocamos; en una palabra, de que estamos afectados por impresiones sensibles.

FILONÚS.- ¿Y qué más nos interesa? Veo esta cereza, la toco, la saboreo; estoy seguro de que la nada no puede ser vista ni tocada, ni saboreada; es, por tanto, real Suprime las sensaciones de suavidad, humedad, rojez, acidez, y suprimirás la cereza. Pues no es una realidad distinta de las sensaciones; digo que una cereza no es nada más que un conjunto de impresiones sensibles o ideas percibidas por diversos sentidos; las cuales ideas están unidas en una cosa (o se les ha dado un nombre) por la mente; pues se observa que se acompañan unas a otras. Así, cuando el paladar es afectado por un determinado sabor, la vista por un color rojo, el tacto por la redondez, la suavidad, etc. Y por eso, cuando veo, toco y saboreo de diversas maneras, estoy seguro de que la cereza existe, o es real; su realidad, en mi opinión, no es nada aparte de esas sensaciones. Pero si por la palabra cereza entiendes una naturaleza desconocida distinta de todas esas cualidades sensibles, y por su existencia entiendes algo distinto de su ser percibida, en ese caso reconozco que ni tú ni yo ni nadie puede estar seguro de que exista.

HILAS.- ¿Y qué dirías, amigo Filonús, si te adujese contra la existencia de cosas sensibles en una mente las mismísimas razones que has presentado contra su existencia en un substrato material?

FILONÚS.- Cuando conozca tus razones oirás lo que tenga que decir de ellas.

HILAS.- ¿Es extensa o inextensa la mente?

FILONÚS.- Inextensa, sin duda alguna.

HILAS.- ¿Dices que las cosas que percibes están en tu mente?

FILONÚS.- Sí.

HILAS.- ¿No te he oído hablar de impresiones sensibles?

FILONÚS.- Creo que sí.

HILAS.- Explícame ahora, caro Filonús, cómo es posible que haya lugar para que todos esos árboles y casas existan en tu mente. ¿Puede lo inex-tenso contener a las cosas extensas? ¿O tendremos que imaginarnos impresiones hechas en una cosa desprovista de toda solidez? No puedes decir que los objetos están en tu mente como los libros en tu despacho; o que las cosas se imprimen en ella como la forma de un sello sobre la cera. ¿En qué sentido, pues, tendremos que entender esas expresiones? Explícamelo, si puedes; y entonces estaré en situación de responder a todas esas cuestiones que anteriormente me planteaste acerca de mi substrato.

FILONÚS.- Mira, Hilas, cuando hablo de objetos que existen en la mente o que se imprimen en los sentidos, no se me ha de entender en el sentido literal grosero, como cuando se dice que los cuerpos existen en un lugar, o que un sello produce una impresión en la cera. Lo que quiero decir solamente es que la mente los comprende o percibe; y que es afectada por algo exterior o por una realidad distinta de ella misma. Esta es mi explicación para solucionar tu dificultad; y me gustaría saber cómo puede servir para hacer inteligible tu dogma de un substrato material no percipiente.

HILAS.- ¡Oh, no! Si es eso todo, reconozco que no veo qué uso puede hacerse de ella. ¿Pero no eres culpable de un cierto abuso del lenguaje en todo esto?

FILONÚS.- En absoluto; no es más que lo que el uso corriente, que sabes es la norma del lenguaje, ha autorizado; pues nada más usual para los filósofos que hablar de los objetos inmediatos del entendimiento como cosas que existen en la mente. Y en esto no hay más que lo que se ajusta a la analogía general del lenguaje, pues la mayor parte de las operaciones mentales se significan mediante palabras tomadas de las cosas sensibles; como es evidente en los términos comprender, reflexionar, discurrir, etc., los cuales al aplicarse a la mente no se han de tomar en su sentido grosero original.

HILAS.- Reconozco que me has convencido en este punto; pero queda aún una gran dificultad que no sé cómo la vas a resolver. Y es, sin duda, de una importancia tal que si no puedes encontrar una solución para ella, nunca esperes hacerme un adepto de tus principios, aunque puedas solucionar todas las demás dificultades.

FILONÚS.- Dime qué dificultad es ésa tan grande.

HILAS.- El relato de la creación que hacen las Sagradas Escrituras es lo que me parece francamente irreconciliable con tus opiniones. Moisés habla de una creación. ¿Creación de qué? ¿De ideas? No, ciertamente, sino de cosas, de cosas reales, sustancias corpóreas sólidas. Si haces compatibles tus principios con lo que acabo de decir, quizás me ponga de acuerdo contigo.

FILONÚS.- Moisés menciona la Luna, el Sol y las estrellas, la Tierra y el mar, las plantas y los animales; para mí no hay duda de que todos esos seres existen realmente y fueron creados en un principio por Dios. Si por ideas entiendes las ficciones y fantasías de la mente, entonces no son ideas. Si por ¡deas entiendes los objetos inmediatos del entendimiento, o las cosas sensibles que no pueden existir sin ser percibidas o fuera de la mente, entonces aquellos seres son ideas. Pero importa poco que los llames o no ideas. La diferencia es sólo de nombre. Y el sentido, la verdad y la realidad de las cosas continúa siendo la misma, consérvese o rechácese ese nombre. En el lenguaje corriente, los objetos de nuestros sentidos no se llaman ideas, sino cosas. Puedes continuar llamándolos así, con tal de que no les atribuyas ninguna existencia absoluta externa; no voy a discutir contigo por una palabra; admito, por tanto, que la creación ha sido una creación de cosas, de cosas reales. Y eso no es en modo alguno incompatible con mis principios, como es evidente por lo que he dicho ahora; y también te habría sido evidente, aunque no hubiera dicho nada, si no hubieras olvidado lo que anteriormente he repetido tan frecuentemente. Pero por lo que respecta a sustancias corpóreas sólidas desearía que me mostraras dónde hace Moisés mención de ellas; y aunque las hubiera mencionado él o cualquier otro escritor inspirado, te correspondería hacer ver que esas palabras no se tomaban en su acepción corriente, de cosas que son objeto de nuestros sentidos, sino en la acepción filosófica de materia o esencia desconocida con existencia absoluta. Cuando hayas probado esos puntos, entonces (y sólo entonces) podrás aducir la autoridad de Moisés en nuestra discusión.

HILAS.- Es vano discutir acerca de un punto tan claro. Se limita a apelar a tu propia conciencia. ¿No estás convencido de que hay una cierta contradicción peculiar entre el relato mosaico y tus opiniones?

FILONÚS.- Si se puede concebir que todo posible sentido que se pueda dar al primer capítulo del Génesis es tan compatible con mis principios como con cualquier otro, en ese caso no hay contradicción particular. Ahora bien, no hay sentido que no puedas también comprender, si juzgas como yo. Pues fuera de los espíritus, todo lo que concibes son ideas, y la existencia de éstas no la niego. Ni tú pretendes afirmar que existen fuera de la mente.

HILAS.- ¡Por favor!, dime en qué sentido lo entiendes.

FILONÚS.- ¡Oh! Me imagino que si hubiera estado presente en la creación, hubiera visto las cosas puestas en la existencia, es decir, llegar a ser perceptibles en el orden que describe el historiador sacro. Siempre he creído en el relato mosaico y no encuentro ahora alteración alguna en mi forma de creencia. Cuando se dice que las cosas empiezan o terminan su existencia, no quiero decir con respecto a Dios sino a sus criaturas. Dios conoce todos los objetos eternamente, o, lo que es lo mismo, tienen una existencia eterna en su mente; pero cuando las cosas anteriormente imperceptibles a las criaturas, se les hacen perceptibles, en virtud de un decreto de Dios, entonces se dice que empiezan una existencia relativa con respecto a las mentes creadas. Al leer, por tanto, el relato mosaico de la creación, entiendo que las diversas partes del universo se hicieron gradualmente perceptibles a los espíritus finitos, dotados de facultades apropiadas; de suerte que, dondequiera que estuviesen presentes, las percibían efectivamente. Éste es el sentido obvio literal que me sugieren las palabras de las Sagradas Escrituras, las cuales no contienen mención ni pensamiento alguno de un substrato, instrumento, ocasión o existencia absoluta. Y si se hace un examen, no dudo que se encontrará que la mayoría de los hombres sencillos y rectos, que creen en la creación, no pensaron sino como yo. Sólo tú puedes decirme en qué sentido metafísico lo entiendes.

HILAS.- Pero, Filonús, no pareces darte cuenta de que concedes a las cosas creadas en un principio sólo una realidad relativa y, por tanto, hipotética; es decir, suponiendo que había hombres para percibirlas, sin los cuales no tendrían actualidad de existencia absoluta en la que pudiera perfeccionarse la creación. ¿No es, en efecto, según tú, manifiestamente imposible que la creación de criatura inanimada alguna preceda a la del hombre? ¿Y no es esto completamente contrario al relato mosaico?

FILONÚS.- Para responder a eso digo, en primer lugar, que los seres creados pudieron empezar a existir en la mente de otras inteligencias creadas que no fuesen los hombres. No podrás tampoco probar que hay alguna contradicción entre Moisés y mis opiniones, a menos que muestres primero que no hubo otro orden de espíritus finitos creados existentes antes del hombre. Afirmo, asimismo, que en el caso de que concibiéramos la creación como si se produjese por un invisible poder una cantidad de plantas o vegetales en un desierto donde nadie estuviera presente, esa forma de explicarla o concebirla es compatible con mis principios, pues no te privan de nada sensible o imaginable, se adapta perfectamente a las opiniones corrientes, naturales y no pervertidas de la humanidad, y pone de manifiesto la dependencia de todas las cosas de Dios; y tiene, por consiguiente, todo el buen efecto o influencia que puede tener ese importante artículo de nuestra fe, al hacer a los hombres humildes, reconocidos y resignados para con su [gran] 11 Creador. Declaro, sin embargo, que en esta ingenua concepción de las cosas, despojada de las palabras, no se encontrará noción alguna de lo que llamas la actualidad de una existencia absoluta. Podrás, desde luego, armar mucho jaleo con esas palabras y prolongar así nuestra discusión sin conseguir nada. Pero te pido que reflexiones con toda calma sobre tus propios pensamientos y que me digas entonces si no son una jerga inútil e ininteligible.

HILAS.- Reconozco que no va unida a ellos una noción muy clara. ¿Pero qué dices a esto? ¿No haces consistir la existencia de las cosas sensibles en que estén en una mente? ¿Y no estaban todas las cosas eternamente en la mente de Dios? ¿No existían, por tanto, desde toda la eternidad, según tú? ¿Y cómo podría ser creado en el tiempo lo que era eterno? ¿Puede haber algo más claro o mejor encadenado que lo que acabo de decir?

FILONÚS.- ¿Y no eres también de la opinión de que Dios conocía todas las cosas desde la eternidad?

HILAS.- Sí.

FILONÚS.- Tienen siempre, por tanto, una existencia en el intelecto divino.

HILAS.- Lo reconozco.

FILONÚS.- Así, pues, por tu propia confesión, nada es nuevo o empieza a ser con respecto a la mente de Dios. Estamos, indudablemente, de acuerdo en ese punto.

HILAS.- ¿Qué haremos, pues, de la creación?

FILONÚS.- ¿No pensaremos que se ha hecho completamente con relación a espíritus finitos, de suerte que se puede decir con propiedad que las cosas comienzan su existencia, o a ser creadas, cuando Dios decretó que se hicieran perceptibles a criaturas inteligentes, del modo y manera que entonces estableció y que ahora llamamos leyes de la naturaleza? Podrás llamar a esto una existencia relativa o hipotética, si quieres. Pero mientras nos facilite el sentido natural obvio y literal de la historia mosaica de la creación; mientras responda a todos los fines religiosos de ese gran artículo; en una palabra, mientras no puedas asignarle otro sentido o significado en su lugar, ¿por qué hemos de rechazarla? ¿Es para satisfacer una ridicula inclinación escéptica a hacer de todo algo sin sentido e ininteligible? Estoy seguro de que no puedes decir que es para la gloria de Dios. Pues admitiendo que sea posible y concebible qué el mundo corpóreo tenga una subsistencia absoluta extrínseca a la mente de Dios, así como a las mentes de todos los espíritus creados, ¿cómo eso podría, sin embargo, expresar la inmensidad o la omnisciencia de la Divinidad, o la dependencia necesaria e inmediata de todas las cosas con respecto a ella? Es más, ¿no parecería más bien que disminuía esos atributos?

HILAS.- Bueno, pero por lo que respecta a ese decreto de Dios por el que se hacen las cosas perceptibles, ¿qué dices, Filonús? ¿No está claro que Dios ejecutó ese decreto desde toda la eternidad, o empezó a querer en un cierto momento lo que no había querido efectivamente antes sino sólo tenido el designio de querer? En el primer caso no habría creación o comienzo de existencia tratándose de cosas finitas. En el segundo caso, tendremos que reconocer que algo nuevo acaece a la Divinidad, lo cual implica una especie de cambio, y todo cambio indica imperfección.

FILONÚS.- ¡Por favor! Ten en cuenta lo que vas a hacer. ¿No es evidente que esa objeción va igualmente contra la creación en cualquier otro sentido, e incluso contra todo otro acto de la Divinidad que pueda descubrir la luz natural? No podemos concebir nada de eso que no se realice en el tiempo y no tenga un comienzo. Dios es un ser de perfecciones trascendentes e ilimitadas; su naturaleza, por tanto, es incomprensible para los espíritus finitos. No hay que esperar, pues, que un hombre, sea materialista o inmaterialista, tenga conceptos exactamente precisos de la Divinidad, sus atributos y modos de operación. Si quieres, pues, inferir algo contra mí, tu dificultad no ha de proceder de la inadecuación de nuestras concepciones de la naturaleza divina, lo cual es inevitable en todo sistema, sino de la negación de la materia, la cual no se menciona para nada, ni directa ni indirectamente, en lo que acabas de objetar.

HILAS.- Tengo que reconocer que las dificultades que te has propuesto solucionar son únicamente aquellas que proceden de la no-existencia de la materia y son propias de dicha opinión. Hasta ahora tienes razón. Pero no puedo de ningún modo pensar que no hay una peculiar contradicción entre la creación y tu opinión; aunque desde luego no sé bien dónde está.

FILONÚS.- ¿Qué piensas? ¿No reconozco un doble estado de las cosas, uno ectípico o natural, otro arquetípico y eterno? El primero fue creado en el tiempo; el segundo existía desde siempre en la mente de Dios. ¿No está esto de conformidad con las opiniones corrientes de los teólogos? ¿O hace falta algo más para concebir la creación? Sin embargo, tienes la sospecha de una peculiar contradicción, aunque no sabes dónde está. Para eliminar cualquier escrúpulo posible, considera sólo este punto. Una de dos, o no puedes concebir la creación con ninguna hipótesis; y si es así no hay fundamento para que no guste mi opinión particular o para que se alegue algo en contra de la misma por tal motivo; o puedes concebirla, y en ese caso ¿por qué no has de hacerlo basándote en mis principios, pues con ellos no se suprime nada de lo que se puede concebir? Tienes a tu disposición todo el dominio de los sentidos, la imaginación y la razón. Así pues, todo lo que hayas podido aprehender anteriormente, mediata o inmediatamente, por medio de tus sentidos o del raciocinio partiendo de tus sentidos, todo lo que puedas percibir, imaginar o comprender, lo conservas. Si la opinión, pues, que tienes de la creación según otros principios es inteligible, también lo es según los míos; y si no lo es, pienso que no es una opinión en absoluto, y por tanto no se pierde nada. Y desde luego me parece muy evidente que suponer una materia, es decir, una cosa perfectamente desconocida e inconcebible, no puede servirnos para concebir nada. Y espero que no hará falta demostrarte que si la existencia de materia no permite que se conciba la creación, el hecho de que la realidad de la creación sea inconcebible sin ella no puede ser objeción alguna contra su no-existencia.

HILAS.- Reconozco, amigo Filonús, que casi me has convencido en este asunto de la creación.

FILONÚS.- Me gustaría saber por qué no estás completamente convencido. Me dirás, sin duda, que hay una contradicción entre la historia mosaica y el inmaterialismo, pero no sabes dónde está. ¿Es esto razonable, Hilas? ¿Cómo puedes esperar que solucione una dificultad sin saber cuál es? Pero, pasando por alto todo eso, ¿no se podría pensar que tú estás seguro de que no hay contradicción alguna entre las opiniones recibidas de los materialistas y las Escrituras inspiradas?

HILAS.- Y sí que lo estoy.

FILONÚS.- ¿Se debe entender la parte histórica de las Escrituras en un sentido sencillo y obvio, o en un sentido metafísico y poco común?

HILAS.- En un sentido sencillo, evidentemente.

FILONÚS.- Cuando Moisés habla de las hierbas, el agua, la Tierra, como creaciones de Dios, ¿no crees que se sugieren al lector no filósofo las cosas sensibles comúnmente significadas por esas palabras?

HILAS.- No puedo dejar de pensar así.

FILONÚS.- ¿Y no niega la doctrina de los materialistas la existencia real a todas las ideas o cosas percibidas por los sentidos?

HILAS.- Ya lo he reconocido.

FILONÚS.- Así pues, la creación, según ellos, no fue la creación de cosas sensibles que tienen solamente una realidad relativa, sino de ciertas naturalezas desconocidas que tienen una realidad absoluta en la cual terminaría la creación.

HILAS.- Es verdad.

FILONÚS.- ¿No es, pues, evidente que los que afirman la existencia de la materia destruyen el sentido obvio y sencillo de Moisés con el que sus opiniones son abiertamente incompatibles, y en su lugar nos imponen no sé qué, igualmente ininteligible a ellos y a mí?

HILAS.- No puedo contradecirte.

FILONÚS.- Moisés nos habla de creación. ¿Creación de qué? ¿De esencias desconocidas, de ocasiones, de substrato? No, ciertamente, sino de cosas obvias para los sentidos. Primero, tienes que poner de acuerdo esa afirmación con tus opiniones, si esperas que yo esté de acuerdo con ellas.

HILAS.- Veo que puedes atacarme con mis propias armas.

FILONÚS.- Entonces, por lo que se refiere a la existencia absoluta, ¿se ha conocido jamás alguna noción más pobre que ésta? Es algo tan abstracto e ininteligible, que has reconocido francamente que no podías concebirla, mucho menos explicar por ella alguna cosa. Pero aun admitiendo que exista la materia y que la noción de existencia absoluta sea tan clara como la luz, ¿se sabe que haya contribuido a hacer más creíble la creación? Que una sustancia corpórea, que tiene una existencia absoluta fuera de las mentes de los espíritus, sea sacada de la nada por la mera voluntad de un espíritu, se ha considerado como algo tan contrario a toda razón, tan imposible y absurdo, que no sólo los más célebres en la antigüedad sino incluso diversos filósofos modernos y cristianos han pensado que la materia era coeterna con la Deidad. Considérese todo esto en conjunto y juzgúese entonces si el materialismo predispone a los hombres a creer en la creación de las cosas.

HILAS.- Reconozco, amigo Filonús, que mi opinión es que no predispone. Ésta de la creación es la última objeción que puedo pensar; y tengo necesariamente que reconocer que has contestado a ella tan bien como a las demás. No queda más obstáculo que superar una especie de inexplicable repugnancia hacia tus opiniones que experimento en mí mismo.

FILONÚS.- Cuando un hombre se inclina hacia una de las dos soluciones de una cuestión, sin saber por qué, ¿a qué se puede deber sino a los efectos del prejuicio que nunca deja de acompañar a las opiniones antiguas y arraigadas? Y desde luego, en este respecto no puedo negar que la creencia en la materia tiene una gran ventaja sobre la opinión contraria tratándose de hombres de educación ilustrada.

HILAS.- Confieso que me parece que es como tú dices.

FILONÚS.- Para contrapesar ese peso del prejuicio arrojemos en el platillo las grandes ventajas que produce la creencia en el inmaterialismo, tanto por lo que se refiere a la religión como al conocimiento humano. ¿No quedan probadas con la más clara e inmediata evidencia la existencia de un Dios y la incorruptibilidad del alma? Cuando hablo de la existencia de un Dios no quiero decir una causa oscura y general de las cosas, de la que no tengamos concepto alguno, sino de Dios, en el sentido estricto y propio de la palabra. Un ser cuya espiritualidad, omnipresencia, providencia, omnisciencia, poder infinito y bondad son tan evidentes como la existencia de las cosas sensibles de las que (pese a las pretensiones falaces y los afectados escrúpulos de los escépticos) no hay más razón para dudar que de nuestra propia realidad. Y por lo que respecta a las ciencias humanas, en filosofía natural, ¡a cuántas complicaciones, oscuridades y contradicciones ha conducido la creencia en la materia! Para no hablar de las discusiones sin cuento acerca de su extensión, continuidad, homogeneidad, gravedad, divisibilidad, etc., ¿no pretenden explicar todas las cosas mediante la acción de cuerpos sobre cuerpos, con arreglo a las leyes del movimiento? Y sin embargo, ¿son capaces de comprender cómo un cuerpo mueve a otro? Es más, admitiendo que no hubiera dificultad en poner de acuerdo la noción de un ser inerte con una causa, o en concebir cómo un accidente puede pasar de un cuerpo a otro, ¿podrían, sin embargo, con todos sus forzados pensamientos y extravagantes suposiciones lograr la producción mecánica de un cuerpo animal o vegetal? ¿Pueden, mediante las leyes del movimiento, dar cuenta de los sonidos, sabores, olores, o colores, o del curso regular de las cosas? ¿Han dado cuenta, por medio de principios físicos, de la concordancia y mecanismo por lo menos de las partes menos importantes del universo? Pero dejando a un lado la materia y las causas corpóreas, y admitiendo solamente la eficiencia de una mente omniperfecta, ¿no son fáciles e inteligibles todos los efectos de la naturaleza? Si los fenómenos no son más que ¡deas, Dios es un espíritu, y la materia un ser no inteligente y no per-cipiente. Si demuestran la existencia de un poder limitado en la causa de esas ideas, Dios es activo y omnipotente, pero la materia es una masa inerte. Si no pueden nunca admirarse suficientemente su orden, regularidad y utilidad, Dios es infinitamente sabio y providente, y la materia, en cambio, está desprovista de todo designio y plan. Éstas son, en verdad, las grandes ventajas en la física. Para no hablar del hecho de que el conocimiento de la lejanía de la Divinidad predispone naturalmente a los hombres a ser negligentes en sus acciones morales, pues tendrían más cautela en el caso de que creyeran que estaba inmediatamente presente y actuando sobre sus mentes sin la interposición de la materia o de causas segundas no pensantes. Y en metafísica, ¡cuántas dificultades acerca de la entidad en abstracto, las formas sustanciales, los principios hilárquicos, las naturalezas plásticas, la sustancia y el accidente 12 , el principio de individuación, la posibilidad del pensamiento de la materia, el origen de las ideas, la forma como dos sustancias independientes, tan diferentes como espíritu y materia, pueden actuar mutuamente entre sí! ¡Cuántas dificultades, repito, y disquisiciones sin fin acerca de estos puntos y otros muchos semejantes nos evitamos suponiendo que sólo existen los espíritus y las ideas! Hasta las matemáticas mismas, si suprimimos la existencia absoluta de cosas extensas, se hacen mucho más fáciles y claras; la mayoría de las paradojas chocantes y la intrincada especulación de esas ciencias proceden de la infinita divisibilidad de la extensión finita, la cual tiene su origen en esa suposición. Pero, ¿qué necesidad hay de insistir en las ciencias particulares? ¿No tiene el mismo fundamento esa oposición a toda clase de ciencias, ese frenesí de los escépticos antiguos y modernos? ¿O puedes presentar tanto como un argumento contra la realidad de las cosas corporales o en defensa de esa confesada ignorancia extrema de sus naturalezas, la cual no admite que su realidad consista en una existencia absoluta exterior? Con esa hipótesis hay que reconocer que están justificadas las objeciones por el cambio de colores en el cuello de una paloma o la apariencia de rotura de un remo sumergido en el agua. Pero estas y otras objeciones semejantes desaparecen si no sostenemos la realidad de originales exteriores absolutos, sino que situamos la realidad de las cosas en ideas, sin duda fluctuantes y variables, pero no a capricho, sino con arreglo a un orden natural fijo. Pues en eso consiste esa constancia y verdad de las cosas que asegura todos los intereses vitales y distingue lo que es real de lo que son visiones irregulares de la fantasía. hilas - Estoy de acuerdo con todo lo que acabas de decir y tengo que reconocer que nada puede inclinarme más a abrazar tu opinión que las ventajas que veo la acompañan. Soy por naturaleza perezoso, y esa opinión supone un ahorro muy grande en el estudio. ¡Cuántas dudas, cuántas hipótesis, cuántos laberintos de entretenimiento, cuántos campos de disputas, qué océano de falsa ciencia se podrían evitar con ese único concepto de inmaterialismo!

FILONÚS.- Después de todo, ¿se puede hacer otra cosa? Recuerda que prometiste abrazar aquella opinión que al examinarla se mostrase más conforme con el sentido común y más apartada del escepticismo. Y esa opinión, según confiesas, es la que niega la materia o la existencia absoluta de cosas corpóreas. Y no es esto todo. La misma opinión se ha probado de diferentes modos, se ha enfocado con diferentes luces, se ha llegado a sus consecuencias y se han solucionado todas las objeciones que había contra ella. ¿Puede haber mayor evidencia de su verdad? ¿O es posible que tenga todos los caracteres de una opinión verdadera, y sea, sin embargo, falsa?

HILAS.- Me declaro completamente convencido ahora en todos los respectos. Pero, ¿qué seguridad puedo tener de que continúe con el mismo pleno asentimiento a tu opinión y de que no se presente en el futuro alguna objeción o dificultad impensada?

FILONÚS.- ¡Por favor, Hilas!, en otros casos, cuando algo quede demostrado de forma evidente, ¿no prestarás tu asentimiento por las dificultades u objeciones que pudieran presentarse? ¿Son suficientes, para que te opongas a la demostración matemática, las dificultades que se presentan en la doctrina de las cantidades inconmensurables, del ángulo de contacto, de las asíntotas a las curvas, etc.? ¿O dejarás de creer en la providencia de Dios porque haya algunas cosas determinadas que no sabes cómo conciliarias con ella? Si al inmaterialismo le acompañan dificultades, también hay al mismo tiempo pruebas directas y evidentes en su favor. Pero en favor de la existencia de la materia no hay una prueba, y en contra suya hay objeciones mucho más numerosas e insuperables. Pero, ¿dónde están esas grandes dificultades en las que tanto insistes? ¡Ah! No sabes dónde están o qué son; son algo que puede presentarse en el futuro. Si esto es un pretexto suficiente para rehusar tu pleno asentimiento, nunca lo prestarías a ninguna proposición por libre que esté de objeciones y por muy clara y sólidamente que se demuestre.

HILAS.- Me has convencido, Filonús.

FILONÚS.- Pero para prevenirte contra cualquier futura objeción, considera sólo que lo que va igualmente en contra de dos opiniones contradictorias no puede constituir una prueba contra ninguna de ellas. Así pues, cuando se presente una dificultad intenta solucionarla, si puedes, con la hipótesis de los materialistas. No te dejes engañar por las palabras; lo que debes hacer es sondear tus propios pensamientos. Y en el caso de que no puedas solucionar nada con la ayuda del materialismo, está claro que esa dificultad no puede constituir objeción alguna contra el inmaterialismo. Si te hubieras guiado siempre por esa norma, te hubieras ahorrado probablemente mucho trabajo al hacer objeciones; pues te desafío a que muestres una sola de todas tus dificultades que se pueda explicar por medio de la materia; mejor dicho, que no sea más ininteligible con esa hipótesis que sin ella y, por tanto, no sea más bien un contra que un pro. Debes considerar, en cada caso, si la dificultad procede de la no-existencia de materia. Si no es así, con la misma razón podrías argüir contra la divina presciencia basándote en la divisibilidad infinita de la extensión, que contra el inmaterialismo basándote en esa dificultad. Y sin embargo, si haces memoria, creo que verás que eso ha ocurrido a menudo, si no siempre. Debes, asimismo, tener cuidado de no argüir en forma de petición de principio. Uno propende a decir que se deben considerar las sustancias desconocidas como cosas reales más que como ideas en nuestras mentes. Y ¿quién puede decir, sin embargo, que la sustancia externa no pensante puede concurrir como causa o instrumento en la producción de nuestras ideas? ¿Pero no se procede así suponiendo que hay tales sustancias externas? Y al suponer eso, ¿no se postula lo que está precisamente en cuestión? Por encima de todo, has de cuidar de no dejarte engañar por ese error corriente que se llama ignora-tio elenchi (ignorancia de la cuestión). Has hablado a menudo como si creyeras que yo mantenía la no-existencia de las cosas sensibles; cuando en realidad nadie puede estar más completamente convencido de su existencia que yo y eres tú quien duda; debiera decir, quien positivamente la niega. Todo aquello que es visto, tocado, oído o de algún modo percibido por los sentidos es, según mis principios pero no según los tuyos, un ser real. Recuerda que la materia que defiendes es algo desconocido (si es que se la puede llamar algo), está completamente desprovista de toda cualidad sensible y no puede percibirse por los sentidos ni aprehenderse por la mente. Recuerda que no es un objeto lo que es duro o blando, caliente o frío, azul o blanco, redondo o cuadrado, etc. Pues todas estas cosas, yo afirmo que existen. Aunque desde luego niego que tengan una existencia distinta de su ser percibidas; o que existan fuera de cualesquiera mentes. Piensa en todo esto; considéralo atentamente y tenlo siempre en cuenta. Si no es así, no comprenderás el estado de la cuestión; sin eso tus objeciones estarán siempre fuera de lugar, y en vez de ser dirigidas contra mis opiniones pueden serlo (como más de una vez ha ocurrido) contra las tuyas propias.

HILAS.- Tengo que reconocer, amigo Filonús, que nada me parece que me ha impedido más el acuerdo contigo que ese no tomar la cuestión en sus verdaderos términos. Al negar la materia fui tentado, a lo primero, de imaginar que negabas las cosas que vemos y tocamos; pero reflexionando, encuentro que no hay fundamento para ello. ¿Y qué te parece, pues, conservar el nombre de materia y aplicarla a cosas sensibles? Esto se puede hacer sin cambio alguno en tus convicciones; y créeme que sería una forma de ganarse a algunas personas a quienes podría chocar más una innovación en las palabras que una opinión nueva.

FILONÚS.- De todo corazón; conserva la palabra materia, y aplícala a los objetos de los sentidos si quieres, siempre que no les atribuyas una subsistencia distinta de su ser percibidos. No discutiré contigo por expresión más o menos. Materia o sustancia material son términos introducidos por los filósofos; y tal como los usan, implican una especie de independencia o subsistencia distinta de la percepción por una mente; pero no los usa nunca el común de las gentes, y si alguna vez los usa es para significar los objetos inmediatos de los sentidos. Uno pensaría, pues, que mientras se conserven los nombres de todas las cosas particulares y los términos sensible, sustancia, cuerpo, género y otros semejantes, nunca se debería haber puesto en circulación en el lenguaje corriente la palabra materia. Y en las discusiones filosóficas me parece que lo mejor es dejarla a un lado completamente; pues quizás no hay nada que haya favorecido y aumentado tanto la depravada inclinación de la mente hacia el ateísmo como el uso de ese término general tan confuso.

HILAS.- Bueno, Filonús, puesto que accedo a renunciar a la noción de una sustancia no pensante exterior a la mente, creo que no deberías rehusarme el privilegio de utilizar la palabra materia como me guste, y aplicarla a un conjunto de cualidades sensibles que subsisten sólo en la mente. Reconozco francamente que en un sentido estricto no hay más sustancia que el espíritu. Pero me he acostumbrado tanto al término materia que no sé pasarme sin él. Decir que no hay materia en el mundo me resulta todavía chocante. Pero no me lo resulta decir que no hay materia, si por ese término se quiere significar una sustancia no pensante que existe fuera de la mente; ahora bien, si por materia se entiende una cosa sensible cuya existencia consiste en ser percibida, entonces sí hay materia, ya que esta distinción modifica completamente el aspecto de la cuestión, y los hombres aceptarán tus opiniones con poca dificultad cuando se las propongas de esa forma. Pues, después de todo, la controversia acerca de la materia, en su acepción estricta, se entabla entre tú y los filósofos, cuyos principios -lo reconozco- no son tan naturales, ni tan conformes con el sentido común de la humanidad ni con las Sagradas Escrituras, como los tuyos. No hay nada que deseemos o evitemos que no forme parte, o se perciba que forma parte, de nuestra felicidad o de nuestra miseria. Pero, ¿qué tiene que ver con la felicidad o la miseria, la alegría o la pena, el placer o el dolor, una existencia absoluta o entidades desconocidas abstraídas de cualquier relación con nosotros? Es evidente que las cosas, con respecto a nosotros, sólo son agradables o desagradables; y pueden agradar o desagradar sólo en la medida que se las percibe. Pues más allá de eso, no nos atañen; y así dejas las cosas tal como las encontraste. Sin embargo, hay algo nuevo en esta doctrina. Es evidente que ahora no pienso como los filósofos y, no obstante, tampoco estoy con el común de las gentes. Me gustaría saber cuál es la situación en este respecto; con más precisión, qué has añadido a mis anteriores opiniones o qué modificación has introducido en ellas.

FILONÚS.- No pretendo ser un creador de opiniones nuevas. Mis esfuerzos sólo tienden a unificar e ilustrar esa verdad que anteriormente compartieron la gente y los filósofos: la primera opina que «las cosas que inmediatamente perciben son las cosas reales»; y los segundos que «las cosas inmediatamente percibidas son ideas que existen sólo en la mente». Esas dos opiniones reunidas constituyen, en efecto, la sustancia de lo que propongo.

HILAS.- He desconfiado durante mucho tiempo de mis sentidos; me parece que he visto las cosas a través de una luz nebulosa y de cristales que inducían al error. Ahora han desaparecido esos cristales y una nueva luz inunda mi entendimiento. Estoy convencido con toda evidencia de que veo las cosas con sus formas naturales; y ya no me preocupo de sus naturalezas desconocidas o de una existencia absoluta. Este es el estado en que en la actualidad me encuentro; aunque en verdad no comprendo muy bien todo el proceso que me ha conducido a él. Partiste de los mismos principios que los académicos cartesianos y escuelas semejantes; y durante mucho tiempo parecía como si estuvieras proponiendo su escepticismo filosófico; pero al final, tus conclusiones han sido completamente opuestas.

FILONÚS.- Mira, Hilas, el agua de esa fuente, cómo es impulsada, en una redonda columna, hasta una cierta altura; y al llegar a ella se rompe y cae en la fuente de donde surgió; su ascensión, como su descenso, se originan por la misma ley uniforme o principio de la gravedad. De ese modo, precisamente, los mismos principios que a primera vista conducen al escepticismo, si se los sigue hasta un cierto punto, llevan otra vez al hombre al sentido común.

 

Notas

1   Añadido a la 3a edición

2   En la 1a y 2a edición: «tamaño, color, formato»

3   Véase el Essay towards a new Theory of Vision y su Vindication

4. En la 1.a y 2.a edición: «en piedras y minerales».

5. Añadido a la 3.a edición.

6   Omitido en la 3a edición.

7   En la 1.a y en la 2.a edición: «Así pues, Hilas».

8   Añadido en la 3a edición

9. Omitido en la 3a edición

10. Omitido en la 3a edición

11.   Omitido en la 3a edición.

12. En la a y en la 2a edición: «sujetos y adjuntos» 

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