BARUCH SPINOZA. TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO
capítulo 16

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DEL FUNDAMENTO DEL ESTADO; DEL DERECHO NATURAL Y CIVIL DE CADA UNO, Y DEL DERECHO DE LOS PODERES SOBERANOS
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1. Hasta aquí hemos cuidado de separar la filosofía de la teología y de demostrar la libertad de filosofar que concede a cada uno. Ya es tiempo de que investiguemos hasta dónde ha de extenderse esta libertad de pensar y decir lo que cada uno siente en una república bien ordenada. Para examinar con orden estas materias, investigaremos los fundamentos del estado, y antes el derecho natural de cada uno, sin cuidarnos para ello del estado ni de la religión.
2. Por derecho e institución natural no entiendo otra cosa que las reglas de la naturaleza de cada individuo, según las cuales concebimos a cada uno determinado naturalmente a existir y a obrar de cierto modo. Por ejemplo, los peces están determinados por la naturaleza a la natación, y los grandes a comerse a los pequeños, y por lo tanto los peces, en virtud de su derecho natural, gozan del agua.
3. Es cierto que la naturaleza, considerada en absoluto, tiene un derecho soberano sobre todo lo que está en su poder, es decir, que el derecho de la naturaleza se extiende adonde alcanza su poder. Ahora bien, el poder de la naturaleza es el poder mismo de Dios, que posee un derecho soberano sobre todo.
4. Pero la potencia universal de toda la naturaleza no es sino la potencia de todos los individuos reunidos; se deduce, por tanto, que cada individuo tiene un derecho sobre todas las cosas que puede alcanzar, es decir, que el derecho de cada uno se extiende hasta donde se extiende su poder determinado. Y como la ley suprema de la naturaleza es que cada cosa trate de mantenerse en su estado en tanto que está en sí, y no teniendo razón sino de sí misma y no de otra cosa, se deduce que cada individuo tiene un derecho soberano a esto, según ya dije; es decir, a existir y a obrar según la determinación de su naturaleza.
5. No reconocemos aquí diferencia alguna entre los hombres y los demás seres de la naturaleza, ni entre los hombres dotados de razón, ni aquellos a quienes verdaderamente falta, ni entre los fatuos, los locos o los sensatos. Aquel que produce una cosa según las leyes de su naturaleza, lo hace con pleno derecho, puesto que ha obrado según determinaba su naturaleza, y no podía obrar de otro modo.
6. Por esto entre los hombres cuando se los considera viviendo bajo el solo imperio de la naturaleza, aquel que no conoce la razón o que no posee el hábito de la virtud, y vive bajo las únicas leyes de su apetito, tiene tanto derecho como aquel que arregla su vida a las leyes de la razón; esto es, tiene derecho absoluto, lo mismo que el sabio, para hacer todo aquello que la razón le dicta, o de vivir según las leyes de la razón: el ignaro y el impotente de ánimo, tiene soberano derecho a hacer lo que su apetito aconseja o a vivir según las leyes de su apetito. Esto es lo mismo que Pablo enseña, de que antes de la ley, esto es, cuando los hombres vivían bajo el imperio de la naturaleza, no conoce ningún pecado.
7. Así, pues, el derecho natural de cada hombre no se determina por la sana razón, sino por el grado de su poder y de sus deseos. No todos los hombres están determinados naturalmente a obrar según las reglas y leyes de la razón, sino que, al contrario, todos nacen ignorantes de todas las cosas; y antes de que puedan conocer la verdadera razón de vivir o adquieran el hábito de la virtud, pasan, por buena educación que reciban, una gran parte de su edad, y a nada más están obligados que a vivir y a conservarse, mientras consista en ellos, sólo por el impulso de los apetitos, puesto que la naturaleza no les dio nada más, negándoles la facultad de vivir según la sana razón, y por lo tanto no están más obligados a vivir, según estas reglas, que un gato según las leyes de la naturaleza.
8. Así, cualquiera que se considere bajo el imperio de la naturaleza, tiene derecho para desear cuanto le parezca útil, sea por la sana razón, sea por el ímpetu de las pasiones, y le es permitido arrebatarlo de cualquier manera, sea con la fuerza, con engaños, con ruegos o por todos los medios que juzgue fáciles, y por consiguiente tener como enemigo a aquel que quiera impedir que satisfaga sus deseos.
9. De todo esto se sigue que el derecho e institución de la naturaleza, bajo el cual nacen todos los hombres y viven la mayor parte de ellos, nada prohíbe sino aquello que nadie apetece y que nadie puede, no las disputas, los odios, la ira, los engaños, ni en absoluto lo que el apetito aconseja.
10. No es extraño, pues la naturaleza no se limita en el molde de la razón humana, que sólo atiende a la utilidad verdadera y a la conservación de los hombres, sino a otras infinitas que abrazan el orden de la naturaleza, en que el hombre es una partícula; por su sola necesidad se determinan todos los individuos, de cierto modo, a existir y a obrar.
11. Aquello que nos parece en la naturaleza ridículo, malo o absurdo, consiste solamente en que únicamente en parte conocemos las cosas, y de que todos queremos dirigirlas según los hábitos de nuestra razón, cuando aquello que la razón presenta como malo no es malo respecto al orden y a las leyes de la naturaleza universal, sino sólo respecto a las leyes de nuestra naturaleza.
12. Sin embargo, nadie puede dudar cuán útil es a los hombres vivir según las leyes y los consejos de nuestra razón, que, como ya dijimos, sólo atiende a la verdadera utilidad de los hombres. Además, no hay quien no desee vivir seguro y sin miedo mientras puede hacerlo, lo cual no puede suceder nunca en tanto que cada cual vive a su antojo sin conceder más imperio a la razón que al odio o a la ira.
13. Nadie hay que no viva con ansiedad entre las enemistades, los odios, las iras o los engaños, y que, por tanto, no procure evitarlos mientras le sea posible. Si consideramos además que los hombres, sin auxilio nuestro, viven míseramente y sin el necesario cultivo de la razón, veremos claramente que los hombres, para llevar una vida feliz y llena de seguridad, han debido conspirar para hacer de modo que poseyesen en común sobre todas las cosas este derecho que había recibido cada uno de la naturaleza, y que ya no se determinase según la fuerza y el apetito individuales, sino mediante la potencia y la voluntad de todos juntos.
14. Lo cual hubiesen intentado vanamente si hubiesen querido seguir sólo lo que el apetito aconseja (pues cada uno es llevado de diverso modo por las leyes de su apetito), y por eso debieron firmemente convenirse en dirigir todas las cosas por los solos consejos de la razón (a la cual nadie puede resistir abiertamente por no aparecer mentecato), y enfrenar al apetito en tanto que provoca al daño de otro, y no hacer a nadie lo que para sí no quiera, y defender el derecho de los demás tanto como el propio.
15. Cómo debió concluirse este pacto para quedar válido y terminado, ya lo iremos viendo. Es ley universal de la naturaleza humana que nadie descuide aquello que le parece bueno, a no ser con la esperanza de mayores bienes o el temor de males mayores, ni que se sufra algo malo sino para evitar daño más grave o con la esperanza de sucesos más provechosos; esto es, cada cual elige entre dos bienes aquel que le parece mayor, y entre dos males aquel que entiende ser más pequeño. Digo expresamente que se elija el que parece mayor o menor, porque no es necesario que las cosas sucedan del mismo modo que se piensan.
16. Y esta ley se halla firmemente escrita en la naturaleza humana de tal modo, que debe ponerse entre las verdades eternas, que a nadie es lícito ignorar. Y de esto se sigue necesariamente que nadie puede prometer sin engaño renunciar este derecho que tiene sobre todas las cosas, y absolutamente no podrá permanecer en esta promesa sino por el miedo de un daño mayor o con la esperanza de un bien más grande.
17. Para que se comprenda mejor, supongamos que un ladrón me obliga a prometerle que le haré entrega de mis bienes cuando él quiera. Como ya he demostrado, mi derecho natural se determina por mi sola potencia, y por consiguiente es cierto que si puedo librarme de este ladrón con el engaño, prometiéndole cualquier cosa, me es permitido hacerlo por el derecho natural y condescender con engaño a todo aquello que desee.
O supóngase que yo he prometido sin fraude alguno no probar durante veinte días comida ni alimento alguno y que después he visto haber prometido neciamente y que no puedo sin grave daño cumplir lo prometido; según el derecho natural, entre dos males debo elegir el más pequeño, y puedo, por tanto, romper la fe de este pacto y hacer como si se hubiese acabado.
19. Y esto, digo, se permite por derecho natural, habiendo prometido mal, ya por una razón cierta y verdadera, ya por una opinión que parecía probable, puesto que parezca verdadero o parezca falso, temo un gran mal, y estos debo evitarlos de todos modos según una ley de la naturaleza.
20. De lo cual concluimos que un pacto no puede tener fuerza alguna sino por razón de su utilidad, quitada la cual, el pacto mismo desaparece y se convierte en írrito; por esto es necio pretender sujetar la fe de otro constantemente sobre una misma cosa, a no ser haciendo comprender a éste que de la rotura del pacto han de seguirse más daños que ventajas para el que lo rompa; lo cual debe tener lugar, sobre todo, en la fundación de los estados.
21. Pero si todos los hombres pudiesen fácilmente ser conducidos por medio de la razón y conocer la suma utilidad y necesidad del estado, no habría nadie que no detestase los engaños; sino que todos, con gran deseo de llegar a este fin, a saber, la conservación de la república, estarían sujetos a los pactos en todo y guardarían sobre todas las cosas la fe, superior cimiento de las repúblicas.
22. Pero está muy distante eso de que todos puedan fácilmente conducirse por la única regla de la razón, pues cada cual se deja llevar por su deseo y ocupa su pensamiento con la avaricia, la gloria, la envidia, la cólera, etc., de tal modo que ningún lugar queda para la razón.
23. De este modo, aunque los hombres ofrezcan con ciertos signos sinceros del ánimo y se obliguen a obedecer su palabra, ninguno, sin embargo, a no ser que acceda a la promesa de otro, puede estar seguro de la fe de alguien, puesto que cada cual puede obrar con dolo, según el derecho de la naturaleza y no estar obligado a los pactos, sino por la esperanza de bienes mayores o de más grandes males.
24. Realmente, como ya demostramos que el derecho natural se determina por el solo poder de cada uno, se deduce que en tanto que uno cede a otro de este poder, sea por fuerza, sea voluntariamente, otro tanto le cede necesariamente de su derecho, y por consiguiente, que aquel que dispone de un soberano derecho sobre todos, tiene un soberano poder para sujetarlos por la fuerza o por el temor del último suplicio, tan universalmente temido. Cuyo derecho conserva en tanto que tiene el poder de ejecutar lo que quiere; de otro modo manda precariamente y nadie está obligado si no quiere a obedecerle.
25. Y por esta razón puede formarse una sociedad y mantenerse siempre el pacto con gran fe sin repugnancia alguna del derecho natural, si cada uno transfiere todo el poder que tiene a la sociedad, que reúne por tanto ella sola todo el derecho de la naturaleza en todas las cosas, esto es, el soberano imperio al cual debe someterse cada uno, ya sea libremente, ya por miedo al último suplicio.
26. Verdaderamente se llama democracia este derecho de la sociedad, que por esta razón se define: Asamblea de todos los hombres que tienen colegiadamente soberano derecho en todas las cosas que pueden. De lo cual se deduce que la suma potestad no está obligada por ninguna ley, y que todos deben obedecerla en todo. En esto, expresa o tácitamente, deben convenir todos cuando han transferido todo su poder de defenderse, esto es, todo su derecho en la sociedad misma.
27. Si hubiesen querido reservar algo para sí, debieran haber tomado precauciones con las cuales pudiesen defenderse del todo; no habiéndolo hecho, y no pudiendo hacerlo sin la división del imperio, y por consiguiente sin su destrucción, se han sometido por esto mismo a la voluntad del poder supremo, puesto que lo ha hecho absolutamente; y esto, como ya demostramos, por necesidad de los consejos y por necesidad de la fuerza misma. Síguese de ello que si no queremos ser enemigos del imperio y obrar contra la razón que nos conduce a defenderle con todas nuestras fuerzas, estamos obligados absolutamente a efectuar todos los mandatos del poder soberano, aun aquellos más absurdos; pues la razón nos manda seguirla para que de dos males elijamos el más pequeño.
28. Añádase que cada uno puede fácilmente caer en este peligro de someterse absolutamente al poder arbitrario de otro. Porque, como ya hicimos ver, este derecho de mandar a su antojo corresponde a los poderes soberanos, en tanto que tienen verdaderamente la potestad soberana; si pierden ésta, pierden al mismo tiempo el derecho de imperar en todas las cosas, y cae en aquel o en aquellos que lo han adquirido y que pueden guardarlo.
29. Por esto sucede raras veces que imperen altos poderes absurdos, pues a ellos mismos incumbe, para prosperar y conservar el imperio, consultar el bien común y dirigirlo todo según los consejos de la razón. Los imperios violentos, como ha dicho Séneca, no han durado nunca.
30. Añádase a esto que en los imperios democráticos son menos de temer los absurdos, porque es casi imposible que la mayor parte de una asamblea convenga en un absurdo. Además, según su fin y fundamento, que, como ya demostramos, no es otro que evitar apetitos desbordados y contener a los hombres en los límites de la razón, en tanto que esto puede hacerse para que vivan pacifica y concordemente, cuyo fundamento, si se destruye, fácilmente arruina toda la fábrica.
31. Por esto el proveer a tantas cosas incumbe sólo al poder y a los súbditos, como dijimos, obedecer estos mandatos y no conocer otro derecho que aquel que declara por tal el poder soberano.
32. Quizá pensará alguno que hacemos con este razonamiento a los súbditos siervos, porque juzgará que es siervo el que obra por mandato y libre quien se dirige a su antojo, lo cual no es absolutamente verdadero. Verdaderamente, aquel que es llevado por sus deseos y no puede ver ni hacer nada de lo que le es útil es propiamente siervo, y sólo es libre el que con ánimo íntegro vive según las reglas de la razón.
33. La acción, según el mandato, esto es, la obediencia, quita sin duda la libertad en cierto modo, pero no por eso se hace siervo, sino por la razón de las acciones. Si el fin de la acción no es la utilidad del agente mismo, sino la del imperante, entonces el agente es siervo e inútil para sí.
34. Pero en una república y en un imperio en que la salvación del pueblo no imperante es la suprema ley, el que obedece en todas las cosas al poder supremo no debe llamarse siervo inútil para sí, sino súbdito. Por esto es tanto más libre una república cuanto sus leyes están más fundadas en la sana razón, porque cada uno puede ser libre cuando quiere, es decir, seguir la conducta de las leyes y la razón con ánimo entero.
35. Así también los niños, aunque deben obedecer a todos los mandatos de sus padres, son libres y no siervos, pues los mandatos de los padres se refieren, ante todo, a la utilidad de los libres. Reconocemos, pues, una gran diferencia entre el siervo, el hijo y el súbdito. Estos pueden definirse como sigue: Siervo es el que está obligado a obedecer los mandatos del dueño, que sólo se refieren a la utilidad del que manda; hijo el que hace aquello que le es útil por mandato del padre; y súbdito, finalmente, aquel que hace, por mandato del poder supremo, lo que es conveniente para el interés común, y por lo tanto para él.
36. Y creo haber con esto demostrado claramente los fundamentos del gobierno democrático; he preferido tratar de esta forma de gobierno porque me parecía la más natural y la más aproximada a la libertad que la naturaleza concede a todos los hombres. En él nadie transfiere a otro su derecho natural, de manera que no pueda deliberar en el porvenir, sino que este poder reside en la mayoría de la sociedad toda, de la cual él constituye una parte; de este modo todos quedan iguales, como antes, en el estado natural.
37. Después he querido ex profeso tratar de esta forma de gobierno, porque servía a mi propósito examinar las ventajas de la libertad en una república. No hablaré de los fundamentos de los demás poderes, ni sirve a nuestro objeto para conocer su derecho, dónde pudieron tener origen y dónde existen; todo esto consta ya bastante de los principios demostrados más arriba.
38. Quien quiera que tenga el poder soberano, sea uno sólo, sean pocos, o sean todos por último, tienen ciertamente el derecho de mandar cuanto quiera, y por esto cada uno ha transferido a otro, ya voluntariamente, ya cohibido por la fuerza, su potestad de defenderse, le ha renunciado del todo su derecho natural y se ha sometido por consecuencia a obedecer absolutamente en todo; lo cual debe hacer sea el rey, sean los nobles o sea el pueblo, los que guardan el poder que recibieron y que fue el fundamento para transferir su derecho. No es cuestión de que añada más ahora.
39. Demostrados los fundamentos y el derecho del estado, será fácil determinar lo que son en el estado civil, derecho civil privado, injuria, justicia e injusticia; después qué sean confederados, qué enemigos; y por último, lo que debe entenderse por crimen de lesa majestad.
40. Por derecho civil privado no podemos entender otra cosa que la libertad que cada uno tiene de conservarse en su estado, libertad determinada por los edictos del soberano y que sólo puede prohibirse por autoridad de éste. Después que cada uno ha transmitido a otro su derecho de vivir a su antojo que se determinaba sólo por su potestad, esto es, de defender su libertad y su potencia, está obligado a vivir sólo por las órdenes de aquél, y a defenderse sólo por su fuerza.
41. Hay injuria cuando un ciudadano o un súbdito está obligado a sufrir algún daño contra el derecho civil o los edictos del poder soberano. La injuria, pues, no puede concebirse sino en el orden civil; pero no viniendo de los altos poderes, a quienes están permitidas todas las cosas por derecho, y que pueden hacerlo todo con los súbditos, sólo pues, de parte de los particulares puede tener lugar, porque a estos obliga el derecho a no hacerse daño entre sí.
42. Justicia es ánimo constante de dar a cada uno lo que le pertenece por el derecho civil. Injusticia es quitar a alguno con pretexto de derecho aquello que le corresponde, según la verdadera interpretación de las leyes. Llámanse también equidad e iniquidad, porque aquellos que están constituidos para dirigir los litigios, no deben tener consideración alguna de las personas, sino juzgarlas a todas iguales y defender igualmente el derecho de cada uno; no envidiar a los ricos ni despreciar a los pobres.
43. Confederados son hombres de dos ciudades que para no llegar al peligro en los trances de la guerra o por cualquiera otra razón de utilidad, se obligan entre sí a no hacerse daño mutuamente, sino, al contrario, prestarse socorros en caso de necesidad, guardando cada uno su imperio.
44. Este contrato será válido en tanto que exista la causa que le ha servido de fundamento, a saber, un motivo de interés o de daño, porque nadie contrata ni se obliga a los pactos sino con la esperanza de algún bien o por precaución de algún mal. Si este fundamento se destruye, se destruye el pacto mismo según bastantes veces ha demostrado la experiencia.
45. Pero aun cuando diversos imperios se obligan entre sí a no hacerse daño, están obligados además, mientras puedan, a impedir que otra potencia se salga de sus límites, y no tienen confianza en las palabras si no están seguros del interés que la alianza ofrece a todos los contratantes; de otro modo temen un engaño, y no sin razón. ¿Quién, no siendo un necio que ignora el derecho de los poderes soberanos, llega a fiarse de las promesas y de las palabras de aquel que tiene el poder y el derecho de hacerlo todo, y para quien debe ser ley suprema la salud y felicidad de su pueblo?
46. Y si atendemos a la piedad y a la religión, veremos que aquel que tiene el imperio no puede, sin crimen, cumplir sus promesas con daño del imperio mismo. Sea lo que quiera lo que prometió, que ve recaer en daño del estado, no puede cumplir sino rompiendo la fe que había dado a sus súbditos, a la que está ante todo obligado, y que había ofrecido santamente guardar.
47. Entienda que es enemigo aquel que vive fuera de la ciudad y no reconoce su imperio ni como súbdito ni como aliado. Porque el enemigo del estado no lo hace el odio, sino el derecho, y este derecho es el mismo contra aquel que no reconoce su imperio por ningún género de contrato que para el que le ha hecho daño; y por esto puede, por cualquiera razón, obligarle a obedecer este derecho, por medio de la sumisión o por medio de la alianza.
48. Finalmente, el crimen de lesa majestad sólo tiene lugar entre súbditos o entre ciudadanos que por un pacto tácito o expreso han transferido todos sus derechos a la ciudad. Y se dice que tal crimen ha sido cometido por sus súbditos cuando ha intentado de algún modo arrebatar este derecho de suma potestad o transferir a otro.
49. Digo ha tratado, porque si no hubiese de castigarse hasta después de cometido, paréceme se llegaría a ello después que el derecho hubiese sido usurpado o transportado a otro. Digo enseguida absolutamente: el que por alguna razón intenta apropiarse el derecho del poder soberano, porque no admito distinción alguna entre que se siga un gran daño o una gran esperanza para la república.
50. Por cualquier razón, en efecto, que se haya intentado, se hiere a la majestad y se perjudica el derecho, lo cual cada uno reconoce como justo y excelente en la guerra. Es decir, si alguno no guarda su puesto y sin noticia de su general marcha al enemigo, aun haciéndolo con buen consejo y derrotando al enemigo, si no se le ha mandado, debería pagar con la cabeza su culpa, porque violó el juramento hecho a su general.
51. Pero no todos ven claramente que los ciudadanos en general se hallan obligados con esta misma fuerza; la razón, sin embargo, es la misma. Como quiera que la república debe ser conservada y dirigida por el solo consejo del poder soberano, y todos se hallan convencidos de que este derecho le pertenece absolutamente, si alguno por su propio capricho sin noticia del consejo supremo se decidiese a emprender un negocio público, aunque de ello, corno ya dijimos, se siguiese con seguridad el florecimiento de la república, se habría violado el derecho del poder soberano y herido su majestad, y sería castigado por esto.
52. Fáltanos, para disipar todo escrúpulo, contestar a lo que anteriormente hemos afirmado, a saber: que aquel que no posee el uso de la razón en el estado natural, puede vivir en virtud del derecho natural según las leyes de su apetito, si esta proposición no repugna al derecho divino revelado. Pero como todos absolutamente (tengan o no tengan el uso de la razón) están obligados igualmente por mandato divino a amar al prójimo como a sí mismo, no podemos sin injusticia hacer daño a otro y vivir por las únicas leyes del apetito.
53. Pero a esta objeción podemos responder fácilmente atendiendo sólo al estado natural, pues éste es anterior en el tiempo y por naturaleza a la religión. Nadie sabe por la naturaleza si está obligado a alguna obediencia respecto a Dios; nadie puede llegar a esto por razón alguna, pero cada cual puede alcanzarlo mediante la revelación confirmada por sí misma.
54. De este modo, antes de la revelación, nadie estaba obligado por derecho divino, porque no podía dejar de ignorarlo. Y por esto no debe en manera alguna confundirse el estado natural con el estado de religión, sino que debe concebirse el primero sin religión y sin ley, y por consiguiente, sin injusticia y sin pecado, como dijimos ya y confirmamos por la autoridad de Pablo.
55. No solamente por razón de la ignorancia concebimos que el estado natural es anterior al derecho divino revelado, sino también por motivo de la libertad en que nacen todos los hombres. Si los hombres viniesen obligados por la naturaleza al derecho divino, o si el derecho divino fuese el derecho de la naturaleza, sería enteramente superfluo que Dios hubiese hecho alianza con los hombres, obligándolos con pacto y con juramento.
56. Debe, pues, concederse absolutamente que el derecho divino ha comenzado en aquel tiempo en que los hombres prometieron con pacto expreso obedecer a Dios en todas las cosas, renunciando a su libertad natural y transfiriendo a Dios mismo su derecho, como dijimos que en el estado civil se hace. Pero de estas cosas trataré más adelante y más prolijamente.
57. Puede realmente contestarse a esto que los poderes soberanos se hallan tan por completo como los súbditos obligados al derecho divino, aunque, sin embargo, dijimos que ellos retienen el derecho natural, y que se extiende su poder a todas las cosas. Para remover por completo esta dificultad, que no ya de una razón del estado, sino del derecho natural nace, digo que cada uno en el estado natural se halla obligado por la misma razón al derecho revelado, como está obligado a vivir según los consejos de la sana razón, es decir, porque es más útil y necesario a la salvación, y porque si no quiere, corre graves peligros.
58. Por esto se puede vivir según el propio antojo y no estar obligado a ningún juez mortal ni sometido a nadie por derecho de religión, y yo afirmo que este derecho es el que goza el poder soberano, que puede consultar a los hombres, pero que no está obligado a reconocer como juez a nadie ni a encontrar en ningún mortal un árbitro de su derecho, a no ser el profeta enviado por Dios expresamente, y que demuestra su misión con signos evidentes.
59. Pero entonces ya no es a ningún hombre sino a Dios mismo, al que está obligado a reconocer por juez. Si el poder soberano no quiere obedecer a Dios en su derecho revelado, puede hacerlo con peligro y con daño para él, sin que repugne a ningún derecho civil o natural. El derecho civil depende sólo de sus disposiciones.
60. El derecho natural de otro lado se explica por las leyes de la naturaleza que están acomodadas, no ya a la religión que sólo se refiere a la utilidad de los hombres, sino al orden universal de la naturaleza, es decir, a un decreto eterno de Dios, desconocido para nosotros. Lo cual parece han concebido con oscuridad los que piensan que el hombre puede pecar contra la voluntad revelada de Dios, pero no contra sus decretos eternos, según los cuales ha predeterminado todas las cosas.
61. Si alguno preguntase qué debería hacerse si el poder soberano nos diese órdenes contrarias a la religión y a la obediencia que prometimos a Dios por expreso pacto, si obedecer al humano imperio o al divino, como de ello hablaré más extensamente luego, diré aquí breve y únicamente, que debemos obedecer a Dios en todas las cosas, cuando poseamos una revelación suya cierta e indudable.
62. Pero como en materias de religión suelen equivocarse mucho los hombres, y según la variedad de su genio fingen ordinariamente multitud de cuestiones, según la experiencia demuestra todos los días, es lo cierto que si nadie estuviese obligado a obedecer al soberano en aquello que crea pertenecer a la religión, resultaría que el derecho de la ciudad dependería del juicio o de las pasiones de cada uno.
63. Nadie, en efecto, estaría obligado por esta razón si juzgase el derecho establecido contrario a su fe o su superstición y cada uno, en consecuencia, bajo este pretexto, se concedería licencia para todo; y como quiera que el derecho de la ciudad, por esta razón, se violaría pronto, dedúcese de ello que los poderes soberanos a quienes pertenece únicamente, tanto en nombre del derecho divino como en nombre del derecho natural, conservar y proteger los derechos del imperio, tiene también el derecho supremo de establecer en materia de religión aquello que juzgue conveniente, y todos están obligados a obedecer sus decretos y sus mandatos por virtud de la fe dada a ellos, y que Dios manda observar perpetuamente.
64. Si aquellos que tienen en sus manos el imperio son paganos, o bien no debe el súbdito formar con ellos contrato alguno o debe estar decidido a sufrir los últimos extremos antes que depositar en ellos su derecho, y si han hecho al fin el contrato, y se ha hecho traslación de su derecho privándose del que tenía para defenderse y defender su religión, se está ya obligado a obedecer y guardar silencio, y hasta ser obligado a ello, excepto en aquello en que Dios, por revelaciones escritas, promete su auxilio particular contra el tirano o dispensa de la obediencia.
65. Así vemos que de los judíos que estaban en Babilonia, sólo tres jóvenes que no dudaban del auxilio de Dios rehusaron obedecer a Nabucodonosor; todos los demás, excepto Daniel, a quien el rey mismo había adorado, se vieron justamente obligados a la obediencia, y tal vez pensaban hallarse sometidos al rey por decreto divino, y que por divina dirección aquel mismo rey obtenía y conservaba el imperio.
66. Al contrario, Eleazar, mientras su patria estaba aún en pie, quiso dar a los suyos un ejemplo de constancia para que imitándole a él, lo consintiesen todo mas bien que renunciar en los griegos su potestad y su derecho, y para que lo sufriesen todo, antes que verse obligados a jurar con los paganos. Lo cual, además, se confirma por la experiencia cotidiana.
67. Aquellos de entre los cristianos que obtienen el imperio, no dudan, para mayor seguridad, en hacer alianza con los turcos y con los paganos, y obligan a sus súbditos a habitar entre ellos para que no tengan más libertad en su vida espiritual y temporal que la reconocida por los tratados o concedida en aquel imperio, según consta del contrato de los belgas con los japoneses, que ya hemos mencionado más arriba.

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