QUÉ ES SER ARGENTINO

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Abel Posse 

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En 1880 todavía el indio guerreaba por la provincia de Buenos Aires y quebraba las frágiles fronteras de Salta y del Chaco. En 1913 inaugurábamos el subterráneo a Primera Junta, uno de los primeros del mundo. En 1930 Buenos Aires tenía fama por su noche infinita, por la elegancia de sus mujeres y sus palacios. Pertenecíamos aI puñado de naciones ricas del globo, el G7, que entonces no existía. En octubre de 1945 nos permitiríamos un ritmo de democratización social. Nos costó caro, pero sin dudas nos alejó definitivamente de esa lacra de una sociedad dividida en parias y señores, que padece desgraciadamente todavía casi todo el resto de Sudamérica.

Argentina surgió al mundo en pocas décadas más rápidamente que Canadá y casi como Israel (con todo el apoyo mundial por su posición geopolítica).

Hicimos mucho en cincuenta años y casi nada en los últimos cuarenta.

Ser argentino significa ser heredero de una particularidad, de una insolencia en la siesta continental. Entre 1890 y 1920, en el extremo de una región olvidada del mundo se consolida un país de primera, una especie de Europa periférica, una agencia de todo lo bueno, una puerta de esperanza.

Esta realidad nos otorga ese sentirnos "hijo de rico", dueños de todas las posibilidades. El fulminante éxito a veces nos aplasta haciéndonos sentir que el futuro de Argentina quedó atrás. En nosotros se mezcla el orgullo exagerado con esa pesadumbre tanguera de haber sido y ya no ser. Pero por otra parte, nos movemos como país de primera.

Andamos por el mundo sin complejos. Nuestros males nos parecen más bien una demora administrativa o una injusticia del pérfido mundo exterior. Esta jactancia es buena, pese a la irritación de nuestros vecinos.

Shakespeare escribió que peor es sobreestimarse es tenerse en baja estima. Y por cierto esto no nos ocurre.
Esta seguridad nos hace vivir, pretender vivir en el mundo de primera como Juan por su casa: en las artes, deportes, ciencias. Ese primer mundo está ya acostumbrada a la súbita irrupción del talento argentino: desde aquellas elegantes argentinas de París que invitaban a Proust a sus cenas, cuando pocos lo conocían; hasta ese tímido provinciano llamado Fangio, que pide un auto prestado y termina quedándose con cinco campeonatos "fórmula uno". El máximo exponente de nuestra insolencia creadora es Borges, de alguna manera el escritor que los europeos no pudieron tener en la segunda mitad de este siglo. Capaz de jugar con las culturas europeas como en patio propio, como aquél patio con higuera de Palermo, donde nació. Siempre aparecerá un argentino en los puestos importantes de algo, desde la NASA hasta en el misma y tan exclusiva Academie de France.
Como provenimos de la inmigración, hecho que determina el ochenta por ciento de nuestras sangres, somos también buenos emigrantes. Tenemos algo de rumanos y de judíos en esto. Nos crecemos en la soledad de la diáspora. Encontramos afuera, con rabia, la comunidad de los hombres que están solos y esperan o ya no. Es la otra Argentina, la de los poetas muertos. Lugones, Arlt, Storni, Mureca, Conti, Rodolfo Mondolfo, Quiroga, Pizarnik, Martínez Estrada. Es la Argentina que mata del ningunazo o de suicidio. Las dificultades del mundo exterior y de la extranjería, a un argentino le parecerán cosa de chicos ante el desierto nacional. Esto, aunque la gente no lo sepa, vale tanto para Gardel, que muchas veces cantó aquí ante teatros vacíos, como para Borges, tenido por escritor de segunda en el grupo de Sur, con una vida de tercera, hasta que Roger Caillois lo difundió mundialmente.

Esto, en cierto modo, explica que los mayores mitos que exportáramos mundialmente fuesen Evita y el Ché, dos genios de la rebeldía. Y que Alem, Irigoyen y Perón hayan sido caudillos de rebeldía y fundadores de partidos todavía ampliamente nacionales.

Nuestra insólita calidad de vida

Argentina está en realidad entre los primeros 15 países del mundo por su calidad de vida real entre las 175 naciones homologadas. La ciudad de Buenos Aires se cuenta entre las 10 ciudades de mayor nivel cultural y vital. No es poco. En esto de la calidad de vida entran valores estadísticos y extraestadísticos (niveles de alcoholismo, días de sol, clima, educación, raza, situación de la mujer, consumo de drogas, delincuencia y muchos otros valores que no pueden debatirse en los organismos internacionales). Esto según datos hasta diciembre del 93, el efecto Tequila no estaba previsto...
Sin embargo, como país productor y como poder económico, ocupamos el puesto 60, esto significaría que, gozamos cinco veces más de lo que producimos (o pagamos o podemos pagar).

Tenemos un alto nivel educativo, que se logró a partir del gigante Sarmiento, unido a una nivelación o democratización social que hace de todos nuestros habitantes verdaderos ciudadanos.

Nuestras expectativas son justas y muy altas, nuestras respuestas económicas, pobres, carentes todavía de solidez.
La calidad de vida de los argentinos se debe casi exclusivamente a ese factor cultural que hoy vemos peligrar. La educación primaria nacional, obligatoria; la Universidad con sus logros y orgullos científicos; la pasión casi popular por las artes, la música, el cine, el periodismo de nivel; la elegancia. Todos estos aspectos conforman ese "factor cultural" que realmente enriquece nuestra vida.

Ser argentino significa tener un reconocimiento inefable por un estilo que parecería confirmar la noción borgeana de la "Europa periférica". Pese al drama de las dictaduras, la atrocidad de los desaparecidos y la falta de seriedad generalizada; la cotidianidad de los argentinos se enriquece por un estilo afectivo que no se da en otras partes. Es la abismal oposición entre lo público y lo privado. La amistad se transforma en un valor excepcional, como una moneda de refugio. La inteligencia individual vive esquivando la realidad de una alarmante incapacidad para agregarse a la inteligencia colectiva, comunitaria. Los antecedentes de esta patología podrían rastrearse en nuestras dos ramas de origen. En la libertad anárquica del gaucho que vio en la comunidad y en el Estado el enemigo de su libertad absoluta, y en esas decenas de miles de inmigrantes que no vinieron a fundar una nación sino más bien huyendo de las suyas de origen...

Para sobrevivir hay que ser vivo, salir siempre con la suya, por encima del otro. Hemos entronizado como valor la viveza, que es como la hija enana de la inteligencia. Y Buenos Aires es su capital. Dicta la moda, impone su frivolidad arrasando los últimos bastiones de discreción criolla. Es la vitrina que difunde nuestra fama de país poco serio, de país poco confiable.

Ante el nuevo ciclo / siglo

En 1989 acabó el siglo con el desmoronamiento del sistema soviético. Tuvimos y supimos adecuarnos al ritmo mundial que se inició, respondiendo con una enérgica reorganización económica. Pero estamos demorados ante el nuevo viraje que la alucinante velocidad histórica impone. El tirón de la locomotora economicista ya no es un valor absoluto. Entre nosotros, en América, la crisis Chiapas / tequila fue señal de una aporía economicista que los argentinos nos demoramos en reconocer. Hemos entrado en todo el mundo en una crisis que exige respuestas culturales urgentes. En el umbral del milenio que entra se nos mueren las ideologías pensadas en el siglo XIX. Hoy ir hacia adelante es tal vez saber retornar a la casa con valores propios, saber refundar una tradición. ¿Desarrollo de las cosas o de la calidad de vida? ¿Globalización al servicio de un superpoder económico mundial o globalización de la solidaridad y del respeto de la diversidad? ¿Comunicación global para la cultura o para la subcultura? ¿Para qué hombre y para cuál idea del hombre todo esto?

Para virar de acuerdo a las nuevas circunstancias, debemos recomponer el desmantelado aparato del Estado (para combatir su adiposidad lo hemos raquitizado y calumniado). Pero sin un Estado como centro de las direcciones sólo quedaremos, ya se ve, como tierra de nadie, campo abierto para la anarquía de los grandes intereses internacionales. Sin Estado no hay democracia, porque el poder del demos, más allá de las elecciones, se hace acto a través del Estado. El gobierno, sin un Estado institucionalmente firme, carece de verdadero poder. Los políticos se transforman en meros instrumentos de grandes intereses (Las grandes potencias siempre lucharon por anonadar el Estado de sus vasallos)

Como en 1816, como en 1853, como en 1880; ser argentino significa estar convocado a una gran aventura, a la posibilidad de tener materia libre y abierta para crear una sociedad distinta y mejor. Este fin de siglo nos convoca por igual a sacudirnos ese relente de decadencia y pesimismo en que desperdiciamos varias décadas. Tenemos una magnífica máquina de vivir, intacta tanto en la calidad de su pueblo como en sus dones geográficos. Nos invita a echarla a andar con verdadera decisión de ser. Con Brasil y Mercosur, conformamos el polo de poder económico y cultural más importante del Hemisferio Sur, el hemisferio preservado: la pampa húmeda, la Amazonía, los Andes, el Atlántico Sur, la Antártida...

¿Por qué en vez de protagonistas nos transformaremos en abúlicos peones de los designios ajenos? ¿Por qué no echar adelante nuestro mito, nuestra leyenda, nuestra realidad?

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