SOBRE LOS DERECHOS DE LAS MINORÍAS

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CORINA YTURBE

Corina Yturbe, "Sobre los derechos de las minorías", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 119-140.  

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Uno. La pluralidad de pertenencias y la afirmación de identidades particulares, características de las complejas sociedades contemporáneas, han puesto en duda el aparente triunfo del liberalismo, que parecía haber conquistado una cierta hegemonía ideológica en casi todos los países del mundo industrializado, cuestionando su capacidad para acomodar la "diferencia". En contra de sus propios principios fundamentales –la libertad y la igualdad–, el liberalismo excluiría ciertas perspectivas y no aceptaría la diferencia. Las demandas de reconocimiento de los grupos étnicos y nacionales se han hecho fundamentalmente apelando a los derechos de grupo, en particular a los llamados derechos culturales, y a la "política de la diferencia". En este trabajo, analizaré el caso de los derechos indígenas en México, dando por supuesto que, como lo ha mostrado la discusión filosófica de los últimos años, en principio no habría ninguna contradicción entre la igualdad y la aspiración al derecho a la diferencia o a la diversidad y que, a partir del reconocimiento del pluralismo cultural como característica de las sociedades contemporáneas, las exigencias de los grupos étnicos y nacionales son en muchos casos compatibles con los principios liberales.

 

Dos. El principio de la igualdad ha sido proclamado por las constituciones nacionales y los organismos internacionales, mostrando como signo de nuestro tiempo una tendencia general hacia la igualdad, entendida como eliminación de criterios de discriminación considerados injustos. El valor de la igualdad expresado en este principio es complejo en tanto que incluye las diferenciaspersonales y excluye las sociales. En un primer sentido, la igualdad reside en el valor asociado de manera indiferenciada a todas las personas, es decir, sin distinción de sexo, de raza, de lengua, de religión, de opiniones políticas, de condiciones personales y sociales. En este primer sentido, igualdad y diferencias no son antinómicas, sino que se implican recíprocamente: El valor de la igualdad consiste en el igual valor asignado a todas las diferentes identidades que hacen de cada persona un individuo diferente de los demás y de cada individuo una persona como todas las demás. Se trata de la igualdad formal o jurídica según la cual las diferencias deben ser reconocidas para ser respetadas y garantizadas. Las garantías de los derechos de libertad aseguran esta igualdad formal: son derechos a la diferencia, es decir, a ser uno mismo y a seguir siendo personas diferentes de las demás. Estos derechos no son negociables y corresponden a "todos" y en igual medida, en cuanto condiciones de la identidad de cada uno como persona o como ciudadano.

Cuando las diferencias, en lugar de ser rasgos de las diversas identidades de las personas, se convierten en privilegios o discriminaciones sociales que deforman la identidad y determinan la desigualdad de aquéllas, la igualdad –en un segundo sentido– radica en el desvalor asociado a otro tipo de diferencias: a todas aquéllas de orden económico y social de las que provienen los obstáculos que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de las personas, impiden su pleno desarrollo. Se trata de la igualdad de hecho o sustancial y son las garantías de los derechos sociales las que la posibilitan removiendo o compensando las desigualdades con el fin de que los individuos puedan llegar a ser personas iguales a las demás en las condiciones mínimas de vida y supervivencia. Los derechos de libertad y los derechos sociales, si bien no se implican recíprocamente, tampoco son incompatibles. La igualdad es el principio constitutivo de ambos tipos de derechos: en cuanto igualdad formal en los derechos de libertad que son derechos de todos a sus diferencias personales; en cuanto igualdad social o sustancial en los derechos sociales que son derechos de todos a condiciones sociales de supervivencia.

Pero, junto con esta propensión general hacia la igualdad, ha surgido una tendencia de sentido aparentemente contrario, que ha dado lugar a múltiples conflictos: la aspiración al derecho a la diferencia o a la diversidad. ¿Qué significa acomodar las identidades culturales? ¿De qué manera han respondido las democracias liberales a las demandas de las minorías nacionales y de los grupos étnicos? El mecanismo fundamental es, como se dijo antes, la protección de los derechos civiles de los individuos. Los derechos fundamentales –libertad de asociación, de pensamiento, de religión, de movimiento– protegerían las diferencias de grupo, permitiéndoles de esta manera a los individuos formar y mantener los distintos grupos y asociaciones, adaptar esos grupos a las circunstancias cambiantes y promover sus puntos de vista e intereses al resto de la sociedad. Muchas formas de diversidad en la sociedad quedan efectivamente protegidas con estos derechos comunes.

Sin embargo, por un lado, no es suficiente reconocer la dignidad igual de los individuos sin preocuparse por saber si esa dignidad abstracta encuentra condiciones adecuadas para su realización. Por otro lado, es un hecho que el pluralismo, rasgo fundamental de la sociedad moderna, ha sido la fuente de conflictos violentos, que han planteado cuestiones difíciles sobre algunos de los principios políticos básicos de las democracias liberales –libertad, igualdad, democracia, justicia– y que no han sido suficientemente atendidos por la teoría política, o por indiferencia o porque se les considera como resueltos en el interior de la teoría de la democracia liberal. No puede negarse que el liberalismo ha ayudado a legitimar regímenes homogeneizadores que tienen como común denominador el triunfo del estado-nación y el mercado, y que tanto en el nivel práctico como en el teórico, las democracias liberales más bien han tratado de limitar o reducir la diversidad etnocultural. En algunas partes del mundo, las minorías culturales fueron asimiladas de manera coercitiva, forzadas a adoptar el lenguaje, la religión y las costumbres de la cultura dominante; en otros casos, son víctimas de persecución y discriminación, llegando incluso al genocidio, y negándoseles el conjunto mínimo de derechos civiles y políticos que están en la base de la propia democracia liberal. Estos grupos minoritarios demandan, cada vez con mayor fuerza, el reconocimiento de su identidad y el acomodo de sus diferencias culturales.

Nos encontramos así frente a dos soluciones extremas y, por lo mismo, tal vez equivocadas: o los hombres son todos iguales o los hombres son todos diferentes (N. Bobbio, "Iguales y diferentes", p. 196). De acuerdo con la primera, el camino sería el de la integración indiscriminada, que destruiría a las minorías culturales; de acuerdo con la segunda, habría que tolerar de manera incondicional a todas las culturas minoritarias. Pero si partimos del hecho de que los hombres son iguales en ciertas características y diferentes en otras (lo cual varía según las épocas, los lugares, las ideologías, las concepciones del mundo, etc.), "las propuestas deben ubicarse más bien en esa zona intermedia que supone el reconocimiento fáctico de las minorías y la posibilidad de un consenso entre las partes" (R. Vázquez, "Derechos y tolerancia", p. 43). Ello supone reconocer, por un lado, que algunos de los principios de la concepción liberal, tales como la defensa de los principios de libertad, el respeto de la autonomía individual, el pluralismo y la tolerancia como principios que posibilitan una convivencia pacífica entre los individuos, la afirmación de la justicia procedimental como instrumento que permite a cada individuo elegir, consciente y libremente, su plan de vida, la neutralidad del estado en materia de moral privada, principios llamados "formales" de manera peyorativa, son los que garantizan la posibilidad de la pluralidad en las sociedades modernas. A pesar de que en casos particulares en los que el liberalismo se ha aplicado, esta doctrina ha contradicho sus principios, "a pesar de todas las desviaciones y los sometimientos a causas particulares, a pesar de todos los innegables efectos perversos, esa constelación de conceptos que para los comunitaristas va bajo el nombre genérico de liberalismo […] constituye el producto de una cultura que ha intentado superar [...] los múltiples particularismos y, con ellos, la dimensión tribal de la política, modelada sobre la extensión del vínculo de sangre a las instituciones colectivas"(E. Vitale, Il soggetto e la comunità, p. 188). Y, por otro lado, no perder de vista los conflictos que surgen del enfrentamiento entre grupos étnicos y nacionales, que reclaman reconocimiento y representación políticas particular de su identidad cultural, "diferente" en cuanto basada en la etnicidad, la raza, el sexo o la religión.

El reconocimiento del pluralismo cultural como rasgo definitorio de las sociedades modernas, de los problemas planteados por esa diversidad cultural y de los reclamos de las culturas minoritarias por el reconocimiento de su identidad y acomodo de sus diferencias culturales, es lo que constituye en teoría política lo que recientemente se ha llamado "multiculturalismo" y "política del reconocimiento". El desafío del multiculturalismo es acomodar las diferencias étnicas y nacionales de manera estable y moralmente defendible (W. Kymlicka, Multicultural Citinzenship, p. 26, y A. Gutmann, idem., "Introducción"). El reto para el liberalismo es proponer una teoría de los derechos de las minorías compatible con la de los derechos liberales.

 

Tres. Cuando se considera que los derechos fundamentales no son suficientes para salvaguardar la identidad cultural de las minorías en sociedades multiculturales, se proponen derechos especiales, que son descritos en términos de "derechos culturales", que se plantean en términos de "derechos de grupo" o "derechos colectivos".

¿Qué problema plantean los llamados derechos culturales? En el contexto de una teoría democrático-liberal de los derechos, la idea de "derechos de grupo" o "derechos colectivos" hace surgir preguntas: ¿cómo pueden los grupos tener derechos que no sean en última instancia reducibles a los derechos de sus miembros individuales? O ¿si los grupos tienen derechos, no entrarían éstos en conflicto de manera inherente con los derechos individuales? Habermas expresa las mismas dudas desde otro punto de vista: "¿Puede una teoría de los derechos construida de manera tan individualista ocuparse adecuadamente de las luchas por el reconocimiento en las que lo que parece estar en juego es la articulación y afirmación de identidades colectivas? [...] ¿Acaso el reconocimiento de formas de vida y de tradiciones culturales que han sido marginadas, ya sea en el contexto de una cultura mayoritaria o en una sociedad global eurocéntrica, no requiere garantías de estatus y de sobrevivencia, en otras palabras, algún tipo de derechos colectivos que chocan con la anticuada autocomprensión del estado constitucional democrático, hecho a la medida de los derechos individuales y en ese sentido ‘liberal’?"( J. Habermas, idem., pp. 107 y 109).

Los llamados "derechos culturales" son derechos a que "la propia identidad, y por lo tanto la propia diferencia cultural sea respetada"(P. Comanducci, idem., p. 27). Cabe aclarar que la "identidad" está constituida justo por las características que deben considerarse irrelevantes para la igual distribución de los derechos liberales, civiles, políticos y sociales: raza, color de la piel, sexo, lengua, etc. Estas características, cuando sus portadores son por lo general miembros de una minoría, se vuelven relevantes por la adscripción de dos tipos de derechos: derechos culturales negativos, cuyo objeto es impedir la interferencia por parte de particulares y del estado dentro de la propia esfera cultural. Este tipo de derechos ya está previsto en algunas constituciones y declaraciones de los derechos en el ámbito internacional; en general no presentan problemas de incompatibilidad con otro tipo de derechos, en particular con los derechos liberales, por cuanto al igual que éstos su objetivo es la realización de la paridad de trato; algunos, incluso, coinciden parcialmente con algunos derechos de libertad (libertad de culto, de opinión, etc.). Es el caso, por ejemplo, de las minorías culturales involuntarias (by force), es decir aquellas que están constituidas por conjuntos de individuos que se encuentran de manera contingente en una inferioridad numérica con respecto de otros conjuntos; por ejemplo, los grupos de minoría en un congreso o parlamento; o bien están constituidas por conjuntos de individuos que no necesariamente son menos que otros numéricamente, como las mujeres, sino que se definen por características naturales y culturales y que se encuentran históricamente, dependiendo de estas características, en una condición de desventaja o de discriminación relativa con respecto de otros grupos con los que conviven (M. Bovero, "La tolleranza e i suoi limiti"). A estas minorías se les protege de la discriminación y la exclusión forzada con la adscripción de los derechos de libertad. Pero, hay elementos que no son objeto de ningún derecho de libertad (lengua) y pueden existir en una cultura elementos que contrasten con algunos derechos de libertad (la no libertad religiosa, la no libertad de asociación, etcétera).

Más problemáticos resultan, sin embargo, los derechos culturales positivos: derechos a "obtener, a través de actitudes apropiadas y comportamientos oportunos, por parte de particulares y de Estados, el respeto y la conservación de la propia identidad cultural" (P. Comanducci, idem., p. 28). Se trata de los derechos reivindicados por parte de las minorías culturales voluntarias (by will ), las cuales rechazan la homologación, la asimilación y la inclusión forzosa en los modelos culturales dominantes en la sociedad en la que viven. Se trata de minorías culturales en desventaja que asumen el carácter de minorías intencionales, en la medida en que sus miembros atribuyen valor a su especificidad o reclaman pretensiones de reconocimiento y respeto para su diferencia, y por ello pretenden no sólo la no-discriminación, sino derechos especiales que garanticen la preservación de su identidad colectiva (Bovero, M., "La tolleranza e i suoi limiti"). Recientemente han sido reconocidos por la Subcomisión para la Prevención de la Discriminación y la Protección de las Minorías, y luego por la Asamblea General de la ONU (1992).

 

Cuatro. El canadiense Will Kymlicka se ha propuesto mostrar que gran parte de las demandas de los grupos étnicos y nacionales son consistentes con los principios liberales de la libertad individual y con la justicia social. Para muchos de estos conflictos étnicos y nacionales no hay soluciones, al menos a corto plazo. Aun en las democracias en las que se respetan los derechos humanos de los individuos se requieren derechos especiales para las minorías, porque dejar las cuestiones sobre el estatuto de las minorías al proceso de toma de decisiones por mayoría, "vuelve a las minorías culturales indefensas contra injusticias significativas por parte de la mayoría" y "exacerba conflictos etnoculturales"(W. Kymlicka, idem., p. 5).

Para evitar controversias sobre la naturaleza y la justificación de los derechos de grupo, Will Kymlicka prefiere llamarlos "derechos diferenciados en función del grupo". Son derechos que pueden otorgarse, en virtud de la pertenencia cultural, a los miembros individuales de un grupo, o al grupo en su totalidad, o a un estado federal o provincia en el que el grupo sea la mayoría. Lo importante es que son detentados por miembros individuales de los grupos que los poseen y justificados en función de sus intereses. En otras palabras, la discusión sobre los derechos diferenciales en función del grupo no es equivalente al debate entre individualismo y colectivismo. Los derechos diferenciales en función del grupo, en contraste con los derechos individuales y los derechos colectivos, no tienen que ver con la primacía de las comunidades sobre los individuos, sino que se basan en la idea de que la justicia entre los grupos requiere que se les otorguen derechos específicos a los miembros de grupos específicos.

Para evitar que se confunda la relación entre derechos individuales y derechos de grupo, provocada por la amplitud y heterogeneidad de la categoría de derechos colectivos, propone distinguir entre dos tipos de demandas de los grupos nacionales o étnicos: 1) las "restricciones internas", que responden a la demanda de derechos de una cultura de minoría contra sus propios miembros protegen su modo de vida tradicional de la disidencia individual interna; y, 2) las "protecciones externas", que una cultura minoritaria demanda frente a la sociedad más amplia, para protegerla de las decisiones económicas y políticas de la cultura principal. (Para una perspectiva crítica sobre los derechos de grupo y una propuesta similar a la de Kymlicka, véanse también D.M. Johnston, "Native Rights as Collective Rights: A Question of Group", y M. Hartney, "Some Confusions Concerning Collective Rights", en W. Kymlicka, (ed.), The Rights of Minority Cultures) Los liberales deben apoyar los derechos de minoría que confieren "protecciones externas", por cuanto su objetivo es asegurar una mayor igualdad entre los grupos; pero deben rechazar aquellos que autorizan "restricciones internas", ya que "limitan el derecho de los miembros del grupo a cuestionar y revisar las autoridades y prácticas tradicionales" (W. Kymlicka, idem., pp. 35-40), restringiendo así las libertades civiles y políticas en el interior del grupo. (Habría que preguntarse, sin embargo, si el hecho de darles a los grupos minoritarios mayor poder y recursos para protegerse contra presiones externas no les daría mayor poder para imponer restricciones internas sobre sus miembros.) Así, los derechos de las minorías son congruentes con la teoría liberal, siempre y cuando se les fije ciertos límites. Por un lado, los derechos de las minorías no deben permitir que un grupo domine o explote a otros grupos. Por otro, no deben permitir que un grupo oprima a sus propios miembros; el liberalismo tiene como principio fundamental ofrecer garantías para la libertad individual: cada individuo debe tener la libertad y capacidad de cuestionar y revisar las prácticas tradicionales de su comunidad. Una concepción liberal de los derechos de minorías no puede, por tanto, hacerse cargo de todas las demandas de los grupos minoritarios: por ejemplo, no podrá satisfacer las demandas de una minoría cultural que no esté de acuerdo con un sistema de derechos atado a la protección de la libertad y autonomía individual, porque ello implicaría la reorganización de la estructura interna de su comunidad de acuerdo con los principios liberales de la democracia y de la libertad individual. Las minorías culturales tendrían, entonces, el derecho de mantenerse como culturas diferentes, sólo si se rigen por principios liberales.

Kymlicka, siguiendo a Rawls, considera que la pertenencia cultural es un bien fundamental, ya que proporciona el conjunto de creencias a partir de las cuales los individuos de una comunidad política pueden ejercer su libertad de elección y darle sentido y valor a los planes de vida por ellos elegidos, es decir, proporciona un "contexto de elección". La pérdida de dicha pertenencia produce un daño profundo por cuanto limita la capacidad de los individuos para hacer elecciones significativas.

Para justificar los derechos de las minorías Kymlicka apela a los valores de la autonomía individual y de la igualdad, señalando que algunas minorías, al intentar realizar el bien básico de la pertenencia cultural, enfrentan desigualdades en la pertenencia cultural que no dependen de elecciones individuales, y que colocan a las minorías en una situación de desventaja con respecto de los miembros de la mayoría. Sin los derechos diferenciados en función del grupo, "los miembros de las culturas minoritarias no tendrían la misma posibilidad de vivir y de trabajar con su propia lengua y su propia cultura que los miembros de las culturas mayoritarias dan por supuesta" (W. Kymlicka, idem., p. 126).

A pesar de su fina argumentación, Kymlicka se ve obligado a reconocer que, en última instancia, la aceptación o el rechazo de esos derechos depende de factores más concretos, en principio de las premisas filosóficas y morales esenciales, tales como prejuicios etnocéntricos, inquietud por la paz internacional y las relaciones de las superpotencias, así como preocupaciones sobre las condiciones del consenso democrático y la armonía social. En virtud de la complejidad de los intereses en juego, "muchos aspectos conflictivos importantes únicamente pueden resolverse caso por caso, a la luz de la historia concreta de cada grupo, del estatus del mismo en el conjunto de la sociedad, y de las elecciones y las circunstancias de sus miembros"(W. Kymlicka, idem., p. 131).

 

Cinco. Uno de los problemas más graves que se le plantean a México en la actualidad es la marginación y miseria en la que viven los pueblos y comunidades indígenas, que han quedado fuera del alcance de los principios de equidad y de igualdad ante la ley. Esta situación de desventaja económica y social de las comunidades indígenas resulta ser incompatible con el proceso de modernización que se han planteado como meta las élites que han gobernado el país.

La rebelión del EZLN en enero de 1994 puso al descubierto la larga historia de explotación de la tierra y el trabajo de la que han sido víctimas los indígenas en Chiapas, así como el sistema oligárquico de dominación que impera desde los tiempos coloniales en esa región y que corrompe todas las relaciones sociales. El movimiento zapatista presenta su reclamo de integración a las estructuras sociales y políticas del país en términos de la defensa de una especificidad cultural, planteando las exigencias por medio del lenguaje de los derechos. Se trata de "lograr que nuestras demandas y reivindicaciones –conocidos como derechos indígenas– se conviertan en contenidos legales en la Constitución" (A. Regino, y M. Rosas, "¿Por qué los derechos indígenas?").

Una fórmula recurrente en la historia de la tradición occidental es la traducción de la experiencia subjetiva en categorías que pertenecerían al ámbito de lo público. Según esto, siguiendo el esquema ético clásico, los indígenas chiapanecos, discriminados, siempre en minoría, se convertirían en actores esgrimiendo derechos en la esfera pública; así, su reivindicación igualitaria se formularía en el lenguaje clásico de los derechos. Sin embargo, cuando los indígenas hablan de igualdad, dignidad, libertad, justicia e, incluso, de democracia, sus categorías provienen de una matriz distinta: si en Occidente estas categorías suponen un proceso de secularización, en Chiapas están vinculadas a una "nueva" religiosidad. A partir de la incorporación de la teología de la liberación por el movimiento evangelizador católico en los años sesenta, los catequistas se convirtieron en líderes no sólo religiosos, sino sociales y políticos, buscando reconocer la palabra de Dios en las prácticas comunitarias. Son las categorías transmitidas por los catequistas las que han logrado darle un sentido a las experiencias individuales y colectivas. Sus enseñanzas les han permitido no romper con su tradición y les ha dado el sentimiento de decidir sus propios destinos y de ejercer su voluntad, reconstruyendo a través de sus luchas su identidad y su diferencia. Como señala Y. Le Bot, la dimensión religiosa es menos explícita, más discreta en el discurso zapatista que la teología de la liberación, pero heredan las mismas exigencias éticas y la misma búsqueda de historicidad. Uno de los comandantes del EZLN, David, reconoce que la toma de conciencia de los indígenas debe mucho al "estudio" de la palabra de Dios (Subcomandante Marcos. El sueño zapatista, México, Plaza y Janés, 1997, pp. 43-53). Ello, junto con la crisis de las ideas revolucionarias, a partir de la cual la izquierda ha ido sustituyendo las categorías de lucha de clases, dictadura del proletariado y socialismo por las de democracia, justicia y libertad, es lo que se encuentra en el origen de las demandas de reconocimiento apelando a los llamados derechos culturales.

Hay dos documentos fundamentales que muestran el modo como se ha enfrentado este problema: la reforma al artículo 4 de la Constitución (1992), y el documento que recoge los acuerdos de la primera mesa de diálogo entre el gobierno y el EZLN (Derechos y Cultura Indígena) que tuvo lugar en San Andrés Larráinzar en febrero de 1996, en los cuales se aborda el tema de los "derechos indígenas". Estos acuerdos fueron recogidos por un grupo de parlamentarios de los principales partidos políticos (la Cocopa) que elaboraron una propuesta de reformas constitucionales ("Iniciativa de la Cocopa", noviembre de 1996), aceptada en un principio por el EZLN. El gobierno federal formuló una serie de observaciones a ese documento ("Observaciones del gobierno", 20 de diciembre, 1996), las cuales han sido rechazadas por el Ejército Zapatista en virtud de que se desconocen algunos de los acuerdos. Los problemas que presentan ambos documentos han sido expresados en términos de divergencias terminológicas (acotación del significado de los términos, interpretación de las tesis defendidas, congruencia entre la nueva propuesta y otros principios de la Constitución, etcétera).

Aun cuando en virtud de la dinámica política de la movilización indígena, en particular del EZLN, los términos del debate han cambiado de una demanda basada en la reforma de artículos particulares de la Constitución, al objetivo de una reforma del estado y de la Constitución como un todo (según los acuerdos de San Andrés, se trata, en primer lugar, de establecer "los principios y fundamentos necesarios para la construcción de un pacto social integrador de una nueva relación entre los pueblos indígenas, la sociedad y el Estado"), vale la pena analizar el añadido al artículo 4 de la Constitución mexicana, en tanto que ahí aparecen algunos de los conceptos y términos que se han convertido en centro de la controversia. El primer párrafo de dicho artículo añadido al texto original en 1992, dice:

La Nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos y costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sea parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley.

La intención de esta adición era otorgarles reconocimiento constitucional a los indios, reconociendo la composición multicultural de la nación basada originalmente en sus pueblos indígenas y la validez de los usos y costumbres en procesos legales agrarios. Con ello se pretendía fortalecer el principio de igualdad ante la ley y contribuir a la modernización del país, a la justicia y a la defensa de la soberanía nacional.

El origen de este añadido es la ratificación hecha por México en 1990 del Convenio 169 de la OIT, cuyos principios básicos son: a) el respeto a las culturas, formas de vida y de organización e instituciones tradicionales de los pueblos indígenas y tribales; b) la participación efectiva de estos pueblos en las decisiones que les afectan; c) el establecimiento de mecanismos adecuados y procedimientos para dar cumplimiento al convenio de acuerdo con las condiciones de cada país; d) el reconocimiento de sus derechos territoriales.

¿Cómo se interpreta el término "pueblos" en este convenio? Es importante señalar que no implica la autodeterminación ni la separación del Estado. Se considera que los pueblos indios forman parte de la sociedad nacional, pero están al margen de los beneficios del desarrollo nacional al cual ellos sí han contribuido. De acuerdo con esto, se trataría de consolidar el reconocimiento del derecho de esos grupos a mantener su identidad étnica diferenciada, así como a poseer el sustento territorial que requieren para su desarrollo. Pero, ¿cuáles son las características de los "pueblos indígenas"? Éstos tendrían tres notas fundamentales: 1) Están formados por comunidades que, teniendo una continuidad histórica con las sociedades anteriores a la invasión, se consideran distintas de otros sectores de las sociedades que ahora prevalecen en lo que fueron sus territorios, o en parte de ellos. Son "diferentes" porque tienen una lengua, tradiciones, formas de organización social y cultura propias. 2) La conciencia de identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplica el Convenio. 3) Tener una relación (ocupación, cultural, etc.) con un territorio geográfico natural.

Aplicar los principios anteriores al caso de México presenta dificultades enormes, la mayor parte de ellas derivadas de un rasgo que lo distingue de otros países: el mestizaje. En contraste con los procesos de colonización donde una población, digamos anglosajona, arrinconó a pueblos indígenas en determinados territorios, manteniéndose en lo fundamental la distinción entre grupos raciales (colonizadores y excluidos), en México hubo un grado importante de mezcla entre los colonizadores españoles y la población indígena. Evidentemente, este mestizaje no fue total, pero se dio con la suficiente extensión como para permitir el ascenso de una ideología oficial que colocaba entre los fundamentos de la unidad nacional nuestra "matriz indígena". Desde el muralismo mexicano hasta las instituciones jurídicas de la reforma agraria, la ideología nacionalista del estado posrevolucionario produjo una serie de imágenes en las que la identidad nacional se definía por oposición a la europea y donde las sociedades precortesianas eran presentadas como "nuestra raíz histórica". Paradójicamente, eso facilitó el olvido de la diferencia entre las comunidades que habían mantenido su identidad indígena y la sociedad nacional.

Sabemos que "los indios de México fueron diseminados por todo el país, muchos lejos de sus territorios ancestrales, rotos los lazos sociales y culturales que los unían como pueblos, aun a pesar de tener una lengua común y tradiciones compartidas. Enfrentados entre ellos por la escasa tierra que han podido conservar y protegidos y encerrados en la estructura católica pueblerina sobreviven mágicamente [...] habitando aproximadamente 18 mil comunidades; 9 mil de ellas menores de 100 habitantes y el resto en comunidades de menos de 500 habitantes" ( J Del Val, "La reconstitución de los pueblos indios/I").

Si se busca definir "pueblo indígena" haciendo referencia al territorio, el problema no desaparece: por un lado, no existe suficiente información sobre la tenencia de la tierra de los pueblos indígenas; por otro, en los cálculos se suele incluir población que no se considera indígena. Mientras no existan criterios de pertenencia a un determinado "pueblo indígena", no se sabe si los miembros deben ser indígenas "puros" o hasta qué grado la "mezcla racial" afecta su pertenencia. Finalmente, por su ubicación, por lo general los indígenas ocupan tierras de mala calidad y mínima infraestructura: "no puede ser la tierra el sustento de la legítima y reiterada demanda del reconocimiento al territorio, a la ‘territorialidad’, ni siquiera lo es de la subsistencia" (J. del Val. "Las tierras de los indios/II").

El tema de los indígenas ante el derecho y el derecho de los indígenas es abordado por el Convenio (artículos 8-12) haciendo referencia a la administración de la justicia, tanto a la que aplica el Estado, como a la que se ejerce en el interior de los pueblos indígenas. En esos artículos se habla del derecho a conservar el orden normativo interno que rige a los pueblos indígenas: el derecho consuetudinario, señalando dos limitaciones para el derecho consuetudinario indígena: primero, cuando se aplique la legislación nacional a los pueblos indígenas únicamente "se tomarán en consideración sus costumbres o derecho consuetudinario"; segundo: se establece el derecho a conservar las costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional, ni con los derechos humanos internacionales reconocidos.

Recientemente han surgido múltiples organizaciones indígenas que luchan no sólo por sus derechos fundamentales, sino por nuevos derechos en los que la tradición y la costumbre ocupan un lugar central. Frente a un orden jurídico que no reconoce sus diferencias culturales y políticas, y la corrupción, el racismo, la discriminación y la violación de los derechos humanos que suelen caracterizar los procesos judiciales que los involucran, los movimientos indígenas han ido incorporando en su discurso político demandas culturales, que se traducen en la exigencia de un reconocimiento oficial de los lenguajes indígenas con fines administrativos, jurídicos y culturales y en la defensa de un sistema jurídico, independiente del derecho positivo. La invocación de las costumbres y las tradiciones como fundamentos de ese nuevo orden jurídico presenta, sin embargo, distintas dificultades. Por un lado, en la argumentación en favor de los derechos culturales hay "una visión idealizada de la costumbre como la continuación de la tradición que podría tener el efecto de materializar lo que ha llegado a definirse como la ‘herencia de los antepasados’"(Ma. Teresa Sierra, idem., 248), sin reconocer que las costumbres cambian, que algunas no son compartidas o practicadas por todos los miembros de la comunidad y que otras cumplen la función de subordinar algunos miembros o grupos: en estos casos, las leyes del estado, lejos de ser un obstáculo, abren posibilidades a los grupos oprimidos para combatir las injusticias locales. En este discurso que pretende definir un conjunto de normas y prácticas como "tradiciones legítimas" que deben ser impuestas a todos los miembros del grupo, constituyendo un sistema jurídico diferente, se llega a ocultar las contradicciones y las diferencias en el interior del propio grupo: "un discurso en términos de costumbres corre el riesgo de reproducir y volver naturales desigualdades existentes, en particular las de género [...]" (Ma. Teresa Sierra, idem., p. 249). (Aquí habría que señalar que el movimiento indígena ha sido claro en sus demandas en favor de las mujeres.)

La defensa de un nuevo orden jurídico presenta, entonces, la tendencia a pensar que en efecto existe un conjunto de normas y prácticas, basadas en la tradición y la costumbre, como un sistema separado y autónomo del derecho positivo oficial; con el afán de marcar la diferencia con la cultura dominante, la estrategia de las organizaciones indígenas ha sido la de defender las costumbres y las tradiciones, "construyendo una comunidad imaginaria enraizada en la armonía y el consenso, aislada de las influencias negativas de la legalidad oficial"(Ma. Teresa Sierra, idem., p. 247). En realidad, como lo muestran las descripciones de las prácticas en las comunidades indígenas, el sistema jurídico oficial desempeña un papel central en la vida de las comunidades indígenas. En la defensa de sus intereses, los individuos recurren tanto a la ley como a las costumbres y, con no poca frecuencia, invocan el derecho positivo para reivindicar derechos fundamentales y defenderse así de relaciones opresivas en el interior del grupo. Las leyes oficiales permiten cuestionar costumbres y establecer límites a las prácticas consuetudinarias y como resultado de esta interacción continua con el derecho positivo, las costumbres se ven continuamente transformadas y redefinidas. Por ello, para avanzar en el tema de los derechos indígenas no se trata tanto de simplemente negar el derecho consuetudinario en nombre de los conflictos que surgen de la coexistencia de dos órdenes jurídicos diferentes, el derecho consuetudinario y el derecho positivo estatal. En lugar de insistir en preguntarse: "¿Qué ocurriría –por ejemplo– con los elementos culturales, consuetudinarios o sociales que resultaran contrarios a otros ordenamientos jurídicos? ¿Hasta dónde podría aceptarse la diversidad?"(V. Blanco, "La cuestión indígena y la reforma constitucional en México", p. 128), más bien, habría que reconocer que estos dos sistemas –el derecho positivo y el derecho consuetudinario, invocado por las organizaciones indígenas cuando proponen un sistema jurídico basado en sus costumbres y tradiciones– no pueden separarse. Por el contrario, "el derecho consuetudinario –como producto de procesos de dominación, colonización y resistencia– se encuentra inserto en la dinámica del derecho positivo y de la sociedad global. No puede verse como un sistema autónomo y homogéneo, como la continuación de tradiciones eternas" (Ma. Teresa Sierra, idem., p. 228).

En virtud del desconocimiento de sus diferencias culturales y políticas por parte del orden legal estatal, tanto en los acuerdos de San Andrés como en la iniciativa de reformas constitucionales de la Cocopa, se reclama el reconocimiento de la libre determinación a través de la autonomía de los pueblos indígenas. Este derecho a la autonomía se ha convertido en uno de los asuntos más importantes en el debate político mexicano. En contra de quienes ven en su reconocimiento un peligro de separatismo y una amenaza a la soberanía, desde la perspectiva de las organizaciones indígenas la demanda de autonomía no implica la segregación de los grupos indígenas del estado, sino una descentralización del estado. Aun cuando en las discusiones sobre qué significa exactamente autonomía de las comunidades indígenas no hay uniformidad, parece claro que el sentido fundamental de esta demanda es el reconocimiento de su capacidad de autogobernarse: para decidir sus formas de convivencia y de organización social, económica, política y cultural; para elegir sus autoridades y sus formas de gobierno de acuerdo con su tradición; para ejercer el derecho de aplicar sus sistemas normativos en la solución de conflictos internos. En las discusiones sobre cuál es la naturaleza de la autonomía que conviene a los pueblos indios, es cada vez más claro que ésta no debe entenderse como una autonomía que busca el encierro en el mundo comunal, fomentando el aislamiento y reproduciendo los aspectos más antidemocráticos de los "usos y costumbres". Se trataría más bien de establecer un régimen que conduzca a transformaciones no sólo a nivel nacional, sino sobre todo en el mundo indígena. Ello requiere que "los defensores de los pueblos no tengamos miedo de ser críticos respecto a la ‘cultura’ india. Una autonomía que apuesta sólo a la conservación de los usos y costumbres, creará más problemas que soluciones". Las reformas de éstos tendrán que ser, desde luego, "el fruto del diálogo y los acuerdos con los pueblos y no de imposiciones" (H. Díaz-Polanco, "La realidad es más que una inmensa estepa verde", p. 6).

Tanto en el documento que recoge los acuerdos, en la iniciativa de la Cocopa, como en las intervenciones de los zapatistas, se ha insistido en que en ningún momento se pretende atentar contra la soberanía y la unidad nacionales ni obstaculizar el ejercicio de los derechos individuales. Parecería que ha llegado el momento de reconocer que, a pesar de que los derechos indígenas, expresados y elaborados en la demanda por la autonomía, cuestionan la legitimidad del estado-nación moderno (L. Villoro, "En torno al derecho de autonomía de los pueblos indígenas", varios, Cultura y derechos de los pueblos indígenas de México, México, Archivo General de la Nación, FCE, 1996), muchas de las demandas de las comunidades indígenas que se hacen apelando a los derechos de grupo pueden ser compatibles con los principios liberales de libertad individual y justicia social: "son muchas las democracias liberales que han concedido un reconocimiento legal a los grupos etnoculturales, algo a menudo necesario para respaldar la libertad de los individuos y evitar graves injusticias"(W. Kymlicka, "Derechos individuales y derechos de grupo en la democracia liberal"), y para garantizar la incorporación de los pueblos indígenas a la vida nacional, en condiciones de igualdad. La negociación entre el gobierno federal y los grupos indígenas en torno a estas cuestiones, exige –de ambas partes– un buen grado de buena voluntad, creando un ambiente favorable en el que "venganza, revancha y ofensa [cedan] el campo a la generosidad" (J. del Val, "La negociación crispada").

El debate actual sobre los derechos indígenas en México y, en general, en América Latina tiene lugar en el interior de un proceso político que involucra varios actores: los pueblos indígenas, la sociedad civil, el estado nacional y organizaciones internacionales. El cambio de perspectiva en la comunidad internacional, de una posición paternalista y de asimilación a una de respeto por la integridad cultural de los pueblos indígenas, abre nuevas posibilidades para el reconocimiento de los derechos indígenas. El problema a nivel nacional es qué tantas reformas profundas del estado se está dispuesto a aceptar para llegar a una nueva relación entre los pueblos indios y el estado nacional y cuáles deben ser los términos de la negociación que establezca las condiciones jurídicas, políticas, económicas y sociales de tal relación, tomando en cuenta que las demandas étnicas de los pueblos indígenas no sólo son de reconocimiento de la diversidad cultural, sino de justicia y de democracia. Como lo revelan los acontecimientos en torno a este conflicto, las circunstancias son difíciles y las tensiones políticas no se disuelven con facilidad. Las cuestiones son demasiado complicadas para que pueda hablarse de una solución definitiva.

Es urgente resolver la cuestión de cómo reconocer las diferencias de los grupos sociales minoritarios en la esfera pública. La discusión filosófica puede aportar claridad sobre la compatibilidad o no de los derechos de las minorías con los derechos liberales. Pero, además, se requieren "negociaciones de buena fe y concesiones mutuas propias de las políticas democráticas" (W. Kymlicka, idem., p. 131). Un paso consistiría en pensar en la equidad en los procesos de toma de decisiones en los que tienen derecho a participar todos los ciudadanos: si las minorías realmente pueden ejercer sus derechos políticos –el derecho a votar y a presentarse en las elecciones, a organizarse políticamente y a defender públicamente sus criterios– entonces podrán expresar sus demandas. Si hay equidad, sus intereses tendrán que ser escuchados y tomados en cuenta.

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