PSICOLOGÍA DEL ENVEJECIMIENTO

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A medida que transcurre el tiempo, el individuo va atravesando etapas (niñez, adolescencia, adultez) en forma tan sistemática y característica que un antropólogo puede determinar con bastante precisión la edad del esqueleto desprovisto de toda sustancia orgánica de una persona fallecida hace diez mil años. Este sujeto no sólo madura y envejece sino que es capaz de observar el envejecimiento propio y el ajeno, meditar y reaccionar frente a la muerte de sus semejantes y la propia. A lo largo de su vida va cambiando incluso esa forma de ver y meditar.

Puesto que la variable central de estos fenómenos es el paso del tiempo, conviene hacer una digresión para resumir algunos conceptos.

 

EL TIEMPO

Los organismos tienen una complejísima maquinaria de relojería, que es responsable del ciclo de funciones tales como sístole-diástole, inspiración/expiración, sueño/vigilia, peristal-tismo intestinal, menstruaciones, hibernaciones, etc. Sin embargo, esa maquinaria mide el tiempo pero no lo produce ni lo explica. Tampoco lo explica el hablar de "un tiempo que fluye", pues no es más que una metáfora cómoda que usamos para describir los procesos de la realidad, como cuando decimos: "Hay que darle tiempo al tiempo", "El tiempo es oro", "Fiera venganza la del tiempo / que muestra ver deshecho lo que uno amó". Pero el tiempo no fluye, ni recibe tiempo de regalo, ni se venga de nadie. Por eso, en el siglo IV de nuestra era, san Agustín declaraba que él sabía qué es el tiempo, salvo que alguien se lo preguntara y tuviera que explicarlo. Trece siglos más tarde, el místico polaco Angelus Silesius afirmaba: "Tú mismo haces el tiempo; tu reloj son tus sentidos." Se refería a que cuando uno ve llegar la noche, madurar los naranjos, crecer a sus hijos, morir a sus abuelos, entiende esos procesos en función del tiempo. Sin embargo, Silesius no dijo qué es el tiempo, ni cómo lo generan nuestros sentidos. Sospechamos entonces que también el llamado "sentido temporal" es una metáfora cómoda pues, a diferencia de otros sentidos, como el olfato y la visión, cuyas señales (moléculas odoríferas y fotones) y receptores (mucosa nasal y retina) conocemos, ignoramos cuáles son las señales y receptores del sentido temporal (Blanck-Cereijido y Cereijido, 1988; Cereijido, 1994).

Afortunadamente, para analizar la reacción humana ante el envejecimiento y la muerte no se requiere tener en claro la naturaleza del tiempo, ni ubicar receptores ni especificar señales, y podemos usar desembozadamente las metáforas "fluir del tiempo" y "sentido temporal", tanto a lo largo de las edades de un organismo como a lo largo de la evolución. Vamos a referirnos a un momento de la historia en que el "sentido temporal" comenzó a desempeñar un papel fundamental en la selección e historia del hombre.

El cambio climático deforesta los bosques y obliga a los primeros homínidos a competir por la pradera con antiguos cazadores (leones, lobos, hienas) y herbívoros (cebras, rinocerontes, cabras), dotados a lo largo de millones de años con garras, colmillos, cuernos y aparatos digestivos que superan ampliamente la capacidad física humana. Se acepta que esas desventajas contribuyeron a desarrollar el sentido temporal. Este sentido temporal permite evaluar mentalmente escenarios probables, contingencias previsibles, comparar estrategias, imaginar las cosas que puede hacer una manada de lobos y prepararse, evaluar la distancia y velocidad de los leones para escoger entre subir a este árbol cercano pero bajo y aquel otro más alto pero lejano, en lugar de ir a resolver cándidamente las contingencias reales al enfrentarse con esas fieras. El sentido temporal, al hacer posible que la mente juegue con modelos imaginarios de la realidad —y no con la realidad misma— brinda una clara ventaja. Como en esas poblaciones de homínidos habrá habido algunos con mejor sentido temporal que sus congéneres, se supone que la lucha por la vida les habrá permitido sobrevivir, es decir, resultar seleccionados entre quienes lo tuvieran menos desarrollado (Blanck-Cereijido, 1983).

Hoy se opina que esa debilidad relativa ante carnívoros y herbívoros "dueños" de la pradera seguramente fue seleccionando homínidos capaces de perfeccionar modelos dinámicos de la realidad. Se trata de un factor que opera incluso intraespecíficamente, es decir, que ayuda a competir y sobrevivir entre individuos de una misma especie, y que nunca ha dejado de operar, pues aun hoy, como opinan los chinos, "el secreto de la victoria es saber de antemano". Toda pre-visión, todo pro-yecto, depende de esa habilidad de imaginar un futuro más rico, con más alternativas, para decidir cómo administrar nuestras posibilidades (Blanck-Cereijido y Cereijido, 1988).

Subrayamos entonces algunas características fundamentales de ese sentido temporal: la primera es que si bien se nace con procesos y conductas cíclicas, que se repiten a lo largo del tiempo (sístole/diástole, inspiración/espiración, sueño/vigilia, hambre/saciedad, etc.), el sentido temporal no parece ser congénito, ni se instala súbitamente en un momento particular de la vida, como sería el caso de la dentición o de la pubertad, sino que depende de la crianza y de la inserción del niño en una cultura que ya tiene un particular concepto del tiempo. Entre los factores que parecen desempeñar un papel fundamental en la instalación del "sentido temporal" se cuentan la demora (y angustia correspondiente) entre las necesidades del recién nacido (por ejemplo, el hambre) y la satisfacción, la aparición de la capacidad de espera, la elaboración de representaciones, la memoria y más tarde la observación por parte del niño de que las cosas de su entorno cambian, y que lo hacen a distintas velocidades.  

La segunda es que la noción del tiempo que maneja una persona va cambiando con su edad, ya que el niño pequeño vive en una especie de presente exclusivo y el anciano vive relativizando su presente frente a un largo pasado y a un corto futuro. La tercera característica es que la humanidad ha ido cambiando su concepto del tiempo a lo largo de la historia. Así, los griegos creían que el tiempo constituye una enorme flecha curva, que completa un ciclo al cabo de unos cuantos miles de años y se repite; en cambio, un cristiano medieval suponía que se trataba de una flecha lineal que, arrancando del Génesis, pasó por Cristo y acabaría el día del Juicio Final;  por el contrario, un cosmólogo moderno data los sucesos a partir del momento en que el Universo comenzó con una hipotética Gran Explosión, y el que sea cíclico o no dependerá de una relación entre la atracción gravitatoria y la velocidad de expansión. La cuarta es que aún hoy y dentro de una misma cultura, los distintos sujetos tienen diversas nociones de tiempo: no tiene ni usa la misma un campesino que quien compagina horarios de ferrocarril, que un experto en relatividad. La quinta es que la sensación de que hay un tiempo que fluye" sólo rige en el nivel consciente, pues como mencionaremos más adelante, en el inconsciente parece o bien reinar la atemporalidad, o bien un orden temporal muy distinto del horario o la secuencia calendárica cotidiana.
 

EL SER HUMANO Y SU SENTIDO TEMPORAL EVOLUCIONAN

En un momento dado tenemos una idea, estamos prestando atención a un asunto determinado, o somos conscientes de algo en particular. Todo el resto de nuestra información está contenido en nuestro inconsciente: números de documentos, fechas, canciones que nos cantaba nuestra madre, comidas que preparaba nuestra abuela, nombres de montañas y ríos de la infancia, temores que sufrimos alguna vez, versos que recitamos en una fiesta infantil, contingencias en el colegio secundario, el color de flores que no vemos desde hace varias décadas, el olor de una fruta de estación, goles, sustos, cuentos picarescos y todo cuanto podamos recordar es traído de pronto al foco de nuestra atención desde ese archivo increíble que contiene toda la información que le suministraron nuestros sentidos o que fue generando nuestra propia meditación. De modo que la mente humana tiene al menos dos registros, uno consciente, mediante el cual razona, explica y discute, y otro inconsciente que atesora palabras, huellas y representaciones.

Los libros de una biblioteca pueden estar ordenados por autor, colección, tamaño, temática o alfabéticamente. Pero, así y todo, al consultarlos debemos leer las frases mediante cierta temporalidad. Podríamos decir que las sagas de César, Colón, Benito Juárez y Cortázar ya están inscritas ahí, coexistiendo atemporalmente, que el tiempo no rige para ellos, pero que ellos vuelven a re-presentar sus aventuras en el momento de leer las frases. Análogamente, las huellas mnémicas consisten en inscripciones atemporales en la memoria, parte de la cual es inconsciente (la biblioteca entera) y por ello impera ahí la atemporalidad, pero al recordar, pensamos cada contenido temporalmente. Esto se aplica, por supuesto, a cada recuerdo, pero no excluye que podamos recordar primero nuestro examen de ingreso a la universidad y luego la fiesta del 10º cumpleaños; lo que sí importa es que tanto los hechos del examen como de la fiesta se recuerden de pasado a futuro, es decir, que respeten cierta temporalidad.

Pero el inconsciente no sólo atesora las cosas que podemos recordar, sino también lo que se resiste a nuestros esfuerzos de trasladarlo al plano de la conciencia y que sin embargo pesa en nuestras decisiones y actitudes. Hoy no sabemos por qué, en un momento dado, al analizar un dato experimental recordamos otro similar que recogimos el año pasado, pero olvidamos algún hecho reciente que lo contradice, o tenemos en cuenta cierta información bibliográfica pero ignoramos otra, o se enciende el entusiasmo al encontrar cierta correlación, o restamos importancia a determinada fuente de error. Aún desconocemos las leyes que rigen esos recuerdos, olvidos, énfasis y menosprecios, e ignoramos por qué y cómo se asocian los contenidos, se condensan los conceptos y se gesta una nueva idea.

Por más que nuestros recuerdos sean imperturbables ante el paso del tiempo, su significado es modificable en virtud de nuevas experiencias. Freud (1918) señaló que esta posterioridad (Nachträglichkeit) produce un efecto de resignificación, que consiste en la reelaboración de ciertos recuerdos en función de experiencias posteriores, vinculadas con nuevos grados de desarrollo y comprensión.

El niño pequeño da por sentado que él siempre ha sido y seguirá siendo un niño, y que su abuelo siempre ha sido y seguirá siendo su abuelo, a uno le tocó ser un chico y al otro un anciano, pues apenas adquiere un concepto claro de futuro cuando sale de la latencia.23   Al llegar a la adolescencia, ya está inmerso en una concepción de la vida por venir. Después, los cambios de la imagen que tiene de sí mismo y la necesidad de conocer otras personas y otros ambientes lo incitan a independizarse de su familia y a recrear los vínculos edípicos en un nuevo contexto exogámico: de pronto descubre que el mundo está poblado de chicas o chicos atractivos.

El adolescente emplea el concepto de futuro en términos lógicos. En esa etapa puede, por primera vez, considerar su vida como algo que transcurre en la historia de un universo al que se atribuye principio y fin. Frecuentemente este progreso lo pone en conflicto con el medio familiar, que lo considera un continuador de sus costumbres y valores, y que no se resigna al ver que se distancia. La hostilidad y diferenciación con los padres le permite separarse e individualizarse en su manera de concebir la vida y el mundo, establecer relaciones propias y transformarse en depositario de los deseos de progreso social. Tal vez no hay otro momento en la vida como la adolescencia en el que el pasado parezca tan lejano y el sujeto esté tan pendiente del presente y del futuro.

En este periodo se manifiesta con máxima frecuencia la esquizofrenia; abundan los suicidios y se atraviesan las primeras situaciones en las que el individuo se encuentra sin apoyo familiar, solo frente al mundo. Cuando existe una distancia exagerada entre las aspiraciones y las posibilidades del sujeto, el conflicto puede ser muy intenso y tener un desenlace fatal (Lifton, 1979).
 

INVESTIR

Antes de continuar, conviene introducir la noción de "investidura" (besetzung). El término tiene distintos usos y connotaciones, aun dentro de un mismo idioma. Así, los economistas usan "investir" para designar la inversión de un capital en una empresa; los militares para referirse a la adjudicación de un grado; los colonizadores, para la toma de un lugar, al que le inflingen una cultura distinta. A su vez, los psicoanalistas llaman "investir" al hecho de ligar una cierta energía psíquica a una representación, por ejemplo, cuando alguien adjudica un valor particularmente importante a la gente, la ciencia, la música, los hijos, el dinero, una reliquia, la bandera, la patria, la ecología, el universo. Los objetos que el sujeto inviste pasan a tener sentido para él, y le despiertan un interés y un deseo de acercarse. Una de las investiduras más esenciales es la que pone en juego la madre al investir al bebé, pues lo capacita para que luego él mismo llegue a ser capaz de investir a su propia persona y a los objetos.

También se puede investir al mismo hecho de investir. Por eso Piera Aulagnier (1976) considera que la pulsión de vida está ligada no sólo al desear, sino al desear tener deseos: querer tener intereses, amores, entusiasmos, ideales. Investir es tan importante que si una persona está muy interesada en su obra, tenderá a llevarla adelante aun en malas condiciones de salud, y tendrá así un estímulo para negar el dolor y seguir viviendo. La necesidad de mantener vivo el deseo, el amor y el interés llevó a Nietzsche a decir: "Atacar la pasión de raíz, es atacar la vida de raíz". En otro pasaje de su obra, llega a afirmar: "Quien tiene un buen porqué tolera cualquier cómo".
 

LA SENECTUD

La senectud es un periodo que va desde el momento en que un organismo cesa de reproducirse, hasta que muere. Ya nos hemos referido a ella en el capítulo II, cuando analizamos los animales que viven al cuidado de los seres humanos (no a los animales en estado silvestre). Dijimos que los animales seniles tienen mala vista, articulaciones esclerosadas, corazones infartados, glándulas atrofiadas, dientes y colmillos estropeados, sistemas inmunitarios que ya no pueden evitar que los microorganismos invadan las excoriaciones de su piel, las conjuntivas de sus ojos, sus fosas nasales o sus pulmones, y desencadenen infecciones graves. El ser humano padece estos inconvenientes en su organismo y va sufriendo los impactos psicológicos correspondientes. Más aún, va cayendo en la cuenta de que los recursos tecnológicos no lograrán eximirlo de la muerte.
 

LA VEJEZ

La vejez es la suma de la senectud biológica y de las consecuencias psíquicas del percatarse de que la muerte se va acercando. Se da de maneras diferentes en los distintos sujetos y está ligada a la forma en que se había encarado previamente la vida, el trabajo, las relaciones emocionales y los intereses. El adulto que envejece se ve forzado a encarar la incertidumbre profesional y social, la variabilidad o desaparición de los afectos y la fragilidad de las relaciones con sus semejantes. En la vejez disminuye significativamente la capacidad física, se pierde el trabajo, la posición económica, mueren amigos y familiares, pérdidas que se viven con gran dramatismo; el tiempo subjetivo se acorta sensiblemente, sobre todo en los periodos largos como estaciones o años, hay conciencia de una mayor cercanía de la muerte. No sólo se es viejo, sino que además se siente viejo, lo tratan como a un viejo y ve que sus coetáneos mueren porque son viejos.

En el caso de los ancianos de una clase social privilegiada, se refuerzan también las funciones del poder social, el prestigio y la autoridad.

La vejez satisfactoria depende de mantener un modo de amar y crear, de guardar cierta imagen de sí mismo, de ser capaz de gozar de la existencia a pesar de los sufrimientos que ocasionan las separaciones y los golpes al narcicismo: el sujeto se enfrenta con la ambivalencia entre el deseo de vivir y la tendencia a desinvestir, abandonarse y dejarse morir.

Por supuesto, entendemos el movimiento de desapego del anciano que se siente como quien ya no tiene su lugar en un universo que se va vaciando de lo que le es familiar y que es progresivamente dominado por cambios tecnológicos muy veloces que lo excluyen. Y.. no tan tecnológicos: la película japonesa La balada del Narayama describe a una comunidad que, para poder subsistir, obliga al hijo mayor a llevar a sus padres ancianos hacia lo alto de la montaña, y a abandonarlos ahí para que el frío los atonte y el hambre los mate. La película también muestra, como algo típico de la organización de la vida en el planeta, que los ancianos abandonados posibilitan que se nutran de ellos buitres y predadores.

Hoy los ancianos ya no son considerados como los depositarios de la sabiduría y de la historia: en lugar de Consejos de Ancianos hay equipos de expertos ("Think Tanks") y la velocidad con que se producen los cambios tecnológicos, culturales y geográficos tiende a hacer a los ancianos a un lado. Pero si esta soledad ocasiona la retirada afectiva del anciano, puede configurarse una situación fatal. La desinvestidura puede ocasionarles una profunda desorganización mental y somática. Si el anciano se aísla emotivamente y deja caer lo que fue valioso, los objetos internos y los proyectos amados que antaño le fueron significativos, se apagará su deseo de vivir. También es importante que retenga o establezca vínculos con objetos externos. En este sentido, Pierre Marty (1976) señaló: "Nunca se vio a una locomotora de vapor, con el carbón agotado, andar todavía cien kilómetros por haberse encontrado con otra máquina de vapor. En cambio, se han visto hombres agotados que andan todavía cien kilómetros más por haber encontrado un compañero o compañera". Incluso en la vejez, para vivir bien, es necesario el amor, una cierta llama pasional. Por eso la sabiduría china señala: "Un hombre tiene la edad de la mujer que ama," frase que muestra dos cosas: el efecto del amor, y la asimetría cultural de los géneros.

El anciano puede aceptar varias limitaciones y mantener algunas investiduras para disponer de energía y orientarla en ciertas direcciones. Pero el autocuidado exclusivo o excesivo puede resultar mortífero. Cuidarse suprimiendo todo lo agradable (sexualidad, comida, bebida) tal vez baje el colesterol y los triglicéridos, pero también baja el entusiasmo por la vida.
 

EL SENTIDO DE LA VIDA

El filósofo Ludwig Wittgenstein afirmaba: "Al significado de la vida, es decir, al significado del mundo, podemos llamarlo Dios". Algunas religiones tradicionales sostienen que estamos de paso por la Tierra, para determinar si una vez muertos se nos habrá de confinar para siempre en el Cielo o en el Infierno. De modo que esos mitos dan al menos un sentido a la vida y a la muerte. Pero los científicos y filósofos, al meditar sobre el significado de la vida, fueron aniquilando sistemáticamente todo fundamento de la idea de que haya una vida ulterior a la muerte. Es importante advertir que éste no es un objetivo de la ciencia, sino una consecuencia no buscada.

El panorama que van pintando cosmólogos y biólogos es que surgimos de una singularidad fortuita, la(s) Gran(des) Explosión(es); a medida que se expandió el Universo, se condensaron los planetas, la materia se fue enfriando y con ello se fueron formando partículas, átomos, moléculas, hasta que de pronto la complejidad fue suficiente como para que ocurriera la vida, empezara a evolucionar...y aquí estamos meditando sobre todas esas cosas. En ese sentido, Arthur Schopenhauer afirmaba que la existencia resulta simplemente de la disipación de un reservorio de energía, de un modo carente de sentido, y Steven Weinberg afirma: "Cuanto más entendemos el Universo, menos sentido le encontramos." Con todo, muchos filósofos piensan que el propósito de la vida consiste en que las especies más organizadas avancen. Pero el biólogo inglés Richard Dawkins (1976) ni siquiera nos atribuye a los organismos (los humanos entre ellos) otro papel que el de mazacotes orgánicos, meros dispositivos que los genes necesitan (y manejan) en su lucha egoísta por prevalecer, de la misma manera en que nosotros lo haríamos con nuestras instituciones y ciudades.

El repaso del pensamiento de algunos grandes filósofos resulta en verdad deprimente. David Hume argumentaba que todo lo que existe no lo hace por alguna razón necesaria. Jean Paul Sartre, a su vez, opinaba que nada de lo que existe tiene necesariamente una razón ontológica que así lo requiera. Albert Camus sostenía (siguiendo una tradición que empieza por lo menos con el Marqués de Sade) que el absurdo nace en la confrontación de las necesidades humanas y el silencio irracional que el mundo guarda ante ellas, y que al Cosmos le importa tres pitos el bienestar humano. Por último, Thomas Nagel afirma que no hay base para creer que alguna cosa tenga importancia.

"En cuanto preguntamos acerca del sentido o del valor de la vida, estamos enfermos" escribió Sigmund Freud a su colega Marie Bonaparte. A su vez, Friedrich W. Nietzsche afirmaba: "El hombre es el animal enfermo." Como vemos, estamos pasando de antiguas culturas para las cuales el sentido de la vida lo daban sus grandes religiones, a culturas modernas cuya filosofía y cuya ciencia no le encuentran sentido alguno, y que incluso llegan a afirmar que el mero preguntar por el sentido es en sí un síntoma de enfermedad. Con todo, enfermo o no, el ser humano se pregunta constantemente por el significado o por el sentido de la vida, y surge entonces la posibilidad de que, aunque no lo otorgue Dios, ni surja durante la evolución de la materia en el Cosmos, ni la de la vida en el planeta, el hombre se lo pueda conferir a su propia vida.

Pero de pronto se oyen voces esperanzadas, como si dijeran: "Muy bien, no tenemos razones para creer ni que Dios exista, ni que no exista, ni que haya existido al menos en un comienzo, ni que le pueda dar sentido a la realidad ni a nuestra vida." Tampoco podemos creer que la disipación energética del universo le confiera sentido a cosa material alguna, incluida la vida. ¿Pero qué tal si aunque la vida, como fenómeno biológico, no tenga sentido, nosotros, los humanos le pudiéramos dar uno?" (véase por ejemplo, el libro de Simone de Beauvoir, Ética de la ambigüedad). Como si contestara esa pregunta, su colega el novelista Henry Miller afirma: "Hay que darle un sentido a la vida, por el hecho mismo de que carece de sentido." Hay filósofos, como Ernst Bloch, que hicieron profundos desarrollos filosóficos basados en la esperanza.

A pesar de que el ser humano nace en una cultura que ya tiene un sistema de valores, que a través de la educación le inculca "sentidos preparados de antemano" para los diversos aspectos de la realidad, la posibilidad de otorgar sentido aparece si el sujeto puede reconocer su propio deseo, más allá de los proyectos de los otros sobre su destino. El descubrimiento del deseo propio puede marcar un nuevo rumbo en la vida. Algunas veces es imposible lograrlo, pero conocerlo implica saber de sí mismo, y poderlo pensar. Otro factor que da sentido a la vida es el amor, la pasión amorosa, el cariño por los hijos y la descendencia, la investidura de proyectos e ideales. El significado cambia constantemente. Se altera a medida que los seres vivos van adoptando sus propios modos de significar. Así, el novelista japonés Yukio Mishima pensaba que la vida tiene significado sólo cuando es hermosa, por lo tanto, uno debe morir antes de que comiencen la fealdad y el deterioro. Coherente con sus opiniones, Mishima se suicidó. Otros, por el contrario, sobre la base de que nuestros cuerpos son de pronto nuestra propia biografía, afirman, como es el caso del novelista alemán Jean Paul Richter: "Un rostro sin arrugas es un pliego de papel en el que no hay nada escrito." En un contexto más social el poeta español Jorge Guillen señalaba: "Cuando uno pierde la esperanza se vuelve reaccionario."

Aunque hay muchísimos más estudios acerca del sufrimiento humano que de la felicidad, actualmente la evaluación del grado en que alguien se siente feliz descansa en las respuestas a las preguntas: ¿Es usted muy feliz?... ¿medianamente feliz?, ¿muy infeliz? Estos estudios muestran que las respuestas están muy poco relacionadas con la edad, el nivel social, el estado civil e incluso el estado económico. Por supuesto que de estas averiguaciones se excluye a las personas en situaciones extremas de salud, padecimientos dolorosos, internos en clínicas psiquiátricas, o a grupos sumidos en la miseria. Al respecto, resulta pertinente la respuesta de Manolito, el personaje de la historieta humorística Mafalda, de Joaquín Lavado (Quino) quien, cuando se le señaló que el dinero no hace la felicidad, contestó: "Es cierto, ¡pero que bien la imita!" De modo que el sentirse o no feliz está más bien ligado a un estado subjetivo. Lo que sí se comprobó es que las personas infelices, o que así se sienten, tienen una susceptibilidad mucho mayor a enfermedades, y el curso de sus enfermedades suele ser más largo y menos satisfactorio. De modo que existe una correlación muy clara entre felicidad y duración de la vida (Myers, 1992).

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