`¿CÒMO FUE QUE OSAMA SE CONVIRTIÒ EN SADDAM?

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Robert Fisk
Periodista irlandés especialista en Medio Oriente. De La Jornada, especial para Página/12. 

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¿Quién hubiera imaginado, hace un año, que sería el rostro afeitado de Saddam Hussein al que tendríamos que odiar, y no al barbudo Osama bin Laden? ¿Cuándo ocurrió esta transición?
Como de costumbre, esto se debió a la complicidad de nuestros reporteros de periódicos y televisión. ¿No era su trabajo señalarnos que estaba pasando algo raro? ¿No era labor de los periodistas decir: “Esperen, yo creí que el enemigo era Bin Laden”?
Pero no, Osama desapareció de nuestras pantallas para ser sustituido por Saddam. Nuestro enemigo ya no vive en las cuevas afganas sino en las riberas del Tigris. Y en lugar de gráficos de las montañas de Afganistán y del alcance de la red Al Qaida, nos dieron reportajes sobre armas de destrucción masiva y los abusos a los derechos humanos en Irak.
Recuerdo que un fenómeno similar ocurrió hace una década. Saddam había sido el objetivo de nuestro odio desde que invadió Kuwait, y cuando ya habíamos expulsado a Irak de nuestro emirato favorito, de pronto el general Colin Powell se apareció hablando en contra de “los funcionarios iraquíes” del norte de Irak, en ese pedacito kurdo que, un poco tarde, decidimos salvar. Yo estuve en la conferencia de prensa que dio Powell ese día y le pregunté por qué ya no mencionaba a Saddam. Se limitó a encogerse de hombros y siguió hablando de “los funcionarios iraquíes”. Saddam ya había sido borrado del guión de la administración estadounidense, de la misma forma en que hace unos meses se le convirtió en el personaje principal.
Estoy en deuda con el profesor Robert Alford, del Centro de Estudios de Posgrado de la Universidad de Nueva York, quien me ilustró en torno a la transición mística que los estadounidenses han experimentado. El profesor ha hecho una serie de gráficos en los que demuestra un hecho notable: que el momento en que el tema Irak empezó a crecer, y la saga de Osama a desaparecer, coincide exactamente con el estallido del escándalo de Enron. En enero pasado, Enron tenía 1137 menciones en The New York Times, Washington Post y Los Angeles Times, mientras se mencionaba a Irak sólo 200 veces. Los reportes sobre Irak se incrementaron casi al doble a principios de la primavera, cuando las menciones a Enron disminuyeron 50 por ciento, hasta llegar a sólo 618. Tras una baja a principios del verano, las menciones a Irak se dispararon hasta llegar a 1529, y Enron recibía sólo 310 menciones. ¿No les parece asombroso que semejante escándalo económico pueda eliminarse de las primeras planas con sólo rebautizar al objeto de odio?
Desde luego, también es buena idea cambiar de villanos cuando uno de tus más cercanos aliados, Israel, está muy cerca de producir uno en la figura de Ariel Sharon. Si no tuviéramos que preocuparnos por Bin Laden o Saddam, quizá hubiéramos observado más de cerca al señor Sharon; un hombre que ha calificado de “un gran éxito” la matanza de un hombre y nueve niños en Gaza.
El verano pasado iba a celebrarse una conferencia de paz para Medio Oriente. Colin Powell la anunció la primavera anterior, pero nunca se concretó. La conferencia de “paz” se desvaneció igual que Bin Laden, y ni siquiera preguntamos por qué. En un nuevo mundo lleno de secretos, ya ni siquiera nos tomamos la molestia de preguntar. Y curiosamente eso es lo que dejó el año pasado: una especie de letargo sobre la tragedia en Medio Oriente, una falta de reacción hacia la injusticia real, a la ocupación y a la miseria. En vez de eso, nos estamos dejando arrastrar a una guerra con Irak.
Pero volvamos a lo ocurrido después de Enron: los inspectores de armas de la ONU van a Irak y –¡horror!– no encuentran ni un solo microbio. Después, teníamos que apoderarnos del manifiesto de armas de Irak. Cuando finalmente lo tuvimos, con todas sus 12 mil páginas, nos quejamos de que era demasiado extenso. Los estadounidenses, quienes hubieran fustigado a Saddam si hubiera entregado sólo 10 páginas, afirmaron que se trataba de una “tormenta”: un intento deliberado de ocultar lo que todos sabemos que existe, pero que no podemos encontrar, y que es el hecho de que Saddam tiene armas de destrucción masiva.
Hablemos del petróleo. Bush fue un hombre del petróleo. El vicepresidente Cheney fue un hombre del petróleo. Condoleezza Rice fue una dama del petróleo. Y saber lo que esto significa se lo debemos al más derechista columnista del The New York Times, William Safire, quien está muy bien conectado con la administración Bush y también, a nivel personal, con Ariel Sharon. En un notable artículo publicado en octubre, Safire delató la verdadera intención de nuestra próxima guerra en Irak. Escribió que “el gobierno de un Nuevo Irak reembolsaría a Estados Unidos y Gran Bretaña mucho de lo que gastó durante la guerra y la implementación de un gobierno de transición, mediante futuros contratos y ventas de petróleo”. Safire añade que durante su evolución, el gobierno democrático del Nuevo Irak “repudiará la corrupta ‘deuda’ por 8 mil millones de dólares que Rusia le reclama a Saddam...”.
Pero lo más perturbador para el presidente ruso, Vladimir Putin, según Safire, será que “las importantes inversiones que harán las compañías estadounidenses y británicas incrementarán drásticamente las capacidades de exploración y refinación de la única nación (Irak) cuyas reservas petroleras rivalizan con las de Rusia, Arabia Saudita y México”.
Me pregunto si recordaremos esto cuando vayamos a la guerra. Entonces, por cierto, no nos encontraremos hablando de Enron.

 MIERCOLES 29 de Enero de 2003

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