MIRADAS CRUZADAS: NIETZSCHE Y ROUSSEAU

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David Medina

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«Yo también he estado en los infiernos, como Ulises, y a ellos volveré otras veces; y no sólo he sacrificado carneros para poder conversar con algunos muertos: no he escatimado mi propia sangre. Hay cuatro parejas cuya respuesta a mi inmolación no puede ser rechazada: Epicuro y Montaigne, Goethe y Spinoza, Platón y Rousseau, Pascal y Schopenhauer. Ante ellos debo explicarme cuando he caminado solo durante mucho tiempo, gracias a ellos entiendo que tengo razón o que me equivoco, a ellos quiero escuchar cuando se dan razón o se la quitan entre sí. Sea lo que fuere lo que pueda yo decir, resolver, imaginar para mí y los otros, fijo mi mirada sobre esos ocho y veo las suyas fijadas sobre mí».

F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, II, 1, 408

 

El aforismo que sirve aquí de lema podría ser también útil para cualquiera que tuviese la intención de recomponer el canon de la literatura occidental, tema recurrente en los últimos meses. Será bueno confesar que algo de eso hay en este esbozo, como lo hay, por cierto, en cualquier empeño interpretativo. El que propongo en estas páginas habría que inscribirlo en la tendencia de algunos lectores actuales a contraponer el pensamiento de Nietzsche y el de Rousseau. El libro de Lars-Henrik Schmidt, Immediacy Lost, en la tonalidad deconstructivista a lo Derrida, enfoca el asunto desde el ángulo de lo que el autor llama «la reconciliación con la metafísica»[1]. Más reciente, y también de mayor agilidad y penetración en el análisis, es el libro de Keith Ansell-Pearson, Nietzsche contra Rousseau, cuyo punto de partida, que en buena medida comparto, está resumido en el envite que anuncia el título de forma esquemática y, por eso mismo, clarificadora. Parte del significado atribuible al concepto de «modernidad», o de «post-modernidad», si se quiere seguir con una palabra ya en desuso, radica «en aceptar la tarea de comprometerse en algún tipo de confrontación (Auseinandersetzung —denotando “ajuste” e “intercambio”) entre las paradójicas y ambiguas enseñanzas» de aquellos dos pensadores, a quienes habría que ver como «perfecto contraste para nuestras propias ansiedades» [2].

La «confrontación» a la que alude Ansell-Pearson tiene tal vez su escenario más previsible en el ámbito de la filosofía política, por más que sus ecos y consecuencias se prolonguen en el territorio de la antropología y, esto es menos evidente, en el de la estética. A esto último, y en concreto a la interpretación que hace Nietzsche de Rousseau en su primera obra -el Nacimiento de la tragedia, a la que sumaré aquí lo que se dice en la Tercera Intempestiva- sólo Jean Starobinski parece haberle dado la importancia que merece [3]. Sus observaciones iluminan la teoría de las artes del filósofo de Ginebra, su estética musical y el carácter de consecuencia quizá última de su pensamiento; iluminan también, de manera por completo novedosa, las tesis distintivas de la «metafísica de artista» defendida por Nietzsche en su primer libro. Respecto a ese cruce de miradas y de perspectivas sobre la realidad del arte quiero detenerme, pues estoy convencido de que en todo ello está el principio más relevante para orientarse en la encrucijada ante la que nos sitúa la pregunta por la modernidad.

 

I

En 1872 Nietzsche, por entonces catedrático de filología clásica en la Universidad de Basilea, publicó, significativamente, en la misma editorial en la que lo hacía Wagner, su primer libro: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música. Bajo el ropaje de una investigación erudita sobre los orígenes del teatro antiguo, apenas se disimula un manifiesto «frenético de imágenes», como dirá luego Nietzsche en un «ensayo de autocrítica» para la tercera edición. Sus ideas, engastadas en las figuras mitológicas del alma griega, son bien conocidas, al menos las de las primeras secciones -el libro está estructurado en forma de epígrafes de unas pocas páginas-. Lo que se dice en aquellas primeras secciones se enuncia como explicación de la realidad artística, y, de hecho, de toda realidad, pues el arte revela y condensa el fondo esencial del ser y del hombre. El supuesto de partida es la polaridad entre Apolo y Dioniso, dos figuras que hay que ver como símbolo de fuerzas orientadas en sentidos contrario, pero que terminan por prestarse mutuamente la voz que les es propia en la tragedia, nacida del lenguaje que todaví;a es música, del coro. «Hemos de concebir la tragedia griega como un coro dionisíaco que una y otra vez se descarga» en el lenguaje épico y apolíneo de los héroes, siendo éstos tan sólo visión y producto del éxtasis musical colectivo. Dioniso habla, pues, en el lenguaje de Apolo, pero para decir su propia verdad: el personaje mítico que irradia la masa coral «no representa la redención apolínea en la apariencia, sino, por el contrario, el hacerse pedazos el individuo y el unificarse con el ser primordial» [4].

En el epígrafe cuarto del libro, un óleo de Rafael, la Transfiguración de Cristo, le sirve a Nietzsche para entretejer y ordenar en un emblema único los diferentes elementos que se aliaron primero de forma germinal en la lírica de Arquíloco y, luego, en el inestable y fugaz equilibrio de la tragedia ática. «Ante nuestras miradas», dice, «tenemos [ahí] (...) tanto aquel mundo apolíneo de la belleza como su substrato, la horrorosa sabiduría, de Sileno, y comprendemos por intuición su necesidad recíproca». En la obra de Rafael, la parte superior, luminosa y de figuras bien definidas, corresponde al pasaje de los Evangelios que le da título. La figura de Jesús se eleva de entre cuerpos durmientes: «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño» (Lc., 9, 32). Apolo es apariencia y representación; copia, como lo son los sueños y las palabras, de la realidad de la vigilia, algo que por sí mismo tampoco es original. En la parte inferior del lienzo, en la que el trabajo de sfumatto anuncia el tenebrismo de Caravaggio, los discípulos de Cristo, convertidos en un coro de sátiros barbudos, se agitan angustiados ante la imagen de un niño endemoniado, el Niño-Dioniso, por cuyo gesto el trazo claro de la escena superior se transfigura en delirio que rompe y succiona los perfiles y elimina lo finito e individual. Así, Dioniso es también apariencia, «reflejo del eterno dolor primordial». Sin embargo, por ser Dioniso divinidad de la música, materia artística asemántica y tradicionalmente mal encajada en la categoría de la mímesis, resulta mejor y aún más nietzscheano simplificar el juego de espejos y signos. El arte del sonido, identificable por completo con el alma dionisíaca, es por sí mismo «el eterno dolor primordial, fundamento único del mundo»; «la contradicción eterna, madre de las cosas» (NT, 57-58).

 

II

Menos citado que los epígrafes que le preceden, el 19 deja atrás las especulación sobre el alma griega, que, sin embargo, queda como pauta y modelo, para hacer pie en las polémicas que desde las primeras representaciones de la Eurídice de Peri habían acompañado a la ópera, presentada desde sus inicios como renacimiento de la antigua tragedia. Las acusaciones que reúne Nietzsche en contra del stile rappresentativo y de la estética de la Camerata florentina son una variante de las mismas que en el mundo griego hace recaer sobre Eurípides y Sócrates. La «cultura de la ópera» es sólo otro de los nombres de la «cultura socrática». Con ella se renueva la negación de la verdad radical de Dioniso y alcanza su extremo el extravío del «hombre teórico» y la «jovialidad alejandrina». Lo notable, y es algo que ha pasado desapercibido a los lectores, a excepción de Starobinski, es el interlocutor que Nietzsche se busca en sustitución de Sócrates. «Uno de los cargos que Nietzsche imputa a los miembros de la Camerata Bardi y a sus sucesores», escribe Starobinski, «es el de que sus teorías llevan, en línea recta, a la filosofía rousseauniana, que las culmina y resume» [5]. Y tiene razón, la concepción del recitativo como reflejo fiel en la prosodia y la marcha melódica del discurso de los virajes sentimentales del personaje de ópera tiene su corolario, al menos así lo cree Nietzsche, en la idea de la «bondad natural», es decir, en lo que para muchos críticos, aún hoy, pero sobre todo en el contexto de cultura alemana decimonónica al que hay que adscribir el Nacimiento de la tragedia, constituye el sello distintivo del pensamiento de Rousseau. Para Nietzsche no había duda de la íntima conexión entre la estética del recitativo y la antropología del autor del Discurso sobre la desigualdad. Dice, por ejemplo: «El recitativo fue considerado como el redescubierto lenguaje de aquel primer hombre; la ópera como el reencontrado país de aquel ser idílica o heroicamente bueno, que en todas sus acciones obedece a la vez a un instinto artístico natural, que, en todo lo que ha de decir, canta al menos un poco, para cantar en seguida a plena voz, a la más ligera excitación afectiva» (NT, 153). En páginas anteriores, él mismo había dado la clave para aclarar lo que aquí se dice veladamente. El tiempo del origen, el estado primigenio evocado en el Discurso sobre la desigualdad, no podía imaginarlo Nietzsche como un espacio de «armonía» y «unidad del ser humano con la naturaleza»: «esto sólo pudo creerlo una época que intentó imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y que se hacía la ilusión de haber encontrado en Homero ese Emilio artista, educado junto al corazón de la naturaleza» (NT, 54).

Starobinski apunta, sin llegar a desarrollarla, otra línea argumentativa complementaria de la se acaba de exponer. La estética que presidió el nacimiento de la ópera en los círculos humanistas del Renacimiento tardío es también la estética de Rousseau y ésta, tan poco conocida hoy, es, por su parte, consecuencia de las tesis antropológicas defendidas en sus más célebres escritos. Vayamos por partes. De entre los diversos textos programáticos debidos a los miembros del círculo del conde de Bardi y a sus continuadores, quizá uno de los más ilustrativos sea la Dichiarazione que publicó Monteverdi en apéndice a sus Scherzi musicali de 1607. El fragmento más clarificador, al que también alude Nietzsche en el epígrafe 19 del Nacimiento de la tragedia (NT, 154), define el nuevo estilo de música -la seconda pratica o stile rappresentativo- como el resultado de mantener la jerarquía natural entre los diferentes componentes que en él intervienen: «Por Segunda Práctica [se entiende] aquella que se encamina hacia la perfección de la melodía, es decir, aquella que considera la armonía, no como gobernante, sino como gobernada y que hace de las palabras las señoras de la armonía» [6]. Ahora bien, eso mismo es lo que sostiene Rousseau en su Diccionario de música (1767) y en sus otros libros sobre cuestiones estéticas. El modelo de la Antigúedad, compartido por Nietzsche y los florentinos, fue asimismo para Rousseau el punto de partida desde el que hacer inteligible el arte del sonido; la tragedia ática fue también para él el modelo ideal desde el que debe evaluarse el progresivo palidecer de la expresividad de la música: «Los griegos podían cantar hablando, pero entre nosotros hay que hablar o cantar, no se puede hacer a la vez lo uno y lo otro» [7]. La definición normativa de recitativo se sigue, sin dificultad, de este principio. El recitativo es una copia, imperfecta a causa de la opacidad que afecta a las lenguas modernas, de la dicción poética que se supone rasgo propio la lengua griega: «Es una manera de cantar que se aproxima mucho a la palabra, una declamación en música, en la cual el músico debe imitar, tanto como sea posible, las inflexiones de la voz del declamador» (OC, V, 1007). Nietzsche, a quien podemos suponer lector del Diccionario de música de Rousseau como tantos de sus contemporáneos, reúne a sus adversarios bajo el concepto de «hombre teórico», y en ocasiones no se sabe si su crítica está dirigida a los tratadistas de la Camerata o a Jean-Jacques: todos ellos son ejemplos de «oyentes propiamente inmusicales» que exigen que «se entienda sobre todo la palabra». En ellos se encarna el «hombre alejandrino»: «como no sabe captar la esencia del artista, hace que aparezca mágicamente delante de él, a su gusto, el “hombre artístico primitivo”, es decir, el hombre que, cuando se apasiona, canta y dice versos». A veces, el sujeto de la acusación tanto podría ser el paseante solitario como el autor de Orfeo: «Se traslada en sueños a una época en la que la pasión basta para producir cantos y poemas: como si alguna vez el afecto hubiera sido capaz de crear algo artístico» (NT, 154-155).

 

III

Nietzsche malinterpreta y caricaturiza a Rousseau, cuyo pensamiento quedaría reducido a la nostalgia idílica del pasado paradisíaco, perdido para siempre. Voltaire había ya llevado al ridículo esta lectura del Discurso sobre la desigualdad, viendo a su autor como el misántropo que incita al género humano «a andar a cuatro patas» [8]. Starobinski protesta, justificadamente, contra este tipo de simplificaciones. Más bien, argumenta, es el autor del Nacimiento de la tragedia quien está todavía atrapado en el espejismo del tiempo primordial y dionisíaco: «Hay también en Nietzsche (...) mitología del retorno y nostalgia del origen y de la plenitud sin divisiones; algo que es sólo la ampliación postromántica y ardientemente nacionalista del mito neoclásico del retorno a la Antigúedad» [9]. Rousseau, en cambio, se entiende mucho mejor desde la perspectiva kantiana, que es también la de Starobinski. Se tiende a olvidar muchas veces que el Discurso sobre la desigualdad tiene su continuación en el Contrato social y en Emilio. Si se consideran estos tres libros en conjunto, habrá que reconocer «que la imagen de la unidad primera» no la propone el pensador de Ginebra como la esperanza del futuro, hasta la que sólo podría llegarse negando los sedimentos que la historia ha ido depositando sobre la figura perfecta del primer hombre, sino más bien como «la consecuencia de la libertad y del trabajo humano, es decir, de una cultura producida y perfeccionada mediante nuestros artificios» [10]. Así pues, el «remedio está en el mismo mal», en el atisbo de un futuro mejor, entrevisto en los escritos doctrinales que siguieron a los Discursos para la Academia de Dijon: en la sociedad de la voluntad general anunciada en el Contrato; en el programa educativo, orientado a formar individuos cuya conciencia coincida en todo con esa voluntad que debe dictar la ley.

No puede decirse, sin embargo, que Nietzsche perdiese de vista la representación kantiana de Rousseau. Eso no es cierto ni siquiera en el Nacimiento de la tragedia, donde, a propósito del problema del recitativo, el análisis de la «bondad natural» desemboca en la denuncia de la amenaza revolucionaria que anida en esta idea: «[El] principio de la ópera se ha transformado poco a poco en una exigencia amenazadora y espantosa, que, teniendo en cuenta los movimientos socialistas del presente, nosotros no podemos ya dejar de oír. El “hombre bueno primitivo” quiere sus derechos: ¡qué perspectivas paradisíacas!» (NT, 154). En adelante, el juicio de Nietzsche, con su despreciativa severidad, no sufrirá cambios importantes. Lo volvemos a encontrar, por ejemplo, en la Tercera intempestiva, dedicada a Schopenhauer como educador (1874). En esta ocasión, su pensamiento gira en torno a las tres imágenes del hombre con las que debe medirse el alma moderna para educarse a sí misma en contra de los prejuicios contemporáneos y elevarse hasta un concepto más elevado, intempestivo, de la cultura. Las tres imágenes que Nietzsche nos brinda para ese trabajo de autorestauración son las del hombre de Rousseau, el de Goethe y el de Schopenhauer. Del primer modelo, por más que se reconozca su utilidad para saltar por encima del propio tiempo histórico, hay que desconfiar por sus implicaciones sociales: de él «emana una fuerza que ha empujado a revoluciones violentas y que aún empuja a eso mismo, pues en todas las sacudidas, en todos los temblores de tierra socialistas, se agita el hombre de Rousseau, como el viejo Tifón bajo el Etna» [11]. Luego, en los libros de aforismos, todo esto tendrá su explicación como resultado de la moral del resentimiento, de la peor inmoralidad, nacida del sufrimiento de las conciencias esclavas. De ahí el deseo de venganza y vindicación que animó a los revolucionarios franceses, inspirados por ideas que brotan de la biografía doliente y marginal que se transluce en muchas de las páginas que escribió Jean-Jacques. Toda su filosofía es producto de «su experiencia personal», leemos en Humano, demasiado humano; «es la amargura de ésta la que afila su condena general y envenena las flechas que dispara: empieza por descargar su bilis individual y piensa en buscar un remedio que, operando directamente sobre la sociedad, de modo indirecto y por medio de ésta, le beneficie a él mismo» [12].

En la mirada esperanzada de Kant y de Starobinski sobre Rousseau, y también en el diagnóstico de resentimiento que de su obra hace Nietzsche, quedan oscurecidos sus mejores libros, los confesionales. Ahí las cuestiones estéticas, la reflexión sobre el lenguaje y la música y sus teorías sobre el destino de la humanidad se alían de otra forma. Su respuesta al problema de la enfermedad del mundo terminó por encerrarle en sí mismo. Intus, et in cute: interiormente y bajo la piel, hundiéndose en sí mismo ante la evidencia de lo irreparable. La infelicidad y la gangrena del mal están ya demasiado extendidas para que sea siquiera posible soñar en una mejoría. El hombre está enfermo, irremediablemente enfermo, y la única lucidez estriba en reconocer el inapelable diagnóstico y comprender la etiología que nos ha situado en una pendiente cada vez más pronunciada, sin retorno, hundiéndonos en una culpa de la que no somos responsables. El médico del mundo, una vez concluido su examen, no tiene más opción que el aislamiento y la soledad, el refugio en el sentimiento de su propia existencia, autosuficiente como la existencia de Dios: «Un être vraiment hereux est un être solitaire. Dieu seul jouit d’un bonheur absolu». Rousseau se replegó sobre sí mismo en busca de la muda identidad de su propio yo, pero su viaje introspectivo le llevó al último refugio del acento, del lenguaje que vuelve a ser música y canto. Volcado por completo en su estilo, su individualidad se disuelve en el hablar y el lenguaje, en su ser melodía, y regresa de este modo a lo que es común y de todos. Quizá esto podría decirse pervirtiendo un pasaje ya citado de Nietzsche: la experiencia literaria de Jean-Jacques «no representa la redención apolínea en la apariencia, sino, por el contrario, el hacerse pedazos el individuo y el unificarse con el ser primordial»

 

Notas

[1] Lars-Henrik Schmidt, Immediacy Lost. Construction of the Social in Rousseau and Nietzsche (Akademisk Forlag, Copenhague, 1988).

[2] Keith Ansell-Pearson, Nietzsche contra Rousseau. A study of Nietzsche's moral and political thought (Cambridge U.P., 1991).

[3] Remito al lector al brillante artículo de J. Starobinski, «Nietzsche, Rousseau, et le statut du récitatif», en La démocratie à l'oeuvre (Éditions Esprit, París, 1993, pp. 331-343).

[4] El nacimiento de la tragedia (trad. de A. Sánchez Pascual, Alianza, Barcelona, 1984, pp. 84-85. En adelante citado en el texto por la abreviatura NT seguida del número de página.

[5] Art. cit., p. 331.

[6] Dichiarazione, en O. Strunk, Source Readings in Music History, vol. III (Norton, Nueva York, 1965), pp. 48-49.

[7] Dictionnaire de musique, en Oeuvres complètes, vol. V, Écrits sur la musique la langue et le théâtre (Gallimerd, París, 1995), art. RECITATIF, p. 1008. En adelante citado en el texto por la abreviatura OC seguida del número de volumen y de página.

[8] Lettre de Voltaire à Jean-Jacques Rousseau, O.C., III, p. 1379.

[9] Art. cit., p. 340. El final del epígrafe 19 del Nacimiento de la tragedia confirma plenamente esta interpretación: «Aquí alienta ennosotros el sentimiento de que el nacimiento de una edad trágica ha de significar para el espíritu alemán únicamente un retorno a sí mismo, un bienaventurado reencontrarse (...). Por fin ahora, tras su regreso a la fuente primordial de su ser, le es lícito osar presentarse audaz y libre delante de todos los pueblos, sin los andadores de una civilización latina: con tal de que sepa aprender firmemente de un pueblo del que es lícito decir que el poder aprender de él constituye ya una alta gloria y una rareza que honra, de los griegos» (NT, 159-160).

[10] Art. cit., p. 337.

[11] Consideraciones intempestivas, que cito siguiendo la traducción francesa de la edición de G. Colli y M. Montinari (vol. II/II, Gallimard, París, 1990, p. 207).

[12] Humano, demasiado humano (I, § 617), que cito en la mencionada traducción al francés de los volúmenes preparados por Colli y Montinari (vol. III/I, Gallimard, París, 1988, p. 323).

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