LITERATURA Y EROTISMO (*)

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Juan Carlos Rodríguez
Fuente: Revista Laberinto, Nº 18, segundo cuatrimestre 2005
 

 

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INTRODUCCIÓN

En realidad todo radica en el problema de siempre: damos por supuesto lo que es el erotismo y damos por supuesto lo que es la literatura. Ambos pre-supuestos pueden ser falsos y hoy más falsos que nunca, aunque a la vez paradójicamente, más verdaderos que nunca por motivos diversos en cada caso, como vamos a tratar de dilucidar.

En primer lugar consideramos verdaderos a la literatura y al erotismo porque efectivamente están ahí y los vivenciamos. Por eso he dicho que los proponemos como pre-supuestos. Sólo que la pregunta nos surge de inmediato: ¿cómo los vivenciamos? Esto nos lleva a otra pregunta necesaria, aunque nuestra respuesta pueda parecer esquemática: ¿Cuál es la lógica interna del erotismo y la literatura en nuestro mundo? ¿Cómo funcionan?

Siempre hay un rasgo de falsedad (o de mentira, por decirlo así) en el erotismo y la literatura porque ambos funcionan a partir del deseo. Pero si el deseo del erotismo parece fijarse en un objeto concreto, en realidad nunca ocurre así. El deseo no se fija en el objeto sino en la imagen mental del objeto, y una imagen es siempre complejísima y fácilmente manipulable. En ese sentido se ha podido hablar de “objeto imaginario” (o de “imaginario del deseo”). De modo que la imagen _en sentido fuerte- o nos miente a nosotros o nosotros la mentimos al inventárnosla. Incluso al inventarnos nuestra propia imagen: de ahí el culto al cuerpo que puede llevar a la neurosis por la salud y a su lado más oscuro, la anorexia o la bulimia. Si a ello le añadimos la obsesión por ser joven o por mantenerse joven, que es un valor clave en el mercado (y por tanto en el mercado de la imagen) tendremos que concluir con una sospecha inevitable: existe un dispositivo social que construye nuestro erotismo. Obviamente el erotismo (pese a las evidencias aparentes) no es algo digamos “natural” (como las pulsiones hormonales del sexo) y en consecuencia nuestras vivencias del erotismo son algo “construido”, algo que se nos impone. Y un proceso similar ocurre con la literatura: ha habido una pulsión total por escribir y explicar el mundo, como en el caso de Newton o Kant; una pulsión por escribir y explicar al yo y a la historia, como en el caso de Freud y Marx; una pulsión por escribir y explicar la moral, como en el caso de Nietzsche; una pulsión casi psicótica por la escritura autodestructiva, como en el caso de Verlaine y Rimbaud (o en los “beats” americanos que los imitaron); e incluso una pulsión digamos estética, como en el caso de Flaubert, cuando tras más de mil páginas de borradores, notas, dibujos y esbozos, descubrió algunas erratas en la primera página de Madame Bovary, que él había cuidado al máximo. Como se sabe, Flaubert y Baudelaire fueron juzgados por sus obras inmorales: Flaubert fue absuelto por ser miembro de una familia burguesa y honesta y a Baudelaire le encantó que le condenaran por Las flores del mal. Oscar Wilde salió destrozado de la cárcel de Reading: no se condenó su obra sino su “persona”.

Pero sin llegar a estos caso extremos, y partiendo de la base de que el marco de la literatura ha bajado hoy en el valor del mercado incluso moral (sólo permanece en alza la ideología del cientifismo, sobre todo en su sentido económico y de poder), no cabe duda de que el deseo de escribir sigue latiendo como una pulsión necesaria en mucha gente (al igual que su inverso, el deseo de leer). Sobre todo a partir de la soledad, que es en el fondo la imagen del objeto que se pretende construir. Construir la imagen del yo (o de la soledad o de la imposibilidad del yo) es la clave en la literatura, como quizás (o sin duda) lo sea también en el erotismo. Y de ahí el hecho de que la cuestión de la verdad/falsedad se vuelva a reproducir en la imagen constituyente de la literatura, al igual que habíamos señalado respecto al erotismo. Leer es ver (legere est videre) se decía ya desde los siglos XI-XII (sobre todo a partir de Hugo de San Victor), cuando se dejó de escribir “unido” y se comenzaron a separar las letras, las palabras y los párrafos. Había que aprender a leer y a escribir precisamente “viendo” las letras (que se diferenciaban por mayúsculas, por colores, etc.). Ese ver leyendo o ese leer viendo es la clave de la imagen mental a la que aludíamos anteriormente: una imagen mental que es en realidad lo que se intentaría construir tanto en el cuerpo de la escritura como en el cuerpo erótico. La imagen de la letra, o el poder de la letra en el inconsciente, es algo ya resaltado hace años por Lacan. Pero un paso más allá yo me atrevería a decir que tal imagen mental es precisamente lo que relaciona de manera directa la escritura literaria, la escritura del cine y la escritura erótica. Nuestra vivencia de esas escrituras (la imagen que deseamos ver, escribir o leer) está siempre aferrada a la imagen mental o corporal del objeto que pretendemos construir. Sólo que esa imagen mental está a su vez ya manipulada o preconcebida según modelos más o menos establecidos de los que apenas somos conscientes. Podríamos decir así que la imagen literaria es un proceso en que el escritor -o la escritora- se internan en una selva, sin saber muy bien adónde van. Aunque por caminos que, de algún modo, no es que no lleven a ninguna parte (como diría Heidegger) sino que están siempre trazados de antemano. De ahí el continuo juego entre consciente e inconsciente, entre intencionalidad subjetiva y objetividad de un texto que se escapa. En suma, el juego de verdad y falsedad que actúa en la literatura como actúa en el erotismo.

 

¿A qué se puede llamar entonces Dispositivo Social de la literatura o del erotismo? Hay dos respuestas: la interpretación sustancialista y la interpretación histórica. La interpretación sustancialista concibe al Dispositivo Social como algo exterior a la libido. Es lo que podríamos llamar la escuela de alienación o de la seducción. La variante de la alienación (de Marcuse a W. Reich) piensa así que el capitalismo nos aliena con su sistema represivo y que sólo la liberación del sexo puede salvarnos. La variante de la seducción (la de Baudrillard y los demás posmodernos) considera, al contrario, que el capitalismo nos seduce con la progresiva erotización de sus mercados, sus superficies de diseño y de sugestión global que nos liberan de cualquier problema trascendental y de cualquier sentimiento trágico de la vida. Lo paradójico es que si nos fijamos de cerca nos daremos cuenta de que ambas escuelas piensan que en efecto el erotismo nos libera, bien desalienándonos o bien seduciéndonos, aunque para la primera variante el capitalismo sería malo o represivo y para la segunda variante el capitalismo sería de algún modo bueno por seductor e inevitable. Quizá con mucha más sensatez, un productor de la industria pornográfica (una industria que obviamente maneja millones de dólares al año) se limita a decirnos nítidamente: “El sexo vende y estimula a los medios de comunicación. Vallas publicitarias, películas, anuncios, mensajes comerciales. Es en el sexo en lo que pensamos continuamente” (”El Semanal”, nº 716, julio, 2001). Curiosamente las revistas e incluso los libros pornográficos se consideran en tal industria algo ya casi anticuado, sobre todo tras la aparición del vídeo y en especial del vídeo casero. Es algo que también ha señalado F. Jameson, quizá el mejor analista de la posmodernidad, como se sabe, entendida como “época global” al modo de Dilthey.

Desde mi punto de vista pienso que la otra alternativa, la alternativa radicalmente histórica, se ha analizado muchísimo menos y por razones precisas. Puesto que aquí el Dispositivo Social no se considera exterior a la libido sino interior a la libido. Del mismo modo que no consideramos que exista una literatura en sí, tampoco consideramos que exista una libido en sí. De modo que se le quita a la libido su supuesto valor de categoría sustancial, de categoría independiente que luego _y sólo luego- sería o bien alienada o bien seducida. Nunca lo he creído así, sino que he pensado, por el contrario, que el inconsciente libidinal está atrapado desde el principio por el inconsciente ideológico. Que Freud se planteara esto en términos de Cultura vs. Naturaleza es sólo una cuestión de su tiempo y no nos lleva hoy a ninguna parte, entre otras cosas porque hoy todo está “artificializado” (y entre otras cosas por eso se considera también a Freud como algo ya tan pasado como las revistas pornográficas, una cuestión antigua). Pero sin duda es algo que también intuyó Lacan cuando habló, dentro de su jerga, del inconsciente como atrapado por el lenguaje o estructurado como un lenguaje. Aunque esto habría que matizarlo muchísimo, con ello llegamos de nuevo al meollo de la cuestión, o sea, al Dispositivo Social no como algo exterior al deseo (como alienación o seducción) sino como algo interior al deseo, como producción de deseos. Suele decirse en este sentido que la oferta crea la demanda, que la sociedad del espectáculo (como la llamó Debord) o la industria cultural de la que habló T. W. Adorno en otro sentido (en suma la televisión y los media, etc.) crean deseos falsos o simulacros porque en el fondo necesitan crear “opinión” entre los consumidores o los espectadores, porque les resulta indispensable “manipular” los gustos del público, etc. Los “media” serían, en suma, “cazadores y diseñadores” plenos de la ideología social. Pero se trata de un proceso muy matizable. Quiero decir: puesto que el inconsciente ideológico lo producen las relaciones sociales, el “espiritualismo moral capitalista” ya existe antes que los media. Estos lo que hacen es darle un caparazón más sólido, canalizarlo en una dirección u otra. Por lo tanto la obsesión por los media _que son obsesivos sin duda- o es una tautología evidente o es una obviedad mal analizada. En dos sentidos al menos: 1º) Desde el culto a la “Polis” en el esclavismo, o posteriormente, desde las ceremonias de la Corte a las misas dominicales, desde las bodas familiares a la educación escolar (y no digamos los horarios y la organización del trabajo), todo ha sido siempre un simulacro, formas de alienación o de seducción. La intensidad actual del bombardeo de los media es quizá más extensa pero no menos intensa que en las otras formaciones sociales. 2º) La sociedad actual del espectáculo sólo lo es quizá en comparación con las sociedades burguesas desde el XVIII. En el esclavismo se vivía en el espectáculo continuo (desde los Templos al Circo o al Ágora); en el feudalismo, las Catedrales, la Iglesias, los Castillos o las Fiestas de la cosechas eran el único eje de la vida de la gente (los de abajo no eran “gente” y apenas si “vivían”). No se trata, pues, de que estemos retornando al esclavismo ni de que vivamos una nueva Edad Media (esos tópicos nos menos estúpidos) sino de constatar hechos incontrovertibles. Creo que lo que se trasluce en el fondo de estos planteamientos es algo así como una ilusión histórica asombrosamente distorsionada. Quiero decir, como si se pensase que durante el siglo XVIII y XIX (incluso hasta 1950) se hubiera vivido en unas sociedades imaginariamente “letradas” (el periodismo crítico, la filosofía, la literatura, etc.), serias y profundas, y sin embargo, a partir de 1950 todo se hubiera convertido en frivolidad, superficies, brillos decorativos y alienación o seducción masiva. En realidad lo único que ocurrió es que la guerra fría, los nuevos tipos de acumulación capitalista y el establecimiento del mercado-mundo, generaron nuevas variantes de la ideología hegemónica y vivencial, variantes que se englobaron bajo el nombre de posmodernidad. Pero insisto en que la alienación y la seducción masivas han existido siempre como formas de explotación, tanto en la explotación del erotismo o la literatura, como en la explotación de la fuerza del trabajo cotidiano. Si no las rebeliones o las resistencias en cualquier aspecto hubieran sido mucho más fuertes de lo que han sido.

Pues esta es la clave de todo. Si como se dice en el Manifiesto de Marx y Engels todas las sociedades históricas que conocemos no son otra cosa que formas de explotación, esa explotación, en plena lógica, no se refiere sólo al nivel económico sino igualmente al nivel político y al nivel ideológico o subjetivo.

De modo que no podemos entender al erotismo como una forma de liberación sino como una de las más sutiles formas de explotación (aunque las contradicciones aparezcan aquí por todas partes, del mismo modo que en la literatura).

 

Una forma sutil de explotación porque como el comer o el defecar (que en efecto son necesidades biológicas y que Freud y Lacan analizaron como formaciones eróticas pre-genitales del niño, es decir, la relación boca, ano, cerebro), la sexualidad es otra necesidad biológica, otra necesidad hormonal (el deseo sexual digamos en bloque) que es atrapado y configurado por la ideología familiarista o parental desde el principio, desde el primer vagido, como también nosotros venimos señalando desde el principio: los aludidos “beats” americanos estaban todos fascinados por el Edipo de su mamá. Cuando vivían juntos en Nueva York se peleaban entre ellos y se iban a ver a sus madres, o mejor al contrario, se peleaban para poder ver a sus madres. Lo ha narrado espléndidamente James Campbell en su libro: La loca sabiduría. Así fue la Generación Beat (ed. Alba, Barcelona, 2001). Vuelvo, pues, a referirme así a la libido como inconsciente ideológico interior. Por ejemplo, y cambiando de tercio, cuando la mujer (consciente o inconscientemente) establece un grado cero en su psiquismo sexual. El ejemplo más evidente de que la mujer puede restringir o suprimir su capacidad psíquica sexual nos lo ofrece sin duda el caso de la prostitución. En el delicioso y tragicómico vodevil Irma la dulce, aquella película de Billy Wilder de 1963, cuando Jack Lemmon se enamora de Shirley MacLaine y le dice que tiene celos de que ella se acueste con otros, ella, la prostituta, le responde sorprendida: “Yo no me acuesto con nadie. Esto es sólo una profesión”. Es una respuesta formidable, pero que tiene su inverso. Cuando Lemmon le dice que va a buscar trabajo, ella se echa a llorar. Dice: “¿Es que me consideras un saldo? ¿Qué van a pensar mis amigas, que ya no puedo mantener a mi hombre?”. El inconsciente ideológico aflora aquí como en pocas partes: la chica-puta necesita a un hombre no sólo para que la proteja como chulo (el Es mi hombre de Edith Piaff) sino para poder borrar (con el uno) a todos los demás hombres con los que se acuesta y que son nadie. En suma, para legitimar su profesión, para establecer la diferencia entre lo privado y lo público, para incrustar un rasgo familiarista en su vida. Claro que todos sabemos que la prostitución auténtica es mucho más brutal y que esta película es un cuento de hadas, como lo es también Desayuno con diamantes, quizá la obra maestra de Wilder, donde también se bordea la prostitución, tanto masculina como femenina. Sólo me interesa señalar el inconsciente ideológico que Wilder sabe situar en las relaciones eróticas de sus protagonistas femeninas, al igual que ocurre en otros dos momentos más literariamente trágicos. Dejando aparte la Ana Karenina de Tolstoi, quisiera recordar dos casos conocidos por todos: el de Madame Bovary y el de La Regenta. Señalemos en principio el aburrimiento, el hastío de M. Bovary, que está convencida de su no-ser vital y que por eso comete unos adulterios que sin embargo la arrastran al suicidio. Quiero subrayar que Flaubert era un burgués que odiaba su mundo y que ese desprecio lo plasma en el sarcasmo y la ironía objetiva con que está escrita la novela. En primer lugar M. Bovary era un burguesita tonta, malcriada por las lecturas [1], su familia y su marido. Sus amantes son igualmente tontos, tanto el notario como el granjero. Los diálogos iniciales entre el notario y la Bovary acerca de los ideales románticos son una burla feroz de Flaubert. Flaubert se ríe del romanticismo falso tanto como del falso cientifismo que existía en su época. Y además considero incomprensible por qué ha quedado como un tópico literario el hecho de que la Bovary se suicida por amor. En realidad se suicida para evitar ir a juicio porque no tiene dinero para pagar las deudas que ha ido adquiriendo progresivamente. Muy distinto es el caso de su variante española, la Ana Ozores de La Regenta de Clarín, que en realidad está poseída por las palabras del Magistral D. Fermín de Pas. Como se sabe el cura le ha dicho, una y otra vez, que debe liberarse de su obsesión por el sexo, que el sexo es la atracción del infierno, etc. Y así, lógicamente, la induce al adulterio, pero no con el cura (como él hubiera querido) sino con otro, con el don Juan del pueblo, ese Álvaro Mesía al que ella imagina, o mejor convierte en la imagen del objeto de su deseo, y al que se entrega relativamente tarde (en el capítulo 28) porque acostarse con un cura sería intolerable. De cualquier modo ni M. Bovary ni Ana Ozores sienten placer con su adulterio, sino que por el contrario (como diría Lacan al establecer la diferencia entre placer y goce: pero eso es algo que Lacan también toma de Montaigne [2]) el adulterio las condena al suicidio o a la soledad absoluta [3]. El arsénico mata a la Bovary. Álvaro Mesía mata en duelo al marido de la Regenta, Víctor Quintanar. El cura y la ciudad la rechazan definitivamente y el final es formidable. Recordémoslo: “Inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios. Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo”. Este beso del sacristán homosexual, que pervierte su lascivia _como nos dice Clarín- al ver a Ana desmayada en la catedral, nos indica las dos tópicas básicas de La Regenta. El libro, como ella misma, está continuamente dividido casi en una especie de esquizofrenia entre la iglesia y los altos círculos sociales del pueblo, al modo en que se ha señalado que M. Bovary está también dividida entre la iglesia y el hospital, entre lo falso del romanticismo y la superstición y, por otro lado, lo verdadero del cientifismo del último médico, una figura en la que probablemente Flaubert quiso rendir un homenaje a su padre, un médico de reconocido prestigio. Se suele argüir que ambas novelas están escritas por hombres y que sólo indican la presión externa sobre la libido, o la versión que los hombres tenían entonces de las mujeres. Por supuesto que hay algo de cierto en esto, pero creo que en el fondo se trata de un planteamiento erróneo. Marx no era proletario y sin embargo dijo sobre los proletarios cosas que ellos no hubieran podido expresar jamás. Deleuze señala cómo no podemos olvidarnos de Sade o de Masoch cuando hablamos hoy más seriamente del sadismo o del masoquismo. Marie Bonaparte, Lou Andreas Salomé o Anaïs Nin asumieron plenamente el psicoanálisis freudiano. Anaïs Nin, después de psicoanalizarse con Otto Rank, se intentó autoanalizar (y a la vez ganar dinero) escribiendo no sólo sus Diarios (muy autocensurados) sino sobre todo su Venus erótica, quizás los relatos más descarnados escritos (como ella decía) por primera vez desde el punto de vista de una mujer. Aunque la pregunta de Freud, ¿qué desea la mujer?, siga aún sin respuesta. Y teniendo en cuenta además que tanto en el caso del socialismo como en el caso de la mujer, Freud no dio sino respuestas grotescas. En realidad una sola respuesta, y siempre la misma: la envidia. El inconsciente libidinal de la mujer sólo se explicaría por la envidia del pene y el inconsciente revolucionario de los proletarios sólo se explicaría por la envidia hacia los ricos. Uno llega a pensar si Freud no transparenta aquí una doble envidia real y muy personal: su envidia hacia la mujer (sus tendencias homosexuales eran obvias) y su envidia hacia los ricos durante los muchos años en que él no logró triunfar. De cualquier modo Madame Bovary y La Regenta no muestran sólo la ideología del autor o de los autores, sino un campo objetivo mucho más complejo que no podemos desechar basándonos sólo en esa supuesta visión masculina que a veces hoy ciertas feministas aún les reprochan. Evidentemente Flaubert y Clarín quisieron mostrar tanto la doble moral hipócrita de la sociedad burguesa, incluida la mujer (en el caso de Flaubert), como la opresión de la sociedad civil y sobre todo religiosa en el caso de La Regenta. Pero insisto en la cuestión de que el hecho de que estas dos novelas clásicas las escribieran hombres no implica que en ellas no se dijeran muchas más cosas de las que ellos querían decir. La objetividad literaria existe realmente y eso nos permite leer hoy múltiples cuestiones que quizá en la época no se detectaban o aparecían sólo como subliminales. Por una parte, don Leopoldo Alas, “Clarín”, el catedrático de Filosofía del Derecho de Oviedo, se arrepintió al final de su vida de sus ideas liberales y reformistas, se arrepintió de haber escrito La Regenta y “dudó” en Su único hijo (otra versión distinta del adulterio) y se convirtió en un “espiritualista filosófico”. Es un problema personal que no podemos explicar aquí. Pero lo sintomático es que Flaubert, al morirse, considerara que la Bovary le iba a sobrevivir, la considerara como algo ajeno a él, mientras que no cesaba de repetir, por el contrario: “Madame Bovary soy yo”. Y ya apuntábamos que el decir “yo soy” es la clave de toda la configuración del erotismo y de la literatura. Flaubert evidentemente sólo mostraba ahí su orgullo de escritor, de creador, pero en el texto lo significativo es que en uno de los paseos con su perro que ella solía dar por el campo para matar el aburrimiento y sumirse en ensoñaciones cúrsiles sobre la vida de París con sus óperas y sus bailes y pasiones perversas, de pronto Emma Bovary exclame: “¡Por qué me habré casado!”. El idealismo de Emma es, decimos, pequeñoburgués, dinerario: su marido no tiene ambiciones; en cambio Ana Ozores asume un idealismo absoluto, va “de verdad” en su sueño de vida. De ahí la distinta imagen de su conocida exclamación: “Casada… Todo se acabó antes de empezar”. Naturalmente Ana Karenina también “va de verdad” en el amor, solo que el “misticismo campesino” de Tolstoi la hace suicidarse arrojándose al tren, la pesadilla maligna de la modernidad industrial. Pero lo que quiero resaltar es que, de un modo u otro, la relación casamiento/ adulterio no es un modelo exterior, es algo que tanto Emma como Ana Ozores llevan dentro, antes de ser alienadas o seducidas (es sintomático que las contradicciones sociales resulten de una objetividad más brutal en Tostoi). El adulterio se consideraba como una forma erótica y vital de transgresión o sea, de posible auténtica libertad (aunque evidentemente el adulterio era una convención que no transgredía nada) pero con esa transgresión a fin de cuentas ambos personajes intentan decir yo soy, y su adulterio nos revela no sólo el inconsciente de los propios creadores, sino a la vez todo el inconsciente global de la época.

 

Y aquí entramos otra vez en el eje del problema: ¿qué significa hoy decir yo soy, como Flaubert respecto a la Bovary o como Emma Bovary respecto a sí misma?

En este aspecto las historias de la literatura erótica, digamos la del surrealista Alexandrian, publicada en 1989 en París (y en el 90 en España) o el libro El sexo en la literatura (1997) absolutamente irregulares ambos -al igual que la más cruda antología sexual de Pitt-Ketley, Fiona, (ed.): The Literary Companion to Sex, 1992- pueden servirnos como buenos catálogos e incluso buenos análisis de la relación entre literatura y erotismo. Pero al considerar a la literatura y al erotismo como un en sí sustancial, apenas nos sirven hoy más que como informaciones testimoniales de una época, de un “ayer mental” que es un casi “ahora”, en el que aún se suponía que el sexo existía por sí mismo y se pretendía que escandalizase bajo la máscara suavizadora del erotismo (por supuesto que la sacralización del erotismo que hicieron surrealistas como Bataille supone otra historia [4]).

Pues el carácter de Dispositivo Social de la libido en su sentido interno, es decir, entendido como atrapamiento ideológico del deseo, implica hoy al menos tres caracteres básicos. En la ideología fundamental de la globalización capitalista actual de lo que se trata es precisamente de construir la imagen continua del sujeto libre, autónomo y plenamente individualizado en la competitividad atroz del mercado: ser ganador o perdedor, winner o loser, esa es la imagen. Ahí sí que surgen las envidias, las rencillas y los rencores. Quizá habría que preocuparse no sólo por las enfermedades físicas del capitalismo sino por las enfermedades psíquicas que provoca. Y cuando hablo de enfermedades psíquicas quiero decir que incluso la imagen posmoderna del sujeto fragmentado o descentrado carece hoy ya de valor. Pues el problema es éste: ¿Cómo se construye y se reafirma la imagen del sujeto libre plenamente realizado y por tanto plenamente competitivo? Indudablente a través de tres procesos en la escalera libidinal y/o ideológica. El primer paso, como decíamos, es la imagen del propio cuerpo la que necesita construirse. Ello implica obviamente la necesidad del culto al cuerpo, del aura del cuerpo, como primer escenario (y siempre diferenciando entre el funcionamiento del cuerpo del hombre y de la mujer). Dado que el cuerpo emite e irradia pulsiones libidinales está claro que la ideología dominante potenciará al máximo lo que Freud llamó narcisismo libidinal, le dará forma y contenido. Tanto en el deseo de escribir, como en el deseo erótico o en el cotidiano deseo del poder sobre el otro o los otros. Quítate tú para que me ponga yo, esa es la competitividad, lo que Foucault llamó la microfísica del poder. No una competencia en el saber hacer las cosas, sino una competencia entre el yo y el otro al que hay que desplazar. Se produce así una autoerotización de la propia imagen muy cercana en efecto a la paranoia, como esbozó Freud al separarse de su relación homosexual con Fliess y como ha señalado con certeza F. Jameson respecto al cine actual. El aura del cuerpo y la autoerotización del narcisismo serían pues los dos peldaños básicos de la escalera. El paso definitivo consiste en una especie de retorno al origen, una conclusión obvia de los dos procesos anteriores: la aludida construcción del sujeto libre como yo autónomo y plenamente individualizado, convencido de sí en su capacidad de competencia con el otro, a nivel literario, laboral o a nivel erótico. Aniquilar al otro es la clave de la competitividad, aunque siempre se necesite al otro, quizá precisamente para aniquilarlo. No hay más secretos en nuestro mundo pero sí múltiples problemas, sobre todo si mantenemos el triángulo básico de conceptos: o sea, clase, etnia y género.

Pues el otro triángulo, el del cuerpo bello, el del narcisismo erotizante y la imagen de sujeto libre y autónomamente individual y competitivo, se da de cara, choca de frente con el triángulo de clase, etnia y género. No se trata de que se intente interiorizar un modelo exterior. Se trata por el contrario -y esa es la base- de que ese modelo lo llevamos ya interiorizado. Lo que podríamos llamar de nuevo “la capitalización moral del espíritu” o el “inconsciente como capitalismo moralizado”. Repito: no se trata de que el capitalismo nos aliene o nos seduzca sino que se trata de que el capitalismo nos produce, nos construye. Las contradicciones surgen siempre a partir de ahí. La represión y el consenso son sin duda la clave de todo, pero creo que la represión coercitiva es mucho menos importante que el consenso interior que ya llevamos desde siempre. El problema no estriba tanto en interiorizar el modelo, pues ya lo tenemos interiorizado, sino que el problema radica en el verdadero eje de toda la cuestión: en la exteriorización del modelo, en lo que se ha llamado la autopercepción de cómo nos vemos, lo que en el fondo supone una manera oblicua de asustarnos ante cómo nos ven el otro o los otros. El modelo es el espejo interior desde el que necesitamos presentar nuestro doble exterior, el único fantasma real que existe (el otro fantasma único es el de la muerte física, pero también existe esta posibilidad del agostamiento psíquico). Pues está claro que no todo el mundo puede ser una estrella de Hollywood o de la pasarela, ni mucho menos tener un poder incluso microfísico. La imagen feliz del yo autónomo, individualizado y competitivo, de acuerdo con el modelo establecido, se tambalea en cada momento. Si no tenemos tiempo (todo nuestro mundo es un contrato temporal o un contrato basura), si no tenemos espacio (no sabemos el sitio ni el lugar en el que estamos o en el que estaremos mañana) ¿cómo vamos a decir yo-soy, ese algo que necesitamos imprescindiblemente para competir en el mercado literario o erótico? Y sin embargo parece imposible separarnos de tal imagen, porque insisto en que tal imagen nos tiene “atrapados/construidos”. Exteriorizar el modelo es la única manera de competir en el mundo erótico o laboral, exactamente igual que ocurre en el caso de la literatura. Como venimos diciendo desde el principio, el erotismo o la escritura literaria no son sino exactamente eso: no maneras de decir yo, ese fantasma, sino muy al contrario maneras de construir la imagen del yo soy, un yo soy competitivo que supone casi siempre un túnel sin salida.

 

Puesto que decir yo soy significa incorporar exteriormente el modelo a través de imágenes simbólicas o sublimadas: un exceso en la norma, un sueño imposible. Las turbulencias radican en que el interior es prácticamente incapaz de convertirse en lo real exterior. Como indicábamos también, la imagen mental es decisiva en este sentido. Claro que la ideología dominante sabe de sobra lo que todo el mundo quiere, porque ese “querer” lo fabrica ella misma. Por ello indico que es ridículo afirmar que la oferta crea la demanda, como si esas fueran cuestiones externas a la libido o al deseo. Si el inconsciente ideológico dominante construye y conforma a nuestro inconsciente libidinal, a nuestra producción de deseos ¿cómo no va a saber esa ideología lo que quiere saber, o sea, lo que queremos desear? Freud hablaba de una economía libidinal del deseo (para no desarreglarlo) pero Marx hablaba de que ese desarreglo era inevitable. Marx señalaba así que la miseria material provocaba inevitablemente una miseria moral. Y no me refiero sólo a los pobres o a los inmigrantes, sino a la miseria material del no tener tiempo ni espacio, que es lo que ocurre en general hoy respecto a casi todos los trabajadores sociales, incluso en el interior de la propia fortaleza occidental, la verdaderamente hegemónica.

El problema no estriba, pues, en cómo interiorizar el modelo (es nuestra subjetividad) sino en cómo exteriorizar el modelo. En primer lugar el modelo es interclasista e incluso intersexual y no hay diferencias prácticamente tampoco entre lo urbano y lo rural. Esas diferencias las han borrado la televisión y el resto de los media. Como en cualquier sistema, los de abajo viven en esquema los valores ideológicos de los de arriba. El escritor húngaro britanizado Stephen Vizinczey, el autor de En brazos de la mujer madura, se preguntaba, no sin motivos personales, cómo era posible que Marx y Engels se plantearan transformar el mundo a través de una gente tan inculta y tan pequeñoburguesa en el fondo como el proletariado industrial o urbano -se olvidaba, obviamente, de la objetividad de la explotación de clases-. Sin hablar de los campesinos rudos y semianimales según señaló también un marxista radical como Antonio Negri respecto a su propio abuelo: “No era sólo un explotado, era una bestia”, decía Negri [5]. De ahí la lucha por la cultura en general que emprendieron los socialistas utópicos (y también los krausistas españoles) y de ahí la lucha de Lenin, de Gramsci o de Bertorl Brecht no por la cultura proletaria -esa estupidez en la que sólo creía Pasolini- sino por una cultura de izquierdas, algo que supusiera el fin de las clases y la defensa de la vida frente a la explotación mortífera de cada día [6]. Nunca ha habido una cultura proletaria ni mucho menos una cultura proletaria del cuerpo [7].

En el interclasismo global, en el mercado del cuerpo erótico, se lucha sólo por el matiz, como en la moda. Todo se convierte, decimos, en estrategias o estereotipos de competencia. Demostrarse que uno es competente significa en definitiva entrar en competencia con los otros. Lo que supone estar atentos al cambio de los modos y las modas del cuerpo erotizante, desde el veraneo a la barbacoa del fin de semana. Porque podríamos hablar de que hay un capital constante (lo invisible que no cambia) y un capital variable (lo visible) que necesita el mercado de cuerpos para funcionar como cualquier otro mercado. Cuando las variables se convierten en constante, el mercado nos conduce a una nueva variación, a un nuevo cambio. Así por ejemplo en el mercado literario se llevan hoy la moda joven y las literaturas temáticas (las escritas por negros, homosexuales, feministas, etc.) Una muestra más de que el capitalismo se aprovecha de cualquier insurrección. En el mercado del cine, desde que los grandes “Estudios” fueron absorbidos por las multinacionales, se abrió ampliamente la mano para la violencia asesina y el erotismo casi pornográfico.

 

Y sin embargo subyace un problema verdaderamente profundo, señalado en este caso también por “socialistas” como Negri, Eagleton o Bourdieu. Evidentemente el sostenimiento de la sociedad civil es algo decisivo en USA (y en todo occidente), precisamente como sustituto de la política. En EE. UU. apenas vota el 20% de la población, y cuando se llega al 30% es porque la derecha republicana intenta impedir las aspiraciones de los hispanos o de los negros. Eagleton ya señalaba cómo en este mundo pacífico y bello las contradicciones estallan por todas partes. Desde el principio, como indica también Negri, conviene distinguir entre explotación y dominio. Una mujer rica en N.Y. está siempre sublimada como rica, al igual que un “moro” rico en Marbella no es un moro sino un rico: “moros” son sólo los de las pateras. Del mismo modo habría que hablar por supuesto de los deportistas negros del baloncesto americano o de las estrellas de color de Hollywood. Sin embargo una portorriqueña pobre en N.Y. (por seguir en la capital de nuestro mundo) será siempre una hispana, explotada y dominada a la vez. Con una consecuencia obvia que es la que siempre quiero volver a reiterar: cuando la miseria material no permite exteriorizar el modelo, inmediatamente se genera la miseria moral, incluidas las depresiones y las neurosis, por no hablar de la droga y el crimen. Y ya he señalado que cuando hablo de miseria material me refiero a la inestabilidad en el tiempo y a la inestabilidad en el sitio, en el espacio del trabajo o del mañana inmediato, algo que hoy sufren evidentemente casi todos los trabajadores, sean manuales o intelectuales, hombres o mujeres. Las señales de auto-reconocimiento y de competencia en el mercado, del espejo sacado hacia fuera e imposible de manejar desde dentro, toda esa imposibilidad provoca, obviamente, el desquiciamiento psíquico de que hablaba Marx y de que hablaba Freud. Incluso hasta bordear la psicosis personal (como en la obra maestra de Hitchcock: otro Vértigo) o la neurosis colectiva que vemos normalmente en la televisión o en la vida diaria. Ocurre que el modelo, a través de las luchas del XIX y el XX, ya no permite el conformismo o la resignación ante la miseria y la inestabilidad. Hoy el quiero y no puedo se ha vuelto dramático en un aspecto bien significativo: en vez de provocar la rebelión contra el sistema, provoca la rebelión contra uno mismo. Y cuando el espejo se estrella contra uno mismo el desquiciamiento psíquico resulta inevitable. De ahí el verdadero sentido de la correlación entre miseria material y miseria moral. De ahí que haya hablado del erotismo como figura de explotación. La obsesión por el culto al cuerpo y por la competencia erótica nos pueden convertir en neuróticos, incluso, como también indicábamos, las neurosis derivadas de la obsesión por la salud y por ser siempre joven. El capitalismo necesita una fuerza de trabajo sana y joven, eso es evidente, pero a la vez el mercado ideológico o simbólico necesita el espejo interior de “dar la imagen”. Pero una imagen que sea una erotización progresiva de todo y en este sentido sí que podemos hablar de alienación y seducción, porque donde el todo se juega es de hecho en el intento de dar la imagen exterior. El problema surge, repito, cuando interiormente uno no se auto-reconoce o uno cree que no puede construir su espejo. Entonces es normal que el espejo salte en mil pedazos. No se trata en realidad de acusar al capitalismo por su doble moral hipócrita, puesto que el capital es lo único que verdaderamente está por encima de cualquier cuestión moral (aunque lógicamente, decimos, “moralice” el inconsciente de sus relaciones sociales). Y es una lástima que Nietzsche no se diera cuenta de esto ni de que el capital tenía que corromper necesariamente hasta la más mínima de sus ilusiones sobre el vitalismo estético [8].

Pero para finalizar insisto en que tampoco “corrupción” es un término adecuado. El problema que planteábamos es cómo el capitalismo interior, el que construye nuestra libido y nuestra ideología, nuestra literatura y nuestro erotismo, nos sigue permitiendo decir yo-soy, de qué modo podemos exteriorizar el modelo interno, sacar afuera el espejo que queremos que nos refleje.

Por lo que hace a la literatura me temo mucho que el porvenir sea oscuro, sobre todo en los países más industrializados o maquinizados. Cuando Montaigne se inventó el ensayo dijo sencillamente: “Yo soy la materia de mi libro”. Cuando Cervantes se inventó la novela dijo sencillamente: “Yo soy el primero que he novelado”. La técnica no va a acabar con la literatura como pensó Heiddeger o como piensa Bloom. A fin de cuentas la imprenta no creó la literatura ni la pantalla portátil va a acabar con ella. En realidad la cuestión es mucho más compleja. El problema estriba en que se supone que hoy ya no hay problemas en la Fortaleza. El capitalismo actual imagina, como decimos, que el sujeto que ha construido (masculino o femenino) es el ideal del yo [9] autónomo, libre y plenamente individualizado y competitivo. Dado que eso se afirma como un hecho, no habría pues verdaderos problemas para decir yo-soy. Y los ellos o ellas que no lo consiguen no son considerados como miembros del pasaje de a bordo de este avión.

Desde tal perspectiva la literatura o la filosofía serían mera retórica o meros adornos superfluos. El problema del yo soy se habría trasladado en cualquier caso no sólo (o no tanto) hacia la técnica, sino hacia la aludida necesidad de dar la imagen, al problema de exteriorizar adecuadamente el espejo y a las imágenes señaladas: desde la obsesión neurótica del cuerpo a la obsesión neurótica por la salud o la juventud. No sólo es que el capitalismo organice también las normas de nuestro tiempo de ocio, esos fines de semana o esas vacaciones que curiosamente fueron conquistas de los trabajadores. Es que el mercado nos impulsa a vivir con el espejo puesto. De modo que la erotización global parece el único modo en que hoy se puede decir yo soy. Solamente en el tercer mundo, sobre todo en el latinoamericano, la fuerza del yo soy sigue siendo la fuerza literaria, digamos la imagen de Borges o García Márquez. Desde los años cincuenta hasta los noventa esa imagen fue desapareciendo progresivamente en USA y en Europa. En USA, en los años cincuenta, Lionel Trilling ya indicaba que la literatura americana era absolutamente pálida porque se consideraba que el mundo estaba bien hecho. Pedía una nueva pasión literaria como la de Proust, Joyce o Kafka, incluso citando al americano britanizado T. S. Eliot [10]. En los años noventa F. Jameson no puede ser más implacable: la literatura se ha acabado.

Pienso más bien que el problema del yo-soy construido por el mercado capitalista sigue siendo irresoluble, y que la literatura (leer y escribir) será aún durante mucho tiempo una cierta brecha de solución alternativa. Pero si el problema de la literatura es evidentemente brumoso, más oscuramente aún se nos presenta la cuestión del erotismo: tener que llevar continuamente el espejo sobre los hombros es demasiado excesivo tanto para los hombres como para las mujeres.

¿Podremos alguna vez exteriorizar nuestro espejo sin necesidad de desquiciarnos o de convertirnos en neuróticos? He ahí la pregunta que dejo flotando, porque efectivamente no tiene respuesta.

 

NOTAS

[*] El texto completo de «Literatura, moda y erotismo: el deseo» apareció en noviembre de 2003, edición de Asociación Investigación & Crítica de la ideología literaria en España. Granada. Los libros de Octubre.

[1] Que las mujeres leyeran, y en especial lo que leían (es decir, folletines o «romances sentimentales») era precisamente lo que el «orden» decimonónico no podía soportar. Pero hay un salto, una clara distancia entre la imagen de la mujer «bachillera» del XVII y la imagen de la mujer lectora (y por tanto plausible escritora) del XVIII-XIX. En La dama boba Lope escribe unas líneas claves y quizá conocidas: «¿Quién le mete a una mujer/ con Petrarca y Garcilaso/ siendo su Virgilio y Taso/ hilar, labrar y coser?». Años antes Fray Luis de León había escrito La perfecta casada y había aconsejado a Santa Teresa que se rebajara en su estilo literario. Siempre se ha denostado ese texto «leonino», pero se suele olvidar que el libro de Fray Luis deriva en gran medida de ilustres proto- liberales como Erasmo o Juan Luis Vives. A fines del XVII la escolástica jesuítica, en los libros, los sermones o el confesonario se vuelve cálida: se introduce en los secretos matrimoniales y su dominio sobre la mujer se convierte en absoluto. La ciencia sexual y jurídica del XVIII- XIX también se introduce en la sistemática del cuerpo de la mujer, pero de manera mucho más fría y precisamente contra los curas: así libros como Teresa, filósofa, etc. Virginia Woolf inició el estudio en serio de las novelistas del XIX, buscando tras aquella prosa las «estrategias del débil»: por ejemplo las diferencias entre Jane Austin y Charlotte Brontë, y la necesidad económica/ social de conseguir al menos una habitación para sí mismas. Virginia Woolf es absolutamente lúcida en esto, pero no tanto en su androginismo: decir, por ejemplo, que la obra de Shakespeare sería buena por su carácter andrógino mientras que a Milton le sobraría un exceso de «masculinidad».

[2] Digamos en esquema que la diferencia lacaniana entre goce y placer implica variantes en el interior del principio autodestructivo: mientras el goce sería desequilibrado e inefable, el placer sería lo fable y lo no desequilibrado. Por supuesto que la dialéctica lacaniana es mucho más compleja, pero nos basta con este esbozo en torno a la pulsión de muerte. Quizá por eso Lacan añade una segunda vía al goce, es decir, el plus-de-goce que supondría una reactivación de la energía psíquica, etc.

[3] El suicidio o la soledad vuelven a llevarnos a la situación de la mujer como mercancía en el mercado vital del último tercio del XIX hasta la mitad del XX. Balzac lo dijo con claridad en un esquema repetido hasta el extremo: en ese mercado de vidas la mujer funcionaba como ángel del hogar o como demonio. Algo que puede hallar una ejemplificación perfecta en las Sonatas de Valle. Pero existe también una tercera cuña que no se ha explicitado en exceso: lo privado se subdivide entre la privacidad (privacity) y la domesticación. La propiedad privada es otra clave masculina, que en cierto modo comparte con la mujer, pues es la clave de las relaciones capitalistas. Y por eso en el ámbito burgués hay una diferencia enorme entre el capital privado o familiar y el llamado capital público. Obviamente no es lo mismo la propiedad privada de una casa o de una inteligencia- que la propiedad privada de los medios sociales de producción. No es lo mismo la propiedad o posesión privada de un cuerpo femenino o masculino que la propiedad privada de un Banco. Lo sintomático es que en esta bisagra del XIX-XX a la mujer se le atribuyese ya claramente no el papel de lo privado en abstracto sino en concreto el papel de la domesticidad (de los hijos y del marido), es decir, no tanto domesticarse a sí misma (a sus «pasiones naturales», como pedía Rousseau) sino domesticar a la fiera que había en su jaula, sobre todo al hombre «nocturno», que a su vez tenía poder de violencia absoluta sobre ella. Ese doble sentido de la domesticación, como relación entre el contrato social y el contrato sexual, es lo que no se ha estudiado en exceso. Por ejemplo la ambigüedad que Galdós establece entre los dos contratos sexuales de Fortunata y Jacinta que son de hecho dos contratos sociales. Cuando Fotunata se toma el «huevo crudo» en el mercado Juanito Santa Cruz la identifica directamente con el pueblo «natural y vivo», la vida que no le va a dar la domesticada y domesticadora Jacinta. Ese huevo crudo (que serviría a la vez para que Fortunata fuera despreciada en tanto que «pueblo») es uno de los inolvidables hallazgos galdosianos, tanto como la invención del «doble» (mucho antes que Borges) en su Zumalacárregui.

[4] Y desde los años 60 del siglo XX la voz femenina del cuerpo también es otra cosa bien distinta: baste con recordar El cuaderno dorado, de Doris Lessing (1962) o La pasión según G.H., de la brasileña Clarece Lispector (1964), dos obras maestras, como lo son en general los textos de M. Duras.

[5] Esa imagen del «abuelo» la ha suavizado mucho el propio Negri en un reciente libro de entrevistas: Del retorno. Abecedario biopolítico, Debate, Madrid, 2003.

[6] En el fondo se trataría de analizar las formas de vida de la explotación y por supuesto a los explotados- de este momento en que ha desaparecido la Fábrica como eje del proletariado ciudadano y por tanto la unificación de la «conciencia de clase» en el mundo occidental: ¿sólo quedan los fundamentalismos étnicos, nacionalistas y religiosos que precisamente niegan la explotación de clases interior?

[7] Esta es una de las imágenes absurdas de Foucault, el «anarquista ilustrado» que en el fondo creía en la sustantividad del «hombre libre». Marx sin embargo señaló ya que la cuestión era mucho más difícil de lo previsto: «Sin transformación de la educación, decía Marx, es imposible conseguir la transformación social; pero sin transformación social es imposible una auténtica transformación educativa». Este círculo ciego es clave en cualquier sentido.

[8] Por su parte la estética negativa de Adorno (el arte como liberación frente a la sociedad cosificada) sólo ha servido para que los estetas posmodernos hayan realizado sus exquisitos palimpsestos: escrituras sobre escrituras fagocitándose a sí mismas. Tanto que hasta su máximo defensor, F. Jameson (¿por qué pensaría que Adorno era marxista, como le preguntaba continuamente Eagleton?) ha buscado otros caminos, quizá a partir de Brecht o quizá ya a partir de nada.

[9] Utilizo el término de una manera histórica. No en su ambiguo sentido del circuito interno psicoanalítico, puesto que hay términos que no se pueden extrapolar fuera de ese circuito.

[10] Los críticos más supuestamente “extremistas” hablaron de pieles rojas y rostros pálidos. Pieles rojas serían los Norman Mailer, etc.; rostros pálidos serían Eliot o H. James. Pero esa cuestión se plantea hoy en otros términos.

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