EL FACTOR ICEBERG

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Por José Pablo Feinmann

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Cerca de casa hay un diariero. Es un buen hombre, flaco, simpático, los dedos y los dientes manchados de nicotina. Vende los diarios de la tarde. Los pone sobre una mesita y después los cubre con un par de cartones. No quiere que los demás le miren, de reojo o abiertamente, los títulos de esos diarios que (no) exhibe. Cierta tarde –una cualquiera, andaba con tiempo y hasta con ganas de hacerle un bien– me detengo y le explico que el arte de titular es uno de los más venerables en periodismo. Que lo ejercen tipos que han sido a veces geniales y a los que se da el nombre de “tituleros”. “Usted les arruina el trabajo”, insisto. “La primera plana de un diario está para ser exhibida. Se ha pensado para eso. Desde sus títulos los diarios atrapan a los lectores. Los cautivan de una y mil maneras.” Me dice que eso no le importa. Que a él le revienta que se le paren ahí, descaradamente, y le lean los diarios. “No le leen los diarios. Leen los titulares.” “Los titulares son los diarios. Si los quieren leer, que los paguen.” Me permito decirle que esa actitud responde a un hondo egoísmo de su parte. Que todo porteño gusta mironear los títulos de los diarios y que de ese mironeo surge luego la compra. Niega con la cabeza, certero. “Los que se paran aquí, miran y se van”, dice. “Al que quiere levantar el cartoncito le pego en la mano. Si quiere mirar, pague.” No, sigo insistiendo, usted se equivoca. Además le arruina el trabajo a gente que lo sabe hacer. Me esmero, ya es una misión la mía. Digo: “Un titulero roza lo sublime a veces. Imagínese: Garzón lo pone preso a Pinochet y el titulero en lugar de titular ‘Pinochet fue detenido en Londres’, titula: ‘Dios existe’. ¿Se da cuenta?” Me mira raro, medio mal. “Yo ya sé que Dios existe”, dice, “No necesito que lo pongan preso a Pinochet para eso. Además, permítame decirle, el general Pinochet, a diferencia de los nuestros, arregló la economía de su país y no humilló a su Ejército en guerras insensatas.” Le digo que, por el momento, dejaremos ese tema de lado, que no me interesa hablar de política. “Ya veo, de teología quiere hablar usted. Si Dios existe o no existe. Mire, si yo vendo un diario que en la tapa ya resuelve ese problema, ¿cómo no lo voy a ocultar? Oiga, ¿qué me propone? ¿Que la gente se entere gratis de que Dios existe? ¿No vale por lo menos un mango cincuenta esa noticia? Bueno, pague. En cambio, si usted pasa, mira y lee ‘Dios existe’, no compra el diario. La gente compra los diarios para disfrutar con las calamidades del mundo. Guerras, violaciones, asesinatos, inundaciones, atentados terroristas. Si Dios existe, eso no pasa. Y si eso no pasa yo no vendo diarios.” Me retiro, pero el último jueves me lo crucé otra vez. Los diarios como siempre: sobre la mesa y tapados por cartones. “¿No ve? Usted tapa la Historia. Usted hace que las cosas no ocurran.” Prende un pucho, se ríe con todos sus dientes amarillos y desparejos. “Hay alguien que me gana en eso. Le voy a mostrar el título de hoy.” Levanta, apenas, uno de los cartones y alcanzo a leer: “Menem se bajó del ballottage”. “¿No es genial el Turco? Ya no hay elecciones el domingo. A él se le canta que no y no hay. Es un mago. Inventa la realidad, la crea. Como si fuera Dios, ¿no? Ahora, el domingo, nos quedamos todos en casa, piolas, con mate amargo y medialunas.” Me mira lentamente, con un desdén victorioso. “Dios existe”, dice. Lo saludo con más confusión que frialdad y me voy.
Mañana vuelvo y le digo que tiene razón, que Dios existe pero no es Menem. Que hoy, le digo, Dios son las encuestas. Que las encuestas hacen la Historia, le digo. (Con lo cual Zuleta y Mora y Araujo vendrían a ser Dios, pero mantengamos esto en suspenso.) Que ya no hay Historia, hay encuestas. Que las encuestas terminaron con la Historia. Si la Historia es conflicto, antagonismo, enfrentamiento, pathos agónico, ya no hay Historia porque –como acaba de demostrarlo Menem– ya no habrá enfrentamientos. “¿Pierdo el domingo? No me presento.” Y se acabó, eso que iba a ocurrir,no ocurre: no hay elecciones. Si hasta hoy hubo Historia fue porque no había encuestas. Pongamos un ejemplo: Napoleón recibe en su tienda de campaña las encuestas sobre el resultado de la batalla de Waterloo. Lo dan perdedor. No se presenta. No hay batalla de Waterloo. Wellington no gana. Napoleón no pierde. La Historia se queda ahí. No hay Comuna de París. No hay Napoleón III. No hay unidad alemana. No hay Bismarck. No termina el siglo XIX. No empieza el siglo XX. Pongamos otro ejemplo: Rosas recibe las encuestas sobre la batalla de Caseros. Lo dan perdedor. No se presenta. Se desplaza hacia Cañuelas, ese lugar le gusta. Ahí se planta. Urquiza recibe las encuestas sobre una posible batalla de Cañuelas. Lo dan perdedor. No se presenta. Vuelve a Caseros y espera ahí a Rosas, quien, desde luego, pide las encuestas sobre una segunda batalla de Caseros, que, en los hechos, no sería “segunda”, ya que la primera no ocurrió, pero ocurrió en las encuestas que es donde ocurre la Historia. Otra vez lo dan perdedor. Rosas no se presenta. No hay –por segunda vez– batalla de Caseros. La Historia se queda ahí. No hay batalla de Cepeda. No hay de Pavón. No hay guerra con el Paraguay. No hay nada de todo lo que hubo después de la batalla de Caseros por un simple, simplísimo motivo: no hubo batalla de Caseros.
Hay un contraejemplo. Todas las encuestas lo daban por inundible al “Titanic”. Entendámonos: las encuestas en la modalidad que tenían en 1912, cuando era la Ciencia positivista la que asumía la arrogancia que hoy tienen las encuestas, que heredan su espíritu. No se puede, decía, hundir ese barco, nada puede con el “Titanic”. Aparece el Factor Iceberg. ¡Las encuestas lo habían ignorado! ¿A quién se le va a ocurrir que un maldito iceberg va a andar flotando por ahí y despanzurrará al “Titanic”? En suma, no todo es encuestable. El Factor Iceberg existe. La Historia sigue abierta. “No todo está escrito”, como decía Lawrence de Arabia. Desde este punto de vista la agachada de Menem es eso que Kirchner dijo: una cobardía. El Factor Iceberg siempre existe y existe para todos. También existía para Kirchner. Las batallas hay que darlas. Napoleón pudo haber ganado en Waterloo. Urquiza no podía perder en Caseros. Pero tampoco podía perder en Pavón y perdió porque él, traicionando a los suyos, decidió perder, entregarle a Mitre esa batalla. Ahí, Urquiza, el general de los federales, fue su propio Factor Iceberg, el Factor Iceberg de los federales que fueron llevados a la derrota por la libre decisión de su jefe. Porque si la Historia la hacen los hombres (en condiciones claramente determinadas), es cierto que la libertad de los sujetos juega en ella un papel decisivo: la libertad, la imaginación, el coraje, el riesgo, la grandeza o la infinita pequeñez a lo Menem. La Historia no es imprevisible, pero tampoco tiene la previsibilidad que los encuestadores pretenden darle. No hubo –por ejemplo– encuestas sobre qué haría Menem al saber que las encuestas lo daban perdedor. ¿Fue, entonces, la decisión de Menem un acto de genuina libertad, no previsto por las encuestas? No, el caso de Menem fue cualquier cosa antes que un acto libre. Fue el último acto de un vasallo obediente. Y esto era previsible, no desde las encuestas, sino desde el análisis político. “Bajesé”, le dijeron sus viejos patrones. “No nos deje un gobierno con el 70 por ciento de los votos. Déjenos un gobierno débil, al que podamos presionar fácilmente.” Y el viejo vasallo, más viejo que nunca, balbuceando una renuncia absurda, comparándose con Evita (con ella, que renunció a un triunfo seguro, no a una derrota aplastante), obedeció una vez más. Y una vez más creó la realidad: se murió el ballottage. Pero al crear esa realidad no pudo evitar otra: se murió, para siempre, Carlos Menem. Hoy se lo digo a mi diariero.

 Sabado 17 de mayo de 2003

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