LAS FRONTERAS HISTÓRICAS DEL LEGALISMO

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Mariano Hernán Gutierrez

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En Derecho Penal Online (revista electrónica de doctrina y jurisprudencia en línea)
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Introducción

 

      Existe un curioso vacío en los análisis sociológicos históricos o psicosociales del ilegalismo y la corrupción en nuestro país. El mismo vacío se observa en muchos de los análisis deconstructivistas de los discursos y las prácticas de dominación de los sujetos 1. Se producen en los centros urbanos y se focalizan en los centros urbanos, creando en sí mismos discursos interpretativos que pretenden ser generalizables para una realidad abarcativa de ese objeto más o menos arbitrario que se llama país. Se suelen ignorar también, las radicaciones culturales en la que estos procesos históricos irrumpen, o de la que surgen. Es mi parecer que por esta falencia, estos análisis son sesgados o en todo caso limitados a un cierto escenario urbano, preferentemente porteño, y de ninguna manera explicativo o descriptivo de lo que se totaliza como país. Se suelen analizar las instituciones disciplinarias de control propias de la burguesía, olvidando que éstas se crearon para reemplazar, competir, o superponerse a instituciones eclesiásticas, en un país formado en gran parte por, a través y a pesar de las distintas redes por las cuales la Iglesia forma parte del tejido constitutivo de la sociedad.

      El presente ensayo intenta esbozar un análisis hermenéutico y hasta en cierto punto deconstructivo de la creación de una identidad que ha escapado al interés de los sociólogos y genealogistas de los centros de conocimiento urbanos. Una identidad “nacional”, que aunque también deba ser localizada en un paisaje particular y limitada a él, encuentra en ese apelativo (“nacional”) su razón de ser, y que por lo tanto forma una articulación fundamental del imaginario argentino en cualquier entorno en que se invoque esta palabra y esta imagen.

      Mi cuestionamiento entonces parte de Weber. Él afirma que “El racionalismo económico no depende sólo de la técnica racional y del derecho racional, sino también de la capacidad y disposición de las personas para ciertos tipos de la conducción práctico-racional de la vida. Donde esta se vio obstruida por obstáculos de tipo anímico también el desarrollo de una conducción económicamente racional de la vida topó con serias resistencias interiores. Pues bien, uno de los elementos formativos más importantes de la conducción de la vidas fueron en el pasado las fuerzas mágicas y religiosas y las ideas éticas de deber enraizadas en la fe en esas fuerzas” 2. Weber sostenía que los factores anímicos están entrelazados en la génesis del capitalismo, y en la de la emergencia de cualquier otro sistema de dominación. Un derecho racional no podría dominar legítimamente si no están dadas las bases éticas de la conducción cotidiana de la vida.

      Si es cierto que la “disposición anímica”, la cultura moral de una cierta población influye de forma determinante en el tipo de dominio que sustenta y en su devenir político-económico, se hace necesario entonces investigar cuáles son las bases espirituales y éticas arraigadas en nuestra cultura, y tratar de vislumbrar qué consecuencias se han derivado de ellas. Para entender entonces qué mentalidad, que ética práctica nos rige, no sólo debemos conocer el espíritu de las religiones y creencias que se impusieron en nuestras tierras, sino también cómo, quién, porqué y qué resultado tuvieron, qué dificultades las limitaron, qué realidades determinaron la ideología que de allí surgió. Para entender nuestra vida política capilar hace falta entender cómo fue construido el sujeto “argentino”. Desde qué instituciones disciplinarias, con qué discursos científico-ético-políticos. Qué dispositivos de construcción entraron en conflicto y cómo funcionaron.

      Y con este vocabulario me obligo a una justificación metodológica previa. Desde trabajos como La Ética Protestante... Weber propone entender la mentalidad del hombre de cierto momento y cierto lugar, para entender sus manifestaciones y sistemas de control y dominación. Foucault, heredero de esta tradición, nos propone entender cómo se va creando esa cierta mentalidad desde ciertos “dispositivos” (discursos, prácticas, instituciones, etc.). Si Weber pareciera trazar una cartografía del poder multidireccional, pero principalmente construido desde abajo (el hombre, los grupos, las poblaciones) hacia arriba (el sistema de dominio), Foucault, aunque lo niegue, parece describirnos esa cartografía multidireccional desde arriba (las instituciones, los discursos dominantes, los regímenes de verdad) hacia abajo (cómo dominan al sujeto y a las poblaciones). Y es que, aunque ambos parecen hacer genealogía, la imposición del capitalismo por parte de la burguesía Francesa y el surgimiento del capitalismo desde una mente protestante en Estados Unidos son procesos distintos, que aunque parezcan tener un resultado asimilable (el capitalismo), se han construido o han emergido de lugares y por mecanismos distintos. Parece difícil analizar cómo las insituciones americanas han creado al hombre americano, porque si hay cierta influencia causal parece haber sido al revés. Y parece difícil analizar cómo de la mentalidad francesa ha surgido el Estado moderno; porque éste parece haberse impuesto a costa de espada, reglamento y cárcel.  Propongo entonces que podemos intentar abordar la cuestión del control y el sujeto desde ambos abordajes complementariamente, particularmente en una realidad compleja, conflictiva y poco estudiada como la latinoamericana. En este sentido, no creo que ambos autores sean contradictorios. Si Foucault suma al análisis una suspicacia marxista de la que Weber carece, permitámonos abordar el estudio de ésta problemática con la libertad del pionero y con la suspicacia del oprimido. Se trasluce a lo largo del trabajo un presupuesto metodológico bastante arriesgado que también ponemos a prueba en el caso concreto: Aunque los tipos de dominación weberianos (carismático, tradicional, burocrático) no respondan directamente o no creen necesariamente dispositivos de control de los tres tipos básicos foucaultianos, lo cierto es que hay cierta afinidad electiva entre las formas de dominio carismático y las prácticas pastorales, las formas de dominio tradicional y las prácticas de control de la soberanía, y las formas de dominio burocrático racional y las prácticas de control disciplinarias (y biopolíticas).  

      La genealogía que me interesa problematizar ahora es la de un pensamiento carismático y afectivo, antilegalista, generalizado. Una resistencia a las instituciones que se mantiene extendida socialmente acompañada de un consenso moral particularmente uniforme. Una moralidad extendida particularmente uniforme que se afinca en el valor de los afectos y la informalidad, y tiene como contracara la reivindicación de la trasgresión legal y del trasgresor. Pretendo entender una vida cotidiana donde la ilegalidad no solo es algo permanente (lo que no resultaría de ninguna forma curioso o excepcional), sino donde incluso es defendida éticamente. Creo que entender una cultura así nos ayudará a encarar posteriores estudios de otros fenómenos que hoy son foco de interés y estudio sociológico como la tendencia a reclamar gobiernos autoritarios y paternalistas, la corrupción  como vía de socialización y la llamativa tolerancia a la corrupción política, por ejemplo.

      Para ello propongo estudiar algunos sistemas éticos-religiosos a través de los principales procesos históricos que determinaron la creación de una moral social común en el hombre rural, y de qué manera estos principios morales se combinaron para conformar una imagen del ser nacional, un tipo ideal inicial del ser argentino (si es que lo hay) que se afincaría en el imaginario de la tradición, que crearía una nueva cultura, y que luego se combinaría con el porteño, con el inmigrante, con el burgués. Comenzar a develar, al menos, una de las corrientes que nos llevarán a conocer qué valores éticos son la base de nuestro devenir político, y porqué.

      Dejaré de lado la mención a las religiones sincréticas propias del Noroeste que aúnan elementos del cristianismo católico y elementos de las civilizaciones indígenas andinas, ello porque, estas requieren un análisis particular y distintivo de resto del país. También he de dejar de lado las personalidades propias del “porteño”, del inmigrante, o de la clase urbana comerciante que se gestó en el contrabando, como ya dije, no porque estas no deban ser tomadas en cuenta, sino, porque al contrario, han sido exhaustivamente analizadas. Curiosamente, la mente del hombre rural que puebla el medio rural y que migra hacia las grandes ciudades, que define un perfil característico en el interior y en las villas de la metrópoli, no lo ha sido tanto.

      Entiéndase que para llegar a entrar en este terreno debo atenerme a una bastante grosera generalización. Metodología que puede pecar de inexacta, pero que es necesaria para crear “tipos ideales” -en la terminología de Weber- que nos permitan trabajar con herramientas teóricas para desentrañar apenas algunos cursos del devenir de la vida real. Si estas herramientas resultan útiles, se puede avanzar luego en una diferenciación más compleja y particularizada de cada proceso, de cada pueblo, de cada período histórico.

      Como punto de partida previo a la exposición habría que aclarar que a diferencia del proceso que Weber analiza en La Ética Protestante... nuestra gestación colonial no se produjo sobre una tabula raza como en América del Norte, donde se eliminó al indígena sin concesiones sociales de ningún tipo. El español y el portugués establecieron con el indio una relación de exterminio, pero también de reducción, de integración, de absorción cultural, de sometimiento gradual desde el primer momento. Los grados de ciudadanía del indígena fueron mixtos y graduales, abarcando desde la exclusión y el exterminio hasta la integración forzada: mendigos, siervos, esclavos, comerciantes, caciques aliados, conversos. Nuestra historia nos impone una gran complejidad que surge de la conflictiva integración jerárquica de distintas culturas. Se intentó la formidable y ambiciosa tarea de trasformar a cada hombre “salvaje” en cristiano europeizado. En los nudos del yugo que ata este proceso debemos buscar el nacimiento de los procesos de formación de un hombre nuevo que poblará la América indígena y latina.

     

      De la Frontera hacia el pasado.

 

      Desde el comienzo de la colonización, el poder se ejerció a través de dos estrategias conjuntas pero diferenciables: (1) la productiva: el aniquilamiento o esclavización de los indígenas y la toma y explotación de las tierras y los recursos naturales; y (2) la moralizadora: el plan constructor e inyector de una identidad cristiana, funcional, en primer lugar al plan de expansión de la Iglesia Romana, y en segundo lugar al plan de explotación, principalmente a través de una práctica sistemática y metódica de conversión del indio a cargo de las órdenes misioneras.

      Los misioneros ingresarían en primer momento desde Asunción principalmente a territorio guaraní y comenzarían siglos de una gigantesca tarea de reducción, conversión e integración del indígena. Comenzaron en primer momento los franciscanos y dominicos, pero éstos no lograrían en un primer momento una conversión ni una difusión masiva de su fe en el sur del continente. Esto estaría reservado a los jesuitas, que comenzaron a llegar a finales del siglo XVI. La primera misión jesuita llegó a Asunción en 1578 y para 1593 ya eran la orden más importante. Establecieron un verdadero imperio, en lo que hoy abarca el Centro y Norte de Argentina, Paraguay y sur de Brasil que duraría hasta fines del siglo XVIII.

      Los jesuitas fueron una orden con fines políticos estratégicos explícitos desde su concepción para enfrentar a la reforma. Planeaban recrear un sujeto católico profundamente creyente y obediente. Ellos mismos se encargaban de cultivarse profundamente en teología y en mantener su fe con ejercicios espirituales de introspección -que el mismo San Ignacio de Loyola diseñó-. Quien quisiera formar parte de la orden recibía aproximadamente quince años de educación universitaria en teología y debía demostrar su espíritu a la vez asceta y místico. Con su debate teórico teológico racionalista-lógico heredero de la escolástica y demostrando una ética estricta y metódica (en contraste con el Vaticano) lograron frenar al protestantismo en España, Francia y el sur de Alemania. Desde el primer momento el principal objetivo de los jesuitas fue defender la Iglesia Católica Romana y la legitimidad del pontífice. Muchas veces este exceso de celo les trajo problemas dentro y fuera de la misma Iglesia.

      En las simplificaciones históricas suele pasarse por alto el hecho de que el plan de evangelización implicaba medios prácticamente antagónicos con las necesidades de explotación del indígena, y que por ello no desarrollaron discursos y justificaciones legitimantes similares, ni se desarrollaron como prácticas complementarias y aliadas, sino al contrario, como prácticas en conflicto. desde un primer momento, aunque el objetivo fue el indígena, el problema fue el colono.

      Según el jesuita H. Storni 3 : “la tercera amenaza sobre los indios eran los encomenderos. ya el sínodo de Asunción de 1603, como hemos visto, recurría a la reducción de los indios para liberarlos de los abusos de los encomenderos, que tenían los tenían muy repartidos y divididos ‘porque con esto pretenden sus particulares intereses’...Con las reducciones se pretendía eliminar la encomienda, poniendo a las comunidades indígenas reducidas directamente bajo la corona real. ‘Conseguir esto último significaba volver a liberarlos de la encomienda. porque indio colocado bajo la corona debía tributar, como todos los súbditos, pero era un indio libre’ 4.”

      Hablando sobre la ‘salvación’ como el fin que justificaba la complicada estrategia de las reducciones, el autor concluye “si analizamos con más detención el objetivo de dicha salvación, admitiremos que permite una doble formulación: una negativa, que se puede expresar en términos de liberación de la esclavitud del demonio, de la vida incivilizada y de los encomenderos; otra positiva, que , en terminología actual, podría expresarse en términos de promoción humana.”

      El cura ejercía un control individualizado de su comunidad, basado en el afecto, la confianza y un status sagrado que debió construirse. Un control basado en la instrucción, en la corrección moral de pensamiento y comportamiento; y en la vigilancia mediante la práctica de la confesión. 5 Pero a diferencia del poder pastoral en Europa, el misionero como fundador de pueblos en Indoamérica también implicó un control disciplinario y biopolítico, una manera de ordenar la vida cotidiana, de dividir el trabajo, de trazar las ciudades, de organizar las fuerzas sociales: asumió la tarea de un fundador de una nueva civilización.

      Los Jesuitas predicaban principalmente una doctrina de constricción a los sacramentos, pero también una aplicación metódica al trabajo. El jesuita misionero solía internarse pacíficamente en territorio indígena hasta encontrar a un grupo de ellos, y luego trataba de unírseles. Con el tiempo trataba de convencer a los hombres que se acercasen a escucharlo y comenzaba a evangelizar. Los llevaba al sedentarismo y construían una casa donde asentarse. Solían enseñar a dividir las chozas comunitarias con paredes internas, formando cuartos separados, y un espacio común en el centro, y de esta manera auspiciaban la formación de familias nucleares y monogámicas al estilo europeo, evitando la promiscuidad. Enseñaba a trabajar la tierra y a distribuirla equitativamente entre todos, pero de manera privada, introduciendo el concepto de propiedad privada entre ellos (lección que aparentemente era fácilmente aceptada y que no se desarraigaría aún en las comunidades disueltas). Sus mensajes catequistas se dirigían en primer momento contra sus creencias anteriores y sus costumbres que consideraban promiscuas como la poligamia, enfrentando lo más mínimamente sus otras costumbres que no riñeran con los principios católicos. Trataba de erradicar la ética guerrera si la tribu era belicosa. A medida que sus costumbres se iban transformando, los indígenas recibían el bautismo y la celebración de los sacramentos. Instruía en la lectura y escritura, enseñaba otras artes y se encargaba él mismo de comerciar lo que producían. Con ello se mantenían todos, la casa se convertía en escuela, y en templo, y se continuaba con la expansión del pueblo hasta convertirse en una ciudad que combinaba una trazado europeo y características estéticas locales. 6

      En la misión jesuítica el trabajo de la tierra era una cuestión estratégica de conversión con una importancia primordial. A través del trabajo de la tierra se lograba sedentarizar y pacificar al salvaje. El mismo trabajo constituía además fuente de mantenimiento del mismo trabajador. El ser buen trabajador hacía al camino para ser un buen cristiano. Y en ese sentido, el trabajar también tenía un sentido divino. Dios prefería gente tranquila, bien trabajadora y educada.

      La diversidad de oficios era mayor que la que enseñaban otros misioneros, tal vez debido a que los jesuitas solían ser intelectuales más preparados. Enseñaban arte, latín, construían instrumentos musicales, enseñaban juegos en los ratos de ocio. La comunidad crecía y se sedentarizaba rápidamente bajo el poder pastoral del sacerdote. Si nos fiamos de los documentos de la época, los indígenas incorporaban  fácilmente la noción de propiedad privada, y aún cuando volvieran al medio errante, la conservaban.

      “Este objetivo focal y englobante, la paz evangélica, explica los tres factores que integraban en profundidad el sistema de las reducciones: la promoción técnica de las ciudades indígenas desde su propia interioridad, la implementación de un sistema jurídico que garantizara los derechos de los indios reducidos y la predicación del evangelio en orden a la formación de comunidades cristianas... las nuevas ciudades o poblaciones tenían que estar situadas en espacios estrictamente guaraníticos, segregados y separados casi por fronteras de las ciudades y espacios ocupados por los europeos.” 7

      Aquí vemos algunos elementos que pueden haber fermentado en valores por demás interesantes para ser comparados con aquellos que menciona Weber: El ascetismo, el trabajo metódico, y el trabajo especializado. Esto  trajo una fuerte acumulación de capital que fue la que impulsó la expansión del “Imperio Jesuítico” 8. Por otro lado el uso del dinero en la reducción jesuítica era de gran racionalidad instrumental, pues gran parte de él se reutilizaba, se calculaba, y se reinvertía en las misiones.

      En tanto para los protestantes el trabajo debe hacerse sin importar la condición social o la necesidad de él, por ser un mandato divino, para los misioneros, basados en Santo Tomás, el trabajo es  bueno y debe hacerse porque permite al hombre vivir en comunidad, es decir que no tiene en sí mismo una cualidad sagrada. Esto plantearía una diferencia fundamental, en tanto el asceta trabajador protestante seguiría haciéndolo aún teniendo dinero o comodidades, mientras el católico no. Sin embargo siendo que el trabajo era el principal medio de reducción de los indígenas, en sus enseñanzas los jesuitas solían otorgarle un valor cuasi sagrado como vía de cristianización, no sólo como necesario para la vida en sociedad, sino indispensable para poder proceder luego a la evangelización. Por lo que no es difícil adivinar que con el paso del tiempo, de haberse asentado y difundido estas enseñanzas, para los indígenas cristianizados el trabajo adquiriera un valor simbólico sagrado casi sacramental y con el ascetismo, ello derivara en la acumulación. Junto con ello también se vivió el proceso de especialización en el trabajo que Weber señala.

      Pero aquí ha de distinguirse dos características que impedirían que tal cosa como una ética de cálculo racional aflorara en las bases del imperio jesuítico. Muchos autores sostienen que se vivía en aquellas reducciones un verdadero comunismo, pero esto sólo sería correcto si tomásemos el asentamiento-templo-escuela-hogar del misionero como un bien de la comunidad. Sin embargo éste era el hogar, y el lugar simbólico, del “padre”. La comunidad siempre estuvo bajo la dirección paternalista de un religioso, no era una comunidad horizontal. Es por esto que allí no pudo surgir ni el comunismo puro, ni una ética fecunda para luego fermentar en racionalismo precapitalista.

      No había en ese entonces, por supuesto, en las  reducciones nuevas o pequeñas, un colegio religioso donde la tradición se pudiera perpetuar y pasar paulatinamente a manos de los indios (sólo en las grandes ciudades los había), y el manejo de las cuentas seguía en manos de los sacerdotes. Se perpetuó el tipo de dominio tradicionalista, lo que impidió la formación de una burocracia política. Si el pueblo se consolidaba, terminaba por ser expropiado de la autoridad religiosa y regido por una autoridad civil colocada por España. Cuando las reducciones jesuíticas fueron disueltas, las comunidades volvieron a su estado anterior, sin haberse trasmitido las ideas de dirección, los métodos de comercio, ni la autoridad tradicional a manos de indígenas. Las reducciones que no se habían consolidado en pueblos expropiados, perdieron su elemento de cohesión, que era el padre, centro de la organización de la ciudad. Los indígenas reducidos terminaban por lo general, sometidos a la esclavitud de algún colono, ya sea por la pura fuerza o con alguna legitimidad formal imperial.

      Para los jesuitas que portaban los principios éticos de Santo Tomás de Aquino, pero a la vez eran estrictamente papistas, la legalidad siempre fue un concepto dividido en tres dimensiones que tienen que ver no solo con su formación filosófica sino con su dependencia institucional: la legalidad formal del orden político, civil o real; la legalidad de los mandatos internos de la iglesia; y la legitimidad, que se remitía al orden divino. La segunda y la última estaban atadas -aunque a veces de manera forzada-. Para los jesuitas, la legitimidad divina, si bien podía conocerse a través del razonamiento racional, tenía su juez inapelable en el Papa. Es decir que no podían permitirse sostener una idea de legitimidad divina de un orden que no coincidiera con la opinión papal. Para los jesuitas la palabra papal era infalible, aunque la doctrina oficial de la Iglesia no había sostenido aún su propia infalibilidad.

      Pero, en cuanto a la legalidad del orden político, seguían al pie de la letra las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino quien ataba la divinidad y la justicia. La ley debe ser justa, o si no es tiranía. La ley no justa no es ley, es una ilegalidad. La justicia es una cualidad divina que la ley debe respetar. Las ideas iusnaturalistas de Santo Tomás no sólo inspiraban a todas las órdenes mendicantes misioneras de Indoamérica, sino que tenían recepción formal y real en el mismo sistema judicial español: en cada sentencia los jueces debían remontarse a las aguas de lo moral y lo justo según Dios. Por lo tanto, la ley terrenal, de ser injusta, no debía obedecerse.9 Esta división entre legalidad y legitimidad, que sostenían todas las órdenes misioneras, se impuso como principio ético y aún como principio legal, por paradójico que resulte.  

      Entonces, los jesuitas eran también extremadamente legalistas en cuanto a los mandatos canónicos se refiere. De haberse constituido un Imperio Jesuítico dentro de la Iglesia reconocido por ésta, sin duda encontraríamos presente en sus súbditos, el requisito de apego a la legalidad que Weber señala. Pero el proyecto, que iba tomando forma más allá de los intereses de las potencias coloniales, se comenzaba a perfilar como un estorbo. La permanente interferencia de los planes de conquista territorial y explotación, muchos más urgentes que los de conversión y mucho menos integradores para con el indio, provocaron repetidas rupturas entre los intereses de las misiones y de los colonos. Era frecuente que los colonos tomaran por la fuerza tierras que meses antes habían sido otorgadas formalmente a los indios por el misionero. La mayoría de las veces el colono actuaba respaldado por una orden legítima desde la capitanía. El misionero no tenía una autoridad civil que lo habilitara para dar tierras en propiedad, al menos en grado oponible (de iure o de facto) a la del adelantado o del colono conquistador. A menudo los colonos tomaban la tierra y convertían a los indios que ya la venían trabajando en esclavos o en siervos arrendados. Muchos, ya amansados, constituidos en la comunidad, aceptaban la servidumbre al colono. Pero también muchas veces los jesuitas instaron a la desobediencia civil, y decretaron la libertad de los indios sometidos, imponiendo mejores condiciones de trabajo, si es que quisieran volver a ser trabajadores una vez libres.

      Entre finales del siglo XVI y principios del siglo XVII el jesuita Francisco Suárez enunció una particular teoría política del derecho –dirigida contra la monarquía Inglesa, principalmente- en la que Dios daba el derecho divino de gobernarse a los hombres, y éstos lo delegaban al rey. La doctrina ha sido entendida muchas veces como la fundación del “derecho de gentes” y del derecho internacional. El principio más recordado es formulado explícitamente como el derecho a la rebelión contra la tiranía del poder terrenal ilegítimo. Una y otra vez esta formulación fue puesta en práctica. Luego de años de sacrificios el colono toma por la fuerza las tierras que el mismo padre les había asignado, mata a los rebeldes, y esclaviza a quien era un trabajador libre dentro de la comunidad. Las quejas de los monjes eran desoídas o tranquilizadas desde la autoridad central donde las cúpulas civiles y eclesiásticas arreglaban entre sí sus negocios. Si la ley civil no siempre es justa y se convierte en contraria a Dios debe ser desobedecida. El jesuita instruía el principio y con él el derecho divino a rebelión: El padre Diego de Torres, tal vez el mayor protagonista de las misiones jesuíticas, instó a la rebelión en el 1600 en el Paraguay. Y esto se repitió en Córdoba y en Santiago del Estero, y arreciaron las persecuciones contra la Orden por parte de los encomenderos y colonos. Operó políticamente junto con Hernandarias, para evitar la intromisión y la expropiación de los colonos. Y luego con las Ordenanzas de Indias de 1614, prácticamente se comenzó una guerra (desigual, por cierto) por la que se terminaron de establecer las encomiendas con el auspicio de las autoridades virreynales en casi todas las reducciones.

      Los jesuitas tuvieron éxito en convertir al indígena en un cristiano, o al menos en un semi-cristiano. Pero en esta nueva concepción de sí mismo del indio, no se negó, sino que se resignificó en clave cristiana, afianzando su derecho a la resistencia y a la rebelión. Muchos que escapaban al colono o encomendero volvían a la naturaleza, a luchar contra ellos, aun siendo semi-católicos, aún sin olvidar su nueva conformación ética: ya no reclamando su derecho indígena, sino su derecho cristiano a vivir en libertad. No hubo en este indio reducido primero y rebelde luego la mentalidad del esclavo que desde que nace se percibe a sí mismo como esclavo. Este indio había sido formado como un sujeto libre, en el reconocimiento y cercanía afectiva de su pastor, quien además le había enseñado sobre la ilegitimidad de la tiranía. Su esclavización se convertiría en un proyecto por demás arduo que terminaría por fracasar. En la realidad del indígena cristiano se reconocía en la ley real –que les robaba sus tierras, su historia de fieles, su libertad- la ley tiránica e injusta, contraria a Dios, que no debía obedecerse, de la que hablaba Santo Tomás.

      En cuanto a lo que importa la generación de un sujeto sumiso a la legalidad es menester aclarar que la ética católica, laxa, particular, conflictivista, de arrepentimiento y  absolución, en la que cada acto debe ser juzgado por sí mismo, y en la que se puede graduar la pecaminosidad del acto, no resulta en una ética legalista estricta, en la que el comportamiento debe ser sistemático, metódico y coherente, y que derivaba en el apego a la legalidad 10. Pero como señala el mismo Weber 11 este mismo ideal de vida puritano fue el de San Ignacio y el de los jesuitas. Sin embargo, eran laxos y permisivos a la hora de perdonar desviaciones, traiciones y tentaciones de sus fieles. De esta manera su rígida moral no se difundió hacia fuera de sus iglesias, y permaneció como una cualidad necesaria para el jesuita pero no para su rebaño, impidiendo el proceso de “sacar a los santos del convento” del que habla Weber, aquel proceso que convirtió a la gente común en venerables, que fue lo decisivo para la generalización de la ética ascética puritana. En el caso de los jesuitas, por su paternalismo, y por no haberse terminado de consolidar su sistema carismático de dominación en una burocracia tradicionalista, se mantuvo, en cambio, la “aristocracia de los monjes” por encima del mundo, y no se produjo la aristocracia religiosa de los santos en el mundo. Por ello, a pesar de ser exitosos, no tuvieron como resultado la consagración de una comunidad ascética, metódica y sumisa al mandato legal. Lo exigido para el jesuita no era lo exigido para el indio converso. Ya era suficiente la obra si el converso tomaba los sacramentos y pecaba menos (y se arrepentía si lo hacía); y si trabajaba. La moral jesuita, que contenía bastante de los elementos puritanos que dieron base al espíritu capitalista de los calvinistas, no se transmitió fuera de ellos mismos.

      Los jesuitas misioneros no pretendían estar por encima y por afuera del mundo. Todo lo contrario, pretendían integrar al otro, en este caso, el indígena. Sin embargo el indígena nunca dejó de ser el otro; nunca el jesuita asumió las formas indígenas en un proceso mutuo de transculturización -más que como estrategia de captación-, sino que se llevó al indígena a asumir las formas católicas. Sólo el misionero era Jesuita, el líder; la comunidad era su rebaño: cristianos o cristianos en potencia. Aunque el jesuita era humilde y modesto nunca dejó de ser una aristocracia religioso: nunca pasó a ser del otro, sino que atrajo al otro bajo su manto protector.

      El análisis de las influencias religiosas jesuitas y su particular formación ética en lo que hace al respeto del orden político también vale para la nueva clase de criollos blancos y mestizos que se estaba formando en el orden colonial, pues la Compañía era, por lejos, la principal organización educativa de las clases altas, como veremos más adelante.

      Me interesa rescatar, primordialmente, de esta primera parte, aquel principio tomista según el cual existe una ley natural, divina y justa que hay que obedecer. Y una ley humana, que de ser injusta se convierte en tiranía y es contraria a Dios. Principio que Francisco Suárez terminó de formular como derecho a la rebelión contra el gobierno ilegítimo. Sus ideas arraigaron fuertemente en las instituciones de los países católicos y fueron difundidas por todas las órdenes mendicantes y misioneras. La persistencia de estas ideas en la educación religiosa, en la ley misma, y en los códigos morales de la vida cotidiana, e incluso en la vida  institucional del país, será llamativa. E incluso la veremos reflotar en la ideología de las misiones durante el siglo XIX cuando nuevamente, los intereses de las clases gobernantes del poder civil arremetan contra los intereses de la Iglesia, particularmente en las misiones y reducciones. En el discurso y en los debates de los jesuitas aún en el siglo XX se conserva la reivindicación de la causa indígena-cristiana y en particular la postura paternalista-defensiva de los indígenas y los pobres en general. Esta postura será debatida y reafirmada una y otra vez en los Colegios y Universidades a su cargo, y encontrará eco e interlocutor en el Concilio Vaticano II y en la encíclica de Puebla.

      Los permanentes conflictos y en particular la intransigente negación de los jesuitas a cualquier forma de modernismo que implicara un retroceso en la injerencia de la Iglesia en la cuestión pública  llevaron a Carlos III, primero a expulsarlos de las colonias en 1767, y posteriormente a pedir la supresión de la orden. Así lo hizo el Papa Clemente XIV en 1773, que también empezaba a temer su poder y para el cual la misma ética jesuítica empezaba a resultar peligrosa. Luego hubo de recuperar la Orden Pío VI en 1814, para ser nuevamente interrumpida en Argentina por un breve período en la época de Rosas. Desde entonces su aporte se centró en la educación y el protagonismo en la tarea de conversión paso a cargo de las restantes órdenes.

 

      La Evolución de la Religiosidad.

 

      Los intereses de los misioneros entraban a menudo en conflicto con la necesidad de explotación de los indígenas y los territorios por parte de los conquistadores. El discurso de los misioneros permitía imbuir de legitimidad la resistencia al orden de esclavización que imponía el colono. Los choques entre los colonos, los aventureros, los terratenientes y los misioneros fueron frecuentes, y tenían por objeto la libertad de los indios y la posesión de la tierra que estos trabajaban (a menudo expropiada de facto por el colono). Como veremos, con el paso de los años, fueron los misioneros quienes debieron adaptarse a los intereses de la conquista española y resignar algunas de sus pretensiones, comenzando lo que los teólogos misioneros actuales llaman la tercera fase o la fase “realista” 12. Simultáneamente, a medida que se asientan y expanden las fronteras, la función del cura -aun el misionero- irá variando de fundador pionero a la de canal de ingreso, inserción y regulación interna de la comunidad, y se deberá ir acomodando a los intereses coloniales.

      Una de las características de este nuevo período de misionización es una concepción del “cristiano” más relacionada al formalismo sacramental y con menor rigorismo en cuanto a ética práctica se refiere. Si bien este proceso ya se encontraba en estado de madurez en Europa, en América las primeras órdenes misioneras -propias de la contrarreforma- tuvieron un éxito considerable en darle a la religión nuevamente sustancia, es decir en convertirla nuevamente en un código ético que rija el comportamiento de los fieles durante los siglos XVI a XVII. Esta eficacia ética sustantiva que duró los primeros siglos con los indígenas fue acabándose por distintas razones históricas a medida que otros procesos políticos influían en la metodología de los misioneros y curas de ciudad.

      La restantes órdenes imputaban a los jesuitas laxitud a la hora de perdonar pecados convenientemente para posicionarse entre las altas clases, pero no demostraban menor tolerancia a ello, ni tenían el prestigio del ascetismo metódico del jesuita. Expulsados los jesuitas a finales del siglo XVIII, su labor la retomaron principalmente los franciscanos hasta luego de 1810, cuando los acontecimientos políticos llevarían a los misioneros, a los indios y a los colonos a retirarse y dedicarse a cuestiones más urgentes (las guerras de la independencia y consolidación de los países), volviendo con fuerza luego de 1854 de la mano de los franciscanos. Entretanto, los indios reducidos y convertidos malginalmente se integraban (desde abajo) a las nuevas ciudades, a las redes de comercio y producción, y servían como soldados en el ejército libertador, produciéndose una integración y mestizaje acelerado que daría una nueva raza criolla.

      Los primeros franciscanos, a diferencia de los jesuitas, solían adaptarse a las culturas en las que misionaban imitando sus usos, sus ropas y su manera de vida para ganar confianza. De esta manera se mostraron menos estrictos con las formas culturales autóctonas de los indios o los negros, y facilitaron su absorción en la liturgia católica. Las múltiples dificultades políticas que se fueron sucediendo principalmente con las reducciones jesuíticas presionaban para que la labor de los misioneros se librara de la teología de liberación que insuflaba el espíritu de los conversos. Así, su proyecto se fue convirtiendo paulatinamente en una reducción física, instrucción básica en las letras y una conversión formal al cristianismo, unida, en el mejor de los casos a la enseñanza de algún oficio. Se convirtió en una misión de ciudadanía, no de fe.

      Desde finales del siglo XVII y durante el XVIII la Iglesia en España comenzó a perder fuerza y las congregaciones unidad por debates políticos e ideológicos que las aguas del pensamiento moderno agitaban. La fe católica en los países Europeos recibía los embates de la ilustración, los jansenistas, y otros movimientos de fuerte penetración que minaban la fuerza que había adquirido la Iglesia con San Ignacio y los jesuitas y otros adalides de la contrarreforma. No habían los mismos recursos para financiar las misiones y la obra evangelizadora decayó. Las órdenes se encontraban permanentemente en cisma, en peleas político-teológicas.

      Si bien el formalismo era una tendencia que se venía gestando desde antes de la contrarreforma en Europa y fue reforzada en América por la Inquisición 13, es principalmente desde el siglo XVII que los jesuitas denuncian el formalismo que ya comenzaban a ver que se extendía entre las culturas mixtas. Refiriéndose a los indios que cruzaba en su camino de Buenos Aires a Mendoza (1698) el padre jesuita Fanelli 14 decía no sin cierta aversión ”...procuran con súplicas y eficaces plegarias a todo los que pasen por sus ranchos que les bauticen a sus hijos. De modo que quieren ser bautizados pero no vivir como cristianos..”.

      Este período se caracterizó por una vulgarización de la religión en los nuevos poblados y ciudades. Se simplificaron y multiplicaron las representaciones y las intervenciones de los monjes en la vida cotidiana. Desde mediados del siglo XVIII comenzaron a aparecer por doquier santos patronos locales: San Martín que liberaba a Buenos Aires de la sequía; la Virgen de Luján liberaba cautivos y evitaba las epidemias; San Bonifacio y San Sabino defendían a la ciudad de hormigas y ratones 15. Los misioneros comenzaron a aceptar representaciones étnicas de los santos propias de religiones sincréticas o alteraciones del cristianismo, adaptaciones de sus propios santos a vestimentas y nombres cristianizados locales 16 o de los negros africanos 17 que eran traídos como esclavos 18.

      El fetichismo comenzó a formar parte indispensable del culto religioso, perdiendo la religión muchas de sus características tradicionales y permitiendo una distensión de las doctrinas originales. “¿Cuáles fueron las características de la religiosidad hispano colonial del siglo XVIII? –se pregunta el escritor católico Julio Noé 19- Ante todo la escasa comprensión de la doctrina cristiana, que había sido desnaturalizada por cultos más mezquinos e interesados, y luego, las apariencias de una fe intensa por el celo y el ceremonial en la práctica de las festividades religiosas”. La terrenalización de la religión coincidió con un mayor cumplimiento de la formalidad ritual.

      Las nuevas formas menores en que se manifestaba la religiosidad católica permitió que el culto se generalizara entre las culturas indígenas, mestizas y negras, y a la vez que las órdenes en particular perdieran fuerza de control individual sobre el comportamiento de los conversos, pero también de los blancos residentes en las colonias. Particularmente sobre los habitantes de las ciudades.

      El ser cristiano, cumpliendo con los trámites para ser considerado tal, les daba a los indios una protociudadanía, o al menos una protohombría, seguramente importante para no estar absolutamente a merced de cualquier blanco europeo o criollo con pretensiones de encomendero o colono, y le servía para contar con la protección -a veces apenas formal, pero a veces fuerte- de los sacerdotes (particularmente si eran misioneros). A la vez implicaba comenzar a ser vistos como integrantes (aunque fuera jerárquicamente inferiores) de la nueva sociedad que se estaba creando entre los centros urbanos y los fortines de frontera. Lo importante era ser considerado cristiano, y esto dependía de los sacramentos y no de un modo de vida. Pues entre los mismos cristianos -españoles, criollos, italianos, portugueses; guerreros, comerciantes, contrabandistas, sastres- la manera en que esa cristiandad se manifestaba era de lo más heterogénea, y por tanto heterodoxa y lábil su moral.

      Los jesuitas, y los franciscanos misioneros, los primeros siglos de la colonización difundían una forma de vida cristiana, y no solo una formalidad sacramental. Pero en el siglo XVII / XVIII, comienzan a gravitar los intereses de una naciente sociedad urbana comercial: comienza a nacer la burguesía. Las ciudades crecen de la mano del comercio de los puertos. En su mayor parte el territorio que se consideraba útil para esto ya había sido ocupado 20. Ahora faltaba asegurar las riquezas. Por ello en el siglo XVIII comienza a resultar más decisivo el rol coordinador del sacerdote de ciudad que el rol bautista del misionero que se adentra en la jungla. De allí también que la religión se vuelve más vulgar y terrenal, pues su geografía se vuelve más urbana

      La función del sacerdote de ciudad o de pueblo era radicalmente distinta a la del primer misionero. Intervenir en la vida política de la ciudad española, y hacer de los salvajes cristianos son dos tareas muy diferenciables en cuanto a su función de formadores de ética. Ahora lo importante de la misión era reducir y crear nuevos poblados, ya no tanto hacer nuevos cristianos, sino hacerlos simplemente siervos. Lo importante era que los conversos pudieran ser incorporados en la cadena productiva -como siempre lo pretendió el Imperio Español- y no tanto como pretendía el gran plan misionero en un primer momento, hacer de ellos cristianos fieles. Esto fue particularmente cierto luego de la expulsión de los jesuitas.

      La solución formalista a los problemas políticos de la Iglesia sería una práctica que se impondría desde el siglo XVII hasta, al menos, finales del siglo XIX, incluso en las misiones. En las misiones del siglo XIX, las más de las veces, los misioneros ya no venían de España, sino, por el origen de su orden, de Italia o Francia. No hablaban completamente bien el castellano, lo que les dificultó aprender las leguas indígenas o comunicarse con los que de ellos hablaran el idioma de los criollos. Como veremos más adelante, las misiones de frontera deberán someterse al poder civil del ejército, y aunque resulte importante su presencia en términos simbólicos, su estrategia de conversión perderá contenido.

        Resulta ilustrativa, por ejemplo, la Memoria del padre Bentivoglio al Coronel Racedo sobre su desempeño como Capellán, que se encuentra en La Conquista del desierto. .21:

       “Otra cosa que yo, a fuer de misionero, deseaba mucho, era catequizar a los indios prisioneros y enseñarles las verdades de la fe y los principios de la moral cristiana. En efecto apenas hubo reunido aquí (Pitre Lauquén, Lebucó) cierto número de niños infieles y precisamente el 11 de junio de 1879 principié a catequizarlos; pero desgraciadamente yo ignoraba por completo su idioma y ellos ni entendían nada, lo cual impidió que lo hiciera con algún éxito, antes convencido  por mi propia experiencia de la mucha rudeza natural en lo tocante a cosas especulativas y la extraordinaria desaplicación de esos pobrecitos...en consecuencia ... me propuse limitarme a hacerles comprender a los adultos o mayores de siete años, que había necesidad de bautizar, y las verdades principales de nuestra fe, valiéndome al efecto de algún lenguaraz, como dicen ellos, o intérprete, que no teniendo él mismo sino una escasa comprensión de lo que le tocaba interpretar, necesariamente llenaba su cometido de una manera harto defectuosa”.

     Veremos más adelante más quejas de los misioneros sobre esta falta de comunicación profunda. Y sobre cómo su trabajo se fue convirtiendo puramente en un trámite formal sacramental. Baste decir aquí que esto ocurría en casi todos los frentes de misionización. Como ejemplo, los misioneros lazaristas en Azul (desde 1875) comenzaron a utilizar el método mnemónico de catequesis, haciendo repetir la doctrina cristiana de memoria a los indígenas, para lo que debieron aprender el idioma mapuche.

      Así desde el siglo XVIII y durante el siglo XIX la religión comienza a ser  un requisito formal del ser hombre, que se adquiría fácilmente mediante los sacramentos, que permitía los excesos y la laxitud moral, pero que era asimismo una vía necesaria para entrar en la vida civil, y con ella, en la cadena comercial y productiva. Una religión formal, y sin embargo con una llegada popular total. Era importante ser católico para ser, pero qué significaba eso a nivel de una conducción ética de la vida –o incluso en cuanto a qué santos se veneraba-, ya nadie podía decirlo, o a nadie interesaba. Aunque la religión operó como vía de integración y absorción social para los indígenas, no fue un mecanismo eficiente de disciplinamiento para el trabajo. La intervención del cura no era un mecanismo suficiente para crear una subjetividad indígena o mestiza radicalmente nueva como podría haber sido la del religioso, abnegado y metódico trabajador guaraní.

      Sobre esto veremos más documentos. Lo que interesa sintetizar de este proceso es que la influencia del cura se mixturó con otros procesos históricos y tuvo como resultado el formalismo católico, carente o débil en dictámenes éticos subjetivos que rigieran la conducta, al mismo tiempo que adquirió un alto valor simbólico el hecho de ser cristiano conforme lo requerían los trámites sacramentales, un valor necesario para la intervención en la vida social y en el circuito productivo. También, como veremos más adelante, adquirió el cura un rol político decisivo como árbitro de la vida cotidiana.

     

      El Derecho en la Frontera.

 

      El principal objetivo de los recién llegados de Europa y aun para sus hijos era la riqueza rápida pero principalmente la nobilización de su nombre mediante la posesión de tierras 22. Es curiosa la permanencia de este principio, pues se ha estabilizado de tal forma que la tenencia de tierras como valor estamental distintivo se observa incluso a principios de siglo XX. Toda familia rica, para ser considerada de alcurnia, ha de pasar a la categoría de estanciero y terrateniente, por vil que sea su origen, ello le garantiza historia y nobleza. En la historia del continente esta constante se repite, y el abolengo se consigue, más que con fortuna, con la tierra.

      Podemos intentar rastrear los orígenes de éste fenómeno. El descubrimiento de América permitió a los reyes españoles fomentar una nobleza terrateniente (al estilo feudal) sin perder su recién adquirida autoridad central en los territorios de la península. Con la súbita expansión de fronteras en las colonias, los valores feudales medievales ligados a la tierra y a la fuerza, lejos de disiparse y concentrarse en un poder central, se revitalizaron. Ésta fue la estrategia para poder dominar América: Los Adelantados (cualquiera su nacionalidad) que tomen parte de la tierra en nombre de la Corona Española serán dueños de ella. Otros, además, serán Virreyes o Capitanes. La sed de lucro universal en la historia, para el colono se transformó en sed de poseer tierras. No tanto por la ganancia, sino por el status que confería ser propietario de la tierra: el que tenía la tierra era un Señor, y como tal, compartía el status de los nobles (o casi). A la dificultad de dominar sobre tan vasto territorio responde a la lógica estratégica de que cualquiera que tome posesión y control de algunas tierras y reconozca la autoridad española, ha de ser recompensado con la propiedad de esas tierras e instado a que las defienda.

      Este proceso, que permitió y forzó la resistencia de la monarquía española hacia la modernización del estado, significó la continuación de la lógica de la política territorial feudal en la que el que la toma de facto de un territorio establecía el dominio de iure sobre él: El señor es quien domina el feudo; quien domina el feudo es Señor. Con la única diferencia que debían reconocer formalmente la autoridad suprema española -no siempre efectiva-. Se establece mediante esta forma de legitimidad política un principio ético político fundacional que se transmitirá históricamente desde los adelantados y colonos, a los terratenientes criollos y a los caudillos regionales: El ejercicio de la fuerza como fuente de derechos legítimos. Este principio y la exaltación del hombre fuerte como gobernante legítimo -casi como un señor feudal- existe de forma predominante en todo el medio rural y agrícola dependiente del nuevo mundo aún hoy. 23

      Quien domina es el que tiene derechos. Y tiene derechos porque tiene el poder de dominar. De su hacer (poder fáctico) nace su derecho (poder formal). Esto es justamente la inversión absoluta del principio político que la Ilustración proclamaría, irrumpiendo en nuestras tierras más tarde: el derecho racional y justo como única fuente legítima de la fuerza. Mientras la Europa burguesa o pre-burguesa avanzaba hacia un sistema político formal, racional-instrumental, legal, la estrategia de colonización española dependía de la continuación de los viejos esquemas feudales del poder de facto –donde la racionalidad lógica y los valores burgueses no sólo no ayudaban, sino que eran absolutamente inconvenientes-.

      En síntesis, la racionalidad de lo legítimo políticamente no evoluciona de la manera en que comenzará a hacerlo en el resto de Europa (y en España misma, pero no en sus colonias todavía). La racionalidad política feudal se reproduce y se mantiene viva en el sistema de conquista y de mantenimiento de las colonias, a la vez, es gracias a ella que se mantiene viva y controlada la conquista.

      Lo mismo ocurrió con la esclavitud y el vasallaje. Desde el primer momento se ató a los indios reducidos al vasallaje. En algunos casos se los sometió a la esclavitud, pero esta probaría no ser tan rentable, y gracias a las quejas de los misioneros estos serían simplemente reducidos a servidumbre; pasando los esclavos a ser negros traídos de Africa, que resultaban más fuertes y sobre todo, menos revoltosos. La legitimidad de la servidumbre, otro clásico valor feudal necesario para el sistema de producción, se reprodujo en estas tierras. 

      La cuestión de los colonos persistirá desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, comenzando a fundar las dinastías de terratenientes. Y durante ese siglo, como veremos, la legitimidad de la fuerza como emergencia fundacional legítima de un derecho se revitalizará con la guerra de frontera contra los indios que en el mediterráneo y en el sur permanecían libres.

      Por la particular relación de la Iglesia con el sistema político español, y por su significado social, los colonos una vez establecidos como terratenientes, para dar lustre a su apellido, sí necesitaban, adoptar una congregación eclesiástica, y la más de las veces tener un miembro de la familia en ella, pues en ella estaban las Universidades, los hombres cultos Así las calidades de terrateniente (Señor) y la adhesión formal a la Iglesia permanecerían indivisiblemente unidas, lo que llevaría a una alianza que mencionaremos más adelante.

      Todo esto impidió en el medio rural el establecimiento de un tipo de dominio burocrático en favor de un dominio carismático-tradicionalista, basado en el reconocimiento de la legitimidad del poder de facto. A la vez impidió o atrasó la llegada de las ideas burguesas ilustradas a las clases rurales.

 

      La Moral y la Religión en La Frontera.

 

      Lo que fue llamado el País, su simbología, su estética, su folclore, y los elementos distintivos que definen al “argentino” tradicional fue un imaginario que se gestó en el mestizaje en la frontera, en la guerra de conquista, en el medio rural. Me interesa reflexionar, entonces, cómo se fue gestando la intersección de la moral religiosa popular y la de los colonos/ terratenientes de tipo feudal. Creo que esta intersección y generalización de la moral católica-formalista en lo sacramental, conservadora en lo político, y rebelde en su simbología se terminó de consolidar y delinear en los años de independencia y consolidación del estado, es decir durante el Siglo XIX.

      Es menester decir que paralelamente -o gracias a él- al giro de formalización y sometimiento a los intereses coloniales de las órdenes misioneras se produjo un posicionamiento del cura como “padre” guía de la vida cotidiana.

      La relación social que se produjo en el desierto -que en rigor de verdad abarcaba todo lo que había al sur de Buenos Aires, y alrededor de Córdoba, San Luis, en el Chaco,  y entremedio- fue fruto de siglos de luchas: fortines, asentamientos, reducciones, estancias, malones, cautivos. Desde los primeros adelantados, pasando por la fundación de Buenos Aires, hasta la Campaña del Desierto de Roca a fines del S. XIX, la relación bélica con el indio era permanente y casi estable. Por otro lado la más de las veces los integrantes de cada bando se confundían. Desde las primeras ciudades, muchos indios eran traídos de otras partes como siervos o simplemente como mano de obra mal pagada. Otros se acercaban a la ciudad, o mendigaban. Muchos, conversos, volvían a su estado anterior a rebelarse. Otros tanto, apenas reducidos a la vida en una colonia, eran forzados como soldados de un precario ejército. El indio era despreciado, pero de ninguna forma era un objeto extraño para el colono, ni siquiera para el comerciante de ciudad. En realidad el indio una vez en contacto con colonos permaneció casi siempre como una identidad híbrida, semi-socializado, un mestizo de espíritu: parte cristiano y parte pagano; un poco mapuche y un poco hispanoparlante; un poco siervo y un poco esclavo, parte rebelde y parte negociante. En 1810 varios indios fueron integrados al ejército -así como varios negros-. Los gauchos, errantes productos del mestizaje, eran cazados para pelear en los fortines, pero bien podía ocurrir que alguno se refugiara en las tolderías. De los indios salvajes que peleaban, muchos eran ya cristianos, y otros estaban por serlo. Si bien el indio no dejaba de ser un otro, era una entidad particularmente cercana y familiar, aún estando tras la trinchera.

      La cuestión del indígena y las nuevas ciudades de la colonia se mantuvo siempre en la ambigüedad fluctuante entre la guerra esporádica y la paz, entre el saqueo y el comercio, entre la conversión y el paganismo, aparentemente con cierta estabilidad hasta las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX. Es recién entonces que la pujante nueva burguesía, ahora habiendo tomado el poder de forma estable, empieza a requerir expandirse más allá de estos difusos límites territoriales, y la cuestión indígena se presenta como un problema fundamental para el nuevo orden económico político 24. Sin embargo, nunca pudieron dar cuenta de este problema de forma adecuada, y en la mayoría de los casos la cuestión estuvo mediada por los misioneros.

      Los misioneros Franciscanos se reorganizaron en 1854 y desembarcó el grupo Propaganda Fide, que desde las Ciudades de Córdoba, Santa Fe, San Luis, Salta y San Carlos fundaron universidades y enviaron misiones de integración aún en plena época de guerra civilizadora abierta contra el indio. En la segunda parte del siglo XIX, en menos de cinco décadas, paulatinamente se redujeron, convirtieron, insertaron la totalidad de los indios sobrevivientes a las campañas de ocupación y exterminio. Los nuevos misioneros, que en la mayoría de los casos actuaban sobre los indios vencidos y prisioneros, tenían ideas bastante adaptadas a las necesidades de la modernidad que se estaba imponiendo, planificaron primero civilizar, y luego evangelizar (fruto de la influencia de las ideas modernas), sobre la base de que un hombre no civilizado no puede ser cristiano. Lo primero implicaba disciplinarlos, erradicar sus costumbres nómades, la caza y la recolección, y sujetarlos a la tierra. “excitar su indolencia, aficionarlos al trabajo, iniciarlos en la industria y artes mecánicas, suavizar su rudeza, disipar su ignorancia, enseñarles la doctrina y moral evangélica; en pocas palabras volverlos hombres laboriosos, ciudadanos útiles y buenos cristianos” 25 (el subrayado es mío). Primero ciudadanos, luego útiles, luego, buenos cristianos.

      Se distinguen los franciscanos (y todas las órdenes en esta etapa del siglo XIX) de aquellos primeros misioneros por su estrategia más simplificada y menos ambiciosa, pero además por situarse ya no más allá de la frontera, abriendo nuevas fronteras, sino en la frontera misma, allí donde se situaba el conflicto y la transculturización. Ya no trasformando, sino introduciendo. Si antes se pretendía hacer de un salvaje un cristiano. Ahora se pretende hacer de un incivilizado, un civil.

      Al fin, su estrategia se vio parcialmente frustrada por los intereses más urgentes de la nueva clase en expansión. 26 Esta actitud persistente de colonos y terratenientes, apoyada por el gobierno nacional terminó de frustrar la estrategia de los franciscanos. Las quejas de los misioneros contra las actitudes del criollo, así como antes contra el colono, se hicieron escuchar nuevamente. El sacerdote mendicante reafirmó durante el Siglo XIX su lugar como el defensor del indio contra las injusticias de la civilización blanca y del pobre contra el nuevo orden de dominación.

      En los documentos que siguen es interesante observar dos cosas: primero, que el cura trata de reducir al indio, pero que a la vez lo defiende contra el incipiente proceso de modernización, se coloca de su lado. Y en, segundo lugar, ya no existe el indígena salvaje puro, ahora esta siempre en contacto, al menos con la misión de frontera, tiene traductores, escritores, negociantes. Ya la reducción no se trata de una transformación religiosa radical, sino apenas de una pacificación (e indirectamente, sumisión). El indio permanecería como un semi-indígena, que se reconocía, mayormente cristiano, y que respetaba al cura como a su padre 27. Los indígenas paulatinamente fueron transformados en paisanos, campesinos, gauchos, y continuarían alimentando la raza mestiza. Aún los que serían los caciques y capitanejos indios en la guerra del desierto eran convertidos e instruidos por los curas de frontera, y los que no, lo fueron luego. Todos ellos bajo la figura paternal, a la vez dominante y protectora, del cura.

      En estos documentos podemos llegar a dar cuenta de la ambigua relación que existía entre los indios salvajes y reducidos; los terratenientes, colonos; los ejércitos de frontera; y los monjes. Las cartas del Archivo de San Francisco (de la orden franciscana Propaganda Fide, que tuvo especial protagonismo en el proceso de integración del indígena durante finales del siglo XIX) nos proporcionan una vía privilegiada para entender de primera fuente la relaciones que se tejía en las fronteras. 28

    

     Lebucó, marzo 26 de 1872.

      Al reverendo Padre Marcos Donati.

            ...Mi padre hoy estoy trabajando nuebamente para arreglar el tratado de paz que se perdio a caua de varia cosas que no faltan en mis paisanos y en los jefes de las fornteras y toas estas coas me las culpan ami sin tener yo la menor culpa. El General me escribe pidiéndome sinco cautivos y le he podido conseguir a costa de todo sacrificio a fin de quedar bien con el general y con el Gobernador de San Luis hoy le mando dos cautivos los otros tres quedan en mi poder estos quedan porque la muger me dise que quiere que benga el marido a buscarla para yr con mas comodidad con estos chasques 29 quiero que me manden dos chinitas que los chasques les diran cuales son tambien le encargo que junten todos los cautibos que llebaron de aca y me mande a desir el numero y los nombres de ellos para que los dueños de esas familias agan diligencias aca y busquen como cambiarlos de la cautiba que me pide le dire que se á muerto de una peste y se murieron tres hijos mas de Coliá. Mi reverendo padre yo este trabajo no pienso perderlo por nada. Crea usted que yo estoy dispuesto a cumplirle al Gobierno Nacional se que ellos tienen guerra con el Brasil con el Paraguai pero no por esto yo me alusino por nada benga federal o unitario yo no alludo a ninguno por ami no me alluda nadie yo he visto que no pasa de ser un negocio el que ellos tienen y ami no me conbiene tomar parte en esas cosas mi padre también le pido al Gneral quinientas lleguas por lo pronto para darles a estos yndios gauchos y desirle que esto del trabago que estoy asiendo para que bibamos en paz y sulplico a usted que se empeñe que me las den porque de otro modo como podre sugetar estos gauchos. Baigorrita aestado asiendo su tratado ase como diez meses y he bisto que no arreglaba nada estaba asiendo matar yndios y cristianos por una parte asiendo tratado de paz y por otra parte los yndios invadiendo estos estaba biendo yo pense y dije estoy vivi y también se hablar voy haser este trabajo asies que estoy dispuesto a cumplir. Baigorrita el que se entienda con su tocallo y yo le pedire al General otro para enterme con el sin otro motivo le saludo este amigo y seguro servidor. 30

            Mariano Rosas

       

      Para comenzar llama la atención el afecto y la confianza con el que trataban estos caciques con el cura misionero. Lo tratan de compadre, le preguntan por la salud de su familia, le piden regalos. Por lo que se ve en las cartas, el cura les servía de nexo de comunicación con la civilización. Llama también la atención lo habitual que era la correspondencia entre el cura misionero (aquí principalmente encarnado en el Padre Donati) y los caciques. Particularmente Mariano Rosas, quien ya desde su nombre -como casi todos los otros caciques - nos anuncia que no se trata de un salvaje puro 31. Es, más que un salvaje, un incivilizado por elección. Ha conocido la civilización y ha vuelto al desierto a comandar a su gente. Mariano Rosas, durante los años 1872 y 1875 le escribe al Padre Donati -o a quien lo reemplace- más o menos cada dos semanas. Y es contestado. Es decir que un chasque (mensajero) salía a cada semana, lo que para la época y el paisaje implicaba una fluidez en la comunicación bastante fuerte. Otros caciques escriben menos, pero aún así, todos ellos tienen una petición común: Le piden al padre bienes: dinero, ponchos, botas. Cuando se comprometen a hacer la paz, llaman “trabajo” al contener a sus indios y reclaman sueldo por ello. Cuando negocian, prometen intentar convencer a alguno de sus propios indios a que devuelvan a una cautiva por un rescate módico. O le alertan de los planes de otros indios a punto de hacer malones.

     

 

      Mariano Rosas trata al General y a Baigorrita en pie de igualdad, y no a uno como a uno de los suyos, y al otro como algo distinto. Es una lucha, y todos ellos la están peleando. En numerosas ocasiones Mariano Rosas alertará sobre los planes de otros caciques de hacer malones, o les echará la culpa del robo de ganado:

                 

      Lebucó, noviembre 9 de 1872 32

      ...También le notico a usted que he sabido que Quinchan hermano de Baigorrita y el Cuñao llamadop Millagues estan Dispuestos asalir a malon entre tres dias yo nosé ciserá con el conocimiento de Baigorria creo la salida de estas en con direccion a la provincia de Cordova pero espresiso que haiga celo en la linea no suseda queden buelta y ballan entrar ahesos puntos (...) Su afectisimo y seguro servidor.

      Mariano Rosas.

    

     En algunas cartas los mismos indios se definen ante el padre como miserables y pobres por tener pocos ponchos o pocos caballos. Se comparan con el civilizado, se califican según sus categorías. Y apelan a su caridad pidiendo que les mande cosas. “...nosotros los pobres yndios que siempre vivimos sumergidos en la miseria esperando la protección de su santidad...” 33 Estos indios están operando con la lógica de la civilización, y aunque prefieran vivir libres, también prefieren tener bienes, y poder comerciar.

     Cuando un cacique habla de “gaucho” está hablando de un indio. Indio aparentemente más indisciplinado y rebelde que los demás. Más salvaje. “Gaucho” parece ser un adjetivo o una categoría de indio:

    

      “ Le pido al general quinientas lleguas por lo pronto para darle a estos yndios gauchos y decirle que esto del trabago que estooy asiendo para que bibamos en paz y suplico a usted que se empeñe que me las den porque de otro modo como podre sugetar a estos gauchos.. 34

      ...conrrespeto a lo que me dise que sugete a los Indios Gauchos estoy de firme y dispuesto a sugetarlos a toda consta aplicándoles un castigo grave cierto es queanecho algunas entradas los gauchos hijos de peñalosa y otros gauchos de a Dos y de a cuatro... 35

     

      En las cartas descubrimos que en menos de un año (diciembre 1874-noviembre 1875) el fraile Moises Alvarez levanta en un pueblo semi abandonado una colonia donde logra atraer a ciertos indios cansados de la guerra. Aceptan sus sacramentos, pero se resisten a someterse a pautas de conducta. Aun así se muestra optimista sobre su integración a la civilización. Optimismo ingenuo que luego verá opacarse por parte del Estado Nacional cuando éste deshaga todo el esfuerzo de los misioneros incumpliendo la prestación de los bienes que había prometido a los indios para que se sometan.

     Le cuenta Alvarez a Donati el 24 de noviembre de 1975 sobre el estado de su misión:

    

      Hay indios que tienen sus buenos pesos, sus vaquitas, luego tendrán ovejas, tienen ya bueyes, si viene el Comisario tendran todos plata, y cuando el Sr. presidente envíe el agrimensor todos tendrán sus casas, huertas, etc., etc. Que mas puede desear un hombre como ellos?. Ah!. ojalá como tienen tanto ahínco por tener bienes de fortuna tuviesen buena disposición para recibir la fe. Estaría muy satisfecho... hoy toman poco y un poco oculto, hace mucho tiempo que no veo ningún indio borracho, y si veo alguno, ha de ir al calabozo, la vez pasada hice poner preso a uno y se propaló la voz de suerte que hoy ya algunos me principian a respetar... 36

      

      Paralelamente al proceso que se puede descubrir a través de estas cartas, encontramos otro similar en los colonos. Se encuentran recopiladas cientos de cartas que durante la década de 1870 las familias asentadas en las ciudades enviaban a los curas misioneros. En su vocabulario se trasluce gran confianza y respeto por el cura. Prácticamente la totalidad de ellas tienen relación con el asunto de las cautivas y los malones. Todas apelan al cura como la única vía para negociar un rescate, para calmar a los indios, para llamarlos a la paz, o incluso para negociar. Descubrimos que, por ejemplo, el principal fin de las sociedades de beneficencia de las ciudades era recaudar el dinero suficiente para el rescate o requerir al cura que intermedie. El cura, como el único que podía ir desde las ciudades hasta las tolderías, el único que se asentaba en la frontera cuando era peligroso para todos, era el conducto de comunicación necesario.

      Poco a poco se vislumbra una problemática que con los años volverá a irrumpir entre los misioneros y el ejército. Las tensiones y la suerte de las misiones se encuentran amargamente resumida en el documento 1160b, que no es otra cosa que una explicación general que hace el prefecto de Misiones Moyses Alvarez al Discretorio de San Francisco de Rio Cuarto (8 de junio de 1880):

      Para comenzar en ella queda claro la necesidad del bautismo y la conversión como vía de integración social, vacía de su potencialidad de cambio subjetivo ético práctico:

        “... son poquísimos los indios en quienes se hayan mantenido los caracteres de una verdadera conversión. Pudiera citar hechos de indios que para obtener el bautismo y algunos otros sacramentos han demostrado la constancia de un héroe. y después se ha visto el poco aprecio que han hecho de este favor divino volviendo a sus costumbres y vida pagana.”

        Se cuenta también el proceso de mestizaje, mediante el servicio militar forzoso a que eran sometidos los indios, lo que también influyó en el escaso poder de la conversión. Según el autor, una vez reducidos y forzados al ejército, los indios se integraban a él. 

        En la tensión entre un cierto progreso caótico y vicioso y el proyecto de mentalidad cristiana - tensión que recrudece esporádicamente-, al menos según el fraile, lleva las de ganar el primer proceso. Y aunque el cura siga representando un valor simbólico positivo el indio reducido termina por someterse a la autoridad del jefe militar de la frontera:

        “He podido estudiar detenidamente las dificultades que tiene el misionero que tiene indios que catequizar y me he convencido que es muy difícil sino imposible hacer buenos cristianos. De ordinario su voz es muy pasiva, sus medios de acción ninguno, y así su autoridad no se puede hacer sentir...”

         “... estos indios sometidos al Gobierno en un principio se han entendido en casi todo con el Gefe de las Fronteras y sus subalternos en ellos reconocen por sus superiores a ellos obedecen, en cuyos actos se inspiran en cuyas costumbres observan y en cuya vida militar toman parte de esto se cuidan, por lo demás el misionero les inspira poco interés. Bien se sabe que la vida militar no se ajusta ni siquiera a una moral regular, por desgracia nuestros campamentos militares son una sentina de vicios: en tal compañía ¡Qué pueden aprender los indios! Ahora bien, habrían querido los indios renunciar a unos ejemplos tan análogos a sus costumbres para abrazar una doctrina severa predicada por un hombre comúnmente despreciado, calumniado perseguido, etc.”

       

        No debemos dejar de lado el reclamo del cura: a pesar de que él sigue atrayendo indios, y se ubica como capellán, a pesar de que su valor sacramental sigue presente como necesidad, frente al ejército se siente perseguido, despreciado.

        En estos años la tensión contra el Gobierno en cuanto a cómo tratar la cuestión indígena va en aumento. Según los misioneros, el gobierno ya no quiere más reducciones, sino someterlos y dispersarlos dentro de su territorio. En 1974, Roca le comentaba a Donati sus planes de fundar una colonia con los indios reducidos37:

         “ Estimado amigo: Deseo saber en que ha quedado el proyecto de trasladar a los Indios a la reducción; ya se aproxima el tiempo oportuno y yo voi a pedir en pocos días más al Gobierno de Córdoba el terreno necesario para fundar la colonia, primer encargo hecho en la Republica. Lo saluda su afectísimo amigo... Julio A. Roca.”

        Cuatro años después el fraile Donati le advertía a su compañero de las trampas en que el gobierno pretendía hacer caer a los indios38:  

 

         Villa Merced dia 1 septiembre de 1879

         Al M.R.P. Moysés Alavez.

            Mi querido padre Prefecto:

         Recibí la apreciable de V.P.M.R. fecha 28 de presente. Con respecto á Ramón, consideratis considerandis, nosotros me parece que no debríamos más que aconsejarle á que se reduciese entre Cristianos á una vida civil para que despues consiguiésemos su conversión. Por ahora no usan otros términos que se entendiese con los Gefes o con el Gobierno, en cuanto á las propuestas que se hiciesen que después no se hubiesen de cumplir caeriamos en su desgracia. Según la carta de V.P. me confirmo siempre más que los actuales gobernantes no quieren reducciones, pero si la sumisión de los indios por medio de dispersiones de ellos. En una palabra reducirlos en un estado como se halla en los tiempos presentes la nación hebrea que no forma población reunida. Es de dura necesidad mostrarse indiferente con ello, que haga expontáneamente lo que les parezca mejor. Por el contrario se nos sublevaría si viniesen con propuestas que probablemente no serán fielmente realizadas. Me buscan que vaya para hablar ellos conmigo, por que gracias a Dios me creen; pero yo no tengo datos seguros que el futuro Presidente quiera favorecer á nosotros y á los indios. Ygnoro los proyectos de él y las instrucciones que tienen los Gefes. Yvanoski me ha comunicado que Sarmiento no quería pagarle este último trimestre. Es más fácil evitar el pantano que salir caído en el. Muéstrese neutral con Ramón dígale que se entienda con el Coronel Roca. Me es doloroso usar estos términos (...). también V.P. tenga la advertencia de reflexionar bien sobre el racionamiento de Nicolás, no sea que este pobre caiga en la red como han quedado estampados aquí una cuadrilla de cautivos que comenzaron á racionarles con el título de Vaqueanos prestando servicios. A poco á poco, de vez en cuando los mandaban a descubrir el campo, en seguidos que estviesen vestidos de paisanos reunidos en tal Fortín, la conclusión fue que ahora están gobernados por un oficial como militares veteranos. Nicolás debería pensarlo bien y determinar si él mismo quiere carne de la Patria. Se me han desaparecido un par de botas; Marquito me asegura que las ha visto en mi celda puede ser que alguno de los Padres las haya ocupado para ir a cazar; me parecía que no estuviesen allí; pregunté de ellas, son botas casi nuevas. Entró el Padre Luis, algo ha de haber sucedido. En lo que tengo encargado que no me dejen la llave a nadie. Saludo con toda la expansión de mi corazón á los compañeros, en particular á V.P.

            Fray Marcos Donati.

        

       Los documentos de este estilo son centenares y todos ellos demuestran el mismo trato y nos muestran el mismo juego. Las relaciones entre los indios y los jefes del ejército-colonos eran cambiantes, fluidas en treguas y en traiciones, en rebeldías y reducciones. Los indios tomaban y devolvían cautivas, con y sin rescate. Negociaban la paz. Incursionaban y tomaban cautivos. Llamaban compadre a su cura, que era nada menos que el encargado de otros indios reducidos y quien les habría dado la instrucción básica, seguramente después de convertirlos y antes de que éstos volvieran a la pampa, negociaban con él. El cura funcionaba como intermediario para interceder entre ambos bandos, pedir favores, enviar mensajes o pedidos, negociar, comprar.

        La relación de los indios, los paisanos, gauchos y soldados (mayormente indios o mestizos), con los curas de frontera durante el siglo XIX fue siempre valorada por las tres partes. A medida que se convierten, la rivalidad verdadera, la alteridad, la falta de identificación, y particularmente, la desconfianza, se dirige contra los gobernantes de la capital, o lo que es lo mismo contra la clase naciente de la burguesía urbana. Como veremos, también los líderes políticos de esta clase comienzan a enfrentarse a la Iglesia y a los indios, reclaman una solución final.

        El 22 de junio de 1877  el periódico “la voz de Río Cuarto” 39 alertaba de un gran plan entre todas las tribus indígenas para atacar a Mendoza como forma de acción psicológica para la campaña del desierto. En su vocabulario comienza a introducir razonamientos y palabras propias de este modernismo que avanzaba. Particularmente la explicación darwinista de la guerra, que anticipa o seguramente encuentra algún parentesco con el naciente darwinismo social que se gestaba en las ciudades; y en segundo lugar, la justificación de la guerra en clave económica, como cálculo de costo-beneficio, es decir con una lógica de fines instrumentales:

        La guerra contra estos indios [los Hualiches] fieles descendientes de los indomables Araucanos, no es guerra de policía, como se dice generalmente, sino guerra de razas, que luchan por la existencia en virtud de esa ley natural tan bien explicada por Darwin.

        El pampa no se someterá sino por el fierro, siempre será indio, enemigo implacable de los blancos...

        En Norte América se ha visto, en el Ejército Federal, en la Prensa, en el comercio, pieles rojas desempeñando papeles importantes, pero la raza desaparece rápidamente ante otra mejor dotada que ella.

        Es preciso que la República Argentina se aperciba de esto y se deje de estar haciendo esta guerra dispendiosa, ineficaz, de indolentes, siempre esperando el ataque como si fuese el más débil, y que emprenda una campaña activa y enérgica contra un puñado de Bárbaros, que es indigno que estén amenzando constantemente nuestra riqueza y quitándonos permanente mas el sueño...

        Hagan un sacrificio de una vez para siempre que aunque costara cuatro millones mas siempre sería una economía inmensa para el futuro.

       

      Durante la Campaña del desierto, muchos misioneros se enrolan como capellanes de ejército. Esto les permitía mantener dos lugares valiosos: primero, como padre de los soldados, los guiaban, aconsejaban, y administraban los sacramentos. Organizaban misas en fechas patrias y trataban de mantener elevada la moral. Pero a su vez, la presencia en el frente les permitía un acceso privilegiado y temprano a los indios prisioneros o rendidos. 40 Durante la campaña, con todas las dificultades lograron mantener su rol arbitral y articular entre las distintas culturas en pugna.

      Luego de que la Campaña del Desierto se resolviera como ya conocemos, el cura de frontera renueva un rol importante y una unión particular con el indio y el gaucho, en cuanto conducto para comunicar y canalizar la resistencia de éstos contra la civilización. A medida que comienza la inmigración europea y el progreso continúa avanzando sobre el interior, la Iglesia comienza producir discursos nuevamente resistentes a este proceso. Escribe Fray Vicente Caloni, en Informe sobre las misiones de Santa Fe y Chaco 41: “Sí señor ministro, no son nuestros indios y su civilización las que asustan al padre misionero; son los indios que vienen de Europa con sus costumbres perversas y hacen que sea estéril una misión”. 42

      Ya en el siglo XX escribe Fray Pedro Iturralde 43.: “Nuestro Indio no es tan salvaje como se cree. Conoce las ventajas de la civilización y las aceptaría de buen grado si la experiencia no le enseñara que la gran mayoría de las veces la civilización es para él sinónimo de opresión ... por esto parece que el indio fuera refractario a la civilización cuando en verdad es refractario a las injusticias de la civilización. En contacto con el cristianismo de la frontera, trabaja con él, observa su modo ser, ve su avarie, se da cuenta de la falta de equidad con que se recompensa su trabajo, comprende que le explota 44 y si se somete a servirle es porque la necesidad le obliga a ello.”

      A su vez los caudillos y terratenientes involucrados, si bien como facción en pugna, también desarrollan una relación muy positiva con el cura, de quien reciben educación, prestigio y a quien necesitan para negociar en términos bélicos y comunicarse con los indígenas y el componente salvaje errante durante el siglo XIX. Es también de cierta dependencia: el soldado y el gaucho que suelen pelear con el caudillo son también mestizos. Sus peones son indígenas convertidos y reducidos. Después de todo en esta lucha constante y errante, el viejo caudillo o estanciero comparte más valores con los gauchos y se entiende más con el indígena a través del cura, que con los burgueses ilustrados que desde mediados del siglo XIX, pretenden civilizar el país, cambiar el sistema de dominio tradicional que lo sustenta en una dinámica de lucha y que necesita de una ética de valoración de la fuerza. Con el indio comparten la pampa, la guerra, los cautivos y la ética de la guerra. Y, principalmente, comparten la figura que representa, de una manera muy vulgar, y por ello accesible, al orden divino.

      El indio se dirigía al cura como su compadre, y pactaba con los generales y los otros caciques en pie de igualdad: no siempre con los indios como a los suyos propios, y a los generales como los otros, sino ambos como aliados o enemigos alternadamente. Este nuevo indio no era sólo un salvaje, ni tan salvaje: comprendía perfectamente la lógica de la guerra de conquista. Era alternadamente salvaje y soldado.

      Se respira en el ambiente de las cartas cierto aire de equiparación hacia el enemigo. Los enemigos se reconocían mutuamente como tales, y eso, en la ética de la guerra implica respeto y paridad. Tras siglos de luchar de esta manera, el trato tan frecuente, contradictorio y cambiante entre los soldados y capitanes con los mismos jefes indígenas, afectó la relación de alteridad propia de una guerra. El mismo gaucho, que comienza siendo una categoría de indio, más que una categoría de campesino, era por definición un personaje difuso, de roles intercambiable y de identidad mixta que ponía en jaque cualquier planteo dicotómico indio-blanco.

      Lo que concluimos de estos documentos es que el único elemento amalgamante, y con el cual tanto los indios, como los jefes y los gauchos se comunican y relacionan de manera directa y fluida es el sacerdote. Y este sacerdote ya no es aquel sacerdote sabio, culto y asceta de los jesuitas. Es un sacerdote bien terrenal, que bautiza y enseña cuando puede pocas cosas más que a leer y escribir; es una persona que vive las miserias cotidianas de ambos bandos, interviene en los asuntos más mundanos, y en ese sentido es más humano, más cercano a la manera de ser del indio, del colono o del soldado que el jesuita. Por su función en esta extraña guerra constante se mueve con el respeto tanto de los indios como de los jefes, soldados y colonos. Cuando terminó la conquista del desierto y la civilización se impuso, los indios fueron a parar al cuidado de los curas misioneros que organizaron su inserción en la cultura dominante.

      En este frente errático, inseguro, cambiante, se produjo durante siglos una relación de mixtura, de identificación y de integración del otro. Los colonos y terratenientes necesitaron ahora de una fluida comunicación con el cura misionero. Los soldados de frontera y los gauchos, los indios reducidos todos trabajaron con el cura, fueron bautizados por él, lo tratan como a un padre y todos hablaban el idioma que él les había enseñado. El cura era el “padre” de todos ellos, tanto del indio, del gaucho, y del criollo. Los misioneros supieron infiltrase bien en la convivencia de los indígenas, de los colonos, de los soldados, en la marea de la guerra y se ganaron el respeto y la camaradería de ellos.

      Esta relación de confianza entre el sacerdote y las facciones en pugna definiría la imagen, el rol social y la importancia de la iglesia católica tanto para los indígenas, como para los colonos pobladores del interior, los soldados de donde se formaría el ejército nacional y los gauchos, trabajadores rurales.

      Los únicos que vivían al margen de esta cultura eran los criollos cultos de las ciudades centrales (ya a finales del siglo XVIII y en el siglo XIX) entre quienes terminarían por imponerse los portadores de un ideario afín a la oligarquía modernista que se convertiría en el enemigo común de indígenas, mestizos, de todas las clases rurales en general; y por supuesto, de la Iglesia.

     

      De la Frontera Hacia Adentro.

 

      Desde la fundación de las primeras ciudades, en los centros urbanos las distintas congregaciones ejercían una fuerte presencia. La educación estaba en manos de las distintas órdenes religiosas. Había primero, una instrucción hogareña, en las casas de las familias pudientes, de los encomenderos; luego una instrucción conventual, ya que casi todos los conventos tenían escuela; instrucción en las parroquias; instrucción particular, en colegios especiales. Santa Fe contaba con escuela desde 1581, Santiago del Estero desde 1585, Corrientes desde 1602, Córdoba y Buenos Aires desde mucho antes, todas ellas en manos de religiosos. Asimismo poco a poco se establecieron los estudios secundarios y finalmente los universitarios. Durante XVII y XVIII las escuelas se multiplicaron.

      Aquí también tuvieron gran influencia los jesuitas, pero de una manera radicalmente distinta a la que ya reseñada. Se procuraron de gozar de buenos contactos entre las clases criollas altas y bajas, y su filosofía y mensaje resultaría tan influyente como con los indígenas conversos y mestizos “Cerca del pueblo estaban por la proximidad que presta el confesionario, y estaban cerca de las clases altas por el ascendiente que dan los seminarios y las universidades. De éste modo lográbanlo todo. Eran fieles a las clases elevadas que daban al país nuevos sacerdotes y funcionarios y también la plebe cuya sumisión era preciso mantener...” 45. Al pueblo (criollo) encandilaban con ostentosas ceremonias y un fervor místico poco común. A las clases altas con la laxitud para perdonar y absolver pecados: “...la laxitud moral siempre tenía ocupados sus confesionarios de penitentes que, sin embargo de sus continuadas reincidencias, lograban de su acomodaticia teología la absolución que buscaban, sin las disposiciones necesarias, y eran muy raros los que en esta ciudad fiaban de otros ministros la dirección de sus conciencias, porque luego sentían la pena de su retiro en las persecuciones que les suscitaban.(...) Si decían las penitentes que desde su juventud tenían su confesor en el convento de San Francisco, les decían que aquellos frailes eran unos piojosos. Si les informaban que su director era dominicano, los menospreciaban con que eran unos necios; y si citaban al convento de la Merced, hacían asco con que eran unos perdidos” 46 Lo cierto es que los jesuitas lograron ser la orden dominante también en las clases dirigentes, y aún en los conventos de monjas que “estaban mareadas de aristocracia”.  

      Uno de los logros indiscutibles de la Compañía en este contexto social era la dirección de universidades. Este contexto culto, apegado a la racionalidad tomista, se difundían las ideas de Francisco Suárez, que serviría de base al racionalismo de los ilustrados, en el que habrían de filtrarse las ideas de Rousseau, Montesquieu, Voltaire, los ejemplos de la Revolución Norteamericana y Francesa, y con ellos una conciencia liberal anticlerical. Así como la presencia de los jesuitas en la educación fue necesaria para encontrar en los jóvenes de principios del siglo XIX una mente apta y cultivada para la ilustración, su ausencia ayudó a que estas ideas fecundaran.

      Cuando irrumpe la revolución en el país (y tras ella la emancipación) las ideas de la ilustración son bienvenidas casi por todas las clases urbanas. No así por toda la Iglesia 47 y sus defensores. Para esta época ya existía una naciente burguesía ilustrada influenciada intelectual y económicamente por  Europa. Sin embargo, durante los años de independencia hombres como San Martín y Belgrano aunaban la retórica religiosa y las ideas de la modernidad. Bajo los principios de la teología iusnaturalista Castelli profesaba y difundía ideas modernas de igualdad y libertad que, lógicamente, incluían al indígena 48. La Asamblea del año 13 reivindicaba a los indígenas y eliminaba los impuestos de vasallaje. Aunque todas estas medidas tuvieron reveses, el rumbo de la nueva nación parecía unirse bajo las nuevas ideas de la ilustración, parecía tender a incorporar formalmente al indio y al esclavo a la ciudadanía bajo una orden, al menos formal, de igualdad ante la ley. Tal vez la última expresión de este proyecto integrador y unificador haya sido el proyecto constitucional de Alberdi.

      Las clases urbanas portuarias, impulsadas y atadas progresivamente a los intereses de los países capitalistas imperialistas que comenzaban a dominar el nuevo orden mundial,  se van conformando en una burguesía comercial. Los puertos comienzan a dominar la economía nacional, y se va gestando una gran tensión política-económica entre los intereses del puerto -y otras ciudades comerciales mayores- y los del interior rural y aún en su mayoría inexplorado y salvaje o semisalvaje. Así se fueron conformando también dos culturas claramente distintas, la rural, de conquista y guerra permanente -que ya expusimos- y la burguesía comercial urbana, que invocaba el fundamento de sus planes políticos en los textos de los ilustrados, principalmente franceses. Si bien no nos podemos detener en analizar el surgimiento de la ideología, simbología y ética de esta nueva clase urbana en sí -que ha sido ampliamente analizada-, lo haremos en cuanto a lo que hace a su relación con las restantes.

      Si bien las viejas clases terratenientes conservadoras y la naciente burguesía reconocen una genealogía común, terminan por divorciarse ideológicamente en el trascurso del siglo XIX. Rivadavia y las leyes de control de la Iglesia, Tagle y el ejército de la fe. Unitarios y Federales. Rosas y los antirosistas. Son momentos de este proceso de escisión entre dos polos políticos que tensaban la construcción política de lo que se pretendería una confederación y que iban generando, a través de las décadas, dos polos culturales opuestos. Tal vez el último exponente de un proyecto unificado e integrador de país haya sido, entonces, Alberdi. Las cosmovisiones e ideario político de ambos polos terminarán por diferenciarse luego de la guerra civil y durante el gobierno de Rosas. Quizás en ese quiebre deba buscarse la estabilización definitiva de dos corrientes culturales que se suponen antagónicas (nacionalismo o localismo contra progresismo burgués), y unidas a ellas -con posterioridad, y no como un elemento necesario- las cuestiones de la legitimidad de un orden burocrático legal racional.

      La burguesía urbana y los aliados internacionales necesitaban de un Estado Moderno (laico, republicano, constitucional, unificado), y de una economía moderna (por lo tanto necesitaban una fuerte expansión: hacia adentro, de nuevas clases agrarias). Los terratenientes conservadores defendían el viejo orden carismático-tradicional cuasi feudal, y la Iglesia su rol tradicional como rectora de la vida civil y como institución primaria de socialización. El orden feudal y el valor simbólico de la pertenencia a la Iglesia se encontraban profundamente arraigados y unidos tierra adentro. Los primeros esfuerzos de la burguesía a principios de siglo se concentraron en retirar de manos de la Iglesia las instituciones civiles que regulaban la relación del sujeto con el poder constituido: la educación y el registro civil.

      Sin embargo su estrategia siempre fue focalizada hacia la expansión y control de las nuevas clases que crecían y llegaban; y no desplegó dispositivos de control o integración para el “extranjero” interior, el indígena. Más arriba ya vimos cómo, según los frailes, el gobierno no quería reducir a los indios en las misiones o colonias sino solo tomar su territorio y dispersarlos dentro del país “como a la nación hebrea”.

      Tampoco hubo un manejo suficiente o adecuado, para sus intereses de la cuestión gaucha -o mejor dicho de la cuestión del paisano no propietario-. Según los historiadores pareciera que el paisano pobre no comienza a ser un problema a tratar sino a partir de la segunda década del siglo XX, cuando se debió dar cuenta en la ley de un nuevo problema social que explotaba entre los terratenientes que mantenían viciosa su tierra, y el labrador que, sin título legal, había tomado posesión de ella, incluso en la peligrosa frontera. Es Rivadavia quien inaugura la cuestión oficialmente, proponiendo mediante decreto del 4 de septiembre de 1812 49:

       “...repartir suertes de estancias y chacras a los hijos del país... bajo un sistema político que asegure el establecimiento de poblaciones y la felicidad de tantas familias patricias que, seindo víctimas de la codicia de los poderosos, viven en la indigencia y en el abatimiento, con escándalo de la razón y en perjuicio de los intereses del Estado...

       “En todos los partidos de la campaña resonaban los clamores de los infelices labradores y ganaderos. se había formado una liga de propietarios para arrojar a aquellos de los hogares... el número de esta clase perjudicial aumenta en nuestra campaña y seguramente la destruiría arrojando de sus poblaciones a la clase productora, labradora y ganadera...

       “Cuando el gobierno hizo conocer al país sus verdaderos intereses, y las riquezas que en ella se encerraban, hemos visto desprenderse de la capital un enjambre de especuladores y ganaderos y abarcar con sus fondos considerable extensión de terrenos, la mayor parte de estos poblados de antiguos tiempos y aún defendidos de los indios por sus poseedores, sin ser propietarios. y he aquí que por la codicia de aquello se han visto repentinamente hecho sus colonos; y por último, arrojados de sus hogares con sus familias y haberes, atacados con órdenes judiciales los más fuertes, para ejecutarlos al desalojo...

      A pesar del buen oficio de Rivadavia en este decreto, que propone una suspensión de los desalojos por un año, hasta encontrar un nuevo terreno, tres años después otro decreto declaraba vagos y condenaba al servicio de las armas por cinco años “a todo individuo de la campaña que no fuera propietario o sirviente con papeleta de conchavo” que debía renovarse cada tres meses.

      Siguió a esto una gran expulsión de los labradores y el consecuente éxodo hacia tierras aún inseguras. El problema continuó durante la época de Rosas. Salvatore 50 recopila y expone documentos judiciales que demuestran que durante ésta época se acentuó de forma particularmente estricta el control de paisanos “no avecinados”, a los que, acusados de vagos, correspondía el servicio de las armas. También saca a la luz cómo la presión del Estado a través de los jueces de paz llevaban a esta masa campesina a pasar la frontera como medio de refugio, o aún, el cobijo del estanciero, muchos de los cuales, con pretensiones feudalistas se oponía a la injerencia del Estado en su territorio. Salvatore demuestra que no es cierta la adjudicación de irracionalidad con que se suele simplificar el período de Rosas, y que, por el contrario, se caracterizó por un aumento de la presencia estatal y del discurso legal racional (aún incorporado en clases rurales); pero siempre unido a un imaginario caudillesco, a razones políticas partidistas, y por tanto, siempre en tensión con una racionalidad carismática-tradicional que no termina de desaparecer.

      El problema del desalojo y la persecución estatal del labrador sin tierra ni trabajo en blanco (“papeleta de conchavo”), continúa a lo largo de todo el siglo XIX, atando, en el imaginario rural y en sus creaciones culturales, la figura del hombre de campo errante en el desierto y perseguido por la ley.

      Pero aún, este paisano sin trabajo de principios del siglo XIX, no es “gaucho”. La unión de la figura del “gaucho” al paisano no ocurrirá sino mucho tiempo después. “Gaucho” era, hasta entonces, un epíteto despectivo, del salvaje de filiación desconocida, principalmente utilizada en el Alto Perú. Su connotación cambia desde que Güemes presume de sus gauchos como victoriosos patriotas 51, invirtiendo el contenido disvalioso del término. Estos sí, eran labradores pobres y pequeños chacareros de Salta, que pelearon indistintamente para ambos bandos. Como vimos, la denominación es confusa, pues los caciques utilizarían, en 1870, la denominación “gaucho” para referirse al propio indígena salvaje e insubordinado. Según De Gandía 52 el gaucho real deja de existir en la época de Rosas, para trasformarse desde entonces, en un símbolo que resume todos los estereotipos que se suponen propios del hombre común argentino. Se hablará de gaucho refiriéndose al labrador blanco que termina por ser desplazado, al mestizo que ejerce tareas rurales, y al indígena salvaje, que termina muerto o converso.

      De todos ellos lo único que se puede asegurar es que a casi todos les espera la milicia forzosa, ya como castigo al labrador desposeído, ya por su condición de indio reducido. El ejército opera como medio mixturante, amargo y forzoso, de todas estas clases. Forjando así la idea del gaucho sometido. La milicia forzosa opera como elemento de identificación negativa. 53

      Rivadavia pretende proteger a los paisanos desplazados. San Martín y Belgrano manifestaban recelos en utilizar a los “gauchos” como soldados, por indisciplinados, pero parecen referirse a otra clase social, más perturbadora. Rosas persigue a los campesinos sin oficio probado y si tierras, y los enrola compulsivamente para el ejército y para su causa. Los unitarios hacen lo mismo, ocultándolos en sus estancias. La nueva burguesía urbana, una vez triunfante, tendrá problemas para definir y tratar con el   “gaucho” entendido como paisano marginal (segunda mitad del siglo XIX). Luego Sarmiento y Mitre, englobando en el término al mestizo que opera en la frontera, y que reproduce en su cultura el orden caudillesco que se quiere desterrar, debatirán sobre su erradicación o su eliminación total. A la vez, se continúan produciendo discursos que pretenden protegerlo, reducirlo e integrarlo. Por último, a finales del siglo XIX y ante el problema de la inmigración, se terminará por rescatar su figura, edulcorada y adornada, como símbolo de las virtudes nacionales contra la corrupción del inmigrante extranjero.

      Tal vez lo errático del tratamiento de la cuestión gaucha se debe a lo errático y difuso de la definición. ¿es el europeo que llega a principios de siglo y se asienta como paisano? ¿ O el indio y el mestizo que viven en lo salvaje y se resisten a disciplinarse? Tal vez el “gaucho” es sólo un símbolo, un objeto de los discursos que se lo disputan, a favor o en contra y no un hombre real. Como quiera el símbolo es fuerte, y por ello mismo resulta constitutivo de la forja de una identidad rural. Desde el adentro o desde el afuera, se empieza a catalogar de “gauchos” a los rudos campesinos, y los mismos luchadores campesinos comienzan a reclamarse “gauchos”. El miedo y el fracaso de la burguesía al tratar con esta cuestión están mejor retratados en la literatura gauchesca que se produce no en el medio rural, sino en las ciudades.

      José Hernandez, un hombre de la ciudad pero con arraigo en el campo, escribe el Martín Fierro. En él se retrata la desconfianza del hombre rural frente a la ley y rescata la actitud del rebelde que vive al margen de ella. O al menos se retrata lo que un hombre de ciudad, crítico de la cuestión, cree que ocurre con este gaucho. El Martín Fierro representa al renegado libre que lucha por mantener su libertad contra la ley (el Juez de Paz), el ejército, o el Estado. Al margen de que tal vez lo que refleje sea lo que un hombre culto de ciudad cree que ocurre en el campo y cómo cree que se resuelve de manera trágica esa injusticia, la masiva repercusión de esta obra en el medio rural es un claro indicio del arraigo de estas ideas, de la identificación del hombre común con aquel gaucho perseguido, particularmente la identificación con el hombre que no se deja someter por un Estado que considera injusto e ilegítimo.

      Junto con el Martín Fierro, la otra gran obra de difusión de esta imagen del buen hombre, noble y recio, perseguido por un Estado ilegítimo es Juan Moreira 54. En él se refleja mejor  ya no sólo la existencia de este personaje noble, moral, que no puede comprender a la ley y termina por rebelarse; sino también la preocupación de la nueva burguesía ilustrada de dar cuenta de éste hombre. Porque éste es el interrogante que se hace Gutiérrez: ¿se puede castigar a este hombre? ¿cómo tratar con él? La misma preocupación se debatía en la academia. 55

      Pero el otro aspecto del folclore que se termina por arraigar firmemente en estos años es la religiosidad. Cualquier obra tradicional o rural de estos años, y a partir de allí hasta la actualidad, se encuentra repletas de invocaciones religiosas y de un imaginario de tipo católico popular simplista y sumamente afectivo: Se invoca a “Tata” Dios. Se canoniza al gauchito Gil. Y a la “difunta Correa”. La persistencia de distintas imágenes religiosas vulgarizadas en el medio rural y desde allí en el folclore se extiende hasta el siglo XX.

      Esto sólo se puede explicar por la persistencia y presencia de los misioneros (también como capellanes y curas de pueblo) en el medio rural, particularmente allí donde se articula la relación de dominación, por la fuerza, por la integración económica o racial, o por el convencimiento (que incluía una amenaza de la primera y una promesa de la segunda). A pesar de las quejas de los misioneros contra el Gobierno Nacional por tratar la cuestión indígena a través de la dispersión (y abandono en la miseria) o con el sometimiento al servicio armado, continuaron ellos en la frontera antropológica y social como canal entre el indígena y el nuevo orden, hasta entrado el siglo XX.

      Aún hoy, particularmente en los jesuitas, sigue debatiéndose sobre el rol histórico de la iglesia en la colonización, y su postura de defensa del indio se traduce, en el trascurso del siglo XX, en defensa del pobre, y en la conocida Teología de la Liberación.

      Después de denunciar la complicidad de la Iglesia con la conquista, el jesuita Gómez Fregoso 56, en un debate a finales de siglo XX, sostiene:

      “Al historiador, auxiliado de todas las ciencias sociales le compete ayudar a entender este largo y complicado camino que las culturas de América latina han ido recorriendo en su  casi continua historia de opresión desde los imerialismos prehispánicos, la sangrienta conquista militar, la conquista espiritual, los siglos de colonialismo hasta la dependencia y dominación actual por parte de los países industrializados. De ahí que como fruto natural de un largo proceso, los pueblos cristianos de América latina estén empeñados en la reflexión teológica inculturada en la realidad: en las Teologías de la Liberación.”

     

      En cuanto a la burguesía en el siglo XIX, era una clase primordialmente urbana y los efectos del proceso de laicización, sus instituciones y dispositivos de control estuvieron en gran medida enfocados a dar cuenta de los fenómenos demográficos y sociales de las ciudades, con el problema de la inmigración. En la frontera no tuvieron propuestas de reemplazo a las de los misioneros. Pues si bien terminaban forzando al indígena a la explotación económica o al servicio militar, dependían, en gran medida, de la comunicación y pacificación que sólo el cura podía negociar.

      El país crecía en dos frentes, desde afuera, por el aporte de la inmigración europea, y desde adentro con la toma de territorio indígena y integración-sometimiento forzoso del Indígena. En la frontera, donde hasta mitades de siglo XIX convivían peleando en una estabilidad constante el indio, el cura, el terrateniente y el gaucho -y donde luego se plantearía una guerra de exterminio- el mismo devenir de su vida social belicosa y de ocupación atentaba contra la llegada de discursos modernos y dispositivos de control modernos efectivos. La presencia del Estado se limitó a la dimensión simbólica, propia de las estrategias de la soberanía: el juez de Paz, que administraba los castigos, en general visibles (la muerte y ostentación del cadáver) o útiles al Estado (la conscripción forzada), con una arbitrariedad pocas veces controlable por el Gobierno central; y el jefe del Ejército, que batallaba con el indio y lo sometía, o que lo tomaba de la reducción para obligarlo a formar parte del Ejército.

      La inestabilidad y lejanía del medio, impedía la implantación de instituciones estatales de racionalidad disciplinaria y organizativa que pudieran suplantar el rol en este campo de las reducciones, colonias, iglesias de pueblo y numerosas escuelas y universidades franciscanas y jesuitas. La Iglesia está en el centro del pueblo, porque el pueblo se formó alrededor de ella. El cura seguía siendo el fundador por excelencia. Como bautista era el conducto a la ciudadanía. Como instructor era el primer maestro de lectura. Como mediador de las facciones era el arbitro de la vida cotidiana. El aparto instructor, integrador social y difusor de ideas y moral de la Iglesia predominó a pesar de las tensiones en el medio rural y en las nuevas pequeñas ciudades del interior.

      Hacia finales de siglo, las intromisiones del Gobierno Nacional en las misiones, y sus planes para tratar la cuestión indígena, cuestión paralela a las diversas luchas por el valor civil de los trámites sacramentales y la educación, terminan por enfrentar a casi la totalidad de la Iglesia de finales de siglo con el nuevo proyecto político.

      La formación que la Iglesia y el cura pedestre había logrado en el hombre de campo (simbólicamente cristiano), así como el desarrollo mismo de una errática guerra (y de una ética guerrera), resultaban en la construcción de un sujeto opuesto a los intereses de la burguesía y en un hombre rural poco o nada útil al trabajo disciplinado que requería el naciente capitalismo. Se presentaba como un sujeto errante, indisciplinado y belicoso que rechazaba la idea de un Gobierno central y lejano al cual someterse por puro imperio de la ley.

      El folclore en general se teje alrededor de la figura del buen forajido, del noble rebelde, acompañado de la fe y la simbología católica, siempre en oposición a la ley y el Estado. Junto con el Martín Fierro y Juan Moreira, y aún después, los bandoleros rurales son convertidos en héroes populares, todos ellos teniendo algo en común: representan a un hombre con valores nobles que es perseguido por la ley, que se manifiesta ilegítima a través de funcionarios injustos y corruptos.

      Una especie particular de iusnaturalismo religioso se arraiga profundamente, en el imaginario y en la ética práctica del hombre rural. En sus valores nobles y más allá de la ley, se invoca siempre a Dios y a los santos. La nobleza, la justicia divorciada de la ley se conformaron en tradición.

      Una vez tomadas las instituciones de control formal, la burguesía modernista dirigió modelos disciplinarios, que como vimos fueron escasos contra este hombre que se presentaba resistente. El hombre de campo, ahora ya no un simple paisano desplazado, sino que representa a un hombre sometido forzosamente, guerrero renegado, peligroso para el orden y a la vez afectuoso y libre en su corazón. En consecuencia resistente a los nuevos valores de progreso. El (semi) indio, el gaucho, el mestizo, en general el hombre rural, parecen reinvindicar su indisciplinamiento junto con su fe religiosa. Frente a este hombre refractario, a la vez que intentó extender y profundizar las instituciones de disciplina formal, la burguesía comenzó a producir estrategias racistas de exterminio, proponiéndose eliminar a quienes frenaran el progreso 57. Las ideas de progreso a través del exterminio, podrían haber tenido éxito si no fuera porque este hombre resistente ya existía, y de forma muy extendida, como parte constitutiva de todo el orden productivo. La estrategia colonial-eclesiática de incorporación jerarquizada y sus efectos de mestizaje ya llevaban siglos de práctica y había tenido efectos profundos y duraderos en la conformación de una cultura que rescataba como tradición propia al hombre fuerte y creyente. El fracaso del nuevo orden en dominar la clase rural o semi rural se tradujo en el plan de importar mano de obra obrera industrial que estuviera disciplinada para el trabajo que el nuevo orden en formación requería. 58

      En síntesis, el ataque ilustrado sobre el poder de los caudillos, los terratenientes conservadores y la Iglesia, unido al sectarismo intransigente de quienes terminaron imponiéndose en el movimiento modernizador, terminó de unir los intereses de caudillos rurales e Iglesia en una alianza duradera, al menos en el plano del imaginario y lo simbólico. En la imagen popular de las masas rurales, indisciplinadas, ambos fueron sus más fieles defensores y representantes 59. Se anuda en la tradición rural que se reproduce en el siglo XIX una alianza católica-nacionalista de resistencia, que rescata el valor del localismo rural, de la fe católica y del caudillo carismático. Una cultura que aúna el valor simbólico de la pertenencia formal a la religión católica, una ética de la fuerza, y, como resultado de este contexto histórico, una ética de la resistencia contra el Gobierno y sus instituciones. Rosas y los caudillos tradicionalistas del interior, cuya cultura política permanece aún después de la caída de éste, son fieles representantes de esta lógica política conservadora que se ató a las representaciones religiosas.

      En síntesis, para las clases rurales con una ética, unos intereses y una cosmovisión opuesta a la burguesía, esta ley del gobierno central era claramente un instrumento más de opresión, y de ningún modo gozaba de legitimidad -que era en la ética práctica rural, una cualidad divina, y no una cualidad formal legal-. A partir de las categoría de valoración ampliamente arraigadas en la educación religiosa (y principalmente el principio de libertad de evaluar el mérito de la ley), la ley era para las clases rurales y pobres un instrumento de un poder terrenal, claramente parcial, injusto, muchas veces incluso contrario a los representantes de Dios, por todo ello definitivamente ilegítimo. La escasa representatividad popular de las ideas progresistas y la resistencia que se creó llevó a la conformación de una oligarquía burguesa que recurriría a todo tipo de simplificaciones darwinistas y spencerianas para justificar la aniquilación, y encubrir el fraude electoral sistemático durante las primeras décadas del siglo XX, y nuevamente la legitimidad de la ley se vería burlada repetidamente en la simbología popular. Esta dinámica de oposición terminó por divorciar definitivamente en la simbología y en el imaginario rural legitimidad y legalidad.

      En las décadas de expansión urbana la clase rural fue poblando las ciudades portando consigo su aporte cultural y su fuerte concepción moral. En la clase popular también formada por el pobre mestizo que llegaba a la ciudad, la trasgresión de la ley esta arraigada firmemente a su tradición y a su folclore como un valor positivo cuando es la reivindicación de una moral firme y elevada, atada a sus cercanías afectivas (la familia, los compañeros, la fe) que está más allá de la legalidad. En este imaginario lo legítimo está representado por el hacer y por la fidelidad a los afectos, no por la ley; por la relación personal directa, no por la mediatización racional legal. El hombre de hechos (de facto), que ejerce el poder visible y directamente, como un padre -el caudillo-, que distribuye su poder por cercanía afectiva y no por cálculos, es quien logra representar los valores populares. El que esconde sus pretensiones tras leyes racionales es un personaje ilegítimo.

      Incluso a pesar del proyecto educador secular de Sarmiento, no se desterró el orden simbólico-ético que sustentaba en las clases bajas la posición privilegiada de la fe y la legitimidad de la rebelión contra la ley injusta. Estas ideas se mantuvieron en gran parte de la Iglesia (que se alinea como nacionalista) y se difundieron en sus amplísimos dispositivos educativos (sacramentos, misas, escuelas, colegios, universidades, seminarios). Desde la Iglesia pasaron a formar parte de la tradición rural y desde allí se perpetuaron.

      En definitiva mientras la clase política dominante se mostraba modernista, y a la vez abiertamente racista y clasista, las clases populares permanecieron formalmente religiosas y conservadoras, y opuestas al poder constituido. El factismo, la resistencia y el personalismo será un código ético sistemáticamente introducido en la educación religiosa (en las misas, los catequismos, los discursos) y militar; y mantenido de esta forma entre las prácticas catalogadas por estas instituciones como costumbre y tradición, asignadas a lo que se entiende como nacional y argentino.

      Podríamos resumir diciendo que los fenomenales dispositivos disciplinarios que puso en marcha la burguesía, no solo fueron insuficientes para su plan, sino que al verse deslegitimados a priori, al no contar con una invocación ética suficiente en el imaginario del hombre rural o semi-rural, al no penetrar en la distancia que imponía el medio, no fueron suficientemente efectivos para crear una nueva cultura de obediencia al poder legal. En la órbita intima de las clases rurales fueron resistidos por una tradición formalmente religiosa, respetuosa del dominio fáctico directo y visible. Una mentalidad y un orden político carismático-tradicional, que se había formado a través de una persistente estrategia pastoral y de una permanente guerra de colonización y frontera, fue el límite para la penetración disciplinaria que pretendía la burguesía. 60 Se hizo necesario entonces importar obreros ya disciplinados en Europa para escribir otra historia, pero éstos también escribirían la suya propia.

 

      La Fronteras de lo Visible: La Masonería

     

      Merece un tratamiento aparte la cuestión de la masonería. Si se hace difícil hablar sobre la Ilustración y el racionalismo en nuestro país sin hablar de la masonería, más difícil se hace determinar su verdadero rol: si ellas (al menos como fenómeno político extendido) son fruto o consecuencia de la Ilustración. Convengamos que han sido al menos un instrumento de fundamental importancia para la toma del poder por parte de las clases ilustradas y para la difusión de determinadas ideas políticas.

      Sin embargo la masonería en nuestro país cometió el mismo error que la gran mayoría de los líderes políticos ilustrados (y lo comparten porque prácticamente todos ellos fueron masones), al permanecer elitistas, impidieron que sus ideas penetren en la conciencia popular. No necesariamente esto debió ser así; y de no ser así hubiera habido consecuencias muy distintas como en muchos otros países latinoamericanos.

      La masonería del siglo XIX presenta características muy afines a la consagración del espíritu procapitalista que describe Weber: ascetismo, metodismo, legalismo. Y presenta un fuerte contenido místico. Sus miembros solían ser abnegados, prudentes, y mantener una ética férrea. Entre ellos ser masón no solo daba prestigio, daba seguridad de honestidad. Como la anécdota que relata Weber en El Espíritu Protestante...sobre el hombre que se hacía bautizar para ser banquero en EEUU, por el prestigio que la pertenencia a la comunidad religiosa le daba, lo mismo podría decirse de la masonería en muchos países: no sería extraño que un hombre quiera ser masón para ser un banquero político o profesional exitoso por el prestigio y el respeto social y el respaldo que obtendría. En ciertas comunidades en las que las logias son un fenómeno extendido, ser miembro de una de ellas da prestigio y confianza.

      De la mentalidad de un masón -afín a la mentalidad protestante- definitivamente podría haberse formado una tradición cultural apta para el desarrollo adecuado del capitalismo, directamente como fruto declarado del plan disciplinario del francmason y de su discurso de libertades burguesas, del trabajo honesto, del racionalismo metódico, de legalismo. No por casualidad las logias de distintos tipos florecen en todos los pueblos de EE.UU. Pequeñas logias locales y circuitos paralelos como el Rotary Club, o Clubes de Leones, tiene muchísima relación tanto en sus orígenes como en sus objetivos con la masonería operativa, operando casi como un sistema paralelo auxiliar de la masonería mayor. Entre los protestantes tardíos de los que habla Weber, era natural, por sus características sectarias y por su ética que florecieran este tipo de logias, convirtiendo la ética burguesa ilustrada no en un fenómeno de una élite sino en un fenómeno social extendido y casi hegemónico.

      En Chile o en Cuba (aún la actual) –por poner dos ejemplos - no puede dejar de sorprender la gran cantidad de edificios con la escuadra y el compás en su frente o directamente con el nombre de la logia, aún en pueblos pequeños. En cambio el argentino medio suele vivir toda su vida sin haber escuchado del tema, sin saber bien de qué se trata, y sin conocer, seguramente dónde queda la sede de la Gran Logia de su ciudad. Algo inexplicable en otros países. En nuestro país las logias mantuvieron un silencio hermético e hicieron poco por extenderse a todas las capas sociales (ni el Rotary Club de cada barrio suele ser conocido por los vecinos). Esto tal vez se deba a que cuando las logias en todo el mundo parecían conseguir su mayor poder (durante el siglo XIX), su crecimiento en nuestro país fue interrumpido por la persecución sistemática de Rosas. En esta época debieron cerrase, aumentar su hermetismo y formarse nuevamente ya tarde, luego de que éste fuera depuesto. Entendiendo el giro racista que dieron los líderes de la burguesía urbana a finales de siglo, y por la amplia penetración popular de la Iglesia, resulta fácil entender que las logias masónicas no se extendieran más que a ciertas capas “superiores”. Cuando comenzaron a extenderse (en el cambio de siglo) , ya la ética masónica no era homogénea: los obreros comenzaban a fundar sus propias logias, algunas se transformaban en sectas religiosas, otras en partidos políticos, o en clubes sociales, y en todo el mundo comenzaban a dividirse luego de perder sus objetivos comunes –por haberlos logrado, en su mayoría-.

      La masonería fue sólo un instrumento político en nuestra historia, y no un fenómeno social como lo es en otras. Pretendió dominar, no difundir una ética particular. No será hasta Sarmiento que la educación laica y todas las propuestas liberales que los masones tomaban como bandera se apliquen, difundiendo una cultura liberal y secular. Pero aún entonces, al no estar acompañadas estas ideas de un reemplazo espiritual para la Iglesia -que la masonería podría haber provisto-61 estas ideas nunca pudieron penetrar en donde el mensaje de la Iglesia había calado profundo: en el espíritu, o si se quiere en las representaciones simbólicas de lo sagrado, en la imagen de la divinidad en la tierra, y en dar ese orden de justicia más allá de las leyes que tanto se invoca. Para el indio, el gaucho, el soldado y el hombre de campo (terrateniente o campesino) la imagen de esa justicia es el cura, y con él la religión católica.

      La ilustración criolla logró quitar la educación y ciertos controles institucionales de la comunidad de manos de la Iglesia, pero no logró borrar ni su presencia extendida, ni su rol social simbólico-espiritual, y con él su efectiva formación ética.

 

      De la Frontera Hacia Adelante.

     

      La preferencia ética por la dominación personal carismática contra la dominación burocrática es una tendencia que permanece aún arraigada. En nuestra historia reciente del siglo XX es fácil notar cómo ha sido oportunamente explotada en numerosas ocasiones en las que se ha apelado a este ideario y a esta moral popular: en parte de la ideología peronista, en los discursos de los gobiernos militares, de los paramilitares, en los de los grupos de derecha hasta las guerrillas montoneras, en la teología de la liberación y en algunas corrientes de la iglesia moderna, particularmente herederas o tributarias de las que se encargaron de la cuestión del hombre rural pobre en América Latina (jesuitas, franciscanos, dominicos). 

      También el ideario y el vocabulario del derecho a la rebelión contra un orden que se considera ilegítimo ha sido invocado repetidamente cada vez que un gobernante pierde representatividad y se insta a distintos tipos de rebelión, desobediencia o revolución. Cada golpe de estado, cada intervención no constitucional en el poder, ha buscado legitimarse en el discurso apelando a valores morales más allá de la ley, principalmente relacionados con el nacionalismo y con las creencias católicas. Perón, Onganía y el Proceso, por disímiles que puedan ser, han invocado y echado mano de este arraigo cultural, pues sabían que en él estaba la potencial legitimación de su autoridad.

      Las corrientes éticas y culturales que se forman durante estos siglos, hacen eclosión, se mezclan y dan a luz nuevos discursos en el gobierno de Perón. Perón entiende la necesidad de un líder de facto y católico (no de un representante de la inevitablemente ilegítima oligarquía burguesa) que lleve los trabajadores a la modernidad industrial. Sólo un hombre con imagen de poder y manifiestamente católico (en lo formal, al menos) podría haber arrastrado tanto apoyo en las multitudes. Amalgamó los sentimientos populares de una justicia más allá del orden, y la colocó en el orden visible, encauzó los nuevos sentimientos corporativos obreros heredados de los inmigrantes, y la ética y estética factista -el ejercicio del poder como valor mismo-. Extendió todas las instituciones disciplinarias de control propias del nuevo orden industrial Es recién a partir de su primera época que los dispositivos disciplinarios de la modernidad industrial se expandirían un alcance nacional, y se difundirían con nuevas oleadas de desarrollo económico y migración hacia el interior del país, dando a luz a nuevas corrientes culturales, principalmente de trabajadores locales e inmigrantes europeos.

      Es cierto que merece agregarse a este estudio todos los aportes culturales de los inmigrantes desde fines del siglo XIX, y las distintas formas con que la subjetividad se manifiesta en las crecientes ciudades.. Sin embargo, estos temas, que ha sido extendidamente estudiados, nos exceden. Basta advertir que se tiende a analizarlos autónomamente, olvidando que su cultura fue un aporte que debió integrarse a esta base cultural popular que ya estaba firmemente arraigada. La nueva idiosincracia del proletario argentino no es la pura del inmigrante, sino la que se produjo de la acción intercultural sobre una cultura, una simbología y unos códigos éticos de una tradición particular. Estos principios éticos culturales permanecen manifestándose esporádicamente en la idiosincracia del argentino medio, al menos hasta los años noventa del siglo XX.

      Aunque el siglo XX merece un estudio separado y pormenorizado, debe siempre tomarse en cuenta que siempre, en cualquier proceso histórico en la Argentina, existe cierta tensión cultural entre dos cosmovisiones y racionalidades ética-políticas, que se encuentran presentes en todas las prácticas e instituciones políticas del país; que si bien forman parte de un continuum que se puede totalizar, más o menos de forma ficcional, como la identidad argentina, representan, responden y tienen a dos polos culturales opuestos. Las instituciones, los movimientos sociales, la vida política (institucional y micropolítica también) del argentino debe entenderse y analizarse teniendo en cuenta estas tensiones.

 

      Conclusiones

     

      Desde una óptica y un vocabulario foucaultiano nos atreveríamos sintetizar nuestra idea sosteniendo que el amplio despliegue de dispositivos pastorales religiosos persistentes a lo largo de cuatro siglos y las construcciones políticas surgidas del proceso de la guerra de ocupación se combinaron creando un tipo ideal del hombre rural, una imagen del sí mismo que se trasladaría al hombre pobre y al que migra las ciudades notoriamente disfuncional para los intereses de la naciente burguesía, principalmente por su resistencia a someterse a un orden de obediencia racional-legal (y con él al orden capitalista).

      Los dispositivos de disciplina que la burguesía implementó no calaron lo suficientemente profundo para modificar radicalmente esa subjetividad, particularmente porque (1) se aplicaron principalmente sobre el medio urbano, en un país dependiente del medio rural, que crecía y se formaba en parte desde la frontera en el medio rural, que aun se encontraba en necesidad de una justificación ética de la guerra de conquista -entendida como ocupación de territorios-, (2) porque se aplicaron sobre una cultura tradicional que se sostenía en valores carismático-afectivos explícitamente opuestos la burguesía, y (3) porque no contaron con sistemas místicos eficientes y extendidos de reemplazo de la fe católica que le era disfuncional.

      Existieron dos procesos históricos sin embargo que habrían podido generar una mentalidad ascética, metódica y legalista, necesaria para el afianzamiento de un futuro capitalismo o de una moral burguesa, pero por distintas razones, ambos quedaron truncos. El primero, el del Imperio Jesuítico. El segundo, el proyecto masón.

      En cuanto al primero, la ética de los jesuitas tenía muchos elementos similares a los puritanos y a los protestantes que hubieran sido muy funcionales al nacimiento de un sistema burgués capitalista; eran ascetas, metódicos, racionalistas y calculadores. Sin embargo, sus comunidades no lograron nunca una existencia autónoma al margen de la misión y con los indios reducidos sometidos por los encomenderos y adelantados y la orden desterrada el proceso finalizó. Su triunfo se limitó -o se extendió- fue arraigar históricamente como principio ético el derecho a la rebelión contra la ley tiránica (civil) instando repetidamente a sus fieles a ejercer ese derecho. Su aporte de una ley divina más allá -y contraria a la ley humana que existía-, y su derecho natural a la rebelión, fue un principio ético que se arraigaría en todos sus dispositivos educativos, y a través de ellos, al nuevo indio cristiano o semi-cristiano, y a la clase conquistadora criolla.

 

 En cuanto al proyecto masónico del siglo XIX, fue impedido y limitado por la férrea resistencia de la Iglesia, y los conservadores nacionalistas (particularmente en la época de Rosas) y al adquirir posteriormente el ribete elitista y racista propio de sus líderes, no representó un fenómeno social de mayor importancia, sino sólo un instrumento político privilegiado de la naciente burguesía.

       Otras corrientes históricas que influyeron en la tradición moral de nuestro país provinieron de las restantes órdenes misioneras, que fueron acomodando sus prácticas a las necesidades políticas de conquista y dejaron de lado la gran transformación espiritual que pretendían en el siglo XVI y XVII. Se terminaron avocando a una reducción civil y conversión formal-sacramental del indio, así como a la educación general del blanco criollo y de las clases mestizas. Aunque debieron someter sus pretensiones a los intereses del gobierno, se posicionaron como vía de acceso exclusiva al orden colonial y como actores privilegiados en la vida cotidiana y política del hombre común. Consiguieron que la Iglesia representara una posición simbólica insuperablemente legítima como árbitro y guía de la vida cotidiana en el imaginario de las clases rurales y de los terratenientes.

      Conjuntamente, en el medio de frontera y ocupación se desarrollaba una ética feudal propia de la estrategia de conquista: la propiedad nace de la ocupación, la legitimidad nace de la fuerza, el derecho nace del poder. La guerra permanente y la permanencia de espacios vacíos para conquistar afianzará y difundirá este principio que el medio rural conservará como un valor tradicional. La lógica ética feudal necesaria en la conquista, se introdujo en los valores cotidianos. La legitimidad del dominio de facto se impuso finalmente como un paradigma político, particularmente en los status superiores conservadores, descendientes de colonos-terratenientes (y de allí al ejército, que se reclama hereditario de esa tradición) y en el hombre rural que de él dependía.

      En un contexto geográfico lejano la nueva cultura burguesa racionalista e internacionalista en el siglo XIX se desarrolló al margen de las misiones y de la vida indígena, en una elite urbana, de la que los mismos colonos y estancieros del interior quedaban excluidos. Sus dos oleadas expansivas hacia el campo (las dos primeras décadas del siglo, y las tres últimas), inauguran la cuestión del paisano desplazado y la cuestión del indio como problemas a resolver. El primero nunca pudo ser resuelto, y terminó configurándose así la imagen del “gaucho” rebelde e indisciplinado. El segundo, a pesar de la presencia de los misioneros, terminó por resolverse con la campaña de exterminio y sometimiento. En cada una de estas etapas, las capas superiores de la burguesía adoptaron un discurso y estrategias racistas62 que la alejó de las bases étnicas que formarían las clases populares. Las estrategias disciplinarias modernistas, racistas, tildadas de extranjerizantes y sin duda amenazantes para el modo de vida del medio rural fueron resistidas por los descendientes de indios y mestizos, los campesinos, quienes se mantenían aún bajo la influencia simbólica de los frailes, de los que recibieron la primera instrucción, que los defendían de los excesos, y que ya formaban parte de su imaginario cultural y de su código moral. Ellos continuarían siendo su principal carta de ciudadanía antes que la escuela.

      La Iglesia adquirió gran legitimidad popular a la vez que un rol fundamental para las viejas clases altas terratenientes por sus intereses caudillistas conservadores. Con el ataque de la oligarquía burguesa, estos sectores terminaron por afianzar su unión. Las clases dominantes urbanas, modernistas y racistas representaron desde entonces para el hombre rural del siglo XIX y principios del XX un poder necesariamente ilegítimo.  

      La rebeldía ante la ley ilegítima se afincaría históricamente como principio en el ideario religioso y moral del hombre rural -también en las instituciones legales heredadas de la colonia, y desde allí en el proletario. Por la deslegitimación del discurso oligárquico-burgués que despreciaba abiertamente al hombre rural y mestizo (y luego al inmigrante también), la misma situación de marginalidad adquirió un valor positivo en la ética de las clases excluidas. Ligadas la idea de pobreza y marginalidad (el gaucho, indio, negro, campesino) a la presencia constante de los frailes como la única vía de ciudadanía y defensa del pobre, el principio ético de la justicia divina por sobre la legal, resultó en la asignación de la idea de marginalidad e ilegalidad con un valor positivo, que encuentra su justificación en una justicia supralegal. El rebelde y el resistente pasó a ser un personaje de veneración. El gaucho, el pobre rural, muy católico, se enorgullece de ser “salvaje”: su salvajismo representa la libertad, particularmente la libertad natural y divina por sobre la tiranía de la ley del gobierno, tiránico y -en nuestro caso- anticristiano. 

      Los intereses y discursos de la Iglesia y de la clase agraria conservadora resultaron plenamente funcionales entre sí. La legitimidad del dominio de facto, que incluye el ascendiente carismático del caudillo por sobre sus fieles, es absolutamente afín a la legitimidad divina que pregonaba la Iglesia. En la clase terrateniente rural, se reprodujo la legitimidad del uso de la fuerza. En las clases marginadas la legitimidad de la ilegalidad. Para ambos, de ahora en más, la ilegalidad es legítima en un orden supralegal (divino o natural).

      Este panorama comenzará a cambiar paulatinamente con la industrialización gracias a los nuevos valores que los nuevos obreros e inmigrantes de todo tipo, introducirán a las clases bajas. Y más aún a mediados del siglo XX cuando la racionalidad industrial resulte legítima a nivel nacional (conservando muchas de las características de la racionalidad carismática).  Sin embargo es fácil notar como persiste aún después de la gran inmigración en la simbología de las clases bajas la legitimidad sacramental de la Iglesia (que no ha perdido del todo su aparataje pastoral). Y cómo persiste en las clases bajas y en la oligarquía rural conservadora la idea de la legitimidad del poder ejercido directamente, de hecho, y la sospecha de la ley: ley vulnerable en favor de este orden supralegal.

      La alianza ideológica-política nacionalista católica y popular hará eclosión y se transformará  recién en la época de Perón, con el despertar de la clase obrera y el corporativismo, mezclando sus discursos con el modernismo ya debidamente difundido por la educación laica, dando por resultado un permanente pero conflictivo amor popular al facismo (o su manifestación local: caudillismo), manteniendo fielmente estos principios éticos por tantos años reproducidos. El facismo, al menos en nuestra versión, es más bien factismo moderno. Un orden productivo industrializado, bajo principios de dominación carismáticos y regido por un principio de legitimidad de la acción directa (de la dominación de facto). 

      Difícilmente en esta evolución histórica se hubiera podido desarrollar una ética popular legalista y metódica que diera origen a un espíritu como el que refiere Weber, o si quiera una moral liberal burguesa extendida a través de fuertes dispositivos disciplinarios y educativos a la manera de Francia. Los valores éticos trasmitidos por la formación católica y las circunstancias históricas de la conquista impidieron el desarrollo de una mentalidad apta para que germinara un sistema político estable secular, republicano y racional. Por la particular evolución histórica de nuestras clases sociales, el mensaje de la ley natural sobre la de los hombres se convirtió en la consagración del ilegalismo legítimo.

      Si seguimos la lógica Weberiana, con esta formación ética, no es esperable otra cosa que un sistema político inestable, con tendencia al informalismo. Un tipo de dominación carismática-tradicional. Una sociedad refractaria a la burocracia, poco respetuosa de un orden formal-legal y apegada al dominio visible y afectivo. De éste devenir ético de la “idiosincracia” popular se deriva necesariamente, un desapego por la ley. Un desapego por la ley implica como consecuencia la ineficacia del mandato legal formal para regir la voluntad y de las instituciones legales para modificar las subjetividades. O lo que es lo mismo un déficit simbólico (o un valor negativo) de la norma formal.

      Si estos procesos culturales son ciertos, es decir, si es cierto que existe en el argentino común una desconfianza de la ley; una cierta tendencia a valorar la justicia según valores firmes e independientes de la norma formal, a los que le asigna una categoría superior, no es de extrañar que en su normalidad cotidiana cometa permanentemente pequeños actos de corrupción (de trasgresión normativa) sin por ello sentir un especial reproche, ni de sí mismo, ni de su propia comunidad. Por el contrario, sienta su conducta como un pequeño acto loable de rebelión contra la autoridad, particularmente si su conducta se atiene a los valores morales comunes que entiende supralegales.

      Es cierto que este análisis ha quedado trunco. Pero nos ha interesado desnudar, más que nada, la base de tradición, de herencia cultural, que sustenta esa evolución social en permanente movimiento. Y nos parece que la importancia de esto no es menor. Si se concuerda con esto, cualquier teoría de criminología sociológica debe ser reformulada a la hora de interpretar la conducta de los grupos sociales argentinos. La anomia (en el sentido Mertoniano), la formación de subculturas, e incluso la fuerza y la necesidad de técnicas de neutralización frente a una conducta disvaliosa propia63, deben ser reestudiadas y reformuladas para esta realidad particularmente distinta a aquella en la que fueron creadas.  Como bien lo nota Melossi 64, existe una “radicamento”, una radicación cultural de las formas de control social que nos obligan a dar cuenta de su surgimiento y manifestaciones en cada contexto histórico y geográfico particular.

      En nuestro caso, entender esta radicación cultural nos ayudará a entender no sólo el surgimiento de las instituciones de control sino a evaluar su adecuación, su eficiencia; y en definitiva, a entender el devenir social de distintos problemas relacionados con el control social, la moralidad y la legalidad. Si se coincide en las conclusiones, no resulta plantear análisis para entender la corrupción dirigencial generalizada y aparentemente insuperable, que ha sido una constante desde la formación del país y aún antes pues, resultan claras las razones culturales que sirven de base a la permanencia de las prácticas corruptas,  entendiendo ésta categoría como una propia del orden burocrático legal, que no termina de imponer legitimidad. No solo hay una particular predisposición a la tolerancia frente al líder carismático “corrupto”, hay, en muchos casos identificación, y hasta cierto amor cuando se convierte en un caudillo, en un hombre de hechos: cuando hace visible su trasgresión e incluso hace de ella una bandera, el hombre se trasforma en un líder legítimo.  En síntesis, si la ley tiene este devaluado y contradictorio valor simbólico para el hombre común, y hay cierta predisposición anímica para ser dominados de forma carismática y personalista, y de respetar el poder ejercido de facto, se reivindicará favorablemente el acto contrario a la ley que despliegue ostensiblemente un hombre con poder. La tolerancia de la corrupción es reivindicación cuando el acto se personaliza en un caudillo fuerte, un hombre de hechos, y el acto pasa a ser, como trasgresión misma, un despliegue de poder directo y en ejercicio, un hecho positivo.

      Creo, en definitiva, que estas que he expuesto son algunas de las raíces históricas de una cultura de la trasgresión cotidiana. Creo que esta cultura está emparentada -al menos a través de la tolerancia y la identificación- con otros fenómenos de corrupción omnipresentes y persistentes en el devenir político de la realidad argentina. También creo que en esta cultura se encuentra la semilla de la resistencia del hombre común a ser dominado por lo que considera un sistema injusto. La ilegalidad, la informalidad y también la rebelión y en ella la esperanza de revolución. Tal vez con ello se pueda explicar la facilidad del hombre común en nuestro país para la construcción de órdenes alternativos (no estatales), que siempre giran en torno a ciertos valores morales comunes.

      El devenir de fuerzas, la conformación social, las contradicciones y las ideologías y cosmovisiones del hombre común que he expuesto han continuado conformándose y moviéndose desde mediados del siglo XX, y sin duda en estos primeros años del siglo XXI. Será necesario continuar este estudio con las fuerzas del presente para entender este nuevo devenir y construir herramientas útiles para aportar al análisis sociológico del presente.

 

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Páginas Web consultadas:

 

Página WEB de la Compañía de Jesús. www.jesuitas.es

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Notas:

1 Salvo, tal vez en SALVATORE, 1993.

2 WEBER, reed 1998. p. 86-87

3 (AAVV, 1988)

4 Cita de J. VILLEGAS (1977) en STORNI. (AAVV, 1988.)

5 Para una síntesis de la operatividad de la confesión como práctica de control puede verse de FOUCAULT “Los Anormales” (2000), clase del 19 de febrero.

6 (BERNAl, s/d; GALVEZ, 1989)

7 H.S. STORNI (AAVV, 1988)

8 Como es esperable según WEBER en Sociología de las Grandes Religiones.

9 Interesante será observar más adelante es observar el fuerte arraigo de estas ideas. Basta recordar por ahora que fueron la base para la encíclica de Puebla, el movimiento de curas del tercer mundo, y todo el fenómeno de la Iglesia revolucionaria o de resistencia en los años ’60 (FREGOSO, 1988).

10 Cfr. MELOSSI (1997)

11 En La Ética Protestante...(1998)  p. 183.

12 No por apoyo al rey, sino en el sentido de someterse a las posibilidades de la realidad. (AAVV, 1988)

13 La Inquisición fue una de las instituciones en la América colonial que luchó por instaurar un formalismo sacramental. En 1567, por ejemplo, acusó a Francisco de Aguirre (de destacada labor en la conquista), acusándolo, justamente, de no respetar las formas y ser demasiado sustancialista en su entendimiento de la religión (tal vez, un adelantado de la modernidad, o un ilustrado renacentista). Los cargos eran “Que con solo la fe se pensaba salvar, que no se había de tener pena por no oír misa, pues le bastaba la constricción y encomendarse a Dios con el corazón...” Al margen de la mentalidad premodernista de Aguirre que no cabía en el proyecto político de la Iglesia de Adriano VI, lo que resulta curioso es la acusación de sustancialismo por parte de la Inquisición: luchaba no por mantener sus valores cristianos,  sino por el valor simbólico de los formalidades sacramentales.

14 FANELLI, Antonio María: Relazione in cui sin contiene due relazioni del regna del Io nei viaggi fatti, per mare, e per terra, dal P. fanelli, jesuita, nella Missione allo stesso Regno. Rescatado por LANATA, 2002.

15 Archivo General de la Nación, Acuerdos del Cabildo, 1776, libro 40.

16 Como por ejemplo Gualicho en la cultura indígena: una especie de duende que disfrazado de hombre pobre pedía limosna y de ser denegada mataba con veneno a los hijos de hombre egoísta.

17 Como por ejemplo la figura de Mandinga, como representación del diablo, o de un demonio menor entre los gauchos, responde a la figura similar del genio o duende mumbodjombo de Guinea del Norte.

18 Curioso hubiera sido investigar, si la cultura negra hubiera podido sobrevivir en el Río de la Plata, que hubiera pasado con su religión original, que como la calvinista –y tal vez esto se deba a la labor de algunos tempranos misioneros franciscanos tildados de fanáticos-, creía en un Dios, tan alejado de la influencia de las obras humanas que el sistema de premios y castigos del más allá, ya estaba fijado, predestinado –ver MUNGO PARK, Viaggio nell’interno dell’Africca, fatto negli anni 1795, 1796 e 1797. Volumen III.- Desgraciadamente en todos los lugares de América donde la cultura negra se estableció fue siempre como esclava, sometida a las creencias y costumbres de los colonos o terratenientes, reprimida en sus propias manifestaciones, y por supuesto, sin esperanzas de encontrar ningún tipo de salvación en el trabajo metódico que no era más que la manera de evitar el látigo.

19 La Religión en la Sociedad Argentina...(1998).

20 Buenos Aires, Santa Fé, y de allí a Córdoba, Tucumán, Potosí y Lima, o Corrientes, Chaco y Asunción. Ida y Vuelta. Estas ciudades y los corredores que las unían eran las vías del comercio colonial.

21 La Conquista del desierto. RACEDO, Eduardo (1965), pp. 235-236

22 Dice TODOROV en La Conquista de América: “El conquistador no ha dejado de aspirar a los valores aristocráticos, a los títulos de nobleza, a los honores y a la consideración; pero para él se ha vuelto perfectamente claro que todo se puede obtener con dinero, y que éste no sólo es el equivalente universal de todos los valores materiales, sino que también significa la posibilidad de adquirir todos los valores espirituales.”

23 Dejo la inquietud de estudiar esta coincidencia como un desafío. Pero la repetición de este escenario de caudillos rurales en toda América (El estanciero de los llanos venezolanos, el “rey del ganado” brasileño, el ranchero texano) parece sugerirnos que se trata de más que una mera coincidencia, y que existe una relación al menos tendencial entre el medio geográfico y de producción y el tipo de dominio (tradicionalista-carismático, personalista, factista) que le resulta afín. 

24 TERRERA (1986).

25 REMEDI, Joaquim; Escritos Varios sobre el Chaco, los Indios y las misiones., 1895. P.35

26 Una interesante y minuciosa descripción del proceso por el que los indios eran sometidos por los colonos y los conflictos que surgían se halla en La Evangelización del Chaco...AUZA, Néstor Tomás (1997).

27 Ver, por ejemplo, DURAN, Catecismos Pampas (1996).

28 Guardadas en el Convento de San Francisco de Río Cuarto, seleccionadas y reunidas por Marcela TAMAGNINI (1994).  Los errores de redacción y ortografía corresponden a la escritura original de las cartas.

29 Intérprete y traductor indígena.

30CARTAS, ASF; Doc. nº 219.

31 Como muchos otros: Baigorria, un blanco refugiado; Bagorrita, un indígena ahijado de aquel; “Ramón”, los “Peñalosa” etc. 

32 Doc. nº 261.

33 Doc. nº 257.

34 Doc. nº 219.

35 Doc. nº 261.

36 Doc. nº 583ª.

37 Doc. nº 338.

38 El subrayado, como siempre, corre por mi cuenta.

39 ASF. Doc. 472

40 El proceso y sus viscicitudes han quedado maravillosamente relatos en la Carta de Fr. Bentivoglio a Moysés Alvarez (ASF. Doc. N. 1080)

41 Memoria del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, 1893, p. 449

42 Aquí ya existe otra problemática pues tal vez el fraile incluya en el Europeo perverso al inmigrante, un nuevo actor que entra en juego, que no existía como tal hasta ahora.

43 Los Indios tobas y la misión de San Francisco de Lahisi... (1909, p.10)

44 Como dijimos al comenzar, es importante que este nuevo indio semi cristiano, comprende que se le explota y vive y siente esto como una injusticia, como una ilegitimidad. Se siente en capacidad de juzgar su situación frente al blanco.

45 Obispo Manuel Antonio de la Torre, en carta enviada al rey. En BRABO, Colección de documentos relativos a la expulsión de los Jesuítas, (p. 242)

46 Idem.

47 Como la facción católica encabezada por el Obispo Lué.

48 El 25 de mayo de 1811 declara en las ruinas de Tihuanaco, frente a un grupo de caciques, el fin de la servidumbre indígena, y les declara plenos derechos civiles, negando cualquier especie de discriminación. Esta medida no fue, por supuesto bien recibida por las clases terratenientes del Alto Perú.

49 He llegado a el por medio de BORCOSQUE (1977).

50 1993.

51 BORCOSQUE (1977)

52 Idem.

53 En rigor de verdad este era, al menos en la época de Rosas, el único castigo para todos los delitos -salvo los más graves que se castigaban con la muerte- (SALVATORE, 1993). Con lo que se puede apreciar el valor mixturante del ejército en cuanto a razas y culturas, a la vez que entender el rol que adquiere, como representante del estado, en las clases perseguidas.

54 Interesantísimo análisis de este texto hace Juan Félix MARTEAU (2001), analizando no solo la representación de la ley para el hombre de campo, sino también el conflicto que plantea esta figura del hombre noble perseguido por una ley injusta para una nueva clase de intelectual burgués que aunque lo rechace, se propone incluirlo en el proyecto político constitucional. Como nota el autor comparando a Gutiérrez con Fray Mocho pronto la preocupación de los primeros pensadores de la cuestión criminal se desplaza del campo a la ciudad, del gaucho al compadrito-inmigrante; y el enfoque romántico-jurídico se desplaza al sociológico, dando a luz así a los nuevos estudios positivistas.  

55 Maximo SOZZO me ha hecho la observación sobre la tesis de Benjamín CANARD  para doctor en Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires (“la embriaguez”, 1872), en la que exalta al gaucho, y lo supone víctima no culpable de los excesos en que lo hace ocurrir el vicio del alcohol, que llega desde las frívolas clases urbanas.  

56 AAVV (1998), se trata de trabajos presentados al Congreso Internacional de Teología de la Compañía de Jesús en San Miguel, Argentina, en 1985. Varias de las ponencias y debates que se encuentran documentados en el libro se trata sobre el rol de la Iglesia en la trasformación cultural del pobre, y en su defensa. La actualidad de este debate entre este tipo de teólogos continúa.

57 Las consignas racistas de Sarmiento (sobre que la sangre del gaucho no sirve más que para abonar el suelo, o que la letra con sangre entra) ilustran fácilmente el vuelco de esta cultura racionalista europeísta que se transformó tempranamente, por sus circunstancias políticas locales, en un elitismo racista y clasista. En los hechos, lo que mejor lo ilustra es el genocidio indígena en la Campaña del Desierto.

58 Luego, habiendo recibido clases europeas en mucho muy distintas y disfuncionales de las que esperaban se crearían los dispositivos de control urbano de tipo alienista e higienista que analiza SALESSI (1995.). Resulta interesante que la burguesía procapitalista de expresa preferencia europeísta de mediados del siglo XIX haya recuperado el valor simbólico de lo nacional como discurso legitimante contra este nuevo marginal europeo que comienza a habitar las ciudades, y funda en esta nueva manera de entender “lo argentino” parte de su dispositivos de control contra el inmigrante. En esta manera de entender lo “argentino” y de reinventar lo “nacional”, todavía en oposición al indígena -cuya identidad como tal aún existía- se hacía referencia a él como el “ indio extranjero” que asola nuestras pampas (LANATA, 2002).  

59 Es justo aclarar que los terratenientes del interior eran obviamente también racistas en un primer momento, pero según los historiadores parece haber habido ¡cierta estabilidad en el medio fronterizo. En esta extraña alianza que se produce en el período de Rosas, están unidos por el valor que le dan a la Iglesia los gauchos (los bravos labradores que se rescatan de la tradición de Güemes) y los caudillos. Rosas también mantuvo una campaña contra los indios, pero en el plano simbólico, demostró mayor integración (él da su apellido al indio -luego cacique- Mariano Rosas, al apadrinarlo y trasferirlo a la civilización). Es a él que la burguesía racista comienza a acusarlo de “ser amigo de los negros” y de la chusma en general, acusándolo de atacar la cultura -proeuropeísta-. A la inversa, en esa época se comienza a difundir el mote de entreguistas y antipatrióticos a los unitarios (y a todos los modernistas en general), y el nacionalismo comienza a asociarse con el conservadurismo, y por ende con la Iglesia. 

60 Esto resultará de vital importancia para entender, por ejemplo fenómenos posteriores como el auge de la criminología positivista en nuestro país, el discurso racional- policial autoritario (edictos, contravenciones, etc.) y la inserción de discursos racionales a favor del “progreso” con tintes racistas o discriminatorios. Este discurso racionalista y autoritario también florecerá, tal vez gracias a la masonería, en la ideología de las fuerzas armadas.

61 Por supuesto que los masones lo negarían. Pero lo cierto es que el gran componente místico y filosófico de la masonería es un sistema espiritual propio, con sus dogmas, sus rituales, sus enseñanzas, y en esto puede ser considerado una religión o al menos un reemplazante de ella en los lugares donde se difundió extensivamente. 

62 Aunque, como ya dije, la integración siempre fue una preocupación para esta nueva burguesía, sus dos mayores exponentes, terminaron por optar por la exclusión.

63 CHRISTENSEN, Invisibilidad y Transparencia, (2002)

64 (1997)


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