CIUDADANO NO ES IGUAL A FELIGRÉS

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Fernando Savater
FILOSOFO ESPAÑOL
 

 

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De la misma manera que no es válido objetar a nadie sus convicciones religiosas, tampoco es legítimo que la fe extienda sus criterios a la democracia. Las presiones que existen hoy en España alrededor de una materia escolar son ejemplo de esa contaminación.

En los últimos tiempos han proliferado los libros en torno al fenómeno religioso o, más bien, contra la religión: Daniel Dennett, Richard Dawkins, Michel Onfray, Sam Harris, André Comte-Sponville, Christopher Hitchens...
Dedican numerosas páginas a
demoler las pruebas tradicionales de la existencia de Dios (que no han mejorado desde Tomás de Aquino), empeño que a estas alturas del siglo XXI, y con Hume, Kant y Freud a nuestras espaldas, resulta casi conmovedor de puro antiguo, como bordar fundas para almohadas o algo así. Al parecer dan por descontado que aportando razones lograrán librar a los ilusos de convicciones que, ay, ninguno de ellos ha adquirido por vía racional.
También hace simpática su irritación la
obstinación oscurantista con que los creyentes norteamericanos se emperran en convertir a la Biblia en un tratado de geología o de paleontología inspirado por la divinidad. Que hoy todavía, cuando tanto ha llovido ya desde el Diluvio, en el país científicamente más desarrollado del mundo, el llamado "diseño inteligente" tenga el triple de aceptación popular entre la población que lo enseñado por la biología actual sobre la evolución de las especies es como para impacientar a cualquiera.
Sobre todo cuando este abuso de piedad tiene efectos prácticos peligrosos, pues uno de cada tres norteamericanos piensa que no es urgente tomar ninguna medida contra el cambio climático porque en esas cosas hay que fiarse de la voluntad de Dios.
Me parece, en definitiva, que la religión es un tipo especial de género literario, como la filosofía, y
combatirla como una plaga más sin atender los anhelos que expresa es empobrecedor no sólo para la imaginación, sino hasta para la razón humana.
Además,
he vivido lo suficiente para no pretender privar a nadie de ningún consuelo que pueda hallar frente a la desbandada del tiempo y el dolor, aunque yo no lo comparta.
Sin embargo, parece que los jerarcas eclesiásticos no están dispuestos a que nos olvidemos en España de los
aspectos más nefastos de la influencia religiosa en el orden social. La campaña contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que incluso lleva a algunos orates de confesionario a promover nada menos que la objeción de conciencia de alumnos y profesores, constituye una muestra abrumadora de la manipulación descarada de la ignorancia popular que ha sido durante siglos marca de la Santa Casa. Se engaña a la gente diciendo que esta materia interfiere con el derecho de los padres a educar moralmente a sus hijos y que, si el Estado intenta instruir en valores, se convierte en totalitario o al menos en partidista.
Afortunadamente, basta con consultar el texto constitucional para salir de dudas. En efecto, el punto tercero del artículo 27 de la Carta Magna española establece que "los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". Pero antes, el segundo dice que "la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales".
Los padres tienen derecho a formar religiosa y moralmente a sus hijos, pero el Estado tiene la obligación de garantizar una educación que desarrolle la personalidad y enseñe a respetar los principios de la convivencia democrática.
¿Acaso esta tarea puede llevarse a cabo sin transmitir una reflexión ética, válida para todos sean cuales fueren las creencias morales de la familia? También los padres tienen derecho a alimentar a sus hijos según la dieta que prefieran, pero, si el niño a los ocho años pesa 100 kilos o sólo seis,
es casi seguro que los poderes públicos intervendrán, porque existe una idea común de peso saludable.
De igual modo,
existe una concepción común de los principios de respeto mutuo y de pluralismo valorativo en que se funda la ciudadanía, y hay que asegurar que sean bien comprendidos por quienes mañana tendrán que ejercerlos. La libertad de conciencia, por fin aceptada por la Iglesia tras perseguirla durante doscientos años, admite perspectivas morales distintas, pero enmarcadas dentro de normas legales compartidas, como mínimo común denominador democrático.

Copyright Clarín y Fernando Savater, 2007.

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