COMUNICACIÓN Y SOCIEDAD DE MASAS

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Irenäus Eibl-Eibesfeldt 

 

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En este artículo, el autor parte de una perspectiva etológica para analizar los procesos de comunicación inter-humanos y abordar los problemas comunicativos en una sociedad masificada y, a la vez, anónima, como la actual. Eibl-Eibesfeldt propone el desarrollo de las relaciones individuales mediante la comunicación para evitar la angustia del anonimato de masas.

 

Etología de la Comunicación

Para un gran número de nuestros semejantes, los contactos humanos resultan difíciles. Algunos tienen un comportamiento asocial y se alejan de su entorno para hundirse en la soledad. Otros ahuyentan a sus iguales mediante su irritabilidad. Da la impresión de que, perdido en una sociedad de masas, el hombre se ha sobresaturado de comunicaciones y que, por esta razón, se ha hecho asocial, que rehuye la presencia de otros hombres. ¿Pero es posible presentar el fenómeno resumiéndolo en una fórmula tan simple? No, ya que los hombres que presentan un comportamiento poco sociable se lamentan también de su aislamiento dentro de la masa. Por otra parte, los hombres viven, a veces, amontonados unos encima de otros sin por ello mostrarse agresivos: apenas se puede vivir más en contacto, los unos con los otros, en un pueblo bosquimano o waîka. Sin embargo, esos representantes de pueblos denominados primitivos no se cansan –y no se cansarán mientras sigan existiendo- de mantener contactos estrechos con sus semejantes.

Esta contradicción se explica por el hecho de que los hombres que viven juntos adoptan comportamientos orientados al establecimiento de contactos, así como comportamientos con vistas a evitar también tales contactos, y esto simultáneamente. En este proceso, el conocimiento personal atenúa el efecto de temor provocado por la percepción de caracteres peculiares de otros individuos. Esto ya se nos pone de manifiesto con la observación del lactante. A una edad de seis a ocho meses, los lactantes reaccionan con una ambigüedad manifiesta ante la aproximación de una persona extraña. Sonríen al extraño y, simultáneamente, se sienten intimidados por él, lo que desencadena entonces un reflejo de defensa y la búsqueda de protección junto a la madre. Si a pesar de esta intimidación evidente, el extraño sigue aproximándose, la intimidación se transforma en miedo y en rechazo del extraño: el niño llora, se refugia en la persona que se ocupa de él y, finalmente, hace gestos de repulsa hacia el extraño, si éste trata de tener un contacto más estrecho. Hemos observado el desconcierto provocado por una persona extraña en los lactantes de bosquimanos, de indios Yanomami, de papúes y de otras numerosas poblaciones. Esta reacción se produce en los contextos más variados y –la cosa está así determinada- sin que el niño haya tenido previamente experiencias molestas con alguna persona extraña. Todo se desarrolla, pues, como si a esta edad el niño comenzase, en virtud de un proceso de maduración, a reaccionar frente a factores que desencadenan en él el miedo y la defensa, mientras que otros modos de comportamiento suscitan la simpatía. El conflicto entre esos dos modos de comportamiento engendra un movimiento pendular, un alternancia entre la atracción y la repulsión, o aún más, una superposición simultánea de dos modos de comportamiento.

Esta ambivalencia en las relaciones entre los hombres se prolonga hasta la edad adulta. He visto, dentro de las culturas más variadas, adolescentes y mujeres jóvenes que testimoniaban en el momento de los contactos visuales exactamente los mismos conflictos entre reacciones de atracción y reacciones de repulsión. Este síndrome comportamental se conoce con el nombre de comportamiendo de turbación. A primera vista, parece extremadamente variable. Una jovencita aturdida (o flirteando) puede dirigir una mirada y una sonrisa a su interlocutor, bajar luego los ojos o volver la cabeza, para buscar enseguida un nuevo contacto visual, y así sucesivamente, en una alternativa cíclica de atracción y de repulsión. Los comportamientos que expresan esta disposición a aceptar el contacto y a rechazarlo también pueden superponerse: la jovencita sonríe y reprime al mismo tiempo esa sonrisa (sonrisa embarazosa) o se aleja de la mano tendida hacia ella. También puede reprimir más enérgicamente esta sonrisa mordiéndose el labio inferior. Pero esta superposición puede expresarse igualmente por el hecho de que la jovencita desvía la parte superior de la cabeza y del cuerpo, dando casi la espalda a su interlocutor pero estableciendo, al mismo tiempo, un contacto visual mediante la sonrisa.

Se ve claramente que esta gran riqueza de posibles variantes no es en realidad sino la superposición de un pequeño número de comportamientos-tipo. Aquí entran en juego dos conjuntos de modos de comportamiento susceptibles de combinarse simultánea o sucesivamente. Se trata de modos de comportamiento de inclinación (movimientos de orientación y movimientos de expresión) y de modos de comportamiento de aquello que se ha convenido en llamar el sistema “agonístico”, que engloba la repulsión (huída), la defensa y la agresividad. Los componentes de huída o de escabullida (el hecho de esconderse, o de darse la vuelta) propios del sistema agonístico, generalmente son activados más fuertemente que los componentes de agresividad, que se traducen de forma muy sutil en modos de comportamiento tales como morderse las uñas, morderse los labios, patalear y otros síntomas. Dado que los modos de comportamiento que caracterizan a uno y otro sistema son idénticos en todas las culturas, comprendemos inmediatamente el por qué de esta expresión, incluso en personas que pertenecen a otras culturas.

No se conocen más que parcialmente las señales de nuestros semejantes frente a las que reaccionamos por medio de la aprensión. Sabemos, por ejemplo, que reaccionamos de manera ambivalente ante los contactos visuales. Ciertamente, nos sentimos obligados a dirigir una mirada a otros para indicar que estamos listos para comunicarnos. Pero al hacer esto, no se nos está permitido mantener durante mucho tiempo el contacto visual; si no, este contacto se convierte en una mirada fija, susceptible de ser interpretada como amenazadora y dominadora. La persona que habla evita normalmente tal evolución, no cesando de romper el contacto visual automáticamente. No obstante, existen otras características que determinan una acción ambivalente, como señales de tipo olfativo, cuyo estudio no ha hecho, sin embargo, más que comenzar. Ahora bien, todos los hombres son portadores de tales señales, incluso la madre del niño. No obstante, ésta no desencadena ninguna –o, más exactamente, casi ninguna- aprensión. Y es que el conocimiento personal atenúa en el hombre, en gran medida, el efecto de las señales que desencadenan el miedo. Ello facilita, en aras de la confianza, el comportamiento del interlocutor. La necesidad que siente el hombre por crear relaciones personales, forma parte de las disposiciones que le son innatas. Bowlby, en 1959, habló de una “monotropía” del lactante y diversos análisis bastante recientes en los que hemos participado, demuestran, igualmente, que el recién nacido está ya “programado” con vistas al establecimiento de tales contactos.

Estas normas de reacción –de por sí sencillas- determinan totalmente la vida en común de los hombres. Favorecen la asociación de individuos en pequeños grupos en los que todos sus miembros se conocen personalmente, y la verdad es que, a lo largo de casi toda la historia, los hombres han vivido dentro de grupos de este tipo, en el seno de los cuales todas las relaciones se basaban en una confianza que venía de antaño. Las personas extrañas no jugaban un rol importante en la vida diaria. Pero la situación se ha modificado de forma decisiva con el desarrollo de las grandes sociedades. Esta evolución se caracteriza por un anonimato creciente en las relaciones entre los hombres.

 

Anonimato creciente

Hoy, lo que predomina es el contacto con “extraños”, que hace que todas las señales de nuestros iguales que desencadenan la escapatoria y la aversión se produzcan más fuertemente que dentro de un grupo muy restringido.

Así, el comportamiento se encamina hacia la desconfianza. Esto se constata, más que en ninguna otra forma del proceso, al observar el comportamiento de los habitantes de las grandes ciudades. Estos dan prueba, en primer lugar, de modos de comportamiento que, de manera evidente, aspiran a evitar los contactos. Se sustraen especialmente al contacto visual con personas extrañas. El fenómeno es bien conocido para todos aquellos que se observan y observan a los demás en el ascensor de un hotel. Se evita mirar con insistencia a los semejantes. Goffman, en 1963, habló a este respecto de una “desatención cortés”. Esta adquiere un cariz menos cortés cuando se traduce en el hecho de que los hombres, al encontrarse con una situación difícil, pasan por delante de uno de sus semejantes, sin prestar atención alguna.

Además, en la agitación febril de una sociedad anónima, los individuos enmascaran sus impresiones. Fingen autodominarse y no traicionan sus sentimientos. Es una especie de autoprotección engendrada por la desconfianza: se piensa que un extraño podría utilizar, en beneficio propio, la disposición de ánimo que uno manifiesta. Es por ello, por lo que en sociedad nos esforzamos, sobre todo, por no dar la cara y por no revelar debilidad alguna. Esto puede convertirse en un hábito tan profundamente arraigado, que incluso dentro del círculo familiar, algunos individuos no consiguen desembarazarse de su máscara y se ven, finalmente, obligados a recurrir a la ayuda de terapeutas de la comunicación.

Enseguida nos percatamos, particularmente en los representantes del sexo masculino, de una tendencia creciente al anonimato en los contactos humanos: se esmeran en hacer la menor ostentación posible de aquello que les distingue de los otros. Se aprecia una homogeneización de las mímicas y, en cierta medida, de sus vestimentas. Nuestra tesis según la cual el sistema de evitación de los contactos recibe impulsos más fuertes en una sociedad de masas anónima que en grupos fuertemente individualizados, ha sido, por otra parte, corroborada por la constatación siguiente (que ha sido objeto de un estudio, en 1976, en la revista Nature): los ciudadanos caminan tanto más rápido por las calles de su ciudad, a medida que su número de habitantes es más elevado (Bornstein, 1976). En las sociedades de masas nuestros semejantes se convierten, otro tanto, en factores de stress. Sin embargo, ese no debería de ser ineluctablemente el caso, ya que el hombre realiza, asimismo, numerosas tentativas por establecer contactos con extraños. También le gustaría encontrar en la sociedad de masas un círculo de amigos y de conocidos, porque se echa en falta una institución. La tan ponderada movilidad de estas sociedades tiene por efecto el romper constantemente los lazos familiares y relacionales. Y ni los urbanistas, ni los hombres políticos, hacen nada para remediar esta situación.

Una opinión aún muy extendida según la cual el ser humano carece de predisposiciones innatas, parece considerar también que el hombre es susceptible de adaptarse a cualquier circunstancia. Es por ello por lo que se siguen construyendo inmuebles con zonas de juego al aire libre, insuficientes para los niños, del mismo modo que se siguen taladrando calles a través de los centros aún intactos de las ciudades, como si no se admitiera la necesidad de tales lugares de encuentro. En Baviera, no hace mucho tiempo, se disolvió, por razones administrativas, un gran número de pequeñas comunas, y últimamente se ha discutido mucho acerca de la tendencia a la creación de grandes complejos escolares con clases de efectivos cambiantes. En el fondo, se hace todo lo posible para reforzar el anonimato.

 

Educación y herencia

Se puede achacar a una teoría tan ingenua acerca del medio la negligencia con la que se procede. Ciertamente, cada vez con más frecuencia, se lee en las revistas de psicología y de sociología que la herencia juega un rol importante en el comportamiento humano, pero no son más que proposiciones en el aire, pues inmediatamente después se afirma que el ser humano posee facultades ilimitadas para determinar él mismo (o según el deseo de otros) su comportamiento y que no depende para ello más que de los límites que le imponen sus facultades corporales. En este sentido, se expresó V. Reynolds, en 1976, en Biology of Human Action. Por supuesto, esta tesis es exacta en un aspecto: por medio de la educación, el hombre puede modificar todo programa de comportamiento al que está pre-programado por su herencia. Puede llegar incluso a eliminarlo en una medida considerable. Pero esto no quiere decir que el hombre que venga al mundo sea comparable a una hoja de papel sobre la que nada se ha escrito. Más bien, tenemos que esperar que este ser humano dé prueba de una cierta resistencia en contra de numerosos esfuerzos de educación, mientras que acepta fácilmente otros como si correspondiesen a su naturaleza. Lo que no significa, ciertamente que, por consiguiente, se deba dispensar siempre una educación “conforme a la naturaleza”. Puede suponerse que bastantes facultades adaptativas, transmitidas a través de la herencia y de la historia, ya no responden a los criterios de integración dentro de las sociedades de gran envergadura. Si tal fuera el caso, sería forzoso, por otra parte, el poner al día los procesos educativos que contradicen nuestras pulsiones innatas.

En este sentido, Freud también tiene razón cuando estima que la civilización es represiva. Con todo, no lo es siempre, y cuando lo es, deberíamos plantearnos la pregunta acerca de en qué medida debe ser represiva para acometer las tareas que le han sido adjudicadas. Para el hombre es verdaderamente bueno que los programas de educación tengan en cuenta, en la medida de lo posible, el factor “naturaleza humana”, con el fin de evitar a los hombres frustraciones inútiles (por falta de acumulación de experiencias vividas).

Intencionadamente, al inicio de mi tema de estudio, he puesto de relieve una disposición mental relativamente simple. Existe toda una serie de disposiciones análogas que determinan el comportamiento entre los hombres de múltiples maneras (ver a este propósito mi artículo aparecido en Gruppendynamik, 4, 1980). M. Spiro ha consagrado a este tema un artículo absolutamente notable. Muy al principio de los años cincuenta estudió un kibutz israelí que había sido fundado en los años veinte. En aquel entonces, Spiro era, como lo confiesa él mismo, un adepto de la teoría tradicional del medio que ocupaba un lugar de preeminencia dentro de los círculos americanos sociológicos y de los partidarios del behaviorismo.

En su obra Gender and Culture, Kibutz Women Revisited, publicado en 1979, Spiro da cuenta de su segunda investigación efectuada una veintena de años después de la primera visita. Para gran sorpresa suya, constató que a la revuelta feminista de la generación de los fundadores, le siguió una “contrarrevolución femenina”. Mientras que la generación de los fundadores había intentado llevar a cabo la emancipación de la mujer mediante la introducción de actividades femeninas en las profesiones hasta entonces reservadas a los hombres, así como por medio de una educación colectiva de los niños –se esperaba romper la dependencia de la mujer de cara al hombre y la de la madre de cara a los niños-, la generación de mujeres nacidas en el kibutz se ha apartado de este ideal. Aunque hayan sido educadas colectivamente en un medio pedagógico igualitario y favorable a este filosofía, las mujeres se retiraron, en gran medida, de la vida política así como de sectores de la vida profesional que habían compartido con los hombres, con el fin de consagrarse cada vez más al cuidado de sus hijos. Se vistieron como mujeres, y el matrimonio, que antes apenas sí había sido tolerado por la comunidad –constituyendo el individualismo algo un tanto sospechoso-, recuperó su calidad de institución social reconocida.

Spiro opina que estos fenómenos demuestran que los factores determinantes “preculturales” juegan un papel esencial en la diferenciación psíquica del rol desempeñado por el sexo. Como buen sociólogo, evita emplear el término “biológico” pero señala, a este respecto, que en el kibutz, los niños y las niñas, imitaban roles femeninos, y solamente roles en los que las mujeres se ocupaban de sus hijos, si bien, niños y niñas habían sido educados en un único y mismo lugar de enseñanza. Lo que echa por tierra totalmente las conclusiones sacadas de las observaciones culturales comparativas que hemos realizado de los pueblos “primitivos”.

La interpretación de tales experiencias de sociedad, del mismo modo que las comparaciones entre culturas, el estudio de la evolución de la juventud y, en fin, la comparación con primates que no pertenecen a la especie humana, muestran que nuestro comportamiento social ha sido, en una medida considerable, elaborado por facultades adaptativas desligadas del patrimonio hereditario e histórico. Fenómenos como la emulación con vistas a la mejora de categoría, la personalidad inherente a la tierra, el contacto con la pareja, se manifiestan, ciertamente, a través de diversas expresiones culturales, pero no dejan de ser por ello fenómenos universales vinculados directamente al comportamiento de primates que no pertenecen a la especie humana.Debemos reconocer totalmente estos datos, si se quiere adaptar con éxito el comportamiento humano a las necesidades de los tiempos modernos. Somos libres de dar a nuestra vida la forma que queramos pero esta libertad supone el conocimiento de las bases de nuestro comportamiento. A la vida no se le podrá dar, dentro de la sociedad del anonimato, una forma soportable, más que si conseguimos desarrollar las relaciones individuales entre sus miembros. Sólo en las sociedades humanas se desarrolla el sentimiento de amor al prójimo y, por consiguiente, el sentido de la responsabilidad de cara a las comunidades más extendidas. El anonimato significa la muerte del amor.

 

Bibliografía

M.H. Bornstein y H.G. Bornstein, The Pace of Life, en “Nature”, 1976, 259, 557-558: J. Bowlby, Attachment and Loss, Hogarth Press, Londres, 1959: I. Eibl-Eibesfeldt, Human Ethology. Concepts and Implications for the Sciences of Man, en “The Behavioral and Brain Sciences”, 1972, 2, 1-57; Ritual and Ritualization from a Biological Perspective, en D. Ploog (ed.), Human Ethology. Glaims and Limits of a New Discipline, Maison des Sciences de l’homme y Cambridge University, 1979, 3-93); Liebe und Hass. Zut Naturgeschichte elementarer Verhaltensweisen, Piper, Munich, 1970; E. Goffman, Behavior in Public Places, Free Press, 1966; V. Reynolds, The Biology of Human Action, Freeman and Co., Nueva York, 1976; M. Spiro, Gender and Culture. Kibbutz Women Revisited, Duke University Press, Durham, 1979; L. A. Sroufe, Wariness of Stranger and the Study of Infant Development, en “Child Development”, 1977, 48, 731-746.

 

Irenäus Eibl-Eibesfeldt, nacido en Viena en 1928, filósofo y zoólogo, es, junto a Konrad Lorenz, uno de los máximos exponentes de la disciplina conocida como Etología Comparada. Desde 1970 dirige el Centro de Investigación de Etología Humana del Instituto Max Planck. Sus obras han sido traducidas a numerosos idiomas; en nuestro país cabe citar El hombre preprogramado, Etología, Guerra y Paz y Amor y Odio. El artículo reproducido en estas páginas ha sido publicado también por las revistas Gruppendynamik. Zeitschrift fûr angewandte Sozialwissenschaft (Stuttgart, 13, 1982) y Nouvelle Ecole (París, 33, 1987).

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