ACULTURACIÓN E IDENTIDAD EN LA FILOSOFÍA LATINOAMERICANA

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Edgar Montiel  

 

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La primera preocupación de la filosofía latinoamericana es saber si ella existe realmente. Debería responderse: “duda, luego existe”. Detrás de esta interrogante se esconde todo un problema de definición, de personalidad histórica.

La filosofía latinoamericana está cercada, acometida por siste­mas filosóficos ajenos, lo que genera una reacción de defensa y una búsqueda afanosa de su esencia. Nuestra filosofía está en un proceso de liberarse de tutorías. Y al hacerlo definirá su propio espacio, se reencontrará con su ser, creará su ontología. La lucha por la identi­dad forma parte de esa liberación. Por eso los autores más significa­tivos han entendido la filosofía latinoamericana como una forma del autoanálisis, del autoconocimiento, de la autocomprensión de nues­tra sociedad. En suma, como un medio para descubrir el sentido de nuestra historia (por ello la filosofía de la historia es el “género” filosófico más practicado).

Pero hay corrientes filosóficas en América Latina que no tienen identidad y que ni se dan cuenta de la existencia de este problema. Esta clase de filósofos funcionan por un proceso de pura y simple asimilación intelectual. No problematizan sus realidades sino que “prestan” a las metrópolis sus problemáticas para “repro­blematizarlas”. Estos “filósofos” son extremadamente sensibles a las modas teóricas. Este fenómeno constituye un estado de incons­ciencia histórica, de falta de un yo cultural. Inconsciencia, en la medida que este intelectual no ha racionalizado e integrado en su conciencia los antecedentes histórico-culturales de su medio. En estas condiciones su producción teórica no tiene especificidad, es amorfa y generalista. ­

Diríamos que este intelectual tiene una conciencia mimética, no distintiva, y por ello le es difícil entender los procesos y mecanis­mos del contexto en el cual se desenvuelve. No tiene conexiones teóricas con la realidad. Este filósofo, probablemente cultivado, no alcanza a dar fundamentaciones materiales a su visión del mundo. En esta situación será incapaz de participar en el movimiento de transformación de la realidad, de ruptura de las tutelas, de los que depende el nacimiento de una auténtica filosofía americana y por tanto de su yo filosófico.

En la medida en que superemos este estado de inconsciencia histórica podremos, en contrapartida, sentar las bases de nuestra propia metafísica, nuestras grandes interrogaciones en tanto civili­zación. Se observa que actualmente en las facultades de filosofía se “prestan” problemáticas: I) Si el industrialismo anglo-sajón crea la atmósfera para el desarrollo de la lógica, la filosofía analítica, o la filosofía de la ciencia, en América Latina los círculos intelectuales son altamente sensibles a estas novedades, aunque conozcan mediocremente la historia de las sociedades industriales. II) Caso análogo ocurre con la “filosofía anti-autoritaria” que practica un Chatelet, un Foucault o un Lacan; estos filósofos han denunciado los métodos sofisticados que tiene el Estado industrial para oprimir al hombre; todas las instituciones sirven para eso: escuela, hospital, prensa, iglesia, televisión, cuartel, etc. Estas instituciones carcelarias no cumplen el mismo rol en América Latina; la cosa es más simple, la violencia que ejercen las dictaduras se ejerce directamente, no “perturba” la conciencia sino que mata. Como hay una insuficiencia institucional en América Latina, el poder del Estado se expresa por la fuerza. Es pues una situación diferente a la de Europa, sin embargo no hay pues una situación diferente a la de Europa, sin embargo no hay filósofo libertario que no ande con su Foucault bajo el brazo. III) En el terreno de los autores marxistas ocurre algo similar. Si Louis Althusser con un gran sentido de análisis da cuenta de los “aparatos ideológicos” de que se sirve el Estado moderno para reproducir el sistema ideológico y productivo (es decir mantener el statu-quo), en Ecuador o Venezuela los filósofos mar­xistas asimilan esos aparatos ideológicos como los de su burguesía local. ¡Grave distorsión óptica! Estos aparatos pertenecen a una burguesía desarrollada, con una ideología propia, con intelectuales orgánicos, con un sistema institucionalizado de dominación que va de la escuela a la religión y de la prensa a las leyes. No es este el caso de las oligarquías latinoamericanas, que a duras penas han llegado a constituir un Estado que no tienen ideología propia, y que para su dominación recurre más bien a la fuerza que a los aparatos ideológicos (1).

 

Hay aquí tres casos de “préstamos” de problemáticas. No decimos que estas filosofías sean erróneas o inconsistentes. Al contrario; una filosofía de la ciencia es altamente útil en países que tienen que tomar grandes decisiones tecnológicas (en América Latina estamos lejos de esos “grandes” progresos tecnológicos); del mismo modo, una “filosofía anti-autoritaria” tiene un importante mensaje liberador en sociedades donde una superinstitucionaliza­ción asfixia al hombre (ser solamente anti-autoritario sería una delicadeza en América Latina ya que nuestra filosofía es de sobrevi­vencia frente a un Estado antropófago); igualmente la tesis sobre los aparatos ideológicos muestran bien los mecanismos aceitados de que se sirve la burguesía cosmopolita para mantener su dominación (en América Latina las oligarquías recurren a los golpes antes que a mecanismos ideológicos). Se trata, entonces, de filosofías que res­ponden a situaciones históricas concretas. Qué no son las de Améri­ca Latina.

Estos sistemáticos préstamos muestran una ausencia de iden­tidad en los filósofos latinoamericanos. Como si tuvieran un tal grado de aculturación que no reaccionan frente a sus propios problemas sino que se adueñan de problemas ajenos. Pareciera que están mirando más a los “focos-culturales” que a su alrededor. Es sorpren­dente la sensibilidad que existe para captar las producciones inte­lectuales de París, Londres o Roma, para inmediatamente traducir las “grandes firmas” (antes que los autores locales) y reproducir los debates. Así, si un libro causa polémica en París, en México se participa en el debate: se ataca, se refuta, se defiende, se interpreta, se llama al orden (cuando el autor se ha salido de su línea estética o política), se aplaude una representación, donde no se sabe si el tinglado ha sido montado por los mecanismos comerciales de la edición (que preparan mientras tanto el lanzamiento del libro) o por intelectuales de fantasía.

De esta manera la popularidad de un filósofo parisino llega más rápido a México o Buenos Aires que a las provincias de Francia.

Esta falta del sentido de ubicación de los filósofos latinoameri­canos se debe en gran parte a una ausencia de estudios de la realidad. Ausencia de referencias. Como para cualquier elaboración intelectual son necesarias las referencias, se recurre a cualquier seña. La “cita” será la referencia por excelencia; cita tomada de cualquier texto o contexto pero que aparentemente apoye el discurso que se presenta. De esta manera las citas son el recurso de autori­dad que “demuestran” la veracidad de una proporción: como en la escolástica.

La aculturación es tal que los autores no se atreven a citar fuentes latinoamericanas. Nombrar a un autor extranjero es una forma de legitimarse, de lograr un “prestigio” intelectual con el criterio (errado) de que solamente citando a “grandes nombres” el discurso será consistente y creíble. Ironizando sobre este comporta­miento el narrador peruano Julio Ramón Ribeyro cuenta lo siguien­te:

Un autor latinoamericano cita cuarenta y cinco autores en un artículo de ocho páginas. He aquí algunos de ellos; Homero, Platón, Sócrates, Aristóteles, Heráclito, Pascal, Voltaire, Wi­lliam Blake, John Donne, Shakespeare, Bach, Chestov, Tols­toi, Kierkegard, Kafka, Marx, Engels, Freud, Jung, Husserl, Einstein, Nietzche, Hegel, Cervantes, Malraux, Camus, etc. A mi juicio la mayoría de estas citas eran innecesarias. La cultura no es un almacén de autores leídos sino una forma de ra­zonar. Un hombre culto que cita mucho no es un civilizado (2)

En esta clase de intelectuales no hay una forma de razonar sino una amalgama de conocimientos encadenados a través de citas. Se observará que no hay ninguna referencia a un autor latinoamericano. Aquí Heráclito, Bach, Nietzsche o Marx cumplen un papel y decorativo, para tratar de aportar brillo a un discurso mediocre. Por otro lado, esta actitud muestra una docilidad intelectual; una adhe­sión incondicional a ciertos pensadores, sólo por el hecho de que se trata de autores célebres. Hay también en esto un complejo de inferioridad.

Este complejo de inferioridad frente a la llamada “cultura universal”, se debe, entre otras razones, a la ausencia de estudios y reflexiones sobre la civilización latinoamericana. La filosofía ha he­cho pocos esfuerzos en este sentido. Su logro mayor es haber hecho la “historia de las ideas en América Latina” (3), y dar inicio así a los estudios sobre la filosofía de la historia americana. Pero en ciertos trabajos de esa escuela se observa todavía un espíritu receptivo y poco crítico; o, a veces, se repiten los enfoques eurocentristas. Un balance global de esta experiencia da resultados altamente positi­vos ya que al abordarse la historia de las ideas se desembocó en la historia americana, y de ahí fue fácil proponer una filosofía propia de la historia americana.

Pero donde se han hecho esfuerzos más sistemáticos es en la sociología, la economía y en la historia. En estas disciplinas hay un propósito notorio por desmontar las realidades. Y lo hacen con imaginación y rigor, creando, a partir de las realidades latinoameri­canas, verdaderas problemáticas. Es el caso del colombiano Orlando Fals Borda que estudia la violencia en su especificidad latinoamericana. El elabora una verdadera teoría sociológica sobre la violencia en el subdesarrollo. Caso similar ocurre con los trabajos del mexica­no Pablo González Casanova, sobre la economía de la pobreza: cómo se realiza la explotación en los países capitalistas subdesarrollados. Igualmente, se da con los trabajos de la “escuela histórico-estructu­ral latinoamericana” (Sunkel, Gunder-Frank, Cardoso, Faleto, Ma­rini, etc.), que bajo una aproximación histórica descubren los meca­nismos del subdesarrollo, es decir dan luces sobre nuestra condición de sociedades dependientes. Finalmente, con los trabajos de antro­pología de Rodolfo Stavenhagen, Darcy Ribeyro o Stefano Varese, se comprende el funcionamiento de sociedades de tradición agraria o de autosubsistencia, como las que existen en Latinoamérica.

Estos trabajos son vistos, en Europa y América, como verdade­ros aportes al conocimiento de las realidades latinoamericanas: el qué somos y dónde estamos. Los filósofos deberían leer estos traba­jos para que vean en qué terreno actúan. Y observar cómo los sociólogos y economistas han creado sus propias problemáticas. Problemáticas que están necesariamente conectadas con el trabajo filosófico, ya que no se puede prescindir, por ejemplo, de conocer los mecanismos del subdesarrollo para poder elaborar una filosofía auténtica.

Este conocimiento de nuestra realidad permitirá vencer las tentaciones de la acumulación. Dará pie a la creación de una escala valorativa (una gnoseología) frente a la realidad. Es nuestro yo histórico que pasará a ser epicentro de la reflexión. La preocupación por el cambio de la realidad aparece así con naturalidad, ya que nuestra propia realización como filósofos dependerá de las rupturas frente a las estructuras económicas, políticas o ideológicas que nos oprimen.

El síndrome de aculturación se resuelve mediante un conoci­miento de la historia. Historia tomada como un concepto abierto, de antecedentes y de presentes, donde estén incluidas las dimensiones económicas, sociales, políticas e ideológicas. La historia como una categoría global y totalizante, que tiene una racionalidad y una orientación. Sólo este tipo de perspectiva puede dar a la filosofía latinoamericana un sentido de ubicación. La casualidad de nuestros fenómenos es comprensible si se conoce la racionalidad de nuestra historia.

Con el descubrimiento de nuestra ontología, el saber qué somos, dónde estamos, saldrán a la luz los porqué de nuestra situación: qué valor otorgar a la civilización prehispánica; cuál es el impacto de la colonia; por qué la actual dependencia económica política y cultural; dónde reside la debilidad de las instituciones, por qué hay Estados antropófagos; en fin todas las repercusiones, visi­bles en forma de secuelas, como el hambre crónica, la desocupación, la miseria, la muerte lenta, la enajenación, la inautenticidad, la represión y la violencia: verdaderas problemáticas propias de una filosofía latinoamericana.

El conocimiento de nuestra situación lleva a plantear una realidad alternativa. En esto hay una saludable propensión decidi­da: imaginar la destrucción de una realidad avasalladora para suplantarla por una atractiva. El conocimiento de los problemas nos lleva a una actitud de transformación y no de conformismo. Por ello casi todas las producciones intelectuales más trascendentes en América Latina han estado ligadas a un proyecto alternativo de sociedad. Dentro de esta perspectiva se ubica la materialización de una filosofía auténtica y creadora.

   

NOTAS  

1) Otro caso ejemplar ocurrió cuando Etienne Balibar publicó en París su libro sobre “la dictadura del proletariado” (François Maspero); éste se tradujo a los pocos meses en México y visto su éxito aparecieron varias ediciones. El libro armó una polémica entre revistas, partidos de izquierda, periódicos, intelectuales orgánicos e inorgánicos. ¿Y a todo esto para qué? Para recrear una polémica nacida en París por el abandono del PCF de la noción de “dictadura del proletariado”. Como es sabido el libro dossier de Balibar fue escrito respondiendo a esta polémica. Los marxistas mexicanos reaccionan a un debate ajeno, lo hacen suyo, pero no reaccionan teóricamente frente a los singulares problemas mexicanos.  

2) Ribeyro, Julio Ramón. Prosas Apátridas. Tusquets Editor. Barcelona, 1975, p. 62.      

3) La serie “Historia de las ideas en Latinoamérica” fue elaborado a partir de 1956 por el Comité de Historia del Instituto Panamericano de Geografía e Historia. En él participaron Leopoldo Zea (Director), José Luis Romero, Víctor Alba, Joao Cruz, Francisco Miró Quesada, Augusto Salazar Bondy, Abelardo Villegas, Elías Pino, Javier Ocampo, entre otros.
 

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