LA MUERTE, FRACASO Y PLENITUD

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Juan Luis Ruiz de la Peña

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 ¿Qué piensa el hombre de nuestros días sobre la muerte? ¿Cómo la afronta? ¿En qué medida se siente cuestionado por ella? ¿Con qué respuestas cuenta para establecer su sentido? El autor, teólogo, poco antes de vivir su propia muerte, ofreció esta síntesis de lo que la reflexión contemporánea ha expresado sobre este tema * .

La muerte está siendo objeto de represión, de maquillaje, de enmascaramiento, de silencio, de sublimación, de glorificación, pero en cualquier caso esta ahí omnipresente y humana. Tan humana que Edgar Morin ha escrito que ella diversifica al hombre del animal más nítidamente todavía que el utensilio, el cerebro o el lenguaje. Nada tiene, pues, de extraño que, tras un breve paréntesis de olvido sistemático, filósofos y antropólogos le concedan hoy de nuevo un rango de honor en sus reflexiones.
Pero con un sesgo distinto: el discurso actual sobre la muerte se ha desvinculado del discurso sobre la inmortalidad. Tradicionalmente, la filosofía de la muerte era una filosofía sobre la inmortalidad, no sobre la muerte. Hoy la muerte es abordada en sí misma y por sí misma o en su relación con la vida, y no como un simple pórtico de una eventual sobre-vida.

Dimensiones reales de la muerte

Lo que resulta de la indagación del problema "muerte" es el descubrimiento de sus reales dimensiones. Hoy existe en este punto un consenso práctico: cuando decimos "muerte", no estamos abordando una cuestión marginal, sino cardinal. Pues la pregunta sobre la muerte desencadena toda una serie de interrogantes sobre el sentido de la vida y el significado de la historia; sobre la validez de los principios éticos -la justicia, la libertad, la dignidad-; sobre la dialéctica presente-futuro; sobre la posibilidad de la esperanza. La pregunta sobre la muerte es, sobre todo, una variante de la pregunta sobre la irrepetibilidad y la validez absoluta del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre. Todas estas dimensiones de la muerte han sido tocadas tanto por existencialistas -Heidegger, Sartre, Jaspers, Marcel, etc-.; como por marxistas evolucionados, neomarxistas o marxistas humanistas -Bloch, Garaudy, Schaff, Kolakowski, etc. Examinémoslas más detenidamente:

1. La pregunta sobre la muerte es en primer lugar la pregunta sobre el sentido de la vida. La finitud es constitutiva del ser humano. En expresión heideggeriana, él es ser-para-la-muerte. Y lo es en un doble sentido: ante todo, en el sentido biológico -en que no se distingue del resto de los seres vivos, todos los cuales llevan la muerte incrustada en su código genético. Pero también en un sentido propio, singular, "existencial". El hombre es "ser-para-la-muerte" en tanto en cuanto que él, y sólo él, no sólo muere sino que sabe que muere. En el resto de los seres vivos, decía Heidegger, se da la pura facticidad del expirar, pero no se da esta interna ordenación hacia la muerte que se da en el hombre por su conciencia anticipatoria del hecho mismo de tener que morir.
Siendo "ser-para-la-muerte" en este doble sentido -el biológico y el existencial u ontológico-, la vida del hombre tendrá significación en la medida en que lo tenga su muerte. Y viceversa: una muerte sin sentido es una muerte insensata, contagiará retrospectivamente de su insensatez a la vida.
En este punto, la reflexión de Sartre es de una enorme lucidez. Si el hombre es ser para la muerte y la muerte no es sino asomarse a la nada, a la cara vacía de la nada, entonces el hombre es ser para la nada; es decir, el hombre es una "pasión inútil". Entre tanto se encuentre el sentido de la muerte, deberíamos demandarnos con un teórico marxista, el famoso filósofo polaco Adam Schaff: "¿para qué todo esto, si al fin hemos de morir?".

2. La pregunta por la muerte es la pregunta por el significado de la historia. Aquí es donde el marxismo heterodoxo ha aportado el correctivo más fuerte a la teoría clásica del marxismo sobre la muerte. No es posible encerrar la muerte en el recinto de lo que atañe sólo a los individuos porque, como ya había recordado Engels en su dialéctica de la naturaleza , la muerte del individuo es índice de la mortalidad de la especie. No mueren sólo los individuos: mueren también los individuos; pero mueren porque pertenecen a una especie mortal. Los individuos son mortales, las culturas son mortales, las naciones son mortales, la humanidad es mortal. Y por eso la muerte concreta de Fulano de Tal debe ser situada en el horizonte de lo que Engels llamaba la "muerte total".
Con lo cual se impone la pregunta: ¿cuál es el sentido último de la aventura humana?; ¿qué es lo que prevalece al término del proceso histórico: el hombre dominando la naturaleza por vía de la racionalidad dialéctica, como pensaba Marx, o la naturaleza engullendo al hombre por vía de la necesidad biológica que se ejecuta sumarísimamente en la mortalidad de cada cual? Si no se encuentra respuesta al tema de la muerte, lo que parece prevalecer es la naturaleza sobre el hombre y no el hombre sobre la naturaleza.

3. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre los imperativos éticos absolutos: los imperativos de justicia, libertad, dignidad. ¿Es posible atribuir estos valores absolutos a sujetos contingentes? Si un hombre tratado injustamente muere para quedar muerto, ¿cómo se le hace justicia?, preguntaría Horkheimer; y si no se le puede hacer justicia a él, ¿con qué derecho puedo exigir yo que se me haga justicia a mí? ¿Cómo se devuelve la libertad y la dignidad a los tratados como esclavos si han dejado de ser total e irrevocablemente? Son estos interrogantes los que mueven a Garaudy, a los posmarxistas de la escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Benjamin), etc., a asentar lo que Garaudy llama el "postulado de la resurrección".
La opción revolucionaria -dice Garaudy- implica el postulado de la resurrección. ¿Cómo puedo ofrecer éticamente un mundo nuevo para todos si no ofrezco a todos una oportunidad para disfrutar de ese mundo? Por lo tanto, esa ética de la revolución que postula la justicia universal, la libertad universal, tiene que operar con el supuesto previo de la resurrección. (Cierto que cuando Garaudy se pone a explicar lo que entiende por "resurrección", los cristianos quedamos más bien insatisfechos).

4. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre la dialéctica presente-futuro, uno de los temas favoritos del marxismo clásico. Vivimos en un presente poco acogedor, inhóspito, dominado por la alienación, un presente que es reino de la contradicción. Y por eso soñamos con un futuro que sea lo que Bloch llamaba "reino de la identidad". Pero entre el presente que sufrimos y el futuro que soñamos se intercala una ruptura, la sima "muerte". ¿Es posible franquear esa sima, tender un puente por el que podamos transitar del presente al futuro? ¿Es posible que los contenidos de futuro alcancen también al presente, o habrá que resignarse a considerar el presente como medio y a sacrificarlo a un futuro considerado como fin? El papel de las generaciones intermedias -y todos somos generaciones intermedias, salvo la presunta última generación- ¿habrá de ser el de servir únicamente de andamiaje para la generación escatológica?

5. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto de la esperanza. ¿Quién puede conjugar el verbo esperar? ¿Posee esperanza el individuo concreto, o como insinuaba Feuerbach, la especie? ¿Tenemos esperanza las generaciones intermedias, o somos más bien lo que permite contemplar con esperanza a la generación escatológica? Ser esperanza para otros no es igual que tener esperanza. Una cosa es ser sujeto de esperanza propia, y otra ser objeto de la esperanza ajena. ¿Quién conjuga aquí el verbo "esperar" con sentido? Cuando se dice que tenemos que sacrificarnos por un mundo mejor para nuestros hijos -apunta Schaff-, cuando en las reuniones de partido se pedía a los militantes que se sacrificaran por las generaciones futuras, lo único que se lograba era quitarles a los militantes las ganas de tener hijos.

6. En fin, la pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la persona, sobre la densidad, la irrepetibilidad y el valor absoluto de quien la sufre. La cuestión radical que plantea la muerte podría formularse más o menos así: "¿Es o no es todo hombre un hecho irrevocable, irreversible?" Si lo es, no puede ser simplemente succionado por la nada. Si no lo es, si también el hombre pasa como pasan los demás hechos, entonces no habría por qué tratarlo con tantas contemplaciones: la realidad "persona" es una ficción especulativa y debe ser reabsorbida en esa otra realidad omnipresente que llamamos "naturaleza". Entonces sí, la muerte sería un fenómeno banal, como es banal la caída de la hoja en otoño. En suma, la envergadura que se le reconozca a la muerte está en razón directa con la que se le reconozca a su sujeto paciente. Una ideología que trivialice al individuo trivializará la muerte. Por el contrario, si la muerte es captada como problema, es porque el hombre es captado como valor; porque el hombre trasciende la facticidad del hecho bruto. Entonces la muerte es problema.
Kolakowski, otro teórico posmarxista, dirá en una frase difícilmente mejorable que "si el hombre es un valor absoluto, entonces la muerte de un hombre es una tragedia absoluta, y el mundo, cuando muere un hombre, es distinto y ha perdido algo supremamente valioso".

Esperanza y trascendencia

Las preguntas se han multiplicado, y es dudoso que un discurso puramente racional pueda darles respuesta adecuada. Los que ofertan hoy respuestas a estas preguntas lo hacen desde lo que algunos de ellos llaman el "discurso transracional", es decir, un discurso más meta-religioso que filosófico o científico. Para estos autores las cosas parecen presentarse así: la muerte es necesaria por vía de hecho y parece imposible por vía de razón, puesto que conduce al absurdo, y la razón rechaza el absurdo. Entonces la victoria sobre la muerte sería necesaria por vía de razón, aunque parezca imposible por vía de hecho.
El espíritu oscila indefinidamente entre estos dos polos: necesidad de la muerte y necesidad de una victoria sobre la muerte. La razón por sí sola no alcanza a despejar esta ambigüedad. Unamuno, obsesionado desde siempre con este asunto, expresaba esta perplejidad bellamente cuando escribía aquello de que "ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un consuelo". ¿Qué resta entonces? Resta la esperanza que sería imposible si la aniquilación o la sobre-vida fuesen certezas racionales. La esperanza es posible justamente porque ninguna de las dos alternativas se impone apodícticamente sobre su contraria. En este punto, dice Bloch citando a Montaigne, la única postura sensata es la del gran "quizás". Me voy al gran "peut-être" decía Montaigne moribundo.
Junto a la esperanza -y provocada por ella- queda la idea de trascendencia. Tal vez sea éste uno de los fenómenos más llamativos de la actual filosofía, la recuperación de la idea de trascendencia. Implícitamente intuida por el último Heidegger; y explícitamente nombrada por existencialistas como Jaspers o Marcel, por marxistas como Bloch o Garaudy y también por posmarxistas como Horkheimer o Adorno, la idea de trascendencia aparece hoy como la alternativa a la idea de la muerte. Pero por "trascendencia" ya no se entiende lo que entendía la tradición filosófico-teológica clásica. Este concepto se ha hecho más fluido, más genérico.
Con la idea de trascendencia se expresa hoy, y cito palabras de Bloch, el anhelo de un "non omnis confundar", de un "no desapareceré enteramente". El deseo esperanzado de que el núcleo auténtico de lo humano no se extinga para siempre con la muerte de su sujeto. La confianza de que, a la postre, el SER, con mayúsculas, prevalezca sobre la nada. Pero, claro, tras esta apelación a la trascendencia, surge inapelablemente la cuestión: ¿quién será el beneficiario concreto de esta trascendencia: el SER con mayúsculas, del que hablaba Heidegger? ¿el "homo revelatus", que dice Bloch, el hombre revelado que sucederá al "homo absconditus", que se gesta ahora? ¿el revolucionario triunfante con conciencia de clase, del que hablaba Garaudy?
Todos estos sujetos de una presunta victoria sobre la muerte tienen unas señas precisas de identidad personal, tienen un rostro, un nombre. Y éste es el punto más oscuro de los modernos discursos sobre la muerte, de las modernas tanatologías. Se tiene la impresión de que el modelo de inmortalidad espiritualista, desencarnada, individualista, etc., inhibe de alguna manera a estos autores. Parecen tener miedo a dar el paso a una neta afirmación de inmortalidad personal, porque piensan que esa afirmación conllevaría la subjetividad desencarnada del alma inmortal. Salvo, naturalmente, la gloriosa excepción de Gabriel Marcel que, como cristiano confesante, ha sabido captar que la victoria del yo personal sobre la muerte se funda en una comunión y participación de vida interpersonal; se funda, en el fondo, en el misterio del amor y, por lo tanto, se libra de esa egolatría individualista, de ese solipsismo egocéntrico de las antiguas teorías de una inmortalidad del alma.
Estamos ya en el umbral del discurso estrictamente teológico, según el cual la dialéctica muerte-inmortalidad, se sustancia no en el ámbito de la naturaleza sino en el ámbito de la historia, en el diálogo interpersonal Dios-hombre. Dicho con otras palabras, la respuesta cristiana a la pregunta sobre la muerte se expresa no con la categoría "inmortalidad", ni mucho menos con la categoría "reencarnación", sino con la inédita categoría "resurrección de los muertos".

La fe en la resurrección

Al decir "resurrección", la Biblia no habla de una salvación espiritualista del alma sola, ni de una salvación acósmica de la humanidad sola. Al decir "resurrección", la Sagrada Escritura habla de una salvación, en primer lugar, del hombre entero, cuerpo y alma; y en segundo lugar, de la comunidad humana. En Pablo, "resurrección" es un concepto no solo corpóreo, sino también corporativo y cósmico. A la humanidad resucitada corresponderá un cosmos transfigurado. La fe cristiana no cree que la historia pueda rescatar a sus muertos ni que el hombre pueda salvarse a sí mismo. Sí cree que hay salvación para el hombre y para la historia.
También para los creyentes la muerte es irrefutable. Alguien ha dicho que la muerte es muda y hace mudos. Ante ella el hombre se queda sin palabra. Si alguna respuesta hay, ésta ha de venir no del hombre, sino de Dios. De hecho, la fe en la resurrección surgió en la Biblia como una extrapolación del concepto "Dios", como un despliegue de la identidad de Dios. "Dios es un Dios de vivos", dirá Jesús a los saduceos que negaban la resurrección (Mt 22, 32). Como si dijese: negáis la resurrección porque no conocéis a Dios.
La muerte del hombre pone en crisis no sólo al hombre, sino también la identidad de Dios. Si Dios es el que dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, el Padre benevolente y misericordioso, si Dios ha creado al hombre por amor, entonces lo ha creado para la vida. Y ese Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede contemplar impasible la muerte de su amigo.
La fe en la resurrección surgió en un contexto martirial (2 Mac 7; Daniel 12 y, sobre todo, Cristo: el mártir por antonomasia y el resucitado por antonomasia). La idea de resurrección tiene, pues, mucho que ver con la idea del justo inicuamente perseguido. Por ello, la comunidad cristiana ha de dar testimonio de su fe en la resurrección no sólo como esperanza personal en una victoria sobre la muerte, sino también como convicción de que la utopía de la justicia y la libertad universales es un sueño posible que algún día se convertirá en realidad. Los cristianos creemos que el hombre muere no para quedar muerto, sino, como Cristo, para resucitar. Y resucitar para la vida. Ésta es la última palabra sobre la condición humana; no el fracaso de la muerte, sino la plenitud de una vida que, habiendo surgido del amor, es más fuerte que todo, más fuerte incluso que la propia muerte.

* Conferencia del autor publicada originalmente en la revista Sal Terrae , 85 (1997). El texto que extractamos apareció condensado en Selecciones de Teología , 144, 1997.

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