INSTRUCCIÓN Y EDUCACIÓN

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Francisco Giner de los Ríos

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Si basta imprimir en el pensamiento las ideas y los datos de todas clases, acumulados por la continua labor de las generaciones, para que el hombre, de esta suerte iniciado en el espléndido tesoro que de sus mayores heredara, pueda cumplir sus fines con sólo tomar de él a manos llenas y aplicarlo abundante a las múltiples necesidades de la vida, la Pedagogía, la ciencia de la educación, una de esas grandes creaciones del espíritu moderno, ha venido en mal hora para su porvenir a un mundo en el que nada le estaría encomendado. Estampar en la mente del niño y del joven esos conocimientos, ora de un modo ocasional, según lo va reclamando el curso incidental de los sucesos, ora conforme a un plan preconcebido y formando de ellos estadística metódica, donde todos se clasifiquen por géneros y especies como clasifican los naturalistas los animales o las plantas, serían entonces respectivamente la diversa misión de la familia y de la escuela. Excitar la fantasía para que su representación de los elementos transmitidos sea pintoresca y gráfica; el entendimiento para que los interprete con clara discreción; la memoria para que los conserve y tenga prontos a la primera coyuntura, constituiría el único procedimiento para levantar el niño a hombre formal y adulto: el único método de esa tutela que, por ley de naturaleza, incumbe a los padres, al mayor, al maestro, sobre el hijo, el menor, el alumno.

Por fortuna, las cosas están dispuestas de muy otra manera. Pues si ese mismo tesoro ha de acrecentarse gradualmente; si los seres racionales son algo más que repetidores mecánicos de lo que aprendieron; si poseen —que por esto precisamente son racionales— un germen capaz de obligado desarrollo, con propia virtualidad, y si al par de la inteligencia en todo su vigor deben irse en él manifestando por sus grados naturales y en íntima armonía las restantes potencias de su alma, el amor a lo bello y a las grandes cosas, el espíritu moral, el impulso voluntario y, sobre todo, el sentido sano, viril, fecundo, que nos va emancipando de los limbos de la animalidad, donde el niño y el hombre primitivo dormitan, y elevándonos a la plenitud de nuestro ser, entonces —fuerza es reconocerlo— la educación actual, descuidada en la casa y todavía más en la escuela, pide urgente reforma, y la Pedagogía tiene infinito que decir y que hacer.

Testigo abonado de ello es nuestra presente sociedad, cuyas tendencias adolecen de un vicio radicalísimo. "Se nos enseñan muchas cosas —dice con frecuencia el joven—, menos a pensar ni a vivir." El resultado es lógico. Los hombres medio instruidos, pero no educados, tienen su inteligencia y su corazón punto menos que salvajes; oscilan al azar, guiados por un oscuro instinto más difícil de interpretar que el oráculo de Delfos; ignoran el arte de formar ideas propias y el de servirse de las ajenas, y la anarquía de su desvariado pensamiento se refleja en la inconstancia de su conducta, que por fáciles modos se envilece en el egoísmo y el ateísmo práctico. Así, la sociedad contemporánea, hija de aquella psicología para la cual la nota característica del espíritu es el pensamiento, no ve en el hombre más que la inteligencia, y en la inteligencia, el entendimiento; es decir, la fuerza de penetración y acomodo de los pormenores. Así también el gobierno de esta sociedad no está, como suele decirse, en manos del dinero ni de la fuerza, sino del talento, de los hombres sagaces, astutos, rápidos de comprensión, descreídos de ideal y expeditos de lengua.

Por manera que la educación de nuestros tiempos padece, primeramente, por suponer que el elemento intelectual es el único que necesita racional dirección y abandonar el resto a la conciencia individual y al irregular, y a veces contradictorio, estímulo de los varios sucesos a que se fía la formación de nuestro espíritu en todas relaciones. Y en segundo lugar, peca esa educación, dentro ya de esa misma esfera, a que tenazmente se limita, por ser principal, casi exclusivamente, pasiva, asimilativa, instructiva, ciñéndose a imbuir en nosotros las cosas que se tienen por más averiguadas y dignas de saberse, sin procurar el desarrollo de nuestras facultades intelectuales, su espontaneidad, su originalidad, su inventiva. ¡Qué convicciones arraigadas pueden esperarse de semejante sistema!

No es pertinente ahora discutir la parte en que la llamada "filosofía positiva", venida a la Historia en estos últimos tiempos, favorece con una cooperación inevitable este arraigado vicio de nuestra educación intelectual. Sus afirmaciones conducen a la proscripción de lo absoluto en el conocimiento, a la imposibilidad consiguiente de principios universales y estables, al menosprecio de la dialéctica racional, al abandono de la severidad metódica, sobre todo en el positivismo dogmático, sin necesidad de la cual otorga al primer advenedizo el derecho de fantasear a cada hora las más atrevidas inducciones sobre el dato menos concluyente; creyendo con ingenuidad que todo queda compensado con borrar la palabra «absoluto» de ese incesante torbellino donde se engendran y perecen, en el punto mismo de engendrarse, tanta teoría y tanta hipótesis y tanta gentil ocurrencia como las que echaba en cara, con razón, el antiguo apriorismo especulativo. Lugar habrá más propio para estudiar los bienes y los males que, como todas, ha traído a la Historia esa dirección y para conjeturar el resultado de sus esfuerzos en otro sentido tan fecundos. Ahora, lo único necesario es consignar cómo, lejos de contribuir a que nuestra educación se depure, ha coadyuvado al statu quo, amparando primero el predominio intelectualista y luego, en este orden, el menosprecio de lo racional y suprasensible, única base para enseñar a los hombres principios de conocimiento y de conducta.

Al concepto de la educación y la enseñanza en vigor obedecen, en general, el espíritu interno y la organización exterior de todas nuestras escuelas, así las destinadas a dirigir al hombre en los primeros años de su vida, como las que presumen de más altos servicios. Cierto que respecto de aquéllas, por la impotencia lógica del absurdo, se reconoce casi unánimemente que deben tener carácter educador, esto es, cuidar de desenvolver en el niño todas las energías y facultades; pero esta declaración, meramente teórica, no surte en la práctica efecto alguno de verdadera importancia. El procedimiento usual de estampación, que podría decirse, y por medio del cual se lucha a brazo partido con el niño hasta hacerle repetir mecánicamente unas cuantas nociones —más o menos inexactas—, más parece artísticamente enderezado a anular en él la inteligencia que a proteger su gradual evolución. Una disciplina absurda que obliga a la quietud y al silencio, que favorece la vanidad, la envidia, la delación y la mentira, y da frecuentes ejemplos de violencia, de ordinariez en aspiraciones, gustos y maneras, por lo común de vergonzosa suciedad en la persona y el vestido, corona dignamente esta obra de ignorancia. Ya después, ¿a qué hablar de personal, de material, de locales? En todo ello, y tomadas en conjunto, las escuelas públicas y las privadas rivalizan desdichadamente.

La profunda concepción de Froebel, que, destinada a operar un cambio radicalísimo en nuestra sociedad, comienza por fortuna a difundirse en todos los pueblos cultos, constituye, sin duda, el inmediato fundamento para la reforma de nuestra educación. Recordemos, por cierto, que a hombres liberales se debió el establecimiento de la primera cátedra para enseñar la pedagogía froebeliana, cátedra abierta en la Escuela libre de Institutrices por el inolvidable D. Fernando de Castro; como se le debieron los proyectos para crear varios jardines conforme a este sistema, proyectos sobre los cuales ha establecido luego el de Madrid el señor conde de Toreno. Pero los procedimientos de Froebel nada significan ni pueden tener trascendencia si no van acompañados del sentido que los inspira. Recuérdese lo que acontece en la inmensa mayoría de nuestras escuelas de párvulos, donde los ejercicios corporales y estéticos, los juegos instructivos, la intuición y demás resortes para desenvolver el espíritu infante, proclamados por el ilustre Montesino, degeneran con enojosa frecuencia en un mecanismo rutinario, sin libertad, monótono, que al poco tiempo aburre tanto al niño como los antiguos y fastidiosos métodos. ¡Cuán sorda, pero cuán tenaz resistencia han de hallar estas innovaciones entre nosotros, cuando todavía en Alemania y en Inglaterra un Rosenkranz y un Bain defienden la eficacia de los castigos corporales, a pesar de considerarlos el segundo "como una injuria grave para la persona que lo aplica y para los que se ven obligados a presenciarlo"!

Así, no es maravilla que uno de los más competentes remes de la enseñanza francesa, Julio Simón —si mal no recordamos— haya dicho: "Todos los niños son inteligentes, hasta que entre el maestro y los padres se encargan de embrutecerlos."

Y, con todo, en la escuela primaria todavía la fuerza de las cosas mantiene cierta tendencia educadora, pese a Bain, que, contra su habitual discreción, opina que la misión del maestro es suministrar al discípulo «una cierta instrucción definida». Allí, con efecto, no cabe desatender en absoluto el sentimiento, ni la actividad corporal, ni el carácter moral del alumno. En las demás instituciones que forman los grados superiores de la jerarquía el divorcio es tan riguroso cuanto que las más veces hasta se procura de intento. Los griegos lo entendían de otro modo. Para ellos, ni cabía instrucción sin educación intelectual, ni educación intelectual sin cultura completa del espíritu y el cuerpo. Platón será en este punto el eterno modelo de toda enseñanza digna de tal nombre. Enseñanza —¡qué herejía para el antiguo régimen!— dada sin reglamentos, concursos, oposiciones, libros de texto, exámenes; sin borlas, mucetas y demás insignias solemnes; y —lo que es más grave aún— sin ese pedantesco abismo entre el maestro y el alumno, extraños hoy uno a otro para lo más de su vida, salvo el efímero vínculo de la lección académica en que el profesor se siente inspirado de Real Orden todos los lunes, miércoles y viernes, de tres y media a cinco de la tarde. La unidad interna de su vocación formaba alrededor del filósofo el círculo de sus discípulos; y un trato personal y continuo alimentaba esa intimidad sin la cual es imposible que se entregue a libre comunión la conciencia, cerrada por legítimo pudor ante la mirada indiferente de un auditorio anónimo y extraño. En cuanto al cuidado del cuerpo, sabido es hasta dónde lo elevó aquel pueblo de artistas. Hoy, ¡qué diferencia!, las prácticas de aseo que se hallan a cada paso en la Odisea —con referirse nada menos que a los tiempos homéricos— debieran decretarse por las Cortes para más de un consejero de Instrucción pública.

La filosofía escolástica, considerada exclusivamente con respecto a nuestro asunto, vino a cumplir lo que tal vez faltaba a la griega: el rigor intelectual, más que en la indagación, en la construcción de la ciencia, cuyas formas y procedimientos afinó sutilmente. Pero la enseñanza, familiar todavía en los primeros siglos de la Edad Media y en los primeros tiempos de sus Universidades, tendía por necesidad cada vez a cerrarse en el intelectualismo y fue perdiendo aquella condición, sobre todo desde el establecimiento de las Universidades, de que ya en el siglo XVII Spinoza advertía en su Tratado político que, "más que para cultivar los ingenios, se levantaban para oprimirlos". (Academiae quae sumptibus reipublicae fundantur, non tam ad ingenia colenda quam ad eadem coercenda instituuntur.)

Y si la libre expansión cultural del Renacimiento trajo en esta esfera una crisis, de la cual había de nacer un mayor interés por los problemas de la educación, interés siempre desde entonces en aumento, hasta engendrar la constitución de la Pedagogía como ciencia, el principio de la jerarquía externa, útil para fundar las nuevas sociedades, pero iniciado con el carácter exclusivo propio de los tiempos, se aplicó a aquellas corporaciones, que en la mayoría de los pueblos apenas van acertando hoy todavía a abrir liberalmente su espíritu a comunión con el espíritu social. En virtud de este orden de cosas, maestro y discípulo vinieron a considerarse, no como cooperadores, pero igualmente interesados en la obra científica, mas como dos órganos de funciones radicalmente inversas. El primero, como tal maestro, no era el hombre que investigaba la verdad, sino el que la poseía y la enseñaba; el segundo era el profano, el lego, que sólo tenía que poner de su parte lo estrictamente necesario para recibirla y retenerla.

Compréndese, desde luego, que esta nueva concepción, poderosamente auxiliada por el carácter dogmático de aquella edad y por la función principalmente instrumental de aquella filosofía, amenazaba, desde luego, la intimidad entre maestro y discípulo, intimidad que sólo cabe en la idea de un fin común y de una igual dignidad. Y la amenaza se cumplió por ley indeclinable; y la generosa juventud de la Academia, del Liceo, del Pórtico, vino a convertirse andando el tiempo en la masa indiferente y sin interna vocación que se atropella en los bancos de nuestras aulas el mínimo tiempo indispensable para obtener sus certificaciones.

La enseñanza perdió su carácter indagativo; pero como la ciencia no pudo perderlo, apartáronse una de otra más o menos amigablemente, y las investigaciones originales se verifican desde entonces, digámoslo así, a puerta cerrada, por los profesores o, más aún, por sabios ajenos al profesorado; porque en Inglaterra, verbigracia, con motivo de la urgente reforma de sus vetustas instituciones clásicas, un escritor ha asombrado al país con el catálogo de los descubrimientos que allí se han hecho fuera de las Universidades. Entre nosotros, la opinión, justamente alarmada al comparar la enorme plétora de nuestras aulas con el lento progreso de la cultura pública, quizá comenta aún aquellas palabras de Roxas Clemente, al afirmar que, si de sus estudios resultaren con el tiempo algunas ventajas a la patria, "todas se deberían a quien le apartó de las tareas estériles de colegios y Universidades...".

Los resultados, luego, de las propias o ajenas investigaciones que mejor comprobados parecen, se comunican al alumno, el cual ya no tiene más que aprenderlos, librándose de la tarea enojosa de buscarlos; verdad es que, adoctrinado por el hábito, si algo pide es que se disminuya hasta el mínimo de los mínimos la dosis de sabiduría que ha menester para salir aprobado.

La vocación del profesor en semejante orden de cosas ¿cómo no ha de decaer y punto menos que extinguirse? Sin faltar a conveniencia alguna, deber doblemente imperioso para quien ha podido observar desde dentro el organismo real del Magisterio público, y dejando a salvo la excepción de hombres beneméritos e ilustres (cuyos nombres, por lo mismo de ser tan pocos, vienen a los labios de todos), lícito es asegurar que no siempre, ni las más veces siquiera, son motivos extraños a la elección de este oficio la estabilidad que en él—a veces—se disfruta, la relativa independencia en su desempeño, la consideración que se le otorga, superior a su mezquino salario, las facilidades que proporciona para aumentar su clientela al abogado y al médico, o para llegar rápidamente a la cúspide de los honores y las dignidades políticas. Y si alguna voz se levanta en el seno de esta clase, invocando sus fines y llamándola a cooperar más concienzudamente en la doble obra de la ciencia y la educación nacionales, para un corazón que responda, ¡cuántas miradas de asombro en los sencillos y cuántas sonrisas cínicas de los expertos y avisados vendrán a señalar la presión que en unos y en otros ejerce la conciencia de su ministerio!

Para acudir a los males infinitamente varios que de esta deplorable situación proceden se han proyectado y puesto por obra remedios muy varios también. Así, por ejemplo, Francia, cuyas Facultades vegetan en el mecanismo burocrático, ha ensayado en su «Escuela de Altos Estudios» y en otras una enseñanza más libre, análoga a la de las Universidades alemanas y privada para su bien de «efectos académicos». Pero ni esta reforma era suficiente, porque el mantenimiento del statu quo en las Facultades daba a esos centros carácter de excepción, restringiendo considerablemente su influjo, ni tenía intimidad bastante más que en ciertos estudios (verbigracia, los de Química) que por la índole especial de sus trabajos exigen casi siempre una comunicación más personal y estrecha del profesor con el alumno, colegas allí, por fortuna, en el proceso de las investigaciones. No es, pues, maravilla que hoy se quiera salir de este orden de cosas.

Pero el verdadero remedio—ya se habrá comprendido por este trabajo— es otro y muy sencillo, tan sencillo como seguro, aunque de lenta y laboriosa aplicación: acentuar el carácter educativo en la escuela primaria, donde apenas existe pero a cada instante brota, y llevarlo desde allí a la secundaria, a la especial y profesional, a la superior, en suma, a todos los órdenes y esferas. Como condiciones externas para que ese nuevo espíritu pueda allí formarse hay que convertir las lecciones en una conversación familiar, práctica y continua entre maestro y discípulo; conversación cuyos límites variarán libremente en cada caso, según es fácil suponer, pero que acabará con las explicaciones e interrogatorios del método académico, como igualmente con la solemnidad de nuestros exámenes y demás ejercicios inútiles. Para decirlo de una vez: conservando el sistema de mera exposición a aquella enseñanza en forma de discursos, que se dirige a un auditorio anónimo y de un cierto nivel medio de cultura, constituyendo las conferencias públicas, en lo demás, una cátedra de Instituto, como una de doctorado; las de Derecho Civil como las de Fisiología o las de Metafísica, todas deben reproducir, cada cual a su modo, el tipo fundamental de una escuela primaria bien organizada. Esto es, deben venir a ser una reunión durante algunas horas, grata, espontánea, íntima, en que los ejercicios teóricos y prácticos, el diálogo y la explicación, la discusión y la interrogación mutua alternen libremente con arte racional, como otros tantos episodios nacidos de las exigencias mismas del asunto. Algo de esto pretenden los seminarios alemanes y demás institutos análogos, y los cursos fermés de Francia, como los consagrados, sobre todo, a las lenguas sabias y a las ciencias de la Naturaleza.

No es posible alargar ya este desmedido trabajo. Sólo debe advertirse para concluir que la reorganización de la escuela primaria y la aplicación de sus formas y métodos más y más depurados a la secundaria, y de aquí cada vez en más amplia esfera —que es por donde debe empezarse—, constituye, no obstante el delicado tacto que requiere, una empresa inmediatamente asequible: de ello quisiera bien dar muestra la Institución Libre de Enseñanza. Nuestra torpeza y falta de medios tienen, ¡todavía!, a medio resolver este problema. Mientras esto no se comprenda, poco ha de esperarse de nuestros centros docentes, públicos o privados, para la cultura y progreso de la patria. El niño, que detesta la escuela; el joven, que maldice los estudios graves; el Gobierno, que los proscribe de sus cátedras y hasta los persigue en ocasiones; el profesor, que repite año tras año la misma cantilena, suspirando con el alumno por la hora dichosa de las vacaciones que ha de emanciparlos a entrambos, son, después de la atonía del espíritu nacional, el más elocuente testimonio contra un orden de cosas que sólo por excepción deja de inspirar tedio. Con ser tan miserables los recursos materiales consagrados a su subsistencia, quizá todavía exceden al beneficio que produce.

1879

 

© José Luis Gómez-Martínez   

Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

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