LA CONADEP Y EL JUICIO A LAS JUNTAS

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La CONADEP

En 1983 un civil, Raúl Alfonsín, a 5 días de haber sido elegido Presidente de la Nación Argentina, nombró un grupo de eminentes argentinos para formar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP).

La Comisión envió a sus miembros por toda la Argentina, España, México, Venezuela, y otros países para recoger testimonios.

Con la creación de la CONADEP mucha gente se animó a decir lo que había guardado por mucho tiempo. Así fue como, luego de 280 días de sacrificada labor, la Comisión entregó, el jueves 20 de Septiembre de 1984 lo que está considerado el monumento jurídico de las 50 mil páginas más importantes de la historia de los Derechos Humanos.

Esta Comisión realizó en muchas ocasiones visitas protocolares a las más altas autoridades de los gobiernos provinciales, quienes le brindaron su apoyo a todas las actividades realizadas. Esto sirvió, también, para coordinar los procedimientos de verificación de los Centros Clandestinos de Detención, para lo cual hubo que buscar a los testigos en sus domicilios, por lo que a veces tuvieron que recorrer largas distancias.

La labor desplegada permitió comprobar que el marco de la tragedia se extiende hasta los límites más largos del territorio nacional.

La Comisión determinó que el gobierno  militar había producido más de 9000 desaparecidos. Se publicó una selección de los testimonios bajo el título de “Nunca Más”.

El documento registraba “...la mayor tragedia Argentina contemporánea y la más salvaje”...“Organizados sistemáticamente con premeditación y alevosía”... y que “...la tortura fue el método normal para el tratamiento de los prisioneros”.

Fue tan minucioso el trabajo de la CONADEP, que la Fiscalía basó su acusación en el informe de sus miembros.

Sin esos antecedentes mencionados internacionalmente no hubiera sido posible enjuiciar a los Comandantes con cargos tan documentados.

Vale la pena remarcar el prólogo que los miembros de la Comisión redactaran al informe elaborado, a título de conclusión de la labor desempeñada:

"Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror  que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia,    que durante largos años debió sufrir la despiadada acción  de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: “Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura”.

No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un territorio infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.

Nuestra Comisión no fue instituida para juzgar, pues para eso están los jueces institucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo, para alcanzar la tenebrosa de categoría de los crímenes de  lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimiento y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.

Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de las personas a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse,  ni aún en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.

De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología de terror planificada por los altos mandos?¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medio de información que esto supone?¿Cómo puede hablarse de “excesos individuales”? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: “Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores”. Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los “excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia”, revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.

Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día mediante procedimientos ostensibles de la fuerza de seguridad que ordenaban “zona libre” a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzana y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones mientras el resto del comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: “Abandonad toda esperanza los que entráis”.

De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra -¡triste privilegio argentino!-  que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.

Arrebataron por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado?¿Por qué?¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus celdas, la justicia los desconocía y los  hábeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbre y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien le recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.

En cuanto  a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y otros una tendencia conciente o inconsciente a justificar el horror: “por algo será”, se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimiento sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los “subversivos”, con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como impredecible. En el delirio semántico encabezado por calificaciones como “marxismo-leninismo”, “apátridas”, “materialistas y ateos”, “enemigos de los valores occidentales y cristianos”, todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado la enseñanza de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.

Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma algunas descabelladas esperanzas.

De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de 9000. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aún vacilan por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal.

Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debíamos recomponer un tenebroso rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado deliberadamente todos los rasgos, se ha quemado toda la documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en la denuncia de los familiares, en la declaración de aquellos que pudieron salir del infierno y aún en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.

En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de “la guerra sucia”, de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, y de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.

Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en éstas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia.

Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.

Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el período que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, qué solo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra pátria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado".                         

 

EL JUICO A LAS JUNTAS

No había muchos antecedentes de actos semejantes en el mundo, y mucho menos en América Latina, con militares tan afectos a los golpes de Estado.

Después de la guerra de Malvinas y la llegada de la democracia, comenzó a cobrar fuerza la idea de un juicio a los militares que derrocaron el Gobierno Constitucional en marzo de 1976.

Instalado el Presidente Raúl Alfonsín, el dictado de varias leyes permitió que ante la justicia de los civiles pudiera sentarse en el banquillo a los nueve comandantes que integraron las sucesivas juntas que gobernaron el país.

Los oficiales de la alta graduación que enfrentaron el denominado “Juicio del Siglo” fueron:

*El Teniente General Jorge R. Videla, como Comandante en  Jefe del Ejército que integró la Junta Militar entre 1976 y 1982. Imputado de privación de la libertad en concurso real con homicidio, en tres oportunidades; privación ilegal de la libertad reiterada en 16 oportunidades, privación ilegal de la libertad en concurso real con tormentos reiterados, en nueve oportunidades y homicidios; todo ello en concurso real entre sí.

*Almirante Emilio E. Massera como comandante en Jefe de la Armada que integró la Junta Militar entre 1976 y 1978. Está imputado por privación ilegítima de la libertad reiterada en 24 oportunidades y privación ilegítima de la libertad en concurso real con homicidio, todos en concurso real entre sí.

*Brigadier General Agosti como comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, integró la Junta Militar entre 1976 y 1979. Está imputado de privación ilegítima de la libertad reiterada en 7 oportunidades y privación ilegal de la libertad en concurso real con tormentos, todos ellos recíprocamente concursados en forma real.

*Teniente General Roberto Viola, como Comandante en Jefe del Ejército integró la Junta Militar 9 meses del año 1981. Está imputado de privación ilegítima de la libertad en 8 oportunidades; homicidio reiterado en 2 oportunidades; y privación ilegal de la libertad en concurso real con tormentos, todos concursados realmente entre sí.

*Almirante Armando Lambruschini, como Comandante en Jefe de la Armada integró la Junta Militar entre 1978 y1981. Fue imputado de privación ilegítima de la libertad reiterada en 14 oportunidades, y privación de la libertad con homicidio, en concurso real entre sí al igual que los casos de los otros acusados.

*Brigadier General Omar Grafigna, como Comandante en Jefe de las Fuerzas Aéreas, integró la Junta Militar entre 1979 y 1981, fue acusado por el Fiscal Strassera de los delitos de privación de la libertad, aplicación de torturas, robo, homicidio, allanamiento y falsificación de documentos que no fueron aprobados “Prima Fasie”.

*Teniente General Leopoldo Galtieri, como comandante en Jefe del Ejército integró la Junta Militar entre 1981 y 1982. El Fiscal Strassera le formuló los cargo de privación de libertad, aplicación de tormentos, homicidio y falsedad documental, no habiendo dispuesto la cámara su prisión preventiva por no haber sido probados estos delitos en “Prima Fasie”.

*Almirante Jorge Amaya como comandante en Jefe de la Armada integró la Junta Militar entre 1981 y 1982. El Fiscal Strassera lo responsabilizó de los delitos de privación de la libertad y falsedad de documentos.

*Brigadier General Basilio Lami Doso como comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, integró la Junta Militar entre 1981 y 1982, sobre él pesan las acusaciones de la privación de la libertad y la falsificación de documentos, delitos que no fueron comprobados “Prima Fasie”.

Los integrantes de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional  de la Capital fueron Jorge E. Torlasco presidente de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, Carlos L. Arslanian juez de la Cámara Nacional de Apelaciones, Andrés J. D’Alessio Secretario de la Cámara Federal; Jorge A. Walerga Araos fue el Secretario del Juzgado en lo criminal de sentencia. Años anteriores había ingresado al Poder Judicial de la Nación como meritorio de uno de los juzgados de instrucción para luego obtener un cargo de empleado en lo Criminal de Sentencia, Guillermo A. Ledesma fue secretario de la justicia de instrucción en 1971 y secretario de la cámara nacional de Apelaciones en lo criminal y correccional de la Capital en  1974, entre 1975 y 1984 fue designado Juez de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo criminal de instrucción; Roberto R. Gil Lavedra se alejó del poder judicial hasta enero de 1984 cuando fue nombraod juez de la cámara federal.

Esta cámara nacional de apelaciones en lo criminal y correccional federal dispuso la pena de prisión preventiva rigurosa para el Teniente General Videla, el Almirante Massera, el Brigadier General Agosti, el Teniente General Viola el Almirante Lambruschini. El Teniente General Galtieri, el Brigadier Lami Doso y el Almirante Anaya se encontraban bajo arresto del congreso supremo de las Fuerzas Armadas, el único que se encontraba en libertad en el momento de iniciarse el juicio era Graffigna ya que por los cargos que se lo acusaba eran de menor tenor que el de sus compañeros.

A la Corte Suprema de Justicia le ha llamado la atención que cada uno de los defensores de las víctimas tenían diferente estrategias y no hubo un diseño de lo mismo. En cambio Videla se negó a elegir un Letrado ya que no consideraba válido el Juicio al que era sometido. De ésta manera se le nombró de oficial abogado Carlos Tasarea.

Los Comandantes juzgados habían instalado en el imaginario que eran “intocables”, y ellos lo creyeron mientras gobernaban el país a sangre y fuego. La sociedad comenzó a registrar un temor y no quería que el juicio llegase a su fin por miedo a una asonada militar. Sin embargo, los encuentros que se realizaron en esos días dijeron que la mayoría de los Argentinos estaban de acuerdo con aclarar lo que había pasado en la dictadura. Incluso aquellos que justificaban querían el juicio para que los procesados pudieran decir su verdad.

No imaginaron que las pruebas serían tan contundentes y que la impunidad llegara a su fin.

Lo dicho precedentemente constituye un documento ineludible para toda persona que quiera recordar, que no quiera olvidar ese período dramático de la historia Argentina.

 

LA SENTENCIA

A Jorge Rafael Videla se le atribuyen 66 homicidios doblemente calificado por alevosía e intervención de tres o más personas; 93 tormentos; 306 privaciones ilegales de libertad calificadas por violencia y amenazas; 26 robos.

La gravedad y extensión del daño causado por tales delitos llevan a    la aplicación de  la pena más grave, reclusión perpetua, corresponde también la inhabilitación absoluta perpetua .

Emilio Eduardo Massera es responsable de tres homicidios agravados por alevosía; 12 tormentos; 69 privaciones ilegales de libertad calificadas por violencia y amenazas y 7 robos.Sólo se distingue su situación de la del teniente general Videla en la cantidad de los hechos atribuidos, diferencia que, en razón de incluir éstos homicidios calificados, únicamente puede traducirse en la imposición de la pena de prisión perpetua. Resulta también aplicable la inhabilitación absoluta perpetua.

Orlando Ramón Agosti es responsable de 8 tormentos y de 3 robos, el tribunal juzga apropiado imponerle la pena de 4 años y 6 meses de prisión, más la inhabilitación absoluta perpetua.

Roberto Eduardo Viola es responsable de 11 tormentos; 86 privaciones ilegales de libertad y 3 robos. Llevan a establecer su pena privativa de la libertad en 17 años de prisión, más la inhabilitación absoluta perpetua.

Armando Lambruschini es responsable de 35 privaciones ilegales de libertad y de 10 tormentos. Se establece la pena correspondiente en 8 años de prisión, más la inhabilitación absoluta perpetua.

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