LA   EVOLUCIÓN   CREADORA

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen
HENRI BERGSON 
Premio Nobel 1927 

en  OBRAS ESCOGIDAS  -  ENSAYO   SOBRE   LOS   DATOS   INMEDIATOS   DE   LA   CONCIENCIA 

Traducción y prólogo de

JOSÉ ANTONIO  MIGUEZ

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid

La versión al castellano de las obras contenidas en el presente volumen se ha realizado sobre los textos franceses publicados por Les Presses Universitaires de France, de París, en la colección Bibliothéque de Philosophie Contemporaine, cuyos títulos originales son los siguientes: L'EVOLUTION  CRÉATRICE   (La evolución  creadora) 

 

IMPRIMIR

CAPÍTULO IV

EL MECANISMO CINEMATOGRÁFICO DEL PENSAMIENTO 1 Y LA ILUSIÓN MECANICISTA.

EXAMEN DE LA HISTORIA DE LOS SISTEMAS.

EL DEVENIR REAL Y EL FALSO EVOLUCIONISMO

Nos queda por examinar dos ilusiones teóricas que hemos encontrado constantemente en nuestro camino, y cuyas consecuencias, más aún que el principio, habíamos considerado hasta el momento. Ese será el objeto del presente capítulo. Nos proporcionará la ocasión de descartar ciertas objeciones, de disipar ciertos malentendidos y, sobre todo, de definir con más claridad, oponiéndola a otras, una filosofía que ve en la duración el tejido mismo de la realidad.

Materia o espíritu, la realidad se nos aparece como un perpetuo devenir. Se hace o se deshace, pero de hecho no es jamás. Tal es la intuición que tenemos del espíritu cuando separamos el velo que se interpone entre nuestra conciencia y nosotros. He aquí también lo que la inteligencia y los mismos sentidos nos mostrarían de la materia, si obtuviesen de ella una representación inmediata y desinteresada. Pero, preocupados ante todo de las necesidades de la acción, la inteligencia y los sentidos se limitan a tomar de tarde en tarde, sobre el devenir de la materia, vistas instantáneas y, por esto mismo, inmóviles. La conciencia, regulada a su vez sobre la inteligencia, observa de la vida interior lo que ya está hecho y no se da cuenta de su devenir sino confusamente. Así se separan de la duración los momentos que nos interesan y que hemos recogido a lo largo de su ruta. Sólo a ellos retenemos y, en efecto, tenemos razón para hacerlo en tanto sea la acción su causa. Pero cuando especulando sobre la naturaleza de lo real lo miramos también como nos pide nuestro interés práctico, nos volvemos incapaces de ver la evolución verdadera, el devenir radical. No percibimos del devenir más que estados; de la duración, instantes; incluso cuando hablamos de duración y de devenir, pensamos realmente en otra cosa. Tal es la más sorprendente de las dos ilusiones que queremos examinar. Consiste en creer que podrá pensarse lo inestable por intermedio de lo estable, lo móvil mediante lo inmóvil.

La otra ilusión es pariente próxima de la primera. Tiene el mismo origen. Proviene, también, de que transportamos a la especulación un procedimiento hecho para la práctica. Toda acción apunta a la obtención de un objeto del que nos vemos privados, o a crear algo que todavía no existe. En este sentido muy particular, llena un vacío y va de lo vacío a lo lleno, de una ausencia a una presencia, de lo irreal a lo real. La irrealidad de que aquí tratamos es, por lo demás, puramente relativa a la dirección en la que se ha comprometido nuestra atención, porque estamos inmersos en realidades y no podemos salir de ellas; únicamente, si la realidad presente no es la que buscábamos, hablamos de la ausencia de la segunda allí donde constatamos la presencia de la primera. Expresamos así lo que tenemos en función de lo que querríamos obtener. Nada más legítimo en el dominio de la acción. Pero, de grado o por fuerza, conservamos esta manera de hablar, y también de pensar, cuando especulamos sobre la naturaleza de las cosas independientemente del interés que ellas tienen para nosotros. Así nace la segunda de las ilusiones que señalábamos, en la que vamos a profundizar en seguida. Descansa, como la primera, en los hábitos estáticos que contrae nuestra inteligencia cuando prepara nuestra acción sobre las cosas. Lo mismo que pasamos por lo inmóvil para ir a lo móvil, así nos servimos de lo vacío para pensar en lo lleno.

Ya hemos encontrado esta ilusión en nuestro camino cuando abordábamos el problema fundamental del conocimiento. La cuestión, decíamos, consiste en saber por qué hay orden y no desorden en las cosas. Pero esta cuestión que se plantea no tiene sentido sino suponiendo que e] desorden, entendido como una ausencia de orden, es posible, o imaginable, o concebible. Ahora bien, de lo real no hay más que orden; pero, como el orden puede tomar dos formas, y como la presencia de la una consiste, si queremos, en la ausencia de la otra, hablamos de desorden cuantas veces nos encontramos delante de aquel de los dos órdenes que no buscábamos. La idea de desorden es pues completamente práctica. Corresponde a una cierta decepción de una cierta espera, y no designa la ausencia de todo orden, sino solamente la presencia de un orden que no ofrece interés actual. Si tratamos de negar completa y absolutamente el orden, nos damos cuenta que saltamos indefinidamente de una especie de orden a otra y que la pretendida supresión de una y otra implica la presencia de las dos. En fin, si avanzamos más y si, decididamente, cerramos los ojos a este movimiento del espíritu y a todo lo que él supone, no nos las habernos ya con una idea y del desorden sólo queda la palabra. Así se ha complicado el problema del conocimiento y quizá se le ha vuelto insoluble, por la idea de que el orden llena un vacío y que su presencia efectiva está superpuesta a su ausencia virtual. Vamos de la ausencia a la presencia, de lo vacío a lo lleno, en virtud de la ilusión fundamental de nuestro entendimiento. He aquí el error cuya consecuencia señalábamos en nuestro último capítulo. Como hacíamos presentir, no obtendremos la razón de este error sino enfrentándonos con él. Es preciso que lo consideremos cara a cara, en sí mismo, en la concepción radicalmente falsa que implica de la negación, de lo vacío y de la nada 2.

Los filósofos apenas se han ocupado de la idea de la nada. Y ella es, sin embargo, el resorte oculto, el invisible motor del pensamiento filosófico. Desde el primer despertar de la reflexión, empuja hacia adelante, justamente bajo la mirada de la conciencia, los problemas angustiosos, las cuestiones que no podemos fijar sin ser presas del vértigo. No he hecho más que comenzar a filosofar y ya debo preguntarme por qué existo; y cuando me doy cuenta de la solidaridad que me enlaza al resto del universo, sólo hago soslayar la dificultad y quiero saber en seguida por qué existe el universo. Si refiero el universo a un Principio inmanente o trascendente que le soporta o que le crea, mi pensamiento no descansa en este principio más que unos instantes; vuelve a plantearse el mismo problema, pero esta vez en toda su amplitud y generalidad: ¿de dónde proviene, cómo comprender que algo existe? Aquí mismo, en el presente trabajo, cuando la materia ha sido definida por una especie de caída, esta caída por la interrupción de una subida, esta subida misma por un crecimiento, cuando un Principio de creación, en fin, ha sido puesto en el fondo de las cosas, surge la misma cuestión: ¿cómo, por qué existe este principio en vez de nada?

Ahora bien, si prescindo de estas preguntas para ir a lo que se disimula detrás de ellas, he aquí lo que encuentro. La existencia se me aparece como una conquista sobre la nada. Me digo que podría, que debería incluso no haber nada, y me sorprendo de que haya algo. O bien, me represento toda realidad extendida sobre la nada, como sobre un tapiz: la nada era primero y el ser ha aparecido después. O bien incluso, si algo ha existido siempre, es preciso que la nada le haya servido de sustrato o de receptáculo, y le sea, por consiguiente, eternamente anterior. Un vaso ha podido estar siempre lleno y el líquido contenido en él llenar un vacío. Del mismo modo, el ser ha podido existir siempre y la nada que él llena u ocupa no sólo preexistirle de hecho sino justamente en derecho. En fin, no puedo sustraerme a la idea de que lo lleno es como un bordado sobre el cañamazo de la vida, que el ser está superpuesto a la nada y que en la representación de "nada" hay menos que en la de "algo". Ahí está todo el misterio.

Pero es preciso que este misterio quede esclarecido. Y quedará sin duda si se pone en el fondo de las cosas la duración y la libre elección. Porque el desdén de la metafísica por toda realidad que dura proviene precisamente de que ella no llega al ser sino pasando por la "nada", y de que una existencia que dura no le parece bastante fuerte para vencer la inexistencia y posarse sobre ella. Especialmente por esta razón se inclina a dotar al ser verdadero de una existencia lógica, y no psicológica o física. Pues tal es la naturaleza de una existencia puramente lógica que parece bastarse a sí misma y constituirse por el solo efecto de la fuerza inmanente a la verdad. Si yo me pregunto por qué los cuerpos o los espíritus existen antes que la nada, no encuentro respuesta. Pero que un principio lógico como A = A tenga la virtud de crearse a sí mismo, triunfando de la nada en la eternidad, esto me parece natural. La aparición de un círculo trazado con la tiza en un encerado es cosa que tiene necesidad de explicación: esta existencia plenamente física no tiene, por sí misma, con qué vencer la inexistencia. Pero la "esencia lógica" del círculo, es decir, la posibilidad de trazarlo según una cierta ley o, lo que es lo mismo, su definición, es cosa que me parece eterna; no tiene ni lugar ni fecha, porque en ninguna parte, en ningún momento, ha comenzado a ser posible el trazado de un círculo. Demos por supuesto, por tanto, el principio sobre el que descansan todas las cosas y que todas las cosas manifiestan también una existencia de la misma naturaleza que la de la definición del círculo, o que la del axioma A = A: el misterio de la existencia se desvanece, porque el ser que está en el fondo de todo se asienta entonces en lo eterno al igual que la lógica misma. Es verdad que esto nos costará un sacrificio bastante grande: si el principio de todas las cosas existe a la manera de un axioma lógico o de una definición matemática, las cosas mismas deberán salir de este principio como las aplicaciones de un axioma o las consecuencias de una definición y no habrá lugar, ni en las cosas ni en su principio, para la causalidad eficaz entendida en el sentido de una libre elección. Tales son precisamente las conclusiones de una doctrina como la de Spinoza o incluso la de Leibniz, por ejemplo, y tal ha sido también su génesis.

 

Si pudiésemos establecer que la idea de la nada, en el sentido en que la tomamos cuando la oponemos a la de existencia, es una pseudo-idea, los problemas que suscita alrededor de sí se convertirían en pseudo-proble-mas. La hipótesis de un absoluto que actuase libremente y que durase de manera eminente, no tendría nada de chocante. Se habría abierto el camino a una filosofía más próxima a la intuición y que no exigiese ya los mismos sacrificios al sentido común.

Veamos, pues, en qué se piensa cuando se habla de la nada. Representarse la nada consiste o en imaginarla o en concebirla. Examinemos lo que puede ser esta imagen o esta idea. Comencemos por la imagen.

Cierro los ojos, tapono los oídos, extingo una a una las sensaciones que me llegan del mundo exterior: he aquí entonces que todas mis percepciones se desvanecen y que el universo material se hunde para mí en el silen-cio y en la noche. Sin embargo, sigo existiendo y no puedo impedirme la existencia. Estoy todavía ahí, con las sensaciones orgánicas que me llegan de la periferia y del interior de mi cuerpo, con los recuerdos que me han dejado mis percepciones pasadas, con la impresión misma, positiva y plena, del vacío que acabo de producir en torno a mí. ¿Cómo suprimir todo esto? ¿Cómo eliminarse a sí mismo? Puedo, en rigor, alejar mis recuerdos y olvidar incluso mi pasado inmediato; conservo al menos la conciencia de mi presente reducido a su más extrema pobreza, es decir, del estado actual de mi cuerpo. Trato, sin embargo, de terminar con esta misma conciencia. Tendré que atenuar cada vez más las sensaciones que me envía mi cuerpo: entonces, en ese trance, se extin-guen, desaparecen en la noche en la que se han perdido ya todas las cosas. ¡Pero no!, en el instante mismo en que mi conciencia se extingue, otra conciencia surge; o mejor, estaba surgiendo ya o había surgido un momento antes para asistir a la desaparición de la primera. Porque la primera no podía desaparecer sino para otra, es decir suscitando la presencia de otra. De este modo, no me veo destruido más que si, por un acto positivo, aunque involuntario e inconsciente, me he resucitado ya a mí mismo. Así subsiste mi quehacer, percibo siempre algo, bien sea de fuera o interno. Cuando no conozco nada más de los objetos exteriores es porque me refugio en la conciencia que tengo de mí mismo; si anulo esto, su anulación misma se convierte en un objeto para un yo imaginario que, esta vez, percibe como un objeto exterior el yo que desaparece. Exterior o interior, hay pues un objeto que mi imaginación se representa. Ella puede, es verdad, ir de uno a otro y, alternativamente, imaginar una nada de percepción externa o una nada de percepción interior, pero no las dos a la vez, porque la ausencia de la una consiste, en el fondo, en la presencia exclusiva de la otra. Pero del hecho de que dos nadas relativas sean imaginables alternativamente, concluimos de manera errónea que son imaginables en conjunto: conclusión cuyo absurdo debería saltarnos a la vista, ya que no podríamos imaginar una nada sin percibir, al menos confusamente, que la imaginamos, es decir, que se actúa, que se piensa, y que algo, por consiguiente, subsiste todavía.

La imagen propiamente dicha de una supresión de todo jamás es formada por el pensamiento. El esfuerzo por el cual tendemos a crear esta imagen aboca simplemente a hacernos oscilar entre la visión de una realidad exterior y la de una realidad interna. En este vaivén de nuestro espíritu entre lo externo y lo interno, hay un punto, situado a igual distancia de los dos, en el que nos parece que percibimos más lo uno que lo otro: y es entonces cuando formamos la imagen de la nada. En realidad, percibimos ambos pero en un punto en el que los dos términos son intermedios, de tal modo que la imagen de la nada, así definida, es una imagen plena de cosas, una imagen que encierra a la vez la del sujeto y la del objeto, además, con un salto perpetuo de una a otra y la negativa a asentarse definitivamente sobre una de ellas. Es evidente que esta nada no podríamos oponerla al ser, ni colocarla ante él ni debajo de él, puesto que encierra ya la existencia en general. Pero se nos dirá que si la representación de la nada interviene, visible o latente, en los razonamientos de los filósofos, no es en forma de imagen, sino de idea. Se estará de acuerdo con nosotros en que no imaginamos una anulación de todo, pero se pretenderá que podemos concebirla. Concebimos, decía Descartes, un polígono de mil lados, aunque no lo veamos imaginativamente: basta que nos representemos claramente la posibilidad de construirlo. Lo mismo ocurre en cuanto a la idea de una anulación de todas las cosas. Nada más simple, se dirá, que el procedimiento por el cual se construye su idea. La anulación de un objeto la entendemos en este sentido: pasamos de la anulación de un primer objeto a la de un segundo, luego a la de un tercero, y así sucesivamente tanto tiempo como queramos: la nada no es otra cosa que el límite al que tiende la operación. Y la nada así definida es entonces la anulación del todo. He aquí la tesis, y basta considerarla en esta forma para darse cuenta del absurdo que encierra.

Una idea construida enteramente por el espíritu no es una idea, en efecto, sino a condición de que las partes sean capaces de coexistir conjuntamente: se reduciría a una simple palabra si los elementos que se aproximan para componerla se rechazasen unos a otros a medida que se les reúne. Cuando defino el círculo, me represento sin dificultad un círculo negro o un círculo blanco, un círculo de cartón, de hierro o de cobre, un círculo transparente o un círculo opaco; pero no un círculo cuadrado, porque la ley de generación del círculo excluye la posibilidad de limitar esta figura con líneas rectas. Así, mi espíritu puede representarse anulada no importa qué cosa existente; pero si la anulación de algo por el espíritu fuese una operación cuyo mecanismo implica que se efectúa sobre una parte del Todo y no sobre el Todo mismo, entonces la extensión de una operación tal a la totalidad de las cosas podría devenir algo absurdo, contradictorio consigo mismo, y la idea de una anulación de todo presentaría quizá los mismos caracteres que la de un círculo cuadrado: no sería ya una idea, no sería más que una palabra.

 

Examinemos pues de cerca el mecanismo de la operación.

De hecho, el objeto que se suprime es o exterior o interior: se trata de una cosa o de un estado de conciencia. Consideremos el primer caso. Anulo por el pensamiento un objeto exterior: en el lugar en que se encontraba "no hay ya nada". No algo de este objeto, sin duda alguna, sino otro objeto es el que ha ocupado su lugar: no hay vacío absoluto en la naturaleza. Admitamos, sin embargo, que el vacío absoluto sea posible: no es en este vacío en el que pienso cuando digo que el objeto, una vez anulado, deja su lugar, porque se trata por hipótesis de un lugar, es decir de un vacío limitado por contornos precisos, esto es, por una especie de cosa. El vacío de que hablo no es pues, en el fondo, más que la ausencia de tal objeto determinado, el cual primero se encontraba aquí y ahora se encuentra en otra parte, y, mientras no está en su antiguo lugar, deja tras sí, por decirlo así, el vacío de sí mismo. Un ser que no estuviese dotado de memoria o de previsión no pronunciaría jamás en este caso las palabras "vacío" o "nada"; expresaría simplemente lo que es y lo que percibe; ahora bien, lo que es y lo que se percibe, es la presencia de una cosa o de otra, jamás la ausencia de algo. No hay ausencia más que para un ser capaz de recuerdo y de espera. Recordaba un objeto y esperaba quizás encontrarlo; pero encuentra otro y expresa la decepción de su espera, nacida ella misma del recuerdo, diciendo que no encuentra objeto alguno sino la nada misma. Incluso no esperando encontrar el objeto, es una espera posible de este objeto o también la decepción ante su espera eventual lo que él traduce cuando dice que el objeto no está donde estaba. Lo que percibe, en realidad, lo que él piensa efectivamente, es la presencia del antiguo objeto en un nuevo lugar o la de un nuevo objeto en el antiguo; el resto, todo lo que se expresa negativamente por palabras tales como la nada o el vacío, no es tanto pensamiento como afección, o, para hablar más exactamente, coloración afectiva del pensamiento. La idea de anulación o de la nada parcial se forma pues aquí en el curso de la sustitución de una cosa por otra, desde el momento en que esta sustitución es pensada por un espíritu que preferiría mantener lo antiguo en el lugar de lo nuevo o que concibe al menos esta preferencia como posible. Ella implica del lado subjetivo una preferencia, del lado objetivo una sustitución, y no es otra cosa que una combinación o mejor una interferencia, entre este sentimiento de preferencia y esta idea de sustitución.

Tal es el mecanismo de la operación por la cual nuestro espíritu anula un objeto y llega a representarse, en el mundo exterior, una nada parcial. Veamos ahora cómo se la representa en el interior de sí mismo. Lo que constatamos en nosotros, son también fenómenos que se producen y no, evidentemente, fenómenos que no se producen. Experimento una sensación o una emoción, concibo una idea, tomo una resolución: mi conciencia percibe estos hechos que son otras tantas presencias, y no hay momento o hechos de este género que no me sean presentes. Puedo sin duda interrumpir, por el pensamiento, el curso de mi vida interior, suponer que duermo sin ensueño o que he cesado de existir; pero, en el instante mismo en que hago esta suposición, me concibo, me imagino en vigilia sobre mi sueño o sobreviviendo a mi aniquilamiento y no renuncio a percibirme desde el interior más que para refugiarme en la percepción exterior de mí mismo. Es decir, que también aquí lo lleno sucede siempre a lo lleno, de tal modo que una inteligencia que no fuese más que inteligencia, que no tuviese ni sentimiento de pesar ni de deseo, que regulase su movimiento sobre el movimiento de su objeto, no concebiría incluso una ausencia o un vacío. La concepción de un vacío nace aquí cuando la conciencia, en retraso consigo misma, permanece ligada al recuerdo de un estado antiguo siendo así que otro estado ya se hace presente. No es más que una comparación entre lo que es y lo que podría o debería ser, entre lo lleno y lo lleno. En una palabra, trátese de un vacío de materia o de un vacío de conciencia, la representación del vacío es siempre una representación llena, que se resuelve en el análisis en dos elementos positivos; la idea, distinta o confusa, de una sustitución, y el sentimiento, experimentado o imaginado, de un deseo o de un pesar.

Se sigue de este doble análisis que la idea de la nada absoluta, entendida en el sentido de una anulación de todo, es una idea destructiva de sí misma, una pseudo-idea, una simple palabra. Si suprimir una cosa consiste en reemplazarla por otra; si no es posible pensar la ausencia de una cosa sino por la representación más o menos explícita de la presencia de alguna otra cosa; en fin, si anulación significa en primer lugar sustitución, la idea de una "anulación de todo" es tan absurda como la de un círculo cuadrado. El absurdo no salta a la vista, porque no existe objeto particular que no se pueda suponer anulado: entonces, del hecho de que no exista prohibición de suprimir por el pensamiento cada cosa alternativamente, se concluye que es posible suprimirlas todas juntamente. No se ve que suprimir cada cosa alternativamente, consiste precisamente en reemplazarla poco a poco por otra y que desde ese momento la supresión de todo implica una verdadera contradicción en los términos, ya que esta operación consistiría en destruir la condición misma que le permite efectuarse.

Pero la ilusión es tenaz. De que suprimir una cosa consista de hecho en sustituirla por otra, no se concluirá, no se querrá concluir que la anulación de una cosa por el pensamiento implique sustituirla, con el pensamiento, por una cosa nueva. Se estará de acuerdo con nosotros en que una cosa es siempre reemplazada por otra e incluso que nuestro espíritu no puede pensar la desaparición de un objeto exterior o interior, sin representarse —en una forma indeterminada y confusa, es verdad— su sustitución por otro objeto. Pero se añadirá que la representación de una desaparición es la de un fenómeno que se produce en el espacio o al menos en el tiempo, que implica también, por consiguiente, la evocación de una imagen y que se trataría precisamente aquí de liberarse de la imaginación para hacer un llamamiento al entendimiento puro. No hablemos ya, pues, se nos dirá, de desaparición o de anulación; éstas son operaciones físicas. No nos representemos que el objeto A es anulado o está ausente. Digamos simplemente que lo pensamos "inexistente". Anularlo es actuar sobre él en el tiempo y quizá también en el espacio; es aceptar, por consiguiente, las condiciones de la existencia espacial y temporal, aceptar la solidaridad que enlaza un objeto a todos los demás y le impide desaparecer sin ser reemplazado inmediatamente. Pero podemos liberarnos de estas condiciones: basta que, por un esfuerzo de abstracción, evoquemos la representación del objeto A solamente, que convengamos primero en considerarlo como existente y que en seguida, por un trazo de pluma intelectual, borremos esta cláusula. El objeto vendrá a ser entonces, por nuestro decreto, inexistente.

Pues sea. Borremos pura y simplemente la cláusula. No debe creerse que nuestro trazo de pluma se baste a sí mismo y que sea, él, aislable del resto de las cosas. Se va a ver que lleva consigo, de grado o por fuerza, todo aquello de lo que pretendíamos apartarnos. Comparemos, en efecto, entre sí las dos ideas del objeto A que se supone real y del mismo objeto que se supone "inexistente". La idea del objeto A que se supone existente no es más que la representación pura y simple del objeto A, porque no se puede representar un objeto sin atribuirle, por esto  mismo,   una   cierta  realidad.  Entre  pensar un objeto y pensarlo existente, no hay absolutamente diferencia alguna: Kant ha puesto a plena luz este punto en su crítica de la argumentación ontológica. Desde entonces, ¿qué es pensar el objeto A como inexistente? Representárselo inexistente no puede consistir en retirar de la idea del objeto A la idea del atributo "existencia", puesto que, una vez más, la representación de la existencia del objeto es inseparable de la representación del objeto y forma una unidad con ella. Representarse el objeto A como inexistente no puede pues consistir más que en añadir algo a  la  idea de  este objeto:  se añade a  ella,  en efecto, la idea de una exclusión de este objeto particular por la realidad actual en general. Pensar el objeto A como inexistente es pensar el objeto primero, y por consiguiente pensarlo  como existente; es, en seguida,  pensar que otra realidad, con la cual es incompatible,  lo suplanta. Ahora bien,  es inútil  que  nos representemos explícitamente esta última realidad; no tenemos por qué ocuparnos de lo que ella es; nos basta saber que desplaza el objeto A, que es lo único que nos interesa. Es por ello por lo que pensamos en la expulsión antes que en la causa que expulsa. Pero esta causa no deja de estar presente al espíritu; está en él en estado implícito, siendo inseparable lo que expulsa de la expulsión como la mano que mueve la pluma es inseparable del trazo que tacha lo escrito. El acto por el cual se declara un objeto irreal plantea pues la existencia de lo real en general. En otros términos, representarse un objeto como irreal no puede consistir en privarlo de toda especie de existencia, puesto que la representación de un objeto es necesariamente la de este objeto existente. Un acto parecido consiste simplemente en declarar que la existencia referida por nuestro espíritu al objeto, e inseparable de su representación, es una existencia completamente ideal, la de un simple posible. Pero idealidad de un objeto, simple posibilidad de un objeto, no tienen sentido más que por relación a una realidad que desplaza a la región del ideal o de lo simple posible este objeto incompatible con ella. Supongamos anulada la existencia más fuerte y más sustancial, esto es, la existencia atenuada y más débil de lo simple posible que va a devenir la realidad misma, y os representaréis entonces todavía más el objeto como inexistente. En otros términos, y por extraña que pueda parecer nuestra afirmación, hay más, y no menos, en la idea de un objeto concebido como "inexistente" que en la idea de este mismo objeto concebido como "existente", porque la idea del objeto "inexistente" es necesariamente la idea del objeto "existente" y, además, la representación de una exclusión de este objeto por la realidad actual tomada en bloque.

Pero se pretenderá que nuestra representación de lo inexistente no está todavía bastante separada de todo elemento imaginativo, no suficientemente negativo. "Poco importa, se nos dirá, que la irrealidad de una cosa consista en su expulsión por otras. No queremos saber nada de ello. ¿No somos libres de dirigir nuestra atención hacia el lugar donde nos place y como nos place? Pues bien, después de haber evocado la representación de un objeto y de haberlo supuesto, por esto mismo, si queréis, existente, añadiremos simplemente a nuestra afirmación un «no» y esto bastará para que lo pensemos como inexistente. Es ésta una operación intelectual, independiente de lo que pasa fuera del espíritu. Pensemos pues no importa qué o pensemos todo, pongamos luego al margen de nuestro pensamiento el «no» que prescribe la repulsa de lo que contiene: anulamos idealmente todas las cosas por el solo hecho de decretar su anulación." En el fondo, todas las dificultades y todos los errores provienen aquí de este pretendido poder inherente a la negación. Nos representamos la negación como exactamente simétrica de la afirmación. Nos imaginamos que la negación, como la afirmación, se basta a sí misma. Desde ese momento la negación tendría, al igual que la afirmación, el poder de crear ideas, con la sola diferencia de que se trataría de ideas negativas. Afirmando una cosa, luego otra, y así de manera sucesiva e indefinida, formo la idea del Todo; lo mismo, negando una cosa, luego otras y, en fin, negando Todo, se llegaría a la idea de la Nada. Pero, justamente, esta asimilación nos parece arbitraria. No se echa de ver que, si la afirmación es un acto completo del espíritu, que puede abocar a constituir una idea, la negación no es nunca otra cosa que la mitad de un acto intelectual del que se sobreentiende o mejor se aplaza para un futuro indeterminado la otra mitad. No se aprecia asimismo que, si la afirmación es un acto de la inteligencia pura, entra en la negación un elemento extraintelectual y que precisamente a la intrusión de un elemento extraño debe la negación su carácter específico.

 

Para comenzar por el segundo punto, señalemos que negar consiste siempre en descartar una afirmación posible 3. La negación no es más que una actitud tomada por el espíritu frente a una afirmación eventual. Cuando digo: "esta mesa es negra", hablo ciertamente de la mesa: he visto que es negra y mi juicio traduce esta visión. Pero si digo: "esta mesa no es blanca", no expreso seguramente nada que haya percibido, porque he visto algo negro y no una ausencia de blanco. No llevo pues, en el fondo, este juicio sobre la mesa misma, sino mejor sobre el juicio que la declaraba blanca. Juzgo un juicio, y no la mesa. La proposición "esta mesa no es blanca" implica que podríais creerla blanca, que la creíais así o que era yo el que podría creerla: os prevengo, o me doy cuenta yo mismo, que este juicio debe reemplazarse por otro (que yo dejo, es verdad, indeterminado). Así, en tanto que la afirmación se refiere directamente a la cosa, la negación no la considera sino indirectamente a través de una afirmación interpuesta. Una proposición afirmativa traduce un juicio sobre un objeto; una proposición negativa traduce un juicio sobre un juicio. La negación difiere, pues, de la afirmación propiamente dicha en que es una afirmación de segundo grado: afirma algo de una afirmación que, a su vez, afirma algo de un objeto.

 Pero se sigue de ahí que la negación no es el hecho de un puro espíritu, quiero decir, de un espíritu separado de todo lo móvil, colocado frente a los objetos y sin que-rer habérselas más que con ellos. Desde el momento que negamos, nos dirigimos en realidad a un interlocutor, real o posible, que se engaña y al cual ponemos en guardia. Afirmaba algo y le prevenimos que deberá afirmar otra cosa (sin especificar, no obstante, la afirmación necesaria que habrá de sustituir a la primera). No hay entonces simplemente una persona y un objeto en presencia una del otro; hay, frente al objeto, una persona que habla a otra, que la combate y la ayuda a la vez; hay un comienzo de sociedad. La negación mira hacia alguien, y no solamente, como la pura operación intelectual, a algo. Es por esencia pedagógica y social. Corrige o, mejor, advierte, pudiendo ser la persona advertida y corregida, por una especie de desdoblamiento, la misma que habla.

Vayamos al segundo punto. Decíamos que la negación no es nunca más que la mitad de un acto intelectual cuya otra mitad se deja indeterminada. Si enuncio la proposición negativa "esta mesa no es blanca", entiendo por ello que debemos sustituir el juicio "la mesa es blanca" por otro juicio. Es como un aviso que se refiere a la necesidad de una sustitución. En cuanto a lo que debéis sustituir con vuestra afirmación, no os digo nada, es verdad. Quizá porque ignoro el color de la mesa, pero quizá también porque el color blanco es el único que nos interesa por el momento y os anuncio simplemente que otro color deberá sustituir al blanco, sin que sepa deciros cuál. Un juicio negativo es, pues, un juicio que indica la sustitución de un juicio afirmativo por otro juicio afirmativo, sin especificar por lo demás la naturaleza de este segundo juicio, unas veces porque se le ignora, con más frecuencia porque no ofrece interés actual y la atención no recae más que sobre la materia del primero.

Así, cuantas veces añado un "no" a una afirmación, cuantas veces niego, realizo dos actos bien determinados: 1°, me intereso en lo que afirma uno de mis semejantes, o en lo que iba a decir, o en lo que habría podido decir otro yo al que prevengo; 2°, anuncio que una segunda afirmación, de la que no especifico el contenido, deberá sustituir a la que encuentro ante mí. Pero ni en uno ni en otro de estos dos actos se encontrará otra cosa que la afirmación. El carácter sui géneris de la negación proviene de la superposición del primero al segundo. En vano atribuiríamos a la negación el poder de crear ideas sui géneris, simétricas de las que crea la afirmación y dirigidas en sentido contrario. Ninguna idea saldrá de ella, porque ella no tiene otro contenido que el del juicio afirmativo que juzga.

Con más precisión, consideremos un juicio existencial y no ya un juicio atributivo. Si digo: "el objeto A no existe", entiendo por ello, primero, que podría creerse que el objeto A existe: ¿cómo, por otra parte, pensar el objeto A sin pensarlo existente, y qué diferencia puede haber, una vez más, entre la idea del objeto A existente y la idea pura y simple del objeto A? Pues al decir "el objeto A" le atribuyo una especie de existencia, aunque sea si acaso la de un simple posible, es decir, de una pura idea. Y por consiguiente en el juicio "el objeto A no existe" hay primero una afirmación como ésta: "el objeto A ha existido", o "el objeto A existirá", o más generalmente: "el objeto A existe al menos como simple posible". Ahora bien, cuando yo añado las dos palabras "no existe", ¿qué puedo entender por ello sino que, si se va más lejos, si se erige el objeto posible en objeto real, en realidad nos engañamos y el posible de que hablo queda excluido de la realidad actual como incompatible con ella? Los juicios que postulan la inexistencia de una cosa son, pues, juicios que formulan un contraste entre lo posible y lo actual (es decir entre dos especies de existencia, la una pensada y la otra constatada) en casos en que una persona, real o imaginaria, pudiese creer equivocadamente que un cierto posible se había realizado. En lugar de este posible hay una realidad que difiere de él y que le aleja de sí: el juicio negativo expresa este contraste, pero lo expresa en una forma voluntariamente incompleta, porque se dirige a una persona que, por hipótesis, se interesa exclusivamente por un posible indicado y que no se inquietará al saber por qué género de realidad es reemplazado el posible. La expresión de la sustitución queda pues necesariamente mutilada. En lugar de afirmar que un segundo término sustituye al primero, mantendrá en el primero, y tan sólo en el primero, la atención que le dirigía inicialmente. Y, sin salir del primero, afirmará implícitamente que un segundo término le reemplaza diciendo que el primero "no existe". Se juzgará así un juicio en lugar de juzgar una cosa. Advertiremos a los demás o nos advertiremos a nosotros mismos de un error posible, en lugar de aportar una información positiva. Suprimid toda intención de este género, dad al conocimiento su carácter exclusivamente científico o filosófico, suponed, en otros términos, que la realidad acaba de inscribirse por sí misma en un espíritu que no se preocupa más que de las cosas y no se interesa por las personas: afirmará que tal o cual cosa existe, no afirmará en cambio jamás que una cosa no existe.

 

¿De dónde proviene, pues, que nos obstinemos en poner la afirmación y la negación en la misma línea y en dotarlas de igual objetividad? ¿De dónde proviene que se tenga tanta dificultad para reconocer lo que la negación tiene de subjetivo, de artificialmente truncado, de relativo al espíritu humano y sobre todo a la vida social? La razón de ello es sin duda que negación y afirmación se expresan, una y otra, por proposiciones, y que toda proposición, al estar formada de palabras que simbolizan conceptos, es cosa relativa a la vida social y a la inteligencia humana. Ya diga "el suelo está húmedo" o "el suelo no está húmedo", en los dos casos los términos "suelo" y "húmedo" son conceptos más o menos artificialmente creados por el espíritu del hombre, quiero decir, extraídos por su libre iniciativa de la continuidad de la experiencia. En los dos casos, estos conceptos son representados por las mismas palabras convencionales. En los dos casos se puede incluso decir, con rigor, que la proposición apunta hacia un fin social y pedagógico, puesto que la primera propagaría una verdad del mismo modo que la segunda prevendría un error. Si nos colocamos en este punto de vista, que es el de la lógica formal, afirmar y negar son, en efecto, dos actos simétricos uno de otro, el primero de los cuales establece una relación de conveniencia y el segundo una relación de disconveniencia entre un sujeto y un atributo. Pero ¿cómo no ver que la simetría es completamente exterior y la semejanza superficial? Suponed anulado el lenguaje, disuelta la sociedad, atrofiada en el hombre toda iniciativa intelectual, toda facultad de desdoblarse y de juzgarse a sí mismo: la humedad del suelo no dejará por ello de subsistir, capaz de inscribirse automáticamente en la sensación y de enviar una vaga representación a la inteligencia embrutecida. La inteligencia afirmará pues, todavía, en términos implícitos. Y, por consiguiente, ni los conceptos distintos, ni las palabras, ni el deseo de extender la verdad alrededor de sí, ni el de mejorarse a sí mismo, pertenecían a la esencia misma de la afirmación. Pero esta inteligencia pasiva, que sigue maquinalmente los pasos de la experiencia, que no se adelanta ni se retrasa con respecto al curso de lo real, no tendría ninguna veleidad por negar. No sabría recibir una impronta de negación, porque, aún una vez más, lo que existe puede registrarse, pero la inexistencia de lo inexistente no se registra. Para que una inteligencia tal llegue a negar, será preciso que despierte de su embotamiento, que formule la decepción de una espera real o posible, que corrija un error actual o eventual, en fin, que se proponga enseñar la lección a los demás y a sí misma.

Más dificultad habrá en darse cuenta de ello con el ejemplo que hemos escogido, pero el ejemplo no dejará de ser más instructivo y el argumento más probatorio. Si la humedad es capaz de venir a registrarse automáticamente, ocurrirá lo mismo, se dirá, con la no-humedad, porque lo seco puede, tanto como lo húmedo, dar impresiones a la sensibilidad que las transmitirá como representaciones más o menos distintas a la inteligencia. En este sentido, la negación de la humedad sería cosa tan objetiva, tan puramente intelectual, tan alejada de toda intención pedagógica como la afirmación. Pero mirémoslo más de cerca: se verá que la proposición negativa "el suelo no está húmedo" y la proposición afirmativa "el suelo está seco" tienen contenidos completamente diferentes. La segunda implica que se conoce lo seco, que se ha experimentado las sensaciones específicas, táctiles o visuales, por ejemplo, que están en la base de esta representación. La primera no exige nada semejante: podía igualmente ser formulada por un pez inteligente, que no hubiese percibido nunca más que lo húmedo. Sería preciso, es verdad, que este pez se hubiese elevado hasta la distinción de lo real y de lo posible y que procurase salir al encuentro del error de sus congéneres, los cuales consideran sin duda como únicamente posibles las condiciones de humedad en que ellos efectivamente viven. Ateneos estrictamente a los términos de la proposición "el suelo no está húmedo" y hallaréis que significa dos cosas: 1°, que podría creerse que el suelo está húmedo; 2", que la humedad es reemplazada de hecho por una cierta cualidad x. Esta cualidad la dejamos en la indeterminación, sea porque no se tenga conocimiento positivo de ella, sea porque no tenga ningún interés actual para la persona a la que se dirige la negación. Negar consiste, pues, siempre en presentar en una forma mutilada un sistema de dos afirmaciones, una determinada que se refiere a un cierto posible, otra indeterminada, que afecta a la realidad desconocida o indiferente que suplanta esta posibilidad: la segunda afirmación está virtualmente contenida en el juicio que nosotros formulamos sobre la primera, juicio que es la negación misma. Y lo que da a la negación su carácter subjetivo, es precisamente que, en la constatación de una sustitución, no tiene en cuenta más que al reemplazado y no se ocupa del reemplazante. Y el reemplazado no existe sino como concepción del espíritu. Es preciso, para continuar viéndolo y por consiguiente para hablar de él, volver la espalda a la realidad, que corre del pasado al presente, de atrás hacia adelante. Es lo que se hace cuando se niega. Se constata el cambio, o más generalmente la sustitución, como vería el recorrido del tren un viajero que mirase desde atrás y no pudiese conocer en cada instante más que el punto donde acaba de estar; no determinaría jamás su posición actual sino por relación a la que acaba de dejar en lugar de expresarla en función de sí misma.

En resumen, para un espíritu que siguiese pura y simplemente el hilo de la experiencia, no habría vacío, nada, incluso relativa o parcial, ni negación posible. Un espíritu así vería que los hechos suceden a los hechos, los estados a los estados, las cosas a las cosas. Lo que observaría en todo momento, son cosas que existen, estados que aparecen, hechos que se producen. Viviría en lo actual y, si fuese capaz de juzgar, no afirmaría jamás otra cosa que la existencia del presente.

Dotemos a este espíritu de memoria y, sobre todo, del deseo de hacer hincapié sobre el pasado. Démosle la facultad de disociar y de distinguir. No observará ya solamente el estado actual de la realidad que pasa. Se representará el paso como un cambio, por consiguiente como un contraste entre lo que ha sido y lo que es. Y como no hay diferencia esencial entre un pasado que se recuerda y un pasado que se imagina, deberá elevarse en seguida a la representación de lo posible en general.

Discurrirá así por la vía de la negación. Y sobre todo estará a punto de representarse una desaparición, pero no llegará a ella. Para representarse que una cosa ha desaparecido, no basta percibir un contraste entre el pasado y el presente; es preciso también volver la espalda al presente, hacer hincapié en el pasado y pensar el contraste del pasado con el presente en términos de pasado solamente, sin hacer figurar ahí el presente.

La idea de anulación no es, pues, una pura idea; implica que se deplora el pasado o que se le concibe como deplorable, que hay alguna razón para echarle de menos. Nace cuando el fenómeno de la sustitución queda partido en dos por un espíritu que no considera más que la primera mitad, porque no se interesa más que por ella. Suprimid todo interés, toda afección: no queda más que la realidad que transcurre y el conocimiento indefinidamente renovado que imprime en nosotros de su estado presente.

De la anulación a la negación, que es una operación más general, no hay ahora más que un paso. Basta que nos representemos el contraste de lo que es, no solamente con lo que ha sido, sino también con todo lo que hubiera podido ser. Y es preciso que expresemos este contraste en función de lo que hubiera podido ser y no de lo que es, que afirmemos la existencia de lo actual no mirando más que a lo posible. La fórmula que así se obtiene no expresa ya simplemente una decepción del individuo: está hecha para corregir o para prevenir un error, que se supone ante todo ser el error de otro. En este sentido, la negación tiene un carácter pedagógico y social.

Ahora bien, una vez formulada la negación, presenta un aspecto simétrico al de la afirmación. Nos parece entonces que, si ésta afirmaba una realidad objetiva, aquélla debe afirmar una no-realidad igualmente objetiva y, por decirlo así, igualmente real. ¿En qué nos equivocamos y en qué tenemos razón?: nos equivocamos, porque la negación no podría objetivarse en lo que tiene de negativo; tenemos razón, sin embargo, en el sentido de que la negación de una cosa implica la afirmación latente de su sustitución por otra cosa, a la que se da de lado sistemáticamente. Pero la forma negativa de la negación se beneficia de la afirmación que está en el fondo de ella: cabalgando sobre el cuerpo de realidad positiva al cual está ligado, este fantasma se objetiva. Así se forma la idea de vacío o de nada parcial, encontrándose una cosa reemplazada no ya por otra cosa sino por un vacío que ella deja, es decir por la negación de sí misma. Como por lo demás esta operación se practica sobre no importa qué cosa, la suponemos efectuándose sobre cada cosa, una a una, y efectuada en fin sobre todas las cosas en bloque. Obtenemos de esta manera la idea de la "nada absoluta". Y si ahora analizamos esta idea de Nada, encontramos que es, en el fondo, la idea de Todo y, además, un movimiento del espíritu que salta indefinidamente de una cosa a otra, se niega a mantenerse en su lugar y concentra toda su atención sobre esta negativa, no determinando jamás su posición actual más que por relación a la que acaba de dejar. Es, pues, una representación eminentemente comprensiva y plena, tan plena y comprensiva como la idea de Todo, con la cual tiene el más estrecho parentesco.

¿Cómo oponer entonces la idea de Nada a la de Todo? ¿No se ve que se trata de oponer lo lleno a lo lleno y que la cuestión de saber "por qué algo existe" es por consiguiente una cuestión desprovista de sentido, un pseu-do-problema promovido alrededor de una pseudo-idea? Es preciso, sin embargo, que digamos una vez más por qué este fantasma del problema obsesiona al espíritu con tal obstinación. En vano mostramos que en la representación de una "anulación de lo real" no hay más que la imagen de todas las realidades que se persiguen unas a otras, indefinidamente, en círculo. En vano añadimos que la idea de inexistencia no es más que la de expulsión de una existencia imponderable, o existencia "simplemente posible", por una existencia más sustancial, que sería la verdadera realidad. En vano encontramos en la forma sui generis de la negación algo extraintelectual, siendo la negación el juicio de un juicio, una advertencia dada a otro o a uno mismo, de suerte que resultaría absurdo atribuirle el poder de crear representaciones de un nuevo género, ideas sin contenido. Siempre persiste la convicción de que ante las cosas, o al menos bajo ellas, está la nada. Si se busca la razón de este hecho, se la encuentra precisamente en el elemento afectivo, social y, para decirlo todo, práctico, que da su forma específica a la negación. Las mayores dificultades filosóficas nacen, decíamos, de que las formas de la acción humana se aventuran fuera de su dominio propio. Estamos hechos para actuar tanto o más que para pensar; o mejor, cuando seguimos el movimiento de nuestra naturaleza, pensamos simplemente para actuar. No debemos, pues, sorprendernos de que los hábitos de la acción pierdan su color sobre los de la representación y que nuestro espíritu perciba siempre las cosas en el orden mismo en que tenemos costumbre de figurárnoslas cuando nos proponemos actuar sobre ellas. Ahora bien, es indiscutible, como hacíamos notar anteriormente, que toda acción humana tiene su punto de partida en una insatisfacción y, por esto mismo, en un sentimiento de ausencia. No actuaríamos si no nos propusiésemos un fin, y no buscamos una cosa de no experimentar su privación. Nuestra acción procede así de "nada" a "algo", y tiene por esencia incluso bordar "algo" sobre el cañamazo de la "nada". A decir verdad, la nada que aquí se cuestiona no es tanto la ausencia de una cosa como la de una utilidad. Si yo llevo a alguien a visitar una habitación que todavía no he amueblado, le advierto que "no hay nada". Sé, no obstante, que la habitación está llena de aire; pero, como no se asienta sobre el aire, la habitación no contiene verdaderamente nada de lo que, en este momento, para el visitante y para mí mismo, cuenta como algo. De una manera general, el trabajo humano consiste en crear utilidad; y mientras el trabajo no está hecho, no hay "nada", nada de lo que se querría obtener. Transcurre así nuestra vida colmando vacíos, que nuestra inteligencia concibe bajo la influencia extraintelectual del deseo y del recuerdo, bajo la presión de las necesidades vitales: y, si se entiende por vacío una ausencia de utilidad y no de cosas, puede decirse, en este sentido completamente re-lativo, que vamos constantemente de lo vacío a lo lleno. Tal es la dirección en que marcha nuestra acción. Nuestra especulación sigue esta misma ruta y, naturalmente, pasa del sentido relativo al sentido absoluto, ya que se ejerce sobre las cosas mismas y no sobre la utilidad que ellas tienen para nosotros. Así se implanta en nosotros la idea de que la realidad llena un vacío, y que la nada, concebida como una ausencia de todo, préexiste a todas las cosas en derecho, si no de hecho. Es esta ilusión lo que hemos tratado de disipar, mostrando que la idea de Nada, si se pretende ver en ella la de una anulación de todas las cosas, es una idea destructiva de sí misma y se reduce a una simple palabra, y si, por el contrario, es verdaderamente una idea, se encuentra ahí tanta materia como en la idea de Todo.

 

Era necesario este largo análisis para mostrar que una realidad que se basca a sí misma no es necesariamente una realidad extraña a la duración. Si se pasa (consciente o inconscientemente) por la idea de la nada para llegar a la del Ser, el Ser al que se aboca es una esencia lógica o matemática, por tanto intemporal. Y, desde ese momento, se impone una concepción estática de lo real: todo parece dado de una sola vez en la eternidad. Pero es preciso habituarse a pensar el Ser directamente, sin dar un rodeo, sin dirigirse primero al fantasma de la nada que se interpone entre él y nosotros. Es preciso tratar aquí de ver para ver, y no ya de ver para actuar. Entonces lo Absoluto se revela muy cerca de nosotros y, en cierta medida, en nosotros. Es por esencia psicológico y no matemático o lógico. Vive con nosotros. Como nosotros, pero, por ciertos lados, infinitamente más concentrado y más recogido en sí mismo, dura también.

¿Pero pensamos alguna vez la verdadera duración? Aquí será necesaria también una toma de posesión directa. No alcanzaremos la duración por un rodeo: es preciso instalarse en ella de una vez. Es lo que la inteligencia rehusa hacer con frecuencia, habituada como está a pensar lo móvil por intermedio de lo inmóvil.

El papel de la inteligencia consiste, en efecto, en presidir acciones. Ahora bien, en la acción, es el resultado el que nos interesa; los medios importan poco con tal de que sea alcanzado el fin. De ahí proviene que tendamos por entero a realizar el fin, confiando frecuentemente en él para que, de idea, se convierta en acto. Y de ahí proviene también que el término en que descansará nuestra actividad esté sólo representado explícitamente en nuestro espíritu: los movimientos constitutivos de la acción misma o escapan a nuestra conciencia o no llegan a ella sino confusamente. Consideremos un acto tan simple como el de levantar el brazo. ¿A dónde llegaríamos si tuviésemos que imaginar de antemano todas las contracciones y tensiones elementales que implica, o incluso percibirlas, una a una, mientras se realizan? El espíritu se ve transportado de una vez al fin, es decir, a la visión esquemática y simplificada del acto que se supone realizado. Entonces, si ninguna representación antagónica neutraliza el efecto de la primera, por sí mismos los movimientos apropiados vienen a llenar el esquema, aspirados, de algún modo, por el vacío de sus intersticios. La inteligencia no representa, pues, de la actividad más que fines que alcanzar, es decir, puntos de reposo. Y, de un fin alcanzado a otro fin alcanzado, de un reposo a otro reposo, nuestra actividad se transporta por una serie de saltos, durante los cuales nuestra conciencia se desvía lo más posible del movimiento que se realiza para no mirar más que a la imagen anticipada del movimiento realizado.

Ahora bien, para que ella se represente, inmóvil, el resultado del acto que se realiza, es preciso que la inteligencia perciba, inmóvil también, el medio en que se encuadra este resultado. Nuestra actividad está inserta en el mundo material. Si la materia se nos apareciese como un perpetuo flujo, a ninguna de nuestras acciones asignaríamos un término. Nos daríamos cuenta de que cada una de ellas se disuelve a medida que se realiza y nos anticiparíamos a un futuro siempre huidizo. Para que nuestra actividad salte de un acto a otro acto, es preciso que la materia pase de un estado a otro estado, porque solamente en un estado del mundo material puede insertar la acción un resultado y por consiguiente realizarse. ¿Pero es así como se presenta la materia?

A priori puede presumirse que nuestra percepción se las arregla para tomar la materia bajo este sesgo. Órganos sensoriales y órganos motores están, en efecto, coordinados unos a otros. Ahora bien, los primeros simbolizan nuestra facultad de percibir, como los segundos nuestra facultad de actuar. El organismo nos revela así, en una forma visible y tangible, el acuerdo perfecto de la percepción y de la acción. Si, pues, nuestra actividad apunta siempre hacia un resultado en el que momentáneamente se inserta, nuestra percepción no debe retener apenas del mundo material, en todo instante, más que un estado en el que provisionalmente se asienta. Tal es la hipótesis que se presenta al espíritu. Fácilmente comprobamos que la experiencia la confirma.

Desde la primera ojeada sobre el mundo, antes incluso de que delimitemos cuerpos, distingamos cualidades. Un color sucede a un color, un sonido a un sonido, una resistencia a una resistencia, etc. Cada una de estas cualidades, tomada aparte, es un estado que parece persistir tal cual es, inmóvil, esperando que otro le reemplace. Sin embargo, cada una de estas cualidades se resuelve también, en el análisis, en un número enorme de movimientos elementales. Ya se vean en ella vibraciones o se la represente de cualquier otra manera, hay un hecho cierto y es que toda cualidad es cambio. En vano buscaremos aquí, bajo el cambio, la cosa que cambia; siempre de manera provisional, y para satisfacer nuestra imaginación, referimos el movimiento a un móvil. El móvil estuvo sin cesar bajo la mirada de la ciencia, y ésta jamás se ha ocupado de otra cosa que de la movilidad. En la más pequeña fracción perceptible de segundo, en la percepción casi instantánea de una cualidad sensible, puede haber trillones de oscilaciones que se repiten: la permanencia de una cualidad sensible consiste en esta repetición de movimientos, como de palpitaciones sucesivas está hecha la persistencia de la vida. La primera función de la percepción es precisamente aprehender una serie de cambios elementales en forma de cualidad o de estado simple, por un trabajo de condensación. Cuanto mayor es la fuerza de actuar compartida por una especie animal, más numerosos son, sin duda, los cambios elementales que su facultad de percibir concentra en uno de sus instantes. Y el progreso debe ser continuo en la naturaleza, desde los seres que vibran casi al unísono de las oscilaciones etéreas hasta los que inmovilizan trillones de estas oscilaciones en la más corta de sus percepciones simples. Los primeros apenas sienten más que movimientos, los últimos perciben la cualidad. Los primeros están muy cerca de dejarse enredar en el engranaje de las cosas; los otros reaccionan y la tensión de su facultad de actuar es sin duda proporcional a la concentración de su facultad de percibir. El progreso se continúa hasta en la misma humanidad. Se es tanto más "hombre de acción" cuanto más se abarca de una ojeada un mayor número de sucesos: es la misma razón la que hace que se perciban acontecimientos sucesivos uno a uno y que nos dejemos conducir por ellos, o que se les capte en bloque y que se les domine. En resumen, las cualidades de la materia son otras tantas consideraciones estables que nosotros tomamos sobre su inestabilidad.

Ahora bien, en la continuidad de las cualidades sensibles delimitamos cuerpos. Cada uno de estos cuerpos cambia, en realidad, en todo momento. Primeramente, se resuelve en un grupo de cualidades, y toda cualidad, decíamos, consiste en una sucesión de movimientos elementales. Pero, incluso considerando la cualidad como un estado estable, el cuerpo es todavía inestable en cuanto que cambia de cualidades sin cesar. El cuerpo por excelencia, el que estamos más autorizados a aislar en la continuidad de la materia porque constituye un sistema relativamente cerrado, es el cuerpo vivo; por él recortamos los demás en el todo. Ahora bien, la vida es una evolución. Concentramos un período de esta evolución en una visión estable que llamamos forma, y cuando el cambio se ha hecho lo bastante considerable como para vencer la feliz inercia de nuestra percepción, decimos que el cuerpo ha cambiado de forma. Pero, en realidad, el cuerpo cambia de forma en todo momento. O mejor, no hay forma, puesto que la forma es lo inmóvil y la realidad es movimiento. Lo que es real es el cambio continuo de forma: la forma no es más que una instantánea tomada sobre una transición. Así, pues, también aquí nuestra percepción se las arregla para solidificar en imágenes discontinuas la continuidad fluida de lo real. Cuando las imágenes sucesivas no difieren demasiado unas de otras, las consideramos todas como el aumento y la disminución de una sola imagen media, o como la deformación de esta imagen en sentidos diferentes. Y en esta imagen media pensamos cuando hablamos de la esencia de una cosa, o de la cosa misma.

En fin, las cosas, una vez constituidas, manifiestan en su superficie, por sus cambios de situación, las modificaciones profundas que se cumplen en el seno del Todo. Decimos entonces que actúan unas sobre otras. Esta acción se nos aparece sin duda en forma de movimiento. Pero de la movilidad del movimiento apartamos lo más posible nuestra mirada: lo que nos interesa es, como decíamos anteriormente, el diseño inmóvil del movimiento antes que el movimiento. ¿Se trata de un movimiento simple? No nos preguntamos a dónde va. Nos lo representamos por su dirección, es decir, por la posición de su fin provisional. ¿Se trata de un movimiento complejo? Queremos saber, ante todo, lo que pasa, ¿o que el movimiento hace, es decir el resultado obtenido o la intención que preside. Examinad de cerca lo que tenéis en el espíritu cuando habláis de una acción en vía de cumplimiento. La idea del cambio está ahí, me doy cuenta, pero se oculta en la penumbra. A plena luz está el diseño inmóvil del acto supuestamente cumplido. Por ello, y solamente por ello, se distingue y se define el acto complejo. Nos encontraríamos en gran embarazo para imaginar los movimientos inherentes a las acciones de comer, de beber, de golpearse, etc. Nos basta saber, de una manera general e indeterminada, que todos estos actos son movimientos. Una vez en regla por este lado, tratamos simplemente de representarnos el plan de conjunto de cada uno de estos movimientos complejos, es decir, el diseño inmóvil que los sostiene. Aquí también el conocimiento apoya sobre un estado antes que sobre un cambio. Ocurre lo mismo en este tercer caso que en los otros dos. Trátese del movimiento cualitativo, o del movimiento evolutivo, o del movimiento extensivo, el espíritu se las arregla para tomar vistas estables sobre la inestabilidad. Y aboca así, como acabamos de mostrar, a tres especies de representaciones: 1", las cualidades, 2°, las formas o esencias, y 3°, los actos.


A estas tres maneras de ver corresponden tres categorías de palabras: los adjetivos, los sustantivos y los verbos, que son los elementos primordiales del lenguaje. Adjetivos y sustantivos simbolizan, pues, estados. Pero el verbo mismo, si nos atenemos a la parte iluminada de la representación que evoca, apenas expresa otra cosa.

Si ahora se tratase de caracterizar con más precisión nuestra actitud natural frente al devenir, he aquí lo que se encontraría. El devenir es infinitamente variado. El que va del amarillo al verde no se parece al que va del verde al azul: son movimientos cualitativos diferentes. El que va de la flor al fruto no semeja al que va de la larva a la ninfa y de la ninfa al insecto perfecto: se trata aquí de movimientos evolutivos diferentes. La acción de comer o de beber no se parece a la acción de golpearse: son movimientos extensivos diferentes. Y estos tres géneros de movimientos, cualitativo, evolutivo, extensivo, difieren profundamente. El artificio de nuestra percepción, al igual que el de nuestra inteligencia o el de nuestro lenguaje, consiste en extraer de aquí la representación única del devenir en general, devenir indeterminado, simple abstracción que por sí misma no dice nada y en la cual incluso es raro que pensemos. A esta idea persistentemente la misma, y por lo demás oscura o inconsciente, añadimos entonces, en cada caso particular, una o varias imágenes claras que representan estados y que sirven para distinguir un devenir de otro devenir. Sustituimos, por esta composición de un estado específico e indeterminado con el cambio en general e indeterminado, la especificidad del cambio. Una multiplicidad indefinida de devenir diversamente coloreado, por decirlo así, pasa ante nuestros ojos, y vemos simples diferencias de color, es decir, de estado, bajo las cuales correría en la oscuridad un devenir siempre y en todas partes el mismo, invariablemente incoloro.

Supongamos que se quiera reproducir sobre una pantalla una escena animada, el desfile de un regimiento por ejemplo. Habría una primera manera de hacerlo. Sería recortando figuras articuladas que representasen a los soldados, imprimiendo a cada una de ellas el movimiento de la marcha, movimiento variable de individuo a individuo aunque común a la especie humana, y proyectando el todo sobre la pantalla. Se gastaría en este pequeño juego una suma de trabajo formidable y se obtendría, por lo demás, un resultado muy mediocre: ¿cómo reproducir la agilidad y la variedad de la vida? Ahora bien, hay una segunda manera de proceder, mucho más fácil y al mismo tiempo más eficaz. Es tomar del regimiento que pasa una serie de instantáneas y proyectarlas sobre la pantalla, de manera que se reemplacen rápidamente unas a otras. Así hace el cinematógrafo. Con fotografías que representan el regimiento en una actitud inmóvil, reconstruye la movilidad del regimiento que pasa. Es verdad que si tuviésemos que habérnoslas solamente con fotografías, por más que las mirásemos no las veríamos animarse: con la inmovilidad, incluso indefinidamente yuxtapuesta a sí misma, no produciremos jamás movimiento. Para que las imágenes se animen es preciso que haya movimiento en alguna parte. El movimiento existe aquí, en efecto, y está en el aparato. Por el hecho de que la banda cinematográfica se desenvuelva, de manera que las diversas fotografías de la escena se continúen unas a otras, cada actor de esta escena reconquista su movilidad: enfila todas sus actitudes sucesivas sobre el invisible movimiento de la banda cinematográfica. El procedimiento ha consistido pues, en suma, en extraer de todos los movimientos propios a todas las figuras un movimiento impersonal, abstracto y simple, el movimiento en general por decirlo así, en ponerlo en el aparato y en reconstruir la individualidad de cada movimiento particular por la composición de este movimiento anónimo con las actitudes impersonales. Tal es el artificio del cinematógrafo. Y tal es también el de nuestro conocimiento. En lugar de ligarnos al devenir interior de las cosas, nos colocamos fuera de ellas para recomponer su devenir artificialmente. Tomamos vistas casi instantáneas de la realidad que pasa, y, como ellas son características de esta realidad, nos basta enfilarlas a lo largo de un devenir abstracto, uniforme, invisible, situado en el fondo del aparato del conocimiento, para imitar lo que hay de característico en este devenir mismo. Percepción, intelección, lenguaje proceden en general así. Trátese de pensar el devenir, o de expresarlo, o incluso de percibirlo, apenas hacemos otra cosa que accionar una especie de cinematógrafo interior. Se resumiría, pues, todo lo que precede diciendo que el mecanismo de nuestro conocimiento usual es de naturaleza cinematográfica.

Sobre el carácter eminentemente práctico de esta operación no hay duda posible. Cada uno de nuestros actos apunta hacia una cierta inserción de nuestra voluntad en la realidad. Es, entre nuestro cuerpo y los demás cuerpos, un arreglo comparable al de los trozos de vidrio que componen una figura caleidoscópica. Nuestra actividad va de un arreglo a un reajuste, imprimiendo cada vez al caleidoscopio, sin duda, una nueva sacudida, pero sin interesarse en ella y no viendo ahí más que la nueva figura. El conocimiento que se da de la operación de la naturaleza debe ser, pues, exactamente simétrico al interés que ella se toma por su propia operación. En este sentido podría decirse, si no se considerase que abusamos de un cierto género de comparación, que el carácter cinematográfico de nuestro conocimiento de las cosas reside en el carácter caleidoscópico de nuestra adaptación a ellas.

El método cinematográfico es, pues, el único práctico, ya que consiste en regular la marcha general del conocimiento sobre la de la acción, esperando que el detalle de cada acto se regule a su vez sobre el del conocimiento. Para que la acción esté siempre iluminada, es preciso que la inteligencia esté asimismo siempre presente; pero la inteligencia, para acompañar así la marcha de la actividad y asegurar su dirección, debe comenzar por adoptar su ritmo. Discontinua es la acción, como toda pulsación de vida; discontinuo será, pues, el conocimiento. El mecanismo de la facultad de conocer ha sido construido con arreglo a este plan. Pero, siendo esencialmente práctico, ¿puede servir a la especulación? Tratemos, con él, de seguir la realidad en sus rodeos y veamos lo que va a pasar.

Sobre la continuidad de un cierto devenir he tomado una serie de vistas que he enlazado entre sí por "el devenir" en general. Pero quede entendido que no puedo permanecer aquí. Lo que no es determinable no es representable: del "devenir en general" no tengo más que un conocimiento verbal. Al modo como la letra x designa una cierta incógnita, cualquiera que sea, así mi "devenir en general", siempre el mismo, simboliza aquí una cierta transición sobre la que he tomado instantáneas: de esta transición misma no me enseña nada. Voy pues a concentrarme enteramente en la transición y, entre dos instantáneas, inquirir lo que ocurre. Pero como aplico el mismo método, llego al mismo resultado: una tercera vista se intercala simplemente entre las otras dos. Volveré a comenzar indefinidamente e indefinidamente yuxtapondré unas vistas a otras vistas, sin obtener otra cosa. La aplicación del método cinematográfico abocará pues en este caso a un perpetuo comienzo, en el que el espíritu, sin encontrar con qué satisfacerse y no viendo dónde asentarse en ninguna parte, se persuade sin duda a sí mismo de que imita por su inestabilidad el movimiento de lo real. Pero si, dejándose arrastrar él mismo por el vértigo, termina por darse la ilusión de la movilidad, su operación no le ha hecho avanzar un paso, puesto que le coloca siempre lejos del término. Para avanzar con la realidad móvil, habría que colocarse en ella. Instalaos en el cambio, aprehenderéis a la vez no sólo el cambio mis-mo sino los estados sucesivos en los que podría en todo instante inmovilizarse. Pero con estos estados sucesivos, percibidos desde fuera como inmovilidades reales y no ya virtuales, no reconstruiréis jamás el movimiento. Llamadles, según el caso, cualidades, formas, posiciones o intenciones; podréis multiplicar su número tanto como os plazca y aproximar así indefinidamente uno a otro los dos estados consecutivos: experimentaréis siempre ante el movimiento intermedio la decepción del niño que quisiera, aproximando una a otra sus dos manos abiertas, aplastar el humo. El movimiento se escurrirá en el intervalo, porque toda tentativa para reconstruir el cambio con estados implica la proposición absurda de que el movimiento está hecho de inmovilidades.

 

De ello se da cuenta la filosofía nada más al abrir los ojos. Los argumentos de Zenón de Elea, aunque hayan sido formulados con una intención muy diferente, no dicen otra cosa.

¿Consideramos el vuelo de la flecha? En cada instante, dice Zenón, está inmóvil, porque no tiene tiempo de moverse, es decir de ocupar al menos dos posiciones sucesivas a no ser que se le concediesen al menos dos instantes. En un momento dado, está pues en reposo en un punto dado. Inmóvil en cada punto de su trayecto, está también inmóvil todo el tiempo que se mueve.

Sí, si suponemos que la flecha puede estar alguna vez en un punto de su trayecto. Sí, si la flecha, que es lo móvil, coincide con una posición, que es la inmovilidad. Pero la flecha no está jamás en ningún punto de su trayecto. Todo lo más, debería decirse que podría estar, en el sentido de que pasa por él y le sería lícito detenerse ahí. Es verdad que si se detuviese permanecería en él, y en este punto no tendríamos que vérnoslas con el movimiento. La verdad es que si la flecha parte del punto A para llegar al punto B, su movimiento AB es tan simple, tan indescomponible, en tanto que movimiento, como la tensión del arco que la lanza. Al igual que el proyectil de cañón al estallar antes de tocar tierra recubre de un indivisible peligro la zona de explosión, así la flecha que va de A a B despliega de una vez, aunque sobre una cierta extensión de duración, su indivisible movilidad. Suponed que tirareis una pelota de goma de A a B; ¿podríais dividir su extensión? El recorrido de la flecha es esta extensión misma, tan simple como ella, indivisible como ella. Es como un solo y único brinco. Fijáis un punto C en el intervalo recorrido y decís que en un cierto momento la flecha estaba en C. Si hubiese estado ahí es porque se había detenido en ese punto, y no tendríais ya un recorrido de A a B sino dos recorridos, el uno de A a C y el otro de C a B, con un intervalo de descanso. Un movimiento único es todo el, por hipótesis, movimiento entre dos pausas: si las hay intermedias, entonces no se trata ya de un movimiento único. En el fondo, la ilusión proviene de que el movimiento, una vez. efectuado, ha depositado a lo largo de su trayecto una trayectoria inmóvil sobre la cual pueden contarse tantas inmovilidades como se quiera. De ahí se concluye que el movimiento, al efectuarse, depositó en cada instante por debajo de él una posición con la cual coincidía. No se ve que la trayectoria se crea de una vez, aunque para esto le sea preciso un cierto tiempo, y que si se puede dividir a voluntad la trayectoria una vez creada, no sabríamos dividir su creación, que es un acto en progreso y no una cosa. Suponer que el móvil está en un punto del trayecto, es, por medio de un corte dado en este punto, dividir el trayecto en dos, sustituyendo con dos trayectorias la trayectoria única que se consideraba primeramente. Es distinguir dos actos sucesivos allí donde, por hipótesis, no hay más que uno. En fin, es transportar al recorrido mismo de la flecha todo lo que puede decirse del intervalo que ha recorrido, es decir, admitir a priori el absurdo de que el movimiento coincide con lo inmóvil.

No insistiremos aquí en los otros tres argumentos de Zenón. Los hemos examinado en otra parte. Limitémonos a recordar que consisten también en aplicar el movimiento a lo largo de la línea recorrida y en suponer que lo que es verdadero de la línea es verdadero del movimiento. Por ejemplo, la línea puede ser dividida en tantas partes como se quiera, con la magnitud que se quiera, y sigue siendo siempre la misma línea. De aquí se concluye que tenemos derecho a suponer el movimiento articulado a nuestro antojo, el cual será siempre el mismo movimiento. Obtendremos así una serie de absurdos que expresarán todos ellos el mismo absurdo fundamental. Pero la posibilidad de aplicar el movimiento sobre la línea recorrida no existe sino para un observador que, manteniéndose fuera del movimiento y considerando en todo instante la posibilidad de una detención, pretende recomponer el movimiento real con estas inmovilidades posibles. Ella se desvanece desde el momento que adoptamos por medio del pensamiento la continuidad del movimiento real, esa continuidad de la que cada uno de nosotros tiene conciencia cuando levanta el brazo o avanza un paso. Nos damos cuenta entonces de que la línea recorrida entre dos detenciones se describe de un solo trazo indivisible y que vanamente trataríamos de practicar en el movimiento que la describe divisiones que correspondan, cada una, a las divisiones arbitrariamente escogidas de la línea una vez trazada. La línea recorrida por el móvil se presta a un modo de descomposición cualquiera, porque no tiene organización interna. Pero todo movimiento está articulado interiormente. Es o un salto indivisible (que puede, por lo demás, abarcar una larga duración) o una serie de saltos indivisibles. O tomáis pues en cuenta las articulaciones de este movimiento, o no especuléis entonces sobre su naturaleza.

Cuando Aquiles persigue a la tortuga, cada uno de sus pasos debe ser tratado como un indivisible, y cada paso de la tortuga, también. Después de un cierto número de pasos, Aquiles habrá alcanzado a la tortuga. Nada más simple. Pero si tenéis que dividir más los dos movimientos, distinguid de una y otra parte, en el trayecto de Aquiles y en el de la tortuga, submúltiplos del paso de cada uno de ellos; respetad, sin embargo, las articulaciones naturales de los dos trayectos. En tanto los respetéis no surgirá dificultad alguna, porque seguiréis las indicaciones de la experiencia. Pero el artificio de Zenón consiste en recomponer el movimiento de Aquiles según una ley arbitrariamente escogida, Aquiles llegaría de un primer salto al punto en que se encontraba la tortuga, de un segundo salto al punto al que había pasado mientras verificaba el primero y así sucesivamente. En este caso, Aquiles siempre tendría en efecto que realizar un nuevo salto. Pero queda por decir que Aquiles, para alcanzar a la tortuga, procede de otra manera. El movimiento considerado por Zenón no sería el equivalente del movimiento de Aquiles más que si se pudiese tratar el movimiento como se trata el intervalo recorrido, descomponiéndolo y recomponiéndolo a voluntad. Desde el momento que damos el consentimiento al primer absurdo, todos los de-más se siguen de él 4.

 

Nada más fácil, por otra parte, que extender la argumentación de Zenón al devenir cualitativo y al devenir evolutivo. Se encontrarían las mismas contradicciones. Que el niño llegue a adolescente, luego a hombre maduro, en fin a viejo, esto se comprende cuando se considera que la evolución vital es aquí la realidad misma. Infancia, adolescencia, madurez, vejez son simples vistas del espíritu, detenciones posibles imaginadas por nosotros, desde fuera, a lo largo de la continuidad de un progreso. Consideremos, por el contrario, la infancia, la adolescencia, la madurez y la vejez como partes integrantes de la evolución: se convierten en detenciones reales, y no concebimos ya cómo es posible la evolución, porque descansos yuxtapuestos no equivaldrán jamás a un movimiento. ¿Cómo reconstruir lo que se hace con lo que ya está hecho? ¿Cómo, por ejemplo, pasar de la infancia, una vez puesta como cosa, a la adolescencia, si por hipótesis nos hemos dado solamente la infancia? Mirémoslo más de cerca: se verá que nuestra manera habitual de hablar, que se regula sobre nuestra manera habitual de pensar, nos conduce a verdaderas dificultades lógicas, dificultades en las que nos comprometemos sin inquietud porque nos damos cuenta confusamente que nos sería siempre lícito salir de ellas; nos bastaría, en efecto, renunciar a los hábitos cinematográficos de nuestra inteligencia. Cuando decimos que "el niño se hace hombre", guardémonos de profundizar demasiado en el sentido literal de la expresión. Encontraríamos que cuando colocamos al sujeto "niño" el atributo "hombre", no le conviene todavía, y que cuando enunciamos el atributo "hombre", no se aplica ya al sujeto "niño".

La realidad que es la transición de la infancia a la edad madura se nos ha escapado de las manos. No tenemos más que las detenciones imaginarias "niño" y "hombre", y estamos prestos a decir que una de las dos es la otra, lo mismo que la flecha de Zenón está, según este filósofo, en todos los puntos del trayecto. La verdad es que si el lenguaje se modelase aquí sobre lo real, no diríamos que "el niño se hace hombre", sino que "hay devenir del niño al hombre". En la primera proposición, "se hace" tiene sentido indeterminado, destinado a ocultar el absurdo en que se cae atribuyendo el estado "hombre" al sujeto "niño". Procede, poco más o menos, como el movimiento, siempre el mismo, de la banda cinematográfica, movimiento oculto en el aparato y cuyo papel consiste en superponer una a otra las imágenes sucesivas para imitar el movimiento del objeto real. En la segunda, "devenir" es un sujeto. Pasa al primer plano. Es la realidad misma: infancia y edad humana no son ya entonces más que detenciones virtuales, simples vistas del espíritu: tenemos que vérnoslas, esta vez, con el movimiento objetivo mismo y no ya con su imitación cinematográfica. Pero la primera manera de expresarse es la única conforme a nuestros hábitos de lenguaje. Sería preciso, para adoptar la segunda, sustraerse al mecanismo cinematográfico del pensamiento.

Necesitaríamos hacer abstracción completa de él para disipar de una vez los absurdos teóricos que plantea la cuestión del movimiento. Todo es oscuridad, todo es contradicción cuando se pretende, con estados, fabricar una transición. La oscuridad se disipa, la contradicción desaparece, si nos colocamos a lo largo de la transición para distinguir en ella estados que practica el pensamiento por medio de cortes transversales. Es que hay más en la transición que la serie de estados, es decir, que cortes posibles, y más en el movimiento que la serie de las posicio-nes, es decir, de las detenciones posibles. Solamente la primera manera de ver es conforme a los procedimientos del espíritu humano; la segunda exige, por el contrario, que remontemos la pendiente de los hábitos intelectuales. ¿Debemos sorprendernos de que la filosofía haya retrocedido ante un esfuerzo de tal naturaleza? Los griegos tenían confianza en la naturaleza, confianza en el espíritu dejado a su inclinación natural, confianza sobre todo en el lenguaje, en tanto exterioriza el pensamiento naturalmente. Mejor que negar la razón ante el curso de las cosas, al pensamiento y al lenguaje, prefirieron hacerlo al curso de las cosas.

Es lo que hicieron sin miramiento alguno los filósofos de la escuela de Elea. Como el devenir choca con nuestros hábitos de pensamiento y se inserta mal en los cuadros del lenguaje, lo declararon irreal. En el movimiento espacial y en el cambio en general no vieron más que ilusión pura. Podía atenuarse esta conclusión sin cambiar las premisas, decir que la realidad cambia pero que no debería cambiar. La experiencia nos pone en presencia del devenir, he ahí la realidad sensible. Pero la realidad inteligible, la que debería ser, es todavía más real y, ciertamente, se dirá, no cambia. Bajo el devenir cualitativo, bajo el devenir evolutivo, bajo el devenir extensivo, el espíritu debe buscar lo que es refractario al cambio: la cualidad definible, la forma o esencia, el fin. Tal es el principio fundamental de la filosofía que se desarrolló en la antigüedad clásica, la filosofía de las Formas o, para emplear un término más afín a lo griego, la filosofía de las Ideas.

La palabra eidoV, que traducimos aquí por Idea, tiene en efecto este triple sentido. Designa: 1°, la cualidad; 2°, la forma o esencia; 3°, el fin o intención del acto que se realiza, es decir, en el fondo, la intención del acto supuestamente cumplido. Estos tres puntos de vista son los del adjetivo, del sustantivo y del verbo, y corresponden a ¿as tres categorías esenciales del lenguaje. Después de las explicaciones que hemos dado anteriormente, podríamos y deberíamos quizá traducir eidoV por "vista" o, mejor, por "momento". Porque eidoV es la vista estable tomada sobre la inestabilidad de las cosas: la cualidad, que es un momento del devenir; la forma, que es un momento de la evolución; la esencia, que es la forma media por encima y por debajo de la cual se escalonan las demás formas como alteraciones de aquélla, en fin, la intención inspiradora del acto que se realiza, que no es otra cosa, decíamos, que la intención anticipada de la acción realizada. Reducir las cosas a las Ideas consiste, pues, en resolver el devenir en sus principales momentos, sustrayendo por lo demás estos mismos momentos, por hipótesis, a la ley del tiempo y recogiéndolos en la eternidad. Es decir, que venimos a parar a la filosofía de las Ideas cuando se aplica el mecanismo cinematográfico de la inteligencia al análisis de lo real.

Pero desde el momento que se coloca las Ideas inmutables en el fondo de la realidad móvil, se sigue de ello necesariamente toda una física, toda una cosmología, incluso toda una teología. No entra en nuestro pensamiento resumir en pocas páginas una filosofía tan compleja y tan comprensiva como la de los griegos. Pero, puesto que acabamos de describir el mecanismo cinematográfico de la inteligencia, importa que mostremos a qué representación de lo real aboca el juego de este mecanismo. Esta representación es precisamente, a nuestro entender, la que se encuentra en la filosofía antigua. Las grandes líneas de la doctrina que se ha desenvuelto de Platón a Plotino, pasando por Aristóteles (e incluso, en cierta medida, por los estoicos), no tienen nada de accidental, nada de contingente, nada que deba tenerse por una fantasía de filósofo. Dibujan la visión que se dará del universal devenir una inteligencia sistemática cuando lo vea a través de vistas tomadas de tarde en tarde sobre su transcurso. De suerte que hoy todavía filosofaremos a la manera de los griegos y encontraremos, sin tener necesidad de conocerlas, determinadas conclusiones generales suyas, en la exacta medida en que confiemos en el instinto cinematográfico de nuestro pensamiento.

 

Decíamos que hay más en un movimiento que en las posiciones sucesivas atribuidas al móvil, más en un devenir que en las formas atravesadas alternativamente, más en la evolución de la forma que las formas realizadas de manera sucesiva. La filosofía podrá, pues, de los términos del primer género sacar los del segundo, pero no del segundo el primero: es del primero de donde deberá partir la especulación. Pero la inteligencia invierte el orden de los dos términos y, en este punto, la filosofía antigua procede como hace la inteligencia. Se instala por tanto en lo inmutable, no se da más que Ideas. Sin embargo, hay devenir, y esto es un hecho. ¿Cómo, habiendo puesto solamente la inmutabilidad, se hará salir de ella el cambio? No puede ser por la adición de alguna cosa, puesto que, por hipótesis, no existe nada positivo fuera de las Ideas. Será, consiguientemente, por una disminución. En el fondo de la filosofía antigua nos encontramos necesariamente con este postulado: hay más en lo inmóvil que en lo móvil, y se pasa, por vía de disminución o de atenuación, de la inmutabilidad al devenir.

Así, pues, será preciso añadir a las Ideas lo negativo, o todo lo más el cero, para obtener el cambio. En esto consiste el "no-ser" platónico, la "materia" aristotélica, un cero metafísico que, unido a la Idea como el cero matemático a la unidad, la multiplica en el espacio y en el tiempo. Para él la Idea inmóvil y simple se refracta en un movimiento indefinidamente propagado. Lógicamente, no debiera haber más que Ideas inmutables, inmutablemente ajustadas unas a otras. De hecho, la materia viene a sobreañadir ahí su vacío y descuelga con ello el devenir universal. Ella es la inasible nada que, deslizándose entre las Ideas, crea la agitación sin fin y la eterna inquietud, como una sospecha insinuada entre dos corazones que se aman. Degradad las ideas inmutables: obtenéis con ello el flujo perpetuo de las cosas. Las Ideas o Formas son sin duda el todo de la realidad inteligible, es decir, de la verdad, en el que ellas representan, reunidas, el equilibrio teórico del Ser. En cuanto a la realidad sensible, es una oscilación indefinida de una y otra parte de este punto de equilibrio.

De ahí una cierta concepción de la duración, a través de toda la filosofía de las Ideas, como también de la relación del tiempo a la eternidad. A quien se instala en el devenir la duración se le aparece como la vida misma de las cosas, como la realidad fundamental. Las Formas, que el espíritu aísla y almacena en conceptos, no son entonces más que vistas tomadas sobre la realidad cambiante. Son momentos reunidos a lo largo de la duración, y, precisamente porque se ha cortado el hilo que las enlazaba al tiempo, no duran ya. Tienden a confundirse con su propia definición, es decir, con la reconstrucción artificial y la expresión simbólica que es su equivalente intelectual. Entran en la eternidad, si se quiere; pero lo que tienen de eterno forma una unidad con lo que tienen de irreal. Por el contrario, si se trata el devenir por el método cinematográfico, las Formas no son ya vistas tomadas sobre el cambio, son sus elementos constitutivos y representan todo lo que hay de positivo en el devenir. La eternidad no se cierne entonces por encima del tiempo como una abstracción, lo fundamenta como una realidad. Tal es precisamente, sobre este punto, la actitud de la filosofía de las Formas o de las Ideas. Establece entre la eternidad y el tiempo la misma relación que entre la moneda de oro y el dinero suelto, dinero con el que el pago se prosigue indefinidamente sin que la deuda se salde jamás: en cambio con la moneda de oro nos liberaríamos de ella. Es lo que Platón expresa en su magnífico lenguaje cuando dice que Dios, al no poder hacer el mundo eterno, le dio el Tiempo, "imagen móvil de la eternidad 5 ".

De ahí también una cierta concepción de la extensión, que está en la base de la filosofía de las Ideas, aunque no haya sido separada tan explícitamente. Imaginemos asimismo un espíritu que se coloque a lo largo del devenir y que adopte su movimiento. Cada estado sucesivo, cada cualidad, cada Forma en fin, se le aparecerá como un simple corte practicado por el pensamiento en el devenir universal. Encontrará que la forma es esencialmente extensión, siendo inseparable del devenir extensivo que la ha materializado en el curso de su desarrollo. Toda forma ocupa así espacio lo mismo que tiempo. Pero la filosofía de las Ideas sigue la marcha inversa. Parte de la forma y ve en ella la esencia misma de la realidad. No obtiene la forma por una vista tomada sobre el devenir; se da formas en lo eterno; de esta eternidad inmóvil la duración y el devenir no serían otra cosa que la degradación. La forma así puesta, independiente del tiempo, no es entonces la que recogemos en una percepción; es un concepto. Y, como una realidad de orden conceptual no ocupa ya extensión del mismo modo que no tiene duración, es preciso que las Formas ocupen lugar fuera del espacio y estén colocadas por encima del tiempo. Espacio y tiempo tienen, pues, necesariamente, en la filosofía antigua, el mismo origen y el mismo valor. Es la misma disminución del ser la que se expresa por una distensión en el tiempo y por una extensión en el espacio.

Extensión y distensión manifiestan, pues, simplemente el alejamiento entre lo que es y lo que debiera ser. Desde el punto de vista en que se coloca la filosofía, el espacio y el tiempo no pueden ser otra cosa que el campo que se da una realidad incompleta o, mejor, extraviada de sí misma, para correr decididamente en su búsqueda. Únicamente habrá que admitir aquí que el campo se crea a medida del recorrido y que éste le deja, en cierto modo, por debajo de sí. Separad de su posición de equilibrio un péndulo ideal, simple punto matemático: una oscilación sin fin acaba por producirse, a lo largo de la cual se yuxtaponen unos puntos a otros puntos y los instantes suceden a los instantes. El espacio y el tiempo que nacen así no tienen ya más "positividad" que el movimiento mismo. Representan el alejamiento entre la posición artificialmente dada al péndulo y su posición normal, lo que le falta para encontrar de nuevo su estabilidad natural. Llevadle a su posición normal: espacio, tiempo y movimiento se contraen en un punto matemático. Lo mismo, los razonamientos humanos se continúan en una cadena sin fin, pero se abismarían de una vez en la verdad aprehendida por intuición, porque su extensión y su distensión no son más que una separación, por decirlo así, entre nuestro pensamiento y la verdad 6. Así ocurre en cuanto a la extensión y a la duración frente a las Formas puras o Ideas. Las formas sensibles están ante nosotros, siempre prestas a recobrar su idealidad, siempre embarazadas por la materia que llevan consigo, es decir, por su vacío interior, por el intervalo que dejan entre lo que ellas son y lo que deberían ser. Están sin cesar a punto de recuperarse y ocupadas también sin cesar en perderse. Una ley ineluctable las condena, como la roca de Sísifo, a volver a caer cuando quieren tocar la cima, y esta ley, que las ha lanzado en el espacio y en el tiempo, no es otra cosa que la constancia misma de su insuficiencia original. Las alternativas de generación y aniquilamiento, las evoluciones sin cesar renacientes, el movimiento circular indefinidamente repetido de las esferas celestes, todo esto representa simplemente un cierto déficit fundamental en el cual consiste la materialidad. Llenad este déficit: a la vez suprimís el espacio y el tiempo, es decir, las oscilaciones indefinidamente renovadas alrededor de un equilibrio estable siempre proseguido, jamás alcanzado. Las cosas entran así unas en otras. Lo que estaba suelto en el espacio pasa a ser retenido en forma pura. Y pasado, presente y futuro se contraen en un momento único, que es la eternidad.


Esto equivale a decir que lo físico es lo lógico ya gastado. En esta proposición se resume toda la filosofía de las Ideas. Y ahí se encuentra también el principio oculto de la filosofía innata a nuestro entendimiento. Si la inmutabilidad es más que el devenir, la forma es más que el cambio, y es por una verdadera caída por la que el sistema lógico de las Ideas, racionalmente subordinadas y coordinadas entre sí, se disemina en una serie física de objetos y de sucesos accidentalmente colocados los unos a renglón seguido de los otros. La idea generatriz de un poema se desenvuelve en millares de concepciones, las cuales se materializan en frases que se despliegan en palabras. Y, cuanto más se desciende de la idea inmóvil, enrollada en sí misma, a las palabras que la despliegan, más lugar se deja a la contingencia y a la elección: otras metáforas, expresadas con otras palabras, hubiesen podido surgir también; una imagen es evocada por otra imagen, una palabra por otra palabra. Todas estas palabras corren ahora unas tras otras, tratando en vano, por sí mismas, de darnos la simplicidad de la idea generatriz. Nuestro oído no oye más que las palabras; no percibe pues más que accidentes. Pero nuestro espíritu, por saltos sucesivos, pasa de las palabras a las imágenes, de las imágenes a la idea original, y remonta así, de la percepción de las palabras, accidentes provocados por accidentes, a la concepción de la Idea que se da por supuesta. Así procede la filosofía de cara al universo. La experiencia hace pasar bajo sus ojos fenómenos que corren, ellos también, unos tras otros en un orden accidental, determinado por las circunstancias de tiempo y de lugar. Este orden físico, verdadero decaimiento del orden lógico, no es otra cosa que la caída de lo lógico en el espacio y en el tiempo. Pero el filósofo, que pasa de lo percibido al concepto, ve condensarse en lógica todo lo que el físico consideraba como realidad positiva. Su inteligencia, haciendo abstracción de la materialidad que distiende el ser, lo aprehende en sí mismo en el inmutable sistema de las Ideas. Así se obtiene la Ciencia, que se nos aparece, completa y ya hecha, desde el momento que colocamos nuestra inteligencia en su verdadero lugar, corrigiendo el alejamiento que la separaba de lo inteligible. La ciencia no es, pues, una construcción humana. Es anterior a nuestra inteligencia,  independiente de ella,  verdaderamente generatriz de las cosas.

Y, en efecto, si se considerase a las Formas como simples vistas tomadas por el espíritu sobre la continuidad del devenir, serían relativas al espíritu que se las representa y no tendrían existencia en sí. Todo lo más podría decirse que cada una de estas Ideas es un ideal. Pero nosotros nos hemos colocado en la hipótesis contraria. Es preciso, pues, que las Ideas existan por sí mismas. La filosofía antigua no podía escapar a esta conclusión. Platón la formuló y vanamente trató Aristóteles de sustraerse a ella. Puesto que el movimiento nace de la degradación de lo inmutable, no habría movimiento, ni por consiguiente mundo sensible, si no hubiese, en alguna parte, la inmutabilidad realizada. Asimismo, al negar a las Ideas una existencia independiente y no poder, sin embargo, privarlas de ella, Aristóteles las comprimió unas en otras, las reunió y colocó por encima del mundo físico una Forma que vino a ser así la Forma de las Formas, la Idea de las Ideas, o, en fin, para emplear su expresión, el Pensamiento del Pensamiento. Tal es el Dios de Aristóteles, necesariamente inmutable y extraño a lo que pasa en el mundo, ya que no es más que la síntesis de todos los conceptos en un concepto único. En verdad que ninguno de los conceptos múltiples podría existir aparte, tal cual en la unidad divina: en vano buscaríamos las Ideas de Platón en el interior del Dios de Aristóteles. Pero basta imaginar el Dios de Aristóteles refractándose él mismo, o simplemente inclinándose hacia el mundo para que en seguida parezca que se vacían de él las Ideas platónicas, implicadas en la unidad de su esencia: así salen los rayos del Sol, que, sin embargo, no los encerraba. Sin duda, esta posibilidad de un vaciamiento de las Ideas platónicas fuera del Dios aristotélico se representa, en la filosofía de Aristóteles, por el intelecto activo, el nouV que se ha llamado poihtikoV, es decir, por lo que hay de esencial y, no obstante, de inconsciente, en la inteligencia humana. El nouV poihtikoV es la Ciencia íntegra, poseída de una vez, y que la inteligencia consciente, discursiva, está condenada a reconstruir con dificultad, pieza a pieza. Hay, pues, en nosotros, o mejor tras nosotros, una visión posible de Dios, como dirían los alejandrinos, visión siempre virtual, jamás actualmente realizada por la inteligencia consciente. En esta intuición veríamos a Dios abrirse en Ideas. Es ella la que "hace todo 7 ", representando con relación a la inteligencia discursiva, en movimiento en el tiempo, el mismo papel que representa el Motor inmóvil con relación al movimiento del cielo y al curso de las cosas.

Encontraríamos, pues, inmanente a la filosofía de las Ideas, una concepción sui generis de la causalidad, concepción que importa poner a plena luz, porque a ella llegará cada uno de nosotros cuando siga hasta el fin, para remontar hasta el origen de las cosas, el movimiento natural de la inteligencia. A decir verdad, los filósofos antiguos no la han formulado en ningún momento explícitamente. Se han limitado a sacar de ahí sus consecuencias y, en general, nos han señalado puntos de vista sobre ella antes de habérnosla presentado. Unas veces, en efecto, se nos habla de una atracción, otras de un impulso ejercido por el Primer motor sobre el conjunto del mundo. Las dos consideraciones se encuentran en Aristóteles, que nos muestra en el movimiento del universo una aspiración de las cosas a la perfección divina, y por consiguiente una ascensión hacia Dios, a la vez que lo describe como el efecto de un contacto de Dios con la primera esfera y como descendiendo, por consiguiente, de Dios a las cosas. Los alejandrinos, a nuestro entender, no hicieron otra cosa sino seguir esta doble indicación cuando hablan de procesión y de conversión: todo deriva del primer principio y todo aspira a volver a él. Pero estas dos concepciones de la causalidad divina no pueden identificarse más que si se las refiere una y otra a una tercera que tenemos por fundamental y que hará comprender, no sólo por qué, en qué sentido, las cosas se mueven en el espacio y en el tiempo, sino también por qué hay espacio y tiempo, por qué hay movimiento y por qué hay cosas.

Esta concepción, que se trasparenta cada vez más en los razonamientos de los filósofos griegos a medida que se va de Platón a Plotino, la formularíamos así: La posición de una realidad implica la posición simultánea de todos los grados de realidad intermedios entre ella y la pura nada. El principio es evidente cuando se trata del número: no podemos afirmar la existencia del número 10, sin afirmar, por esto mismo, la existencia de los números, 9, 8, 7..., etc..., en fin, de todo intervalo entre 10 y cero. Pero nuestro espíritu pasa aquí, naturalmente, de la esfera de la cantidad a la de la cualidad. Nos parece que al ser dada una cierta perfección, toda la continui-dad de las degradaciones es dada también entre esta perfección, de una parte, y la nada que nos imaginamos concebir, de otra. Afirmemos, pues, el Dios de Aristóteles, pensamiento del pensamiento, es decir, pensamiento que forma un círculo, que se transforma de sujeto en objeto y de objeto en sujeto por un proceso circular instantáneo, o mejor, eterno. Como, por otra parte, la nada parece ponerse a sí misma y, una vez dados estos extremos, lo es también el intervalo entre ellos, se sigue de aquí que todos los grados descendentes del ser, desde la perfección divina hasta la "nada absoluta", se realizarán, por decirlo así, automáticamente en el momento en que se ponga a Dios.

Recorramos entonces este intervalo de arriba abajo. En primer lugar, es suficiente la más ligera disminución del primer principio para que el ser se precipite en el espacio y en el tiempo, mas la duración y la extensión que representan esta primera disminución serán tan vecinas como sea posible de la inextensión y de la eternidad divinas. Debemos, pues, representarnos esta primera degradación del principio divino como una esfera que da vueltas sobre sí misma, imitando por la perpetuidad de su movimiento circular la eternidad del círculo del pensamiento divino y creando por lo demás su propio lugar y, con ello, el lugar en general 8, ya que nada la contiene y ella no cambia de lugar, creando también su propia duración y, con ello, la duración en general, puesto que su movimiento es la medida de todos los demás 9. Luego, de grado en grado, veremos cómo decrece la perfección hasta llegar a nuestro mundo sublunar, donde el ciclo de la generación, del crecimiento y de la muerte imita por última vez, aunque imperfectamente, el círculo original. Así entendida, la relación causal entre Dios y el mundo se nos aparece como una atracción y, si se mira desde abajo, como un impulso, o una acción por contacto si se mira desde lo alto, ya que el primer cielo, con su movimiento circular, es una imitación de Dios, y la imitación es la recepción de una forma. Así, pues, según se mire en un sentido o en otro, se percibe a Dios como causa eficiente o como causa final. Y, sin embargo, ninguna de estas dos relaciones es la relación causal definitiva. La verdadera relación es la que se encuentra entre los dos miembros de una ecuación, el primero de los cuales es un término único y el segundo una suma total de un número indefinido de términos. Es, si se quiere, la relación de la pieza de oro a su moneda, suponiendo que la moneda se ofrece automáticamente desde el momento que se presenta la pieza de oro. Solamente así se comprenderá que Aristóteles haya demostrado la nece-sidad de un primer motor inmóvil, no fundándose en que el movimiento de las cosas ha debido tener un comienzo, sino, por el contrario, afirmando que este movimiento no ha podido comenzar y no debe terminar jamás. Si el movimiento existe, o, en otros términos, si se cuenta la moneda, es que está en alguna parte la pieza de oro. Y si se prosigue la suma sin fin, suma que no ha comenzado nunca, es que el término único que le equivale eminentemente es eterno. No es posible una perpetuidad de movilidad sino adosada a una eternidad de inmutabilidad, que desenvuelve en una cadena sin comienzo ni fin.

 

Tal es la última palabra de la filosofía griega. No hemos tenido la pretensión de reconstruirla a priori. Tiene orígenes múltiples. Se relaciona, por medio de hilos invisibles, con todas las fibras del alma antigua. En vano querríamos deducirla de un principio simple 10. Pero si se elimina todo lo que proviene de la poesía, de la religión, de la vida social, como también de una física y de una biología todavía rudimentarias, si se hace abstracción de los materiales desmenuzables que entran en la construcción de este inmenso edificio, nos queda una sólida armazón y esta armazón dibuja las grandes líneas de una metafísica que es, a nuestro entender, la metafísica natural de la inteligencia humana. Se aboca a una filosofía de este género, en efecto, siguiendo hasta el fin la tendencia cinematográfica de la percepción y del pensamiento. Nuestra percepción y nuestro pensamiento  comienzan por sustituir la continuidad del cambio evolutivo por una serie de formas estables que serían enhebradas al pasar, como esos anillos que desenganchan los niños con su varilla, dando vueltas en sus caballos de madera. ¿En qué consistirá entonces el paso y sobre qué se enhebrarán las formas? Como se han obtenido las formas estables extrayendo del cambio todo lo que en él se encuentra de definido, no queda ya,  para caracterizar  la inestabilidad sobre la que se han puesto las formas, sino un atributo negativo: será éste la indeterminación misma. Tal es la primera marcha de nuestro pensamiento: disocia cada cambio en dos elementos; el uno, estable, definible para cada caso en particular, a saber: la Forma; el  otro,  indefinible,  y siempre  el  mismo,  que  sería  el cambio en general. Y tal es también la operación esencial del lenguaje. Las formas son todo lo que él es capaz de expresar. Queda reducido a sobreentender o se limita a sugerir una movilidad que, justamente porque permanece inexpresa, se considera que permanece también la misma en todos los casos. Sobreviene entonces una filosofía que tiene por legítima la disociación así efectuada por el pensamiento y el lenguaje. ¿Qué hará sino objetivar la distinción con más fuerza, llevarla hasta sus consecuencias  extremas,   reducirla  a  sistema?  Compondrá, pues, lo real con Formas definidas o elementos inmutables, de una parte, y, por otra, con un principio de movilidad que, al ser la negación de la forma, escapará por hipótesis a toda definición y será lo indeterminado puro. Cuanto más dirija su atención hacia estas formas que el pensamiento delimita y que el lenguaje expresa, más las verá elevarse por encima de lo sensible y sutilizarse en puros conceptos, capaces de entrar unos en otros e incluso de reunirse, en fin, en un concepto único, síntesis de toda realidad, acabamiento de toda perfección. Cuanto más, por el contrario, descienda hacia la invisible fuente de la movilidad universal, más la sentirá huir ante ella y, al mismo tiempo, vaciarse, abismarse en lo que llamará la pura nada. Finalmente tendrá, de un lado, el sistema de las Ideas lógicamente coordinadas entre sí o concentradas en una sola; del otro, una cuasi-nada, el "no-ser" platónico o la "materia" aristotélica. Pero después de haber cortado, es preciso coser. Se trata ahora de reconstruir el mundo sensible con Ideas supra-sensibles y un no-ser infra-sensible. No podrá hacerse esto más que postulando una especie de necesidad metafísica, en virtud de la cual la puesta en presencia de este Todo y de este Cero equivale a la posición de todos los grados de realidad que miden el intervalo entre los dos, lo mismo que un número indivisible, al ser considerado como una diferencia entre él mismo y el cero, se revela como una cierta suma de unidades y hace aparecer a la vez todos los números inferiores. He aquí el postulado natural. Es también el que percibimos en el fondo de la filosofía griega. No nos resta otra cosa, para explicar los caracteres específicos de cada uno de estos grados de realidad intermedios, que medir la distancia que lo separa de la realidad íntegra: cada grado inferior consiste en una disminución del superior, y lo que nosotros percibimos en él de novedad sensible se resolvería, desde el punto de vista de lo inteligible, en una nueva cantidad de negación que se habría sobreañadido. La más pequeña cantidad posible de negación, la que se encuentra ya en las formas más altas de la realidad sensible y por consiguiente a fortiori, en las formas inferiores, será la que expresarán los atributos más generales de la realidad sensible, extensión y duración. Por degradaciones crecientes se obtendrán atributos cada vez más especiales. Aquí tendrá libre curso la fantasía del filósofo, porque por un decreto arbitrario, o al menos discutible, se igualará tal aspecto del mundo sensible a tal disminución de ser. No se abocará necesariamente, como hace Aristóteles, a un mundo constituido por esferas concéntricas que giran sobre sí mismas. Pero nos veremos conducidos a una cosmología análoga, quiero decir, a una construcción en la cual sus piezas, por ser todas diferentes, no dejarán de tener entre sí las mismas relaciones. Y esta cosmología estará siempre dominada por el mismo principio. Lo físico será definido por lo lógico. Bajo los fenómenos cambiantes se nos mostrará, por trasparencia, un sistema cerrado de conceptos subordinados y coordinados unos a otros. La ciencia, entendida como el sistema de los conceptos, será más real que la realidad sensible. Será anterior al saber humano, que no hace más que deletrearla, anterior también a las cosas, que tratan torpemente de imitarla. No le haría falta más que distraerse un instante de sí misma para salir de su eternidad y, con ello, coincidir con todo este saber y con todas estas cosas. Su inmutabilidad es, pues, la causa del universal devenir.

Tal fue el punto de vista de la filosofía antigua sobre el cambio y la duración. Que la filosofía moderna haya tenido, en distintos momentos, pero sobre todo en sus comienzos, la veleidad de cambiarlo, esto no nos parece discutible. Pero un irresistible atractivo lleva a la inteligencia a su movimiento natural, y a la metafísica de los modernos a las conclusiones generales de la metafísica griega. Trataremos de poner en claro este último punto, a fin de mostrar por qué hilos invisibles nuestra filosofía mecanicista se refiere a la antigua filosofía de las Ideas y cómo también responde a las exigencias, ante todo prácticas, de nuestra inteligencia.

La ciencia moderna, al igual que la ciencia antigua, procede según el método cinematográfico. No puede en realidad proceder de otro modo; toda ciencia está sujeta a esta ley. Resulta esencial a la ciencia, en efecto, manipular signos con los que sustituye a los objetos mismos. Estos signos difieren sin duda de los del lenguaje por su precisión mayor y su eficacia más alta, pero no dejan por ello de referirse a la condición general del signo, que denota en forma resolutoria un aspecto fijo de la realidad. Para pensar el movimiento es preciso un esfuerzo sin cesar renovado del espíritu. Los signos se han hecho para dispensarnos de este esfuerzo, sustituyendo la continuidad móvil de las cosas por una composición artificial que es su equivalente en la práctica y que tiene la ventaja de que se manipula sin dificultad. Pero demos de lado los procedimientos y no consideremos más que el resultado. ¿Cuál es el objeto esencial de la ciencia? Indudablemente, aumentar nuestra influencia sobre las cosas. La ciencia puede ser especulativa en su forma, desinteresada en sus fines inmediatos; en otros términos: podemos prestarle crédito tanto tiempo como ella desee. Pero aunque se retrotraiga el plazo, es preciso finalmente que nos veamos compensados en nuestro esfuerzo. En suma, pues, la ciencia apuntará a la utilidad práctica. Incluso cuando se lanza en los dominios de la teoría, la ciencia tiene que adaptar su marcha a la configuración general de la práctica. Por alta que se eleve, debe estar presta a caer de nuevo en el campo de la acción y a encontrarse en seguida a sus pies. Esto no le sería posible si su ritmo difiriese absolutamente del de la acción misma. Ahora bien, la acción, ya lo hemos dicho, procede por saltos. Actuar es readaptarse. Saber, es decir, prever para actuar, será pues ir de una situación a otra situación, de un arreglo a otro arreglo. La ciencia podrá considerar reajustes cada vez más próximos unos a otros; hará aumentar así el número de los momentos que aisle, pero siempre aislará momentos. En cuanto a lo que ocurre en el intervalo, la ciencia no se preocupa de ello, del mismo modo que no lo hacen la inteligencia común, los sentidos y el lenguaje: no apoya en el intervalo, sino en los extremos. El método cinematográfico se impone por tanto en nuestra ciencia, como se imponía ya a la de los antiguos.

¿Dónde está, pues, la diferencia entre estas dos ciencias? Lo hemos indicado al decir que los antiguos reducían el orden físico al orden vital, es decir, las leyes a los géneros, en tanto que los modernos quieren resolver los géneros en leyes. Pero importa considerarlo bajo otro aspecto, que no es más que una trasposición del primero. ¿En qué consiste la diferencia de actitud de estas dos ciencias frente al cambio? La formularíamos diciendo que la ciencia antigua cree conocer suficientemente su objeto cuando anota sus momentos privilegiados, mientras que la ciencia moderna lo considera en no importa qué momento.

Las formas o ideas de un Platón o de un Aristóteles corresponden a los momentos privilegiados o salientes de la historia de las cosas; ellos mismos, en general, fueron fijados por el lenguaje. Están encargadas, como la niñez o la vejez de un ser vivo, de caracterizar un período del que expresarían su quintaesencia, quedando todo el resto del período lleno por el paso, desprovisto de interés en sí mismo, de una forma a otra forma. ¿Se trata de un cuerpo que cae? Creemos darnos perfecta cuenta del hecho cuando lo caracterizamos globalmente: se trata de un movimiento hacia abajo, de la tendencia hacia un centro, del movimiento natural de un cuerpo que, separado de la tierra a la cual pertenecía, vuelve ahora a encontrar en ella su lugar. Se observa por tanto el término final o el  punto culminante (teloV, akmh),  se le erige en momento esencial, y este momento, que el lenguaje ha retenido para expresar el conjunto del hecho, basta también  a   la   ciencia   para   caracterizarlo.   En   la   física   de Aristóteles se define el movimiento de un cuerpo lanzado en el espacio o que cae libremente, por los conceptos alto y bajo, de desplazamiento espontáneo y de desplazamiento forzado, de lugar propio y de lugar extraño. Pero Galileo estimó que no había momento esencial ni instante privilegiado: estudiar el cuerpo que cae equivale a considerarlo en no importa qué momento de su carrera. La verdadera ciencia de la gravedad será la que determine, en  un  instante  cualquiera  del  tiempo,   la  posición  del cuerpo en el espacio. Le será necesario para esto, es verdad, disponer de signos más precisos que los del lenguaje. Podría decirse, pues, que nuestra física difiere sobre todo de la de los antiguos por la descomposición indefinida que opera en el tiempo. Para los antiguos, el tiempo comprende tantos períodos indivisibles como hechos sucesivos que presentan una cierta individualidad recortan en él nuestra percepción y nuestro lenguaje. Por ello, cada uno de estos hechos no implica, a sus ojos, más que una definición o una descripción globales. Si al describirlo nos hemos visto obligados a distinguir en él fases, tendremos varios hechos en lugar de uno solo, varios períodos  indivisibles en lugar de un  período único;  pero siempre se dividirá el tiempo en períodos determinados y siempre este modo de división se impondrá al espíritu por crisis aparentes de lo real, comparables a la de la pubertad, por el desdoblamiento aparente de una nueva forma. Para un Kepler o un Galileo, por el contrario, el tiempo no es dividido objetivamente de una u otra manera por la materia que lo llena. No hay articulaciones naturales. Podemos, debemos dividirlo como nos plazca.


Todos los instantes tienen su importancia. Ninguno de ellos tiene derecho a erigirse en instante representativo o dominador de los demás. Y, por consiguiente, no conocemos un cambio más que cuando sabemos determinar dónde se da en uno cualquiera de sus momentos.

La diferencia es profunda. Resulta incluso radical en cierto aspecto. Pero, desde el punto de vista en que la consideramos, es una diferencia de grado mejor que una diferencia de naturaleza. El espíritu humano ha pasado del primer género de conocimiento al segundo, por per-feccionamiento gradual, simplemente buscando una precisión más alta. Hay entre estas dos ciencias la misma relación que entre la observación de las fases de un movimiento a simple vista y el registro mucho más completo de estas fases por medio de la fotografía instantánea. En los dos casos se trata del mismo mecanismo cinematográfico, pero alcanza, en el segundo, una precisión que no puede tener en el primero. Del galope de un caballo percibimos visualmente una actitud característica, esencial o mejor esquemática, una forma que parece resplandecer sobre todo un período y llenar así un tiempo de ese galope: esta actitud es la que ha fijado la escultura en los frisos del Partenón. Pero no nos importa el momento que aísla la fotografía instantánea; ciertamente, los coloca todos en el mismo rango, de tal modo que el galope de un caballo se presenta para ella en un número tan grande como se quiera de actitudes sucesivas, en lugar de reunirse en una actitud única, que brillaría en un instante privilegiado e iluminaría todo un período.

De esta diferencia original derivan todas las demás. Una ciencia que considera alternativamente períodos indivisibles de duración no ve más que fases que se suceden a otras fases, formas que reemplazan a otras formas; se contenta con una descripción cualitativa de los objetos, que asimila a los seres organizados. Pero cuando se busca lo que pasa en el interior de uno de estos períodos en un momento cualquiera del tiempo, se apunta a otra cosa: los cambios que se producen de un momento a otro no son ya, por hipótesis, cambios de cualidad; son desde entonces variaciones cuantitativas, bien del fenómeno mismo, bien de sus partes elementales. Hay razón, pues, para decir que la ciencia moderna se separa de la de los antiguos en que apoya en magnitudes y se propone, ante todo, medirlas. Los antiguos habían practicado ya la experiencia, cosa que no hizo Kepler, en el sentido propio de esta palabra, para descubrir una ley que es el tipo mismo del conocimiento científico tal como nosotros lo entendemos. Lo que distingue nuestra ciencia no es ciertamente el hecho de que ella experimente, sino que no lo haga y trabaje en general con la vista puesta en la medición.

Por ello tenemos derecho a decir que la ciencia antigua apoyaba en conceptos, en tanto que la ciencia moderna busca leyes, relaciones constantes entre magnitudes variables. El concepto de círculo bastaba a Aristóteles para definir el movimiento de los astros. Pero, incluso con el concepto más exacto de forma elíptica, Kepler no hubiese creído poder dar cuenta del movimiento de los planetas. Necesitaba una ley, es decir, una relación constante entre las variaciones cuantitativas de dos o varios elementos del movimiento planetario.

Sin embargo, estas son ya consecuencias, quiero decir, diferencias que derivan de la diferencia fundamental. Pudo ocurrir, accidentalmente, que los antiguos experimentasen queriendo medir, o que descubriesen una ley que enuncia una relación constante entre magnitudes. El principio de Arquímedes es una verdadera ley experimental. Tiene en cuenta tres magnitudes variables: el volumen de un cuerpo, la densidad del líquido en el que se le sumerge, el empuje de abajo arriba que él sufre. Y enuncia en suma que uno de estos tres términos es función de los otros dos.

La diferencia esencial, original, debe pues buscarse en otra parte. Es la misma que señalábamos primeramente. La ciencia de los antiguos es estática. O considera en bloque el cambio que estudia, o, si lo divide en períodos, hace a su vez de cada uno de estos períodos un bloque: lo que equivale a decir que no se preocupa del tiempo. Pero la ciencia moderna se ha constituido alrededor de los descubrimientos de Galileo y de Kepler, que le han suministrado en seguida un modelo. Ahora bien, ¿qué dicen las leyes de Kepler? Establecen una relación entre las áreas descritas por el rayo vector heliocéntrico de un planeta y los tiempos empleados en describirlas, entre el gran eje de la órbita y el tiempo que se tarda en recorrerla. ¿Cuál fue el principal descubrimiento de Galileo? Una ley que enlazaba el espacio recorrido por un cuerpo que cae con el tiempo empleado en la caída. Vayamos más lejos. ¿En qué consistió la primera de las grandes transformaciones de la geometría en los tiempos modernos? En introducir, en forma velada, es verdad, el tiempo y el movimiento hasta en la consideración de las figuras. Para los antiguos, la geometría era una ciencia puramente estática. Sus figuras aparecían dadas de una vez, en estado acabado, semejantes a las Ideas platónicas. Pero la esencia de la geometría cartesiana (aunque Descartes no le haya dado esta forma) descansa en la consideración de toda curva plana como descrita por el movimiento de un punto sobre una recta móvil que se desplaza, paralelamente a sí misma, a lo largo del eje de las abscisas, supuesto uniforme el desplazamiento de la recta móvil y haciéndose así la abscisa representativa del tiempo. La curva será entonces definida si se puede enunciar la relación que enlaza el espacio recorrido sobre la recta móvil con el tiempo empleado en recorrerlo, es decir, si se es capaz de indicar la posición del móvil sobre la recta que recorre en un momento cualquiera de su trayecto. Esta relación no será otra cosa que la ecuación de la curva. Sustituir por una ecuación una figura consiste, en suma, en ver dónde se encuentra el trazado de la curva en no importa qué momento, en lugar de considerar este trazado de una vez, reunido en el movimiento único en que está la curva en su estado último.

Tal fue, pues, la idea directriz de la reforma por la que se renovaron no sólo la ciencia de la naturaleza sino la matemática que le servía de instrumento. La ciencia moderna es hija de la astronomía; ha bajado del cielo a la tierra a lo largo del plano inclinado de Galileo, porque por Galileo se enlazan Newton y sus sucesores a Kepler. Ahora bien, ¿cómo se planteaba para Kepler el problema astronómico? Se trataba, previo el conocimiento de las posiciones respectivas de los planetas en un momento dado, de calcular sus posiciones en cualquier otro momento. La misma cuestión se planteó, en adelante, con respecto a todo sistema material. Cada punto material se convirtió en un planeta rudimentario, y la cuestión por excelencia, el problema ideal cuya solución debería entregarnos la llave de todos los demás, consistió en determinar las posiciones relativas de estos elementos en un momento cualquiera, una vez conocidas sus posiciones en un momento dado. Sin duda, el problema no se plantea en estos términos precisos más que en casos muy simples, para una realidad esquematizada, porque no conocemos nunca las posiciones respectivas de los verdaderos elementos de la materia, suponiendo que haya elementos reales, e, incluso si los conocemos en un momento dado, el cálculo de sus posiciones para otro momento exigiría con frecuencia un esfuerzo matemáti-co que sobrepasa las fuerzas humanas. Pero nos basta saber que estos elementos podrían ser conocidos, que sus posiciones actuales podrían ser realzadas y que una inteligencia sobrehumana podría, sometiendo estos datos a operaciones matemáticas, determinar las posiciones de los elementos en no importa qué otro momento del tiempo. Esta convicción está en el fondo de las cuestiones que planteamos con respecto a la naturaleza y a los métodos que empleamos en resolverlas. Por ello, toda ley de forma estática se nos aparece como un anticipo provisional o como un punto de vista particular sobre una ley dinámica que nos daría, ella sola, el conocimiento íntegro y definitivo. Concluyamos que nuestra ciencia no se distingue únicamente de la ciencia antigua en que busque leyes, ni incluso en que sus leyes enuncien relaciones entre magnitudes. Es preciso añadir que la magnitud a la que querríamos poder referir todas las demás es el tiempo, y que la ciencia moderna debe definirse sobre todo por su aspiración a tomar el tiempo por variable independiente. Pero ¿de qué tiempo se trata?

Lo hemos dicho ya y no convendría repetirlo demasiado: la ciencia de la materia procede como el conocimiento usual. Perfecciona este conocimiento y aumenta su precisión y alcance, pero trabaja en el mismo sentido y pone en juego el mismo mecanismo. Si pues el conocimiento usual, en razón del mecanismo cinematográfico al que se sujeta, renuncia a seguir el devenir en lo que hay de móvil, la ciencia de la materia renuncia igualmente a ello. Sin duda, distingue un número tan grande como se quiera de momentos en el intervalo de tiempo que considera. Por pequeños que sean los intervalos en los que se ha detenido, nos autoriza también a dividirlos, si tenemos necesidad. A diferencia de la ciencia antigua, que se detenía en ciertos momentos considerados como esenciales, se ocupa indiferentemente de cualquier momento. Pero siempre considera los momentos, siempre las detenciones virtuales, siempre, en suma, las inmovilidades. Es decir, que el tiempo real, considerado como un flujo o, en otros términos, como la movilidad misma del ser, escapa aquí a la mirada del conocimiento científico. Hemos tratado ya de establecer este punto en un trabajo precedente. Y hemos tratado también de encontrar una palabra en el primer capítulo de este libro. Pero nos interesa volver aquí, una vez más, para disipar los malentendidos.

Cuando la ciencia positiva habla del tiempo, se refiere al movimiento de un cierto móvil T sobre su trayectoria. Este movimiento ha sido escogido por ella como representativo del tiempo y es uniforme por definición. Llamamos t1, T2, T3..., etc., a los puntos que dividen la trayectoria del móvil en partes iguales a partir de su origen T0. Se dirá que han transcurrido 1, 2, 3..., unidades de tiempo cuando el móvil esté en los puntos T1 T2, T3..., de la línea que recorre. Entonces, considerar el estado del universo al cabo de un cierto tiempo t es examinar dónde estará cuando el móvil T se encuentre en el punto Tt de su trayectoria. Pero no se plantea aquí la cuestión del flujo del tiempo ni, con mayor motivo, la de su efecto sobre la conciencia; porque lo que entra en cuenta son los puntos T1; T2, T3..., tomados sobre el flujo y nunca el flujo mismo. Puede reducirse tanto como se desee el tiempo considerado, es decir, puede descomponerse a voluntad el intervalo entre dos divisiones consecutivas Tn y Tn +1 , pero siempre tendremos que habérnoslas con puntos y solamente con puntos. Lo que retenemos del movimiento del móvil T son posiciones tomadas sobre su trayectoria. Lo que retenemos del movimiento de todos los demás puntos del universo son sus posiciones sobre sus trayectorias respectivas. A cada detención virtual del móvil T en puntos de división t1, T2, T3..., hacemos corresponder una detención virtual de todos los demás móviles por los puntos por donde pasan. Y cuando decimos que un movimiento o cualquier otro cambio ha tenido lugar en el tiempo t, entendemos por ello que se ha observado un número t de correspondencias de este género. Hemos tenido en cuenta simultaneidades, pero no nos hemos ocupado del flujo que va de una a otra. Y lo prueba que puedo, a voluntad, hacer variar la rapidez del flujo del universo en relación con una conciencia que sería independiente y que se daría cuenta de la variación por el sentimiento plenamente cualitativo que tendría de ella: desde el momento en que el movimiento de T participase en esta variación, no habría nada que cambiar en mis ecuaciones ni en los números que figuran en ella.

Vayamos más lejos. Supongamos que esta rapidez de flujo se hace infinita. Imaginemos, como decíamos en las primeras páginas de este libro, que la trayectoria del móvil T sea dada de una vez y que toda la historia pasada, presente y futura del universo material sea desplegada en el espacio. Subsistirán las mismas correspondencias matemáticas entre los momentos de la historia del mundo que se abren en abanico, por decirlo así, y las divisiones t1, T2 T3..., de la línea que se llamará, por definición, "el curso del tiempo". En relación con la ciencia nada habrá cambiado. Pero si, al desplegarse así el tiempo en espacio y al convertirse la sucesión en yuxtaposición, la ciencia no cambia nada en lo que ella nos dice, es que en lo que nos decía no tenía en cuenta ni la sucesión en lo que ofrece de específico ni el tiempo en lo que ofrece de fluido. No tiene ningún signo con el que expresar la sucesión y la duración, que es lo que sorprende nuestra conciencia. No se aplica ya al devenir, en lo que tiene de móvil, desde el momento que los puentes arrojados al río de tarde en tarde no siguen el agua que corre bajo sus arcos.

Sin embargo, la sucesión existe y es un hecho que tengo conciencia de ella. Cuando ante mis ojos se cumple un proceso físico, no depende de mi percepción ni de mi inclinación acelerarlo o demorarlo. Lo que importa al físico es el número de unidades de duración que llena el proceso: no ha de inquietarse en cuanto a las unidades mismas, porque los estados sucesivos del mundo podrían ser desplegados de una vez en el espacio sin que su ciencia hubiese cambiado y sin que se cesase de hablar del tiempo. Pero para nosotros, seres conscientes, son las unidades las que importan, porque no contamos extremos de intervalo sino que sentimos y vivimos los intervalos mismos. Ahora bien, tenemos conciencia de estos intervalos como de intervalos determinados. Vuelvo siempre a mi vaso de agua azucarada: ¿por qué debo esperar a que el azúcar se disuelva? Si la duración del fenómeno es relativa para el físico, en cuanto que se reduce a un cierto número de unidades de tiempo y que las unidades mismas son lo que se quiera, esta duración es un absoluto para mi conciencia porque coincide con un cierto grado de impaciencia que está rigurosamente determinado. ¿De dónde proviene esta determinación? ¿Qué es lo que me obliga a esperar y a esperar durante una cierta duración psicológica que se impone, contra la cual nada puedo? Si la sucesión, distinta de la simple yuxtaposición, no tiene eficacia real, si el tiempo no es una especie de fuerza, ¿por qué el universo desenvuelve sus estados sucesivos con una prontitud que, con respecto a mi conciencia, resulta un verdadero absoluto? ¿Por qué con esta prontitud determinada mejor que con cualquier otra? ¿Por qué no ha de ser infinita? ¿De dónde proviene, en otros términos, que todo no sea dado de una vez, como sobre la banda cinematográfica? Cuanto más profundizo en este punto, más me parece que, si el futuro está condenado a suceder al presente en lugar de ser dado al lado de él, es que no está determinado por completo por el momento presente y que, si el tiempo ocupado por esta sucesión es cosa distinta a un número, si hay, para la conciencia instalada en él, un valor y una realidad absolutos, es que continuamente se crea algo nuevo, no sin duda en tal o cual sistema artificialmente aislado, como un vaso de agua azucarada, sino en el todo concreto con el que forma cuerpo este sistema, imprevisible y nuevo. Esta duración puede no ser el hecho de la materia misma, sino el de la vida que remonta su curso: los dos movimientos no dejan de ser por ello solidarios uno de otro. La duración del universo debe, pues, formar unidad con la amplitud de creación, que en él puede encontrar lugar.


Cuando el niño, jugando, trata de reconstruir una imagen, alcanza éxito cuanto más se ejercita en el juego. La operación no exige un tiempo determinado, e incluso, teóricamente, no exige ningún tiempo. El resultado viene ya dado. Y es que la imagen está ya creada, y para obtenerla, basta un trabajo de recomposición y reajuste, trabajo que se puede suponer que va cada vez más aprisa e incluso infinitamente aprisa hasta el punto de ser instantáneo. Pero para el artista que crea una imagen extrayéndola del fondo de su alma, el tiempo no es algo accesorio. No es un intervalo que se pueda alargar o acortar sin modificar su contenido. La duración de su trabajo forma parte integrante de su trabajo. Contraerla o dilatarla sería modificar a la vez la evolución psicológica que la llena y la invención que es su término. El tiempo de invención no forma sino una unidad con la invención misma. Es el progreso de un pensamiento que cambia a medida que toma cuerpo. En fin, se trata de un proceso vital, algo así como la maduración de una idea.

El pintor está ante su tela, los colores están también en la paleta y el modelo posa; vemos todo esto y conocemos asimismo el estilo del pintor: ¿podremos prever lo que va a aparecer sobre la tela? Poseemos los elementos del problema; sabemos, con un conocimiento abstracto, cómo será resuelto, porque el retrato se parecerá seguramente al modelo y seguramente también al artista; pero la solución concreta trae consigo esa imprevisible nada que es el todo de la obra de arte. Esa nada es la que exige tiempo. Nada de materia; se crea ella misma como forma. La germinación y la floración de esta forma se alargan en una irreductible duración, que forma cuerpo con ellas. Lo mismo ocurre con las obras de la naturaleza. Lo que en ella aparece como nuevo sale de algo interior que es progreso o sucesión y que confiere a la sucesión una virtud propia o que tiene de la sucesión toda su virtud, que, en todo caso, aboca a la sucesión, o continuidad de interpenetración en el tiempo, irreductible a una simple yuxtaposición instantánea en el espacio. Por ello, la idea de leer en un estado presente del universo material el futuro de las formas vivas, y la de desplegar de una vez su historia futura, debe encerrar un verdadero absurdo. Pero este absurdo es difícil de alejar, porque nuestra memoria tiene costumbre de alinear en un espacio ideal los términos que percibe alternativamente, porque se representa siempre la sucesión pasada en forma de yuxtaposición. Y, por lo demás, puede hacerlo, precisamente porque el pasado es lo ya inventado, lo muerto y no ya creación y vida. Entonces, como la sucesión por venir terminará por ser una sucesión pasada, nos persuadimos de que la sucesión por venir exige el mismo trato que la duración pasada, que desde ahora puede desarrollarse, y que el futuro está ahí, enrollado, ya pintado sobre la tela. ¡Ilusión, sin duda, pero ilusión natural, tenaz, que durará tanto como el espíritu humano!

El tiempo es invención o no es absolutamente nada. Pero la física no tiene en cuenta el tiempo-invención, sujeta como está al método cinematográfico. Se limita a contar las simultaneidades entre los hechos constitutivos de este tiempo y las posiciones del móvil T sobre su trayectoria. Separa estos hechos del todo que reviste en cada momento una nueva forma y que les comunica algo de su novedad. Los considera en estado abstracto, tal como serían fuera del todo vivo, es decir, en un tiempo desenvuelto en espacio. No retiene más que los sucesos o los sistemas de sucesos que se pueden aislar de esta manera sin hacerles sufrir una deformación demasiado profunda, porque sólo ellos se prestan a la aplicación de su método. Nuestra física data del día en que se ha sabido aislar semejantes sistemas. En resumen, si la física moderna se distingue de la antigua en que considera no importa qué momento del tiempo, descansa toda ella en una sustitución del tiempo-invención por el tiempo-lon-gitud.

Parece, pues, que paralelamente a esta física hubiese debido constituirse un segundo género de conocimiento, que habría retenido lo que la física dejaba escapar. Sobre el flujo mismo de la duración la ciencia no quería ni podía tener su presa, ligada como estaba al método cinematográfico. Si se la hubiese separado de este método exigiríamos con ello al espíritu que renunciase a sus hábitos más queridos. Nos veríamos transportados al interior del devenir por un esfuerzo de simpatía. No nos preguntaríamos ya dónde estará un móvil, qué configuración tomará un sistema, por medio de qué estado un cambio pasará a no importa qué momento: los momentos del tiempo, que no son más que detenciones de nuestra atención, hubiesen sido anulados; el transcurso del tiempo, el flujo mismo de lo real es lo que habríamos intentado seguir. El primer género de conocimiento tiene la ventaja de hacernos prever el futuro y de volvernos, en cierta medida, dueños de los hechos; por el contrario, no retiene de la realidad móvil más que inmovilidades eventuales, es decir, vistas tomadas sobre ella por nuestro espíritu: simboliza lo real y lo traspone en humano mejor que expresarlo. El otro conocimiento, caso de ser posible, resultará prácticamente inútil y no extenderá nuestro dominio sobre la naturaleza sino que contrariará incluso ciertas aspiraciones naturales de la inteligencia; pero, de tener éxito, abrazaría la realidad misma en un definitivo abrazo. Con ello, no solamente se completaría la inteligencia y su conocimiento de la materia, habituándola a instalarse en lo móvil: desarrollando también otra facultad, complementaria de aquélla, se abriría una perspectiva sobre la otra mitad de lo real. Porque, desde el momento que nos encontramos en presencia de la duración verda-dera, se ve que ella significa creación y que, si lo que se deshace dura, esto ocurrirá por su solidaridad con lo que se hace. Así, se nos aparecería la necesidad de un aumento continuo del universo, quiero decir, de una vida de lo real. Y desde entonces consideraríamos bajo un nuevo aspecto la vida que encontramos en la superficie de nuestro planeta, vida dirigida en el mismo sentido que la del universo e inversa de la materialidad. A la inteligencia, en fin, se añadiría la intuición.

Cuanto más reflexionemos, más encontraremos que esta concepción de la metafísica es la que sugiere la ciencia moderna.

Para los antiguos, en efecto, el tiempo es teóricamente despreciable, porque la duración de una cosa no manifiesta más que la degradación de su esencia: de esta esencia inmóvil es de la que se ocupa la ciencia. El cambio no es otra cosa que el esfuerzo de una Forma hacia su propia realización, la realización es todo lo que nos interesa conocer. Sin duda, esta realización no se completa jamás: es lo que expresa la filosofía antigua diciendo que no percibimos forma sin materia. Pero si consideramos el objeto que cambia en un cierto momento esencial, en su apogeo, podemos decir que roza su forma inteligible. De esta forma inteligible, ideal y, por decirlo así, límite, se apodera nuestra ciencia. Y cuando posee así la pieza de oro, tiene también de manera eminente esta moneda menuda que es el cambio. Este es menos que ser. El conocimiento que lo tomase como objeto, suponiéndolo posible, sería menos que ciencia.

 

Pero para una ciencia que coloca todos los instantes del tiempo en el mismo rango, que no admite momento esencial, ni punto culminante, ni apogeo, el cambio no es ya una disminución de la esencia, ni la duración un desleimiento de la eternidad. El flujo del tiempo se convierte aquí en la realidad misma, y lo que se estudia son las cosas que transcurren. Es verdad que sobre la realidad que transcurre nos limitamos a tomar instantáneas. Pero, justamente por esta razón, el conocimiento científico debería hacer una llamada a otro conocimiento que le completase. En tanto que la concepción antigua del conocimiento científico abocaba a hacer del tiempo una degradación, del cambio la disminución de una Forma dada por toda la eternidad, por el contrario, siguiendo hasta el fin la concepción nueva hubiésemos llegado a ver en el tiempo un aumento progresivo de lo absoluto y en la evolución de las cosas una invención continua de formas nuevas.

Es verdad que así hubiésemos roto con la metafísica de los antiguos. Estos no percibían más que una sola manera de saber definitiva. Su ciencia consistía en una metafísica diseminada y fragmentaria, su metafísica en una ciencia concentrada y sistemática: eran, todo lo más, dos especies de un mismo género. Por el contrario, en la hipótesis en que nosotros nos colocamos, ciencia y metafísica serían dos maneras opuestas, aunque complementarias, de conocer, la primera encargada de retener los instantes, es decir lo que no dura, la segunda apoyando sobre la duración misma. Era natural que se dudase entre una concepción tan nueva de la metafísica y la concepción tradicional. Debía haber incluso una tentación grande por volver a comenzar sobre la nueva ciencia lo que se había ensayado en la antigua, suponiendo en seguida terminado nuestro conocimiento científico de la naturaleza, unificándolo completamente y dando a esta unificación, como habían hecho ya los griegos, el nombre de metafísica. Así, al lado de la nueva vía que la filosofía podía abrir, la antigua permanecía abierta. La misma por la que discurría la física. Y, como la física no retenía del tiempo más que lo que podía mostrarse de una vez en el espacio, la metafísica que se aventuraba en esta dirección debía necesariamente proceder como si el tiempo no crease y no destruyese nada, como si la duración no tuviese eficacia. Constreñida, como la física de los modernos y la metafísica de los antiguos, al método cinematográfico, abocaba a esta conclusión, implícitamente admitida en el punto de partida e inmanente al método mismo: Todo está dado.

Que la filosofía haya dudado en principio entre las dos vías, nos parece admisible. La oscilación se nos hace patente en el cartesianismo. De un lado, Descartes afirma el mecanismo universal y desde este punto de vista el movimiento sería relativo 11, y como el tiempo tiene justamente tanta realidad como el movimiento, pasado, presente y futuro deberían ser dados desde la eternidad. Pero por otra parte (y he aquí por qué el filósofo no ha ido hasta estas consecuencias extremas) Descartes cree en el libre albedrío del hombre. Superpone al determinismo de los fenómenos físicos el indeterminismo de las acciones humanas, y por consiguiente al tiempo-longitud una duración en la que hay invención, creación, sucesión verdadera. Esta duración la apoya en un Dios que renueva sin cesar el acto creador y que, siendo de este modo tangente al tiempo y al devenir, los sostiene, les comunica necesariamente algo de su absoluta realidad. Cuando se coloca en este segundo punto de vista, Descartes habla del movimiento, incluso espacial, como de un absoluto 12.

Se lanzó, pues, alternativamente por una y otra vías, decidido a no seguir ninguna de las dos hasta el fin. La primera le hubiese conducido a la negación del libre albedrío en el hombre y del verdadero querer en Dios. Sería la supresión de toda duración eficaz, la asimilación del universo a una cosa dada que una inteligencia sobrehumana abarcaría de una vez, en el instante o en lo eterno. Siguiendo la segunda, por el contrario, abocaría a todas las consecuencias que la intuición de la duración verdadera implica. La creación no se aparecería ya simplemente como continuidad, sino como continua. El universo, considerado en su conjunto, evolucionaría verdaderamente. El futuro no sería ya determinable en función del presente; todo lo más, podría decirse que una vez realizado volvía a encontrarse en sus antecedentes, como los sonidos de una nueva lengua se expresan con las letras de un antiguo alfabeto: se dilata entonces el valor de las letras, se les atribuye retroactivamente sonoridades que ninguna combinación de los antiguos sonidos hubiese podido hacer prever. En fin, la explicación mecanicista podía quedar como universal en cuanto se hubiese extendido a tantos sistemas cuantos cortes pudiesen hacerse en la continuidad del universo; pero el mecanicismo se convertiría entonces mejor que en un método en una doctrina. Expresaría que la ciencia debe proceder a la manera cinematográfica, que su papel consiste en medir el ritmo de transcurso de las cosas y no en insertarse en ellas. Estas eran las dos concepciones opuestas de la metafísica que se ofrecían a la filosofía.

Y, ciertamente, se orientó hacia la primera. La razón de esta elección estriba sin duda en la tendencia del espíritu a proceder según el método cinematográfico, método tan natural a nuestra inteligencia, tan bien ajustado a las exigencias de nuestra ciencia que es preciso estar seguro de su impotencia especulativa para renunciar a él en metafísica. Pero la influencia de la filosofía antigua lo fue también por alguna razón. Artistas extraordinarios los griegos crearon un tipo de verdad suprasensible y de belleza sensible, a cuyo atractivo resulta difícil resistir. Desde el momento que nos inclinamos a hacer de la metafísica una sistematización de la ciencia, nos deslizamos en la dirección de Platón y de Aristóteles. Y, una vez entrados en esta zona de atracción por donde caminan los filósofos griegos, nos vemos arrastrados a su órbita.

De este modo se constituyeron las doctrinas de Leibniz y de Spinoza. No desconocemos los tesoros de originalidad que encierran. Spinoza y Leibniz vertieron en ellas el contenido de su alma, enriquecida con las invenciones de su genio y las adquisiciones del espíritu moderno. Y hay en uno y otro, en Spinoza sobre todo, intuiciones a cuyo empuje crujió el sistema. Pero si se elimina de las dos doctrinas lo que les da la animación y la vida, si no se retiene más que la osamenta, tenemos delante de nosotros la imagen misma que obtendríamos mirando al platonismo y al aristotelismo a través del mecanicismo cartesiano. Estamos en presencia de una sistematización de la física nueva, sistematización construida sobre el modelo de la antigua metafísica.

¿Qué podía ser, en efecto, la unificación de la física? La idea inspiradora de esta ciencia aislaba, en el seno del universo, sistemas de puntos materiales tales que, al ser conocida la posición de cada uno de estos puntos en un momento dado, podía calculársela para cualquier momento. Como por lo demás los sistemas así definidos eran los únicos sobre los que hubiese podido apoyarse la nueva ciencia, y como no se podía decir a priori si un sistema satisfacía o no satisfacía la condición querida, era útil proceder siempre y en todas partes como si la condición estuviese realizada. Había en ello una regla metodológica plenamente indicada y tan evidente que no se precisaba formularla. El simple buen sentido nos dice, en efecto, que cuando estamos en posesión de un instrumento eficaz de búsqueda e ignoramos los límites de su aplicación, debemos hacer como si esta aplicación fuese ilimitada: siempre habrá tiempo de volver sobre ella. Pero la tentación debía ser grande, para el filósofo, en cuanto a hipostasiar esta esperanza o, mejor, este impulso de la nueva ciencia y convertir una regla general de método en ley fundamental de las cosas. Nos transportaba entonces al límite; suponíamos a la física acabada y abarcando ya la totalidad del mundo sensible. El universo se convertía en un sistema de puntos cuya posición estaba rigurosamente determinada en cada instante con relación al instante precedente y resulta teóricamente calculable para no importa qué momento. Se abocaba, en una palabra, al mecanicismo universal. Pero no bastaba formular este mecanicismo; era preciso fundamentarlo, es decir, probar su necesidad, darle la razón. Y siendo la afirmación esencial del mecanicismo la de una solidaridad matemática de todos los puntos del universo entre sí, de todos los momentos del universo entre sí, la razón del mecanicismo debía encontrarse en la unidad de un principio en el que se reuniese todo lo que hay de yuxtapuesto en el espacio, de sucesivo en el tiempo. A partir de entonces, suponíamos dada de una vez la totalidad de lo real. La determinación recíproca de las apariencias yuxtapuestas en el espacio asentaba en la indivisibilidad del ser verdadero. Y el determinismo riguroso de los fenómenos sucesivos en el tiempo expresaba simplemente que el todo del ser está dado en lo eterno.

 

La nueva filosofía iba pues a ser un nuevo comienzo, o, mejor, una trasposición de la antigua. Esta había tomado cada uno de los conceptos en los que se concentra un devenir o se señala su apogeo; los suponía todos conocidos y los reunía en un concepto único, forma de las formas, idea de las ideas, como el Dios de Aristóteles. Aquélla iba a tomar cada una de las leyes que condicionan un devenir con relación a otros y que son como el sustrato permanente de los fenómenos; las supondría todas conocidas y las reuniría en una unidad que las expresase, también, eminentemente, pero que, como el Dios de Aristóteles y por las mismas razones, debía permanecer inmutablemente encerrada en sí misma.

Es verdad que este retorno a la filosofía antigua no dejaba de encerrar graves dificultades. Cuando un Platón, un Aristóteles o un Plotino reúnen todos los conceptos de su ciencia en uno solo, abarcan con ello la totalidad de lo real, porque los conceptos representan las cosas mismas y poseen al menos tanto contenido positivo como ellas. Pero una ley, en general, no expresa más que una relación, y las leyes físicas en particular no traducen más que relaciones cuantitativas entre las cosas concretas. De suerte que si un filósofo moderno opera con las leyes de la nueva ciencia como la filosofía antigua con los conceptos de la antigua, si hace converger en un solo punto todas las conclusiones de una física que se supone omnisciente, da de lado lo que hay de concreto en los fenómenos: las cualidades percibidas, las percepciones mismas. Su síntesis no comprende, al parecer, más que una fracción de la realidad. De hecho, el primer resultado de la nueva ciencia fue cortar lo real en dos mitades, cantidad y cualidad, una de las cuales se cargó en la cuenta de los cuerpos y la otra en la de las almas. Los antiguos no habían construido parecidas barreras ni entre la cualidad y la cantidad, ni entre el alma y el cuerpo. Para ellos, los conceptos matemáticos eran conceptos como los demás, emparentados con los demás e insertos con toda naturalidad en la jerarquía de las ideas. Ni el cuerpo se definía entonces por la extensión geométrica, ni el alma por la conciencia. Si la Yuch de Aristóteles, entelequia de un cuerpo vivo, es menos espiritual que nuestra "alma", es porque su soma, ya embebido de idea, es menos corporal que nuestro "cuerpo". La escisión no resultaba pues irremediable entre los dos términos. Pero llegó a serlo, y desde entonces una metafísica que miraba hacia una unidad abstracta debía resignarse o a no comprender en su síntesis más que una mitad de lo real, o a aprovechar por el contrario la irreductibilidad absoluta de las dos mitades entre sí para considerar la una como traducción de la otra. Frases diferentes dirán cosas diferentes si pertenecen a un mismo lenguaje, es decir, si tienen un cierto parentesco de sonido entre sí. Por el contrario, si pertenecen a dos lenguas diferentes, podrán, precisamente a causa de su diversidad radical de sonido, expresar lo mismo. Así en cuanto a la cualidad y a la cantidad, en cuanto al alma y al cuerpo. Por haber cortado todo enlace entre los dos términos, los filósofos se vieron conducidos a establecer entre ellos un paralelismo riguroso, en el que los. antiguos no habían pensado, teniéndolos por traducciones y no por inversiones el uno del otro, dando como sustrato a su dualidad una identidad fundamental. La síntesis a la que nos habíamos elevado llegaba así a ser capaz de abarcarlo todo. Un mecanismo divino hacía corresponder, individualmente, los fenómenos del pensamiento con los de la extensión, las cualidades con las cantidades y las almas con los cuerpos.

Este paralelismo es el que encontramos no sólo en Leibniz sino también en Spinoza, en formas diferentes, es verdad, a causa de la desigual importancia que conceden a la extensión. En Spinoza, los dos términos Pensamiento y Extensión tienen, al menos en principio, el mismo rango. Son, pues, dos traducciones de un mismo original o, como dice Spinoza, dos atributos de una misma sustancia, que es necesario llamar Dios. Y estas dos traducciones, como también una infinidad de otras en lenguas que no conocemos, son llamadas e incluso exigidas por el original, lo mismo que la esencia del círculo se traduce automáticamente, por decirlo así, no sólo por una figura sino también por una ecuación. Por el contrario, para Leibniz, la extensión es también una traducción, pero su original es el pensamiento, que podría pasar sin traducción al no ser hecha ésta más que para nosotros. Aceptando a Dios, se acepta necesariamente también todas las vistas posibles sobre Dios, es decir, las mónadas. Pero podemos imaginar siempre que una vista ha sido tomada desde un punto determinado, y es natural a un espíritu imperfecto como el nuestro clasificar vistas, cualitativamente diferentes, según el orden y la posición de los puntos de vista, cualitativamente idénticos, desde donde habrán sido tomadas aquéllas. En realidad, los puntos de vista no existen, porque no hay más que vistas, cada una dada en un conjunto indivisible y representando, a su manera, el todo de la realidad que es Dios. Pero tenemos necesidad de traducir por la multiplicidad de estos puntos de vista, exteriores unos a otros, la pluralidad de las vistas diferentes entre sí, como también de simbolizar por la situación relativa de estos puntos de vista entre sí, por su vecindad o su separación, es decir, por su magnitud, el parentesco más o menos estrecho de unas y otras vistas. Es lo que Leibniz expresa diciendo que el espacio es el orden de coexistencia, que la percepción de la extensión es una percepción confusa (es decir relativa a un espíritu imperfecto) y que no hay más que mónadas, entendiendo por ello que el Todo real no tiene partes, pero que se repite hasta el infinito, siempre íntegramente (aunque diversamente) en el interior de sí mismo, y que todas estas repeticiones son complementarias unas de otras. Es así como el relieve visible de un objeto equivale al conjunto de vistas estereoscópicas que se tomen sobre él desde todos los puntos, y que en lugar de ver en el relieve una yuxtaposición de partes sólidas podría también considerársele como hecho de la complementaridad recíproca de estas vistas, cada una dada en conjunto, cada una indivisible, cada una diferente de las demás y, sin embargo, representativa de lo mismo. El Todo, es decir Dios, es este relieve mismo para Leibniz, y las mónadas son estas vistas planas complementarias unas de otras: por lo cual define a Dios como "la sustancia que no tiene punto de vista", o también como "la armonía universal", es decir, la complementaridad recíproca de las mónadas. En suma, Leibniz difiere aquí de Spinoza en que considera el mecanicismo universal como un aspecto que la realidad toma para nosotros, en tanto que Spinoza hace de él un aspecto que la realidad toma para sí.

 

Es verdad que después de haber concentrado en Dios la totalidad de lo real, les resultaba difícil a las cosas pasar sin Dios y sin la eternidad a un tiempo. La dificultad era mucho mayor para estos filósofos que para un Aristóteles o un Plotino. El Dios de Aristóteles, en efecto, había sido obtenido por la compresión y la compenetración recíproca de las Ideas que representan, en estado acabado o en su punto culminante, las cosas que cambian en el mundo. Resultaba trascendente al mundo y la duración de las cosas se yuxtaponía a su eternidad, de la que venía a ser un debilitamiento. Pero el principio al cual nos vemos conducidos por la consideración del mecanicismo universal, y que debe servirle de sustrato, no condensa ya en él conceptos o cosas, sino leyes o relaciones. Ahora bien, una relación no existe separadamente. Una ley enlaza entre sí términos que cambian; es inmanente a lo que rige. El principio en el que vienen a condensarse todas estas relaciones, y que fundamenta la unidad de la naturaleza, no puede pues ser trascendente a la realidad sensible; le es inmanente y es preciso suponer a la vez que está en el tiempo y fuera del tiempo, reunido en la unidad de su sustancia y, no obstante, condenado a desenvolverla en una cadena sin convenzo ni fin. Antes que formular una contradicción tan chocante, los filósofos debían haber sido llevados a sacrificar el más débil de los dos términos y a tener el aspecto temporal de las cosas por una pura ilusión. Leibniz lo dice en términos apropiados, porque hace del tiempo, como del espacio, una percepción confusa. Si la mutiplicidad de sus mónadas no expresa más que la diversidad de las vistas tomadas sobre el conjunto, la historia de una mónada aislada no parece apenas ser otra cosa, para este filósofo, que la pluralidad de las vistas que una mónada puede tomar sobre su propia sustancia: de suerte que el tiempo consistiría en el conjunto de los puntos de vista de cada mónada sobre sí misma, como el espacio en el conjunto de los puntos de vista de todas las mónadas sobre Dios. Pero el pensamiento de Spinoza es mucho menos claro, y parece que este filósofo trató de establecer, entre la eternidad y lo que dura, la misma diferencia que establecía Aristóteles entre la esencia y los accidentes: empresa difícil ciertamente, porque la ulh de Aristóteles no se encontraba ahí para medir la separación y explicar el paso de lo esencial a lo accidental, que Descartes eliminó para siempre. Sea lo que sea, cuanto más se profundiza en la concepción spinozista de lo "inadecuado" en sus relaciones con lo "adecuado", más nos damos cuenta que marchamos en la dirección del aristotelismo, lo mismo que las mónadas leibnizianas, a medida que se dibujan más claramente, tienden más a aproximarse a los Inteligibles de Plotino 13. La inclinación natural de estos dos filósofos los lleva a las conclusiones de la filosofía antigua. . En resumen, las semejanzas de esta nueva metafísica con la de los antiguos proviene de que una y otra suponen todo hecho, la una por encima de lo sensible, la otra en el seno de lo sensible mismo, una Ciencia una y completa, con la cual coincidiría todo lo que lo sensible contiene de realidad. Para una y otra, la realidad, como la verdad, sería íntegramente dada en la eternidad. Una y otra sienten repugnancia por la idea de una realidad que se crearía poco a poco, es decir, en el fondo, de una duración absoluta.

Por lo demás, se mostraría fácilmente que las conclusiones de esta metafísica, salida de la ciencia, han rebotado en el interior de la ciencia por una especie de carambola. Todo nuestro pretendido empirismo está penetrado de ella. La física y la química no estudian más que la materia inerte; la biología, cuando trata físicamente y químicamente el ser vivo, no considera más que su lado inerte. Las explicaciones mecanicistas no engloban pues, a despecho de su desarrollo, más que una pequeña parte de lo real. Suponer a priori que la totalidad de lo real puede resolverse en elementos de este género, o al menos que el mecanicismo podría dar una traducción íntegra de lo que pasa en el mundo, es optar por una cierta metafísica, la misma a la que Spinoza y Leibniz han puesto los principios y de la que han extraído las consecuencias. Ciertamente, un psicofisiologista que afirma la equivalencia exacta del estado cerebral y del estado psicológico, que se representa la posibilidad, para una inteligencia sobrehumana, de leer en el cerebro lo que pasa en la conciencia, se cree muy lejos de los metafísicos del siglo xvii y muy cerca de la experiencia. Sin embargo, la experiencia pura y simple no nos dice nada semejante. Nos muestra la interdependencia de lo físico y de lo moral, la necesidad de un cierto sustrato cerebral para el estado psicológico y nada más. De que un término sea solidario de otro término no se sigue que haya equivalencia entre los dos. Porque una determinada tuerca sea necesaria a una determinada máquina, aunque la máquina funcione cuando se le deja la tuerca y se detenga cuando se la priva de ella, no deberá decirse que la tuerca sea el equivalente de la máquina. Sería necesario, para que la correspondencia se convirtiese en equivalencia, que a una parte cualquiera de la máquina correspondiese una parte determinada de la tuerca, como en una traducción literal en la que cada capítulo nos da un capítulo, cada frase una frase y cada palabra una palabra. Ahora bien, la relación del cerebro con la conciencia parece ser muy diferente. No solamente la hipótesis de una equivalencia entre el estado psicológico y el estado cerebral implica un verdadero absurdo, como hemos tratado de probar en un trabajo anterior, sino que los hechos, interrogados sin tomar partido por ellos, parecen indicar que la relación de uno a otro es precisamente la de la máquina a la tuerca. Hablar de una equivalencia entre los dos términos es simplemente mutilar —haciéndola poco menos que ininteligible— la metafísica spinozista o leibniziana. Se acepta esta filosofía, sin alteración, en cuanto a la Extensión, pero se la mutila por la parte del Pensamiento. Con Spinoza, con Leibniz, se supone terminada la síntesis unifi-cadora de los fenómenos de la materia: todo se explicaría en ella mecánicamente. Pero para los hechos conscientes no se lleva la síntesis hasta el fin. Nos detenemos a mitad de camino. Suponemos !a conciencia coextensiva a tal o cual parte de la naturaleza, y no ya a la naturaleza entera. Se aboca, así, unas veces, a un "epifenomenismo" que refiere la conciencia a ciertas vibraciones partículares y la pone aquí y allá en el mundo, en estado esporádico; otras veces, a un "monismo" que esparce la conciencia en tantos granos como átomos. Pero tanto en un caso como en otro, se llega a un spinozismo o a un leibnizianismo incompleto. Entre esta concepción de la naturaleza y el cartesianismo encontraríamos, por lo demás, los intermedios históricos. Los médicos filósofos del siglo XVIII, con su cartesianismo restringido, han influido mucho en la génesis del "epifenomenismo" y del "monismo" contemporáneos.

Estas doctrinas están en retraso con respecto a la crítica kantiana. Ciertamente, la filosofía de Kant está imbuida de la creencia en una ciencia una e íntegra, que abarca la totalidad de lo real. Incluso considerándola en un cierto aspecto, no es más que una prolongación de la metafísica de los modernos y una trasposición de la metafísica antigua. Spinoza y Leibniz, siguiendo el ejemplo de Aristóteles, habían hipostasiado en Dios la unidad del saber. La crítica kantiana, por uno de sus lados al menos, consiste en preguntarse si la totalidad de esta hipótesis era necesaria a la ciencia moderna como lo había sido a la ciencia antigua, o si no bastaría sólo con una parte de la hipótesis. Para los antiguos, en efecto, la ciencia apoyaba en conceptos, es decir, en especies de cosas. Reuniendo todos los conceptos en uno solo, llegaban pues necesariamente a un ser, que podía llamarse Pensamiento, sin duda; pero que era antes bien pensamiento-objeto que pensamiento-sujeto: cuando Aristóteles definía a Dios como la nohsewV nohsiV ponía probablemente el acento sobre nohsewV y no sobre nohsiV. Dios era aquí la síntesis de todos los conceptos, la idea de las ideas. Pero la ciencia moderna rueda sobre leyes, es decir, sobre relaciones. Ahora bien, una relación es un enlace establecido por un espíritu entre dos o varios términos. Una relación no es nada fuera de \a inteligencia que relaciona. El universo no puede, pues, ser un sistema de leyes, más que si los fenómenos pasan a través del filtro de una inteligencia. Sin duda, esta inteligencia podría ser la de un ser infinitamente superior al hombre, que fundamentase la materialidad de las cosas al mismo tiempo que las enlazase entre sí: tal era la hipótesis de Leibniz y de Spinoza. Pero no es necesario ir tan lejos y, con relación al efecto que se trata de obtener aquí, basta con la inteligencia humana: tal es precisamente la solución kantiana. Entre el dogmatismo de un Spinoza o el de un Leibniz y la crítica de Kant, hay justamente la misma distancia que entre el "es preciso que" y el "basta que". Kant detiene este dogmatismo sobre la pendiente que le hacía deslizarse demasiado hacia la metafísica griega, reduce al mínimo estricto la hipótesis que es necesario formular para suponer indefinidamente extensible la física de Galileo. Es verdad que cuando habla de la inteligencia humana, no se refiere ni a la vuestra ni a la mía. La unidad de la naturaleza provendría del entendimiento humano que unifica, pero la función unificadora que opera aquí es impersonal. Se comunica a nuestras conciencias individuales, pero en realidad las sobrepasa. Es mucho menos que un Dios sustancial; es un poco más, sin embargo, que el trabajo aislado de un hombre o incluso que el trabajo colectivo de la humanidad. No forma precisamente parte del hombre; antes bien, es el hombre el que está en ella, como en una atmósfera de intelectualidad que su conciencia respirara. Es, si se quiere, un Dios formal, algo no todavía divino en Kant, pero que tiende a serlo. Con Fichte nos damos cuenta de ello. Y, sea lo que sea, su papel principal, en Kant, consiste en dar al conjunto de nuestra ciencia un carácter relativo y humano, aunque de una humanidad ya un poco divinizada. La crítica de Kant, considerada desde este punto de vista, limita sobre todo el dogmatismo de sus predecesores, aceptando su concepción de la ciencia y reduciendo al mínimo lo que implicaba de metafísica.

 

De otro modo ocurre en lo que respecta a la distinción kantiana entre la materia del conocimiento y su forma. Viendo en la inteligencia, ante todo, una facultad de establecer relaciones, Kant atribuía a los términos entre los que se establecen las relaciones un origen extra-intelectual. Afirmaba, contra sus predecesores inmediatos, que el conocimiento no puede resolverse enteramente en términos de inteligencia. Reintegraba a la filosofía, pero modificándolo, transportándolo a otro plano, este elemento esencial de la filosofía de Descartes que había sido abandonado por los cartesianos.

Por ahí franqueaba el paso a una filosofía nueva, instalada en la materia extra-intelectual del conocimiento por un esfuerzo superior de intuición. Coincidiendo con esta materia, adoptando el mismo ritmo y el mismo movimiento, ¿no podía la conciencia, por dos esfuerzos de dirección inversa, elevándose y descendiendo alternativamente, aprehender desde dentro y no ya percibir desde fuera las dos formas de la realidad, cuerpo y espíritu? ¿Este doble esfuerzo no nos haría, en la medida de lo posible, revivir lo absoluto? Como, por otra parte, en el curso de esta operación veríamos a la inteligencia surgir de sí misma, recortarse en el todo del espíritu, el conocimiento intelectual se aparecería entonces tal como es, limitado, pero no relativo.

Esta era la dirección que el kantismo podía mostrar a un cartesianismo revivificado. Pero Kant mismo no se aventuró en esta dirección.

No quiso aventurarse porque, al asignar al conocimiento una materia extra-intelectual, juzgaba esta materia o coextensiva a la inteligencia o más estrecha que la inteligencia. Desde ese momento no podía ya pensar en recortar la inteligencia en ella, ni por consiguiente volver a trazar la génesis del entendimiento y de sus categorías. Los cuadros del entendimiento y el entendimiento mismo debían ser aceptados como son, ya hechos. Entre la materia presentada a nuestra inteligencia y esta inteligencia misma no había parentesco alguno. El acuerdo entre ambas provenía de que la inteligencia imponía su forma a la materia. De suerte que no solamente era preciso poner la forma intelectual del conocimiento como una especie de absoluto y renunciar a hacer su génesis, sino que la materia misma de este conocimiento parecía demasiado triturada por la inteligencia para que pudiese esperarse alcanzarla en su pureza original. No era la "cosa en sí", no era más que su refracción a través de nuestra atmósfera.

Si ahora nos preguntamos por qué Kant no creyó que la materia de nuestro conocimiento desbordase la forma, he aquí lo que encontramos. La crítica que Kant hizo de nuestro conocimiento de la naturaleza consistió en discernir lo que debe ser nuestro espíritu y lo que debe ser la naturaleza, si las pretensiones de nuestra ciencia son justificadas; pero de estas pretensiones mismas Kant no hizo la crítica. Quiero decir que aceptó sin discusión la idea de una ciencia una, capaz de alcanzar con la misma fuerza todas las partes de lo dado y de coordinarlas en un sistema que presenta igual solidez en todas sus partes. No juzgó, en su Crítica de la razón pura, que la ciencia se volvió menos objetiva y cada vez más simbólica, a medida que iba de lo físico a lo vital, de lo vital a lo psíquico. La experiencia no se mueve, a sus ojos, en dos sentidos diferentes y quizás opuestos, el uno conforme a la dirección de la inteligencia, el otro contrario. No hay para él más que una experiencia, y la inteligencia cubre toda su extensión. Es lo que Kant expresa diciendo que todas nuestras intuiciones son sensibles, o, en otros términos, infra-intelectuales. Y es lo que deberíamos admitir, en efecto, si nuestra ciencia presentase en todas sus partes igual objetividad. Pero supongamos, por el contrario, que la ciencia sea cada vez menos objetiva, cada vez más simbólica, a medida que va de lo físico a lo psíquico pasando por lo vital. Entonces, como es preciso percibir una cosa de cierta manera para llegar a simbolizarla, habría una intuición de lo psíquico, y más generalmente de lo vital, que la inteligencia traspondría y traduciría, sin duda alguna, pero que no por ello dejaría de sobrepasarla. Habría, en otros términos, una intuición supra-intelectual. Si esta intuición existe, es posible una toma de posesión del espíritu por sí mismo y no ya solamente un conocimiento exterior y fenoménico. Aún más: si tenemos una intuición de este género, quiero decir, ultra-intelectual, la intuición sensible está sin duda en continuidad con ella por ciertos intermediarios, como el infrarrojo con el ultravioleta. La intuición sensible se realza ella misma. No alcanzará ya simplemente el fantasma de una inaprensible cosa en sí. Es en lo absoluto donde nos introducirá, siempre que se introduzcan también en ella ciertas correcciones indispensables. Si se viese en ella la única materia de nuestra ciencia, aquél reflejaría sobre toda la ciencia algo de la relatividad que sorprende a un conocimiento científico del espíritu; entonces, la percepción de los cuerpos, que es el comienzo de la ciencia de los cuerpos, se nos aparecería ella misma como relativa. Relativa sería pues la intuición sensible. Pero no ocurre lo mismo si se hacen distinciones entre las diversas ciencias y si se ve en el conocimiento científico del espíritu (así como de lo vital, por consiguiente) la extensión más o menos artificial de una cierta manera de conocer que, aplicada a los cuerpos, no resulta ya del todo simbólica. Vayamos más lejos: si hay dos intuiciones de orden di-ferente (la segunda obtenida por una inversión del sentido de la primera), y si la inteligencia se coloca del lado de la segunda, no se da diferencia esencial entre la inteligencia y esta misma intuición. Quedan abolidas las barreras entre la materia del conocimiento y su forma, como también entre las "formas puras" de la sensibilidad y las categorías del entendimiento. Vemos que la materia y la forma del conocimiento intelectual (restringida a su objeto propio) se engendran por una adaptación recíproca, modelándose la inteligencia sobre la corporeidad y la corporeidad sobre la inteligencia.

Pero Kant no quería ni podía admitir esta dualidad de intuición. Le hubiese sido preciso, para admitirla, ver en la duración el tejido mismo de la realidad, y por tanto distinguir entre la duración sustancial de las cosas y el tiempo espacializado. También debería ver, en el espacio mismo y en la geometría que le es inmanente, un término ideal en la dirección del cual se desenvuelven las cosas materiales, pero en el que no están desenvueltas. Nada más contrario a la letra, y quizá también al espíritu, de la Crítica de la razón pura. Sin duda, el conocimiento nos es presentado aquí como una lista siempre abierta y la experiencia como una sucesión de hechos que se continúa indefinidamente. Pero, según Kant, estos hechos se esparcen sobre un plano; son exteriores unos a otros y exteriores al espíritu. No se trata aquí de un conocimiento por dentro, que les captaría en su brote mismo en lugar de aprehenderles una vez surgidos, que ahondaría así por debajo del espacio y del tiempo espacializado. Y, sin embargo, nuestra conciencia nos coloca sobre este plano; ahí se encuentra la duración verdadera.

Por este lado también, Kant está bastante cerca de sus antecesores. Entre lo intemporal y el tiempo esparcido en momentos distintos, no admite término medio. Y como no hay intuición que nos transporte a lo intemporal, toda intuición viene a ser sensible, por definición. Pero entre la existencia física, espacializada, y una existencia intemporal, que no podría ser más que una existencia conceptual y lógica como la del dogmatismo metafísico ¿no hay lugar para la conciencia y para la vida? Sí, indudablemente. Nos damos cuenta de ello en el momento que nos colocamos en la duración para ir de ella a los momentos, en lugar de partir de los momentos para enlazarlos en duración.

Sin embargo, los sucesores inmediatos de Kant se orientaron del lado de una intuición temporal para escapar al relativismo kantiano. Ciertamente, las ideas de devenir, de progreso, de evolución, parecen ocupar un lugar importante en su filosofía. ¿Pero representa en ellos un verdadero papel la duración? En la duración real cada forma deriva de las formas anteriores añadiéndoles algo, y se explica por ellas en la medida en que ella puede explicarse. Pero deducir esta forma directamente del Ser global que se supone manifiesta, es volver al spinozismo. Con Leibniz y Spinoza se niega de este modo a la duración toda su acción eficaz. La filosofía postkantiana, por severa que haya podido ser con respecto a las teorías mecanicistas, acepta del mecanicismo la idea de una ciencia una, la misma para toda especie de realidad. Y está más cerca de esta doctrina de lo que nosotros mismos nos imaginamos; porque, si en la consideración de la materia, de la vida y del pensamiento, reemplaza los grados sucesivos de complicación, que suponía el mecanicismo, por grados de realización de una Idea o por grados de objetivación de una Voluntad, habla también de grados y estos grados son los de una escala que el ser recorrería en un sentido único. En suma, discierne en la naturaleza las mismas articulaciones que discernía en ella el mecanicismo; del mecanicismo retiene todo el diseño y pone ahí simplemente otros colores. Pero es el diseño mismo, o al menos una mitad de él, lo que debe rehacerse.


Sería preciso para esto, es verdad, renunciar al método de construcción, que fue el de los sucesores de Kant. Sería preciso hacer un llamamiento a la experiencia, a una experiencia purificada, quiero decir, separada, hasta donde sea necesario, de los cuadros que ha constituido nuestra inteligencia a medida del progreso de nuestra acción sobre las cosas. Una experiencia de este género no es una experiencia intemporal. Busca solamente, más allá del tiempo espacializado en el que creemos percibir reajustes continuos entre las partes, la duración concreta en la que se opera sin cesar una refundición radical del todo. Sigue lo real en todas sus sinuosidades. No nos conduce, como el método de construcción, a generalidades cada vez más altas, pisos superpuestos de un magnífico edificio. Al menos no nos sirve de mediadora entre las explicaciones que nos sugiere y los objetos que se trata de explicar. Pretende esclarecer el detalle de lo real y no solamente el conjunto.

No resulta dudoso que el pensamiento del siglo XIX haya reclamado una filosofía de este género, sustraída a lo arbitrario, capaz de descender al detalle de los hechos particulares. Indiscutiblemente también, se ha dado cuenta que esta filosofía debía instalarse en lo que llamamos la duración concreta. El advenimiento de las ciencias morales, el progreso de la psicología, la importancia creciente de la embriología entre las ciencias biológicas, todo esto debía sugerir la idea de una realidad que dura interiormente, que es la duración misma. También, cuando surgió un pensador que anunció una doctrina de evolución en la que el progreso de la materia hacia la perceptibilidad sería trazada al mismo tiempo que la marcha del espíritu hacia la racionalidad, en la que se seguiría de grado en grado la complicación de las correspondencias entre lo externo y lo interno, en que el cambio se convertiría en fin en la sustancia misma de las cosas, hacia él se volvieron todas las miradas. La poderosa atracción que ejerció el evolucionismo de Spencer sobre el pensamiento contemporáneo proviene de esto. Por alejado que parezca estar Spencer de Kant, por ignorante que sea del kantismo, al primer contacto que tomó con las ciencias biológicas no ha podido por menos de darse cuenta en qué sentido, en qué dirección podía ser llevada la filosofía encarrilada por la crítica kantiana.

Pero he aquí que había prometido trazar una génesis y hacía en realidad otra cosa. Su doctrina recibía adecuadamente el nombre de evolucionismo; pretendía remontar y descender el curso del universal devenir. Realmente no se trataba aquí ni del devenir ni de la evolución.

No vamos a entrar en un examen a fondo de esta fi-losofía. Digamos simplemente que el artificio ordinario del método de Spencer consiste en reconstruir la evolución con fragmentos de lo evolucionado. Si yo aplico una imagen sobre un cartón y recorto en seguida el cartón en pedazos, podré, agrupando debidamente los cartoncitos, reproducir la imagen. El niño que trabaja de este modo con las piezas de su juego, que yuxtapone fragmentos de imagen informes y termina por obtener un bello diseño coloreado, se imagina sin duda haber producido el diseño y el color. Sin embargo, el acto de dibujar y de pintar no tiene relación alguna con el de reunir los fragmentos de una imagen ya dibujada, ya pintada. Lo mismo, cuando componéis entre sí los resultados más simples de la evolución, imitáis bien o mal los efectos más complicados; pero no recordáis su génesis, y esta adición de lo evolucionado a lo evolucionado no se parecerá del todo al movimiento mismo de evolución.

Tal es, sin embargo, la ilusión de Spencer. Toma la realidad en su forma actual; la rompe, la esparce en fragmentos que arroja al aire; luego, "integra" estos fragmentos y "disipa el movimiento". Habiendo imitado el Todo por un trabajo de mosaico, se imagina haber trazado con ello el diseño y hecho la génesis.

¿Se trata de la materia? Los elementos difusos que integra en cuerpos visibles y tangibles tienen todo el aspecto de ser las partículas mismas de los cuerpos simples, que supone primeramente diseminados a través del espacio. Son, en todo caso, "puntos materiales" y por consiguiente puntos invariables, verdaderos pequeños sólidos: ¡como si la solidez, que es lo que está más cerca de nosotros y puede manipularse mejor, pudiese encontrarse en el origen mismo de la materialidad! Cuanto más progresa la física, más nos muestra la imposibilidad de representarse las propiedades del éter o de la electricidad, base probable de todos los cuerpos, en el modelo de las propiedades de la materia que nosotros percibimos. Pero la filosofía se remonta a más altura que el éter, simple figuración esquemática de !as relaciones aprehendidas por nuestros sentidos entre los fenómenos. Sabe perfectamente que lo que hay de visible y de tangible en las cosas representa nuestra acción posible sobre ellas. Y no es dividiendo lo evolucionado como alcanzaremos el principio de lo que evoluciona. Ni tampoco recomponiendo lo evolucionado consigo mismo como reproduciremos la evolución de la que él es el término.

¿Se trata del espíritu? Por la composición de lo reflejo con lo reflejo, Spencer cree engendrar alternativamente el instinto y la voluntad razonable. No ve que lo reflejo espacializado, al ser un punto terminal de la evolución con el mismo título que la voluntad consolidada, no podrá suponerse en el punto de partida. Es muy probable que el primero de los dos términos haya alcanzado antes que el otro su forma definitiva; pero uno y otro, con todo, son depósitos del movimiento evolutivo, y el movimiento evolutivo mismo no puede ya expresarse en función del primer todo solamente como tampoco en función del segundo. Sería preciso comenzar por mezclar lo reflejo y lo voluntario. Sería preciso luego ir a la búsqueda de la realidad fluida que se precipita en esta doble forma y que, sin duda, participa de la una y de la otra sin ser ninguna de las dos. En el grado más bajo de la escala animal, en los seres vivos que se reducen a una masa protoplasmática indiferenciada, la reacción a la excitación no pone todavía en ejercicio un mecanismo determinado, como en el reflejo; no tiene que escoger entre varios mecanismos determinados, como en el acto voluntario; no es, pues, ni voluntario ni reflejo, y, sin embargo, anuncia uno y otro. Experimentamos en nosotros mismos algo de la verdadera actividad original cuando ejecutamos movimientos semi-voluntarios y semi-automáticos para escapar a un peligro que nos amenaza: pero esto no es todavía más que una muy imperfecta imitación de la marcha primitiva, porque tenemos que habérnoslas entonces con una mezcla de dos actividades ya constituidas, ya localizadas en un cerebro y en una médula, mientras que la actividad primera es cosa simple, que se diversifica por la producción misma de mecanismos como los de la médula y del cerebro. Pero Spencer cierra los ojos a todo esto, porque la esencia de su método consiste en recomponer lo consolidado con lo consolidado, en lugar de tratar de encontrar el trabajo gradual de consolidación, que es la evolución misma.

 

¿Se trata, en fin, de la correspondencia entre el espíritu y la materia? Spencer tiene razón cuando define la inteligencia por esta correspondencia. Tiene razón cuando ve en ella el término de una evolución. Pero cuando pretende trazar esta evolución, integra también lo evolucionado con lo evolucionado sin darse cuenta que se toma así un trabajo inútil: al darse el fragmento menor de lo actualmente evolucionado coloca el todo de lo evolucionado actual, y vanamente entonces pretendería hacer su génesis.

Para Spencer, en efecto, los fenómenos que se suceden en la naturaleza proyectan en el espíritu humano imágenes que los representan. A las relaciones entre los fenómenos corresponden pues, simétricamente, relaciones entre las representaciones. Y las leyes más generales de la naturaleza, en las cuales se condensan las relaciones entre los fenómenos, se nos aparecen aquí como habiendo engendrado los principios directores del pensamiento, en los que se han integrado las relaciones entre las representaciones. La naturaleza se refleja pues en el espíritu. La estructura íntima de nuestro pensamiento se corresponde por tanto, toda ella, con la armazón misma de las cosas. Así es, indudablemente; pero para que el espíritu humano pueda representarse relaciones entre los fenómenos, es preciso también que haya fenómenos, es decir hechos distintos, recortados en la continuidad del devenir. Y desde el momento que se da este modo especial de descomposición, tal como lo percibimos hoy, se nos da también la inteligencia, tal como es hoy, porque con relación a ella, y solamente a ella, lo real se descompone de esta manera. ¿Pensamos acaso que el mamífero y el insecto observan los mismos aspectos de la naturaleza, trazan en ellas las mismas divisiones y desarticulan el todo de la misma manera? No obstante, el insecto tiene ya algo de nuestra inteligencia. Cada ser descompone el mundo material según las líneas mismas que su acción debe seguir en él: son las líneas de acción posible que, al entrecruzarse, dibujan la red de experiencia de la cual cada malla es un hecho. Sin duda, una ciudad se compone exclusivamente de casas y las calles de la ciudad no son otra cosa que los intervalos entre las casas: del mismo modo, puede decirse que la naturaleza no contiene más que hechos y que, una vez puestos los hechos, las relaciones vienen a ser simplemente las líneas que corren entre los hechos. Pero en una ciudad es la distribución gradual del terreno la que ha determinado a la vez el lugar de las casas, su configuración y la dirección de las calles; es preciso referirse a esta distribución para comprender el modo particular de subdivisión que hace que cada casa esté donde está, y lo mismo cada calle. Ahora bien: el error fundamental de Spencer consiste en presentarse la experiencia ya distribuida, cuando el verdadero problema radica en saber cómo se ha operado la distribución. Concedo que las leyes del pensamiento no sean otra cosa que la integración de las relaciones entre los hechos. Pero, desde el momento que pongo los hechos con la configuración que tienen hoy para mí, supongo mis facultades de percepción y de intelección tal como son hoy en mí, porque son ellas las que distribuyen lo real y las que recortan los hechos en el todo de la realidad. A partir de entonces, en lugar de decir que las relaciones entre los hechos engendraron las leyes del pensamiento, puedo pretender también que es la forma del pensamiento la que ha determinado la configuración de los hechos percibidos y, por consiguiente, sus relaciones entre sí. Las dos maneras de expresarse tienen su valor. Dicen, en el fondo, lo mismo. Con la segunda, es verdad, renunciamos a hablar de evolución. Pero, con la primera, nos limitamos a hablar de ella, sin pensar ya en otra cosa. Porque un evolucionismo verdadero se propondría buscar por qué modus vivendi gradualmente obtenido adoptó la inteligencia su plan de estructura y la materia su modo de subdivisión. Esta estructura y esta subdivisión están engranadas la una en la otra. La una ha tenido que progresar a medida del progreso de la otra. Y ya se presente la estructura actual del espíritu, ya se dé la subdivisión actual de la materia, en los dos casos permanecemos en lo evolucionado: nada se nos dice de lo que evoluciona, nada tampoco de la evolución.

Y es precisamente esta evolución lo que deberíamos encontrar. Ya en el dominio de la física misma, los sabios que profundizan más en su ciencia se inclinan a creer que no se puede razonar sobre las partes como se razona para el todo, que los mismos principios no son aplicables al origen y al término de un progreso, que ni la creación ni la aniquilación, por ejemplo, son inadmisibles cuando se trata de los corpúsculos constitutivos del átomo. Con ello tienden a colocarse en la duración concreta, la única en la que hay generación, y no solamente composición de partes. Es verdad que la creación y la aniquilación de que hablan conciernen al movimiento o a la energía, y no al medio imponderable a través del cual circularían la energía y el movimiento. ¿Pero qué puede quedar de la materia cuando se suprime todo lo que la determina, es decir, precisamente, la energía y el movimiento? El filósofo debe ir más lejos que el sabio. Haciendo tabla rasa de lo que no es más que un símbolo imaginativo, verá que el mundo material se resuelve en un simple flujo, en una continuidad de fluencia, en un devenir. Y se preparará así a encontrar la duración real allí donde es más útil encontrarla, en el dominio de la vida y de la conciencia. Porque mientras se trate de la materia bruta, puede desdeñarse la continuidad de fluencia sin cometer error grave: la materia, lo hemos dicho ya, está lastrada de geometría y no dura, ella realidad que desciende, más que por su solidaridad con lo que asciende. Pero la vida y la conciencia son esta subida misma. Una vez que se las ha aprehendido en su esencia adoptando su movimiento, se comprende cómo deriva de ellas la realidad. Aparece la evolución y, en el seno de esta evolución, la determinación progresiva de la materialidad y de la intelectualidad por la consolidación gradual de una y otra. Pero entonces se inserta en el movimiento evolutivo, para seguirlo hasta en sus resultados actuales, en lugar de recomponer artificialmente estos resultados con sus propios fragmentos. Esta nos parece ser la función característica de la filosofía. Así comprendida, la filosofía no es solamente el retorno del espíritu a sí mismo, la coincidencia de la conciencia humana con el principio vivo de! que emana, una toma de contacto con el esfuerzo creador. Es la profundización del devenir en general, el evolucionismo verdadero y, por consiguiente, la verdadera prolongación de la ciencia, siempre que entendamos por esta última palabra un conjunto de verdades comprobadas o demostradas y no una cierta escolástica nueva que haya surgido durante la segunda mitad del siglo XIX alrededor de la física de Galileo, como la antigua alrededor de Aristóteles.

 

Notas

1  La parte de este capítulo que trata de la historia de los sistemas, y en particular de la filosofía griega, no es otra cosa que el resumen muy sucinto de consideraciones desenvueltas con amplitud, de 1900 a 1904, en nuestras lecciones del Colegio de Francia, sobre todo en un curso sobre la Historia de la idea de tiempo (1902-1903). Comparábamos allí el mecanismo del pensamiento conceptual al del cinematógrafo. Creemos que puede ser útil todavía esta comparación.

2   El análisis que ofrecemos aquí de la idea de la nada apareció ya en la Revue philosophique (noviembre 1906).

3  Kant, Crítica de la razón pura, 2a edición, pág. 737: "Desde el punto de vista del contenido de nuestro conocimiento en general, ... las proposiciones negativas tienen por función propia simplemente impedir el error." Cf. sigwart, Logik, 2a ed., vol. I, página 150 y ss.

4   Es decir, que no consideramos el sofisma de Zenón como refutado por el hecho de la progresión geométrica   a.(1  + 1/n +

1/n +  1/n + ... etc.), donde a designa la separación inicial entre Aqui les y la tortuga y n la relación de sus velocidades respectivas, a una suma limitada si n es superior a la unidad. Sobre este punto remitimos a la argumentación de Evellin, que tenemos por decisiva (véase evellin, Infini et quantité, París, 1880. págs. 63-97. Cf. Revue philosophique, vol. XI, 1881, págs. 564-568). La verdad es que las matemáticas —como hemos tratado de probar en un trabajo precedente— no operan y no pueden operar más que sobre longitudes. Han tenido, pues, que buscar artificios para transportar primero al movimiento, que no es una longitud, la divisibilidad de la línea que recorre, y en seguida para restablecer el acuerdo entre la experiencia y la idea (contraria a la experiencia y plena de absurdos) de un movimiento-longitud, es decir, de un movimiento aplicado contra su trayectoria y arbitrariamente descomponible como ella.

5   Platón, Timeo, 37 d.

6   Hemos tratado de discernir lo que hay de verdadero y lo que hay de falso en esta idea, en lo que concierne a la espacialidad (véase el capítulo III). Nos parece radicalmente falsa en lo que respecta a la duración.

7  Aristóteles, De Anima, 430 a 14.

8    De Coelo, II, 287 a 12.

9    De Coelo. I, 279 a 12.

10  Casi hemos dado de lado a estas intuiciones admirables, pero un poco fugaces, que Plotino debía más tarde aprehender, profundizar y fijar.

11    Descartes, Príncipes, II, 29.

12    Ibid., II, 36 y ss.

13  En un curso sobre Plotino, explicado en el Colegio de Francia en 1897-1898, hemos tratado de delimitar estas semejanzas. Son numerosas y sorprendentes. La analogía prosigue hasta en las fórmulas empleadas por una y otra parte.

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR