LA   EVOLUCIÓN   CREADORA

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HENRI BERGSON 
Premio Nobel 1927 

en  OBRAS ESCOGIDAS  -  ENSAYO   SOBRE   LOS   DATOS   INMEDIATOS   DE   LA   CONCIENCIA 

Traducción y prólogo de

JOSÉ ANTONIO  MIGUEZ

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid

La versión al castellano de las obras contenidas en el presente volumen se ha realizado sobre los textos franceses publicados por Les Presses Universitaires de France, de París, en la colección Bibliothéque de Philosophie Contemporaine, cuyos títulos originales son los siguientes: L'EVOLUTION  CRÉATRICE   (La evolución  creadora) 

 

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CAPÍTULO III

DE LA SIGNIFICACIÓN DE LA VIDA.

EL ORDEN DE LA NATURALEZA Y LA FORMA DE LA INTELIGENCIA

EN el capítulo primero hemos trazado una línea de demarcación entre lo inorgánico y lo organizado, pero indicábamos que el seccionamiento de la materia en cuerpos no organizados es relativo a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia, y que la materia, considerada como un todo indiviso, debe ser un flujo antes que una cosa. Por ahí preparábamos los caminos para un acercamiento entre lo inerte y lo vivo.

Por otra parte, hemos mostrado en nuestro segundo capítulo que se encuentra la misma oposición entre la inteligencia y el instinto, éste puesto de acuerdo con ciertas determinaciones de la vida, aquélla modelada en la configuración de la materia bruta. Pero instinto e inteligencia se destacan el uno de la otra, añadíamos, sobre un fondo único que podría llamarse, a falta de una palabra mejor, la Conciencia en general y que debe ser co-extensivo a la vida universal. Por ahí hacíamos entrever la posibilidad de engendrar la inteligencia, partiendo de la conciencia que la envuelve.

Ha llegado, pues, el momento de intentar una génesis de la inteligencia al mismo tiempo que una génesis de los cuerpos, dos empresas evidentemente correlativas la una de la otra, si es verdad que las grandes líneas de nuestra inteligencia dibujan la forma general de nuestra acción sobre la materia y que el detalle de la materia se regula por las exigencias de nuestra acción. Intelectualidad y materialidad se habrían constituido, en detalle, por adaptación recíproca. Una y otra derivarían de una forma de existencia más amplia y más alta. Ahí habría que volver a colocarlas para verlas surgir de nuevo.

Una tentativa parecida semejará, de buenas a primeras, que sobrepasa temerariamente las especulaciones más atrevidas de los metafísicos. Pretendería ir más lejos que la psicología, más lejos que las cosmogonías, más lejos que la metafísica tradicional, porque psicología, cosmología y metafísica comienzan por poner la inteligencia en lo que tiene de esencial, en el lugar en que se trata aquí de engendrarla, en su forma y en su materia. La empresa es en realidad mucho más modesta, como vamos a hacer ver. Pero digamos primeramente en qué se distingue de las otras.

Comenzando por la psicología, no debe creerse que engendra la inteligencia cuando sigue su desenvolvimiento progresivo a través de la serie animal. La psicología un animal, más tiende a reflexionar sobre las acciones por las que utiliza las cosas y a aproximarse así al hombre; pero sus acciones adoptaban ya, por sí mismas, las principales líneas de la acción humana, discernían en el mundo material las mismas direcciones generales que nosotros separábamos, se apoyaban en los mismos objetos enlazados entre sí por las mismas relaciones, de suerte que la inteligencia animal, aunque no forma conceptos propiamente dichos, se mueve ya en una atmósfera conceptual. Absorbida en todo instante por los actos y actitudes que salen de ella, atraída por ellos hacia afuera, exteriorizándose así con relación a sí misma, sin duda ejecuta las representaciones antes que las piensa; al menos esto dibuja ya globalmente el esquema de la inteligencia humana 1. Explicar la inteligencia del hombre por la del animal consiste pues simplemente en desarrollar en lo humano un embrión de humanidad. Muéstrase cómo una cierta dirección ha sido seguida cada vez más lejos por seres cada vez más inteligentes. Pero desde el momento que ponemos la dirección, ponemos también la inteligencia.

Aparece ciertamente de una vez, al modo como se presenta la materia en la cosmogonía de Spencer. Y se nos muestra la materia como obedeciendo a leyes, enlazándose los objetos a los objetos y los hechos a los hechos por relaciones constantes, recibiendo la conciencia la impronta de estas relaciones y de estas leyes, y adoptando así la configuración general de la naturaleza para determinarse en inteligencia. ¿Pero cómo no ver que se supone la inteligencia desde el momento que se ponen los objetos y los hechos? A priori, fuera de toda hipótesis sobre la esencia de la materia, es evidente que la materialidad de un cuerpo no se detiene en el punto en que lo tocamos. Está presente en todas partes donde se deja sentir su influencia. Ahora bien, su fuerza atractiva, para no hablar más que de ella, se ejerce sobre el sol, sobre los planetas, quizá sobre el universo entero. Cuanto más avanza la física, más borra la individualidad de los cuerpos e incluso la de las partículas en las que comenzaba por descomponerlos la imaginación científica; cuerpos y corpúsculos tienden a fundirse en una interacción universal. Nuestras percepciones nos dan el dibujo de nuestra acción posible sobre las cosas más que el de las cosas mismas. Los contornos que encontramos a los objetos señalan simplemente lo que podemos alcanzar y modificar de ellos. Las líneas que vemos trazadas a través de la materia son las mismas sobre las que estamos llamados a circular. Contornos y caminos se han acusado a medida que se preparaba la acción de la conciencia sobre la materia, es decir, en suma, a medida que se constituía la inteligencia. Es dudoso que animales que responden a otro plano distinto al nuestro, como por ejemplo moluscos e insectos, recorten la materia según las mismas articulaciones. Ni siquiera es necesario que la recorten en cuerpos. Para seguir las indicaciones del instinto, no se necesita percibir objetos, basta distinguir propiedades. La inteligencia, por el contrario, incluso en su forma más baja, aspira ya a hacer que la materia actúe sobre la materia. Si, por algún lado, la materia se presta a una división en agentes y pacientes, o simplemente en fragmentos coexistentes y distintos, por este lado la mirará la inteligencia. Y, cuanto más se ocupe de dividir, más desplegará en el espacio, en forma de extensión yuxtapuesta a la extensión, una materia que tiende sin duda a la espa-cialidad, pero cuyas partes están todavía, sin embargo, en estado de implicación y de compenetración recíprocas.


Así, el mismo movimiento que lleva al espíritu a determinarse en inteligencia, es decir en conceptos distintos, lleva a la materia a dividirse en objetos claramente exteriores unos a otros. Cuanto más se intelectualiza la conciencia, más se espacializa la materia. Es decir, que cuando la filosofía evolucionista se representa en el espacio una materia recortada según las líneas mismas que seguirá nuestra acción, se da de antemano, ya hecha, la inteligencia que pretendía engendrar.

La metafísica se entrega a un trabajo del mismo género, pero más sutil y más consciente de sí mismo, cuando deduce a priori las categorías del pensamiento. Comprime la inteligencia, la reduce a su quintaesencia y la hace residir en un principio tan simple que se podría creerla vacía: de este principio obtiene en seguida lo que ha encerrado en él en potencia. Por ahí, muéstrase sin duda la coherencia de la inteligencia consigo misma, se define la inteligencia, se da la fórmula, pero no se traza del todo su génesis. Una empresa como la de Fichte, aunque más filosófica que la de Spencer en cuanto que respeta más el orden verdadero de las cosas, apenas nos conduce más lejos que ella. Fichte torna el pensamiento en estado de concentración y lo dilata en realidad. Spencer parte de la realidad exterior y la condensa en inteligencia, o contraída o explícita, aprehendida en sí misma por una visión directa o percibida por reflexión en la naturaleza, como en un espejo.

La coincidencia de la mayor parte de los filósofos sobre este punto proviene de que están de acuerdo en afirmar la unidad de la naturaleza y en representarse esta unidad en una forma abstracta y geométrica. Entre lo organizado y lo no organizado no ven o no quieren ver la fisura. Unos parten de lo inorgánico y pretenden, complicándolo consigo mismo, reconstruir el ser vivo; otros colocan primero la vida y se encaminan hacia la materia bruta por un decrescendo hábilmente economizado; pero, para unos y para otros, no hay en la naturaleza más que diferencias de grado: grados de complejidad en la primera hipótesis, grados intensidad en la segunda. Una vez admitido este principio, la inteligencia se hace también tan amplia como lo real, porque es indudable que lo que hay de geométrico en las cosas es enteramente accesible a la inteligencia humana; y si la continuidad es perfecta entre la geometría y el resto, todo el resto vuélvese igualmente inteligible, igualmente inteligente. Tal es el postulado de la mayor parte de los sistemas. Nos convenceremos fácilmente comparando entre sí doctrinas que parecen no tener ningún punto de contacto entre sí, ninguna medida común, las de un Fichte y de un Spencer, por ejemplo, dos nombres que aproximamos al azar uno a otro.

En el fondo de estas especulaciones hay, pues, las dos convicciones, correlativas y complementarias, de que la naturaleza es una y de que la inteligencia tiene por función abarcarla por entero. La facultad de conocer se supone no obstante coextensiva a la totalidad de la experiencia, con lo cual no puede cuestionarse que la engendre. Se da y nos servimos de ella, como nos servimos de la vista para abarcar el horizonte. Es verdad que diferirá nuestra opinión sobre el valor del resultado: para unos, es la realidad misma lo que la inteligencia aprehende, para otros no es más que su fantasma. Pero, fantasma o realidad, lo que la inteligencia aprehende se considera como la totalidad de lo aprehensible.

Con ello se explica la confianza exagerada de la filosofía en las fuerzas del espíritu individual. Sea dogmática o crítica, acepte la relatividad de nuestro conocimiento o pretenda instalarse en lo absoluto, una filosofía es generalmente la obra de un filósofo, una visión única y global del todo. Podemos tomarla o dejarla.

La filosofía que reclamamos es más modesta, aunque capaz también de completarse y de perfeccionarse. La inteligencia humana, tal como nos la representamos, no es del todo la que nos mostraba Platón en la alegoría de la caverna. No tiene ya por función ver pasar sombras vanas, sino contemplar, volviendo tras sí, el astro que nos deslumbra. Y tiene todavía algo más que hacer. Uncidos, como bueyes de labor, a una ruda tarea, sentimos el juego de nuestros músculos y de nuestras articulaciones, el peso de la carreta y la resistencia del suelo: actuar y saber que actuamos, entrar en contacto con la realidad e incluso vivirla, pero sólo en la medida en que interesa la obra que se cumple y el surco que se ahonda, he aquí la función de la inteligencia humana. Sin embargo, nos  baña un fluido bienhechor del que recibimos la fuerza misma para trabajar y vivir. De este océano de vida, en el que estamos inmersos, aspiramos sin cesar alguna cosa y sentimos que nuestro ser, o al menos la inteligencia que lo guía, se ha formado ahí por una especie de solidificación local. La filosofía no puede ser otra cosa que un esfuerzo para fundirse en el todo. La inteligencia revivirá al revés su propia génesis al reabsorberse en su principio. Pero la empresa no podrá cumplirse de una vez; será necesariamente colectiva y progresiva. Consistirá en un cambio de impresiones que, corrigiéndose entre sí y superponiéndose también unas a otras, terminarán por dilatar en nosotros la humanidad y por obtener que se trascienda a sí misma.

Pero este método tiene en contra los hábitos más inveterados del espíritu. Sugiere al instante la idea de un círculo vicioso. En vano, se nos dirá, pretendéis ir más lejos que la inteligencia: ¿cómo podríais hacerlo, sino con la inteligencia misma? Todo lo que hay de esclarecido en vuestra conciencia es inteligencia. Sois interiores a vuestro pensamiento y no saldréis de él. Decid, si queréis, que la inteligencia es capaz de progreso, que verá cada vez más claro en un número también cada vez mayor de cosas. Pero no habléis de su génesis, porque ésta la realizaríais con vuestra inteligencia.

La objeción se presenta naturalmente al espíritu. Pero se probaría también, con un razonamiento parecido, la imposibilidad de adquirir cualquier hábito nuevo. Es esencial al razonamiento encerrarnos en el círculo de lo dado. Pero la acción rompe el círculo. Si nunca hubieseis visto nadar a un hombre, me diríais quizá que nadar es algo imposible, teniendo en cuenta que, para aprender a nadar, sería preciso comenzar por mantenerse en el agua, y por consiguiente saber ya nadar. El razonamiento me sujetará siempre, en efecto, a tierra firme. Pero si, ingenuamente, me lanzo al agua sin miedo alguno, me sostendré inicialmente mal que bien debatiéndome en ella, y poco a poco me adaptaré a este medio hasta aprender a nadar. Así, en teoría, hay una especie de absurdo en querer conocer sin hacer uso de la inteligencia; pero, si se acepta francamente el riesgo, la acción cortará quizá el nudo que ha enlazado el razonamiento y que él no desatará.

El riesgo parecerá, por lo demás, mucho menor a medida que adoptemos el punto de vista en que nos colocamos. Hemos mostrado que la inteligencia se ha separado de una realidad más amplia, pero que no ha habido jamás fisura clara entre las dos: alrededor del pensamiento conceptual subsiste una franja indistinta que recuerda su origen. Además, comparábamos la inteligencia a un núcleo sólido que se habría formado por vía de condensación. Este núcleo no difiere radicalmente del fluido que lo envuelve. Y se reabsorberá en él porque está hecho de la misma sustancia. El que se lanza al agua no habiendo conocido jamás otra cosa que la resistencia de tierra firme, se ahogaría al instante si no se debatiese contra la fluidez del nuevo medio; forzosamente habrá de asirse a lo que el agua presente todavía, por decirlo así, de solidez. Tan sólo con esta condición termina por acomodarse al fluido en lo que tiene de inconsistente. Así ocurre con nuestro pensamiento cuando se decide a dar el salto.

Pero es necesario que salte, es decir que salga de su medio. Jamás la razón, por sí misma, podrá extender su poder, aunque esta extensión no aparezca del todo como irrazonable una vez realizada. Por más que ejecutéis mil variaciones sobre el tema de la marcha, no obtendréis de ahí una regla para nadar. Entrad en el agua, y, cuando sepáis nadar, comprenderéis que el mecanismo de la natación se refiere al de la marcha. El primero prolonga el segundo, pero el segundo no os habría introducido en el primero. Así, podréis especular tan inteligentemente como queráis sobre el mecanismo de la inteligencia, que no llegaréis nunca, por este método, a sobrepasarlo. Obtendréis más complicación, pero no algo superior o incluso simplemente diferente. Es preciso forzar las cosas y, por un acto de voluntad, llevar a la inteligencia fuera de sí misma.

El círculo vicioso no es, pues, más que aparente. Es, por el contrario, real, a nuestro entender, con cualquier otra manera de filosofar. Lo que querríamos mostrar en pocas palabras, aunque no fuese más que para probar que la filosofía no puede ni debe aceptar la relación establecida por el puro intelectualismo entre la teoría del conocimiento y la teoría de lo conocido, entre la metafísica y la ciencia.

 

A primera vista, puede parecer prudente abandonar a la ciencia positiva la consideración de los hechos. La física y la química se ocuparán de la materia bruta, las ciencias biológicas y psicológicas estudiarán las manifestaciones de la vida. La tarea del filósofo queda entonces claramente circunscrita. Recibe, de las manos del sabio, los hechos y las leyes y, ya trate de sobrepasarlos para alcanzar las causas profundas, ya crea imposible ir más lejos y probarlo por el análisis mismo del conocimiento científico, en los dos casos tiene para los hechos y para las relaciones, tal como la ciencia se los transmite, el respeto debido a la cosa juzgada. A este conocimiento superpondrá una crítica de la facultad de conocer, y también, de no tener éxito, una metafísica: en cuanto al conocimiento mismo, en su materialidad, lo tiene por asunto de ciencia y no de filosofía.

¿Pero cómo no ver que esta pretendida división del trabajo viene a embrollarlo y a confundirlo todo? La metafísica o la crítica que se reserva el filósofo, va a recibirlas completamente hechas de la ciencia positiva, ya contenidas en las descripciones y en los análisis cuyo cuidado ha abandonado al sabio. Por no haber querido intervenir, desde el principio, en las cuestiones de hecho, el filósofo se encuentra reducido, en las cuestiones de principio, a formular pura y simplemente en términos más precisos la metafísica y la crítica inconscientes, y por tanto inconsistentes, que dibuja la actitud misma de la ciencia frente a la realidad. No nos dejemos engañar por una aparente analogía entre las cosas de la naturaleza y las cosas humanas. No estamos aquí en el dominio judicial, donde la descripción del hecho y el juicio sobre él son dos cosas distintas, por la razón muy simple de que hay todavía por encima del hecho, e independiente de él, una ley dictada por el legislador. Aquí las leyes son interiores a los hechos y relativas a la líneas que se ha seguido para recortar lo real en hechos distintos. No se puede describir el aspecto del objeto sin prejuzgar acerca de su naturaleza íntima y su organización. La forma no es completamente aislable de la materia, y quien haya comenzado por reservar a la filosofía las cuestiones de principio y haya querido, por ello, poner a la filosofía por encima de las ciencias como un Tribunal Supremo al que se subordinan las Audiencias y los tribunales de apelación, se verá llevado, gradualmente, a no hacer de ella más que una oficina de registro, encargada todo lo más de redactar en términos más precisos sentencias que le llegan ya irrevocablemente falladas.

La ciencia positiva, en efecto, es obra de la pura inteligencia. Ahora bien, acéptese o rechácese nuestra concepción de la inteligencia, hay un punto que todo el mundo nos concederá y es que la inteligencia se siente especialmente a gusto en presencia de la materia no organizada. De esta materia extrae mejor partido por medio de invenciones mecánicas, y las invenciones mecánicas le resultan tanto más fáciles cuanto que piensa la materia más mecánicamente. Lleva en sí, en forma de lógica natural, un geometrismo latente del que se separa a medida que penetra más en la intimidad de la materia inerte. Se aplica precisamente a esta materia, y por ello están cerca una de otra la física y la metafísica de la materia bruta. Ahora bien, cuando la inteligencia aborda el estudio de la vida, necesariamente trata lo vivo como inerte, aplicando a este nuevo objeto las mismas formas, transportando a este nuevo dominio los mismos hábitos que tanto éxito le proporcionaron anteriormente. Y tiene razón para obrar así, porque sólo bajo esta condición ofrecerá lo vivo a nuestra acción la misma presa que la materia inerte. Pero la verdad en que así se concluye se vuelve relativa a nuestra facultad de actuar. No es más que una verdad simbólica. No puede tener el mismo valor que la verdad física, al no ser más que una extensión de la física a un objeto que convenimos a priori no considerar más que en su aspecto exterior. El deber de la filosofía consistiría pues en intervenir aquí activamente, en examinar lo vivo sin segunda intención de utilización práctica, liberándose de las formas y de los hábitos propiamente intelectuales. Su objeto es especular, es decir, ver; su actitud frente a lo vivo no podría ser la de la ciencia, que sólo apunta a la acción y que, no pudiendo obrar más que por intermedio de la materia inerte, considéra el resto de la realidad bajo este único aspecto. ¿Qué ocurrirá por tanto, si abandona a la ciencia positiva los hechos biológicos y los hechos psicológicos, del mismo modo que le ha dejado, y con razón, los hechos físicos? A priori aceptará una concepción mecanicista de la naturaleza entera, concepción irreflexiva e incluso in-: consciente, salida de la necesidad material. Y a priori aceptará también la doctrina de la unidad simple del conocimiento, y de la unidad abstracta de la naturaleza.

Desde ese momento queda ya formada la filosofía. El filósofo tiene que escoger entonces entre un dogmatismo y un esceptismo metafísicos, que descansan, en el fondo, en el mismo postulado y que no añaden nada a la ciencia positiva. Podrá "hipostasiar" la unidad de la naturaleza o, lo que equivale a lo mismo, la unidad de la ciencia, en un ser que no será nada puesto que no hará nada, en un Dios ineficaz que resumirá simplemente en sí todo lo dado, o en una Materia eterna del seno de la cual provendrían las propiedades de las cosas y las leyes de la naturaleza, o también en una Forma pura que trataría de aprehender una multiplicidad inaprensible y que será, según se desee, forma de la naturaleza o forma del pensamiento. Todas estas filosofías dirán, en lenguajes variados, que la ciencia tiene razón al tratar lo vivo como inerte, y que no hay diferencia alguna de valor, distinción alguna que hacer entre los resultados a que aboca la inteligencia aplicando sus categorías, ya descanse en la materia inerte, ya se entregue a la vida.

No obstante, en muchos casos nos damos cuenta que el cuadro cruje. Pero, como no hemos comenzado por distinguir entre lo inerte y lo vivo, lo primero adaptado de antemano al cuadro en que se inserta, lo segundo incapaz de mantenerse de otro modo que por una convención que elimina de él lo esencial, nos vemos reducidos a tratar con igual sospecha todo lo que el cuadro contiene. A un dogmatismo metafísico, que erigiría en absoluto la unidad facticia de la ciencia, sucederá ahora un esceptismo o un relativismo que universalizará y extenderá a todos los resultados de la ciencia el carácter artificial de algunos de ellos. De este modo, la filosofía oscilará en adelante entre la doctrina que tiene a la realidad absoluta por incognoscible y la que, en la idea que nos da de esta realidad, no dice nada más que lo que decía ya la ciencia. Por haber querido prevenir todo conflicto entre la ciencia y la filosofía, se ha sacrificado la filosofía sin que la ciencia haya ganado gran cosa. Y por haber pretendido evitar el círculo vicioso aparente que consistiría en usar de la inteligencia para sobrepasar la inteligencia, nos moveremos en un círculo real, que consiste en encontrar, laboriosa y metafísicamente, una unidad que hemos comenzado por presentar a priori, una unidad que hemos admitido ciegamente, inconscientemente, por el hecho de abandonar toda la experiencia a la ciencia y todo lo real al entendimiento puro.

Pero comencemos, por el contrario, trazando una línea de demarcación entre lo inerte y lo vivo. Veremos que lo primero entra naturalmente en los cuadros de la inteligencia, que lo segundo no se presta a ello sino artificialmente y que es necesario adoptar frente a lo vivo una actitud especial y examinarlo con ojos que no son los de la ciencia positiva. La filosofía invade así el dominio de la experiencia. Se ocupa de muchas cosas que, hasta aquí, no eran de su incumbencia. Ciencia, teoría del conocimiento y metafísica van a encontrarse en el mismo terreno. Resultará de esto una cierta confusión entre ellas. Las tres creerán haber perdido algo, pero terminarán por sacar provecho de su encuentro.

El conocimiento científico, en efecto, podía enorgullecerse de que se le atribuyese un valor uniforme a sus afirmaciones en el dominio entero de la experiencia. Pero, precisamente porque todas se encontraban colocadas a la misma altura, todas terminaban por ser afectadas de la misma relatividad. Ocurrirá lo mismo cuando se comience por hacer la distinción que, según nosotros, se impone. El entendimiento está en sí en el dominio de la materia inerte. Sobre esta materia se ejerce esencialmente la acción humana, y la acción, como decíamos anteriormente, no podría moverse en lo irreal. Así, con tal que no se considere de la física más que su forma general y no el detalle de su realización, puede decirse que toca a lo absoluto. Por el contrario, es por accidente —suerte o convención, según se desee— como obtiene la ciencia sobre lo vivo un poder análogo al que tiene sobre la materia bruta.

 

Aquí no es natural la aplicación de los cuadros del entendimiento. No queremos decir que no sea legítima, en el sentido científico de la palabra. Si la ciencia debe extender nuestra acción sobre las cosas, y si no podemos actuar más que teniendo a la materia inerte por instrumento, la ciencia puede y debe continuar tratando lo vivo como trataba lo inerte. Pero bien entendido que cuanto más se hunda en las profundidades de la vida, más simbólico se vuelve el conocimiento que nos suministra y relativo a las contingencias de la acción. En este nuevo terreno la filosofía deberá seguir a la ciencia para superponer a la verdad científica un conocimiento de otro género, que podrá llamarse metafísico. Desde entonces se realza todo nuestro conocimiento, científico o metafísico. En lo absoluto somos, nos movemos y vivimos. El conocimiento que tenemos de él es incompleto, sin duda, pero no exterior o relativo. Es el ser mismo, en sus profundidades, lo que alcanzamos por el desarrollo combinado y progresivo de la ciencia y de la filosofía. Al renunciar de este modo a la unidad facticia que impone desde fuera el entendimiento a la naturaleza, volveremos a encontrar quizá la unidad verdadera, interior y viva. Porque el esfuerzo que nos imponemos para sobrepasar el puro entendimiento nos introduce en algo más amplio, donde se recorta nuestro entendimiento y de lo que no puede separarse. Y, como la materia se regula sobre la inteligencia, como hay entre ellas un acuerdo evidente, no puede engendrarse la una sin determinar la génesis de la otra. Un proceso idéntico ha debido recortar al mismo tiempo materia e inteligencia en un tejido que las contenía a ambas En esta realidad nos colocaremos de nuevo, a medida que nos esforcemos con más empeño por trascender la inteligencia pura.

Concentrémonos, pues, sobre lo que tenemos, a la vez, más separado de lo exterior y menos penetrado de intelectualidad. Busquemos, en lo más profundo de nosotros mismos, el punto en que nos sentimos más interiores a nuestra propia vida. Y entonces nos sumiremos en la pura duración, una duración en la que el pasado, siempre en marcha, se nutre sin cesar de un presente absolutamente nuevo. Pero, al mismo tiempo, sentimos que se alarga, hasta su límite extremo, el resorte de núestra voluntad. Es preciso que, por una contracción violenta de nuestra personalidad sobre sí misma, reunamos nuestro pasado que se oculta, para empujarlo, compacto e indiviso, hacia un presente que creará con su misma introducción en él. Muy raros son los momentos en que nos dominamos de nuevo a nosotros mismos en este punto: forman una unidad con nuestras acciones verdaderamente libres. E incluso entonces no nos mantenemos nunca completamente enteros. Nuestro sentimiento de la duración, quiero decir, la coincidencia de nuestro yo consigo mismo, admite grados. Pero cuanto más profundo es el sentimiento y la coincidencia completa, más absorberá la vida la intelectualidad y más la sobrepasará. Porque la inteligencia tiene por función esencial enlazar lo mismo a lo mismo, y no hay enteramente adaptables al cuadro de la inteligencia más que los hechos que se repiten. Ahora bien, en los momentos reales de la duración real la inteligencia encuentra sin duda su presa, reconstruyendo el nuevo estado con una serie de vistas tomadas desde fuera sobre él y que semejan en la medida de lo posible lo ya conocido: en este sentido, el estado contiene intelectualidad "en potencia", por decirlo así. Sin embargo, la desborda, permanece inconmensurable con ella, indivisible y nuevo.

Detengámonos ahora, interrumpamos el esfuerzo que empuja al presente la mayor parte posible del pasado. Si la relación fuese completa, no habría ya memoria ni voluntad: es decir, que nosotros no caemos nunca en esta pasividad absoluta, como tampoco podemos llegar a ser nunca absolutamente libres. Pero, en el límite, entrevemos una existencia hecha de un presente que se comienza sin cesar, no ya duración real, sólo lo instantáneo que muere y renace indefinidamente. ¿Es ésta la existencia de la materia? No, sin duda, porque el análisis la resuelve en conmociones elementales, las más cortas de las cuales son de una duración muy débil, casi evanescente, pero no nula. Puede presumirse, sin embargo, que la existencia física se inclina en este segundo sentido y la existencia psíquica en el primero.

En el fondo de la "espiritualidad" de una parte, de la "materialidad" con la intelectualidad de otra, habría pues dos procesos de dirección opuesta, y se pasaría del primero al segundo por vía de inversión, quizás incluso de simple interrupción, si es verdad que inversión e interrupción son dos términos que deben ser tenidos aquí por sinónimos, como mostraremos detalladamente un poco más adelante. Esta presunción se confirmará si se consideran las cosas desde el punto de vista de la extensión, y no ya solamente de la duración.

Cuanto más tomamos conciencia de nuestro progreso en la pura duración, más nos damos cuenta que las diversas partes de nuestro ser entran unas en otras y que nuestra personalidad entera se concentra en un punto, o mejor en un punta que se inserta en el futuro pene-trándolo sin cesar. En esto consisten la vida y la acción libres. Dejémonos ir, por el contrario; en lugar de actuar, soñemos. A la vez, nuestro yo se disemina y nuestro pasado, que hasta entonces se reunía en sí mismo en el impulso indivisible que nos comunicaba, se descompone en mil recuerdos que se exteriorizan los unos con relación a los otros. Renuncian a interpenetrarse a medida que se congelan más. Nuestra personalidad desciende así en la dirección del espacio. Lo bordea incesantemente, por lo demás, en la sensación. No nos haremos pesados en este punto en el que ya hemos profundizado bastan-te. Limitémonos a recordar que la extensión admite grados, que toda sensación es extensiva en cierta medida, y que la idea de sensaciones inextensas, artificialmente localizadas en el espacio, es una simple consideración del espíritu, sugerida por una metafísica inconsciente antes que por la observación psicológica.

Sin duda, no damos más que los primeros pasos en la dirección de la extensión, incluso cuando nos dejamos llevar lo más posible. Pero supongamos, por un instante, que la materia consiste en este mismo movimiento llevado más lejos, y que lo físico sea simplemente lo psíquico invertido. Se comprendería entonces que el espíritu se sienta tan a su gusto y que se mueva tan naturalmente en el espacio, puesto que la materia le sugiere la representación más distinta. Este espacio tenía su representación implícita en el sentimiento mismo que tomaba de su relajación eventual, es decir, de su extensión posible. Lo encuentra en las cosas, pero lo hubiese obtenido sin ellas si hubiese tenido una imaginación bastante poderosa para empujar hasta el fin la inversión de su movimiento natural. Por otra parte, nos explicaríamos así que la materia acentúe también su materialidad bajo la mirada del espíritu. Ha comenzado por ayudar a éste a descender su pendiente hasta ella, le ha dado el impulso. Pero el espíritu no se detiene, una vez lanzado. La representación que forma del espacio puro no es más que el esquema del término en el que concluiría este movimiento. Una vez en posesión de la forma de espacio, se sirve de ella como de una red de mallas que puede hacerse y deshacerse a voluntad, y que, arrojada sobre la materia, la divide según lo exigen las necesidades de nuestra acción. Así, el espacio de nuestra geometría y la espacialidad de las cosas se engendran mutuamente por la acción y la reacción recíprocas de los dos términos que son de la misma esencia, pero que marchan en sentido inverso el uno del otro. Ni el espacio es tan extraño a nuestra naturaleza como nos lo figuramos, ni la materia es tan completamente extensa en el espacio como nuestra inteligencia y nuestros sentidos se la representan.

 

Hemos tratado en otra parte del primer punto. En lo que concierne al segundo, nos limitaremos a hacer observar que la espacialidad perfecta consistiría en una perfecta exterioridad de unas partes con relación a las otras, es decir, en una independencia recíproca completa. Ahora bien, no hay punto material que no actúe sobre cualquier otro punto material. Si se echa de ver que una cosa está verdaderamente allí donde actúa, nos veremos llevados a decir (como hacía Faraday 2 ) que todos los átomos se interpenetran y que cada uno de ellos llena el mundo. En una hipótesis tal, el átomo o, más generalmente, el punto material se convierte en una simple consideración del espíritu, a la que se llega continuando por bastante tiempo el trabajo (plenamente relativo a nuestra facultad de actuar) por el cual subdividimos la materia en cuerpos Sin embargo, es indiscutible que la materia se presta a esta subdivisión, y que al suponerla repartida en partes exteriores unas a otras, construimos una ciencia suficientemente representativa de lo real. Es indudable que, aunque no haya sistema completamente aislado, la ciencia encuentra medio de recortar el universo en sistemas relativamente independientes unos de otros, y que no comete así error sensible. ¿No se dice con esto que la materia se extiende en el espacio sin ser absolutamente extensa, y que al considerarla descomponible en sistemas aislados y al atribuirla elementos distintos que cambian con relación a otros sin cambiar ellos mismos (que "se desplazan", decimos, sin alterarse), y, en fin, al conferirla las propiedades del espacio puro, se la transporta al término del movimiento del que ella dibuja simplemente la dirección?

Lo que nos parece que la Estética trascendental de Kant ha establecido de manera definitiva es que la extensión no resulta ser un atributo material comparable a los demás. Sobre la noción de calor, sobre la de color o de peso, el razonamiento no trabajará indefinidamente: para conocer las modalidades de peso, o de calor, será preciso volver a tomar contacto con la experiencia. No ocurre lo mismo con la noción de espacio. Suponiendo que nos sea dada empíricamente por la vista y por el tacto (y Kant jamás lo ha puesto en duda), tiene de notable que el espíritu, especulando sobre ella con sus solas fuerzas, recorta ahí figuras a priori cuyas propiedades también determinará a priori: la experiencia, con la que no ha guardado contacto, le sigue, a pesar de todo, a través de las complicaciones infinitas de sus razonamientos y le da invariablemente la razón. Kant ha puesto el hecho a plena luz Pero su explicación debe ser buscada, a nuestro entender, por otro camino que el seguido por Kant.

La inteligencia, tal como se la representa Kant, se baña en una atmósfera de espacialidad a la cual está tan inseparablemente unida como el cuerpo vivo al aire que respira. Nuestras percepciones llegan a nosotros después de haber atravesado esta atmósfera. Se han impregnado ahí de antemano de nuestra geometría, de suerte que nuestra facultad de pensar no hace otra cosa que volver a encontrar, en la materia, las propiedades matemáticas que ha depositado en ella inicialmente nuestra facultad de percibir. De este modo, estamos seguros de que vemos a la materia plegarse con docilidad a nuestros razonamientos; pero esta materia, en lo que tiene de inteligible, es obra nuestra: de la realidad "en sí" nada sabemos ni sabremos jamás, puesto que no aprehendemos de ella más que su refracción a través de las formas de nuestra facultad de percibir. Si algo pretendemos afirmar sobre esta realidad, en seguida surge la afirmación contraria, igualmente demostrable, igualmente plausible: la idealidad del espacio, probada directamente por el análisis del conocimiento, lo es indirectamente por las antinomias a que conduce la tesis opuesta. Tal es la idea directriz de la crítica kantiana. Ha inspirado a Kant una refutación perentoria de las teorías "empiristas" del conocimiento. A nuestro juicio es definitiva en lo que niega. ¿Pero nos da, en lo que afirma, la solución del problema? Se representa el espacio como una forma ya hecha de nuestra facultad de percibir, verdadero deus ex machina que no vemos ni cómo surge, ni por qué es lo que es antes que cualquier otra cosa. Se da "cosas en sí" de las que pretende que no podemos conocer nada: ¿con qué derecho afirma entonces su existencia, incluso como "problemática"? Si la incognoscible realidad proyecta en nuestra facultad de percibir una diversidad sensible, capaz de insertarse en ella, ¿no es ella, por esto mismo, conocida en parte? Y, al profundizar en esta inserción, ¿no seremos llevados, al menos en un punto, a suponer entre las cosas y nuestro espíritu un acuerdo preestablecido, hipótesis perezosa, de la que, con razón, Kant quería prescindir? En el fondo, y por no haber distinguido grados en la espacialidad, Kant ha tenido que darse hecho el espacio, de donde la cuestión de saber cómo se adapta a él la "diversidad sensible". Por la misma razón ha juzgado la materia desarrollada en partes absolutamente exteriores unos a otras: de ahí las antinomias, cuyas tesis y antítesis suponen la coincidencia perfecta de la materia con el espacio geométrico, pero se desvanecen desde el momento que se deja de extender a la materia lo que es propio del espacio puro. De ahí, en fin, la conclusión de que hay tres alternativas, y solamente tres, entre las que optar respecto a la teoría del conocimiento: o el espíritu se regula por las cosas, o las cosas se regulan por el espíritu, o es preciso suponer entre las cosas y el espíritu una concordancia misteriosa.


Pero la verdad es que hay una cuarta, en la que no parece haber pensado Kant. Y no ha pensado, en primer lugar porque tampoco suponía que el espíritu desbordaba la inteligencia; en segundo lugar (que viene a ser, en el fondo, lo mismo), porque no atribuía a la duración una existencia absoluta, al poner a priori el tiempo en la misma línea que el espacio. Esta solución consistiría inicialmente en considerar la inteligencia como una función especial del espíritu, esencialmente vuelta hacia la materia inerte. Consistiría luego en decir que ni la materia determina la forma de la inteligencia, ni la inteligencia impone su forma a la materia, ni la materia y la inteligencia han sido reguladas la una por la otra a medio de armonía preestablecida alguna, sino que progresivamente la inteligencia y la materia se han adaptado la una a la otra para detenerse, en fin, en una forma común. Esta adaptación se habría efectuado por lo demás naturalmente, porque es la misma inversión del mismo movimiento la que crea a la vez la intelectualidad del espíritu y la materialidad de las cosas.

Desde este punto de vista, el conocimiento que nos dan de la materia, de un lado nuestra percepción, y de otro la ciencia, se nos aparece como aproximativo, pero no como relativo. Nuestra percepción, cuyo papel consiste en iluminar nuestras acciones, opera un secciona-miento de la materia que estará siempre bastante claro, siempre subordinado a las exigencias prácticas, siempre también sujeto a revisión. Nuestra ciencia, que aspira a tomar la forma matemática, acentúa más de lo que es preciso la espacialidad de la materia; sus esquemas serán, pues, en general, demasiado precisos y siempre podrán rehacerse. Sería necesario, para que una teoría científica fuese definitiva, que el espíritu pudiese abarcar en conjunto la totalidad de las cosas y situarlas exactamente, en relación unas con otras; pero, en realidad, nos vemos obligados a plantear los problemas uno a uno, en términos que son, por esto mismo, términos provisionales, de suerte que la solución de cada problema deberá ser indefinidamente corregida por la solución que se dé a los problemas siguientes, ya que la ciencia, en su conjunto, es relativa al orden contingente en el que se han planteado sucesivamente los problemas En este sentido, y en esta medida, la ciencia habrá de ser considerada conven-cionalmente; pero la convencionalidad lo será de hecho, por decirlo así, y no de derecho En principio, la ciencia positiva versa sobre la realidad misma, con tal que no salga de su dominio propio, que es la materia inerte.

El conocimiento científico, así considerado, se eleva. En cambio, la teoría del conocimiento se convierte en una empresa infinitamente difícil y que sobrepasa las fuerzas de la pura inteligencia. No basta ya, en efecto, determinar por un análisis llevado con prudencia, las categorías del pensamiento, se trata de engendrarlas. En lo que concierne al espacio, sería preciso, por un esfuerzo sui generis del espíritu, seguir la progresión o, mejor, la regresión de lo extraespacial, degradándose en espaciali-dad. Al colocarnos, en principio, tan altos como nos es posible en nuestra conciencia para dejarnos caer en seguida poco a poco, tenemos ciertamente el sentimiento de que nuestro yo se extiende en recuerdos inertes exteriorizados unos con relación a otros, en lugar de manifestarse en un querer indivisible y actuante. Pero esto no es más que un comienzo. Nuestra conciencia, al esbozar el movimiento, nos muestra su dirección y nos hace entrever la posibilidad de que se continúe hasta el fin; pero ella no va tan lejos. Por el contrario, si consideramos la materia que nos parece de buenas a primeras coincidir con el espacio, encontramos que, cuanto más se fija nuestra atención en ella, más entran unas en otras las partes que estimábamos yuxtapuestas, subsistiendo en cada una de ellas la acción del todo que le es, por consiguiente, presente de algún modo. Así, aunque se despliega en el sentido del espacio, la materia no concluye en él por completo: de lo cual puede deducirse que no hace más que continuar mucho más lejos el movimiento que la conciencia podía esbozar en nosotros en estado naciente. Tenemos pues en nuestras manos los dos extremos de la cadena, aunque no alcancemos a aprehender los restantes anillos. ¿Se nos escaparán siempre? Debemos considerar que la filosofía, tal como la definimos, no ha tomado todavía conciencia de sí misma. La física comprende su papel cuando empuja la materia en el sentido de la es-pacialidad; ¿pero ha comprendido la metafísica el suyo cuando sigue pura y simplemente los pasos de la física, con la quimérica esperanza de ir más lejos en la misma dirección? ¿No debería ser, por el contrario, privativa tarea suya remontar la pendiente que desciende la física, llevar la materia a sus orígenes y constituir progresivamente una cosmología que sería, si pudiese hablarse así, una psicología al revés? Todo lo que se aparece como positivo al físico y al geómetra se convertiría, desde este nuevo punto de vista, en interrupción o inversión de la positividad verdadera, que habría que definir en términos psicológicos

Ciertamente, si se considera el orden admirable de las matemáticas, el acuerdo perfecto de los objetos de que se ocupan, la lógica inmanente a los números y a las figuras, la certidumbre que nos dan, sean cuales sean la diversidad y la complejidad de nuestros razonamientos, respecto a la seguridad de obtener siempre la misma conclusión, nos costará trabajo ver en propiedades de apariencia tan positiva un sistema de negaciones, la ausencia mejor que la presencia de una realidad verdadera. Pero no debemos olvidar que nuestra inteligencia, que com-prueba este orden y que lo admira, se ve dirigida en el sentido mismo del movimiento que aboca a la materialidad y a la espacialidad de su objeto. Aún más, al analizar su objeto, pone en él la complicación y más complicado es el orden que encuentra. Y este orden y esta complicación le producen necesariamente el efecto de una realidad positiva, aun siendo del mismo sentido que ella.

Cuando un poeta me recita sus versos, puedo interesarme tanto en ellos que penetre en su pensamiento, me introduzca en sus sentimientos y reviva el estado simple que ha esparcido en frases y en palabras. Simpatizo entonces con su inspiración, la sigo con un movimiento continuo que es, como la inspiración misma, un acto indivisible. Ahora bien, basta que se relaje mi atención, que yo afloje lo que había en mí de tenso, para que los sonidos, hasta entonces sumergidos en el sentido, se me aparezcan distintamente, uno a uno, en su materialidad. No tengo nada que añadir a esto; basta que suprima alguna cosa. A medida que me deje ir, los sonidos sucesivos se individualizarán más: del mismo modo que las frases se habían descompuesto en palabras, así también las palabras se dividirán en sílabas que percibiré de manera sucesiva. Vayamos más lejos todavía en el sentido del ensueño: distinguiré ahora las letras unas de otras, y las veré desfilar, entrelazadas, sobre una hoja de papel imaginario. Admiraré entonces la precisión de los entrelaza-mientos, el orden maravilloso del cortejo, la inserción exacta de las letras en las sílabas, de las sílabas en las palabras y de las palabras en las frases. Cuanto más avance en el sentido completamente negativo del relajamiento, más extensión y complicación habré creado; y cuanto más aumente a su vez la complicación, más admirable me parecerá el orden que continúa reinando, inquebrantable, entre los elementos. Sin embargo, esta complicación y esta extensión no representan nada positivo: expresan una deficiencia del querer. Y, por otra parte, es preciso que el orden crezca con la complicación, ya que no es más que un aspecto suyo: cuantas más partes se perciben simbólicamente en un todo indivisible, más aumenta, necesariamente, el número de las relaciones que tienen las partes entre sí, puesto que la misma indivisión del todo real continúa cerniéndose sobre la multiplicidad creciente de los elementos simbólicos en la que lo ha descompuesto el aflojamiento de la atención. Una comparación de este género hará comprender, en cierta medida, cómo la misma supresión de realidad positiva, la misma inversión de un cierto movimiento original, puede crear a la vez la extensión en el espacio y el orden admirable que nuestra matemática descubre en él. Hay, sin duda, esta diferencia en los dos casos: que las palabras y las letras han sido inventadas por un esfuerzo positivo de la humanidad, en tanto que el espacio surge automáticamente, como surge, una vez puestos los dos términos, el resto de una sustracción 3. Pero, lo mismo en un caso que en otro, la complicación hasta el infinito de las partes y su perfecta coordinación entre sí se han originado a la vez por una inversión que es, en el fondo, una interrupción, es decir una disminución de realidad positiva.

 

Todas las operaciones de nuestra inteligencia tienden a la geometría, como al término en el que encuentran su perfecto acabamiento. Pero, como la geometría les es necesariamente anterior (puesto que estas operaciones no abocarán jamás a reconstruir el espacio y no pueden hacer otra cosa que dárselo), es evidente que se trata de una geometría latente, inmanente a nuestra representación del espacio, que es el gran resorte de nuestra inteli-gencia y el que la hace marchar Nos convenceremos de ello considerando las dos funciones esenciales de la inteligencia: la facultad de deducir y la de inducir.

Comencemos por la deducción. El mismo movimiento por el que trazo una figura en el espacio engendra sus propiedades; son visibles y tangibles en este movimiento mismo; siento y vivo en el espacio la relación de la definición a sus consecuencias, de las premisas a la conclusión. Todos los demás conceptos de los que me sugiere la idea la experiencia, sólo en parte pueden reconstruirse a priori; la definición de ellos será pues imperfecta y las deducciones en que entren estos conceptos, por rigurosamente que se encadene la conclusión a las premisas, participarán de esta imperfección. Pero cuando trazo grosso modo en la arena la base de un triángulo y comienzo a formar los dos ángulos en la base, sé de una manera cierta y comprendo absolutamente que, si estos dos ángulos son iguales, los lados lo serán también, pudiendo entonces la figura volverse sobre sí misma sin que nada cambie en ella Lo sé, en verdad, antes de haber aprendido geometría Así, anterior a la geometría científica hay

últimas etapas de la procesión. (Véase en particular: Enn., IV, III, 9-11 y III, VI, 17-18.) Sin embargo, la filosofía antigua no vio qué consecuencias resultaban de esto para las matemáticas, porque Plotino, al igual que Platón, erigió las esencias matemáticas en realidades absolutas. Sobre todo, se dejó engañar por la analogía exterior de la duración con la extensión. Dio el mismo trato a ambas, considerando el cambio como una degradación de la inmutabilidad, lo sensible como una caída de lo inteligible. De ahí, como mostraremos en el capítulo próximo, una filosofía que desconoce la función y el alcance reales de la inteligencia. una geometría natural cuya claridad y evidencia sobrepasan a las de las demás deducciones. Porque éstas versan sobre cualidades y no ya sobre magnitudes. Se forman, pues, sin duda, sobre el modelo de las primeras y reciben su fuerza de lo que, bajo la cualidad, transparenta confusamente la magnitud. Señalemos que las cuestiones de situación y de magnitud son las primeras que se presentan a nuestra actividad, las que la inteligencia exteriorizada en acción resuelve antes incluso de que haya aparecido la inteligencia reflexiva: el salvaje se las arregla mejor que el civilizado para calcular distancias, para determinar una dirección, para rehacer de memoria el esquema frecuentemente complejo del camino que ha recorrido, y poder volver así, en línea recta, a su punto de partida 4. Si el animal no deduce explícitamente, si no forma conceptos explícitamente, no puede representarse un espacio homogéneo. No hay lugar a que os representéis este espacio sin introducir, a la vez, una geometría virtual que se degradará, por sí misma, en lógica. Toda la repugnancia de los filósofos a considerar las cosas bajo este punto de vista, proviene de que el trabajo lógico de la inteligencia representa a sus ojos un esfuerzo positivo del espíritu. Pero, si se entiende por espiritualidad una marcha adelante hacia creaciones siempre nuevas, hacia conclusiones inconmensurables con las premisas e indeterminables con relación a ellas, deberá decirse de una representación que se mueve entre relaciones de determinación necesaria, a través de premisas que contienen de antemano su conclusión, y que ella sigue la dirección inversa, la de la materialidad. Lo que se nos aparece, desde el punto de vista de la inteligencia, como un esfuerzo, es en sí un abandono. Y en tanto que, desde el punto de vista de la inteligencia, hay una petición de principio al hacer salir automáticamente del espacio la geometría, de la geometría misma la lógica, por el contrario, si el espacio es el término último del movimiento de relajación del espíritu, no puede darse el espacio sin presentar así la lógica y la geometría, que están en el trayecto que tiene como término la pura intuición espacial.de la deducción en las ciencias psicológicas y morales. De una proposición verificada por los hechos no se pueden extraer aquí consecuencias verificables sino hasta cierto punto y en cierta medida. Bien pronto es preciso hacer un llamamiento al buen sentido, es decir, a la experiencia continua de lo real, para desviar las consecuencias deducidas y adaptarlas a las sinuosidades de la vida. La deducción sólo tiene éxito metafóricamente en las cosas morales, por decirlo así, y en la exacta medida en que lo moral puede trasponerse en físico, quiero decir, traducirse en símbolos espaciales. La metáfora no va jamás demasiado lejos, lo mismo que la curva no se deja confundir mucho tiempo con su tangente. ¿Cómo no sorprenderse de lo que hay de extraño, e incluso de paradójico, en esta debilidad de la deducción? He aquí una pura operación del espíritu que se cumple únicamente por la fuerza del espíritu. Parece que si en alguna parte debería sentirse en sí y evolucionar a su gusto, es entre las cosas del espíritu, es en el dominio del espíritu. Y nada de eso, pues ahí precisamente no sabe qué hacer ni qué decir. Por el contrario, en geometría, en astronomía, en física, cuando nos las habernos con cosas exteriores a nosotros, la deducción es muy poderosa. La observación y la experiencia son aquí sin duda necesarias para llegar al principio, es decir, para descubrir el aspecto bajo el cual sería preciso considerar las cosas; pero, en rigor, sólo con mucha suerte se le podría encontrar en seguida; aunque, desde que se posee este principio, se extraen de él consecuencias que la experiencia verificará siempre. ¿Qué concluir de ello sino que la deducción es una operación regulada sobre las marchas de la materia, calcada sobre las articulaciones móviles de la materia, implícitamente dada, en fin, con el espacio que sostiene la materia? En tanto se desenvuelve en el espacio o en el tiempo espacializado, no tiene más que dejarse ir. Es la duración la que plantea las dificultades.

La deducción no se produce, pues, sin una segunda intención de intuición espacial. Pero otro tanto podría decirse de la inducción. Ciertamente, no es necesario pensar en geómetra, ni incluso pensar, para esperar de las mismas condiciones la repetición del mismo hecho. La conciencia del animal hace ya este trabajo e, independientemente de toda conciencia, el cuerpo vivo mismo está ya construido para extraer de las situaciones sucesivas en que se encuentra las similitudes que le interesan y para responder así a las excitaciones por reacciones apropiadas. Pero nos encontramos lejos de una espera y de una reacción maquinales del cuerpo a la inducción propiamente dicha, que es una operación intelectual. Esta descansa en la creencia de que hay causas y efectos, y de que los mismos efectos siguen a las mismas causas. Ahora bien, si se profundiza en esta doble creencia, he aquí lo que se encuentra. Implica primero que es factible descomponer la realidad en grupos que pueden prácticamente mantenerse aislados e independientes. Si hago hervir agua en una cacerola colocada sobre un infiernillo, la operación y los objetos que la sostienen son, en realidad, solidarios de una multitud de objetos y de una multitud de operaciones: gradualmente, encontraríamos que todo nuestro sistema solar está interesado en lo que se realiza en este punto del espacio. Pero, en cierta medida y por el fin especial que persigo, puedo admitir que las cosas pasan como si el grupo agua-cacerola-infiernillo encendido fuese un microcosmos independiente. Esta es mi primera afirmación. Ahora, cuando digo que este microcosmos se conducirá siempre de la misma manera, que el calor provocará necesariamente, al cabo de cierto tiemcierto número de elementos del sistema, esto basta para que el sistema esté completo: se completa automáticamente, no soy libre de completarlo a mi antojo con el pensamiento. Una vez dados el infiernillo encendido, la cacerola y el agua, así como un cierto intervalo de duración, la ebullición, que la experiencia me ha mostrado ayer ser lo que faltaba al sistema para estar completo, lo completará mañana o no importa cuándo, pero sí alguna vez. ¿Qué hay en el fondo de esta creencia? Puede afirmarse que es más o menos segura, según los casos, y que toma el carácter de certidumbre absoluta cuando el microcosmos considerado no contiene más que magnitudes. Si propongo dos números, en efecto, no soy libre de escoger su diferencia. Y dados dos lados de un triángulo y el ángulo comprendido, el tercer lado surge por sí mismo y el triángulo se completa automáticamente.

 

Puedo, no importa dónde y no importa cuándo, trazar los dos mismos lados que comprenden el mismo ángulo; es evidente que los nuevos triángulos así formados podrán superponerse al primero y que, por consiguiente, el mismo tercer lado habrá venido a completar el sistema. Ahora bien, si mi certidumbre es perfecta en el caso en que  razono sobre  puras determinaciones espaciales,  ¿no debo suponer que, en los otros casos, lo es tanto más cuanto más se aproxime también a este caso límite? ¿No sería incluso el caso límite el que se trasparentase a través de todos los demás 5, el que los colorease según su mayor o menor trasparencia de un matiz más o menos acusado de necesidad geométrica? De hecho, cuando digo que el agua colocada en el infiernillo va a hervir hoy como lo ha hecho ayer, y que esto es de una absoluta necesidad, me doy cuenta confusamente que mi imaginación transporta el infiernillo de hoy al de ayer, la cacerola sobre la cacerola, el agua sobre el agua, la duración  que  transcurre  sobre  otra   duración  que   también transcurre, y que todo lo demás parece igualmente coincidir desde ese momento, por la misma razón que hace que los terceros lados de dos triángulos que se superponen coincidan, si  los dos  primeros coinciden ya totalmente. Pero mi imaginación no procede así, a no ser que cierre los ojos sobre dos puntos esenciales. Para que el sistema de hoy pueda superponerse al de ayer, sería preciso que éste hubiera esperado a aquél, que el tiempo se hubiese detenido y que todo fuera simultáneo con todo: esto es lo que ocurre en geometría, pero sólo en geometría.

La inducción implica, pues, ante todo, que en el mundo del físico, al igual que en el del geómetra, el tiempo no cuenta. Pero implica también que las cualidades pueden superponerse las unas a las otras como magnitudes. Si transporto idealmente el infiernillo encendido de hoy sobre el de ayer, compruebo sin duda que la forma permanece la misma; basta, para esto, que las superficies y las aristas coincidan; pero ¿en qué consiste la coincidencia de dos cualidades y cómo superponerlas una a otra para asegurar que son idénticas? Sin embargo, extiendo al segundo orden de realidad todo lo que se aplica al primero. El físico legitimará más tarde esta operación reduciendo, tanto como sea posible, las diferencias de cualidad a diferencias de magnitud; pero, aun antes de proceder científicamente, me inclino a asimilar las cualidades a las cantidades, como si percibiese detrás de aquellas, por trasparencia, un mecanismo geométrico 6. Cuanto más completa es esta trasparencia, más necesaria me parece, en las mismas condiciones, la repetición del mismo hecho. Las inducciones son ciertas, a nuestros ojos, en la exacta medida en que fundimos las diferencias cualitativas en la homogeneidad del espacio que las sostiene, de suerte que la geometría es el límite ideal de nuestras inducciones tanto como el de nuestras deducciones. El movimiento a cuyo término se encuentra la es-pacialidad decanta en su curso la facultad de inducir y deducir o, lo que es igual, toda la intelectualidad.

Las crea en el espíritu. Pero crea también, en las cosas, el "orden" que encuentra nuestra inducción, ayudada por la deducción. Este orden, en el cual se apoya nuestra acción y se reconoce nuestra inteligencia, nos parece maravilloso. No solamente las mismas causas producen los mismos efectos de conjunto, sino que, en las causas y en los efectos visibles, nuestra ciencia descubre una infinidad de cambios infinitesimales que se insertan cada vez más exactamente unos en otros a medida que se lleva el análisis más lejos: si bien al término de este análisis la materia sería, a nuestro parecer, la geometría misma. Ciertamente, la inteligencia admira aquí, con razón, el orden creciente en la complejidad creciente: uno y otra tienen para ella una realidad positiva, que es del mismo sentido que ella. Pero las cosas cambian de aspecto cuando se considera el todo de la realidad como una marcha hacia adelante, indivisible, en creaciones que se suceden. Se adivina entonces que la complicación de los elementos materiales, y el orden matemático que los enlaza entre sí, deben surgir automáticamente, desde que se produce, en el seno del todo, una interrupción o una inversión parciales. Como por lo demás la inteligencia se recorta en el espíritu por un proceso del mismo género, concuerda con este orden y esta complicación, y los admira porque se reconoce en ellos. Pero lo que es admirable en sí, lo que merecería provocar el asombro, es la creación sin cesar renovada que el todo de lo real, indivisible, cumple en su marcha, porque ninguna complicación del orden matemático consigo mismo, por sabia que se la suponga, introducirá jamás un átomo de novedad en el mundo, mientras que, una vez puesto este poder de creación (y existe, ya que tomamos conciencia de él en nosotros, al menos, cuando obramos libremente), no tiene más que distraerse de sí mismo para debilitarse, debilitarse para extenderse, y extenderse para que el orden matemático que preside la disposición de los elementos así distinguidos, y el determinismo inflexible que los enlaza, manifiesten la interrupción del acto creador; no forman, por lo demás, sino una unidad con esta interrupción misma.

Esta tendencia completamente negativa es la que expresan las leyes particulares del mundo físico. Ninguna obra de un sabio que ha considerado las cosas desde un cierto punto de vista, aislado ciertas variables, aplicado ciertas unidades convencionales de medida. Y, sin embargo, hay un orden casi matemático inmanente a la materia, orden objetivo, al que nuestra ciencia se aproxima a medida de su progreso. Porque si la materia es un relajamiento de lo inextensivo en extensivo y, por ello, de la libertad en necesidad, aunque no coincida con el puro espacio homogéneo, ella se ha constituido por el movimiento que conduce a él, y desde entonces se encuentra en el camino de la geometría. Es verdad que nunca se aplicarán por completo aquí las leyes de forma matemáticas, pues sería preciso para esto que la materia fuese puro espacio y que saliese de la duración.

No insistiremos jamás lo bastante en lo que hay de artificial en la forma matemática de una ley física y, por consiguiente, en nuestro conocimiento científico de las cosas 7. Nuestras unidades de medida son convencionales y, si se puede hablar así, extrañas a las intenciones de la naturaleza: ¿cómo suponer que ésta haya referido todas las modalidades del calor a las dilataciones de una misma masa de mercurio o a los cambios de presión de una misma masa de aire mantenida en un volumen constante? Pero esto no es decir bastante. De una manera general, medir es una operación muy humana, que implica que se superpone real o idealmente dos objetos un cierto número de veces. La naturaleza no ha pensado en esta superposición. No mide, no cuenta. Sin embargo, la física cuenta, mide, refiere unas a otras variaciones "cuantitativas" para obtener leyes y alcanza éxito con ello. Su éxito sería inexplicable si el movimiento constitutivo de la materialidad no fuese el movimiento mismo que, prolongado por nosotros hasta su término, es decir hasta el espacio homogéneo, aboca a hacernos contar, medir, seguir en sus variaciones respectivas términos que son función unos de otros. Para efectuar esta prolongación, nuestra inteligencia no tiene, por lo demás, que prolongarse ella misma, pues va naturalmente al espacio y a las matemáticas, al ser intelectualidad y materialidad de la misma naturaleza y producirse de la misma manera.

 

Si el orden matemático fuese cosa positiva, si hubiese, inmanentes a la materia, leyes comparables a las de nuestros códigos, el éxito de nuestra ciencia resultaría milagroso. ¿Qué gran suerte no sería la nuestra, en efecto, si encontrásemos el patrón de la naturaleza y pudiésemos aislar precisamente, para determinar sus relaciones recíprocas, las variables que ésta hubiese escogido? Pero el éxito de una ciencia de forma matemática sería no menos incomprensible si la materia no tuviese todo lo que es preciso para entrar en nuestros cuadros. Una sola hipótesis queda, pues, como plausible: que el orden matemático no tenga nada de positivo, que sea la forma a que tiende, por sí misma, una cierta interrupción, y que la materialidad consista precisamente en una interrupción de este género. Se comprenderá así que nuestra ciencia sea contingente, relativa a las variables que ha escogido, relativa al orden en que ha colocado sucesivamente los problemas, y que, no obstante, obtenga éxito. Hubiese podido, en su conjunto, ser completamente diferente y, a pesar de todo, tener también éxito. Y es, justamente, porque ningún sistema definido de leyes matemáticas se encuentra en la base de la naturaleza, y porque la matemática en general representa simplemente el sentido en e! cual cae la materia. Poned en no importa qué postura uno de estos pequeños maniquíes de corcho cuyos pies son de plomo, acostadlo de espaldas, colocadlo cabeza abajo, echadlo al aire; siempre, automáticamente, volverá a ponerse de pie. Así en cuanto a la materia: podemos tomarla por no importa qué lado y manipularla como queramos, que ella caerá siempre en alguno de nuestros cuadros matemáticos, porque está lastrada de geometría. Pero el filósofo rehusará quizá fundamentar una teoría del conocimiento en parecidas consideraciones. Y sentirá repugnancia a ello porque el orden matemático, como tal orden, le parecerá encerrar algo positivo. En vano decimos que este orden se produce automáticamente por la interrupción del orden inverso, que es esta interrupción misma. No deja de subsistir, no obstante, la idea de que podría no haber orden del todo, y que el orden matemático de las cosas, por ser una conquista sobre el desorden, posee una realidad positiva. Profundizando en este punto se vería qué papel capital juega la idea de desorden en los problemas relativos a la teoría del conocimiento. No aparece ahí de manera explícita, por lo cual no nos hemos ocupado de ella. Sin embargo, una teoría del conocimiento debería comenzar por la crítica de esta idea, porque si el gran problema consiste en saber por qué y cómo la realidad se somete a un orden, es debido a que la ausencia de toda especie de orden parece posible o concebible. En esta ausencia de orden creen pensar el realista y el idealista; el realista, cuando habla de la reglamentación que las leyes "objetivas" imponen efectivamente a un desorden posible de la naturaleza; el idealista, cuando supone una "diversidad sensible" que se coordinaría —estando por consiguiente sin orden— bajo la influencia organizadora de nuestro entendimiento. La idea del desorden, entendido en el sentido de una ausencia de orden, es pues la que convendría analizar primero. La filosofía la toma de la vida corriente. Y es indudable que, corrientemente, cuando hablamos de desorden, pensamos en alguna cosa. ¿Pero en qué pensamos? Se verá, en el próximo capítulo, cuán difícil resulta determinar el contenido de una idea negativa, y a qué ilusiones se expone, en qué inextricables dificultades cae la filosofía por no haber emprendido este trabajo. Dificultades e ilusiones que residen de ordinario en que se acepta como definitiva una manera de expresarse esencialmente provisional. Residen en que se transporta al dominio de la especulación un procedimiento hecho para la práctica. Si escojo, al azar, un volumen en mi biblioteca, puedo, después de haberle echado una ojeada, volver a ponerlo en los estantes diciendo: "no es un libro de versos". ¿Pero es esto lo que yo he percibido al hojear el libro? No, evidentemente. No he visto, no veré nunca una ausencia de versos. He visto la prosa. Pero como lo que yo deseo es la poesía, expreso lo que encuentro en función de lo que busco, y en lugar de decir "he aquí la prosa" digo que "no son versos". Inversamente, si deseo leer prosa y cae en mis manos un libro de versos, diré que "no es prosa", traduciendo así los datos de mi percepción, que me muestra versos, en la lengua de mi espera y de mi atención, que están fijas en la idea de prosa y no quieren oír hablar más que de ella. Ahora bien, si Jourdain me escuchase, inferiría sin duda de mi doble exclamación que prosa y poesía son dos formas de lenguaje reservadas a los libros, y que estas formas sabias se han superpuesto a un lenguaje bruto, el cual no era ni prosa ni verso. Al hablar de lo que no es ni verso ni prosa, podría creer pensar, por otra parte, que no se trata más que de una pseudorrepresenta-ción. Vayamos más lejos: la pseudorrepresentación podría crear un pseudoproblema, si Jourdain preguntara a su profesor de filosofía cómo la forma prosa y la forma poesía se han añadido a lo que no poseía ni la una ni la otra, y que quisiera que se le explicase la teoría, en cierto modo, de la imposición de estas dos formas a esta simple materia. Su pregunta resultaría absurda, y el absurdo provendría de que habría hipostasiado en sustrato común de la prosa y de la poesía la negación simultánea de las dos, olvidando que la negación de la una consiste en la posición de la otra.

Ahora bien, supongamos que hay dos especies de orden y que estos dos órdenes son dos contrarios en el seno de un mismo género. Supongamos también que la idea de desorden surge en nuestro espíritu cada vez que, buscando una de las dos especies de orden, encontramos la otra. La idea de desorden tendría entonces una significación clara en la práctica corriente de la vida; objetivaría, por comodidad del lenguaje, la decepción de un espíritu que encuentra ante sí un orden diferente del que tiene necesidad, orden con el que nada tiene que hacer por el momento y que, en este sentido, no existe para él. Pero ella no entrañaría ningún empleo teórico. Aunque si pretendemos, a pesar de todo, introducirla en filosofía, infaliblemente perderemos de vista su significación verdadera. Observaría la ausencia de un cierto orden, pero en provecho de otro (del que no tenía por qué ocuparse); no obstante, como se aplica a cada uno de los dos alternativamente, e incluso va y viene sin cesar entre los dos, la tomaremos en ruta, o mejor en el aire, y la trataremos como si representase, no ya la ausencia de uno y otro orden indiferentemente, sino la ausencia de los dos, cosa que no es ni percibida ni concebida sino simple entidad verbal. Así nacería el problema de saber cómo se impone el orden al desorden, la forma a la materia. Analizando la idea de desorden así sutilizada, se vería que no representa nada del todo, y a la vez se desvanecerían los problemas que se promovían alrededor de ella.

Es verdad que sería preciso comenzar por distinguir, para oponer incluso uno a otro, dos especies de orden que de ordinario se confunden. Como esta confusión ha creado las principales dificultades del problema del conocimiento, no será inútil apoyarse también en los rasgos por los que se distinguen los dos órdenes.

 

De una manera general, la realidad está ordenada en la exacta medida en que satisface nuestro pensamiento. El orden es, pues, un cierto acuerdo entre el sujeto y el objeto. Es el espíritu que se encuentra de nuevo en las cosas. Pero el espíritu, decíamos, puede caminar en dos sentidos opuestos. Unas veces sigue su dirección natural: entonces se da el progreso en forma de tensión, la creación continua, la actividad libre. Otras veces marcha en dirección inversa, y esta inversión, llevada hasta el extremo, nos conduciría a la extensión, a la determinación recíproca necesaria de unos elementos exteriorizados con relación a otros, en fin, al mecanismo geométrico. Ahora bien, ya la experiencia nos parezca adoptar la primera dirección, ya se oriente en el sentido de la segunda, en los dos casos decimos que hay orden, porque en los dos procesos el espíritu se encuentra a sí mismo. La confusión entre ellos es pues natural. Sería preciso, para escapar a ella, poner a las dos especies de orden nombres diferentes, y esto no es fácil a causa de la variedad y de la variabilidad de las formas que toman. El orden del segundo género podría definirse por la geometría, que es su límite extremo: más generalmente, tratamos de él cada vez que se encuentra una relación de determinación necesaria entre causas y efectos. Evoca ideas de inercia, de pasividad, de automatismo. En cuanto al orden del primer género, oscila sin duda alrededor de la finalidad: sin embargo, no sabríamos definirlo por ella, porque unas veces está por encima y otras por debajo. En sus formas más altas es más que finalidad, pues de una acción libre o de una obra de arte podrá decirse que manifiestan un orden perfecto y, sin embargo, no son expresables en términos de ideas sino más tarde y aún así aproximadamente. La vida en su conjunto, considerada como una evolución creadora, es algo análogo: trasciende la finalidad, si se entiende por finalidad la realización de una idea concebida o concebible de antemano. El cuadro de la finalidad es, pues, demasiado estrecho para la vida en su integridad. Por el contrario, es con frecuencia demasiado amplio para tal o cual manifestación de la vida, tomada en particular. Sea lo que sea, siempre tenemos que habérnoslas con lo vital y todo el presente estudio tiende a establecer que lo vital está en la dirección de lo voluntario. Podría pues decirse que este primer género de orden es el de lo vital o querido, por oposición al segundo, que es el de lo inerte y automático. El sentido común hace instintivamente la distinción entre las dos especies de orden, por lo menos en los casos extremos: instintivamente también, los aproxima. Y efectivamente, de los fenómenos astronómicos se dirá que manifiestan un orden admirable, entendiendo por ello que puede prevérselos matemáticamente. Un orden no menos admirable se encontrará en una sinfonía de Beethoven, que es la genialidad, la originalidad y, por consiguiente, la imprevisibilidad misma.


Pero sólo por excepción el orden del primer género reviste una forma también distinta. En general, se presenta con caracteres que tenemos pleno interés en confundir con los del orden opuesto. Es muy cierto, por ejemplo, que si considerásemos la evolución de la vida en su conjunto, la espontaneidad de su movimiento y la imprevisibilidad de sus marchas se impondrían a nuestra atención. Pero lo que encontramos en nuestra experiencia corriente es tal o cual ser vivo determinado, tales o cuales manifestaciones especiales de la vida, que repiten poco más o menos formas y hechos ya conocidos: incluso, la similitud de estructura que comprobamos por todas partes entre lo que engendra y lo que es engendrado, similitud que nos permite encerrar un número indefinido de individuos vivos en el mismo grupo, es a nuestros ojos el tipo mismo de lo genérico, pareciéndonos que los géneros inorgánicos toman a los géneros vivos como modelo. Resulta así que el orden vital, tal como se nos ofrece en la experiencia que lo divide, presenta el mismo carácter y realiza la misma función que el orden físico; uno y otro hacen que nuestra experiencia se repita, uno y otro permiten que nuestro espíritu generalice. En realidad, este carácter tiene orígenes completamente diferentes en los dos casos, e incluso significaciones opuestas. En el segundo, tiene por tipo, por límite ideal, y también por fundamento, la necesidad geométrica en virtud de la cual los mismos componentes dan una resultante idéntica. En el primero, implica, por el contrario, la intervención de algo que se las arregla de manera que obtiene el mismo efecto, aun cuando las causas elementales, infinitamente complejas, puedan ser completamente diferentes. Hemos insistido sobre este último punto en nuestro primer capítulo, al mostrar cómo estructuras idénticas se encuentran sobre líneas de evolución independientes. Pero, sin ir tan lejos, puede presumirse que ya sólo la reproducción del tipo del ascendiente por sus descendientes es cosa muy diferente a la repetición de una misma composición de fuerzas que se resumirían en una resultante idéntica. Cuando se piensa en la infinidad de elementos infinitesimales y de causas infinitesimales que concurren en la génesis de un ser vivo, cuando se piensa que bastaría la ausencia o la desviación de uno de los dos para que nada marchase, el primer movimiento del espíritu consiste en hacer vigilar este ejército de pequeños obreros por medio de un capataz avisado, el "principio vital", que repararía en todo momento las faltas cometidas, corregiría el efecto de las distracciones y pondría las cosas en su lugar: con ello se trata de traducir la diferencia entre el orden físico y el orden vital, aquél haciendo que la misma combinación de causas produzca el mismo efecto de conjunto, éste asegurando la estabilidad del efecto incluso cuando hay vacilación en las causas. Pero esto no es más que una traducción: reflexionando en ello encontramos que no puede haber ahí capataz, por la razón muy simple de que tampoco hay obreros. Las causas y los elementos que descubre el análisis   físico-químico   son   causas   y   elementos   reales,   sin duda, para los hechos de destrucción orgánica; y lo son en número limitado. Pero los fenómenos vitales propiamente dichos, o hechos de creación orgánica, nos abren, cuando  los  analizamos,   la  perspectiva  de  un  progreso hasta el infinito: de donde puede inferirse que causas y elementos múltiples no son aquí más que consideraciones del espíritu que ensaya una imitación indefinidamente aproximada de la operación de la naturaleza, en tanto que la operación imitada es un acto indivisible. La semejanza entre individuos de una misma especie tendría así otro sentido, otro origen distinto a la semejanza entre efectos  complejos  obtenidos  por la  misma  composición de las mismas causas. Pero tanto en un caso como en otro,   hay semejanza  y,  por  consiguiente,  generalización posible. Y como esto es lo que en la práctica nos interesa, ya que nuestra vida cotidiana es necesariamente una espera de las mismas cosas y de las mismas situaciones, era natural que este carácter común, esencial desde el punto de vista de nuestra acción, aproximase los dos órdenes el uno al otro, a despecho de una diversidad interna que no interesa más que a la especulación. De ahí la idea de un orden general de la naturaleza, el mismo por todas  partes,  cerniéndose a la vez sobre la vida y sobre la materia. De ahí nuestro hábito de designar por la misma palabra, y de representarnos de la misma manera, la existencia de leyes en los dominios de la materia inerte y la de géneros en los dominios de la vida.


Nos parece dudoso que esta confusión esté en el origen de la mayor parte de las dificultades que promueve el problema del conocimiento, tanto en los antiguos como en los modernos. En efecto, la generalidad de las leyes y la de los géneros se designan por la misma palabra y quedan subsumidas en la misma idea, con lo cual el orden geométrico y el orden vital vienen a confundirse. Según el punto de vista en que nos coloquemos, la generalidad de las leyes se explica por la de los géneros o la de los géneros por la de las leyes. De las dos tesis así definidas, la primera es característica del pensamiento antiguo; la segunda pertenece a la filosofía moderna. Pero, tanto en una como en otra filosofía, la idea de "generalidad" es una idea equívoca, que reúne en su extensión y en su comprensión objetos y elementos incompatibles entre sí. En una y en otra, se agrupa bajo el mismo concepto dos especies de orden que se parecen simplemente por la facilidad que prestan a nuestra acción sobre las cosas. Se aproxima dos términos en virtud de una similitud exterior, que justifica sin duda su designación en la práctica por la misma palabra, pero que no nos autoriza del todo, en el dominio especulativo, a confundirlos en la misma definición.

Los antiguos, en efecto, no se preguntaron por qué la naturaleza se somete a leyes, sino por qué se ordena según géneros. La idea de género corresponde sobre todo a una realidad objetiva en el dominio de la vida, donde traduce un hecho indiscutible: la herencia. No puede, por lo demás, haber géneros sino allí donde hay objetos individuales. Ahora bien, si el ser organizado es recortado en el conjunto de la materia por su organización misma, quiero decir, por la naturaleza, es nuestra percepción la que divide la materia inerte en cuerpos distintos, guiada por los intereses de la acción, guiada por las reacciones nacientes que nuestro cuerpo dibuja, es decir, como se ha mostrado en otra parte 8, por los géneros virtuales que aspiran a constituirse: géneros e individuos que se determinan aquí uno a otro por una operación semi-artificial, plenamente relativa a nuestra acción futura sobre las cosas. Sin embargo, los antiguos no dudaron en poner todos los géneros en el mismo rango, en atribuirles la misma existencia absoluta. Al convertirse así la realidad en un sistema de géneros, es a la generalidad de los géneros (es decir, en suma, a la generalidad expresiva del orden vital) a la que debía reducirse la generalidad de las leyes. Sería interesante, a este respecto, comparar la teoría aristotélica de la caída de los cuerpos con la explicación dada por Galileo. Aristóteles está únicamente preocupado por los conceptos "alto" y "bajo", de "lugar propio" y de "lugar prestado", de "movimiento natural" y de "movimiento forzado 9 ": la ley física, en virtud de la cual la piedra cae, expresa para él que la piedra recupera el "lugar natural" de todas las piedras, a saber la tierra. La piedra, a sus ojos, no es de hecho piedra en tanto que no está en su lugar normal; al volver a su lugar trata de completarse, como un ser vivo que se desarrolla, y de realizar así plenamente la esencia del género piedra 10. Si esta concepción de la ley física fuese exacta, la ley no sería ya una simple relación establecida por el espíritu y la subdivisión de la materia en cuerpos tampoco sería relativa a nuestra facultad de percibir: todos los cuerpos tendrían la misma individualidad que los cuerpos vivos, y las leyes del universo físico expresarían relaciones de parentesco real entre géneros reales. Se sabe qué física sale de ahí y cómo, por haber creído en la posibilidad de una ciencia una y definitiva, que abarca la totalidad de lo real y que coincide con lo absoluto, los antiguos debieron atenerse, de hecho, a una traducción más o menos burda de lo físico en vital.

Pero la misma confusión se encuentra en los modernos, con la diferencia de que la relación entre los dos términos se ha invertido y que las leyes ya no se reducen a géneros, sino los géneros a leyes, y que la ciencia, supuesta también una, se vuelve toda ella relativa, en lugar de estar, toda entera, como lo querían los antiguos, en coincidencia con lo absoluto. Es un hecho digno de hacer notar el eclipse del problema de los géneros en la filosofía moderna. Nuestra teoría del conocimiento gira casi exclusivamente sobre la cuestión de las leyes; los géneros deberán encontrar medio de ponerse de acuerdo con las leyes, poco importa cómo. La razón de ello es que nuestra filosofía tiene su punto de partida en los grandes descubrimientos astronómicos y físicos de los tiempos modernos. Las leyes de Kepler y de Galileo han quedado, para ella, como el tipo ideal y único de todo conocimiento. Ahora bien, una ley es una relación entre cosas o entre hechos. Con más precisión, una ley de forma matemática expresa que una cierta magnitud es función de una o de muchas variaciones, convenientemente escogidas. Ahora bien, la elección de las magnitudes variables, el reparto de la naturaleza en objetos y en hechos, tiene ya algo de contingente y convencional. Pero admitamos que la elección esté plenamente indicada, impuesta incluso por la experiencia: la ley subsistirá como una relación, y una relación consiste esencialmente en una comparación; no tiene realidad objetiva más que para una inteligencia que se representa al mismo tiempo varios términos. Esta inteligencia puede no ser la mía ni la vuestra; una ciencia que versa sobre leyes puede, pues, ser una ciencia objetiva, que la experiencia contenía de antemano y que, simplemente, le hacemos dar salida: no es menos verdad que la comparación, si no es la obra de nadie en particular, se efectúa al menos impersonalmente, y que una experiencia hecha de leyes, es decir de términos referidos a otros términos, es una experiencia hecha de comparaciones, que ha debido atravesar ya, cuando la recogemos, una atmósfera de intelectualidad. La idea de una ciencia y de una experiencia plenamente relativas al entendimiento humano está pues implícitamente contenida en la concepción de una ciencia una e íntegra que se compondría de leyes: Kant no ha hecho otra cosa que separarla. Pero esta concepción resulta de una confusión arbitraria entre la generalidad de las leyes y la de los géneros. Si se precisa una inteligencia para condicionar unos términos a otros, se concibe que, en ciertos casos, los términos mismos puedan existir de una manera independiente. Y si, al lado de las relaciones de término a término, la experiencia nos presentase también términos independientes, al ser los géneros vivos cosa muy distinta a los sistemas de leyes, una mitad al menos de nuestro conocimiento versaría sobre la "cosa en sí", sobre la realidad misma. Este conocimiento sería muy difícil, justamente porque no construiría ya su objeto y quedaría obligado, por el contrario, a soportarlo; pero, por poco que lo alcanzase, mordería en lo absoluto mismo. Vayamos más lejos: la otra mitad del conocimiento no sería tan radicalmente, tan definitivamente relativa como la califican ciertos filósofos, si pudiese establecerse que se refiere a una realidad de orden inverso, realidad que expresamos siempre en leyes matemáticas, es decir, en relaciones que implican comparaciones, pero que no se presta a este trabajo sino en razón a encontrarse lastrada de espacialidad y, por consiguiente, de geometría. Sea lo que sea, lo que se nos presenta detrás del relativismo de los modernos es la confusión de las dos especies, como ocurría también en el dogmatismo de los antiguos.

Nos hemos extendido bastante para señalar el origen de esta confusión. Radica en que el orden "vital", que es esencialmente creación, se nos manifiesta menos en su esencia que en algunos de sus accidentes: éstos imitan el orden físico y geométrico; nos presentan, como él, repeticiones que hacen posible la generalización y esto es lo que nos interesa. No resulta dudoso que la vida, en su conjunto, sea una evolución, es decir, una transformación incesante. Pero la vida no puede progresar más que por intermedio de los seres vivos, que son sus depositarios. Es preciso que miles y miles de entre ellos, casi semejantes, se repitan unos y otros en el espacio y en el tiempo para que aumente y madure la novedad que elaboran. Como un libro que se refundiese a través de miles de tiradas con miles de ejemplares. Aunque, no obstante, hay esta diferencia en los dos casos: que las tiradas sucesivas son idénticas, idénticos también los ejemplares simultáneos de la misma tirada, en tanto que, ni en los diversos puntos del espacio ni en los diversos momentos del tiempo, se parecen por completo los representantes de una misma especie. La herencia no transmite solamente los caracteres; transmite asimismo el impulso en virtud del cual los caracteres se modifican, y este impulso es la vitalidad misma. Y es por ello por lo que decimos que la repetición que sirve de base a nuestras generalizaciones es esencial en el orden físico, accidental en el orden vital, Aquél es un orden "automático"; éste es, no diré voluntario, sino análogo al orden "querido".

 

Ahora bien, desde que nos representamos claramente la distinción entre el orden "querido" y el orden "automático", se disipa el equívoco del que vive la idea de desorden y, con ella, una de las principales dificultades del problema del conocimiento.

El problema capital de la teoría del conocimiento consiste en efecto en saber cómo es posible la ciencia, es decir, por qué hay orden y no desorden en las cosas. El orden existe, es un hecho. Pero, por otra parte, el desorden, que nos parece ser menos que el orden, sería, al parecer, algo de derecho. La existencia del orden resultaría, pues, un misterio que deberíamos esclarecer, en todo caso un problema a plantear. Más simplemente, desde el momento que nos comprometemos a fundamentar el orden, se le tiene por contingente, si no en las cosas, al menos a los ojos del espíritu: de una cosa que no se juzgase contingente no pediríamos explicación alguna. Si el orden no se nos apareciese como una conquista sobre algo, o como una adición a algo (que sería la "ausencia de orden"), ni el realismo antiguo habría hablado de una "materia" a la que se añadiría la Idea, ni el idealismo moderno habría propuesto una "diversidad sensible" que el entendimiento organizaría en naturaleza. Es indiscutible, en efecto, que todo orden es contingente y concebido como tal. Pero como contingente, ¿a qué hemos de referirlo?

La respuesta, a nuestro entender, no es dudosa. Un orden es contingente y se nos aparece como contingente con relación al orden inverso, como los versos son contingentes con relación a la prosa y la prosa con relación a los versos. Pero lo mismo que se dice que lo que no es prosa es verso y necesariamente concebido como verso, lo mismo que se afirma que lo que no es verso es prosa y necesariamente concebido como prosa, así toda manera de ser que no es uno de los dos órdenes es el otro, y necesariamente concebido como el otro. Pero podemos no darnos cuenta de lo que concebimos, y no percibir la idea realmente presente a nuestro espíritu más que a través de una bruma de estados afectivos. Nos convenceremos de ello considerando el empleo que hacemos de la idea de desorden en la vida corriente. Cuando entro en una habitación y la considero en desorden, ¿qué es lo que entiendo por esto? La posición de cada objeto se explica por los movimientos automáticos de la persona que se acuesta en la habitación, o por las causas eficientes, sean las que sean, que han colocado cada mueble, cada vestido, etc., en el lugar donde están: el orden, en el segundo sentido de la palabra, es perfecto. Pero lo que yo espero es el orden del primer género, el orden que pone conscientemente en su vida una persona ordenada, en fin, el orden querido y no el automático. Llamo entonces desorden a la ausencia de este orden. En el fondo, todo lo que hay de real, de percibido e incluso de concebido en esta ausencia de uno de los dos órdenes, es la presencia del otro. Pero el segundo me es aquí indiferente, no me intereso más que por el primero, y expresa la presencia del segundo en función del primero, en lugar de expresarla, por decirlo así, en función de sí misma, diciendo que es un desorden. Inversamente, cuando declaramos que nos representamos un caos, es decir un estado de cosas en el que el mundo físico no obedece ya a leyes, ¿en qué pensamos? Imaginamos hechos que aparecerían y desaparecerían caprichosamente. Comenzamos por pensar en el universo físico tal como lo conocemos, con efectos y causas proporcionados unos a otros: luego, por una serie de decretos arbitrarios, aumentamos, disminuimos, suprimimos, de manera que obtenemos lo que llamamos el desorden. En realidad, hemos sustituido por el querer al mecanismo de la naturaleza; hemos reemplazado el "orden automático" por una multitud de voluntades elementales, del mismo modo que nos imaginamos apariciones y desapariciones de fenómenos. Sin duda, para que todas estas pequeñas voluntades constituyesen un "orden querido", sería preciso que hubiesen aceptado la dirección de una voluntad superior. Pero mirando esto más de cerca se verá que está bien lo que hacen: nuestra voluntad está ahí y se objetiva ella misma alternativamente en cada una de estas voluntades caprichosas, teniendo buen cuidado de no enlazar lo mismo a lo mismo, de no dejar el efecto proporcional a la causa, en fin, de hacer planear sobre el conjunto de las voliciones elementales una intención simple. Así, la ausencia de uno de los dos órdenes consiste también aquí en la presencia del otro. Analizando la idea de azar, próxima pariente de la idea de desorden, se encontrarían los mismos elementos. Bien que el juego completamente mecánico de las causas que detienen la ruleta en un número me haga ganar, y por consiguiente  que  opere  como  hubiese  hecho  un buen genio cuidadoso de mis intereses, bien que la fuerza completamente mecánica del viento arranque del tejado una teja y me la lance sobre la cabeza, es decir, que actúe  como  hubiese  hecho  un   mal  genio  conspirando contra mi persona, en los dos casos encuentro un mecanismo allí donde habría  buscado,  donde habría debido encontrar, sin duda alguna, una intención; esto es lo que expreso al hablar del azar. Y de un mundo anárquico, en el que los fenómenos se sucederían a medida de su capricho, diré también que es el reino del azar, entendiendo por ello que encuentro delante de mí voluntades, o mejor decretos, cuando es el mecanismo lo que yo esperaba. Así se explica el singular vaivén del espíritu cuando intenta definir el azar. Ni la causa eficiente ni la causa final pueden suministrarle la definición buscada. Oscila, incapaz de fijarse, entre la idea de una ausencia de causa final y la de una ausencia de causa eficiente, enviándole cada una de estas dos definiciones a la otra. El problema permanece insoluble, en efecto, en tanto se tiene la idea de azar por una pura idea, sin mezcla de afección. Pero, en realidad, el azar no hace más que objetivar el estado de  alma  de  quien  espera  una  de  las  dos  especies  de orden y encuentra la otra. Azar y desorden son, pues, concebidos necesariamente como relativos.  Si se quiere representarlos com absolutos, se percibe que involuntariamente oscilamos entre las dos especies de orden, pasando a uno de ellos en el momento preciso en que nos encontrásemos extraños en el otro, ya que la pretendida ausencia de todo orden es en realidad la presencia de los dos y, además, el vaivén de un espíritu que no asienta definitivamente ni sobre el uno ni sobre el otro.

Tanto en las cosas como en nuestra representación de ellas, no puede tratarse de presentar este desorden como sustrato del orden, ya que implica las dos especies de orden y está hecho de su combinación.

Pero nuestra inteligencia va más lejos. Por un simple sic jubeo, presenta un desorden que sería una "ausencia de orden". Piensa así una palabra o una yuxtaposición de palabras, pero nada más. Si trata de adecuar a la palabra una idea encontrará que el desorden puede ser muy bien la negación de un orden, pero que esta negación es entonces la constatación implícita de la presencia del orden opuesto, constatación sobre la cual cerramos los ojos porque no nos interesa, o a la que escapamos negando a la vez el segundo orden, es decir, en el fondo, restableciendo el primero. ¿Cómo hablar por tanto de una diversidad incoherente que organizaría un entendi-miento? Deberemos decir que se supone esta incoherencia como realizada o realizable: desde el momento que se habla de ella, es porque se cree pensar en ella; ahora bien, analizando la idea efectivamente presente, no se encontrará ahí más que la decepción del espíritu ante un orden que no le interesa, o una oscilación del espíritu entre dos especies de orden, o, en fin, la representación pura y simple de la palabra vacía que hemos creado uniendo el prefijo negativo a una palabra que significaba algo. Este análisis es precisamente lo que rehusamos hacer. Lo omitimos, justamente porque no pensamos en distinguir dos especies de orden irreductibles la una a la otra.

Decíamos, en efecto, que todo orden aparece necesariamente como contingente. Si hay dos especies de orden, esta contingencia del orden se explica: una de las formas es contingente con relación a la otra. Donde encuentro lo geométrico, lo vital es posible; donde el orden es vital, habría podido ser geométrico. Pero supongamos que el orden sea en todas partes de la misma especie y presente grados que vayan de lo geométrico a lo vital. Si un orden determinado continúa apareciéndoseme como contingente, y no puede serlo ya con relación a un orden de otro género, creeré necesariamente que el orden es contingente con relación a una ausencia de sí mismo, es decir, con relación a un estado de cosas "donde no habría orden del todo". Y este orden de cosas en el que creo pensar, como está implicado al parecer en la contingencia misma del orden, resulta un hecho indiscutible. Colocaré, pues, en lo alto de la jerarquía, el orden vital; luego, como una disminución o una menor complicación de él, el orden geométrico, y, en fin, por debajo, la ausencia de orden, la incoherencia misma, a las cuales se superpondría el orden. Por ello, la incoherencia me producirá el efecto de una palabra detrás de la cual debe haber algo, si no realizado, al menos pensado. Pero si observo que el estado de cosas implicado por la contingencia de un orden determinado es simplemente la presencia del orden contrario, y si, por esto mismo, coloco dos especies de orden inversas la una a la otra, me doy cuenta que entre los dos órdenes no podríamos imaginar grados intermedios ni descender de estos órdenes hacia lo "incoherente". O lo incoherente no es otra cosa que una palabra sin sentido o, si le doy una significación, será a condición de poner la incoherencia a mitad de camino entre los dos órdenes, y no por debajo el uno del otro. No hay primero lo incoherente, luego lo geométrico y a continuación lo vital: hay simplemente lo geométrico y lo vital; luego, por un vaivén del espíritu entre uno y otro, la idea de lo incoherente. Hablar de una diversidad in-coordinada a la que se sobreañade el orden es, pues, cometer una verdadera petición de principio, porque al imaginar lo incoordinado se coloca realmente un orden, o, mejor, se colocan dos.

 

Era necesario este largo análisis para mostrar cómo lo real podría pasar de la tensión a la extensión y de la libertad a la necesidad mecánica por vía de inversión. No bastaba establecer que esta relación entre los dos términos nos es sugerida, a la vez, por la conciencia y por la experiencia sensible. Era preciso probar que el orden geométrico no tiene necesidad de explicación, al ser pura y simplemente la supresión del orden inverso. Y para esto era indispensable establecer que la supresión es siempre una sustitución, e incluso que es necesariamente concebida como tal: únicamente las exigencias de la vida práctica nos sugieren aquí una manera de hablar que nos engaña a la vez sobre lo que ocurre en las cosas y sobre lo que está presente en nuestro pensamiento. Resulta necesario ahora que examinemos más de cerca la inversión cuyas consecuencias acabamos de describir. ¿Cuál es, pues, el principio que no tiene más que aflojarse para extenderse, de tal manera que la interrupción de la causa equivale aquí a una inversión del efecto?

A  falta   de  una   palabra   mejor,   le  hemos   dado   la denominación de conciencia. Pero no se trata de esta conciencia disminuida que funciona en cada  uno de  nosotros. Nuestra conciencia es la conciencia de un cierto ser vivo, colocada en un cierto punto del espacio; y aunque marcha en la misma dirección que su principio, se ve atraída sin cesar en sentido inverso, obligada, aunque camine delante, a volver la mirada hacia atrás. Esta visión retrospectiva es, como hemos mostrado, la función natural de la inteligencia y, por consiguiente, de la conciencia distinta. Para que nuestra conciencia coincidiese con algo de su  principio, seria preciso que se separase del todo hecho para unirse a lo que está haciéndose. Sería preciso que, al volverse sobre sí misma, la facultad de ver fuese una misma cosa con el acto de querer. Esfuerzo doloroso, que podemos realizar bruscamente violentando la naturaleza, pero no sostener más allá de algunos ins-tantes. En la acción libre, cuando contraemos todo nuestro ser para lanzarlo hacia adelante, tenemos la conciencia más o menos clara de los motivos y de los móviles, e incluso, en rigor, del devenir por el cual se organizan en acto; pero el puro querer, la corriente que atraviesa esta materia comunicándole la vida, es cosa que apenas sentimos, que todo lo más rozamos al pasar. Tratemos de instalarnos en ella, aunque no sea más que por un momento:  aun entonces se da un querer individual, fragmentario, que nosotros aprehendemos. Para llegar al principio de toda vida, como también de toda materialidad, sería necesario ir todavía más lejos. ¿Y es esto posible? No, ciertamente; la historia de la filosofía está ahí para atestiguarlo. No hay sistema durable que no sea, al menos en algunas de sus partes, vivificado por la intuición. La dialéctica es necesaria para poner a prueba la intuición, necesaria también para que la intuición se refracte en  conceptos y se  propague a otros hombres;  pero no hace, con frecuencia, más que desarrollar el resultado de esta intuición que la sobrepasa.

A decir verdad, las dos marchas son de sentido contrario: el mismo esfuerzo por el cual se enlaza unas ideas a otras hace desaparecer la intuición que las ideas se proponían almacenar. El filósofo se ve obligado a abandonar la intuición una vez que ha recibido su impulso, fiándose entonces en sí mismo para continuar el movimiento y empujando ahora los conceptos unos detrás de otros. Pero bien pronto se da cuenta de que no hace pie y que le es necesario un nuevo contacto; deberá, pues, deshacer la mayor parte de lo que había hecho. En resumen, la dialéctica asegura el acuerdo de nuestro pensamiento consigo mismo. Pero por medio de la dialéctica —que no es más que una relajación de la intuición— son posibles muchos acuerdos, y no hay, sin embargo, más que una verdad. Si la intuición pudiese prolongarse más allá de algunos instantes, no aseguraría solamente el acuerdo del filósofo con su propio pensamiento, sino también el de todos los filósofos entre sí. Tal como existe, fugaz e incompleta, es, en cada sistema, lo que vale más que el sistema y lo que le sobrevive. El objeto de la filosofía se habría alcanzado si esta intuición pudiera sostenerse, generalizarse y, sobre todo, asegurarse puntos de orientación exteriores para no extraviarse. Para esto es necesario un vaivén continuo entre la naturaleza y el espíritu.

Cuando colocamos de nuevo nuestro ser en nuestra voluntad, y nuestro querer mismo en el impulso que él prolonga, comprendemos, nos damos cuenta, que la realidad es un crecimiento perpetuo, una creación que se prosigue sin fin. Nuestra voluntad cumple ya este milagro. Toda obra humana que encierra una parte de invención, todo acto voluntario que encierra una parte de libertad, todo movimiento de un organismo que mani-fiesta espontaneidad, trae al mundo algo nuevo. No se trata, es verdad, más que de creaciones de forma; y ¿cómo ciertamente podría ser otra cosa? No somos la corriente vital misma; somos esta corriente ya cargada de materia, es decir, de partes congeladas de su sustancia que acarrea a lo largo de su trayecto. En la composición de una obra genial, lo mismo que en una simple decisión libre, creemos oportuno alargar hasta el máximo el resorte de nuestra actividad y crear así lo que no habría podido darnos ninguna reunión pura y simple de materiales (¿qué yuxtaposición de curvas conocidas equivaldrá jamás al trazo a lápiz de un gran artista?), y no deja de haber aquí elementos que preexisten y sobreviven a su organización. Pero si una simple detención de la acción generadora de la forma pudiese constituir la materia (las líneas originales dibujadas por el artista, ¿no son ya, ellas mismas, la fijación y como la congelación de un movimiento?), no seria ni incomprensible ni admisible una creación de materia. Porque aprehendemos desde dentro, vivimos en todo instante una creación de forma, y se daría precisamente ahí, en los casos en que la forma es pura y donde el contacto creador se interrumpe momentáneamente, una creación de materia. Consideremos todas las letras del alfabeto que entran en la composición de todo lo que haya podido ser escrito: no concebimos que otras letras surjan ahora y vengan a añadirse a aquéllas para componer un nuevo poema. Pero que el poeta crea el poema y que el pensamiento humano se enriquece con él, esto lo comprendemos perfectamente: esta creación es un acto simple del espíritu, y la acción no tiene más que hacer una pausa, en lugar de continuarse, en una creación nueva, para que, por sí misma, se desparrame en palabras que se disocian en letras que se añadirán a todo lo que había ya de letras en el mundo. Así, que aumente el número de átomos que componen el universo material en un momento dado, esto contrasta con nuestros hábitos espirituales y contradice nuestra experiencia. Pero que una realidad de orden diferente y que decide sobre el átomo como el pensamiento del poeta sobre las letras del alfabeto, aumente por adiciones bruscas, no resulta de ningún modo inadmisible; el reverso de cada adición podría muy bien ser un mundo, lo que nosotros nos repre-sentamos, simbólicamente por lo demás, como una yuxtaposición de átomos.

El misterio que se extiende sobre la existencia del universo proviene en gran parte, en efecto, de que queremos que la génesis se produzca de una vez, o bien que toda materia sea eterna. Ya se hable de creación, ya se postule una materia increada, en los dos casos es la totalidad del universo lo que se pone a discusión. Profundizando en este hábito del espíritu, encontramos el prejuicio que analizaremos en nuestro próximo capítulo, la idea, común a los materialistas y a sus adversarios, de que no hay duración realmente actuante y que lo absoluto —materia o espíritu— no podría ocupar lugar en el tiempo concreto, en el tiempo que viene a ser como el tejido mismo de nuestra vida: de donde resultaría que todo es dado de una vez para siempre y que es preciso postular de toda eternidad o la multiplicidad material misma, o el acto creador de esta multiplicidad, dado en conjunto en la esencia divina. Una vez desarraigado este prejuicio, la idea de creación se hace más clara, porque se confunde con la de crecimiento. Pero entonces no es del universo en su totalidad de lo que deberemos hablar.

¿Y por qué íbamos a hablar? El universo es una reunión de sistemas solares que nosotros creemos análogos al nuestro. Sin duda, estos sistemas no son absolutamente independientes unos de otros. Nuestro sol irradia calor y luz más allá del planeta más lejano, y por otra parte nuestro sistema solar entero se mueve en una dirección definida, como si fuese atraído por él. Hay pues un enlace entre los mundos. Pero este enlace puede considerarse como bastante relajado en comparación con la solidaridad que une las partes de un mismo mundo entre sí. De suerte que no es artificialmente, por razones de simple comodidad, como aislamos nosotros nuestro sistema solar; la naturaleza misma nos invita a aislarlo. Como tales seres vivos, dependemos del planeta en el que nos encontramos y del sol que lo alimenta, pero de nada más. En tanto que seres pensantes, podemos aplicar las leyes de nuestra física a nuestro mundo y a nosotros, y sin duda también extenderlas a cada uno de los mundos tomados aisladamente; pero nada nos indica que se apliquen también al universo entero, ni incluso que tal afirmación tenga un sentido, puesto que el universo no está hecho, sino que se hace sin cesar. Aumenta sin duda alguna indefinidamente por la adición de mundos nuevos.

 

Extendamos entonces al conjunto de nuestro sistema solar, pero limitemos a este sistema relativamente cerrado, como a los demás sistemas relativamente cerrados, las dos leyes más generales de nuestra ciencia, el principio de la conservación de la energía y el de la degradación. Veamos lo que resultará de ello. Es preciso señalar primero que estos dos principios no tienen la misma proyección metafísica. El primero es una ley cuantitativa, y por consiguiente relativa, en parte, a nuestros procedimientos de medida. Dice que, en un sistema que se supone cerrado, la energía total, es decir, la suma de las energías cinética y potencial, permanece constante. Ahora bien, si no hubiese más que energía cinética en el mundo, o incluso si no hubiese, además de la energía cinética, más que una sola especie de energía potencial, el artificio de la medida no bastaría para volver la ley artificial. La ley de conservación de la energía expresaría que algo se conserva en cantidad constante. Pero hay en realidad energías de naturaleza diversa 11, y la medida de cada una de ellas ha sido escogida evidentemente de manera que justifique el principio de la conservación de la energía. La parte de convención inherente a este principio es, pues, bastante grande, aunque haya sin duda, entre las variaciones de las diversas energías que componen un mismo sistema, una solidaridad que ha hecho posible precisamente la extensión del principio por medidas convenientemente escogidas. Si pues la filosofía hace aplicación de este principio al conjunto del sistema solar, deberá al menos difuminar sus contornos. La ley de conservación de la energía no podrá expresar aquí la permanencia objetiva de una cierta cantidad de una cierta cosa, sino más bien la necesidad para todo cambio que se produce de ser contrapesado, en alguna parte, por un cambio de sentido contrario. Es decir que, incluso si rige el conjunto de nuestro sistema solar, la ley de conservación de la energía nos adoctrina sobre la relación de un fragmento de este mundo con otro fragmento antes que sobre la naturaleza del todo.

Otra cosa ocurre con el segundo principio de la termodinámica. La ley de degradación de la energía, en efecto, no se aplica esencialmente a magnitudes. Sin duda la idea primera nació, en el pensamiento de Carnot, de ciertas consideraciones cuantitativas sobre el rendimiento de las máquinas térmicas. Sin duda también, es en términos matemáticos como la generalizó Clausius, en la concepción de una magnitud calculable, la "entropía", a la que aboca. Estas precisiones son necesarias para las aplicaciones. Pero la ley quedaría formulada de manera vaga, y habría podido, en rigor, ser formulada grosso modo, incluso sin haber pensado en medir las diversas energías del mundo físico, incluso aun no habiendo creado el concepto de energía. Expresa esencialmente, en efecto, que todos los cambios físicos tienen una tendencia a degradarse en calor, y que el calor mismo tiende a repartirse de una manera uniforme entre los cuerpos. En esta forma menos precisa, se vuelve independiente de toda convención; es la más metafísica de las leyes de la física, que nos muestra, sin símbolos interpuestos, sin artificios de medida, la dirección en que marcha el mundo. Dice que los cambios visibles y heterogéneos se diluirán cada vez más en cambios invisibles y homogéneos, y que la inestabilidad a la que debemos la riqueza y la variedad de los cambios que se cumplen en nuestro sistema solar cederá poco a poco su lugar a la estabilidad relativa de conmociones elementales que se repetirán indefinidamente. Así, un hombre que conservase sus fuerzas, pero que las consagrase cada vez menos en actos, terminaría por emplearlas enteramente en hacer respirar a sus pulmones y que palpitase su corazón.

Considerado desde este punto de vista, un mundo como nuestro sistema solar se nos aparece debilitando en todo instante algo de la mutabilidad que contiene. Al principio se trataba del máximum de utilización posible de energía; esta mutabilidad ha ido sin cesar disminuyendo. ¿De dónde proviene? Podríamos suponer en primer lugar que procede de algún otro punto del espacio, pero no rechazaríamos la dificultad, que se plantearía para esta fuente exterior de mutabilidad. Podría añadirse, es verdad, que el número de los mundos capaces de prescindir de la mutabilidad es ilimitado, que la suma de mutabilidad contenida en el universo es infinita y que. entonces, de lo que se trata no es de buscar el origen sino de prever el fin. Una hipótesis de este género es tan irrefutable como indemostrable; pero hablar de un universo infinito consiste en admitir una coincidencia perfecta de la materia con el espacio abstracto, y, por consiguiente, una exterioridad absoluta de todas las partes de la materia, de unas con relación a otras. Hemos visto con anterioridad lo que debe pensarse de esta última tesis y cuán difícil es conciliarla con la idea de una influencia recíproca de todas las partes de la materia, influencia a la que aquí se hace una llamada. Podría, en fin, suponerse que la inestabilidad general ha salido de un estado general de estabilidad, que el período en el que nos encontramos y durante el cual la energía utilizable va disminuyendo ha sido precedido de un período en el que la mutabilidad estaba en aumento, y que, por lo demás, las alternativas de aumento y de disminución se suceden sin fin. Esta hipótesis es teóricamente concebible, como se ha mostrado con precisión en estos últimos tiempos; pero, según los cálculos de Boltzmann, es de una improbabilidad matemática que sobrepasa toda imaginación y que equivale, prácticamente, a la imposibilidad absoluta 12. En realidad, el problema es insoluble si nos mantenemos en el terreno de la física, porque el físico viene obligado a referir la energía a las partículas extensas, e, incluso no viendo en las partículas más que depósitos de energía, permanece en el espacio: traicionaría su papel si buscase el origen de estas energías en un proceso extraespacial. Y es ahí, sin embargo, donde, a nuestro entender, debe buscarlo.

¿Consideramos in abstracto la extensión en general? La extensión aparece solamente, decíamos, como una tensión que se interrumpe. ¿Nos referimos a la realidad concreta que llena esta extensión? El orden que reina en ella, y que se manifiesta por las leyes de la naturaleza, es un orden que debe nacer por sí mismo cuando se ha suprimido el orden inverso: una relajación del querer produciría precisamente esta supresión. En fin, he aquí que el sentido en que marcha esta realidad nos sugiere ahora la idea de una cosa que se deshace; ahí está, sin duda alguna, uno de los rasgos esenciales de la materialidad. ¿Qué concluir de ello sino que el proceso por el cual esto se hace está dirigido en sentido contrario a los procesos físicos y que es desde entonces, por definición incluso, inmaterial? Nuestra visión del mundo material es la de un peso que cae; ninguna imagen extraída de la materia propiamente dicha nos dará una idea de peso que se eleva. Pero esta conclusión se impondrá a nosotros con más fuerza todavía si estrechamos más de cerca la realidad concreta, si consideramos, no ya solamente la materia en general, sino, en el interior de esta materia, los cuerpos vivos.

 

Todos nuestros análisis nos muestran, en efecto, un esfuerzo en la vida para remontar la pendiente que desciende la materia. Por ahí nos dejan entrever la posibilidad, la necesidad misma, de un proceso inverso de la materialidad, creador de la materia por su sola interrupción. Ciertamente, la vida que evoluciona en la superficie de nuestro planeta, está ligada a la materia. Si fuese pura conciencia, y con más razón supraconciencia, sería pura actividad creadora. De hecho, se encuentra fuertemente unida a un organismo que la somete a las leyes generales de la materia inerte. Pero todo pasa como si hiciese lo posible para liberarse de estas leyes. No tiene el poder de invertir la dirección de los cambios físicos, tal como la determina el principio de Carnot. Al menos procede absolutamente como haría una fuerza que, abandonada a sí misma, trabajase en la dirección inversa. Incapaz de detener la marcha de los cambios materiales, alcanza sin embargo a retardarla. La evolución de la vida continúa en efecto, como hemos mostrado, un impulso inicial; este impulso, que ha determinado el desarrollo de la función clorofílica en la planta y del sistema sensoriomotor en el animal, lleva la vida a actos cada vez más eficaces para la fabricación y empleo de explosivos también cada vez más poderosos. Ahora bien, ¿qué representan estos explosivos sino un almacenamiento de la energía solar, energía cuya degradación se encuentra así provisionalmente suspendida en algunos de los puntos en que se vaciaba? La energía utilizable que el explosivo oculta se consumirá, sin duda, en el momento de la explosión; pero se hubiese consumido mucho antes si no hubiese encontrado un organismo para detener su disipación, para retenerla y adicionarla consigo misma. Tal como se presenta hoy a nuestros ojos, en el punto a que la ha llevado una escisión de las tendencias, complementarias una de otra, que ella encerraba en sí, la vida queda ligada enteramente a la función clorofílica de la planta. Es decir, que considerada en su impulso inicial, antes que toda escisión, era una tendencia a acumular en un depósito, como hacen sobre todo las partes verdes de los vegetales, a la vista de un gasto instantáneo eficaz, semejante al que efectúa el animal, algo que se hubiese disipado sin ella. Es como un esfuerzo para elevar el peso que cae. No tiene otro éxito, es verdad, que el de retardar la caída. Pero al menos puede darnos una idea de lo que fue la elevación del peso 13.

Imaginemos, pues, un recipiente lleno de vapor a alta tensión, y, aquí y allá, en las paredes del vaso, una fisura por donde escapa el vapor. El vapor lanzado al aire se condensa casi todo él en gotitas que caen, y esta condensación y esta caída representan simplemente la pérdida de algo, una interrupción, un déficit. Pero una débil parte del chorro de vapor subsiste, no condensada, durante algunos instantes; se esfuerza en elevar las gotas que caen y llega, todo lo más, a demorar su caída. De la misma manera, de un inmenso depósito de vida deben salir sin cesar chorros, cada uno de los cuales, al caer, es un mundo. La evolución de las especies vivas en el interior de este mundo representa lo que subsiste de la dirección primitiva del chorro original y de un impulso que se continúa en sentido inverso de la materialidad. Pero no nos adhiramos demasiado a esta comparación. No nos daría de la realidad más que una imagen debilitada e incluso engañosa, porque la fisura, el chorro de vapor, la agitación de las gotitas están determinados necesariamente, mientras que la creación de un mundo es un acto libre, y la vida, en el interior del mundo material, participa de esta libertad. Pensemos, pues, antes bien, en un gesto como el del brazo que levantamos; supongamos luego que el brazo, abandonado a sí mismo, vuelve a caer, y que, no obstante, subsiste en él, esforzándose por levantarlo, algo del querer que lo animó: con esta imagen de un gesto creador que se deshace tendremos ya una representación más exacta de la materia. Y veremos entonces, en la actividad vital, lo que subsiste del movimiento directo en el movimiento invertido, una realidad que se hace a través de la que se deshace.

Todo es oscuro en la idea de creación si se piensa en cosas que serían creadas y en una cosa que crea, como hacemos corrientemente, como hace también por necesidad el entendimiento. Mostraremos, en nuestro próximo capítulo, el origen de esta ilusión. Es natural a nuestra inteligencia, función esencialmente práctica, hecha para representarnos cosas y estados antes que cambios y actos. Pero cosas y estados no son más que consideraciones de nuestro espíritu sobre el devenir. No hay cosas, no hay más que acciones. Más particularmente, si considero el mundo en que vivimos, encuentro que la evolución automática y rigurosamente determinada de este todo ligado es acción que se deshace, y que las formas imprevistas que la vida recorta en ella, formas capaces de prolongarse ellas mismas en movimientos imprevistos, representan la acción que se hace. Ahora bien, tengo derecho a creer que los demás mundos son análogos al nuestro, que las cosas pasan en ellos de la misma manera. Y sé que no se han constituido al mismo tiempo, ya que la observación me muestra, hoy incluso, nebulosas en vías de concentración. Si por todas partes se cumple la misma especie de acción, sea que se deshaga, sea que trate de rehacerse, expreso simplemente esta similitud probable cuando hablo de un centro del que saldrían los mundos como de un inmenso ramillete, suponiendo, sin embargo, que no considero este centro como una cosa, sino como una continuidad en incesante surgimiento. Dios, así definido, no es algo completamente hecho; es vida que no muere, acción, libertad. La creación, así concebida, no es un misterio y la experimentamos en nosotros desde el momento que obramos libremente. Es absurdo, sin duda alguna, que cosas nuevas puedan añadirse a las cosas que existen, ya que la cosa resulta de una solidificación operada por nuestro entendimiento y no hay jamás otras cosas que las que el entendimiento ha constituido. Hablar de cosas que se crean equivaldría, pues, a decir que el entendimiento da más de lo que en realidad da, afirmación contradictoria consigo misma, representación vacía y vana.

Pero que la acción aumente en su avance, que cree a medida de su progreso, esto es lo que cada uno de nosotros constata cuando contempla su misma acción. Las cosas se constituyen por el corte instantáneo que practica el entendimiento, en un momento dado, en un flujo de este género, y lo que es misterioso cuando se compara entre sí se hace claro cuando se refiere al flujo. Incluso las modalidades de la acción creadora, en tanto ésta se prosigue en la organización de las formas vivas, se simplifican singularmente cuando se las considera bajo este sesgo. Ante la complejidad de un organismo y la multitud casi infinita de análisis y de síntesis entrelazadas que presupone, nuestro entendimiento retrocede desconcertado. Nos resistimos a creer que el juego puro y simple de las fuerzas físicas y químicas pueda producir esta maravilla. Y si se trata de una ciencia profunda, ¿cómo comprender la influencia ejercida sobre la materia sin forma por esta forma sin materia? Pero la dificultad nace de que se representa, estáticamente, partículas materiales ya hechas, yuxtapuestas unas a otras y, estáticamente también, una causa exterior que colocaría sobre ellas una organización sabia. En realidad la vida es un movimiento, la materialidad es el movimiento inverso, y cada uno de estos dos movimientos es simple, siendo la materia que forma un mundo un flujo indiviso, y un flujo también indiviso viene a ser la vida que la atraviesa y que recorta en ella los seres vivos. De estas dos corrientes, la segunda es contraria a la primera, pero la primera obtiene sin embargo algo de la segunda: se da así entre ellas un modus vivendi, que es precisamente la organización. Esta organización toma para nuestros sentidos y para nuestra inteligencia la forma de partes enteramente exteriores a otras partes en el tiempo y en el espacio. No solamente cerramos los ojos a la unidad del impulso que, atravesando las generaciones, enlaza los individuos a los individuos, las especies a las especies y hace de la serie entera de los seres vivos una única inmensa ola que corre sobre la materia, sino que cada individuo mismo se nos aparece como un agregado, agregado de moléculas y agregado de hechos. La razón de esto se encontraría en la estructura de nuestra inteligencia, que está hecha para obrar desde fuera sobre la materia y que no llega a ella sino practicando, en el flujo de lo real, cortes instantáneos cada uno de los cuales se vuelve, en su fijeza, indefinidamente descomponible.

 

Al no percibir en un organismo más que partes exteriores a otras partes, el entendimiento no puede elegir más que entre dos sistemas de aplicación: o mantener la organización infinitamente complicada (y, por ello, infinitamente sabia) para una reunión fortuita, o atenerse a la influencia incomprensible de una fuerza exterior que habría agrupado sus elementos. Pero esta complicación es obra del entendimiento, lo mismo que esta incomprensibilidad. Tratemos de ver, no ya con los ojos de la inteligencia, que no aprehende más que el todo hecho y que mira desde fuera, sino con el espíritu, quiero decir, con esta facultad de ver que es inmanente a la facultad de actuar y que brota, en cierto modo, de la torsión del querer sobre sí mismo. Todo se confiará al movimiento y todo se resolverá en él. Allí donde el entendimiento, que se ejerce sobre la imagen que suponemos fija de la acción en marcha, nos muestre partes infinitamente múltiples y un orden infinitamente sabio, adivinaremos un proceso simple, una acción que se hace a través de una acción del mismo género que se deshace, algo así como el camino que se abre el último cohete de un fuego de artificio entre las cenizas que caen de los cohetes ya extintos.

Desde este punto de vista se aclararán y se completarán las consideraciones generales que presentábamos sobre la evolución de la vida. Se separará más claramente lo que hay de accidental, lo que hay de esencial en esta evolución.

El impulso de vida de que hablamos consiste, en suma, en una exigencia de creación. No puede crear en absoluto, porque encuentra ante él la materia, es decir, el movimiento inverso al suyo. Pero se apodera de esta materia, que es la necesidad misma, y tiende a introducir en ella la mayor suma posible de indeterminación y de libertad. ¿Cómo lo consigue?

Un animal superior puede representarse grosso modo, decíamos, por un sistema nervioso sensoriomotor montado sobre los sistemas digestivo, respiratorio, circulatorio, etcétera. Estos últimos tienen por misión limpiarle, repararle, protegerle, hacerle tan independiente como sea posible de las circunstancias exteriores; pero, por encima de todo, suministrarle energía que él consumirá en movimientos. La complejidad creciente del organismo se relaciona, pues, teóricamente (a pesar de las innumerables excepciones debidas a los accidentes de la evolución) con la necesidad de complicar el sistema nervioso. Cada complicación de una parte cualquiera del organismo entraña por lo demás muchas otras, porque es preciso que esta parte misma viva y que todo cambio en un punto del cuerpo tenga su repercusión en los demás. La complicación podrá, pues, llegar hasta el infinito en todos los sentidos: pero es la complicación del sistema nervioso la que condiciona en derecho a las demás, y aun pudiéramos decir que de hecho. Ahora bien, ¿en qué consiste el progreso del sistema nervioso mismo? En un desarrollo simultáneo de la actividad automática y de la actividad voluntaria, suministrando la primera a la segunda un instrumento apropiado. Así, en un organismo como el nuestro, un número considerable de mecanismos motores asientan en la médula y en el bulbo y no esperan más que una señal para liberar el acto correspondiente; la voluntad se emplea, en ciertos casos, en montar el mecanismo mismo, y, en otros, en escoger los mecanismos de desarticulación, la manera de combinarlos y el momento de aquélla. La voluntad de un animal es tanto más eficaz e intensa cuanto que puede escoger entre un número mayor de estos mecanismos, siendo más complicada la encrucijada en la que se cruzan todas las vías motrices; o en otros términos: su cerebro alcanza un desarrollo más considerable. Así, el progreso del sistema nervioso asegura al acto una precisión creciente, una variedad creciente y una eficacia y una independencia que también van en aumento. El organismo procede cada vez más como una máquina actuante que se reconstruyese enteramente con cada acción nueva, como si fuese de caucho y pudiese, en todo instante, cambiar la forma de todas sus piezas. Pero antes de la aparición del sistema nervioso, antes incluso de la formación de un organismo propiamente dicho, ya en la masa indiferenciada de la amiba se manifestaba esta propiedad esencial de la vida animal. La amiba se deforma en direcciones variables; su masa entera hace, pues, lo que la diferenciación de las partes localizará en un sistema sensoriomotor en el animal desarrollado. Al no hacerlo más que de una manera rudimentaria, queda dispensada de la complicación de los organismos superiores; aquí no es necesario que los elementos auxiliares pasen a elementos motores de la energía que hay que consumir; el animal indiviso se mueve, e indiviso también se procura energía por intermedio de las sustancias orgánicas que asimila. Así, ya la coloquemos arriba o abajo de la serie de los animales, encontramos siempre que la vida animal consiste, 1° en procurarse una provisión de energía, en consumirla, por mediación de una materia tan flexible como sea posible, en direcciones variables e imprevistas.

Ahora bien, ¿de dónde proviene la energía? Del alimento ingerido, puesto que el alimento es una especie de explosivo, que no espera más que la chispa para descargar la energía que almacena. ¿Quién ha fabricado este explosivo? El alimento puede ser la carne de un animal que se haya alimentado de animales, y así sucesivamente; pero, en fin de cuentas, concluiremos en el vegetal. El es el único que recoge verdaderamente la energía soéste, bien directamente, bien pasándosela unos a otros. ¿Cómo ha almacenado la planta esta energía? Sobre todo por la función clorofílica, es decir, por un quimismo sui generis del que no tenemos la clave y que no se parece probablemente al de nuestros laboratorios. La operación consiste en servirse de la energía solar para fijar el carbono del ácido carbónico y, por ello, en almacenar esta energía como se almacenaría la de un aguador que se emplease en llenar un depósito elevado: el agua, una vez subida, podrá poner en movimiento, como se quiera y cuando se quiera, un molino o una turbina. Cada átomo de carbono fijado representa algo así como la elevación de este peso de agua, o como la tensión de un hilo elástico que habría unido el carbono al oxígeno en el ácido carbónico. Lo elástico se aflojará, el peso caerá, la energía que queda en reserva volverá a encontrarse, en fin, el día en que, por una simple relajación, se permita al carbono ir a reunirse con su oxígeno.

De suerte que la vida entera, animal y vegetal, en lo que tiene de esencial, se aparece como un esfuerzo para acumular energía y para lanzarla en seguida por canales flexibles, deformables, en el extremo de los cuales cumplirá trabajos infinitamente variados. He aquí lo que el impulso vital, atravesando la materia, querría obtener de una vez. Tendría éxito, sin duda, si su poder fuese ilimitado o si pudiese venirle alguna ayuda de fuera. Pero el impulso se ha terminado, puesto que es dado de una vez por todas. No puede remontar todos los obstáculos. El movimiento que imprime unas veces es desviado, otras dividido, siempre contrariado, y la evolución del mundo organizado no es más que el desarrollo de esta lucha. La primera gran escisión que debió efectuarse fue la de los dos reinos vegetal y animal, que son así complementarios uno de otro, sin que, no obstante, se haya establecido acuerdo alguno entre ellos. La planta no acumula energía para el animal, sino para su consumo propio; pero su gasto es menos discontinuo, menos recogido y menos eficaz de lo que exige el impulso inicial de la vida, dirigido esencialmente hacia los actos libres: el mismo organismo no podía sostener con igual fuerza los dos papeles a la vez, acumular gradualmente y utilizar bruscamente. Por lo cual, por sí mismos, sin ninguna intervención exterior, por el solo efecto de la dualidad de tendencia implicada en el impulso original y de la resistencia opuesta por la materia a este impulso, unos organismos apoyaron en la primera dirección, otros en la segunda. A este desdoblamiento siguieron muchos otros. De ahí las líneas divergentes de evolución, al menos en lo que tienen de esencial. Pero es preciso tener en cuenta las regresiones, las detenciones, los accidentes de todo género. Y es preciso recordar, sobre todo, que cada especie procede como si el movimiento general de la vida se detuviese en ella en lugar de atravesarla. No piensa más que en ella, no vive más que para ella. De ahí las luchas sin número de que es teatro la naturaleza. De ahí una desarmonía sorpréndente y chocante, pero de la que no debemos hacer responsable al principio mismo de la vida.

La parte de la contingencia es, pues, grande en la evolución. Contingentes, las más de las veces, son las formas adoptadas, o, mejor, inventadas. Contingente, relativa a los obstáculos encontrados en determinado lugar, en determinado momento, la disociación de la tendencia primordial en tales y cuales tendencias complementarias que crean líneas divergentes de evolución. Contingentes las detenciones y los retrocesos; contingentes, en amplia medida, las adaptaciones. Únicamente dos cosas son necesarias: 1°, una acumulación gradual de energía; 2°, una canalización elástica de esta energía en direcciones variables e indeterminables, al cabo de las cuales están los actos libres.

 

Este doble resultado ha sido obtenido de cierta manera en nuestro planeta. Pero hubiese podido serlo por cualesquiera otros medios. No era necesario que la vida pusiese la mira en el carbono del ácido carbónico principalmente. Lo esencial para ella era almacenar energía solar; pero, en lugar de pedir al sol que separase unos de otros, por ejemplo, los átomos de oxígeno y de carbono, hubiese podido (teóricamente al menos y abstracción hecha de dificultades de ejecución quizá insuperables) proponerle otros elementos químicos, que le sería preciso entonces asociar o disociar por medios físicos completamente diferentes. Y si el elemento característico de las sustancias energéticas del organismo hubiese sido otro que no fuese el carbono, también el elemento característico de las sustancias plásticas no sería probablemente el nitrógeno. La química de los cuerpos vivos hubiese sido, pues, radicalmente diferente de lo que es. Y habrían resultado de ello formas vivas sin analogía con las que conocemos, cuya anatomía hubiese sido otra y otra también su fisiología. Únicamente la función sen-soriomotriz se hubiese conservado, si no en su mecanismo, al menos en sus efectos. Es pues verosímil que la vida se desenvuelva en otros planetas, en otros sistemas solares también, en formas de las que no tenemos idea, en condiciones físicas que, según nuestra fisiología, nos parecen rechazables de modo absoluto. Si trata esencialmente de captar la energía utilizable para gastarla en acciones explosivas, escoge sin duda en cada sistema solar y en cada planeta, como lo hace sobre la tierra, los medios más apropiados para obtener este resultado en las condiciones que le son dadas. He aquí al menos lo que dice el razonamiento por analogía, y es servirse a contrapelo de este razonamiento declarar la vida imposible allí donde son dadas otras condiciones diferentes a las de la tierra. La verdad es que la vida es posible dondequiera que la energía desciende la pendiente indicada por la ley de Carnot y donde una causa, de dirección inversa, puede retardar el descenso, es decir, sin duda, en todos los mundos de todas las estrellas. Vayamos más lejos: no es incluso necesario que la vida se concentre y se precise en organismos propiamente dichos, es decir en cuerpos definidos que presentan al espace de la energía canales ya hechos, aunque también elásticos. Se concibe (aunque apenas lleguemos a imaginarlo) que la energía pueda quedar en reserva y luego consumirse en líneas variables que corren a través de una materia que aún no está solidificada. Todo lo esencial de la vida se encontraría ahí, ya que habría también acumulación lenta de energía y detención brusca. Entre esta vitalidad, vaga y turbia, y la vitalidad definida que conocemos, no habría más diferencia que la que hay, en nuestra vida psicológica, entre el estado de ensueño y el estado de vigilia. Tal ha podido ser la condición de la vida en nuestra nebulosa antes de que se hubiese terminado la condensación de la materia, si es verdad que la vida toma su impulso en el momento mismo en que, por efecto de un movimiento inverso, aparece la materia nebular.

Se concibe, pues, que la vida hubiese podido revestir otro aspecto exterior y diseñar formas muy diferentes a las que conocemos. Con otro sustrato químico, en otras condiciones física?, el impulso sería el mismo; pero se hubiese escindido de manera diferente en el curso de su ruta y, en conjunto, se hubiese recorrido otro camino, menor quizá o también mayor. En todo caso, de la serie entera de los seres vivos ningún término hubiese sido lo que es. Ahora bien, ¿era necesaria una serie y lo eran igualmente los términos? ¿Por qué el impulso único no se habría impreso en un cuerpo único, que hubiese evolucionado indefinidamente?


Se plantea esta cuestión, sin duda, cuando se compara la vida a un impulso. Y es preciso compararla a un impulso, porque no hay ninguna imagen, de las tomadas al mundo físico, que pueda darnos su idea con más aproximación. Pero no se trata más que de una imagen. La vida es, en realidad, de orden psicológico, y la esencia de lo psíquico consiste en envolver una pluralidad confusa de términos que se penetran mutuamente. En el espacio, y sólo en el espacio, sin duda alguna es posible la multiplicidad distinta:  un punto es absolutamente exterior a otro punto. Pero la unidad pura y vacía no se encuentra también más que en el espacio: es la unidad de un punto matemático. Unidad y multiplicidad abstractas son, según se quiera, determinaciones del espacio o categorías  del  entendimiento,  estando  la  espacialidad  y  la intelectualidad calcadas una sobre otra. Pero lo que es de naturaleza psicológica no podría aplicarse exactamente al espacio ni entrar por completo en los cuadros del entendimiento. Mi persona, en un momento dado, ¿es una o múltiple? Si la declaro una, surgen voces interiores y protestan, las de las sensaciones, sentimientos, representaciones, entre las cuales se reparte mi individualidad. Pero  si  la  hago   distintamente  múltiple,   mi   conciencia también se subleva; afirma que mis sensaciones, mis sentimientos, mis pensamientos, son abstracciones que opero sobre mí mismo y que cada uno de mis estados implica todos los demás. Soy pues —es preciso adoptar el lenguaje del entendimiento, ya que sólo el entendimiento tiene   un   lenguaje—   unidad   múltiple   y   multiplicidad una 14; pero unidad y multiplicidad no son más que consideraciones sobre mi personalidad hechas por un entendimiento que apunta hacia mí sus categorías; no entro ni en una ni en otra, ni en las dos a la vez, aunque las dos, reunidas, puedan dar una imitación aproximada de esta interpenetración recíproca y de esta continuidad que encuentro  en  el  fondo  de    mismo.  Tal  es  mi  vida interior y tal  es también la vida en general.  Si en su contacto con la materia la vida es comparable a un impulso, considerada en sí misma es una inmensidad de virtualidad, una interpenetración de mil tendencias que no serán sin embargo "mil" hasta que unas se exterioricen con respecto a otras, es decir, hasta que se espacialicen. El contacto con la materia decide esta disociación. La materia divide efectivamente lo que no era más que virtualmente múltiple y, en este sentido, la individuación es en parte la obra de la materia, en parte el efecto de lo que la vida lleva en sí. Así, de un sentimiento poético que se explicita en estrofas distintas, en versos distintos, en palabras distintas, podrá decirse que contenía esta multiplicidad de elementos individuales y que, no obstante, es la materialidad del lenguaje quien la crea.

Pero a través de las palabras, los versos y las estrofas, corre la inspiración simple que es el todo del poema. Así, entre los individuos disociados también circula la vida: por todas partes, la tendencia a la individuación es combatida y al mismo tiempo concluida por una tendencia antagónica y complementaria a asociarse, como si la unidad múltiple de la vida, lanzada en el sentido de la multiplicidad, realizase tanto más esfuerzo para contraerse en sí misma. De ahí, en todo el dominio de la vida, una oscilación entre la individuación y la asociación. Los individuos se yuxtaponen en una sociedad; pero la sociedad, apenas formada, querría fundir en un organismo nuevo los individuos yuxtapuestos, de manera que se convirtiese ella misma en un individuo que pueda, a su vez, ser parte integrante de una asociación nueva. En el grado más bajo de la escala de los organismos encontramos ya verdaderas asociaciones, las colonias microbianas, y, en estas asociaciones, si hemos de prestar crédito a un trabajo reciente, la tendencia a individualizarse por la constitución de un núcleo 15. La misma tendencia se encuentra en un escalón más elevado, en los protofitos, que, una vez salidos de la célula-madre por vía de división, permanecen unidos unos a otros por la sustancia gelatinosa que envuelve su superficie, como también en los protozoos, que comienzan por entremezclar sus pseudópodos y terminan por soldarse entre sí. Conocemos la teoría  llamada  "colonial"  de la génesis de los organismos superiores. Los protozoos, constituidos por una célula única, habrían formado, al yuxtaponerse, agregados, los cuales a su vez, al aproximarse, habrían dado agregados de agregados: así, los organismos más complicados y también más diferenciados, habrían nacido de la asociación de organismos apenas diferenciados y elementales 16. En esta forma extrema, la tesis ha suscitado objeciones graves; parece confirmar la idea de que el polizoísmo es un hecho excepcional y anormal 17. Pero no es menos verdad que las cosas pasan como si todo organismo superior hubiese nacido de una asociación de células que se habrían repartido el trabajo. Con mucha probabilidad, no son las células las que han hecho al individuo por vía de asociación; es, antes bien, el individuo el que ha hecho a las células  por  vía  de  disociación 18.  Pero  esto mismo  nos revela, en la génesis del individuo, una obsesión por la forma social, como si no pudiese desarrollarse sino a condición de escindir su sustancia en elementos que tienen una apariencia de individualidad y que están unidos entre sí por una apariencia de sociabilidad. Numerosos son los casos en que la naturaleza parece dudar entre las dos formas y preguntarse si ha de constituir una sociedad o un individuo: basta entonces el más ligero impulso para hacer inclinar la balanza de un lado o de otro. Si tomamos un infusorio bastante voluminoso, como el estentor, y  lo cortamos  en dos mitades cada una de  las cuales contiene una parte del núcleo, veremos que cada una de estas mitades regenera  un estentor independiente;  pero si se efectúa la división de manera incompleta, dejando entre las dos mitades una comunicación protoplasmática, se las ve ejecutar, cada una por su parte, movimientos perfectamente sinérgicos, de suerte que es suficiente aquí un hilo mantenido o cortado para que la vida afecte la forma social o la forma individual. Así, en organismos rudimentarios hechos de una célula única, constatamos ya que la individualidad aparente del todo es el compuesto de un número no definido de individualidades virtuales, virtualmente asociadas. Pero, de abajo arriba de la serie de los seres vivos, se manifiesta la misma ley. Y es lo que nosotros expresamos diciendo que unidad y multiplicidad son categorías de la materia inerte, que el impulso vital no es ni unidad ni multiplicidad puras, y que si la materia a la que se comunica le pone en la disyuntiva de optar por una de las dos, su opción no será nunca definitiva: saltará indefinidamente de una a otra. La evolución de la vida en la doble dirección de la individualidad y de la asociación no tiene, pues, nada de accidental. Descansa en la esencia misma de la vida.

Esencial es también la marcha hacia la reflexión. Si nuestros análisis son exactos, en el origen de la vida está la conciencia, o mejor, la supraconciencia. Conciencia o supraconciencia son como el cohete cuyas cenizas ya extintas se convierten en materia; conciencia es también lo que subsiste del cohete mismo, que atraviesa las cenizas y las ilumina en organismos. Pero esta conciencia, que es una exigencia de creación, no se manifiesta a sí misma sino allí donde es posible la creación. Se duerme, cuando la vida está condenada al automatismo; se despierta, cuando existe la posibilidad de elección. Por ello, en los organismos desprovistos de sistema nervioso, varía en razón del poder de locomoción y de deformación de que dispone el organismo. Y en los animales con sistema nervioso, es proporcional a la complicación de la encrucijada en la que se cruzan las vías sensoriales y las vías motrices, es decir, a la complicación del cerebro. ¿Cómo comprenderemos esta solidaridad entre el organismo y la conciencia?

 

No insistiremos aquí sobre un punto en el que hemos profundizado ya en trabajos anteriores. Limitémonos a recordar que la teoría según la cual la conciencia se habría unido a ciertas neuronas, por ejemplo, y separado de su trabajo como una fosforescencia, puede ser aceptada por el sabio en cuanto al detalle del análisis; resulta una manera fácil de expresarse. Pero no es otra cosa. En realidad, un ser vivo es un centro de acción. Representa una cierta suma de contingencia que se introduce en el mundo, es decir, una cierta cantidad de acción posible, cantidad variable con los individuos y sobre todo con las especies. El sistema nervioso de un animal dibuja las líneas flexibles sobre las que correrá su acción (aunque la energía potencial por liberar esté acumulada en los músculos antes que en el sistema nervioso mismo); sus centros nerviosos indican, por su desarrollo y su configuración, la preferencia más o menos extensa que deberá existir entre acciones más o menos numerosas y complicadas. Ahora bien, siendo el despertar de la conciencia en un ser vivo tanto más completo cuanto mayor es el margen de elección y más considerable también la suma de acción que se le otorga, es claro que el desarrollo de la conciencia parecerá regularse sobre el de los centros nerviosos. Por otra parte, al ser todo estado de conciencia, por cierto lado, una cuestión que se plantea a la actividad motriz e incluso un comienzo de respuesta, no hay hecho psicológico que no implique la entrada en juego de los mecanismos corticales. Todo parecerá pues ocurrir como si la la actividad consciente se modelase sobre el de la actividad cerebral. En realidad, la conciencia no brota del cerebro; pero cerebro y conciencia se corresponden porque miden igualmente, el uno por la complejidad de su estructura y la otra por la intensidad de su despertar, la cantidad de elección de que dispone el ser vivo.

Precisamente porque un estado cerebral expresa simplemente lo que hay de acción naciente en el estado psicológico correspondiente, el estado psicológico es de más amplitud que el estado cerebral. La conciencia de un ser vivo, como hemos tratado de mostrar en otra parte, es solidaria de su cerebro en el mismo sentido en que un cuchillo puntiagudo es solidario de su punta: el cerebro es la punta acerada por donde penetra la conciencia en el tejido compacto de los sucesos, pero no es ya coextensive a la conciencia, como la punta no lo es tampoco al cuchillo. Así, del hecho de que dos cerebros, el del mono y el del hombre, se parezcan mucho, no se puede concluir que las conciencias correspondientes sean comparables o conmensurables entre sí.

Pero se parecen quizá menos de lo que se supone.

¿Cómo no ser afectado por el hecho de que el hombre es capaz de aprender no importa qué ejercicio, fabricar no importa qué objeto, en fin, adquirir no importa qué hábito motriz, cuando la facultad de combinar movimientos nuevos es estrictamente limitada en el animal mejor dotado, incluso en el mono? La característica cerebral del hombre está ahí. El cerebro humano está hecho, como todo cerebro, para montar mecanismos motores y para dejarnos escoger entre ellos, en un instante cualquiera, el que pondremos en movimiento por medio de un resorte. Pero difiere de los demás cerebros en que el número de mecanismos que puede montar, y por consiguiente el número de resortes entre los que escoge, es indefinido. Ahora bien, de lo limitado a lo ilimitado hay la distancia de lo cerrado a lo abierto. No es una diferencia de grado, sino de naturaleza.

Radical también, por consiguiente, es la diferencia entre la conciencia del animal, incluso el más inteligente, y la conciencia humana. Porque la conciencia se corresponde exactamente con el poder de elección de que dispone el ser vivo; es coextensiva a la franja de acción posible que rodea la acción real: conciencia es sinónimo de invención y de libertad. Ahora bien, en el animal la invención no es nunca otra cosa que una variación sobre el tema de la rutina. Encerrado en los hábitos de la especie, puede sin duda alargarlos por su iniciativa individual; pero no escapa al automatismo más que por un instante, justamente el tiempo necesario para crear un automatismo nuevo: las puertas de su prisión vuelven a cerrarse poco después de abrirse; al tirar de su cadena sólo consigue alargarla. Con el hombre la conciencia rompe la cadena. En el hombre, y únicamente en el hombre, alcanza su liberación. Toda la historia de la vida, hasta él, había sido la de un esfuerzo de la conciencia para elevar la materia y de un aplastamiento más o menos completo de la conciencia por la materia que volvía a caer sobre ella. La empresa resultaba paradójica, si pudiese hablarse así, y no metafóricamente, de empresa y de esfuerzo. Se trataba de crear con la materia, que es la necesidad misma, un instrumento de libertad, de fabricar una mecánica que triunfase del mecanismo, y de emplear el determinismo de la naturaleza para pasar a través de las mallas que él había tendido. Pero en todas partes, y a excepción del hombre, la conciencia se ha dejado prender en las mallas que quería atravesar. Ha quedado cautiva de los mecanismos que había montado. El automatismo, del que pretendía hacer uso en el sentido de la libertad, se enrolla alrededor de ella y la arrastra. No tiene fuerzas para sustraerse a él, porque la energía de que había hecho provisión para los actos se emplea casi enteramente en mantener el equilibrio infinitamente sutil, esencialmente inestable, al que ha llevado a la materia. Pero el hombre no alimenta solamente su máquina; llega a servirse de ella como le place. Lo debe sin duda a la superioridad de su cerebro, que le permite construir un número ilimitado de mecanismos motores, oponer sin cesar nuevos hábitos a los antiguos y, al dividir el automatismo contra sí mismo, dominarlo. Lo debe a su lenguaje, que suministra a la conciencia un cuerpo inmaterial en el que encarnarse y la dispensa así de posarse exclusivamente sobre los cuerpos materiales que primero la arrastrarían y luego la englutirían. Lo debe a la vida social, que almacena y conserva los esfuerzos como el lenguaje almacena el pensamiento, fija con ello un nivel medio al que los individuos deberán llegar sin esfuerzo y, por esta excitación inicial, impide a los mediocres dormirse y lanza a los mejores hacia arriba. Pero nuestro cerebro, nuestra sociedad y nuestro lenguaje no son más que los signos exteriores y diversos de una sola y misma superioridad interna. Dicen, cada uno a su manera, el éxito único, excepcional, que ha alcanzado la vida en un momento dado de su evolución. Traducen la diferencia de naturaleza, y no solamente de grado, que separa al hombre del resto de la animalidad. Nos dejan adivinar que si, al término del trampolín sobre el cual la vida ha tomado impulso, todos los demás seres se han detenido, encontrando la cuerda demasiado alta, sólo el hombre en realidad ha salvado el obstáculo.

En este sentido especial el hombre es el "término" y el "fin" de la evolución. La vida, lo hemos dicho, trasciende la finalidad al igual que las demás categorías. Es esencialmente una corriente lanzada a través de la materia y que obtiene de ella todo lo que puede. No ha habido pues, propiamente hablando, proyecto ni plan. Por otra parte, es evidente que el resto de la naturaleza no ha sido referido al hombre: luchamos como las demás especies, hemos luchado contra las demás especies. En fin, si la evolución de la vida se hubiese visto contrariada en su ruta por accidentes diferentes, y si, por ello, la corriente de la vida se hubiese dividido de otra manera, habríamos sido, en lo físico y en lo moral, bastante diferentes de lo que somos. Por estas diversas razones, nos equivocaríamos si considerásemos a la humanidad, tal com la tenemos ante los ojos, como preformada en el movimiento evolutivo. No se puede incluso decir que sea el término de la evolución entera, porque la evolución se ha realizado sobre varias líneas divergentes y, si la especie humana se encuentra en el extremo de una de ellas, otras líneas han sido seguidas por otras especies hasta el fin. En un sentido muy diferente tenemos a la humanidad por la razón de ser de la evolución.

Desde nuestro punto de vista, la vida se nos aparece globalmente como una onda inmensa que se propaga a partir de un centro y que, en la casi totalidad de su circunferencia, se detiene y se convierte en oscilación sobre el mismo sitio; sólo en un punto se ha forzado el obstáculo y el impulso ha pasado libremente. Esta libertad es la que registra la forma humana. Únicamente en el hombre la conciencia ha proseguido su camino. El hombre continúa pues indefinidamente el movimiento vital, aunque no arrastre con él todo lo que la vida llevaba en sí. Sobre otras líneas de evolución han caminado otras tendencias que implicaba la vida, de las que el hombre ha conservado algo, ya que todo se compenetra, pero en cantidad muy pequeña. Todo pasa como si un ser indeciso y desdibujado, que se podría llamar, según se quiera, hombre o superhombre, hubiera tratado de realizarse y no lo hubiera logrado más que dejándose en el camino una parte de sí mismo. Estos estorbos se encuentran representados por el resto de la animalidad, e incluso por el mundo vegetal, al menos en lo que tienen de positivo y de superior con respecto a los accidentes de la evolución.

 

Desde este punto de vista se atenúan singularmente las discordancias cuyo espectáculo nos ofrece la naturaleza. El conjunto del mundo organizado se convierte en el humus en el cual debía crecer o el hombre mismo o un ser que, moralmente, se le semejase. Los animales, por alejados, por enemigos incluso que sean de nuestra espe- cie, no han dejado de aparecérsenos como útiles compañeros de camino, en los cuales la conciencia se ha descargado de lo que de embarazoso llevaba consigo, elevándose así, con el hombre, a las alturas desde las que ve abrirse ante ella un horizonte ilimitado.

Es verdad que no solamente abandonó en el camino un bagaje embarazoso. Ha tenido que renunciar también a bienes preciosos. La conciencia, en el hombre, es, sobre todo, inteligencia. Hubiese podido, hubiese debido, al parecer, ser también intuición. Intuición e inteligencia representan dos direcciones opuestas del trabajo consciente: la intuición marcha en el mismo sentido que la vida; la inteligencia marcha en sentido inverso y se encuentra así naturalmente regulada sobre el movimiento de la mateen la que estas dos formas de la actividad consciente alcancen su pleno desarrollo. Entre esta humanidad y la nuestra se conciben por lo demás muchos intermedios posibles, que corresponden a todos los grados imaginables de la inteligencia y de la intuición. Ahí precisamente, en la estructura mental de nuestra especie, se encuentra la parte de la contingencia. Otro tipo de evolución hubiese podido conducir a una humanidad o más inteligente todavía o más intuitiva. De hecho, en la humanidad de que formamos parte, la intuición está poco menos que sacrificada a la inteligencia. Parece como si en la conquista de la materia la conciencia hubiese tenido que emplear lo mejor de sus fuerzas. Esta conquista, en las condiciones particulares en que se ha hecho, exigía que la conciencia se adaptase a los hábitos de la materia y concentrase toda su atención en ellos, en fin, que se determinase más especialmente en inteligencia. La intuición está ahí, sin embargo, pero vaga y sobre todo discontinua. Es como una lámpara casi extinta, que sólo se reanima de tarde en tarde y apenas por unos instantes. Pero se reanima, ciertamente, cuando un interés vital está en juego. Sobre nuestra personalidad, sobre nuestra libertad, sobre el lugar que ocupamos en el conjunto de la naturaleza, sobre nuestro origen y quizá también sobre nuestro destino, proyecta una luz vacilante y débil, pero que atraviesa la oscuridad de la noche en la que nos deja la inteligencia.

De estas intuiciones fugaces, y que iluminan su objeto de trecho en trecho, debe apoderarse la filosofía para sostenerlas, dilatarlas y, en fin, para enlazarlas entre sí. Cuanto más avance en este trabajo, más se dará cuenta que la intuición es el espíritu mismo y, en cierto sentido, la vida misma; la inteligencia se recorta en ella por un proceso que imita el que ha engendrado la materia. Así se aparece la unidad de la vida mental. La reconocemos tan sólo colocándonos en la intuición para ir de ella a la inteligencia, porque jamás se podrá pasar de la inteligencia a la intuición.

La filosofía nos introduce de este modo en la vida espiritual. Y nos muestra, al mismo tiempo, la relación de la vida del espíritu con la del cuerpo. El gran error de las doctrinas espiritualistas ha sido creer que aislando la vida espiritual de todo lo demás, suspendiéndola en el espacio lo más lejos posible de la tierra, la pondrían al abrigo de todo ataque: ¡como si con ello no la expusiesen a que la considerásemos como un simple espejismo! Ciertamente, tienen razón al escuchar la conciencia cuando la conciencia afirma la libertad humana; pero ahí está también la inteligencia que dice que la causa determina su efecto, que lo mismo condiciona lo mismo, que todo se repite y que todo está dado. Tienen razón al creer en la realidad absoluta de la persona y en su independencia frente a la materia; pero la ciencia nos muestra la solidaridad de la vida consciente y de la actividad cerebral. Tienen razón cuando atribuyen al hombre un lugar privilegiado en la naturaleza y afirman que hay infinita distancia entre el animal y el hombre; pero la historia de la vida, a su vez, nos hace asistir a la génesis de las especies por vía de transformación gradual que parece reintegrar al hombre en la animalidad. Cuando un poderoso instinto proclama la supervivencia probable de la persona, tienen razón en no cerrar sus oídos a esta voz; pero si es que existen "almas" capaces de una vida independiente, ¿de dónde vienen? ¿Cuándo, cómo, por qué entran en este cuerpo que vemos con nuestros ojos, salir con toda naturalidad de una célula mixta que proviene de los cuerpos paternos? Todo esto quedará sin respuesta, de tal modo que una filosofía de la intuición será la negación de la ciencia y tarde o temprano será también barrida por ella, si no se decide a ver la vida del cuerpo allí donde realmente se encuentra, en el camino que lleva a la vida del espíritu. Pero entonces no tendrá que habérselas con tales o cuales seres vivos determinados. La vida entera, desde el impulso inicial que la lanzó al mundo, se aparecerá como una ola que asciende y que es contraria al movimiento descendente de la materia. En la mayor parte de su superficie, a alturas diversas, la corriente se convierte por la materia en un torbellino que no cambia de lugar. Sólo en un punto pasa libremente, arrastrando consigo el obstáculo, que entorpecerá su marcha pero que no la detendrá. En este punto precisamente se encuentra la humanidad; de ahí nuestra situación privilegiada. Por otra parte, esa ola que asciende es conciencia y, como toda conciencia, envuelve virtualidades sin número que se compenetran, a las que no convienen por consiguiente ni la categoría de la unidad ni la de la multiplicidad, hechas para la materia inerte. Únicamente la materia que acarrea consigo y en los intersticios de la cual se inserta, puede dividirla en individualidades distintas. La corriente pasa, por tanto, atravesando las generaciones humanas, subdividiéndose en individuos: esta subdivisión estaba dibujada vagamente, pero no se hubiese acusado de no existir la materia. Así se crean sin cesar almas que, no obstante, en un cierto sentido preexistían. No son otra cosa que los arroyuelos entre los que se reparte el gran río de la vida que corre a través del cuerpo de la humanidad. El movimiento de una corriente es algo muy distinto a lo que ella atraviesa, aunque adopte necesariamente sus sinuosidades. La conciencia es distinta al organismo que anima, aunque sufra ciertas vicisitudes. Al igual que las acciones posibles, cuyo diseño contiene un estado de conciencia, reciben en todo instante, en los centros nerviosos, un comienzo de ejecución, así el cerebro subraya en todo momento las articulaciones motrices del estado de conciencia; pero ahí tiene su límite la interdependencia de la conciencia y del cerebro; la suerte de la conciencia no está ligada a la suerte de la materia cerebral. En fin, la conciencia es esencialmente libre; es la libertad misma: pero no puede atravesar la materia sin posarse en ella, sin adaptarse a ella: esta adaptación es lo que se llama la intelectualidad; y la inteligencia, al volverse hacia la conciencia que actúa, es decir libre, la hace entrar naturalmente en los cuadros en los que tiene ya el hábito de ver insertarse la materia. Percibirá pues siempre la libertad en forma de necesidad; siempre despreciará la parte de novedad o de creación inherente al acto libre, siempre sustituirá la acción misma por una imitación artificial, aproximada, obtenida componiendo lo antiguo con lo antiguo y lo mismo con lo mismo. Así, se desvanecen o atenúan muchas dificultades a los ojos de una filosofía que se esfuerza por reabsorber la inteligencia en la intuición. Pero tal doctrina no facilita tan sólo la especulación. Nos da también más fuerza para actuar y para vivir. Porque, con ella, no nos sentimos ya aislados en la humanidad y la humanidad no nos parece aislada a la vez en la naturaleza que ella domina.

Al modo como el más pequeño grano de polvo es solidario de nuestro sistema solar, arrastrado por él en ese movimiento indiviso de descenso que es la materialidad misma, así todos los seres organizados, desde el más humilde al más elevado, desde los orígenes de la vida hasta los tiempos actuales, en todos los lugares y en toda ocasión, no hacen más que presentar a nuestros ojos un impulso único, inverso al movimiento de la materia y, en sí mismo, indivisible. Todos los seres vivos se atienen a este impulso y todos también ceden al mismo formidable empuje. El animal se apoya en la planta, el hombre cabalga sobre la animalidad, y la humanidad entera, en el espacio y en el tiempo, es un inmenso ejército que galopa al lado, delante y detrás de cada uno de nosotros, en una carga arrolladora capaz de derribar todas las resistencias y de franquear numerosos obstáculos, incluso quizá la muerte.

 

Notas

1  Hemos desarrollado este punto en Materia y memoria, capítulos II y III.

2  Faraday, A speculation concerning electric conduction (Phil-os. Magazine, 3a serie, vol. XXIV).

3 Nuestra comparación no hace otra cosa que desarrollar el contenido del término λόγος, tal como lo entiende Plotino. Porque, por una parte el λόγος de este filósofo es un poder generador e informador, un aspecto o un fragmento de la ψυχή, y por otra parte Plotino habla de él algunas veces como de un discurso. Más generalmente, la relación que establecemos, en el presente capitulo, entre la "extensión" y la "distensión", semeja por ciertos lados a la que supone Plotino (en razonamientos que debieron inspirar a Ravaison), cuando hace de la extensión, no sin duda una inversión del Ser original sino un debilitamiento de su esencia, una de las

4   Bastian, Le cerveau, Paris, 1882, vol. I, págs. 166-170.

5 Hemos desarrollado este punto en un trabajo anterior. Véase el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia.

6   Ob. cit., capítulos I y III.

7  Hacemos alusión aquí', sobre todo, a los profundos estudios de ed. le roy, aparecidos en la Revue de métaphysique et de morale.

8    Materia y memoria, capítulos III y IV.

9  Véanse en particular: Phys., IV, 215 a 2; V, 230 b 12; VIII, 255 α 2: y De Coelo, IV, 1-5; II, 296 b 27; IV, 308 a 34.

10  De Coelo. IV. 310 a 34: το δ'είς τoν αuτοϋ τόπον φέοεσθαι εκαστον τα εις το αuτοu είδος εστί φέρεσθαι.

11  Sobre estas diferencias de cualidad, véase la obra de duhem, L'évolution de la mécanique, Paris, pág. 197 y ss.

12  Boltzmann, Vorlesungen über Gastheorie, Leipzig, 1898, página 253 y ss.

13  En un libro rico de hechos y de ideas (La dissolution opposée à l'évolution, Paris, 1899), André Lalande nos muestra cómo todo marcha hacia la muerte, no obstante la resistencia momentánea que parecen oponer los organismos. Pero, incluso del lado de la materia no organizada, ¿tenemos derecho a extender al universo entero consideraciones sacadas del estado presente de nuestro sistema solar? AI lado de los mundos que mueren, hay sin duda mundos que nacen. Por otra parte, en el mundo organizado, la muerte de los individuos no se aparece del todo como una disminución de la "vida en general", o como una necesidad que ésta sufriría a disgusto. Como se ha hecho notar más de una vez, la vida jamás se esfuerza por prolongar indefinidamente la existencia del individuo, cuando sobre tantos otros puntos ha hecho felices esfuerzos. Todo pasa como si esta muerte hubiese sido querida, o al menos aceptada, para el mayor progreso de la vida en general.

14  Hemos desenvuelto este punto en un trabajo titulado: introduction à la métaphysique (Revue de métaphysique et de morale, enero 1903, págs. 1 a la 25)

15  Serkovski, memoria (en ruso) analizada en Année biologique, 1898, pág. 317.

16    ed.  Perrier,  Les colonies animales, Paris,  1897  (2a  edición).

17  Delage, L'Hérédité, 2a edición, Paris, 1903, pág. 97. Cf. del mismo autor: La conception polyzoïque des êtres (Revue scientifique, 1896, págs. 641-653).

18  Teoría sostenida por Kunstler, Delage, Sedgwick, Labbé, etc. Se encontrará su desarrollo, con indicaciones bibliográficas, en la obra de busquet, Les êtres vivants, París, 1899.

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