KANT - HEGEL - SCHELER

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen

Ortega y Gasset

REVISTA DE OCCIDENTE EN ALIANZA EDITORIAL

IMPRIMIR

NOTA PRELIMINAR

Se reúnen en este volumen los estudios que Ortega dedicó a la filosofía de Kant, de Hegel y de Max Scheler, y otras páginas más breves en las que también analiza la obra de algunos filósofos contemporáneos.

La importancia de su relación con Kant es notoria, y los estudios aquí incluidos -« Reflexiones de centenario» y «Filosofía pura»- lo demuestran. Fue el kantismo su primera morada filosófica y desde la que emergería a sus propias visiones originales. En éstas la «conciencia histórica» representa un valor capital, y fue Hegel, a su modo, el iniciador de ese nuevo nivel de la filosofía occidental. Por ello, la meditación de Hegel sería para Ortega, igualmente, un momento esencial en su revisión del pasado filosófico. Sus páginas sobre Scheler, en cambio, representan un diálogo que pertenece a la vida del presente, a su propio mundo.

En su confrontación con Kant, con Hegel, con Scheler, Ortega ha escrito unas páginas esclarecedoras para la comprensión de la filosofía moderna y, a la vez, como testimonio de la exposición de su propio pensamiento.

Los breves apuntes -circunstanciales- sobre otros filósofos-Cohen, Bergson, Simmel, Brentano y Husserl-, algunos inéditos y otros sólo publicados anónimamente, se editan en libro por primera vez en este volumen.

El texto se ha revisado con los originales o primeras ediciones, y contiene, además, dos apéndices inéditos -«La historiología» y «La reflexividad»-, cuya publicación en este libro parece oportuna, pues complementan los estudios -«La 'Filosofía de la Historia de Hegel y la Historiología» y «En el centenario de Hegel»- que Ortega dedicó al gran filósofo de la Historia, el primero en averiguar que «pensamos con las cosas».

PAULINO GARAGORRI.

 

KANT

REFLEXIONES DE CENTENARIO (1724-1924)

[Publicado en la Revista de Occidente. abril y mayo de 1924.]

 

I

Durante diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión. Yo dudo mucho que quien no haya hecho cosa parecida pueda ver con claridad el sentido de nuestro tiempo. En la obra de Kant están contenidos los secretos decisivos de la época moderna, sus virtudes y sus limitaciones. Merced al genio de Kant se ve en su filosofía funcionar la vasta vida occidental de los cuatro últimos siglos, simplificada en aparato de relojería. Los resortes que con toda evidencia mueven esta máquina ideológica, el mecanismo de su funcionamiento, son los mismos que en vaga forma de tendencias, corrientes, inclinaciones, han actuado sobre la historia europea desde el Renacimiento.

Con gran esfuerzo me he evadido de la prisión kantiana y he escapado a su influjo atmosférico. No han podido hacer lo mismo los que en su hora no siguieron largo tiempo su escuela. El mundo intelectual está lleno de gentiles hombres burgueses que son kantianos sin saberlo, kantianos a destiempo, que no lograrán nunca dejar de serlo porque no lo fueron antes a conciencia. Estos kantianos irremediables constituyen hoy la mayor rémora para el progreso de la vida y son los únicos reaccionarios que verdaderamente estorban. A esta fauna pertenecen, por ejemplo, los «políticos idealistas», curiosa supervivencia de una edad consunta.

De la magnífica prisión kantiana sólo es posible evadirse injiriéndola. Es preciso ser kantiano hasta el fondo de sí mismo, y luego, por digestión, renacer a un nuevo espíritu. En el mundo de las ideas, como Hegel enseña, toda superación es negación, pero toda verdadera negación es una conservación. La filosofía de Kant es una de esas adquisiciones eternas que es preciso conservar para poder ser otra cosa más allá.

Después de haber vivido largo tiempo la filosofía de Kant, es decir, después de haber morado dentro de ella, es grato en esta sazón de centenario ir a visitarla para verla desde fuera, como se va en día de fiesta al jardín zoológico para ver la jirafa.

Cuando vivimos una idea tiene ésta para nosotros un valor absoluto y nos parece situada fuera de la línea histórica, donde todo adquiere una fisonomía limitada y se halla adscrito aun tiempo y un lugar. En rigor, cuando vivimos una idea ella no vive, sino que se cierne impasible sobre la fluencia de la vida, más allá de ésta, cubriendo todo el horizonte y, por lo mismo, sin perfil, sin fisonomía. Cuando hemos dejado de vivirla, la vemos contraerse, descender, hacerse un lugar entre las cosas, alojarse en un trozo del tiempo, concretar su rostro, iluminarse de colorido, recibir y emanar influjos en canje dramático con las realidades vecinas; la vemos, en suma, vivir históricamente.

A una distancia secular, contemplamos hoy la filosofía de Kant perfectamente localizada en un alvéolo del tiempo europeo, en ese instante sublime en que va a morir la época Rococó y va a comenzar la enorme erupción romántica. ¡Hora deliciosa del extremo otoño en que la uva, ya toda azúcar, va a ser pronto alcohol, y el sol vespertino se agota en rayos bajos que orifican los troncos de los pinos! No sería excesivo afirmar que en este instante culmina la historia europea.

Los hombres de ahora ni siquiera nos acordamos de que en otros tiempos la vida era otra cosa. Y no se trata de la consueta diferencia que hay entre cada día y el anterior; no se trata de que los contenidos de nuestro afán, de nuestra fe, de nuestro apetito sean hoy distintos de los de ayer. La divergencia a que aludo es mucho más grave. Se trata de que la forma misma del vivir era otra.

Hasta la Revolución, las sociedades europeas vivían conforme aun estilo. Un repertorio unitario de principios eficaces regulaba la existencia de los individuos. Estos adherían a ciertas normas, ideas y modos sentimentales de una manera espontánea y previa a toda deliberación. Vivir era, de una u otra suerte, apoyarse en ese sólido régimen y dejar cada uno que en su interior funcionase aquel estilo colectivo. Daba esto a la existencia una dulzura, una suavidad, una sencillez, una quietud que hoy nos parecerían irreales. La Revolución escinde 1a sociedad en dos grandes mitades incompatibles, hostiles hasta la raíz. Antes, las luchas habían sido meras colisiones de la periferia. Desde entonces la convivencia social es esencialmente un combate entre dos estilos antagónicos. Nada es firme e inconcuso; todo es problemático. Y aun es falso hablar sólo de dos estilos. El romanticismo significa la moderna confusión de 1as lenguas. Es un «¡sálvese quien pueda!». Cada individuo tiene que buscarse sus principios de vida -no puede apoyarse en nada preestablecido. ¡Adiós dulzura, suavidad, quietud! Por muy revueltas o picadas que parezcan las superficies, cuando penetramos en el alma del siglo XVIII nos sorprende su fondo de densa tranquilidad. Hoy, viceversa, nos sorprende hallar que en el hombre de aspecto más tranquilo truena una remota tormenta abisal, una congoja profunda. La forma de la vida ha cambiado mucho más que sus contenidos; hoy es inminencia, improvisación, acritud, prisa y aspereza.

No se crea, sin embargo, que siento una preferencia nostálgica por esas edades en que el hombre ha vivido según un estilo colectivo. Si las llamo dulces ya la nuestra agria es simplemente porque encuentro en ellas ese diverso sabor. Esto no implica que las edades agrias no tengan sus virtudes propias, que faltan a las dulces.

Sería interesante señalar las virtudes que nuestro tipo de vida rota, dura, áspera puede oponer a la de esos tipos más coherentes y suaves. Pero ello nos llevaría tan lejos que no podríamos ya volver a nuestro tema. Quede para otra ocasión *. Ahora me complace más filiar en unos breves apuntes las facciones principales del kantismo.

* [Véase «Sobre la sinceridad triunfante», aparecido en la Revista de Occidente; mayo de 1924.]

 

II

Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad, qué son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el contrario, cómo es posible el conocimiento de la realidad, de las cosas, del mundo. Es una mente que se vuelve de espaldas a lo real y se preocupa de sí misma. Esta tendencia del espíritu a una torsión sobre sí mismo no era nueva, antes bien, caracteriza el estilo general de filosofía que empieza en el Renacimiento. La peculiaridad de Kant consiste en haber llevado a su forma extrema esa despreocupación por el universo. Con audaz radicalismo desaloja de la metafísica todos los problemas de la realidad u ontológicos y retiene exclusivamente el problema del conocimiento. No le importa saber, sino saber si se sabe. Dicho de otra manera, más que saber le importa no errar.

Toda la filosofía moderna brota, como de una simiente de este horror al error, a ser engañado, etre dupé. De tal modo ha llegado a ser la base misma de nuestra alma, que no nos sorprende, antes bien nos cuesta mucho esfuerzo percibir cuanto en esa propensión hay de vitalmente extraño y paradójico. Pues qué -preguntará alguien-, ¿no es natural el empeño de evitar la ilusión, el engaño, el error? Ciertamente, pero no es menos natural el empeño de saber, de descubrir el secreto de las cosas. Homero murió de una congoja por no haber logrado descifrar el enigma que unos mozos pescadores le propusieron. Afán de saber y afán de no errar son dos ímpetus esenciales al hombre, pero la preponderancia de uno sobre otro define dos tipos diferentes de hombre ¿Predomina en el espíritu el uno o el otro? ¿Se prefiere no errar, o no saber? ¿Se comienza por el intento audaz de raptar la verdad, o por la precaución de excluir previamente el error? Las épocas, las razas ejercitan un mismo repertorio de ímpetus elementales, pero basta que éstos se den en diferente jerarquía y colocación para que épocas y razas sean profundamente distintas.

La filosofía moderna adquiere en Kant su franca fisonomía al convertirse en mera ciencia del conocimiento. Para poder conocer algo es preciso antes estar seguro de si se puede y cómo se puede conocer. Este pensamiento ha encontrado siempre halagüeña resonancia en la sensibilidad moderna. Desde Descartes nos parece lo único plausible y natural comenzar la filosofía con una teoría del método. Presentimos que la mejor manera de nadar consiste en guardar la ropa.

Y, sin embargo, otros tiempos han sentido de muy otra manera. La filosofía griega y medieval fue una ciencia del ser y no del conocer. El hombre antiguo parte, desde luego, sin desconfianza alguna, a la caza de lo real. El problema del conocimiento no era una cuestión previa, sitio, por el contrario, un tema subalterno. Esta inquietud inicial y primaria del alma moderna, que le lleva a preguntarse una y otra vez si será posible la verdad, hubiera sido incomprensible para un meditador antiguo. El propio Platón, que es, con César y San Agustín, el hombre antiguo más próximo a la modernidad, no sentía curiosidad alguna por la cuestión de si es posible la verdad. De tal suerte le parecía incuestionable la actitud de la mente para la verdad, que su problema era el inverso y se pregunta una vez y otra; ¿Cómo es posible el error?

Se dirá que Platón desarrolla también en sus diálogos, con reiteración casi fatigosa y usando idéntica expresión que los pensadores modernos la grave pregunta; ¿Qué es el conocimiento? Pero esa aparente coincidencia no hace sino subrayar la distancia enorme que hay entre su alma y la nuestra. Bajo esa fórmula, Descartes, Hume o Kant se proponen averiguar si podemos estar seguros de algo, si conocemos con plenas garantías alguna cosa, cualquiera que ella sea. Platón no duda un momento de que podemos con toda seguridad conocer muchas cosas. Para él la cuestión está en hallar entre ellas algunas que por su calidad perfecta y ejemplar, den ocasión a que nuestro conocimiento sea perfecto. Lo sensible, por ser mudadizo y relativo, sólo permite un conocimiento inestable e impreciso. Sólo las Ideas, que son invariablemente lo que son -el triángulo, la Justicia, la blancura- pueden ser objeto de un conocimiento estable y rigoroso. En vez de originarse el problema del conocimiento en la duda de si el sujeto es capaz de él lo que inquieta a Platón es si encontrará alguna realidad capaz por su estructura de rendir un saber ejemplar.

Véase cómo este tema, de rostro tan técnico nos descubre paladinamente una secreta, recóndita incompatibilidad entre el alma antigua-medieval y la moderna. Porque merced a él sorprendemos dos actitudes primarias ante la vida perfectamente opuestas. El hombre antiguo parte de un sentimiento de confianza hacia el mundo, que es para él, de antemano, un Cosmos, un Orden. El moderno parte de la desconfianza, de la suspicacia, porque -Kant tuvo la genialidad de confesarlo con todo rigor científico- el mundo es para él un Caos, un Desorden.

Fuera un desliz oponer a esto el semblante equívoco de los escépticos griegos. Es indiscutible que el pensamiento moderno ha aprendido algo de ellos y ha utilizado no pocas de sus armas. Pero el escepticismo clásico es un fenómeno de sentido rigorosamente inverso al criticismo moderno. En primer lugar, el escéptico griego no parte de un estado de duda, sino que, al contrario, llega a ella, mejor aún, la conquista, la crea merced a un heroico esfuerzo personal. La duda, que en el moderno es un punto de partida y un sentimiento precientífico, es en Gorgias o en Agrippa un resultado y una doctrina. En segundo lugar, el escéptico duda de que sea posible el conocimiento porque acepta la idea de realidad que su época tiene y usa confiado el razonamiento dogmático. De aquí el hecho -incomprensible en otro caso- de que precisamente cuando el estado de duda se ha hecho general y nativo, como aconteció en la Edad Moderna, no haya habido formalmente escépticos. «El escepticismo no es una opinión seria», pudo decir Kant. La razón es muy sencilla. El primer gran dubitador moderno, Descartes, del primer brinco de duda eficaz, supera, anula y responde a todo el escepticismo antiguo. Duda en serio de la noción antigua de realidad y advierte que, aun negada ésa, queda otra -la realidad subjetiva, la cogitartio, el «fenómeno». Ahora bien, todos los tropos o argumentos del escepticismo griego son innocuos si, en vez de hablar de la realidad trascendente, nos referimos sólo a la realidad inmanente de lo subjetivo.

De todas suertes, fueron los escépticos clásicos una vaga aproximación y como anticipación del espíritu moderno. Precisamente por ello se destacan, como una antítesis, sobre el fondo del alma antigua, que sentía ante ellos un raro espanto, como si se tratase de una especie zoológica monstruosa. La tranquila unidad del griego típico se estremecía ante estos hombres que dudaban. Dudar es dubitare, de duo, dos -como zweifeln, de zwei.

Dudar es ser dos el que debe ser uno... y los llamaba «escépticos», palabra que se traduce inmejorablemente por «desconfiados», «suspicaces». significa «mirar con cautela en torno de sí» .

Heroica adquisición en el tiempo antiguo, se ha hecho la suspicacia un estado de espíritu nativo y común que sirve de fondo psíquico a todos los movimientos del alma moderna. Ya Descartes hace de la cautela un método para filosofar. En esta tradición de la desconfianza, Kant representa la cima. No sólo fabrica de la precaución un método, sino que hace del método el único contenido de la filosofía. Esta ciencia del no querer saber y del querer no errar es el criticismo.

Cuando se piensa que los libros de más honda influencia en los últimos ciento cincuenta años, los libros en que ha bebido sus más fuertes esencias el mundo contemporáneo y donde nosotros mismos hemos sido espiritualmente edificados, se llaman Crítica de la Razón Pura, Crítica de la Razón Práctica, Crítica del Juicio, la mente se escapa a peligrosas reflexiones. ¿Cómo? ¿La substancia secreta de nuestra época es la crítica? ¿Por tanto, una negación? ¿Nuestra edad no tiene dogmas positivos? ¿Nuestro espíritu se nutre de objeciones? ¿Es para nosotros la vida, más que un hacer, un evitar y un eludir? La actitud específica del pensamiento moderno es, en efecto, la defensiva intelectual. Y paralelamente, el derecho de nuestra época, bajo el nombre de libertad y democracia, consiste en un sistema de principios que se proponen evitar los abusos, más bien que establecer nuevos usos positivos.

Cuando veo en la amplia perspectiva de la historia alzarse frente a frente, con sus perfiles contradictorios, la filosofía antigua-medieval y la filosofía moderna, me parecen dos magníficas emanaciones de dos tipos de hombre ejemplarmente opuestos. La filosofía antigua, fructificación de la confianza y la seguridad, nace del guerrero. En Grecia, como en Roma y en la Europa naciente, el centro de la sociedad es el hombre de guerra.

Su temperamento, su gesto ante la vida saturan, estilizan la convivencia humana. La filosofía moderna, producto de la suspicacia y la cautela, nace del burgués. Es éste el nuevo tipo de hombre que va a desalojar el temperamento bélico y va a hacerse prototipo social. Precisamente porque el burgués es aquella especie de hombre que no confía en sí, que no se siente por sí mismo seguro, necesita preocuparse ante todo de conquistar la seguridad. Ante todo evitar los peligros, defenderse, precaverse. El burgués es industrial y abogado. La economía y el derecho son dos disciplinas de cautela.

En el criticismo kantiano contemplamos la gigantesca proyección del alma burguesa que ha regido los destinos de Europa con exclusivismo creciente desde el Renacimiento. Las etapas del capitalismo han sido, a la par, estadios de la evolución criticista. No es un azar que Kant recibiera los impulsos decisivos para su definitiva creación de los pensadores ingleses. Inglaterra había llegado antes que el continente a las formas superiores del capitalismo.

Esta relación que apunto entre la filosofía de Kant y el capitalismo burgués no implica una adhesión a las doctrinas del materialismo histórico. Para éste las variaciones de la organización económica son la verdadera realidad y la causa de todas las demás manifestaciones históricas. Ciencia, derecho, religión, arte constituyen una superestructura que se modela sobre la única estructura originaria, que es la de los medios económicos. Tal doctrina, cien veces convicta de error, no puede interesarme. No digo, pues, que la filosofía crítica sea un efecto del capitalismo, sino que ambas cosas son creaciones paralelas de un tipo humano donde la suspicacia predomina.

Cualquiera que sea el valor atribuido por nosotros a una obra de la cultura -un sistema científico, un cuerpo jurídico, un estilo artístico-, tenemos que buscar tras él un fenómeno biológico- el tipo de hombre que le ha creado. Y es muy difícil que en las diversas creaciones de un mismo sujeto viviente no resplandezca la más rigorosa unidad de estilo.

Esto permite, a la vez, orientarnos sobre nosotros mismos. ¿A qué tipo de hombre pertenece el actual? ¿Es una prolongación del temperamento cauteloso y burgués? La respuesta tendría que partir de un análisis de la nueva filosofía. Este es difícil, tal vez imposible, porque la nueva, filosofía se halla aún en germinación y no podemos verla completa, conclusa ya distancia, como vemos los sistemas de Grecia o el de Kant. Pero hay un punto del que puede ya, sin grave riesgo, hablarse. La nueva filosofía considera que la suspicacia radical no es un buen método. El suspicaz se engaña a sí mismo creyendo que puede eliminar su propia ingenuidad. Antes de conocer el ser no es posible conocer el conocimiento, porque éste implica ya una cierta idea de lo real. Kant, al huir de la ontología, cae, sin advertirlo, prisionero de ella. En definitiva, mejor que la suspicacia es una confianza vivaz y alerta. Queramos o no, flotamos en la ingenuidad y el más ingenuo es el que cree haberla eludido.

Según esto, el kantismo podía denominarse con el subtítulo de la obra de Beaumarchais: «El barbero de Sevilla. o La inútil precaución».

 

III

El hombre moderno es el hombre burgués. Con esto le hemos aplicado un atributo sociológico. Pero, además, el hombre moderno es un europeo occidental, y esto quiere decir que es, más o menos, germánico. Con esto le hemos dado una calificación etnológica. En la Europa meridional, el germano ha recibido dentro de sí una contención mediterránea. En Francia, una compensación celta. Kant es un germano sin compensaciones -no se advierte en él ningún síntoma de eslavismo que a veces apunta en el prusiano-, es un alemán.

No basta la suspicacia para explicar psicológicamente la filosofía de Kant. Suspicaces fueron Descartes y Hume, y, sin embargo, sus filosofías se diferencian mucho -dentro del estilo común a la época- del idealismo trascendental. Ahora debemos preguntamos: si Kant tiene de común con Descartes y Hume la desconfianza, ¿en qué se distingue de ellos? Evidentemente, se distinguirá en el modo de aquietar aquélla. Puestos los tres gigantes a sospechar de las realidades, llegará al cabo un momento en que cada cual encuentre alguna satisfactoria, donde su cautela se rinda; Parejos al dudar, serán diferentes al creer. Pues bien, ¿en qué cree Kant?

El alma alemana y el alma meridional son más hondamente diversas de lo que suele creerse. Una y otra parten de dos experiencias iniciales, de dos impresiones primigenias radicalmente opuestas. Cuando el alma del alemán despierta a la claridad intelectual se encuentra sola en el mundo. El individuo se halla como encerrado dentro de si mismo, sin contacto inmediato con ninguna otra cosa. Esta impresión originaria de aislamiento metafísico decide de su ulterior desarrollo. Sólo existe para él con evidencia su propio yo; en tomo a éste percibe a lo sumo un sordo rumor cósmico, como el del mar batiendo los acantilados de una isla.

Por el contrario, el meridional despierta, desde luego, en una plaza pública; es nativamente hombre de ágora y su impresión primeriza tiene un carácter social. Antes de percibir su yo, y con superior evidencia, le son presentes el y el él, los demás hombres, el árbol, el mar, la estrella. La soledad no será nunca para él una sensación espontánea; si quiere llegar a ella tendrá que fabricársela, que conquistarla, y su aislamiento será siempre artificial y precario.

Las consecuencias de esta opuesta iniciación son incalculables. Tiende el espíritu a considerar como realidad aquello que le es más habitual y cuya contemplación le exige menos esfuerzo. En cada uno de nosotros parece ir la atención, por su propio impulso y predilectamente, a una cierta clase de objetos. El naturalista de vocación atenderá con preferencia a los fenómenos visibles que toleran la medida; el temperamento financiero gravitará hacia los hechos económicos. Vano será el empeño de oponerse a esa espontánea inclinación; en, el fondo creerán siempre que la realidad definitiva consiste en aquel estrato de objetos preferidos. Sabido es que, si se exceptúa a los psiquiatras, suelen los médicos padecer una incapacidad gremial para la investigación psicológica. Habituados por su oficio a ver en el enfermo un cuerpo que es preciso por medios físicos reparar, llega a serles imposible la visión de los fenómenos psíquicos. El médico es corporalista nato.

Pues bien, el alma meridional ha propendido siempre a fundar la filosofía en el mundo exterior. La cosa visible es para ella prototipo de realidad. Le es más evidente y primaria la existencia de las cosas en torno y de los otros hombres que la suya propia. De sí mismo sólo percibe -espontáneamente- la periferia, el sobrehaz del yo, donde parecen las cosas chocar, dejando su huella o impresión. En el alemán, por el contrario, la atención se halla como vuelta de espaldas al exterior y enfocando la intimidad del individuo. Ve el mundo no directamente, sino reflejado en su yo, convertido en «hecho de conciencia», en imagen o idea. Es un hombre que para mirar el paisaje se inclina sobre el borde del estanque y lo busca allí, espejado en su fondo, transformado en líquido fantasma que el viento estremece, como el personaje de Lope de Vega en La Angélica, puesto de pechos sobre la borda de la nao que está anclada junto a Sevilla:

y por beber la octava maravilla

que la ciudad famosa representa,

como bebiendo él mismo el agua mueve ,

piensa que casas y edificios bebe.

Al meridional puro le será siempre problemática, esquiva, evanescente esa realidad del Yo-Conciencia del Interior por antonomasia. Pero, además, reconozcamos que no sólo desde el punto de vista meridional, sino racionalmente, es el hecho de la sensibilidad alemana algo muy extraño, sorprendente y punto menos que patológico *. No existe la conciencia si no es conciencia de algo. El objeto extraconsciente es, pues, en el orden natural, el que parece ser primario. El darse cuenta de la conciencia, es decir, la conciencia como objeto, es un fenómeno secundario que supone el primero. Esta paradoja de una sensibilidad que empieza por lo que es segundo y hace de ello lo propiamente primario, debe ser reconocida como tal, bien subrayado su heteróclito carácter, si se quiere entender el espíritu alemán.

* Convendría indicar aquí en qué sentido ese fenómeno de introversión es o puede ser patológico. Su influencia en la historia de las artes, del pensamiento y, en general, de la vida europea moderna, es enorme. Por esto mismo, me será forzoso ocuparme de él en la segunda parte de mi ensayo «Sobre el punto de vista en las artes». [Incluido en el volumen La deshumanización del arte, publicado en esta Colección.]

 

Como Midas encuentra cuanto toca permutado en oro, todo lo que el alemán ve con plena evidencia lo ve ya subjetivado y como contenido de su yo. La realidad exterior, ajena al yo, le suena a manera de equívoco eco o resonancia vaga dentro de la cavidad de su conciencia.

Vive, pues, recluso dentro de sí mismo, y este «sí mismo» es la única realidad verdadera. Como decían los cirenaicos cuando imaginaron una propensión parecida, está condenado a habitar «cual en una ciudad sitiada>>, separado del universo, encerrado en sus estados personales.

Kant es un clásico de este subjetivismo nativo propio al alma alemana. Llamo subjetivismo al destino misterioso en virtud del cual un sujeto lo primero y más evidente que halla en el mundo es a sí mismo. Todo ulterior ensayo de salir afuera, de alcanzar el ser transubjetivo, las cosas, los otros hombres, será un trágico forcejeo. El contacto con la realidad exterior no será nunca, en rigor, contacto, inmediata evidencia, sino un artificio, una construcción mental precaria y sin firme equilibrio. El carácter subjetivo de la experiencia primaria se dilatará hasta el confín del universo, y dondequiera que el afán intelectual llegue, no verá sino cosas teñidas de Yo. La Crítica de la razón pura es la historia gloriosa de esta lucha. Un Yo solitario pugna por lograr la compañía de un mundo y de otros Yo -pero no encuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentro de sí.

Y es curioso que éste ha sido perennemente el sino de la filosofía alemana, aun en las épocas más hostiles a su ingénita sensibilidad. Puesto que el yo significa la realidad ejemplar, entenderá el alemán por filosofía el ensayo de construir intelectualmente un mundo que se parezca en lo posible a un Yo. El que nace solitario jamás hallará compañía que no sea una ficción.

En cambio, el meridional, que comienza inversamente por recibir el hecho radical de la existencia ajena -cosas, personas-, vivirá recíprocamente condenado al barullo de la gran plazuela cósmica y no se hallará jamás verdaderamente solo. Su problema, al revés que para el alemán, consistirá en penetrar dentro de sí mismo, en comprender el hecho del Yo. Llega así mismo después de haber visto las cosas corporales y el tú; llega de rebote sobre ellos y trayendo hacia su interior la norma de esas primarias evidencias. Tenderá, pues, a interpretar el yo desde fuera, como vemos desde fuera las cosas y los otros sujetos. De aquí que en toda la filosofía puramente meridional se haya construido el Yo en forma parecida al cuerpo y en unión con éste *. Platón y Aristóteles ignoran el yo, la conciencia de sí mismo, esa realidad sorprendente que consiste en un saberse a sí propio, en un encorvarse hacia sí formando una absoluta Intimidad. Lo que no es cuerpo es casi-cuerpo y lo llaman alma. El alma aristotélica es de tal modo una entidad semi-corporal, que se halla encargada lo mismo de pensar que de hacer vegetar la carne. Esta revela que el pensar no está aún visto desde dentro, sino como un hecho cósmico parejo al movimiento de los cuerpos.

* Hay una gran excepción; verdad es que se trata de un hombre en todos sentidos y órdenes excepcional y aun extraño: San Agustín. Es la única mente del mundo antiguo que sabe de la Intimidad característica de la experiencia moderna, esto es, germánica. Durante toda la Edad Media combaten en los claustros los hombres del Norte con los del Sur por libertar el alma de toda corporeidad y hacerla íntima. Hugo de San Víctor, Duns Scoto, Occam, Nicolás de Autrecourt buscarán el intimismo; Tomás de Aquino, buen italiano, renovará la idea aristotélica del alma «corporal.»

 

Es de suma importancia esta distinción entre el ver desde dentro o desde fuera, entre la visión stricto sensu íntima, inmanente, y la visión extrínseca. Un ejemplo tosco que la aclara puede ser la diferencia que hay entre ver correr a otro o sentirse uno corriendo. El que corre percibe su carrera desde el interior de su cuerpo como un conjunto de sensaciones musculares, de dilatación y constricción de los vasos, de aceleración del flujo sanguíneo. El prójimo que corre es, en cambio, un espectáculo visual y externo, un desplazamiento de una forma corporal sobre un fondo de espacio. Es interesante advertir que en algunas lenguas de pueblos salvajes se expresa con palabras de distinta raíz la acción que uno ejecuta y la que ve ejecutar a los demás. Se trata, en efecto, de dos fenómenos completamente distintos.

El griego halla originariamente ante sí los movimientos de los cuerpos y los pensamientos de los otros hombres -estos últimos bajo la especie corpórea de la palabra, lógos-. El movimiento no sabe que se mueve. Tampoco el pensamiento que el griego ve sabe que piensa. Va recto a su objeto, se materializa en el verbo. Para el alemán, por el contrario, es esencial al pensamiento saberse a sí mismo. Por eso le llama conciencia -término central de toda la filosofía moderna ** -. El Yo alemán no es alma, no es una realidad en el cuerpo o junto a él, sino conciencia de sí mismo -Selbstbewusstsein, un término que aún no ha podido verterse cómodamente a nuestros idiomas de tradición meridional-. Durante quince años de cátedra he podido adquirir la más amplia experiencia de la enorme dificultad con que una cabeza española llega a comprender este concepto. En cambio, me sorprendió muchas veces en los seminarios filosóficos alemanes la facilidad con que el principiante penetra dentro de él. Era el pato recién nacido que se lanza recto a la laguna, su elemento.

** En el español usual conserva todavía la palabra conciencia su puro sentido germánico de reflexividad; sobre todo, cuando no se omite la s. Consciencia es darse cuenta de sí mismo, de nuestras ideas, pasiones, etc.: en suma, de nuestro yo.

 

¡Extraña naturaleza la de este Yo! Mientras las demás cosas se limitan a ser lo que son -la luz a iluminar, el son a sonar, la blancura a blanquear-, ésta sólo es lo que es en la medida en que se da cuenta de lo que es. Fichte, que fue el enfant terrible del kantismo, que dice a voz en grito lo que Kant musitaba o retenía, define taxativamente el Yo como el ser que se sabe a sí mismo, que se conoce a sí mismo. Su realidad no es otra que esta reflexividad. El yo está siempre consigo, frente afrente de sí mismo; su ser es un Ser-para-sí. A Hegel debemos la acuñación de esta nueva categoría -Fürsichsein ***.

*** En cambio, Aristóteles, sólo al cabo de su metafísica, cima y última adquisición de su conocimiento, descubre este fenómeno del pensarse a si mismo, y le parece cosa tan sublime y remota, que lo considera como exclusivo de Dios.

 

Cuando Sócrates propone a los griegos su gran imperativo Conócete a ti mismo, pone al descubierto el secreto meridional. Para el alemán no puede valer tal mandamiento; el alemán no conoce bien sino a sí mismo. En vez de un desideratum, es para él su realidad auténtica, la primaria experiencia. Pero el griego sólo conoce al prójimo -el yo visto desde fuera-, y su yo es, en cierto modo, un tú. Platón no usa apenas, y nunca con énfasis, la palabra yo. En su lugar, habla de nosotros. Es el hombre agoral y de foro. Viceversa, el puro germano, ¿por qué es tan torpe en la percepción del mundo plástico?, ¿por qué carece de gracia en sus movimientos?, ¿por qué es tan poco perspicaz en todo lo que implica fina intuición del prójimo? -en la política, en la conversación, en la novela-. Evidentemente, porque no ve con claridad el tú, sino que necesita construirlo partiendo de su yo. El alemán proyecta su yo en el prójimo y hace de él un falso tú, un alter ego. Su convivencia social será un perpetuo desacierto. El empieza precisamente donde el yo acaba, y es lo absolutamente distinto de mí.

Precisamente, esta diferencia entre mí y el otro es lo que el meridional considera como yo. De aquí su gracia incomparable en el trato, su astucia psicológica, su maquiavelismo originario. Percibe del y del yo las vertientes contrapuestas que el uno presenta al otro en el tráfico social. Casi hemos perdido la noción de la sociabilidad antigua. Para un romano o un griego, el destierro, el quedarse solo, era una de las penas máximas. Como el yo alemán vive de sentirse a sí mismo, el yo del Sur consiste principalmente en mirar al tú. Separado de éste, queda vacío. Cuando en las postrimerías del mundo antiguo el alma melancólica de Marco Aurelio intenta quedarse sola, sus Soliloquios nos suenan extrañamente a diálogo. No vemos allí un espíritu que se recoge dentro de sí mismo, sino, al contrario, un yo que se proyecta fuera de sí en ficticia duplicación, que hace de sí mismo un amigo exterior y le dirige prudentes amonestaciones y tibias confidencias. En la obra de Marco Aurelio falta precisamente intimidad.

Sólo sabe de intimidad quien sabe de soledad: son fuerzas recíprocas, Einsamkeit, Immerlichkeit... Tal vez no haya otras palabras que resuenen más insistentemente a lo largo de la historia alemana. En plena Edad Media, tiene la audacia el maestro Eckhart de afirmar que la realidad suma -la divina- se halla, no fuera, sino en lo más íntimo de la persona, y llama a esa realidad «el desierto silencioso de Dios». Leibniz fabricará intelectualmente un mundo compuesto de Yos, en cada uno de los cuales nada penetra. Las mónadas no tienen ventanas. Kant da el paso decisivo. Deja sólo una mónada, deja un solo y único Yo, centro y periferia de toda realidad.

Descartes y Kant, las dos figuras mayores de la filosofía moderna, levan ancla con idéntico estado de ánimo: la suspicacia. Más pronto surge la modalidad dispar en ambos. A primera vista parece que siguen coincidiendo: en los dos, la duda concluye cuando encuentran el yo. Pero Descartes no encuentra el yo solitario, sino junto, al lado de la materia, de la corporeidad. Para él son pensée y étendue dos realidades igualmente primarias. La consecuencia es que la pensée en Descartes queda teñida de una cierta materialidad meridional. La prueba es que la pensée se le convierte en alma, la cual habita en la extensión, es inquilina de lo externo. Y no le basta con localizarla vagamente, sino que la aloja en la glándula pineal. ¿Se concibe el Yo de Kant avecindado en una glándula? La subjetividad de Kant es incompatible con toda otra realidad: ella es todo. Nada positivo queda fuera. Se ha abolido el Fuera, hasta el punto de que, lejos de estar la conciencia en el espacio, es el espacio quien está en la conciencia.

Añadamos, pues, a la suspicacia esta segunda facción de la filosofía kantiana: subjetivismo.

El sistema de Kant y los de sus descendientes han quedado en la historia de la filosofía con el título más bonito. Se los llama «idealismo». El bloque del idealismo alemán es uno de los mayores edificios que han sido fabricados sobre el planeta. Por sí sólo bastaría para justificar y consagrar ante el universo la existencia del Continente europeo. En esa ejemplar construcción alcanza su máxima altitud .el pensamiento moderno. Porque, en verdad, toda .la filosofía moderna es idealismo. No hay más que dos notables excepciones: Spinoza, que no era europeo, y el materialismo, que no era filosofía.

Con audacia y constancia gigantes, durante cuatro siglos, el hombre blanco de Occidente ha explorado el mundo desde el punto de vista idealista. Ha cumplido hasta el extremo su misión, ensayando todas las posibilidades que él incluía. Y ha llegado hasta el fin -ha llegado a descubrir que era un error-. Sin esa magnífica experiencia del error, una nueva filosofía sería imposible; pero, viceversa, la nueva filosofía -y la nueva vida- sólo puede tener un lema cuya fórmula negativa suene así: superación del idealismo.

De ser la fórmula más exacta de cultura, todo gran punto de vista pasa por agotamiento a ser una fórmula de incultura. Porque cultura, en su mejor sentido, significa creación de lo que está por hacer, y no adoración de la obra una vez hecha. Toda obra es, frente a la actividad creadora, materia inerte y limitada. Así el idealismo, un tiempo nombre de empresas y hazañas peligrosas, se ha convertido en un fetiche de la beatería cultural, de los negros de la cultura. Las vagas resonancias de tan bella palabra provocan en la gente de retaguardia deliquios extáticos.

Conviene, pues, advertir que el término «idealismo», en su uso moderno, tan poco semejante al antiguo, tiene uno de estos dos sentidos estrictos:

Primero. Idealismo es toda teoría metafísica donde se comienza por afirmar que a la conciencia sólo le son dados sus estados subjetivos o «ideas». En tal caso, los objetos sólo tienen realidad en cuanto que son ideados por el sujeto -individual o abstracto-. La realidad es ideal. Este modo de pensar es incompatible con la situación presente de la ciencia filosófica, que encuentra en pareja afirmación un error de hecho. El idealismo de «ideas» no es sino subjetivismo teórico.

Segundo. Idealismo es también toda moral donde se afirma que valen más los «ideales» que las realidades. Los «ideales» son esquemas abstractos donde se define cómo deben ser las cosas. Mas habiendo hecho previamente de las cosas estados subjetivos, los «ideales» serán extractos de la subjetividad. El idealismo de los «ideales» es subjetivismo práctico.

 

IV

Dime lo que prefieres y te diré quién eres. Toda predilección es auténtica confesión. El hecho de que Kant, dando voz a la secreta tradición de su raza, se resuelva a hacer de la reflexibilidad substrato del universo nos pone de manifiesto el arcano mecanismo del alma alemana. ¡Hay tantas otras formas de realidad más obvias que ésta! ¿Por qué preferirla? Hay la realidad de lo sensible, la facies mundi que decía Spinoza; hay la realidad inmaterial de los números que escapa a la mano y al ojo, pero tanto mejor se deja prender por la razón; hay la realidad del espíritu espontáneo... Armado de suspicacia, Kant pasa a la vera de todo eso con indómito desdén, y como el unicornio sólo se inclina ante la mujer, cede sólo ante la realidad que se da cuenta de sí misma: la conciencia de reflexión.

Nótese el problema psicológico que la reflexividad plantea. Para que la conciencia se dé cuenta de sí misma, es menester que exista; es decir, hace falta que antes se haya dado cuenta de otra cosa distinta de sí misma. Esta conciencia irreflexiva que ve, que oye, que piensa, que ama, sin advertir que ve, oye, piensa y ama, es la conciencia espontánea y primaria. El darnos cuenta de ella es una operación segunda que cae sobre el acto espontáneo y lo aprisiona, lo comenta, lo diseca. Ahora bien: ¿a cuál de estas dos formas de conciencia corresponde la hegemonía? ¿Dónde carga nuestra vida su peso decisivo, en la espontaneidad o en la reflexividad?

La psique alemana y la española son dos máquinas que funcionan de manera muy distinta. Observemos lo que pasa en ambas cuando una excitación del contorno llega a ellas y reciben una impresión. ¿Quién es más impresionable, el alemán o el español? La pregunta es equívoca, porque de cualquiera de ellos podemos decir que es más impresionable que el otro. El español es más fácilmente impresionable; el alemán, más hondamente impresionable. Ante una excitación, el español reacciona más pronto y reacciona ante estímulos más sutiles. El alemán responde tardamente y muchas excitaciones pasan para él desapercibidas. En cambio, cuando el alemán reacciona lo hace todo él.

Imaginemos dos esferas, A y B, que fuesen de materia sensible. Sensibilidad es en A una actividad distinta que en B. Cuando del exterior llega una excitación a un punto de la esfera española A, sentir es para ella conmoverse ese punto y, por sí mismo, como si él solo fuese la esfera toda, responder hacia el contorno. En la esfera alemana B, al ser herido un punto no vibra convulsivamente, como en A; su irritabilidad es inferior; pero, en cambio, propaga elásticamente su estado a los demás puntos de la esfera. Es ésta, pues, en su integridad, quien se impresiona, y la respuesta hacia afuera proviene del volumen esférico integral.

En el primer caso, el sentir consiste en la simple recepción del estímulo con toda su intensidad, calidad y pureza. La reacción es automática como un movimiento reflejo. En el segundo caso, sentir es articular la impresión primaria con todo el resto de la intimidad, y la reacción, más bien que respuesta al estímulo singular, será un compromiso entre éste y todo lo demás que el sujeto encierra y es. Aquí la impresión queda reducida a un factor mínimo y todo lo pone la reflexión.

Esta contraposición esquemática nos permite deslizar una mirada en lo recóndito de dos organizaciones psicológicas diversas. El español es un haz de reflejos; el alemán, una unidad de reflexiones. Aquél vive en un régimen de descentralización espiritual y su yo es, en rigor, una serie de yos, cada uno de los cuales funciona en su momento, sin conexión ni acomodo con el resto de ellos. El alemán vive centralizado; cada uno de sus actos viene a ser como el escorzo de toda su persona, que se halla en él presente y activa.

Las virtudes y defectos de ambas razas proceden de esta opuesta constitución de su aparato psíquico. Vano será buscar en el español cohesión y solidaridad íntimas.

Resbala por la vida en una existencia, por decirlo así, puntiforme, hecha toda de momentos discontinuos. En cambio, si tomamos aislados cada uno de esos momentos nos sorprenderá la gracia y la impulsividad de su conducta. A lo que debemos renunciar es a hallar concordancia entre dos momentos sucesivos. La insolidaridad nacional de nuestro pueblo no es más que la proyección, en el plano histórico, de la insolidaridad del individuo consigo mismo. El yo del español es plural, tiene un carácter colectivo y designa la horda íntima.

Inversamente, es el alma alemana sobremanera elástica y solidaria. El momento inicial de la impresión en que un punto de su periferia se encuentra solo frente a frente del mundo le produce terror. No se siente fuerte sino cuando la impresión ha sido arropada, amparada por todo el resto del alma. Decía Federico Alberto Lange que un boticario alemán no puede machacar en su mortero si antes no se ha puesto bien en claro lo que ese acto representa en el sistema del universo. De aquí la inevitable lentitud del tempo vital que caracteriza la existencia alemana. Es incapaz de acertar en el presto de la improvisación; su alma tardígrada se moviliza lentamente y es como una caravana donde no parte el primer camello mientras no está apercibido el último.

Tácita o paladinamente, la vida de cada ser es un ensayo de apoteosis. De lo que en nosotros hallamos mejor quisiéramos hacer lo óptimo del universo. Según Voltaire, si un pavo real pudiera hablar diría que tiene alma y que esa alma está en su cola. La filosofía de Kant es una gigantesca apología de la reflexión y una diatriba contra todos los primeros movimientos. En lógica descalifica a la percepción, que es un acto primario de la conciencia. Lo que ella contiene no será conocimiento; éste empieza donde la reflexión se apodera de lo percibido y, descuartizándolo, lo reorganiza según los principios del entendimiento, que son formas subjetivas o, como las llama también, «determinaciones de la reflexión» -Reflexions-bestimmungen-. En ética deniega el atributo de bondad a todo acto espontáneo, a todo sentimiento que emerge autóctono del fondo personal. Como la percepción en el conocimiento, la emoción en moral debe ser paralizada, examinada, y sólo será honesta cuando la razón reflexiva le haya dado su visto bueno, elevándola al rango de «deber». Una misma acción será mala si es querida espontáneamente por ella, y buena cuando la reflexión la ha investido con la forma o uniforme de «deber».

Dondequiera vemos a Kant suspender toda espontaneidad, como si ella fuese sólo una infra-vida, y empezar a vivir de esa actividad segunda que es la reflexividad. Sin que ello rompa la unidad de la psique alemana, descubrimos que en Kant el yo espontáneo es como un menor de edad, siempre acompañado de un yo pedagogo, y lo más curioso del caso es que Kant cree que el espontáneo es este último, invirtiendo escandalosamente los términos. Ahora bien, en esta tergiversación consiste esencialmente la pedantería. Pedante es quien de la reflexión se hace una espontaneidad.

En esta famosa pedantería radica la fuerza mental de los alemanes. Porque ciencia es, ineludiblemente, reflexión. Quien no se contente con ser un hombre de mundo y quiera ser un hombre de ciencia, habrá de hacerse por fuerza un poco pedante, es decir, un poco alemán.

El espíritu de Kant se estremece con vago terror ante lo inmediato, ante todo lo que es simple y clara presencia, ante el ser en sí. Padece ontofobia. Cuando la realidad radiante le cerca siente la necesidad de abrigo y coraza para defenderse de ella. En los Nibelungos, de Hebbel, cuando Brunilda llega a las tierras claras de Borgoña desde su patria, donde reside una noche eterna, dice:

No puedo acostumbrarme a tanta luz.

Me hace daño, me parece como si estuviese desnuda.

Como si ningún vestido fuera suficientemente tupido.

Esta sensación de cósmico pavor ha hecho que, desde Kant, la filosofía alemana deje de ser filosofía del ser y se convierta en filosofía de la cultura. La cultura es el traje que Brunilda solicita para defender su desnudez, es la reflexión que pretende sustituir a la vida. La egregia faena del idealismo trascendental lleva a una intención defensiva y se parece un poco a la del gusano que de su propia saliva urde un capullo aislador. La vida de un alemán es siempre más sencilla que la de otro europeo cualquiera. Esto es tan verdad como la viceversa; los pensamientos de un europeo cualquiera son siempre más sencillos que los de un a1emán. Este acertará en la ciencia y se equivocará en la existencia, incapaz de apresar prontamente la gracia transeúnte.

Hay en las Memorias de Madame Récamier una anécdota que recomiendo a la atención de mis amigos alemanes. Esta mujer, la más hermosa de su tiempo, había impuesto dondequiera ese imperio automático que logra la belleza con su mera presencia. Inglaterra le había hecho una recepción oficial -sólo porque era de rostro divino-. Chamisso cuenta que en una isla del mar del Sur sorprendió a unos indígenas rindiendo culto a una imagen; al acercarse vio que se trataba de un retrato de madame Récamier arribado a la isla no se sabe cómo. Una mañana, hallándose en los baños de Plombieres, le entregan la tarjeta de un alemán. No era la hora habitual de recibir, pero el tudesco rogaba con insistencia que madame Récamier le permitiese verla, otorgándole así un honor que ambicionaba sobremanera. Habituada madame Récamier a tales homenajes insistentes, no halló en ello nada de extraño y recibió al alemán, que era un joven de muy buen aire. El visitante, después de saludarla, se sentó y se puso a contemplarla en silencio. Esta muda admiración, halagüeña, pero embarazosa, amenazaba prolongarse. Madame Récamier se aventura a inquirir si algún compatriota del joven le había hablado de ella y a esta circunstancia se debía el deseo que de verla había manifestado.

-No señora -repuso el joven alemán-; nadie me ha hablado nunca de usted; pero habiendo oído Que se hallaba en Plombieres una persona que lleva un nombre célebre, no hubiera querido, por nada del mundo, volver a Alemania sin haber contemplado una mujer tan próxima al ilustre doctor Récamier y que lleva su nombre.

 

V

He intentado que penetremos en el alma de Kant, como los israelitas en Jericó, aproximándonos a ella en rodeos concéntricos y dando al aire un vario son de trompetas que distraiga al señor de la fortaleza y nos permita sorprenderlo. Pero ahora llega el instante ineludible de cargar hasta el fondo e invadir el centro mismo de ese espíritu gigante y poderoso.

Los primeros movimientos son torpes, inseguros en el alemán. Está dotado, en cambio, de una reflexión atlética. No nos extraña, pues, que haga de ésta el sostén de su universo. Mas para ello existe otra razón de muy superior rango. Kant desdeña todo primer movimiento, porque en él no se mueve el alma por sí misma, sino que es movida por los objetos. Al ver, al oír, al desear, on n'agitpas, on est agi. La conciencia primaria es receptiva y la recepción es pasividad. La actividad del sujeto no comienza hasta que entra en juego la reflexión. En ésta el sujeto vive por su propia cuenta, de sus fondos enérgicos -compara, organiza, decide-; en suma, actúa. Tanto vale, pues, decir que el alemán posee una recia facultad de reflexión, como decir que el yo alemán es superlativamente activo. Aquí tropezamos con el resorte último que pone en marcha el kantismo y, en general, toda la filosofía alemana.

Cuanto hemos dicho hasta ahora resulta externo y adjetivo en comparación con esta nueva nota de soberano activismo. Sólo mirados desde este carácter definitivo adquieren su verdadero valor, su justo sentido los restantes atributos. Así la suspicacia aparecerá ahora como una mera tintura histórica y ocasional. Kant es suspicaz no porque nativamente lo sea, sino a fuer de hombre moderno. Su cautela, su burguesismo y ese extraño piétinement ante lo real cobran, a .la postre, un cariz inverso y se revelan súbitamente como ardides de guerra. Yo no sé si se me entenderá bien; pero creo que un hombre del Sur, dueño de algún olfato, no puede menos de husmear en el magister Kant el tufo del eterno vikingo que en un medio incompatible busca la única salida franca a su temperamento extemporáneo.

Más aún que el criticismo caracteriza a Kant en la historia de la filosofía el haber hecho de la ética una pieza esencial en el sistema ideológico. Si de los libros éticos griegos nos trasladamos al de Kant, pronto advertimos en el cambio de tono el cambio de espíritu. Desde la Crítica de la Razón Práctica, hablar de moral es ya prejuzgar la cuestión, tomándola en un temple trágico y terrible. Cuando hoy decimos «inmora1» sentimos algo violento y capaz de poner espanto en el ánimo, como si viéramos ya a toda la sociedad aniquilando al así calificado y, sobre todo, al firmamento derrumbándose sobre él para aplastarlo. La ética en Kant se hace patética y se carga de la emoción religiosa vacante en una filosofía sin teología. ¡Cuán otra tonalidad se gozaba en el mundo antiguo! En vez de «moral» e «inmoral», se decía lo laudable y lo vituperable. El deber en el estoico era , lo decente, lo correcto. Diríase que para el mundo antiguo la moral empieza en el plano superfluo de las finuras vitales, que es una destreza y como una gracia más de la persona, pero no un sino trágico y elemental de la vida. Se trata sencillamente de fijar el régimen más certero de la conducta, a fin de que nuestra existencia sea intensa, armoniosa y ornada. «Busca el arquero con los ojos un blanco para sus flechas, y ¿no lo buscaremos para nuestras vidas?» Con este ademán deportivo comienza Aristóteles la Moral a Nicómaco y da al viento gentilmente su dardo vital.

La lógica o metafísica de Kant culmina en su ética. No es posible entender aquéllas sin ésta. Ahora bien: la ética no es filosofía del ser, sino de lo que debe ser. La perenne tradición clásica encuentra, entre las cosas que son, algunas tan perfectas que les reconoce esa dignidad y como segunda potencia del ser, que consiste en «deber ser». De esta manera queda «lo que debe ser» incluido en el ámbito ingente de lo que es y el pensamiento ético se subordina al lógico o metafísico. Pero he aquí que Kant proclama el Primado de la razón práctica sobre la teórica. ¿Qué quiere decir esto? Hasta él la razón había sido sinónimo de teoría, y teoría significa contemplación del ser. En cuanto teoría, la razón gravita hacia la realidad, la busca escrupulosamente, se supedita humilde a ella. Dicho de otra manera, lo real es el modelo y la razón la copia. Pensar es aceptar. Más como la realidad no es razón, estará ésta condenada a recibir la norma y la ley de un ajeno poder i-racional o a-racional, incongruente con ella. Este es el momento en que Kant arroja la máscara. Por detrás de su primer gesto cauteloso se resuelve a la audacia sin par de declarar que mientras la razón sea mera teoría, pulcra contemplación, la razón será irracional. La razón verdadera sólo puede recibir la ley de su propio fondo, autonómicamente; sólo puede ser razón de sí misma, y en lugar de atender a la realidad irracional -por tanto, siempre precaria y problemática- necesita fabricar por sí un ser conforme a la razón. Ahora bien, esta función creadora, extraña a la teoría, es exclusiva de la voluntad, de la acción o práctica. No hay más razón auténtica que la práctica. El conocimiento deja de ser un pasivo espejar la realidad y se convierte en una construcción. Eso que vulgarmente se llama realidad es mero material caótico y sin sentido que es preciso esculpir en cuerpo de universo.

No creo que en toda la historia humana se haya ejecutado una inversión más osada que ésta. Kant la llama su «hazaña copernicana». Pero, en rigor, es mucho más. Copérnico se limita a sustituir una realidad por otra en el centro cósmico. Kant se revuelve contra toda realidad, arroja su máscara de magister y anuncia la dictadura.

De contemplativa, la razón se convierte en constructiva y la filosofía del ser queda íntegramente absorbida por la filosofía del deber ser. Conocer no es copiar, sino, al revés, decretar. «En vez de regirse el entendimiento por el objeto, es el objeto quien ha de regirse por el entendimiento». Consideraba Platón que el filosofó no es más que un filotheamón, un amigo de mirar. Para Kant, el pensamiento es un legislador de la naturaleza. Saber no es ver, sino mandar. La quieta verdad se transforma en imperativo.

Nosotros, gente mediterránea y, por lo tanto, contemplativa, quedaremos siempre estupefactos viendo que Kant, en vez de preguntarse: ¿cómo habré yo de pensar para que mi pensamiento se ajuste al ser?, se hace la opuesta pregunta: ¿cómo debe ser lo real para que sea posible el conocimiento, es decir, la conciencia, es decir, YO? *  La actitud de la inteligencia pasa de humilde a conminatoria. Entonces nos acordamos de los magníficos bárbaros blancos que irrumpieron un día las glebas blandas e irradiantes del Sur. Eran un tipo nuevo de hombres que, como dice Platón de los escitas, se caracterizaban por su ímpetu. Con ellos entra en la historia un principio nuevo, al cual se debe la existencia de Europa; la voluntad personal, el sentido de la independencia autónoma frente al Estado y al Cosmos. Bajo su influjo, la vida, que era clásicamente una acomodación del sujeto al universo, se convierte en reforma del universo. La posición pasiva queda abolida y existir significa esforzarse. Dondequiera que la pura inspiración germánica sopla germina un principio activista, dinámico, voluntarista. A la física de Descartes, que es inerte geometría, Leibniz agrega la noción de fuerza -vis, impetus, conatio-. La realidad no es otra cosa sino afán. y del seno de Kant, como el fruto revelador de la simiente, va a emerger frenético Fichte, sustentando paladinamente que la filosofía no es contemplación, sino aventura, hazaña, empresa -Tathandlung.

* Véase sobre Fichte el reciente libro de Heinz Heimsoeth Fichte (Revista de Occidente, Madrid), tal vez el único bueno que hasta ahora existe sobre tan difícil filósofo. En qué medida este prurito reformista de lo real sea común a toda la época moderna, puede verse en mi ensayo «El ocaso de las revoluciones», en El tema de nuestro tiempo. [Publicado en esta Colección.]

 

He aquí lo que yo llamo una filosofía de vikingo. Cuando a lo que es se opone patéticamente lo que debe ser, recelemos siempre que tras éste se oculta un humano, demasiado humano yo «quiero».

 

ANEJO A MI FOLLETO «KANT» * (FILOSOFIA PURA)

[Publicado en la Revista de Occidente. julio de 1929. El ensayo precedente se reimprimió en un folleto en junio de 1929]

 

He publicado aparte las páginas sobre Kant que en 1924 aparecieron en la Revista de Occidente. Estas páginas no son más que una jaculatoria de centenario. No se habla en ellas propiamente de la filosofía de Kant, sino de la relación entre Kant y su filosofía.

Esta manera de tratar una filosofía no hablando de ella misma, sino de su articulación con el hombre que la produjo, no es un capricho ni una curiosidad complementaria. Yo creo que en ello consiste la verdadera substancia de una historia de la filosofía.

Una idea o sistema de ideas pueden ser considerados desde dos puntos de vista opuestos: desde dentro o desde fuera. Cuando miramos una doctrina desde su interior nos encontramos rodeados de ella; es ella nuestro horizonte, estamos solos ella y nosotros y nuestra faena intelectual sólo puede consistir en comprenderla y juzgar si es verdadera o errónea. Pero una vez que la hemos comprendido podemos salir de ella al aire libre y entonces somos ya tres: cada cual, la doctrina y el gran mundo físico e histórico que nos cobija a ambos. Entonces vemos la doctrina por su exterior como un hecho entre otros innumerables, situado en nuestro paisaje histórico. La doctrina es un hecho mental, por tanto, algo que ha acontecido en un hombre. Vista así, la filosofía kantiana aparece como una serie de ideas que le ocurrieron al hombre Kant.

De las ideas, es decir, de aquello que nuestros actos de pensar actualizan, suele decirse que son eternas. Esto es en muchos sentidos un error, pero en algunos un error inocente. Las ideas, en rigor, son intemporales y la intemporalidad sólo coincide con la eternidad en ser invulnerable al diente del tiempo, máximo roedor. Su parecido, pues, se parece, a su vez, al que tienen las ostras con los caballos por no subirse a los árboles. Es evidente, sin embargo, que dondequiera nos interese decir que algo no varia con el tiempo y nada más que esto, podemos impunemente confundir lo eterno y lo intemporal. Al hacerlo cometemos un delito de conocimiento -un error-, pero de tal linaje que no existe pena adscrita a él en el código del universo. Claro es que donde quepa esta sustitución de calidades diferentes sin riesgo alguno no se trata de una actuación propiamente cognoscitiva, sino de una «operación» intelectual. En la «operación» el intelecto no usa las ideas como órganos de conocer, sino como utensilios privados que le sirven en su doméstica economía.

La matemática emplea a toda hora estas sustituciones, que, en rigor, son confusiones, porque, más que otra ciencia, consiste en mera «operación». No hay, empero, ciencia alguna que en algún momento no deje de pensar sensu stricto para ocuparse en simple agitación operatoria. Toda igualdad o identificación basada en pura negación es, como conocimiento, vacía, pero acaso útil a la técnica mental.

Al hacer constar el carácter intemporal de toda idea subrayamos, no más, la imposibilidad de añadirle inmediatamente como predicado tal o cual fecha. No obstante, esas ideas tan intemporales cobran un cariz de temporalidad al proyectarse en una mente. El acto en que las pensamos va esencialmente anclado en un instante del tiempo, como toda realidad. Ya que no ellas, su presencia y ausencia en la mente humana tienen, pues, una historia. Esta aventura que a algunas ideas sobreviene de pasar por el hombre, plantea el siguiente problema al conocimiento: si ellas existen indiferentes al tiempo, intactas de él, en puro acronismo, ¿por qué en tal tiempo tal hombre descubre tal idea? Se nos impone la imagen inmarcesible de Platón: un mundo sobreceleste, sin transcurso temporal, donde las ideas residen, y otro inframundo, temporal, donde los hombres .arrastran su existencia crónica. De pronto una de esas ideas se filtra desde su trasmundo al nuestro. Evidentemente ha encontrado un poro de formato apropiado para deslizarse en nuestro orbe. Ese poro es la mente de un hombre, es un hombre. La historia de las ideas -expresión incorrecta- investiga el proceso del descendimiento y expulsión de las ideas sobre y de la mente humana. En ella no nos ocupamos in modo recto de las ideas -lo que seria sistema y no historia-, ni tampoco de los hombres -lo que seria, sin más, historia, pero no historia de ideas-, sino que estudiamos el modo de contacto entre aquéllas y éstos. Si hasta Kant no se piensan tales ideas, es evidente que entre tales ideas y el hombre Kant existe alguna afinidad. ¿Cuáles ésta? Todo problema es una agresión a nuestro intelecto; por eso, desde siempre, la filosofía le ha dado como atributo cuernos. No cloroformicemos al que ahora se acerca a nosotros, no disminuyamos su violencia agresiva. Las ideas, por lo pronto e inmediatamente, no se parecen nada a los hombres. El teorema de Pitágoras no se parece a Pitágoras. Entre las ideas y la mente no hay más semejanza que la existente entre los objetos de uso y la mano que los toma y maneja. Por consiguiente, aquella afinidad es una gran cuestión, la cuestión que justifica el cultivo de una magnífica disciplina, aún en sus años menores: la historia de la filosofía. Lo que todavía suele presentarse bajo esta denominación es sólo el espectro de una verdadera historia de la filosofía. ¿Qué acostumbra a ofrecernos? La serie temporal de las doctrinas, la continuidad aparente entre ellas. Los sistemas se suceden como engendrados mágicamente, arcana emanación unos de otros. Asistimos, en efecto, a una sucesión, aun movimiento; pero como acontece en la cinemática, se nos describe un punto en traslación pero no se nos dice por qué se mueve, no se nos habla de las fuerzas impulsoras. Toda la historia de la filosofía al uso es, en este sentido, pura cinemática. No se vea en esto censura; con que sea eso no es ya poco. La mera inteligencia de las doctrinas pasadas es cosa que no se había logrado hasta ahora. Puede decirse que ésta es la primera generación que, en verdad, comienza a entender lo que se ha pensado sobre filosofía en el pretérito. La anterior no entendía, y, por lo mismo, inventaba los sistemas.

Pero claro es que en una historia cinemática el nombre de historia va empleado sin su pleno sentido. Esa historia conserva de la auténtica tan sólo algunos momentos abstractos, como son la consideración temporal o sucesiva y la intención de restablecer su continuidad. Pero en ella las ideas caen dentro del regazo de cada tiempo sin que se sepa cómo: no se asiste a su génesis. Vemos lo pensado, pero no la actividad de pensar hirviendo la materia para alquitarar la doctrina. Pasan los dogmas en hierática procesión, sin pisar sobre la tierra, sin peso ni angustias. Es una historia de espectros.

Frente a esa cuasi-historia yo postulo una historia dinámica en que no se vean sólo las ideas en línea, sino que averigüe cuáles fuerzas históricas efectivas sostienen cada punto de esa línea y lo empujan. Ahora bien, el atributo «histórico» sólo posee su íntegro sentido cuando se refiere a la totalidad de la vida humana.

Toda consideración de la serie temporal de los sistemas que no muestren a éstos emergiendo de la íntegra vida de sus autores es abstracta, y si no se da cuenta de ello, es falsa. Un ademán en esta dirección -y nada más- pretende ser mi folleto sobre Kant.

Cuanto va dicho no implica ni remotamente la opinión de que sea la historia del kantismo, y, en general, la consideración histórica de la filosofía, lo que más puede interesarnos. Aunque parezca mentira, acaece que aún no somos dueños plenamente de la ideología kantiana. En la literatura filosófica actual faltan dos libros sobre Kant.

Uno de ellos seria una exposición del kantismo que estuviese a la altura de los tiempos. Que yo sepa, este libro no existe. Kant fue descubierto hacia 1870. Aquella generación hizo un genial esfuerzo para reconstruir el pensamiento kantiano. Eran tiempos de positivismo, que quiere decir no-filosofía. Los neokantianos -Cohen, Riehl, Windelband- eran hombres de su tiempo, de alma positivista. Pero su sensibilidad filosófica les hizo presumir que el positivismo no era filosofía, sino ciencia particular aplicada a temas filosóficos. Por eso buscaron un maestro de filosofía bajo cuya disciplina cupiese reconquistar el nivel propiamente filosófico. Les faltaba ante Kant, libertad; era ya faena sobrada conseguir reentenderle. Se nota en los grandes libros de exégesis kantiana aparecidos entonces -y que siguen siendo los libros canónicos sobre el pensador regiomontano- la angustia del esfuerzo para capturar la sutileza kantiana. No llegan nunca a la plenitud de la idea. Pero, además, era para ellos el kantismo, a la par que un hecho histórico, su propia filosofía. Y como eran de alma positivista no podían ver en Kant sino lo que era compatible con su modo de sentir. Este es el inconveniente de que un sistema pretérito se convierta en una doctrina actual. La necesidad presente enturbia la pureza del hecho histórico y la letra histórica traba la ideación libre.

De aquí que en los grandes libros de Cohen y Riehl abunde el kabalismo, la interpretación forzada o arbitraria, y, sobre todo, que se dejen fuera haces enteros de la inspiración kantiana. Así resulta de esos libros completamente incomprensibles cómo después de Kant vinieron los postkantianos y no, desde luego, los neokantianos.

La generación siguiente a estos restauradores de Kant fue discipular y no hizo otra cosa que mantenerse dentro del perfil trazado por los maestros de 1870. Ahora á il grido una tercera generación, que tiene las manos completamente libres frente a la letra kantiana y además ha pasado por la escuela neokantiana. El Kant de estos nuevos es lo que echamos de menos. Tal vez Heimsoeth se decidirá a componerlo: un Kant sin neokantismo, es decir, sin limitación positivista, sin angustia, sin detenerse en cuestiones previas y elementales que hace sesenta años eran, en efecto, tremendas; por ejemplo: la evitación del psicologismo, y, sobre todo, que nos dibuje un Kant del cual puedan salir Fichte y Schelling y Hegel *.

* El libro tan celebrado de Kroner, Von Kant zu Hegel, me parece un gran error, porque adopta la actitud menos aceptable, cual es explicar a Kant desde Hegel, como si Hegel fuese la actualidad. Con ello renuncia a todos los medios que la técnica filosófica presente nos proporciona para aclarar las Críticas.

 

Pero al lado de este libro yo entreveo otro no menos necesario y de tema completamente distinto. En él no se trataría de fijar el sentido de la letra kantiana, de exponer la ideología que Kant formalmente pensó. Lo que Kant formalmente pensó no es ya para nosotros tema vivo. Ni lo es su criticismo -menos rigoroso que el nuestro-, ni lo es su idealismo, que hoy nos parece enfermo de «subjetivismo». ¿No hay en Kant algo más profundo, original, grave, fértil que todo eso? Si sólo eso fuese, ¿seguiría instalado al fondo de nuestro horizonte como una serranía aún no del todo traspuesta? Porque la situación es, innegablemente, ésta: todo el mundo -se entiende, todo el mundo que cuenta- no sólo no es kantiano, sino que cree ser antikantiano, y, sin embargo, todo el mundo siente que Kant no ha muerto, no es íntegramente un ilustre pasado. ¿Qué hay de actual, de vivo, en Kant? ¿Cómo se puede entender esa situación contradictoria?

Yo respondería -hablando esquemáticamente- de este modo: la doctrina de Kant, los pensamientos formulados en sus libros, no diré que han muerto, para no correr riesgo de practicar asesinato, pero sí que son inactuales. Con esto no se pretende sentenciar que sean en todo o en parte erróneos. No hay duda que trozos enteros de Kant, con pequeñas modificaciones, siguen siendo verdad, por ejemplo, su teoría de la ciencia física. Pero aun eso que es verdad lo poseemos hoy en forma superior y más rigorosa que la de su letra, y aun que la de su concreta intención. En cambio, lo que hay vivo en Kant es su gran problema, el que por vez primera él toca y gracias a él penetra en nuestro horizonte intelectual. Este problema es más hondo que las soluciones kantianas. Kant no lo domina, lo entrevé, lo palpa, lo tropieza. Ahora bien, nosotros nos encontramos casi en la misma situación, es decir, que su problema es el nuestro; entiéndase bien, es nuestro problema, es lo que vemos delante y no dominamos aún -por eso es lo vivo en Kant. Nada es vivo sino en la medida en que es y sigue siendo problema, y esto vale, no sólo para la vida teorética, sino para todos los demás órdenes. Ensaye el lector realizar el pensamiento de una vida que consistiese en pura dominación y no constase esencialmente de elementos que no dominamos y nos oprimen en torno. Este pensamiento es imposible; por eso la vita beata es un delicioso cuadrado redondo que el cristianismo propone consciente de su imposibilidad.

¿Cuál es ese problema que palpita en el subsuelo del kantismo? No es fácil de enunciar y dudo mucho que lo perciba quien no se ocupe muy rigorosamente de asuntos filosóficos. Para hallarlo en Kant es preciso desentenderse de la «filosofía» de Kant, como hay que desentenderse de la planta cuando interesa la raíz.

Pero, hablando enérgicamente, ¿puede decirse que hay una «filosofía» de Kant? Los neokantianos han contribuido sobremanera a oscurecer el hecho indiscutible de que los libros de Kant, sus geniales Críticas, no contienen la filosofía de Kant. Jamás éste las consideró como expresión de su sistema. Son sólo preparaciones y «propedéutica», son praeambula fidei. Como a los neokantianos les interesaba sólo el criticismo, se obstinaron en cegarse para tan evidente hecho. La verdad es que en las Críticas no reside la auténtica filosofía de Kant, por la sencilla razón de que Kant no llegó a poseer una filosofía.

Es curiosa la siguiente coincidencia. Los dos filósofos más originales de la humanidad y, a la vez, los dos que han ejercido más radical influencia -Platón y Kant-, no han llegado a poseer una filosofía. No es ello el menor motivo para que hayan sido ambos pensadores tema inagotable de disputas interpretatorias. Tal coincidencia se complica con esta otra: ni Platón, ni Kant llegaron a tener una filosofía, porque fueron dos mentes de lento desarrollo y no arribaron a la madurez de su inspiración sino cuando había ya pasado la de sus vidas. De Kant nadie lo ignora. En cambio, el público culto, y aun parte del filosófico, suelen representarse a Platón como una criatura feliz que, en su florida juventud y sin esfuerzo, encuentra un sistema redondo de pensamientos que .le exalta, proporcionándole una vida embriagada de confianza y de luz -algo, en suma, parecido a Rafael de Urbino. La verdad es lo contrario. La vida de Platón es una de las cosas más tristes y lamentables y sordamente trágicas que se pueden contar. Ahora resulta que Platón no llegó a poseer jamás la famosa «teoría de las ideas» que desde siempre se le atribuye. Fueron más bien las «Ideas» quienes le poseyeron a él y lo trajeron y llevaron azacaneado toda su vida sin un momento de reposo y claridad doctrinal. Una relativa madurez de su propio descubrimiento no es logrado por Platón hasta después de los sesenta años -aún más tardío que Kant. Puede precisarse este momento en el diálogo Sophistés. Y esta madurez consistió en advertir Platón que se había equivocado toda su vida al creer que lo importante es ir de las cosas a la Idea, cuando la verdadera cuestión está en mostrar cómo la Idea reside en las cosas. A esta convicción llega Platón, probablemente, empujado por las subversiones de sus discípulos, sobre todo de Aristóteles. En esa altura de la vida cae en la cuenta de que está todo por hacer, pero ya no tiene tiempo para construir efectivamente su filosofía. Parejamente, se afana Kant en sus últimos años por edificar un sistema. Mas las fuerzas declinan y quedan sólo los fragmentos de su Opus postumum *.

* Véase Kants Opus postumum. Critica y exposición por Erich Adickes, Berlín, 1920.

 

Por eso importaría mucho sumergirse audazmente en Kant y extraer de su fondo la perla rara, su suprema originalidad.

Reduciendo el asunto a su última cifra se trata, a mi juicio, de lo siguiente:

Se dice que la substancia del pensamiento kantiano es su idealismo trascendental, y se resume éste en la frase textual «que nosotros no conocemos de las cosas sino lo que hemos puesto en ellas». Más técnicamente formula lo mismo Kant diciendo: «Las condiciones de la posibilidad de la experiencia son las mismas que las condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia».

Cohen, Natorp y los demás neokantianos ortodoxos reducen esta posición a la tradición del idealismo para el cual «el ser es pensar».

Y ocurre que la filosofía ha sido y será siempre, ante todo, pregunta por el ser. Pero esta pregunta: ¿qué es el ser? , contiene un equívoco radical. Por un lado significa pesquisa de quién es el ser, de qué género de objetos merecen primariamente ese predicado. La historia de la filosofía, casi íntegramente, desde Tales a Kant, consiste en la serie de respuestas a pregunta tal. Y en solemne procesión vemos pasar los diferentes objetos o algos que han ido tomando sobre sí la unción de ese predicado desde la «humedad» en Tales y la «Idea» en Platón hasta la mónada leibniziana. El idealismo, en todas sus especies, no es sino una de esas respuestas a la misma susodicha pregunta. Siempre que se ha dicho «el Ser es el Pensar» se ha entendido que el pensar -sea el pensar berkeleyano o realidad psíquica, sea el pensar como objeto ideal o concepto- era el Ente, era la «cosa» propietaria auténticamente del predicado Ser.

Pero la pregunta ¿qué es el Ser? significa también no quién es el Ser, sino qué es el Ser mismo como predicado, sea quien quiera el que es o el ente. Para todo el pasado hasta Kant, esto no era cuestión -salvo tal vez los ¡sofistas!-, o, por lo menos, no era cuestión aparte de la otra y previa a ella. Parecía tan indiscutible que ni se reparaba en ello o, mejor, viceversa, no se discutía porque no se vislumbraba. El Ser era lo propio del ente -con lo cual la investigación quedaba disparada sobre éste-. Y como el ente era siempre una «cosa» -sea la materia palpable, sea la «cosa» supersutil o idea- el ser significa el carácter fundamental y más abstracto de la «cosa», su «cosidad» o realitas, en suma, su en-sí. Esta es la noción latente del ser en todo el pretérito hasta Kant: el ensimismamiento del ser. (Para que se me entienda sin dificultad diré que la idea menos posible en todo ese pasado habría sido la afirmación de que ser es un algo relativo, que consiste en una relación subsistente.) La reforma de Descartes, con ser tan radical, se detiene aquí y es la única cosa de que no se le ocurre dudar. El ente metódicamente primario es el «yo», pero el ser del yo no es, como ser, diferente del de 1os cuerpos cuya existencia le parece sospechosa. El «yo» de Descartes es también en sí.

Pero he aquí que, según Kant, los entes cognoscibles no son en sí, sino que consisten en lo que nosotros ponemos en ellos. Su ser es nuestro poner. Pero, a diferencia de Cartesio, el sujeto que ejecuta la posición no tiene tampoco ser en sí. Este poner es un poner intelectual, es pensar, y así llegamos a la tradicional fórmula idealista: el ser es pensar.

Mas éste es el punto donde yo quisiera retener la atención del lector, suponiendo que algún lector me haya seguido por tan ásperos vericuetos.

El doble sentido de la pregunta: ¿qué es el ser?, se reproduce en la respuesta: el ser es el pensar. Antes de Kant, esta vieja fórmula significa que no hay más realidad que el pensamiento, pero que el pensamiento es en sí, que el pensamiento es la «cosa» en verdad existente. Más en Kant tiene, por lo pronto, otro significado que es el nuevo, el original, el insospechado. Kant -sin darse tal vez cuenta perfecta de ello- ha modificado el sentido de la pregunta ontológica y, en consecuencia, la significación de la respuesta. Kant no quiere decir que las «cosas» del mundo se reducen a la «cosa» pensamiento, que los entes sean modos secundarios del ente primario pensamiento -lo que Kant rechaza y que llama «idealismo materia1». Pues no se trata de los entes, sino de que el ser de los entes -cualesquiera que éstos sean, corporales o psíquicos, en tanto que cognoscibles- carece de sentido si no se ve en él algo que a las cosas sobreviene cuando un sujeto pensante entra en relación con ellas. Por lo visto, el sujeto pone en el universo el ser; sin sujeto no hay ser. Él, el sujeto por sí o en sí, tampoco tendría ser si él mismo no se lo pusiera al conocerse. De este modo se convierte el ser de «cosa» en acto. Pero no se recaiga en lo que precisamente queremos evitar: no se trata de que ahora lo único que es (donde ser = en sí) resulta un acto, con lo cual no haríamos sino convertir el acto en una cuasicosa o quisicosa. No es el acto quien es, sino que el acto «produce» el ser, lo pone *. Dicho en otra forma: ser no es ninguna cosa por sí misma ni una determinación que las cosas tengan por su propia condición y solitarias. Es preciso que ante las «cosas» se sitúe un sujeto dotado de pensamiento, un sujeto teorizante para que adquieran la posibilidad de ser o no ser. Del mismo modo, una cosa no es igual a otra si no hay además de ellas un sujeto que las compara. Pues así como la igualdad es una calidad que en las cosas surge como reacción a un acto de comparar, y sólo en función de éste tiene sentido, así, generalizando, tendremos que el ser o no ser brota en las cosas al choque con la actividad general teórica. Teoría es acto de un sujeto y es siempre, ante todo, pregunta, y esta pregunta teorética es siempre pregunta por el ser. El comparar es ya una especificación del preguntar.

* En los últimos años preocupa vivamente a Kant esta noción de poner y ponerse a sí mismo el Yo que surge indeliberada en sus Críticas y va a ser tan magníficamente cabalgada por Fichte, Schelling y Hegel.

 

Este descubrimiento de que el ser sólo tiene sentido como pregunta de un sujeto, sólo podía hacerlo quien ha disociado las dos significaciones del término ser y se ha atrevido a reformar el valor inveterado del concepto ser, como él en-sí. Ahora resulta todo lo contrario: el ser no es él en-sí, sino la relación a un sujeto teorizante; es un para-otro, y ante todo un para-mí. De aquí que en Kant, por primera vez-salvo los ¡sofistas!-, resulte imposible hablar sobre el ser sin investigar antes cómo es el sujeto cognoscente, ya que éste interviene en la constitución del ser de las «cosas», ya que las «cosas» son o no son en función de él.

Y, sin embargo, que el ser sea pregunta y, porque pregunta, pensamiento, no obligaba lo más mínimo a Kant para adoptar una solución idealista. Esto es, a mi juicio, lo ultravivo en el kantismo, lo que no vieron nuestros maestros neokantianos, ni sé si los pensadores actuales 2. Que el ser no tenga sentido y no pueda significar nada si se abstrae de un sujeto cognoscente, y, por tanto, que el pensar intervenga en el ser de las cosas poniéndolo, no implica que los entes, que las cosas, al ser o no ser, se conviertan en pensamiento, como dos naranjas no se transforman en algo subjetivo porque su igualdad sólo exista cuando un sujeto las compara. Kant protesta siempre que presume una interpretación idealista, es decir, subjetivista de sus «objetos de la experiencia», porque, según su intención radical, la intervención del pensamiento y, por tanto, del sujeto en el ser de las cosas, no traía consigo la absorción de las cosas en el pensamiento ni en el sujeto. De hecho, el desarrollo de su ideología le lleva al idealismo subjetivista; pero yo sostengo que el estrato más hondo del kantismo, su núcleo original, se puede libertar perfectamente de esta interpretación. Subrayo esa raíz de la ideología kantiana como lo más vivo hoy en ella, porque creo que el tema de nuestro tiempo en filosofía coincide con ella. Hasta 1900, la filosofía es subjetivismo, paladino o larvado. Fue preciso curar tal error y conquistar la objetividad, libertarse de las equivocaciones -esto eran, en resumen- que nutrían al subjetivismo. Pero ahora que la nueva técnica conceptual permite despreocuparse de tales confusiones, es necesario otorgar al sujeto valientemente todo lo que le corresponde, y reconocer las más urgentes perogrulladas. El caso más crudo de éstas es que el conocimiento, sin vacilación posible, consiste en actividades de un sujeto que es el hombre; por tanto, que el conocimiento es subjetividad de arriba abajo, y que, precisamente por serlo, llega en principio a aprehender la más estricta objetividad. Así, todo concepto o significación concibe o significa algo objetivo (toda idea lo es de algo que no es ella misma), y, no obstante, es innegable que todo concepto o significación existe como pensado por un sujeto, como elemento de la vida de un hombre. Resulta, pues, a la vez subjetivo y objetivo. Esta situación resulta paradójica, porque está vista desde un nivel filosófico, que es precisamente el que, a mi juicio, hemos superado. Si en vez de definir sujeto y objeto por mutua negación, aprendemos a entender por sujeto un ente que consiste en estar abierto a lo objetivo; mejor, en salir al objeto, la paradoja desaparece. Porque, viceversa, el ser, lo objetivo, etc., sólo tienen sentido si hay alguien que los busca, que consiste esencialmente en un ir hacia ellos. Ahora bien, este sujeto es la vida humana o el hombre como razón vital. La vida del hombre es en su raíz ocuparse con las cosas del mundo, no consigo mismo. El mo-imeme de Descartes, que sólo se da cuenta de sí, es una abstracción que acaba siendo un error. El je ne suis qu'une chose qui pense es falso. Mi pensamiento es una función parcial de «mi vida» que no puede desintegrarse del resto. Pienso, en definitiva, por algún motivo que no es, a su vez, puro pensamiento. Cogito quia vivo, porque algo en torno me oprime y preocupa, porque al existir yo no existo sólo yo, sino que «yo soy una cosa que se preocupa de las demás, quiera o no». No hay, pues, un moi-meme sino en la medida en que hay otras cosas, y no hay otras cosas si no las hay para mí. Yo no soy ellas, ellas no son yo (antiidealismo), pero ni yo soy sin ellas, sin mundo, ni ellas son o las hay sin mí para quien su ser y el haberlas puede tener sentido (anti-realismo).

2 Hartmann, en su estudio Más allá del idealismo y del realismo, se queda, como suele, en formalidades. Está anunciado un libro de Heidegger sobre Kant y el problema de la metafísica; espero de él un paso decisivo en la dirección que arriba apunto. En la fecha de entregar estas páginas no ha aparecido aún.

Y he aquí cómo llegamos a una actitud radicalmente liberada de todo «subjetivismo» y que, sin embargo, da de pronto un significado imprevisto a la sentencia más desacreditada de todo el pasado filosófico: la frase de Protágoras «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuento que no son». ¿Por qué ha indignado siempre tanto esta doctrina y esta fórmula? Verdad es que cuando algunos la han hecho suya -como los positivistas y los relativistas- la han desprestigiado gravemente, convirtiéndola en una estolidez. Pero ¿cómo dudar de su evidencia? Debiera haber bastado con meditar un poco sobre lo que es «medida» para que resplandeciese su soberbia verdad. Las cosas por sí no tienen medida, son desmesuradas, no son más ni menos, ni así, ni del otro modo, en suma, ni son ni no son. La medida de las cosas, su modo, su ni más ni menos, su así y no de la otra manera, es su ser y este ser implica la intervención del hombre *.

* El cardenal Cusano hacía profundos retruécanos derivando mensura de mens.

 

En esta dirección fuera, en mi entender, fecundo estudiar las entrañas del kantismo. Eso nos daría, frente al Kant que fue, un Kant futuro. ¡Qué fisonomía más distinta de la tradicional nos ofrecerían estos góticos edificios de las Críticas! Porque lo dicho es sólo una ligerísima insinuación sobre un solo punto, bien que decisivo. A éste fuera necesario añadir otro más grave aún, si cabe, y que puede enunciarse así: ¿Qué es, hablando con precisión y lealtad, la «razón práctica», esa razón que, a diferencia de la teorética, es «incondicionada», absoluta, bien que válida sólo para el sujeto como .tal y no para las cosas de la ciencia física ni de la metafísica? La razón práctica consiste en que el sujeto (moral) se determina a sí mismo absolutamente. Pero... ¿no es esto «nuestra vida» como tal? Mi vivir consiste en actitudes últimas -no parciales, espectrales, más o menos ficticias, como las actitudes sensu stricto teoréticas. Toda vida es incondicional e incondicionada. ¿Resultará ahora que bajo la especie de «razón pura» Kant descubre la razón vital? **.

** Sobre todo esto hablo largamente en mi estudio Sobre la razón vital, que no tardará en publicarse. Allí espero apuntar por qué y cómo es preciso, a mi juicio, replantear la cuestión del «pensar sintético», otro gigantesco descubrimiento de Kant. [En el curso ¿Qué es filosofía?, de 1929, publicado en esta Colección, se insinúan o desarrollan conceptos tratados en este ensayo redactado en aquellas fechas.]

 

HEGEL

LA «FILOSOFIA DE LA HISTORIA» DE HEGEL Y LA HISTORIOLOGIA

[publicado en la Revista de Occidente, febrero, 1928.]

 

Con esta versión de la Filosofía de la Historia, de Hegel, comienzo a publicar una Biblioteca de Historiología. Esta palabra -historiología-- se usa aquí, según creo, por vez primera. Convendría pues, conjuntamente, aclarar cuál sea su significado y por qué al frente de lo que ella enuncia colocamos a Hegel con aire de capitán *.

Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo de divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos. Pero bajo el gesto insatisfecho de joven príncipe Hamlet que hace el hombre ante el universo, se esconden tres maneras de alma muy diferentes: dos buenas y una mala.

* Lo que sigue son algunos apuntes para un prólogo a la traducción española del famoso curso de Hegel, que, por vez primera vertido a idioma latino, publica en sus ediciones la Revista de Occidente. [Se publicó en 1928 en dos volúmenes que llevaban al frente la siguiente advertencia: «Estas ilustres "Lecciones de Filosofia de la Historia" inauguran la publicación una "Biblioteca de Historiología". No creo que esta última palabra haya sido usada hasta ahora, al menos con una intención de rigurosa terminología. Convenía, pues, aclarar su sentido y, a la vez, explicar porqué escogemos una obra de Hegel como mascota de proa. A este fin había yo compuesto un prólogo que, según el proyecto primitivo debía ir aquí. Pero la extensión que fue preciso darle ha recomendado la decisión de no lastrar más estos compactos tomos e imprimirlo aparte». Se ha reimpreso en un volumen en la colección Alianza Universidad, Madrid, 2.a edición, 1982.]

 

Hay la insatisfacción provocada por lo incompleto e imperfecto de cuanto da la realidad. Este sentimiento me parece la suma virtud del hombre: es leal consigo mismo y no quiere engañarse atribuyendo a lo que le rodea perfecciones ausentes. Esta insatisfacción radical se caracteriza porque en ella el hombre no se siente culpable ni responsable de la imperfección que advierte. Mas hay otro descontento que se refiere a las propias obras humanas, en que el individuo no sólo echa de ver su defectuosidad, sino que tiene a la par conciencia de que sería posible evitarla, cuando menos en cierta medida. Entonces se siente no sólo descontento de las cosas, sino de sí mismo. Ve con toda claridad que podría aquélla hacerse mejor; encuentra ante sus ojos, junto a la obra monstruosa, el perfil ideal que la depura o completa, y como la vida es en él -a diferencia de lo que es en el animal- un instinto frenético hacia lo óptimo, no para hasta que ha logrado adobar la realidad conforme a la norma entrevista. Con esto no obtiene una Perfección absoluta, pero sí una relativa a su responsabilidad. El descontento radical y metafísico perdura, pero cesa el remordimiento. Frente a estos dos modos excelentes de sentirse insatisfecho hay otro que es pésimo: el gesto petulante de disgusto que pasea por la existencia el que es ciego para percibir las cualidades valiosas residentes en los seres. Esta insatisfacción queda siempre por debajo de la gracia y virtud efectivas que recaman lo real. Es un síntoma de debilidad en la persona, una defensa orgánica que intenta compensarla de su inferioridad y nivela imaginariamente a la vulpeja con todo racimo peraltado.

Esta Biblioteca de Historiología ha sido inspirada por la insatisfacción sentida al leer los libros de historia, ante todos los libros de historia. Conforme volvemos sus páginas, siempre abundantes, nos gana irremediablemente, contra nuestra favorable voluntad, la impresión de que la historia tiene que ser cosa muy diferente de lo que ha sido y es. No se trata de un descontento de la primera ni de la última clase, sino de la concreta insatisfacción que he colocado entremedias: la que implica remordimiento porque ve clara una posible perfección. Al paso que otras ciencias, por ejemplo, la física, poseen hoy un rigor y una exactitud que casi, casi rebosan nuestras exigencias intelectuales, hasta el punto de que la mente va tras ellas un poco apurada y excesivamente tensa, acaece que la historia al uso no llena el apetito cognoscitivo del lector El historiador nos parece manejar toscamente, con rudos dedos de labriego, la fina materia de la vida humana. Bajo un aparente rigor de método en lo que no importa, su pensamiento es impreciso y caprichoso en todo lo esencial. Ningún libro de historia representa con plenitud en esta disciplina lo que tantos otros representan en física, en filosofía y aun en biología -el papel de clásicos-. Lo clásico no es lo ejemplar ni lo definitivo: no hay individuo ni obra humana que la humanidad, en marea viva, no haya superado. Pero he ahí lo específico y sorprendente del hecho clásico. La humanidad, al avanzar sobre ciertos hombres y ciertas obras, no los ha aniquilado y sumergido. No se sabe qué extraño poder de pervivencia, de inexhausta vitalidad, le permite flotar sobre las aguas. Quedan, sin duda, como un pretérito, pero de tan rara condición, que siguen poseyendo actualidad. Esta no depende de nuestra benevolencia para atenderlos, sino que, queramos o no, se afirman frente a nosotros y tenemos que luchar con ellos como si fuesen contemporáneos. Ni nuestra caritativa admiración ni una perfección ilusoria y «eterna» hacen al clásico, sino precisamente su aptitud para combatir con nosotros. Es el ángel que nos permite llamarnos Israel. Clásico es cualquier pretérito tan bravo que, como el Cid, después de muerto nos presente batalla, nos plantee problemas, discuta y se defienda de nosotros. Ahora bien, esto no sería posible si el clásico no hubiese calado hasta el estrato profundo donde palpitan los problemas radicales. Porque vio algunos claramente y tomó ante ellos posición, pervivirá mientras aquéllos no mueran. No se le dé vueltas: actualidad es lo mismo que problematismo. Si los físicos dicen que un cuerpo está allí donde actúa, podemos decir que un espíritu pervive mientras hay otro espíritu al que propone un enigma. La más radical comunidad es la comunidad en los problemas.

El error está en creer que los clásicos lo son por sus soluciones. Entonces no tendrían derecho a subsistir, porque toda solución queda superada. En cambio, el problema es perenne. Por eso no naufraga el clásico cuando la ciencia progresa.

Pues bien, en la historia no hay clásicos. Los que podían optar al título, como Tucídides, no son clásicos formalmente en cuanto historiadores, sino bajo otras razones. Y es que la historia parece no haber adquirido aún figura completa de ciencia. Desde el siglo XVIII se han hecho no pocos ensayos geniales para elevar su condición. Pero no los han hecho los historiadores mismos, los hombres del oficio. Fue Voltaire o Montesquieu o Turgot, fue Winckelmann o Herder, fue Schelling o Hegel, Comte o Taine, Marx o Dilthey. Los historiadores profesionales se han limitado casi siempre a teñir vagamente su obra con las incitaciones que de esos filósofos les llegaban, pero dejando aquélla muy poco modificada en su fondo y substancia. Este fondo y substancia de los libros históricos sigue siendo el cronicón.

Existe un evidente desnivel entre la producción historiográfica y la actitud intelectiva en que se hallan colocadas las otras ciencias. Así se explica un extraño fenómeno.

Por una parte, hay en las gentes cultas una curiosidad tan viva, tan dramática para lo histórico, que acude presurosa la atención pública a cualquier descubrimiento arqueológico o etnográfico y se apasiona cuando aparece un libro como el de Spengler. En cambio, nunca ha estado la conciencia culta más lejos de las obras propiamente históricas que ahora. Y es que la calidad inferior de éstas, en vez de atraer la curiosidad de los hombres, la embotan con su tradicional pobreza. Indeliberadamente actúa en los estudiosos un terrible argumento ad homi- nem que no debe silenciarse: la falta de confianza en la inteligencia del gremio historiador. Se sospecha del tipo de hombre que fabrica esos eruditos productos: se cree, no sé si con justicia, que tienen almas retrasadas, almas de cronistas, que son burócratas adscritos a expedientear el pasado. En suma, mandarines.

Y no puede desconocerse que hay una desproporción escandalosa entre la masa enorme de labor historiográfica ejecutada durante un siglo y la calidad de sus resultados. Yo creo firmemente que los historiadores no tienen perdón de Dios. Hasta los geólogos han conseguido interesarnos en el mineral; ellos, en cambio, habiendo entre sus manos el tema más jugoso que existe, han conseguido que en Europa se lea menos historia que nunca.

Verdad es que las cimas de la historíografia no gozan de gran altitud. Puede hacerse una experiencia.

Los alemanes nos presentan una y otra vez como prototipo de historiador, como gran historiador ante el Altísimo, a Leopoldo de Ranke. Tiene fama de ser el más rico en «ideas». Léase, pues, a Ranke, que es él solo una biblioteca. Después de leerlo con atención sopese el lector el botín de ideas claras que un año de lectura le ha dejado. Tendrá el recuerdo de haber atravesado un desierto de vaguedades. Diríase que Ranke entiende por ciencia el arte de no comprometerse intelectualmente. Nada es en él taxativo, claro, inequívoco.

Pero a esta sincera impresión del lector responden los historiadores diciendo: «Esa falta de "ideas" que se advierte en Ranke no es su defecto, sino su específica virtud. Tener "ideas" es cosa para los filósofos. El historiador debe huir de ellas. La idea histórica es la certificación de un hecho o la comprensión de su influjo sobre otros hechos. Nada más, nada menos. Por eso, según Ranke, la misión de la historia es "tan sólo decir cómo, efectivamente, han pasado las cosas"» *.

* En el famoso prólogo a su libro Geschichten der ramanischen und germanischen Viilker van 1494-1514 (1824).

 

Los historiadores repiten constantemente esta fórmula, como si en ella residiese un poder entre mágico y jurídico que les tranquiliza respecto a sus empedernidos usos y les otorga un fuero bien fundado. Pero la verdad es que esa frase de Ranke, típica de su estilo, no dice nada determinado **. Sólo cabrá algún sentido si se advierte que fue escrita como declaración de guerra contra Hegel, precisamente contra esta Filosofía de la Historia, que entonces no se había publicado aún, pero actuaba ya en forma de curso universitario. Con ella comienza la batalla entre la «escuela histórica» y la «escuela filosófica» ***.

** Con certera ironía habla Ottokar Lorenz de los «remedios elásticos de lenguaje» que Ranke tenía a su disposición. Die Geschichtswissenchaft, tomo II, 1891.

*** El término «escuela histórica» se usa con diferente radio. Troelstch lo reduce a la escuela de Savigny, Eichhorn, etc. (Der Histarismus und seine Prableme, 277 y sigs., 1923); Rothacker incluye a casi todos los post-románticos ( Einleitung In die Geisteswissenschaften, 40 y sigs., 1920). Puede ampliarse aún más y comprender en él todos los historiadores enemigos de la filosofía de la historia. Esto significaba la palabra para Ranke. Por supuesto que ni siquiera esa oposición a la filosofía está clara en Ranke. Suya es esta frase: «Con frecuencia se ha distinguido entre la escuela histórica y la filosófica; pero la verdadera historia y la verdadera filosofía no pueden nunca estar en colisión.»

 

Y ante todo es preciso .reconocer que la escuela histórica comienza por tener razón frente a la «escuela filosófica», frente a Hegel. Si filosofía es, en uno u otro rigoroso sentido, lógica, y opera mediante un movimiento de puros conceptos lógicos y pretende deducir lógicamente los hechos a-lógicos, no hay duda que la historia debe rebelarse contra su intolerable imperialismo. Ahora bien: la filosofía de la historia de Hegel pretende por lo pronto, y muy formalmente, ser eso. Por lo tanto, nos unimos a los historiadores en su jacquerie contra la llamada «filosofía del espíritu», y, aliados con ellos, tomamos la Bastilla de este libro hegeliano.

Pero una vez que hemos asaltado la fortaleza nos volvemos contra la plebe historiográfica y decimos: «La historia no es filosofía. En esto nos hallamos de acuerdo. Pero, ahora, digan ustedes qué es.»

De Niebuhr y Ranke se data la ascensión de la historia al rango de la auténtica ciencia. Niebuhr representa la «critica histórica», y Ranke, además de ella, la «historia diplomática o documental». Historia -se nos dice- es eso: crítica y documento.

Como el historiador no puede tachar al filósofo de insuficiencia crítica, le echa en cara, casi siempre con pedantería, su falta de documentos. Desde hace un siglo, gracias a la documentación, se siente como un chico con zapatos nuevos. Lo propio acontece al naturalista con el experimento. También se data la «ciencia nueva», la física, desde Galileo, porque descubrió el experimento.

Es inconcebible que existan todavía hombres con la pretensión de científicos -y son los que más se llenan la boca de este adjetivo- que crean tal cosa. ¡Como si no se hubiese experimentado en Grecia y en la Edad Media; como si antes del siglo XIX no hubiese el historiador buscado el documento y criticado sus «fuentes»! La diferencia entre lo que se hizo hasta 1800 y lo que se comenzó a hacer va para un siglo es sólo cuantitativa y no basta para modificar la constitución de la historia.

Claro es que ningún gran físico, ningún historiador de alto vuelo ha pensado de la manera dicha. Sabían muy bien que ni la física es el experimento -así, sin más ni más- ni la historia el documento. Galileo el primero, y Ranke mismo a su hora, a pesar de que uno y otro combaten la filosofía de su tiempo. Lo que pasa es que ni uno ni otro -tan taxativos en su negación, en su justa rebeldía- son igualmente precisos en su afirmación, en su teoría del conocimiento fisico e histórico *.

* La impureza, la imprecisión radical de Ranke -representativo de todo el gremio- en las cuestiones fundamentales se demuestra haciendo notar que toda su vida aspira a ser tenido como el anti-Hegel; pero al escribir en sus últimos años una Historia Universal y verse obligado a afrontar los decisivos problemas que ella plantea, dice: «¿Cómo, no podría lograrse con mayor seguridad una concepción universal siguiendo un camino puramente histórico? No; sólo por el camino que Niebuhr inició y la tendencia que inspiró a Hegel es posible dar cima a la tarea que se propone la Historia Universal. Es preciso dedicarse con todo amor a la investigación particular, examinar lo individual según normas morales; pero, a la par, es preciso intentar comprender el curso de la historia en todo su conjunto. El dominio de la investigación histórica es, al cabo, el de la existencia espiritual, que marcha en incesante progreso, Ciertamente que éste no va regido por categorías lógicas, sino que las experiencias históricas poseen siempre su propio contenido espiritual. En su sucesión, no se revela una necesidad absoluta, pero si una estricta causalidad interna.» (Citado en Lorenz, loc. cit., II, 56.) Estas palabras de Ranke demuestran muchas cosas importantes: Primera, que el anti-Hegel era bastante hegeliano, puesto que algo de Hegel le parece esencial para la constitución de la historia; segunda, que no dice claramente qué de Hegel debe conservarse; tercera, que dice, en cambio, muy claramente, qué no debe conservarse (las categorías lógicas); cuarta, que la historia posee sus propias categorías, y no es sólo crítica y documento. (Niebuhr.) No pedimos más que esto último.

 

La innovación substancial de Galileo no fue el «experimento», si por ello se entiende la observación del hecho. Fue, por el contrario, la adjunción, al puro empirismo que observa el hecho, de una disciplina ultra-empírica: el «análisis de la naturaleza». El análisis no observa lo que se ve, no busca el dato, sino precisamente lo contrario: construye una figura conceptual (mente concipio) con la cual compara el fenómeno sensible. Pareja articulación del análisis puro con la observación impura es la física.

Ahora bien: ésta es la anatomía de toda ciencia de realidades, de toda ciencia empírica. Cuando se usa esta última denominación se suele malentender y la mente atiende sólo al adjetivo «empírica», olvidando el substantivo «ciencia». Ciencia no significa jamás «empiria», observación, dato a posteriori, sino todo lo contrario: construcción a priori. Galileo escribe a Kepler que en cuanto llegó el buen tiempo para observar a Venus se dedicó a mirarla con el telescopio: ut quod mente tenebam indubium, ipso etiam sensu comprehenderem. (Galilei, Opere, II, 464.) Es decir, que antes de mirar a Venus Galileo sabía ya lo que iba a pasar a Venus, indubium, sin titubeo, con una seguridad digna de Don Juan. La observación telescópica no le enseña nada sobre el lucero; simplemente confirma su presciencia. La física es, pues, un saber a priori, confirmado por un saber a posteriori. Esta confirmación es, ciertamente, necesaria y constituye uno de los ingredientes de la teoría física. Pero conste que se trata sólo de una confirmación. Por tanto, no se trata de que el contenido de las ideas físicas sea extraído de los fenómenos; las ideas físicas son autógenas y autónomas. Pero no constituyen verdad física sino cuando el sistema de ellas es comparado con un cierto sistema de observaciones. Entre ambos sistemas no existe apenas semejanza, pero debe haber correspondencia. El papel del experimento se reduce a asegurar esta correspondencia *.

* Según Weyl, esta correspondencia no llega a consistir ni siquiera en un paralelismo, de suerte que «cada enumerado particular tenga un sentido verificable en la intuición». En la ciencia natural, «la verdad forma un sistema que sólo puede ser comprobado en su integridad». (Philosophie der Mathematik und Naturwissenschaft .pág. III.) En algún pequeño artículo Weyl formula más enérgicamente este diagnóstico, diciendo que el corpus de la física toca sólo con algunos de sus puntos el mundo de la experiencia, es decir, de los «hechos».

 

La física es, sin duda, un modelo de ciencia y está de sobra justificado que se hayan ido tras ella los ojos de quienes buscaban para su disciplina una orientación metodológica. Pero fue un quid pro quo, más bien gracioso que otra cosa, atribuir la perfección de la física a la importancia que el dato tiene en ella. En ninguna ciencia empírica representan los datos un papel más humilde que en física. Esperan a que el hombre imagine y hable a priori para decir si o no *.

* Nada hubiera sorprendido tanto a Galileo, Descartes y demás .instauradores de la nuova scienza como saber que cuatro siglos más tarde iban a ser considerados como los descubridores y entusiastas del «experimento». Al estatuir Galileo la ley del plano inclinado, fueron los escolásticos quienes se hacían fuertes en el experimento contra aquella ley. Porque, en efecto, los fenómenos contradecían la fórmula de Galileo. Es éste un buen ejemplo para entender lo que significa el «análisis de la naturaleza» frente a la simple observación de los fenómenos. Lo que observamos en el plano inclinado es siempre una desviación de la ley de caída, no sólo en el sentido de que nuestras medidas dan sólo valores aproximados a aquélla, sino que el hecho, tal y como se presenta, no es una caída. Al interpretarlo como una caída, Galileo comienza por negar el dato sensible, se revuelve contra el fenómeno y opone a él un «hecho imaginario», que es la ley: el puro caer en el puro vacío un cuerpo sobre otro. Esto le permite descomponer (analizar) el fenómeno, medir la desviación entre éste y el comportamiento ideal de dos cuerpos imaginarios. Esta parte del fenómeno, que es desviación de la ley de caída, es, a su vez, interpretada imaginariamente como choque con el viento y roce del cuerpo sobre el plano inclinado, que son otros dos hechos imaginarios, otras dos leyes. Luego, puede recomponerse el fenómeno, el hecho sensible como nudo de esas varias leyes, como combinación de varios hechos imaginarios.

 

Lo que interesa a Galileo no es, pues, adaptar sus ideas a los fenómenos, sino, al revés, adaptar los fenómenos mediante una interpretación a ciertas ideas rigorosas y a priori, independientes del experimento, en suma, a formas matemáticas. Esta era su innovación; por tanto, todo lo contrario de lo que vulgarmente se creía hace cincuenta años. No observar, sino construir a priori matemáticamente, es lo específico del galileísmo. Por eso decía para diferenciar su método: «Giudicate, signore Rocco, qual dei due modi di filosofare cammini piu a segno, o il vostro fisico puro e simplice bene, o il mio condito con qualche spruzzo di matematica.» (Opere, II, 329.)

Con claridad casi ofensiva aparece este espíritu en un lugar de Torricelli: «Che i principii della dottrina de motu siano veri o falsi ame importa pochissimo. poiche se non son veri, fingasi che sian veri conforme habbiamo supposto, e poi prendansi tutte le altre specolazio- ni derivate da essi principii, non come cosi miste, ma pure geometriche. Io fingo o suppongo che qualche corpo o punto si muova all'ingiú e all'insú, con la nota proporzioni ed orizzontalmente con moto equabile. Quando questo sia io dico che seguirá tutto quello che ha detto il Galileo, ed io anchora. Se poi le palle di piombo, di ferro, di pietra non osservano quella supposta proporzione, suo danno, noi diremmo che non parliamo di esse.» Opere, Faenza, 1919. Vol. III, 357.

De modo que si los fenómenos -las bolas de plomo, hierro y piedra- no se comportan según nuestra construcción, peor para ellas, suo danno.

Claro es que la física actual se diferencia mucho de la de Galileo y Torricelli no sólo por su contenido, sino por su método. Pero esta diferencia metódica no es contraposición, sino, al contrario, continuación y perfeccionamiento, depuración y enriquecimiento de aquella táctica intelectual descubierta por los gigantes del Postrenacimiento.

Un error parecido lleva a hacer consistir la historia en el documento. La circunstancia de que en esta disciplina la obtención y depuración del dato sea de alguna dificultad -más por la cantidad que por la calidad del trabajo exigido- ha proporcionado a este piso de la ciencia histórica una importancia monstruosa. Cuando a principios del siglo XIX sonó la voz de que el historiador tenía que recurrir a las «fuentes» pareció cosa tan evidente e ineludible, que la historia se avergonzó de sí misma por no haberlo hecho (la verdad es que lo hizo desde siempre). Equivalía esta exigencia al imperativo más elemental de todo esfuerzo cognoscitivo referente a realidades, que es aprontar ciertos datos. Y he aquí que todo un sistema de técnicas complicadas va a surgir en la pasada centuria con el propósito exclusivo de asegurar los «datos históricos». Pero los datos son lo que es dado a la ciencia -ésta empieza más allá de ellos-. Ciencia es la obra de Newton o Einstein, que no han encontrado datos, sino que los han recibido o demandado. Parejamente, la historia es cosa muy distinta de la documentación y de la filología.

Desde las primeras lecciones que componen este libro, Hegel ataca a los filólogos, considerándolos, con sorprendente clarividencia, como los enemigos de la historia. No se deja aterrorizar por «el llamado estudio de las fuentes» (pág. 8) que blanden con ingenua agresividad los historiadores de profesión. Un siglo más tarde por fuerza hemos de darle la razón: con tanta fuente, se ha empantanado el área de la historia. Es incalculable la cantidad de esfuerzo que la filología ha hecho perder al hombre europeo en los cien años que lleva de ejercicio. Sin ton ni son se ha derrochado trabajo sobre toneladas de documentos, con un rendimiento histórico tan escaso, que en ningún orden de la inteligencia cabria, como en éste, hablar de bancarrota. Es preciso, ante todo, por alta exigencia de la disciplina intelectual, negarse a reconocer el título de científico aun hombre que simplemente es laborioso y se afana en los archivos sobre los códices. El filólogo, solícito como la abeja, suele ser, como ella, torpe. No sabe a qué va todo su ajetreo. Sonambúlicamente acumula citas que no sirven para nada apreciable porque no responden a la clara conciencia de los problemas históricos. Es inaceptable en la historíografia y filología actuales el desnivel existente entre la precisión, usada al obtener o manejar los datos y la imprecisión, más aún, la miseria intelectual en el uso de las ideas constructivas.

Contra este estado de las cosas en el reino de la historia se levanta la historiología. Va movida por el convencimiento de que la historia, como toda ciencia empírica, tiene que ser ante todo una construcción y no un «agregado» -para usar el vocablo que Hegel lanza una vez y otra contra los historiadores de su tiempo-. La razón que éstos podían tener contra Hegel -oponiéndose a que el cuerpo histórico fuese construido directamente por la filosofía- no justifica la tendencia, cada vez más acusada en aquel siglo, de contentarse con una aglutinación de datos. Con la centésima parte de los que hace tiempo están ya recogidos y pulimentados bastaba para elaborar algo de un porte científico mucho más auténtico y substancioso que cuanto, en efecto, nos presentan los libros de historia.

Toda ciencia de realidad -y la historia es una de ellas- se compone de estos cuatro elementos:

a) Un núcleo a priori, la analítica del género de realidad que se intente investigar -la materia en física, lo «histórico» en historia.

b) Un sistema de hipótesis que enlaza ese núcleo a priori con los hechos observables.

c) Una zona de «inducciones» dirigidas por esas hipótesis.

d) Una vasta periferia rigorosamente empírica -descripción de los puros hechos o datos.

La proporción en que estos diversos elementos u órganos intervengan en la ciencia depende de su fisiología particular, y ésta, a su vez, de la textura ontológica que cada forma general de realidad posea. No sólo con respecto al sujeto cognoscente, sino en sí misma posee la «materia» una estructura diferente de la que tiene el «cuerpo vivo», y ambas son muy distintas de la estructura real propia de lo «histórico». Es posible que en la historia no llegue nunca el núcleo a priori, la pura analítica, a dominar el resto de su anatomía como ciencia, según acontece en física; pero lo que parece evidente es que sin él no cabe la posibilidad de una ciencia histórica. Querer reducir ésta a su elemento inferior, a la descripción de puros hechos y acumulación de simples datos, por tanto, a lo que aislado y por sí no es ciencia en la ciencia, empieza ya aparecer un error demasiado grave para no reclamar correctivo. El mero acto de llamar «histórico» a cierto hecho y a tal dato introduce ya, dése o no cuenta el historiador, todo el a priori historiológico en la masa de lo puramente facticio y fenoménico. «Todo hecho es ya teoría», dice Goethe *

* Hegel devuelve a los historiadores la acusación que éstos dirigen a los filósofos de «introducir en la historia invenciones a priori». «El historiador corriente, mediocre, que cree y pretende conducirse receptivamente, entregándose a los meros datos, no es, en realidad, pasivo en su pensar. Trae consigo sus categorías y ve a través de ellas lo existente.» (Pág. 8.)

 

No se comprende que haya podido imaginarse otra cosa si no supiésemos cómo aparecía planteado el problema epistemológico hacia 1800. Tanto el kantismo como el positivismo partían, dogmáticamente, de la más extraña paradoja, cual es creer que existe un conocimiento del mundo y, a la vez, creer que ese mundo no tiene por sí forma, estructura, anatomía, sino que consiste primariamente en un montón de materiales -los fenómenos- o, como Kant dice, en un «caos de sensaciones». Ahora bien: como el caos es informe, no es mundo, y la forma o estructura que éste ha menester ha tenido que ponerla el sujeto salivándola de sí mismo. Cómo sea posible que formas originariamente subjetivas se conviertan en formas de las cosas del mundo es el grande y complicado intento de magia que ocupaba a la filosofía de aquel tiempo.

Es, pues, comprensible que los hombres de ciencia, puestos ante tal problema, considerasen preferible reducir al extremo las formas del mundo que estudiaban y tendiesen a contentarse con los puros datos.

Pero hoy nos hallamos muy distantes de aquella radical paradoja y pensamos que la primera «condición de la posibilidad de la experiencia» o conocimiento de algo es que ese algo sea y que sea algo; por tanto que tenga forma, figura, estructura; carácter  *.

* Con esto no se prejuzga si ese ser, forma, estructura, etc., lo tienen las cosas por si o si «surge» en ellas sólo cuando el hombre se enfrenta con ellas. Lo decisivo en el asunto es que ni aun en este último caso es el ser una «forma del sujeto» que éste «echa» sobre las cosas. [Nota agregada al reimprimir este prólogo en el libro misceláneo Goethe desde dentro, Madrid, 1933.]

 

El origen de aquella desviación epistemológica fue haber tomado, con maniático exclusivismo, como prototipo de conocimiento a la física de Newton, que es por su rigor formal un modelo, pero que por su contenido doctrinal casi no es un conocimiento. Pues, muy probablemente, es la materia aquella porción de realidad que más próxima se haya a ser, en efecto, un caos. Dicho en otra forma: todo induce a creer que la materia es el modo de ser menos determinado que existe. Sus formas, según esto, serían elementales, muy abstractas, muy vagas. Merced a esto, el capricho subjetivo de nuestra acción intelectual goza ante ella de amplio margen y resulta posible que «la forma» proyectada sobre los fenómenos por el sujeto sea tolerada por ellos. De aquí que puedan existir muchas físicas diferentes y, sin embargo, todas verídicas, precisamente porque ninguna es necesaria *.

* Otra razón de «indeterminación» en la física es que dentro de ella se define la verdad por sus consecuencias «prácticas».

 

Pero esta tolerancia por parte de los fenómenos tiene que llegar a un término. El progreso mismo de la física, al ir precisando cada vez más la figura «mecánica», es decir, imaginaria, parcialmente subjetiva, del mundo corpóreo, arribará a un punto en que tropezará con la resistencia que la forma efectiva, auténtica de la materia le ofrezca. Y ese momento trágico para la física será, a la par, el de su primer contacto cognoscente -y no sólo de «construcción simbólica»- con la realidad.

Aparte lo «absoluto o teológico», es verosímilmente lo real histórico aquel modo del ser que posee una figura propia más determinada y exclusiva, menos abstracta o vaga. Bastaría esto para explicar el retraso del conocimiento histórico en comparación con el físico. Por su objeto mismo es la física más fácil que la historia. Añádase a esto que la física se contenta con una primera aproximación cognoscitiva a la realidad. Renuncia a comprenderla y de esta renuncia hace su método fundamental. No se puede desconocer que este ascetismo de intelección -la renuncia a comprender- es la gran virtud, la disciplina gloriosa de la gente física. En rigor, lo que esta ciencia tiene de conocimiento es algo meramente negativo: como conocimiento se limita a «salvar las apariencias», esto es, a no contradecirlas. Pero su contenido positivo no se refiere propiamente a la realidad, no intenta definir ésta, sino más bien construir un sistema de manipulaciones subjetivas que sea coherente. Algo es real para la física cuando da ocasión a que se ejecuten ciertas operaciones de medida. Sustituye la realidad cósmica por el rito humano de la métrica.

Una vez que la historiología reconoce lo que la historia tiene de común con la física y con toda otra ciencia empírica -a saber, ser construcción y no mera descripción de datos-, pasa a acentuar su radical diferencia. La historia no es manipulación, sino descubrimiento de realidades: Por eso tiene que partir de la realidad misma y mantenerse en contacto ininterrumpido con ella, en actos de comprensión y no simplemente en operaciones mecánicas que sustituyen a aquélla. No puede, en consecuencia, substantivar sus «métodos», que son siempre, en uno u otro grado, manipulaciones. La física consiste en sus métodos. La historia usa los suyos, pero no consiste en ellos. El error de la historíografia contemporánea es, precisamente, haberse dejado llevar, por contaminación con la física prepotente, a una escandalosa sobreestima de sus técnicas inferiores -filología, lingüística, estadística, etc. Método es todo funcionamiento intelectual que no está exclusivamente determinado por el objeto mismo que se aspira conocer. El método define cierto comportamiento de la mente con anterioridad a su contacto con los objetos. Predetermina, pues, la relación del sujeto con los fenómenos y mecaniza su labor ante éstos. De aquí que todo método, si se substantiva y hace independiente, no -es sino una receta dogmática que da ya por sabido lo que se trata de averiguar. En la medida en que una ciencia sea auténtico conocer, los métodos o técnicas disminuyen de valor y su rango en el cuerpo científico es menor. Siempre serán necesarios, pero es preciso acabar con la confusión que ha permitido, durante el pasado siglo, considerar como principales tantas cosas que sólo son necesarias, mejor dicho, imprescindibles. En tal equívoco nutren sus raíces todas las subversiones *.

* El ejemplo más grueso de este equívoco ha sido la exaltación política del trabajo manual, simplemente porque es imprescindible.

 

La historia, si quiere conquistar el título de verdadera ciencia, se encuentra ante la necesidad de superar la mecanización de su trabajo, situando en la periferia de sí misma todas las técnicas y especializaciones. Esta superación es, como siempre, una conservación. La ciencia necesita a su servicio un conjunto de métodos auxiliares, sobre todo los filológicos. Pero la ciencia empieza donde el método acaba, o, más propiamente, los métodos nacen cuando la ciencia los postula y suscita. Los métodos, que son pensar mecanizado, han permitido, sobre todo en Alemania, el aprovechamiento del tonto. Y sin duda es preciso aprovecharlo, pero que no estorbe como en los circos. En definitiva, los métodos históricos sirven sólo para surtir de datos a la historia. Pero ésta pretende conocer la realidad histórica, y ésta no consiste nunca en los datos que el filólogo o el archivero encuentran, como la realidad del sol no es la imagen visual de su disco flotante, «tamaño como una rodela», según Don Quijote. Los datos son síntomas o manifestaciones de la realidad y son dados a alguien para algo. Ese alguien es, en este caso, el verdadero historiador -no el filólogo ni el archivero-, y ese algo es la realidad histórica.

Ahora bien, esta realidad histórica se halla en cada momento constituida por un número de ingredientes variables y un núcleo de ingredientes invariables -relativa o absolutamente constantes-. Estas constantes del hecho o realidad históricos son su estructura radical, categórica, a priori. Y como es a priori, no depende, en principio, de la variación de los datos históricos. Al revés, es ella quien encarga al filólogo y al archivero que busquen tales o cuales determinados datos que son necesarios para la reconstrucción histórica de tal o cual época concreta. La determinación de ese núcleo categórico, de lo esencial histórico, es el tema primario de la historiología.

La razón que suele movilizarse contra el a priori histórico es inoperante. Consiste en hacer constar que la realidad histórica es individual, innovación, etc. Pero decir esto es ya practicar el a priori historiológico. ¿Cómo sabe eso el que lo dice, si no es de una vez para siempre, por tanto, a priori? Cabe, es cierto, sostener que de lo histórico sólo es posible una única tesis a priori: la que niega a lo histórico toda estructura a priori. Pero evidentemente no se quiere sustentar semejante proposición, que haría imposible cualquier modo de historia. Al destacar el carácter individual e innovador de lo histórico se quiere indicar que es diferencial en potencia más elevada que lo físico. Pero esa extrema diferencialidad de todo punto histórico no excluye, antes bien, incluye la existencia de constantes históricas. César no es diferente de Pompeyo ni en sentido abstracto ni en sentido absoluto, porque entonces no habrían podido ni siquiera luchar -lucha supone comunidad, por lo menos, la de desear lo mismo uno y otro contendiente Su diferencia es concreta y consiste en su diferente modo de ser romanos -una constante- y de ser romanos del siglo I a. de J. C. -otra constante Estas constantes son relativas, pero en César y Pompeyo hay cuando menos un sistema común de constantes absolutas -su condición de hombres, de entes históricos-. Sólo sobre el fondo de esas invariantes es posible su diferencialidad.

Eduardo Meyer, queriendo llevar al extremo la distinción entre historia y ciencia de leyes, de «hechos generales» * , proclama que «en el mundo descrito por la historia rigen el azar y el albedrío» **. Lo cual, en primer lugar, incluye toda una metafísica de la historia más audaz que la expuesta por Hegel en estas lecciones. Pero, además, es

* Esta distinción, propuesta con penosa insistencia por Rickert en su libro Die Grenzen der naturwissenschaftlichen Begriffsbildung, ha impedido durante quince años el progreso de la historia. Casi todos los que en un primer momento la aceptaron -grandes ejemplos son Troeltsch y Max Weber- han tenido que desasirse de ella, y, por tanto, con ella no hicieron sino perder el tiempo.

** Eduardo Meyer: Geschichte des Altertums, I, I; y Elemente der Anthropologie. 185-186, 1910.

 

una afirmación sin sentido. Pongamos que, en efecto, la misión de la historia no sea otra que la de constatar un hecho azaroso como éste: En el año 52 a. de J. C., César venció a Vercingetorix. Esta frase es ininteligible si las palabras «César», «vencer» y «Vercingetorix» no significan tres invariantes históricas. Meyer remite a una ciencia que él llama Antropología, el estudio de «las formas generales de vida humana y de humana evolución» *. La historia recibe de ellas una suma de conceptos generales. En el ejemplo nuestro, «vencer» seria uno de ellos. No es cosa muy clara eso de que una ciencia reciba conceptos de otra y, sin embargo, no esté constituida también por ella; en consecuencia, que la historia no sea constitutivamente antropología. Mas, aparte de esto, acaece que César y Vercingetorix son determinaciones exclusivamente históricas, no son conceptos «generales», sino individualísimos y, sin embargo, poseen un contenido invariante. Este César acampado frente a Vercingetorix es el mismo que treinta años antes fue secuestrado por unos piratas del Mediterráneo. Al través de sus días y aventuras César es constantemente César, y si no tenemos una rigorosa definición de esa naturaleza constante, de esa estructura o figura individual pero permanente, no podemos ni siquiera entender el vocablo «César». Ahora bien, esa constante individual incluye múltiples constantes no individuales. César, la concreción César, está integrada por muchos ingredientes abstractos que no le son exclusivos, sino, al revés, comunes con los demás romanos, con los romanos de su tiempo, con los políticos romanos de su tiempo, con los hombres de carácter «cesáreo»; con .los generales vencedores en todos los tiempos. Es decir, que el hecho César, aunque sea un azar, considerado metafísicamente, es, como pura realidad histórica; un sistema de elementos constantes. No es, por cierto, sólo esto: en tomo a ese núcleo de invariantes, y precisamente en función de ellas, se acumulan innumerables determinaciones azarosas, puros hechos que no cabe reconstruir en la unidad de una estructura, sino simplemente atestiguar, En vez de definir por anticipado lo histórico como una pura serie de puros azares -en cuyo caso la ciencia histórica seria imposible, porque seria inefable-, es la verdadera misión de esta disciplina determinar en cada caso lo que hay de constante y lo que hay de azaroso, si es que lo hay. Sólo así será la historia efectivamente una ciencia empírica. De otro modo topamos con una extraña especie de a priori negativo, el apriorismo del no-apriorismo.

La más humilde y previa de las técnicas historiográficas, por ejemplo, la «critica de las fuentes», involucra ya toda una ontología de lo histórico, es decir, un sistema de definiciones sobre la estructura genérica de la vida humana. La parte principal de esta critica no consiste en corregir la fuente en vista de otros hechos -puesto que estos otros hechos, a su vez proceden de otra fuente sometida a la misma critica-, sino que funda el valor de los hechos que la fuente notifica en razonamientos de posibilidad e imposibilidad, de verosimilitud e inverosimilitud: lo que es humanamente imposible, lo que es imposible en cierta época, en cierto pueblo, en cierto hombre, precisamente en el hombre que escribió la «fuente», Ahora bien, lo posible y lo imposible son los brazos del a priori.

Cuanto Ranke, para su estudio sobre Sixto V, critica la historia de Gregorio Leti y llega al punto en que éste describe la escena donde el cardenal arroja las muletas del falso tullido, rechaza la autenticidad del hecho diciendo: «El conocedor pensará, desde luego, que en todo esto hay muy poco de verdad: las sumas dignidades no se obtienen de esa manera.» No se comprende bien cómo Meyer puede asegurar que por su parte no ha tropezado jamás con una ley histórica. Hay, por lo visto, tantas y tan especiales, que hasta existe una, la cual formula la manera de obtenerse la dignidad pontificia, y es ella tan evidente y notoria, que basta a Ranke sugerirla para justificar su athétesis de la noticia tradicional *.

* V. Lorenz: Die Geschichtswissenschaft. [Nota agregada en la mencionada reimpresión de 1933.]

 

No es posible, pues, reducir la historia al ingrediente inferior [-(d-] de los que enumeraba yo más arriba como constitutivos de toda ciencia empírica. A las técnicas inferiores con que rebusca los datos es preciso añadir y anteponer otra técnica de rango incomparablemente más elevado: la ontología de la realidad histórica, el estudio a priori de su estructura esencial. Sólo esto puede transformar a la historia en ciencia, es decir, en reconstrucción de lo real mediante una construcción a priori de lo que en esa realidad -en este caso la vida histórica- haya de invariante. Por no hacer esto y contentarse con una presunta constatación de lo «singular», de lo azaroso, acontece lo que menos podía esperarse de los libros históricos, a saber: que son casi siempre incomprensibles. La mayor parte de la gente resbala sobre los libros históricos y cree haber hecho con esto una operación intelectual. Pero el que esté habituado a distinguir cuándo comprende y cuándo no comprende -lo cual supone haber comprendido verdaderamente algo alguna vez y poder referirse a aquel estado mental como a un diapasón-, sufrirá constantemente al pasar las hojas de las historias. Es evidente que si el historiador no me define rigorosamente a César, como el físico me define el electrón, yo no puedo entender frase ninguna de su libro donde ese vocablo intervenga.

Ha padecido la historia el mismo quid pro quo que en las mentes poco atentas padeció la física cuando se .atribuyeron sus progresos al «experimento». Por fortuna para ésta, habían precedido a su instauración en la forma moderna que esencialmente conserva, largos siglos de meditación «metafísica» sobre la materia. Cuando Galileo reflexiona sobre las primeras leyes del movimiento, sabe ya lo que es la materia en su más genérica estructura: Grecia, filosofando, había descubierto la ontología de la materia en general. La física se limita a concretar y particularizar -en la astronomía llega a singularizar- ese género. Merced a esto, entendemos lo que Galileo dice al formular la ley de la caída-. Pero, por; desgracia, no ha habido una metahistoria que defina lo real histórico in genere, que lo analice en sus categorías primarias. Por su parte, la historia al uso habla desde luego de lo particular o singular histórico, es decir, de especies e individuos cuyo género ignoramos. La concreción sólo es inteligible previa una abstracción o análisis. La física es una concreción de la «metafísica». La historia, en cambio, no es aún la concreción de una metahistoria. Por eso no sabemos nunca de qué se nos habla en el libro histórico: está escrito en un lenguaje compuesto sólo de adjetivos y adverbios, con ausencia grave de los sustantivos. Esta es la razón del enorme retraso que la historia padece en su camino hacia una forma de ciencia auténtica.

Por filosofía de la historia se ha entendido hasta ahora una de dos cosas: o el intento de construir el contenido de la historia mediante categorías sensu stricto filosóficas (Hegel), o bien la reflexión sobre la forma intelectual que la historíografia practica (Rickert). Esta es una lógica, aquélla una metafísica de la historia.

La historiología no es ni lo uno ni lo otro. Los neokantianos conservan del gran chino de Konigsberg el dogma fundamental que niega a todo ser o realidad la posesión de una forma o estructura propia. Sólo el pensar tiene y da forma a lo que carece de ella. De aquí que tampoco lo histórico tenga por sí una figura y un verdadero ser. El pensamiento encuentra un caos de datos humanos, puro material informe, al cual, mediante la historiografía, proporciona modelado y perfil. Si a la actividad intelectual del sujeto llamamos lógos, tendremos que no hay más formas en el mundo que las lógicas, ni más categorías o principios estructurales que los del lógos subjetivo. De esta manera los neokantianos reducen la filosofía de la historia a una lógica de la historiografía. La historiología parte de una convicción inversa. Según ella, todo ser tiene su forma original antes de que el pensar lo piense. Claro es que el pensamiento, a fuer de realidad entre las realidades, tiene también la suya. Pero la misión del intelecto no es proyectar su forma sobre el caos de datos recibidos, sino precisamente lo contrario. La característica del pensar, su forma constitutiva, consiste en adoptar la forma de los objetos, hacer de éstos su principio y norma. En sentido estricto no hay, pues, un pensar formal, no hay una lógica con abstracción de un objeto determinado en que se piensa *. Lo que siempre se ha denominado pensamiento lógico puro no es menos material que otro cualquiera. Como todo pensar disciplinado, consiste en analizar y combinar ideas objetivas dentro de ciertas limitaciones -los llamados principios-. En el caso de la lógica pura estos principios o limitaciones son sólo dos, a saber: la identidad y la «contradicción». Pero estos dos principios no son principios de la actividad subjetiva, que de hecho se contradice a menudo y no es nunca rigorosamente idéntica, sino que son las formas más elementales y abstractas del ser. Cuando nuestro intelecto funciona atendiendo sólo a esas dos formas del ser, analiza y combina los objetos reduciendo éstos a meros sustratos de las relaciones de identidad y oposición. Entonces tenemos la llamada lógica formal. Si a esas formas añadimos la de relación numeral, tenemos el lógos aritmético. Si agregamos, por ejemplo, la relación métrica y exigimos a nuestros conceptos que impliquen las condiciones de medición, tenemos el pensar físico, etc. Hay, pues, tantas lógicas como regiones objetivas. Según esto, es la materia o tema del pensamiento quien, a la par, se constituye en su norma o principio. En suma, pensamos con las cosas.

* No se me oculta que esta tesis implica una grave heterodoxia frente al canon tradicional filosófico. Espero, sin embargo, en un estudio especial exponer sus fundamentos.

 

A mi juicio, ésta fue la gran averiguación de Hegel. ¿Cómo no se ha entrevisto nunca, por debajo de la realización que el sistema de Hegel proporciona a ese descubrimiento -y que es, sin duda, manca-, el brillo de esa magnífica verdad? «La razón, de la cual se ha dicho que rige el mundo, es una palabra tan indeterminada como la de Providencia. Se habla siempre de la razón (lógos), sin saber indicar cuál sea su determinación, cuál sea el criterio según el cual podemos juzgar si algo es racional o irracional. La razón determinada es la cosa» (pág. 25).

Se trata, pues, nada menos que de la des-subjetivación de la razón. No es esto volver al punto de vista griego, pero sí integrarlo con la modernidad, juntar en una síntesis a Aristóteles y a Descartes y, al juntarlos, evadirse de ambos.

La historiología no es, por tanto, una reflexión metodológica sobre la historia rerum gestarum o historíografia, sino un análisis inmediato de la res gesta, de la realidad histórica. ¿Cuál es la textura ontológica de ésta? ¿De qué ingredientes radicales se compone? ¿Cuáles son sus dimensiones primarias?

La mayor porción de mi vida individual consiste en encontrar frente a mí otras vidas individuales que tangentean, hieren o traspasan por diferentes puntos la mía; así como la mía, aquéllas. Ahora bien, encontrar ante sí otra vida, no es lo mismo que hallar un mineral. Este queda incluido, incrustado en mi vida como mero contenido de ella. Pero otra vida humana ante mí no es sin más incluible en la mía, sino que mi relación con ella implica su independencia de mí y la consiguiente reacción original de ella sobre mi acción. No hay, pues, inclusión, sino convivencia. Es decir, que mi vida pasa a ser trozo de un todo más real que ella si la tomo aislada, como suele hacer el psicólogo. En el convivir se completa el vivir del individuo; por tanto, se le toma en su verdad y no abstraído, separado Pero, al tomar el vivir como un convivir, adopto un punto de vista que trasciende la perspectiva de la vida individual, donde todo está referido a mí en la esfera inmanente que es, para mí, mi vida. La convivencia interindividual es una primera trascendencia de lo inmediato y «psicológico». Las formas de interacción vital entre dos individuos -amistad, amor, odio, lucha, compromiso, etc.- son fenómenos biformes en que dos series de fenómenos psíquicos constituyen un hecho ultrapsíquico. No basta que yo sea un alma y el otro también para que nuestro choque o enlace sea también un suceso psicológico. La psicología estudia lo que pasa en un individuo, y es enturbiar su concepto llamar también psicología a la investigación de lo que pasa entre dos almas, que al pasar entre las dos no pasa a la postre, íntegramente, en ninguna de ellas. Pero eso digo que es un hecho trascendente de la vida individual y que descubre un orbe de realidad radicalmente nuevo frente a todo lo psíquico *. Ese complejo de dos vidas vive a su vez por sí según nuevas leyes, con original estructura, y avanza en su proceso llevando en su vientre mi vida y la de otros prójimos. Pero esta vida interindividual, y cada una de sus porciones individuales, encuentra también ante sí un tercer personaje: la vida anónima -ni individual ni interindividual-, sino estrictamente colectiva, que envuelve a aquéllas y ejerce presiones de todo orden sobre ellas. Es preciso, por tanto, trascender nuevamente y de la perspectiva interindividual avanzar hacia un todo viviente más amplio que comprende lo individual y lo colectivo; en suma: la vida social. Esta nueva realidad, una vez advertida, transforma la visión que cada cual tiene de sí mismo. Porque, si al principio le pareció ser él una substancia psíquica independiente y la sociedad mera combinación de átomos sueltos como él y como él suficientes en sí mismos, ahora se percata de que su persona vive, como de un fondo, de esa realidad sobre individual que es la sociedad. Rigorosamente, no puede decir dónde empieza en él lo suyo propio y dónde termina lo que de él es materia social. Ideas, emociones, normas que en nosotros actúan, son, en su mayor número, hilos sociales que pasan por nosotros y que ni nacieron en nosotros ni pueden ser dichos de nuestra propiedad. Así notamos toda la amplitud ingenua de la abstracción cometida cuando creíamos plenamente recogida nuestra realidad por la psicología. Antes que sujetos psíquicos, somos sujetos sociológicos **.

Pero, a su vez, la vida social se encuentra siempre incompleta en sí misma. El carácter de cambio incesante y constitutivo movimiento, flujo o proceso que aparecen, desde luego, en la vida individual, adquiere un valor eminente cuando se trata de la vida social. En todo instante, es ésta algo que viene de un pasado, es decir, de otra vida social pretérita, y va hacia una vida social futura. El simple hecho de hallarse estructurado todo hoy social por la articulación de tres generaciones, manifiesta que la vida social presente es sólo una sección de un todo vital amplísimo, de confines indefinidos hacia pasado y futuro, que se hunde y esfuma en ambas direcciones ***.

* Dejo aquí intacta la cuestión fundamental -tan fundamental, que es previa a todo el tema de este estudio y lo desborda- de si la vida individual misma no es ya trascendencia. Siempre me he resistido a creer que mi vida sea no más que un «hecho de conciencia». Creo más bien lo contrario, que mi «conciencia» está en mi vida, es un hecho de mi vida. [Nota agregada en la reimpresión citada.]

** Esto es lo que Hegel llamó espíritu objetivo. [Nota agregada en la reimpresión citada. Véase en El hombre y la gente, publicado en esta Colección, el análisis de la distinción entre la vida interindividual y la social.]

*** Es esencial a la vida del individuo datarse a sí misma de un cierto instante -el nacimiento- y extenderse desde cualquier presente hasta un tiempo aproximado en que la muerte ha de venir. Esta conclusión cierta actúa por anticipado en «nuestros días»; es el gran mañana, que modela nuestro hoy. (Sobre esto, finas verdades y finos errores en el estudio reciente de Heidegger: Sein und Zeit, 1927.) Puede descubrirse aquí, desde luego, una diferencia a priori entre la estructura de lo histórico y la del vivir individual. La historia no muere nunca, y sus movimientos no van gobernados por la idea de un término y consumación.

 

Esta es sensu stricto la vida o realidad histórica. No digamos vida humana o universal. Precisamente, uno de los temas historiológicos es determinar si estas dos palabras «humanidad» -en sentido ecuménico- y «universalidad» o «mundialidad», son formas efectivas de realidad histórica o meras idealizaciones. Ese círculo vital máximo a que hemos llegado es lo histórico.

Pero no está dicho cuál sea el significado real de sus círculos interiores; por ejemplo, si el individuo que vive sumergido en lo histórico, como la gota en el mar, es, no obstante, y en algún sentido, un ser independiente dentro de él, o si lo es «una sociedad», pueblo, estado, raza, etc., ni cómo ni en qué medida influyen unos sobre otros estos círculos. Ni siquiera está dicho que ese círculo máximo que es «una vida social con su pasado y su futuro», es, a su vez, independiente y forma un orbe aparte, o es sólo fragmento, un auténtico, definido y único «mundo histórico» .Sólo va dicho con ello que de ese círculo máximo no cabe ulterior trascendencia.

 

APENDICE

[LA HISTORIOLOGIA]

[Texto del borrador manuscrito -inédito- con el que Ortega inició el precedente prólogo a las Lecciones... de Hegel, pero que fue luego omitido y substituido por el publicado.]

 

Se trata de lo siguiente: la realidad histórica ¿no es más que lo que nos cuentan los historiadores? Como es sabido, la historíografia contemporánea pretende definir el modo de conocimiento que le es constitutivo con la fórmula de su patrón Ranke, diciendo que se propone averiguar «qué es lo que propiamente ha pasado» -Wie es eigentlich gewesen ist-. Esta frase es polémica: ha sido afilada contra la filosofía de la historia, contra Hegel, y sólo tomándola en este sentido agresivo se la puede entender. No nos hagamos ilusiones: el historiador de los últimos cien años quiere decir con ella: si el día tantos del año mil y tantos el Cid llevaba calzas y si éstas eran verdes. Reunir los documentos que comprueben este hecho es hacer investigación histórica. Que el Cid lleve o no calzas es «haber pasado algo», es un elemento representativo de la realidad histórica. Ni que decir tiene que los historiadores, con Ranke a la cabeza, cuando abandonan la agresión a la filosofía de la historia y se ponen a hacer su historia son inconsecuentes consigo mismos. Así Ranke nos dirá que él busca en esa realidad histórica y entre las calzas lo que él llama con hipermayúscula las «Ideas históricas», es decir, los grandes factores organizadores de esa realidad que entonces queda jerarquizada y dividida en dos clases de elementos cuyo rango es muy diferente: la pululación de hechos insignificantes y los grandes hechos viscerales que es preciso denominar con términos gigantes -como Catolicismo, Germanismo, Romanismo, etc.-. Con esto la expresión «lo que ha pasado» adquiere un valor equívoco y se carga de dos significaciones heterogéneas: el llevar o no calzas no puede «pasar» y ser realidad en el mismo sentido en que pasan y viven y actúan y son realidad tan vagas y enormes entidades como Catolicismo, Germanismo, Romanismo, etc. Pero además, esa anatomía de lo real histórico que lleva a articularlo en grandes ideas motores y mínimos hechos pululantes no es ya narración histórica: es un pensamiento que a priori aporta el historiador al entrar en el archivo, es una concepción pre-documental y trans-documental e intangible por todo documento, es una concepción a priori de la estructura que toda realidad histórica por fuerza posee, estricto pendant de la estructura metafísica que, según Aristóteles, todo ser en cuanto ser, , tiene, y según la cual lo real se descompone en elementos inesenciales, variables, contingentes y elementos esenciales, indefectibles y categóricos. Es, pues, esa anatomía de lo histórico ni más ni menos que toda una ontología de la realidad histórica. Resulta de esto que la ciencia de Ranke, a quien podemos considerar como representante titular de todo el gremio, se compone en verdad, aunque no se declare, de dos cosas muy distintas: por un lado es investigación histórica -archivería, filología, arqueología-, es decir, faena empírica, datos; por otro es nada menos que noción a priori de lo histórico, pura ontología. Me es indiferente cual sea el contenido determinado, la doctrina particular de esta ontología: lo que es incuestionable es que si de una obra histórica, la más humilde, la contribución más concreta de un investigador, se retira todo lo que es dato queda un esqueleto constituido por la idea -que en el historiador reside- de cómo es en su esencia inmutable lo real histórico, [es decir], un cuerpo de categorías. En la mayor parte de los casos el historiador no ha meditado un momento sobre esa ontología que en su mente reside y [le hace actuar] selectivamente y plásticamente sobre el caos de los documentos, sino que la ha recibido del ambiente, de la ideología atmosférica y circulante. Son, en efecto, la inmensa mayoría de los autores, gentiles hombres burgueses que hablan en categorías sin saberlo. Hablan constantemente de guerra, revolución, colonización, recesión, decadencia, estancamiento, crisis, plenitud de los tiempos, salvajismo, barbarie, renacimiento, generación, tradición, restauración, etc., etc., sin pararse un segundo a fijar el sentido de estos vocablos, que son, nada menos, verdaderas categorías históricas. Esta falta de reflexión y esfuerzo sobre los conceptos que articulan, como coyunturas y goznes, la informe materia histórica, que le dan figura y movimiento es la que proporciona a los libros de historia más ilustres y recientes un aspecto tosco y arcaico, incompatible con las exigencias de nuestra actual comprensión. Es, a mi juicio, inaceptable el desnivel que la historíografia al uso padece entre la precisión con que maneja los documentos y la imprecisión con que emplea las ideas estructurales constructivas, categóricas de lo histórico.

La estructura real de lo histórico no consiste nunca en los datos que el filólogo y el archivero encuentran, como la realidad del Sol no es la imagen visual de un disco flotante «del tamaño de una rodela» como dice Don Quijote. Los datos son síntomas o manifestaciones de la realidad. Los datos son dados a alguien para algo. Ese alguien es en este caso el verdadero historiador -no el filólogo ni el archivero-, y ese algo es la realidad histórica. Ahora bien, esta realidad histórica está en cada momento constituida por un número de ingredientes variables y un núcleo de ingredientes invariables o constantes. Estas constantes del hecho o realidad histórica son su estructura radical, categórica, a priori. Y como es a priori no depende de la variación de los datos históricos. Al revés, es ella quien encarga al filólogo y al archivero que busque los datos necesarios para la construcción de tal o cual época concreta. La determinación de ese núcleo categórico es el tema principal de la historiología.

Y no es, sin más, psicología. Porque ésta estudia el individuo, que es una abstracción. El individuo de la psicología ha sido arrancado a un todo mucho más amplio de quien concretamente depende. Ni empieza ni termina en sí el individuo; flota, está sumergido en realidad histórica que en él se individualiza. Hay, pues, una realidad específicamente histórica -interindividual o multiindividual- que no es tampoco sociología, porque la unidad social tiene pasado, está ella misma inmersa en esa realidad temporal y espacialmente más ancha que la sociedad, y que es lo histórico.

He aquí por qué es preciso instaurar una nueva disciplina que yo denominaría historiología, cuya misión resulta de lo dicho perfectamente clara. Podía también llamarse meta-historia, porque su papel es con respecto a la investigación histórica el mismo que la metafísica de la materia ha sido para la física. Sólo que en el caso de ésta se hizo antes la metafísica y sólo después se inició la investigación, mientras que en la historíografia se ha comenzado al azar la investigación usando una metahistoria espontánea que el ambiente de cada época deposita en las cabezas o la inspiración genial de cada autor le hace improvisar.

Sólo cuando exista una historiología la historia dejará de ser en lo esencial un cronicón, porque sólo entonces estará constituida plenamente como ciencia empírica, a semejanza de la física. Pues es un grave error suponer que puede existir una ciencia empírica labrada con puro empirismo, es decir, con la mera constatación de contingencias. Contingente es «lo que pasa», pero nada pasa si además y antes no es, quiero decir, si no posee una estructura a priori. Pasar significa sólo acontecer aquí y ahora algo real. Pero este algo real no consiste en su acontecer, sino en aquello que ahora y aquí pasa. La inocencia del puro empirismo -inocencia que estaba reservada al siglo XIX- consiste en confundir lo que algo tiene de acontecimiento con lo que tiene de ser. Pasa que en los idus de marzo Bruto mata a César, pero ni Bruto, ni César, ni el matar consiste en haber pasado en los idus de marzo. Ese acontecimiento supone una estructura invariable, la cual hace posible que en cierto instante acontezca aquel famoso suceso. Este suceso -por ejemplo- no hubiera podido pasar en una realidad histórica donde no existiese Estado, Tradición, Revolución, donde, en consecuencia, no hubiese crímenes políticos. Se dirá que es esto una perogrullada, pero yo creo que la ciencia se diferencia de la poesía en su constante aspiración a la perogrullada, es decir, a 1a evidencia. Se impone, pues, frente al puro contingentismo en que ha sido educada nuestra mente reaprender la sabiduría que ya lograron los griegos -Parménides, Platón, Aristóteles- según la cual «ser» significa las constantes de un fenómeno.

Lo histórico, que es, en definitiva, la vida humana en sus variaciones, consiste, por lo pronto, en un sistema de constantes. Estas constantes son las que abren un margen a su propia variación. Y la misión completa de la historia consistiría en determinar, ante cada caso, cuál es la porción constante y cuál la indentación que el azar y la contingencia producen en aquélla. Así, toda etapa y situación que tomemos nos mostrará que en ella es posible un cierto número de cosas y que otras son, por el contrario, imposibles. Pero cuáles de entre aquellas posibilidades se realizan depende del azar.

Yo quisiera que se me mostrase dónde y cuándo ha sido estudiado un poco a fondo este formidable problema de lo que es necesario y lo que es azaroso en historia. Con sólo perseguir un poco esta cuestión nos encontraríamos ante una rigorosa anatomía: veríamos cómo el azar tiene su límite, mucho más próximo de lo que se supone y que, por tanto, el lógos histórico es más extenso de lo que se presume.

Nos urge conocer, siquiera en vaga proximidad, la estructura real de lo histórico. Como toda estructura real tendrá su substancia: quien subsiste en lo histórico. Sin embargo, no es esto -la substancia- lo más urgente. Lo histórico comienza por presentársenos en forma de variación en el tiempo, de modificación, de cambio. Lo histórico es primero cambio histórico. Por tanto, su aspecto primario es movimiento. De aquí que nuestra curiosidad más urgente vaya a esta pregunta: ¿qué hay de real en ese movimiento aparente, por tanto, en qué consiste el movimiento real? Hasta pudiera ocurrir que la substancia histórica fuese en sí misma movilidad, es decir, movimiento.

De tal modo siente Hegel este carácter móvil de la historia, de tal modo ve a ésta como esencial inquietud que su metafísica (lógica) queda informada por esa visión. No ya lo histórico sino lo absoluto es movimiento. Pero como a la vez para él lo absoluto es Idea se trata de un puro movimiento lógico.

Ahora bien, su filosofía de la historia se reduce a mostrar que cada punto de tránsito de ese movimiento lógico -y en el orden racional que a éste preside y le mueve- encuentra un representante en la historia (un pueblo) en un orden temporal que es conforme con el racional.

El aspecto del movimiento histórico coincide con el movimiento absoluto de la Idea.

Pero aquí se ve cómo se trata sólo de un paralelismo espectral, contingente, una resonancia casual del puro proceso lógico en el histórico. La realidad del movimiento histórico no está así ni de lejos definida y construida. Para ello seria preciso lo siguiente: así como en el proceso lógico intemporal cada determinación nace de la antecedente por necesidad de la fuerza lógica, seria menester mostrar qué fuerza y mecanismo no lógicos sino precisamente históricos, temporales, hacen que el momento griego salga del momento egipcio.

La dinámica del movimiento, que es precisamente la gran preocupación de Hegel en lógica-metafísica -fue por otra parte su intuición de lo histórico-, no está ni siquiera intentada. Lo que hace es clasificar los pueblos descriptivamente (no dinámicamente) bajo rúbricas -generalmente muy finas y certeras- y luego encontrar que, así rubricados, su orden temporal coincide con el racional  *.

*. [Aquí se interrumpe el manuscrito.]

 

EN EL CENTENARIO DE HEGEL

[Conferencia dada en el Instituto Internacional de Señoritas, de Madrid, en 1931. Publicada en La Nación (Buenos Aires) el 31, I; 6, 13 y 20, 111, de 1932. Y en Luz (Madrid) el l y 3, III, de 1932. Y reimpresa en el libro Ideas v creencias. Buenos Aires, 1940.]

 

I

LA INTERPRETACION DE LA HISTORIA

Golpeamos con los nudillos en la puerta. «¿Quién anda ahí?», preguntamos. Hemos oído ruidos en la habitación vecina. La puerta está cerrada. No podemos entrar. Del interior nos llegan sólo rumores. Oímos éstos perfectamente, pero cuanto mejor los oigamos y menos problemas nos sean por sí mismos, no podemos contentamos con ellos. Inevitablemente llegan a nosotros convertidos en signos o síntomas de un acontecimiento o serie de ellos, en suma, de algo que pasa bajo ellos, de que ellos son manifestación parcial, anuncio incompleto. Y ese algo que pasa del otro lado de la puerta sólo se nos aclara cuando averiguamos a quién le pasa: el algo sospechado empuja nuestra mente hacia un alguien. Por eso preguntamos: «¿Quién anda ahí?» Tal vez es la criada que golpea los muebles o un hombre en frenesí que se martiriza. Cuando logramos averiguarlo, el tropel desordenado de ruidos cobra súbito orden, se organiza, como claro acontecimiento cuyo centro es el alguien que la produce o padece.

Una vida individual es, por la pronto, no más que un tropel de hechos pululantes e inconexos, como aquellos rumores. Pero al ser los hechos de una vida sabemos quién es el alguien a quien pasan. A cada cual le pasa su vida -es decir, la serie de hechos que la integran- En todos y cada uno de ellos está, solapado, el Mismo. Yo soy el Mismo, el punto de identidad o mismidad latente bajo la diversidad e inconexión aparente de los hechos que urden mi vida.

Pero los hechos de mi vida no terminan en ella, en su órbita individual, sino que actúan sobre la órbita de otras vidas como la mía, penetran en ella produciendo múltiples efectos. Y viceversa, la que a otros les pasa -su vida- rezuma sobre la mía. Tengo un amigo. La amistad es un hecho que me pasa a mí, pero que también le pasa a mi amigo. Por tanto, su realidad no consiste sólo en la parte de amistad que me toca a mí, sino también en la que toca al otro. No es, pues, rigorosamente hablando, un hecho exclusivo de mi vida, sino que es el hecho de dos vidas, entre dos vidas -es un hecho de convivencia-. ¿Quién es, entonces, el «alguien» de la amistad? Evidentemente, ese alguien es un personaje extraño que se llama «dos seres humanos». Un alguien dual, que no es ninguno de los dos, ni la simple suma, sino alguien sobre ellos, sujeto del hecho amistad ya quien podemos llamar indiferentemente «convivencia» o «compañía» o «sociedad».

Como se advierte, el «alguien» a quien las cosas pasan es el substrato del acontecer; pero, al mismo tiempo, es el punto de vista, el principio de la perspectiva desde el cual el acontecimiento se entiende. La vida individual es, en este sentido, una perspectiva. La convivencia es otra.

Pero no se puede negar que no nos parecen igualmente claros el alguien o Mismo que soy yo o que eres tú y el alguien o Mismo que es la compañía. Este nuevo personaje está menos a la mano; su perfil es más difuso y problemático. Por lo menos, a primera vista. No voy ahora a entrar en esta cuestión; pero, de paso, sugiero que esa presunta claridad de quién sea el alguien que soy yo se oscurece desesperantemente cuando con ánimo de hallar una respuesta rigorosa nos preguntamos: ¿Quién soy yo? Porque yo no soy mi cuerpo ni mi alma. Cuerpo y alma son cosas mías, cosas que me pasan a mí; los más próximos y permanentes acontecimientos de mi vida, pero no son yo. Yo tengo que vivir en este cuerpo enfermo, o sano que me ha tocado en suerte y con esta alma dotada de voluntad, pero acaso deficiente de inteligencia o de memoria. ¿Qué diferencia últimamente esencial existe entre la relación de mi cuerpo y mi alma conmigo y la que conmigo tienen la tierra en que nazco y vivo, la suerte social, mejor o peor, que tengo, etc.? Ninguna. Y si yo no soy mi alma ni mi cuerpo, ¿quién es el alguien, quién es el mismo a quien acontece la sarta de sucesos que integran mi vida? Como se ve, hay aquí un problema tremendo que va oculto y en cierto modo cloroformizado por la facilidad de habituación con que decimos «yo» La identidad de la palabra nos finge una evidencia de la cosa.

Pero el hombre muere y otras vidas suceden a la suya. La convivencia actual o sociedad de ahora se prolonga asimismo en la de mañana, en la de dentro de un siglo, como, viceversa, es continuación de la de ayer y de la de hace centurias y centurias. Es decir, que nos encontramos con un nuevo tropel de hechos -los históricos- enormemente más rico, multiforme, caótico, que el atribuible a la vida individual o a la sociedad de hoy. En suma, nos encontramos con el rumor innumerable de la historia universal. Guerras y paces, angustias y alegrías, usos, leyes, Estados, mitos, ciencias: es la pululación superlativa, el mare magnum de lo confuso e ininteligible. Al pronto la mente se pierde en esa selva indómita de hechos inconexos y dispares. La historia es como el oído con que oímos tales ruidos; nos cuenta esto y esto y esto. Pero con ello no hace sino incitar nuestra incomprensión y movernos a demandar: ¿Qué pasa en la historia y a quién le pasa?

En sus Memorias, la marquesa de La Tour-du-Pin, que vivió en tiempos de la Revolución francesa, nos cuenta que, siguiendo la moda anglómana de la época, encarga de sus caballos a un palafrenero inglés. Este hombre no consigue aprender la lengua francesa, e, incomunicante con el contorno, vive ensimismado, atento sólo a su menester. Cuando la Revolución comienza y ve a las gentes ir y venir enloquecidas, juntarse y separarse, gritar y estremecerse, el pobre hombre cae en estupefacción. No entiende nada de lo que acontece y cada cinco minutos se acerca a su señora y, quitándose la gorra, pregunta: Please, milady, what are they all about? (Señora, perdón, ¿qué les pasa a todos estos?)

El palafrenero no podía entender lo que a éstos les pasaba, porque en realidad la Revolución francesa no era un hecho de la vida privada o individual de ninguno de ellos, ni siquiera de su vida colectiva o social. Era un hecho de la historia, y sólo resultará comprensible cuando se golpee con los nudillos sobre el telón gigantesco de los hechos y se pregunte: ¿Quién anda ahí? ¿Quién produce y padece todos esos ruidos? En suma: ¿a quién le pasa la historia universal como a mí me pasa mi vida? ¿Quién es el alguien, el Mismo de la historia que pulsa y late bajo sus sucesos?

La Filosofía de la Historia Universal es el golpe de nudillos que da Hegel sobre los fenómenos del destino humano. Al buscar el Mismo de la Historia, su substrato y sujeto, tiene que buscar también, como antes indiqué, una nueva perspectiva, distinta de la vida individual y de la vida social. Ahora se trata de la vida histórico-universal, que comprende aquellas otras dos formas de vida; es decir, que la perspectiva histórico-universal incluye la perspectiva individual y la social, es la perspectiva integral de lo humano.

Ahora bien, ¿cómo, sumergidos en el enjambre de los hechos históricos, podremos descubrir su substancia permanente, ese alguien o Mismo de que ellos son manifestación, variación, modificación incesante? Hay varios caminos o métodos. Uno consiste en aplicar a los fenómenos históricos la misma táctica mental que seguimos para descubrir las leyes de los fenómenos naturales. Es el método empírico. Observando los hechos, ensayando hipótesis que esta observación nos sugiere, vemos si aquéllos se dejan reducir a un orden o regularidad. Este orden, si transparece, nos mostrará todos los cambios históricos como transformaciones comprensibles de algo que es el substrato de la transformación. Y, en efecto, la obra de Hegel, que no usa este método, provoca durante todo el siglo XIX una serie de ensayos inspirados en este procedimiento. Todos ellos coinciden en elegir una clase de hechos como realidad fundamental de que todos los demás son consecuencias. Así, Carlos Marx cree haber hallado la substancia, el alguien de la historia en la economía. Lo que diferencia las épocas y hace salir una de otra es el proceso de la producción. Cada etapa humana tiene su última realidad en lo que, a la sazón, sean los medios de producción. Cada nueva forma de éstos crea una nueva forma de organización social; suscita una clase social propietaria de ellos y otras sometidas a ésta. Las ideas, la moral, el derecho, el arte no son más que reacciones de cada clase social según sea su puesto en la jerarquía colectiva. Ni las ideas ni la moral ni el derecho ni el arte son fuerzas primarias de la historia, sino, por el contrario, resultado de lo substancial: la realidad económica. El hombre no actúa según sus ideas, sentimientos, etc., sino, al revés, las ideas, sentimientos de un hombre son consecuencia de su situación social, esto es, económica. El alguien de la historia es, pues, el hombre como animal económico.

Frente a esta interpretación económica cabe poner innumerables otras en que se prefiere como substancial otra especie de fenómenos. Cabe, por ejemplo, una interpretación bélica de la historia. Según ella, lo decisivo en los cambios históricos seria el cambio en los armamentos, en los medios de destrucción. Es el exacto pendant del marxismo. He aquí un ejemplo de su manera de razonar. Durante el siglo V dominan todavía sobre los Estados griegos las viejas aristocracias porque las guerras entre ellos se hacen con milicias poco numerosas compuestas de soldados calificados, portadores de armas cuyo empleo requiere largo y difícil entrenamiento. Pero he aquí que se anuncia la bajada de los persas contra Grecia. Los persas llegan por tierra y por mar. Temístocles tiene la genial intuición de que la parte decisiva de la lucha habrá de ser marina, y propone a Atenas la creación de una poderosa escuadra. Pero esto supone el empleo de catorce mil remeros. Los aristócratas no pueden pensar en proporcionar tan elevado contingente ni están dispuestos a remar. Es preciso recurrir a las clases inferiores, poner en sus manos la nueva arma -el remo-. El efecto fue fulminante. La extensión del servicio militar trae consigo la extensión del poder político. Los catorce mil remeros son todo Atenas, y no ya unas cuantas familias nobles. El remo, como arma bélica, como medio de destrucción, suscita la democracia y todo lo que ésta trae inevitablemente consigo: el abandono de la tradición, el racionalismo, la ciencia, la filosofia *.

* Véase «La interpretación bélica de la Historia», en El Espectador, VI (1927).

 

La interpretación bélica de la historia no es ni más ni menos fantástica que cualquier otro de los ensayos parejos emprendidos empíricamente con ánimo de reducir a un orden el caos que es la historia. Quien haya leído la Historia del arte de la guerra, compuesta por Delbrück, reconocerá que es esta interpretación una idea luminosa, capaz de esclarecer admirablemente no pocos estratos de la realidad histórica.

Es sorprendente la docilidad de la historia ante la furia de orden que lleva a ella el pensamiento. Se puede llegar a sistemas francamente cómicos y que, en principio, no son menos verídicos que los de aspecto más trágico y solemne. Cabe, por ejemplo, lo que yo llamaría la interpretación hidrológica de la historia. En efecto, la historia comienza con una civilización que brota entre dos ríos menores -la mesopotámica-. Pasa luego a las riberas de un gran río -el Nilo-. Se derrama después sobre un mar interior -el Mediterráneo-. Avanza más tarde al mar abierto -el Atlántico- y en nuestros días comienza a bañarse en el mar máximo -el Pacífico-. Pero al seguir la línea de esta evolución caemos en la cuenta de otras posibilidades de interpretación: la interpretación sideral. En efecto, el centro de la historia se ha desplazado en el mismo sentido en que marchan las estrellas. El proceso universal de lo humano gira de Oriente a Occidente.

 

II

HISTORIA Y ESPIRlTU

Todas estas ideas de la historia pretenden hacernos ver el claro proceso real que «pasa» verdaderamente bajo el confuso proceso aparente de ella. Y nos sorprende un poco que todas nos convencen un momento, lo cual seria imposible si no poseyesen alguna dosis de verdad.

¿Cómo es posible que sean todas verdad, siendo dispares? Evidentemente, sólo de una manera: no siéndolo del todo ninguna. Son, en efecto, verdades parciales, cuasi-verdades. Los fenómenos, tanto de la naturaleza como de la historia, pueden ser ordenados por nuestra mente de infinitos modos. Imagínense ustedes delante de una cantidad grande de objetos. Pueden clasificarlos o por su tamaño o por su color o por su forma o por su peso o por innumerables caracteres. Con increíble maleabilidad, los objetos aguantan, reciben nuestra ordenación. Como cada uno de ellos tiene infinitas notas, siempre podremos tomarlos por una cualquiera de ellas como por un asa. Pero si luego comparamos unas ordenaciones con otras, notaremos que unas precisan más la clasificación y otras menos. Si dividimos los objetos en claros y oscuros es evidente que habremos producido un orden colocándolos en dos enormes provincias. Mas si nos fijamos luego en el contenido de cada una de ellas advertiremos que dentro de lo claro hay objetos muy diferentes entre sí -rojos, azules, blancos, etc.-. Nuestra ordenación ha sido, pues, muy somera; no ha penetrado en las diferencias más detalladas. Dentro de cada provincia quedan desordenadas las cosas. El orden era superficial: no prendía bien, no definía cada objeto; no nos decía, en suma, nada sobre el objeto singular, sino sólo sobre grandes y vagos conjuntos. Ahora bien, lo que se trataba de aclarar, de definir y conocer era precisamente cada objeto, cada fenómeno, porque ése es el auténtico problema que se ofrece al esfuerzo de nuestro pensamiento. Pensar es comprender las cosas en su plenitud, no sólo tomar vistas parciales, vagas, que digan algo sobre ellas, pero que dejen fuera mucho de ellas. Cuando lo que decimos de un fenómeno no coincide completamente con él, nuestro hablar, nuestro pensar es abstracto. Y mientras el pensamiento es sólo abstracto, no ha hecho sino empezar.

Esas teorías sobre la historia son verdades abstractas, por tanto, parciales. Son vistas tomadas arbitrariamente sobre la realidad. Toda vista es verdadera, puesto que nos da algo de la cosa. Pero como la hemos tomado desde un punto de vista cualquiera, sin dejar de ser verdadera, resulta arbitraria. Lo arbitrario no es tanto la vista como el punto de vista.

Esta es la máxima preocupación de Hegel: encontrar un punto de vista que no sea uno cualquiera, sino que sea aquel único desde el cual se descubre la verdad entera, la verdad absoluta. Sea nuestro punto de vista no el nuestro, sino precisamente el universal o absoluto.

Este abandono de nuestro punto de vista y este esfuerzo por instalamos en lo absoluto y mirar desde él todo y cada cosa es para Hegel la filosofía. No discutamos ahora si esto es factible. Mi tema no es la metafísica de Hegel, sino su metafísica de la historia.

Al hablar sobre las cosas materiales o históricas, Hegel quiere evitar decir sobre ellas verdades parciales. Se exige la verdad absoluta, y, por tanto, tiene que averiguar ante todo cuál es la absoluta realidad de que todo lo demás no es sino modificación, particularización, ingrediente o consecuencia. Hegel cree haberlo logrado en su Filosofía fundamental, que él llama Lógica. Con esa enorme averiguación, dueño del máximo secreto que es lo Absoluto, se dirige a la naturaleza, se dirige a la historia, que son no más que partes o modos de lo absoluto. Pero, claro es, va a ellas en una disposición intelectual opuesta a la que inspira el método empírico que acabo de dibujar. Hegel no es hombre de penetrar en la historia, sumirse en ella, perderse en la infinita pululación de sus hechos singulares para ver si consigue de ellos la esencial confidencia, para ver si los hechos le descubren su verdad latente. Todo lo contrario: cuando Hegel se acerca a la historia sabe de antemano lo que en ella tiene que haber pasado y quién es el alguien de su acontecimiento. Llega, pues, a lo histórico autoritariamente, no con ánimo de aprender de la historia, sino al revés, resuelto a averiguar si la historia, si la evolución humana se ha portado bien, quiero decir, si ha cumplido su deber de ajustarse a la verdad que la filosofía ha descubierto. Este método autoritario es lo que Hegel llama «Filosofía de la historia».

La realidad única, universal, absoluta, es lo que Hegel denomina «Espíritu». Por tanto, todo lo que no sea francamente Espíritu tendrá que ser manifestación disfrazada del Espíritu. En la medida en que no «parezca» ser Espíritu su realidad será pura apariencia, ilusión óptica no arbitraria sino fundada en la necesidad que el Espíritu tiene de jugar al escondite consigo mismo.

¿Qué es el Espíritu en Hegel? No nos engañemos: el Espíritu en Hegel es una enormidad en todos los sentidos de la palabra: una enorme verdad, un enorme error y una enorme complicación. Hegel es de la estirpe de los titanes. Todo en él es gigantesco, miguelangelesco.

Yo no sé cómo en poquísimas palabras se pueda proporcionar un atisbo de lo que Hegel entiende bajo ese soplo verbal que es el vocablo «Espíritu».

Es preciso declarar que el vocablo «Espíritu», empleado por Hegel para denominar tan enorme y definitiva realidad como la que con él quiere enunciar, no es muy acertado. Se han llamado espíritu tantas cosas, que hoy no nos sirve esta deliciosa palabra para nada pulcro. Hegel mismo vaciló mucho antes de decidirse por esta terminología. En su juventud prefería hablar de «vida». Hoy le acompañaríamos en esta preferencia. ¿por qué?

El atributo principal del Espíritu en Hegel es conocerse a sí mismo. Es, pues, una realidad que consiste en comprensión, pero lo comprendido es ella misma. Lo cual supone que es, a la vez, incomprensión, porque de otro modo no consistiría en un movimiento y esfuerzo y faena para hacerse transparente a sí misma. Tiene, pues, dos haces: por uno es constante problema para sí, por otro es interpretación de ese problema. ¿No es esto lo característico de la vida humana? ¿No es nuestro vivir sentirse cada cual sumergido en un absoluto problema? Cada acto vital, no sólo el específicamente intelectual, va inspirado por la necesidad de «salvar la vida», es decir, de hacer de ésta «lo que debe ser». Todas las éticas -la más egoísta o la más altruista, el epicúreo y el kantiano, el asceta y Don Juan- buscan colocar nuestra vida en su verdad, y esto implica una interpretación, una idea de lo que nuestro destino «es». Ahora bien, ideal tal obliga a construirse una concepción del mundo en torno nuestro y de nuestra persona en él. La vida no es el sujeto solo, sino su enfronte con lo demás, con el terrible y absoluto «otro» que es el mundo donde al vivir nos encontramos náufragos. No creo que haya imagen más adecuada de la vida que esta del naufragio. Porque no se trata de que a nuestra vida le acontezca un día u otro naufragar, sino que ella misma es desde luego y siempre hallarse inmerso en un elemento negativo, que por sí mismo no nos lleva, sino, al contrario, nos anula. De aquí que vivir obligue constante y esencialmente a ejecutar actos para sostenerse en ese elemento o, lo que es igual, para convertirlo en medio positivo. Y de éstos [actos], el fundamental y primario es formarse una idea de sí misma, ponerse en claro sobre qué sea ese elemento en que a ratos flotamos, a ratos nos hundimos, y qué sea nuestra pobre persona náufraga en él. Todos nuestros demás actos surgen ya dentro de esa interpretación de la vida y van inspirados por ella.

Pues bien, para Hegel lo decisivo en la interpretación de la vida no es obra de ningún individuo por genial que sea, sino que procede de todo un pueblo. Cada uno de los grandes pueblos ha consistido en ser una nueva interpretación. Por eso, porque va «inspirado» por una idea unitaria y original, consigue llegar a una fuerte disciplina e imponerse durante una época en la historia universal.

Pero Hegel, que hasta aquí no tendría tal vez inconveniente en aceptar esta sustitución de su «Espíritu» por nuestra «vida», se resistiría a contentarse a la postre con ella. Pertenece él, y con él nosotros, a la gran unidad occidental que llama «el mundo germánico». Tiene éste una interpretación de la vida según la cual todo es espíritu. Así piensa Hegel. Esta es para él «la» verdad, por tanto, no una interpretación entre otras del misterio vital, sino la absoluta y la definitiva. Y creyéndolo así, no tiene más remedio que integrar en ella todo el proceso histórico y mostrar cómo todas las grandes interpretaciones de la vida han sido estadios necesarios para ese gran descubrimiento.

Mas esta resistencia de Hegel acaso no estuviese en lo esencial justificada. Para él, «Espíritu» no es el alma humana, ni el nous del cosmos, sino simplemente aquello que se sabe a sí mismo, es decir, que consiste en llegar a la transparencia de sí, cuyo ser estriba precisamente en averiguarse a sí propio y descubrirse, hacerse patente. Nuestra vida es, como he indicado, el parcial logro de eso. Una vida que en absoluto no se comprendiese y aclarase a sí misma sucumbiría. Por otra parte, una vida que se viese con plena claridad a sí misma, sin tiniebla alguna, sin rincón de problema, sería la absoluta felicidad. Donde no hay problema no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana. Por esto la vida humana no puede ser lo que Hegel llama «Espíritu», sino sólo movimiento y estación hacia él: afán de transparencia, parcial iluminación, constante descubrimiento y averiguación, mas por lo mismo nunca plenaria claridad.

 

III

HISTORIA Y GEOGRAFIA

El espiritualismo radical de Hegel domina su concepción de la historia. Es éste un drama que consiste en un apasionado monólogo. No hay más que un personaje: el Espíritu. A este personaje le acontece perderse en sí mismo, en la selva magnífica de sí mismo, y se afana heroicamente en encontrarse. Para esto necesita caer en la cuenta de que él existe y de que todo lo demás -piedra, astro, ave, hombre- no es sino secreción suya, ensayos que va haciendo para llegar a la idea de que él es y que es todo. Cuando comienza la historia ha terminado el primer acto, en el cual el Espíritu no se sospecha así mismo, «está fuera de sí» y parece ser pura Naturaleza.

La Naturaleza es la selva preespiritual -lo mineral, lo animal-. Ni el mineral ni el animal saben de sí mismos: gozan -¿o padecen?- una casta ignorancia de su propio ser. Su ser consiste simplemente en «estar ahí», hincado en un lugar y un instante. Vivir en un «ahí» y en un «ahorro»: esta servidumbre de la gleba espacio-temporal es para Hegel la condición de todo lo «natural». El Espíritu, en cambio, es ubicuo y eterno, mejor dicho, no está en ningún lugar, en ningún tiempo, porque los contiene en sí todos. El ser del Espíritu no consiste, como el de la piedra, en «estar ahí», sino, por el contrario, en «estar en sí y sobre sí». Esto que Hegel insinúa se advierte muy bien en el hombre, que es, a la par, término de la Naturaleza e iniciación del Espíritu. Realidad fronteriza y oscilante, el hombre es unas veces lo uno, y otras, lo otro. Por eso distinguimos cuándo el prójimo «está fuera de sí» -y decimos: «¡Qué animal!»- y cuando «está sobre sí» -y decimos: «¡Qué espíritu!»

La Naturaleza es, pues, esencialmente prehistoria, preparación o material para la historia, ya que ésta es la lucha del Espíritu frente a la Naturaleza para encontrarse en ella. La Naturaleza es el escenario y la peripecia del drama, el laberinto extraño, el puro «lo otro» donde la razón se ha perdido. En esta peregrinación del Espíritu por la Naturaleza queda calificado por ella, influido por ella, y en este proceso terrenal del Espíritu consiste para Hegel la historia. El Espíritu procede condensándose en la serie de los grandes pueblos, cada uno de los cuales es una interpretación de sí mismo que el Espíritu ensaya. Por eso en la historia no ha triunfado en cada época más que un pueblo: porque sólo en él actuaba el Espíritu, que lo necesitaba como un peldaño para su genial ascensión hasta la pura idea de sí mismo. Una vez que ha usado de ese pueblo, el Espíritu lo abandona, y el pobre pueblo triunfante un día queda anulado históricamente, depotenciado como mera materia para el nuevo pueblo floreciente. Queda, en suma, «desespiritualizado».

Esta es la famosa idea del Volksgeist, del «espíritu nacional», que constituye, sin duda una de las creaciones más originales del romanticismo alemán (Herder, Fichte, Schelling, la escuela histórica). El personaje único -Espíritu- se pluraliza en los «espíritus nacionales» de los grandes pueblos verdaderamente históricos -y no prehistóricos o «naturales»-: China, Egipto, India, Persia, Grecia, etc.

Ahora bien, esa multiplicación sobreviene al Espíritu, que es, por esencia, uno, único, al ser tamizado por la Naturaleza. Al hacerse «nacional» el Espíritu «nace» y por que nace, muere, como un animal. Naturaleza es lo que nace. La nación es espíritu mineralizado y animalizado; por tanto, adscrito a un lugar, a un paisaje. La historia con su enjambre de pueblos brota de la geografia. Ya en otra ocasión toqué este punto de las relaciones que en el sistema hegeliano guardan geografía e historia. Fue con motivo de precisar lo que Hegel pensaba sobre América, «cuyo principio es lo inconcluso y el no llegar nunca a plenitud» *. Ahora me interesa tomar la cuestión en toda su generalidad. ¿Cómo ve Hegel esa inserción del Espíritu en la Naturaleza, en .la tierra? ¿Cuál es la relación entre un pueblo y su horizonte geográfico? ¿Influye el clima en la historia que es siempre historia espiritual? ¿El «espíritu nacional» es producto del medio, una planta más en el paisaje?

* Véase «Hegel y América» en El Espectador. Tomo VII (1930).

 

Hegel no puede aceptar que el Espíritu «dependa» de la materia, es decir, que las condiciones naturales sean causa de un cierto modo de ser espiritual. «Es opinión tan generalizada como vulgar -dice- que el peculiar espíritu nacional está en conexión con el clima de esa nación... Así, se habla mucho y con frecuencia del benigno cielo jónico que ha engendrado a Hornero. Y, sin duda, ha contribuido no poco al encanto de los poemas homéricos. Pero la costa del Asia menor ha sido siempre la misma y sigue siéndolo: no obstante, del pueblo jónico ha salido sólo un Hornero. El pueblo no canta: sólo el hombre singular crea una poesía, sólo un individuo, y aunque fuesen varios los que han producido los cantos homéricos, siempre se trataría de individuos. A pesar del clima benigno, no han vuelto a surgir Homeros, especialmente bajo la dominación turca.»

No hay, pues, que hablar del influjo causal entre una tierra y una nación. El nexo entre ambos es de especie muy diversa.

«No nos interesa considerar el territorio como localidad externa, sino atender al tipo natural de la localidad en cuanto corresponde al tipo y carácter del pueblo que es hijo de tal territorio.» «Siendo los pueblos espíritus de determinada configuración, ésta su determinación o peculiaridad sería de orden espiritual» -por tanto, no originada por peculiaridades geográficas, étnicas, etc. Pero a esa peculiaridad espiritual o modo de ser corresponde la peculiaridad de la Naturaleza en la región donde el pueblo se forma. Hegel no aventura más. Se contenta con hablar de «correspondencia» para designar relación entre pueblo y contorno físico.

Hace años, perescrutando yo el mismo problema, llegué a la conclusión de que las condiciones geográficas no determinan la historia de un pueblo **. En un mismo rincón del planeta han acontecido las formas más diversas de historia, es decir, de existencia humana de ser hombre. La humanidad india de la pampa era sobremanera distinta de la actual argentinidad. Distinta no sólo como dos estadios de evolución muy lejanos entre sí, sino como dos especies divergentes. Es posible que al cabo de los siglos la tierra pampera reabsorba al hombre actual y de él vuelva a formar un pueblo en que rebroten los caracteres fundamentales de las razas autóctonas. Más de un síntoma nos induciría a esta sospecha, sobre todo si recordamos lo que acontece en Australia.

** [Véase, «Temas de viaje» (cap. III, «Historia y geografía») en El Espectador, IV.]

 

Pero si es posible que cada terruño sea como un escultor que crea indefectiblemente una forma de estilo siempre idéntico -dejemos el asunto para otra ocasión-, no por eso determina propiamente la historia. Hay un factor que podríamos llamar «la inspiración histórica del pueblo», que no puede explicarse. zoológicamente. Y ese factor es el decisivo en sus destinos. Con el mismo material geográfico y aun antropológico se producen historias diferentes. Hay además otro fenómeno de gran importancia: la emigración de los pueblos. La autoctonía es siempre problemática o utópica. De hecho no conocemos en la historia más que pueblos que se han movilizado y al fijarse transitoriamente -con una transitoriedad de milenios a veces- en un lugar del planeta han creado allí su historia. Si nos atenemos, pues, al rigor de los hechos, lo que importa comprender es por qué un pueblo que se desplaza se detiene de pronto y se adscribe a un paisaje. Es como un hombre que avanza entre las mujeres y de pronto queda prendido, prendado de una. Es vano acudir, como se suele, con consideraciones utilitarias que sucumben siempre entre contradicciones de los hechos. Hay que acabar por reconocer una afinidad entre el alma de un pueblo y el estilo de su paisaje. Por eso se fija aquél en éste: porque le gusta. Para mí, pues, existe una relación simbólica entre nación y territorio. Los pueblos emigran en busca de su paisaje afín, que en el secreto fondo de su alma les ha sido prometido por Dios. La tierra prometida es el paisaje prometido.

Hegel no interpreta así la correspondencia entre geografía y cultura. Pero no anda muy lejos de ello.

 

IV

MESETA, VALLE, COSTA

Según Hegel, hay tres tipos de tierra para los efectos históricos -lo que yo llamaría tres paisajes-: la altiplanicie, el valle fecundo, la costa. Esta división le ha sido inspirada por la consideración de que nuestro planeta no es sólo tierra, sino también agua. Los tres paisajes se caracterizan por la relación de la tierra al líquido elemento. La altiplanicie es la aridez. El valle es obra del rió. En la costa tremola la marina, como dice Dante.

En la Filosofía de la Historia Universal brotan súbitamente altos surtidores de espléndida poesía, géiseres cálidos, irisados, que se alzan sobre el horizonte lunar de su gélida dialéctica. Así en este lugar. ¡Qué delicia oír que de pronto se nos habla -corroborando con un gesto romántico hacia significaciones infinitas- del «principio de la meseta, el principio del valle, el principio de la costa»! La mente nos queda repentinamente fecundada por el polen de estas palabras y germina en ilimitadas posibilidades de pensamiento.

Con esta preparación creo yo que podremos entender bastante bien la idea que Hegel se hace de las relaciones entre lo geográfico y lo histórico, aun cuando sus textos no pasan de ser vagas insinuaciones.

Recuérdese que, para Hegel, es el hombre una realidad oscilante entre la Naturaleza y el Espíritu, entre el «estar fuera de sí» y el «estar sobre sí». Cuando el hombre vive fuera de sí está dominado por la necesidad cósmica, lo mismo que el astro y la planta. Es una realidad esclava. Ahora bien, la historia es el proceso del espíritu, el cual consiste en libertad. El «progreso en la conciencia de libertad» constituye para Hegel el contenido de la historia universal.

¿Por qué el espíritu consiste en libertad? Por un razonamiento muy sencillo. Para Hegel -como hemos visto- es «Espíritu» el nombre de la realidad absoluta, de la única realidad verdadera. Esto significa que todo lo que el espíritu sea lo será por su propia cuenta y riesgo, ya que no existe ninguna otra realidad de que él dependa. Realidad independiente y realidad libre son sinónimos. El Espíritu se determina a sí mismo, crea por sí sus propias determinaciones. De aquí que .la forma más característica del Espíritu, su facies más evidente sea la voluntad. Porque no hay voluntad si no es libre. «La voluntad es libre, como la materia es grave.» Querer es resolverse; por tanto, decidir la propia determinación. Hegel combate la idea de la libertad, a un tiempo inglesa y mediterránea, que nos hace pensar en un mero «libertarse de», en un movimiento de evasión y de fuga. El que no hace sino escaparse de una prisión habrá logrado desprenderse de lo que no es él; pero si no hace más que eso no ha llegado a ser sí mismo. El que se limita a no ser prisionero se queda en mero no ser y carece de realidad positiva. La verdadera libertad es un nuevo acto creador por el cual el libertado de un mando forastero se manda a sí mismo, se da a sí mismo un ser positivo. Libre es, pues, quien manda -entiéndase-, quien manda sobre sí mismo, quien se da a sí propio la ley. Pero esto ¿quién lo hace de verdad en el mundo? ¡El Estado, sólo el Estado! He aquí por qué, según Hegel, el Espíritu no aparece en el mundo, no tiene realidad efectiva sino en forma de Estado. Y la historia espiritual será para él historia del Estado. Por eso no pertenecen a la historia los pueblos salvajes, sin ley, sin mando, sin Poder público.

Mas la aparición sobre el planeta del fenómeno Ley, Orden; Imperio representa un lujo vital. El hombre demasiado urgido por la necesidad animal no tiene holgura para que sus energías rebasen la atención al menester inmediato de vivir zoológicamente, y pueda ocuparse de sí mismo. Con esto tenemos definida la relación primaria entre geografía e historia. En aquellas zonas del planeta cuyas condiciones vitales son extremas -la tórrida, la gélida- no puede haber historia. «En ellas vive el hombre entontecido. La Naturaleza lo deprime y no puede separarse de ella, que es la primera condición para una cultura espiritual. La violencia de los elementos es demasiado grande para que el hombre pueda emerger en su lucha contra ellos y ser lo bastante poderoso para hacer valer su libertad espiritual frente al poderío de la Naturaleza».

En definitiva, lo específico del hombre radica en un privilegio de la atención. Observad al animal en la selva. Tiene que estar constantemente atento a lo que pasa en su derredor. Su mundo es un permanente y omnímodo peligro. No le queda respiro para desentenderse del contorno y volver la atención hacia sí. Hace algún tiempo me impresionó leer en el libro de Stefansson, Tierras del porvenir, que las focas no duermen más que dos o tres minutos seguidos. Al cabo de ellos vuelven a abrir los párpados, otean el horizonte para ver si no surge en él ninguna nueva amenaza y vuelven a sumirse en su sueño pespunteado. Ahora bien, la retorsión de la atención hacia dentro de sí es, zoológicamente considerado, un apartamiento del contorno más radical y profundo que el sueño mismo. Es el soñar despierto, pensar. El hombre no llega a serlo suficientemente sino en aquellas condiciones de paisaje que no son premiosas y le permiten recogerse en sí mismo, concentrarse, aislarse o cerrarse frente a la Naturaleza. He aquí el Espíritu en su primera actividad, en su libertad negativa, que le hace evadirse de la Naturaleza.

En el hombre civilizado es tan fuerte ya el hábito de vivir dentro de sí y no en su contorno, que nos deprime la idea de vernos obligados a atender constantemente las vicisitudes del mundo en derredor. Entonces, pensamos que la selva, la selva abierta es la más auténtica prisión y que el hombre es el animal que se ha escapado de ella y se ha libertado metiéndose dentro de sí mismo. Naturaleza y espíritu serían, según esto, dos direcciones antagónicas de la atención: el «hacia fuera» y el «hacia dentro».

A esta forma de relación negativa, en que los extremos del frío y el calor excluyen el florecimiento del Espíritu, hay que añadir la de carácter positivo que se ofrece en las zonas templadas.

Hay, según Hegel, tres configuraciones topográficas, tres principios geomorfos que condicionan tres tipos de vida natural, a las cuales corresponden tres estadios o formas del Espíritu, es decir, del Estado. Uno es la meseta, la enorme altiplanicie. Su tipo vital es el nomadismo. La existencia en este país seco es pobre, pero además no está limitada por ninguna contención espacial. Vivir es vagabundear. Hoy se está en un lugar, mañana en otro. No hay fuerza ninguna que obligue a la convivencia. El hombre siente ímpetus de empresas, pero discontinuos e informes, imprecisos. Lo único que se le puede ocurrir es echar para adelante, sin rumbo, sin meta, sin designio preformado. No es posible en estas condiciones el nacimiento de la ley, del Estado, que implica convivencia estabilizada. Hay sólo la momentánea organización de guerra bajo un caudillo genial que reúne las hordas normalmente dispersas y cae con ellas sobre las tierras fértiles.

La meseta, el nomadismo, es, pues, la pura inquietud, el puro ir y venir. Ahora bien, el Espíritu es, frente a la Naturaleza, la inquietud misma, porque es exclusivamente actuación. Un espíritu quieto es una contradicción en el adjetivo. La piedra puede estar quieta, pero el Espíritu no. Por eso cuando Descartes hace consistir el alma en exclusiva espiritualidad y dice que su ser consiste tan sólo en pensar, los contemporáneos objetaban: y cuando el alma no piensa, por ejemplo, cuando el hombre duerme, ¿es que el alma se muere, se aniquila? Y, sin embargo, la inquietud del nómada no es aún, para Hegel, el «espíritu de la inquietud», esto es, la inquietud verdaderamente espiritual. La meseta es la guerra por la guerra, la guerra sin concreta finalidad, como mera explosión de activismo en pueblos durante centurias pacíficos. El nómada, que es pastor, súbitamente se transforma en el más crudo guerrero. Esta guerra es ciertamente empresa, intento de algo más allá de lo cotidiano, por tanto, Espíritu. Pero es empresa inconcreta, diríamos, el temple de una empresa sin su contenido. No es creación de un orden. En la meseta, pues, tenemos el germen de lo espiritual, su aparición embrionaria, nada más.

La meseta termina en laderas donde los ríos han evacuado valles. A veces estas laderas confinan inmediatamente con el mar: Perú, Chile, Ceilán. No forman, por tanto, un ámbito suficiente para constituir un nuevo tipo de vida. En cambio, los largos valles -Mesopotamia, Egipto, China- representan un nuevo principio geohistórico. El valle es una unidad conclusa, cerrada en sí, independiente, no como la meseta, que es la independencia inconcreta de lo que no tiene límites y no es nada determinado. La altiplanicie no tiene estructura porque es siempre igual a sí misma. El valle tiene una organización diferenciada: el rió y sus dos riberas que cierran las alturas. Es, además, la tierra más fértil. La agricultura surge en él, y con ella la propiedad, las diferencias de clase, en suma, las normas jurídicas. La agricultura no es una actividad momentánea, explosiva y de azar como el puro belicismo del nómada. Tiene que regirse según el ciclo de las estaciones y es, en sí misma, previsión, régimen general y no caprichoso. Por otro lado, el valle obliga a la convivencia, que es, a su vez, imposible, sin modos generales de conducta, es decir, sin un Estado, sin el imperio de las leyes. He aquí cómo todos estos caracteres telúricos del valle preforman un tipo de vida que no es ya la vida meramente natural, sino una vida conforme a normas, en la cual viene aquélla a encajarse. Esa sobrevida normativa es precisamente el Espíritu.

Pero el valle fija el hombre al terruño: lo limita, lo hace dependiente de un sistema poco variado de condiciones. De aquí que estas civilizaciones fluviales hayan girado eternamente sobre sí mismas, recluidas en un repertorio de temas, de modos, de intentos, de normas. Son culturas «hieráticas», es decir, rígidas: la egipcia, la china.

El gran principio liberador es la costa donde combate la intensa dualidad de tierra y mar. «El mar da lugar siempre a un peculiar tipo de vida. El indeterminado elemento nos da una imagen de lo ilimitado e infinito, y al sentirse el hombre en él se anima al más allá sobre toda limitación. El mar suscita el valor: incita al hombre a la conquista y la rapiña pero también a la ganancia y la industria. El trabajo industrioso se refiere a aquella clase de fines que se llaman necesidades. El esfuerzo para satisfacer estas necesidades trae consigo, empero, que el hombre quede enterrado en ese oficio. Mas, cuando la industria pasa por el mar, la relación se transforma. Los que navegan pretenden ciertamente ganar, lucrarse, satisfacer sus necesidades; pero el medio para ello incluye en este caso lo contrario del propósito con que se eligió, a saber: el peligro». La vida marítima es un constante riesgo de perderse a sí misma. Es libre ante sí misma e implica serenidad y astucia incesantes. Por todo ello tiene un claro sentido de creación y fue dondequiera el mar el gran educador para la libertad. El mar es un perpetuo «más allá de la limitación de la tierra». Es el verdadero «espíritu de la inquietud», que de su movimiento elemental pasa a las almas de sus moradores y hace del existir una permanente creación.

El principio supremo constitutivo del espíritu fue expresado un día por alguien con monumental ingenuidad: «Es necesario navegar, pero no es necesario vivir».

 

APENDICE

LA REFLEXIVIDAD

{En el manuscrito del cap. II de la precedente conferencia «En el centenario de Hegel» estas páginas inéditas, que seguían al tercer párrafo de la página 106, fueron luego omitidas y substituidas por las publicadas.]

 

Tal vez fuera más útil sustituirlo por cualquiera de estas dos: mente o pensamiento, donde va incluido desde el ver y el oír hasta el concepto y el razonar.

Hegel brota en la tradición filosófica del idealismo según la cual no tiene sentido hablar de la realidad de una cosa sino en cuanto es pensada por un sujeto. Así; este papel sólo tiene realidad indiscutible en tanto en cuanto lo estoy viendo, es decir, pensando. Sólo como pensadas son, en verdad, las cosas. La única realidad firme es, pues, el pensamiento, porque es la única realidad que está siempre delante de sí misma, que consiste precisamente en verse a sí misma.

Este es el atributo esencial de la mente, del pensamiento: la reflexividad, el darse cuenta de sí mismo. En el pensamiento no hay engaño posible; no existe oposición posible entre su realidad y su apariencia. El pensamiento es lo que se parece a sí mismo ser. Su ser es su parecerse.

Pero esta afirmación de que todas las cosas sólo tienen firme realidad en cuanto pensamientos es de aquel género abstracto que antes censurábamos. Yo, pienso en el Himalaya y es indiscutible que tengo ahora ese pensamiento, pero lo que pienso, el Himalaya, no parece ser pensamiento sino todo lo contrario. El pensamiento es inextenso y el Himalaya es un monte gigante, de gran altitud y latitud, es decir, extensísimo.

Esto pone de manifiesto el gran drama del idealismo que Hegel intenta resolver. El pensamiento del Himalaya y el pensamiento de este papel tienen una nota idéntica: ambos son pensamientos, es decir, son lo que se parecen ser. Mas por otra parte, lo que cada uno de esos pensamientos se parece ser -Himalaya, papel- es distinto; distinto lo uno de lo otro, el Himalaya del papel y además distintos ambos del pensamiento. ¿Qué sentido tiene decir que todo es pensamiento si lo que el pensamiento piensa es sumamente variado y siempre más o menos distinto del pensamiento? Es como si dijésemos que la vida es sueño. Perfectamente: pero ¿qué se quiere decir con esto? Yo sueño con un ladrón. Mas entonces nos encontramos con dos cosas: mi soñar, que es idéntico sueñe lo que sueñe, y el ladrón. Para que todo sea sueño no basta con que yo sueñe con ello, sino que ello, lo soñado, sea también sueño, y esto es lo que no se entiende: porque una cosa es ser sueño y otra ser ladrón. Y por muy soñado que el ladrón sea no deja de ser cosa distinta del soñar.

El pensamiento piensa siempre otra cosa que no parece ser pensamiento sino monte, papel, árbol, nube. Si el idealismo quiere dejar de ser una afirmación abstracta y vaga tendrá que demostrar cómo todas esas cosas que aparentemente no son pensar, en realidad lo son. Ahora bien: el pensamiento no consistía sino en darse cuenta de sí mismo. Será, pues, preciso que todo lo demás, que todo lo pensado pueda ser comprendido como medio del que el pensamiento necesita para darse cuenta de sí mismo.

Y, por lo pronto, se nos ocurre una advertencia muy persuasiva. Si no hubiera más que pensamiento y no cosas que pensar, el pensamiento no pensaría nada, sería vacío, mejor dicho, no sería, y entonces mal podría ejecutar la operación que le constituye: darse cuenta de sí mismo. Para que haya pensamiento, pues, es menester que haya lo que no es pensamiento, lo otro que el puro pensarse, a saber, cosas. Sólo cuando pienso una cosa existe pensamiento, y sólo entonces puedo darme cuenta de que pienso.

Ahora se advierte que la reflexividad, el darse cuenta de sí mismo en que consiste el pensamiento, no es faena tan simple como pudiera suponerse, antes bien, es el resultado último de una serie de operaciones previas, que el pensamiento ejecuta antes de lograr ser plenamente pensamiento; antes, por tanto, de darse cuenta de sí mismo. Se trata de un complicado proceso en que el pensamiento va buscándose a sí mismo y en cada estadio cree encontrarse pero lo que encuentra no es sino un elemento parcial, aunque necesario, de su estructura.

Así, hemos visto que no hay pensamiento si no hay lo otro que el pensamiento, lo no-pensamiento, las cosas en que pensar. Dicho en otra forma: antes de tener la idea de que existe pensamiento habrá que tener la idea de que existen cosas y, sobre todo, las cosas más antagónicas, distintas y distantes de lo que es el pensamiento, a saber, las materiales. Por eso el pensamiento se encuentra así mismo por lo pronto como lo más opuesto a su condición: como materia, como pura naturaleza. ¡No olviden que el pensamiento es lo que a él le parece ser! El hombre primitivo -como el niño- comienza por creer que sólo existe el paisaje. No tiene aún la idea de su propia persona como algo distinto y opuesto al contorno natural. Se ve, a lo sumo, a sí mismo como un elemento del paisaje. Lo mismo el niño: primero existe para él sólo lo que le rodea. Un buen día descubre que entre lo que le rodea hay un objeto que da la casualidad de que es él mismo, pero que se ve como esencialmente diferente de los demás objetos. Es uno entre ellos. Por eso no dice «yo», sino que habla de sí mismo como de otro y dice: «Juanito quiere esto o lo de más allá». Se ve a sí mismo como le ven los demás, como otro, no como sí mismo.

Es altamente paradójico lo que Hegel nos propone: que el pensamiento comienza por pensarse a sí mismo como materia inorgánica, como espacio, como infinita dispersión cósmica. Luego perfecciona su idea y se descubre como vida orgánica, como animal; que es ya una concentración frente a la pura dispersión de la materia espacial. En medio de la naturaleza animal descubre al hombre, se forma la idea de hombre, de sujeto individual. Es, dice Hegel, el instante crítico en la evolución de lo absoluto del Universo. En la idea del sujeto individual humano, que se da cuenta de sí mismo, de su individualidad obtiene el pensamiento por vez primera contacto con una idea de sí mismo en que predomina lo adecuado sobre lo inadecuado. El pensamiento tropieza con una primera idea de sí mismo: es el sujeto consciente como tal, es el ser dotado de libertad. Libertad es para Hegel el síntoma del pensamiento, del espíritu. Porque ser libre es ser sí mismo.

Pero el sujeto individual, lo que Hegel llama el Espíritu subjetivo, no es una idea suficiente del Pensamiento. Por que cada uno de nosotros se da cuenta de sí mismo en cuanto distinto del contorno natural y de los demás hombres. Yo me veo como Pensamiento, como mente, conciencia o como se le quiera llamar. Pero todo lo demás aparece como no siendo pensamiento, mente o conciencia -como lo otro que yo. No soy, pues, libre sino en sentido negativo. Lo que me rodea me limita, me determina, me niega. La libertad en sentido positivo es la absoluta determinación y limitación de un ser por sí mismo. Mientras el pensamiento deje algo fuera de sí, que no entienda como propio de sí mismo, no se tiene una idea adecuada del Espíritu.

La individualidad del sujeto es una idea parcial. Cree cada cual consistir en sí mismo pero nuestras ideas, preferencias, deseos, normas nos vienen, en su inmensa mayoría, impuestas por el contorno social. Nuestro «mismo» está menos en nosotros que en nuestro pueblo; es decir, en el conjunto de normas y modalidades intelectuales anónimas que ejerce presión sobre nosotros. Fuera de cada individuo hay una realidad que no es material sino espiritual y que por otra parte no es ningún sujeto individual: es el Estado. El Estado es espíritu pero objetivo. Cada pueblo es un Espíritu objetivo, es decir, un sistema de ideas jurídicas, morales, científicas, artísticas del cual beben los individuos, en el cual se informan. La realidad del Espíritu subjetivo, del hombre individual, no está en él sino en el espíritu de su pueblo.

Y cada gran pueblo es una nueva interpretación que el Espíritu Universal para llegarse a comprender a sí mismo como realidad absoluta, va forjándose. La serie de los grandes pueblos, tendida dramáticamente a lo largo de los milenios, no es una serie de azares sino un proceso rigoroso, el proceso sacro del Espíritu universal que va en ellos gradualmente conquistando la plena, adecuada idea de sí mismo -como lo que es, como realidad absoluta.

He aquí lo que «pasa» en la historia. He aquí el alguien, el «mismo» a quien la historia universal le pasa: es el Espíritu, el Pensamiento. La historia es la biografía del Espíritu. Durante toda ella lucha consigo mismo para conquistarse, para descubrirse, para reconocerse y -como el Espíritu no es sino ese conocerse- para llegar a ser con plenitud sí mismo. Pero reconocerse el Espíritu a sí mismo como única realidad es una misma cosa que reconocerse como libre. Para Hegel sólo es propiamente libre lo que sea único. Por eso es la historia, según él, el progreso en la idea de libertad. En Asia sólo había un hombre que se sabía libre: el Déspota. En Grecia hay unos cuantos hombres que se saben libres, pero en su derredor sigue el espíritu de otros hombres bajo la idea de esclavitud. En el mundo germánico se descubre que todo hombre, es decir, que todo Espíritu, que el Espíritu es libre.

Mas no se olvide que en Hegella libertad no significa lo que suele para nosotros. Para nosotros es la capacidad de negar lo otro que yo, es «libertarse de» y sólo esto, sólo este movimiento de evasión y de fuga que es, a la vez, un venir cada cual a sí y quedarse aparte de lo demás. Para los alemanes, un poco asiáticos siempre, panteístas, libertad es un negarse a sí mismo, un limitarse a sí mismo o autodeterminarse. Ahora bien, yo no puedo limitarme a mí mismo si no es aceptando algo distinto de mí que me limite; por tanto, aceptando en mí a lo demás, a los demás, llenándome con lo otro, con los otros, integrándome, desindividualizándome, generalizándome; en suma, fundiéndome con lo que queda fuera de mí, con los prójimos de mi pueblo y formando con ellos la unidad colectiva de una nación. Para Hegel sólo al través de un pueblo determinado puede el individuo ser libre, o, mejor aún, sólo el pueblo como unidad espiritual indivisa y en bloques es libre *,

* [Aquí se interrumpe la redacción substituida.]

 

SCHELER y otros filósofos contemporáneos

[publicado sin firma en la revista España, 16 septiembre 1915.]

 

HERMANN COHEN

Es esta una de las figuras más venerables del pensamiento alemán contemporáneo. Nació en 1840 de una familia judía donde se conservaban vivaces las tradiciones religiosas y políticas de este pueblo. Todavía gobernaba entonces los ánimos alemanes aquella romántica idealidad, cordialmente cosmopolita, que había hecho de Germania en los comienzos del siglo XIX la maestra del espíritu humano. En este ambiente de íntima, ilimitada libertad moral se educó Cohen. Dedicaba su mocedad difícil y virtuosa a los estudios filológicos: se hizo un gran hebraísta y un gran helenista; las dos culturas milagrosas, que decía Renan. Mas pronto comprendió que el nervio de las altas tradiciones del alma germánica había empezado a enfermar. Los alemanes se desviaban de su propia filosofía tan amplia y tan honda, sobre todo tan humana. Leibniz, Kant y Fichte, los filósofos de la libertad y de la exactitud, habían perdido su influjo: ya apenas si se les entendía. Cohen se sintió llamado a restaurar esta sublime estirpe ideológica. La empresa era difícil: los pensadores alemanes se habían entregado a las maneras positivistas y materialistas oriundas de Francia e Inglaterra. Su primera obra, publicada en 1871, iniciaba la reivindicación de Kant: volver a Kant era volver a la fontana maternal de la cultura germánica. El famoso autor de la Historia del materialismo, Federico Alberto Lange, hombre de temple exquisitamente veraz y entusiasta, sabio y liberal, mártir de la ciencia y de la fe socialista, acogió al nuevo filósofo con las mayores alabanzas y le prestó su apoyo. Cuando murió fue nombrado Cohen para sucederle en la cátedra filosófica de Marburgo. Durante treinta años prosiguió incansable su campaña en pro de la filosofía de Kant. Esta filosofía, al ser renovada, mostró todo su poder liberador: no se limitaba a ofrecer unos principios desde los cuales se podía entender el mundo, sino que daba normas para la acción pública y privada, una moral y unos principios de derecho... justamente contrarios a los que, autorizados por el triunfo guerrero de 1870 y la creación del Imperio, iban conquistando la conciencia pública.

Durante cuarenta años ha combatido Cohen desde su aula, desde sus libros, los progresos del imperialismo y la cruel opresión económica de los obreros. No creemos que haya habido en esa época un pensador más valeroso y enérgico. Enemigo de la política de Bismarck y del emperador Guillermo II, ha podido desde su puesto oficial hostilizar sin tregua a los prejuicios triunfantes.

Pero esta guerra de ahora, que ha hecho perder la serenidad a los mejores, ha puesto en labios de Cohen una frase equívoca que, o no entendemos bien, o contradice la labor de toda su vida. «No es lícita -ha dicho en un discurso reciente sobre el espíritu alemán-, es despreciable la opinión que establece distinciones entre el pueblo de los poetas y pensadores y el pueblo de los combatientes y políticos».

A nuestro juicio esa distinción, lejos de ser despreciable, es obligada y urgente; no sólo con respecto a Alemania, sino también en los demás países. Entre la ciencia y la política es menester poner un muro, so pena de que ambas padezcan. Los hombres de ciencia alemanes han puesto a los del resto del mundo en el duro trance de intervenir en asuntos gravísimos, solemnes, pero donde la ciencia no tenía nada que hacer. Es esencial a la dignidad de la ciencia conocer bien sus límites. Es característico de la ignorancia creer que todo cae bajo su jurisdicción.

Cohen había enseñado como nadie a distinguir entre la ciencia política, entre la ética política de los grandes filósofos alemanes y la acción política de los políticos y generales contemporáneos. Ahora parece aspirar a confundirlas y poner la ciencia al servicio de intereses transitorios. He aquí lo que no debe ser, porque no puede ser.

 

ENRIQUE BERGSON

I

[publicado sin firma en la revista España, 16 septiembre 1915.]

Abrióse la evolución filosófica de Francia, en el siglo XIX, con la simpática figura de Victor Cousin. Ciérrase con la penetrante, sutil e inquieta de Enrique Bergson. Ambos han sido maestros, universitarios, mimados por el favor del gran público, leídos por todo el mundo, influyentes en la masa de literatos, periodistas, cronistas y escritores de todo género. El primero presentaba la filosofía a la contemplación de las gentes, suavizando sus líneas y facilitando los malos pasos y los obstáculos duros; la filosofía con él se hizo amable, clara y hasta corriente. El segundo no vulgariza, pero sugestiona; sugiere y despierta en el lector o en el auditor impulsos recónditos, intuiciones hondas que jamás hubiera creído poder formular; la filosofía de Bergson sorprende y encadena la atención como una novela. Por eso, sin ser clara, ni menos corriente, nace hecha mundana y admirable. Nuestras democracias gustan mucho de ciertos aristocratismos del espíritu y de los sentidos.

La carrera de Enrique Bergson o, por mejor decir, el curso de su influencia sigue dos caminos desiguales. Fue profesor en el Liceo Henri IV, y allí preparó para el ingreso en la Escuela Normal superior a varias generaciones de jóvenes principiantes en la filosofía. Su influjo sobre los profesionales de esta disciplina alcanza su máximo durante su enseñanza en la Escuela Normal superior. Luego pasa súbitamente al Colegio de Francia y empieza el gran público a apoderarse de él. Su acción sobre los estudiantes profesionales comienza a descender, y al mismo tiempo sube y aumenta su prestigio social y mundano. A sus clases acuden damas elegantes que se hacen guardar el sitio por lacayos de librea. Ante este público de five o'clock sigue imperturbable el maestro la enumeración de sus sutiles metáforas, de sus comparaciones ingeniosas y profundas. Sus grandes manos rojas y tímidas moviéndose apenas, cruzadas encima de la mesa, revelan solas la inquietud de sus grandes ojos inmóviles y de su faz aguda de fakir imberbe. Nadie podría decir qué público prefiere, si éste de ahora o el primitivo, escaso y familiar, compuesto de estudiantes jóvenes y de viejos aficionados. El público de ayer comprendíalo y admirábalo. El de hoy le ha llevado a la Academia.

Ha escrito pocos libros, pero todos excelentes. Su primer trabajo, su tesis doctoral Los datos inmediatos de la conciencia fue una revolución que de súbito lo elevó a la cima del renombre entre sus colegas. Luego siguieron Materia y memoria, La risa, La evolución creadora. Se han escrito libros sobre su filosofía y se han hecho aplicaciones múltiples de sus principios a la literatura, a la política, a la historia, a la acción social. Coincidiendo su filosofía en varios puntos con el movimiento llamado pragmatista, por una parte, y por otra con la reacción notoria contra el positivismo reinante, ha sido acogido y ensalzado en campos muy distintos. Si se quiere en pocas palabras caracterizar la tendencia de su sistema, será un empeño vano conseguir la precisión y la exactitud. Ha tratado Bergson de desbrozar la costra de hábitos mentales, de fórmulas aprendidas, de imágenes estáticas que encubren y falsean el verdadero espíritu profundo del hombre, que es todo inestabilidad, fluencia, inquietud, profundidad en el momento. Ese esfuerzo por poner a la luz el «yo profundo», el espíritu, sin al mismo tiempo enquistarlo y como matarlo divulgándolo, es, sin duda alguna, uno de los más admirables intentos de rebuscar el alma en la dimensión intensidad y no en la de extensión, como ha hecho 1a banal y consuetudinaria psicología del positivismo.

Es Bergson, en cierto modo, uno de los primeros incitadores de la Francia de hoy; de la del momento, de esa nueva Francia que va surgiendo en la tragedia de la guerra, como la superación genial de los geniales Bouvard y Pecuchet del radicalismo.

II

[Texto del manuscrito inédito, borrador preparatorio de la presentación de Enrique Bergson en el Ateneo de Madrid, con ocasión de la conferencia de éste el día 2 de mayo de 1916.]

Forzado por la cortesía y vencido por el respeto tomo la palabra no más que para anunciar, como solían los heraldos, la presencia de un prócer. El señor Bergson, uno de los más grandes en la jerarquía espiritual de nuestra época, nos visita y se dispone a hablarnos. Ocasión ésta de las mayores y famosas en la historia del Ateneo. Nuestra sociedad, lugar de cultivo y de culto a las ideas podrá, andando el tiempo recordar con noble emoción que en su recinto resonó una voz de aquellas que gozan el supremo privilegio de dirigir los destinos intelectuales del hombre.

Todos los que aquí se han reunido sienten con evidencia que esta hora es ejemplar. Pero claro es que lo sentimos más vigorosamente los que cultivamos los estudios filosóficos. Cuantos en España nos esforzamos en torno a la filosofía conocemos la modestia de nuestra labor y estamos ciertos de no ser sino discípulos afanosos. Y nadie sabe mejor guardar las distancias ante un maestro que quien no lo es y además sabe qué no lo es. En contacto con otros maestros a quienes conservamos severa gratitud, aprendimos cuáles eran los síntomas de la maestría, y dondequiera los vemos aparecer nuestro corazón se sobrecoge de respeto. ¿Pues qué, bajo un cierto sesgo y frente a la frivolidad no pudiera definirse la filosofía como la ciencia general del respeto?

Pero otra circunstancia aumenta la ejemplaridad de este momento. La filosofía, como Sócrates dijo, es un servicio divino. No porque sea teología, sino porque es una ambición de verdad, de pura verdad, más allá de las cegueras pasionales, más allá de toda rencilla y toda lucha. La filosofía es un órgano cuya función se llama paz. Renan decía: la filosofía es la exclusión de toda exclusión. Por esto es de incalculable trascendencia que en tiempos de lucha venga a resonar en nuestra España la voz de la filosofía como una prueba de que bajo el haz de la discordia prosigue la paz su imperturbable germinación en lo esencial. Apercibidos a escuchar la filosofía del señor Bergson, viene a nuestra memoria con el vigor de un deseo aquel verso de nuestro poeta latino-español Prudencio:

Et cum vorandi vicerit libidinem

Late triumphet imperator spiritus.

«y habiendo vencido todas las pasiones triunfe sobre el mundo, emperador, el espíritu.»

Nada más. Vamos a asistir a una escena que es siempre gloriosamente patética, vamos a presenciar cómo de una mente sublime se vierte y fluye el pensamiento.

III

[Durante su estancia en Madrid, Bergson dio también otra conferencia en la Residencia de Estudiantes, el día 1de mayo de 1916. El texto que transcribo, de un manuscrito de Ortega, debió redactarse por esas fechas para su difusión en alguna publicación, pero desconocemos si llegó a efectuarse.]

Pocas cosas podrían despertar con mejor justicia la curiosidad de los españoles amigos de las ideas como las anunciadas conferencias del señor Bergson. Acaso no haya otro nombre más popular que éste en nuestro pequeño pueblo intelectual. Todos los jóvenes que leen, han leído los cuatro libros de Bergson, y si no los han entendido por completo los han sentido profundamente, porque estos libros además de contener una filosofía encierran una música encantadora. Hay quien piensa que las sirenas, recostadas al crepúsculo en las Sirtes, explicaban ya a los marinos mediterráneos el sistema del señor Bergson, tejido con hilos de luz y de optimismo.

En el año 1888 publica este filósofo su primer libro: Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. El efecto que produjo fue de escándalo. En él se combatían todos los principios que han regido el pensamiento del siglo XIX en su segunda mitad. Frente al positivismo afirmaba la posibilidad de conocer lo trascendente; frente al matematicismo, según el cual sólo sabemos de relaciones entre las cosas, sostenía la ciencia de la realidad absoluta; frente al naturalismo proclamaba el carácter espiritual de esa realidad última. Poco antes que Berg- son, y siguiendo caminos más largos, otras almas delicadas se habían sublevado en Alemania contra el imperio ideológico de los laboratorios. La historia de los últimos cuarenta años es por fuera la historia de la preparación de esta guerra, y por dentro la historia de la preparación de la nueva sensibilidad europea. Cuando el humo de la pólvora se disipe y la sangre se borre hallaremos la tierra habitada por nuevos ideales y emociones nuevas. Parecerá que han crecido súbitamente y como engendrados de manera espontánea bajo el hierro de la guerra, que es, a su modo, un arado. Pero en realidad estaban ya ahí antes de la horrible lucha, alojadas en la mente de esos hombres que hacía poco constituían una breve minoría avanzada de la humanidad.

No hay duda para mi, cualesquiera sean las divergencias que halle entre mis ideas y las del señor Bergson, que ha sido éste uno de los más poderosos anticipadores del porvenir.

 

JORGE SIMMEL

I

[Publicado sin firma al término del libro Filosofía de la coquetería, por Jorge Simmel, editorial Revista de Occidente, Madrid, 1924.]

Nació en 1858, murió en 1918. Profesor en las universidades de Berlín y Estrasburgo. Su cátedra ha sido una de las más frecuentadas en la Europa anterior a la guerra. El estilo de su pensamiento le sitúa aparte de los demás filósofos alemanes contemporáneos. No es el constructor de grandes armazones abstractas, sino la mente sutilísima que se acerca a la menudencia de la vida con fino aparato filosófico. Una tendencia espinosista, que no varia a lo largo de su obra, tan rica en transformaciones, le hacía pensar que cualquier punto de realidad es un modo del universo y contiene en sí todo los principios de la estructura universal. Como este libro muestra, Simmel sabe encontrar las categorías trascendentes del ser actuando en el asa de una jarra.

En sus comienzos padece un positivismo o biologismo algo superficial, que pronto corrige. Después de su Introducción a la ciencia moral (1892) -que no quiso reeditar sino en impresión de anastasio- y de Los problemas de la filosofía de la historia (1892), que reformó completamente en ediciones posteriores, se eleva a un relativismo más elevado, más seriamente filosófico, hasta penetrar en sus últimos años dentro de la gran corriente del nuevo objetivismo. Sus producciones principales son la Sociología (1908), la Filosofía del dinero (1900), Kant (ciclo de lecciones) (1903), Cultura filosófica (Ensayos) (1911), Visión de la vida, Cuatro capítulos de metafísica (1918).

II

[Texto de Ortega redactado para servir de anuncio al libro Filosofía de la coquetería.]

Jorge Simmel, muerto recientemente, ha sido uno de los más exquisitos filósofos de la Alemania contemporánea. Sensible a todas las facetas de la existencia, tiende en sus obras con predilección a aquellas que encontraban ciegos a los filósofos; medita sobre las cosas próximas y, en apariencia, pequeñas, para descubrir todo lo recóndito que encierra la vida cotidiana. Su Filosofía de la Coquetería, su Filosofía de la Moda, son entretenidos y agudos ensayos de la sociología y psicología encerradas en cada gesto femenino, en cada hecho y cambio de moda. Lo masculino y lo femenino es el análisis más penetrante de las diferencias entre la psicología del hombre y de la mujer.

 

FRANCISCO BRENTANO

I

[publicado sin firma al final de la versión española de la Psicología de Francisco Brentano, editorial Revista de Occidente, Madrid, 1926.]

Hay obras de ancha fama y escaso influjo. Otras, por el contrario, siguen un destino tácito y como subrepticio, al tiempo mismo en que van transformando la superficie de la historia. El libro de Francisco Brentano, Psicología desde el punto de vista empírico, publicado en 1874, es de este último linaje. El hecho es tan escueto y tan sorprendente, que merece especialísima consignación. Este libro, publicado en 1874, ha producido un cambio total en la ideología filosófica del mundo, y, sin embargo, la segunda edición no ha aparecido hasta 1925. Aconsejan datos como éste al fino historiador la mayor perspicacia cuando busque los orígenes de las mutaciones humanas, que suelen hallarse, como la cuna de los grandes ríos, en lugares repuestos y a trasmano.

Francisco Brentano es, sin duda, la figura más heteróclita de la filosofía contemporánea. Su estilo de pensador recuerda por su sobriedad, vigor y eficiencia sólo a las mentes antiguas. Brentano, nacido en 1838, fue sacerdote católico, y por algún tiempo profesor en Viena. Por dificultades con el Gobierno de su país dejó la cátedra, después de haber repudiado los hábitos de clérigo, aunque perduró en sus profundas convicciones cristianas. En rigor, no compuso más que un libro: el primer tomo de la Psicología antes citada. Lo demás de su labor se reduce a breves folletos, compuestos de pura esencia intelectual, cada uno de los cuales trajo consigo la reforma de toda una disciplina filosófica. Su Psicología de Aristóteles (1867) y su estudio Sobre los diversos significados del ser, según Aristóteles (1862) fueron el punto de partida para un nuevo aristotelismo, que sirvió de carril a sus posteriores innovaciones.

En su discurso Sobre el origen del conocimiento moral (1889) da el paso decisivo para fundar lo que, luego de magnífico desarrollo, debido a sus discípulos y discípulos de sus discípulos, se llama hoy «ciencia de los valores».

Para Brentano, la filosofía no era un menester literario. No le urgía escribir páginas y páginas, sino esculpir definiciones y argumentos. Convencido de que pesaba sobre él la sublime misión de restaurar la verdadera filosofía, echada a perder por Kant y sus descendientes, vivió concentrado sobre las cuestiones esenciales de la metafísica, la ética y la psicología. Fortuna o genialidad le atrajo, como discípulos, los hombres jóvenes que luego han influido más decisivamente en el pensamiento europeo: Husserl, Meinong, Stumpf, Ehrenfels, etc. Puede decirse que la filosofía actual de tipo más rigoroso y científico procede de Brentano, al través de sus grandes discípulos.

Conviene, pues, que los aficionados españoles puedan manejar la obra egregia de tal filósofo. A este fin se inicia ahora su versión castellana, y comenzamos por los dos famosos capítulos de su Psicología que más fértil influjo han tenido. A ellos seguirá el ensayo Sobre el origen del conocimiento moral, donde agudamente crea Brentano las bases de una nueva ética.

Retirado en Zurich, ciego en sus últimos años, sereno y alerta, murió el gran filósofo en marzo de 1917.

II

[Publicado sin firma al frente de la versión española de El origen del conocimiento moral, de Francisco Brentano, editorial Revista de Occidente, Madrid, 1927.]

En el presente librito ofrecemos al lector la traducción española de la célebre conferencia de Brentano sobre el origen del conocimiento moral. Este tratadito, de la más auténtica filosofía, constituye una de esas joyas filosóficas que, como El discurso del método o la Monadología, quedará cual jalón indicador de un nuevo periodo en la historia del pensamiento filosófico. Puede decirse que la base en donde se asienta la ética moderna de los valores es este breve libro de Brentano.

 

MAX SCHELER

(UN EMBRIAGADO DE ESENCIAS, 1874-1928)

[publicado en la Revista de Occidente, junio 1928. El subtítulo se agregó al reproducirse en el libro Goethe desde dentro, Madrid, 1933.]

 

El europeo de 1870, de 1880, ejecutaba en su existencia un número que cada día nos parece más difícil, menos verosímil. Simbólicamente se conserva de esa época un grabado donde se ve al funámbulo Blondin cruzando una gran plaza sobre una cuerda a cincuenta metros del suelo. Este funámbulo era el europeo positivista de 1880. El hombre occidental de la fecha era kenobata, caminante sobre el vacío. El vacío era el mundo, que a primera vista parece tan lleno y cuyo nombre suena a plenitud de plenitudes. El positivismo consistía en una operación mental mediante el cual, pensando sobre el mundo, se logra evacuarlo, desinflarlo, pulverizarlo. Con esto no se quiere decir que el positivismo carezca de justificación. Tiene tanta, que si los hombres de 1880 no hubiesen sido positivistas, nos habríamos visto obligados a serlo nosotros. El pensamiento es un pájaro extraño que se alimenta de sus propios errores. Progresa merced al derroche de esfuerzo con que se dedica a recorrer hasta el fin vías muertas. Sólo cuando una idea se lleva hasta sus últimas consecuencias revela claramente su invalidez. Hay, pues, que embarcarse en ella decidido, con rumbo al naufragio. De esta manera se van eliminando las grandes equivocaciones y va quedando exenta la verdad. El hombre necesita agotar el error para acorralar el cuerpo arisco de la verdad.

Cuando el mundo parece lleno, de lo que está lleno es de sentido. Asimismo, cuando se le vacía, es sentido lo que se le quita. Tal era el número difícil que ejecutaban nuestros abuelos: lograban vivir sobre un mundo sin sentido, funambulaban.

Parece justo preguntarnos qué cosa sea ese sentido que el mundo tiene o no tiene. No será necesario que el sentido sea bueno para tenerlo; lo que tiene mal sentido, evidentemente tiene alguno. Tampoco es menester que el mundo tenga un sentido postrero, lo que el Catecismo llama el «fin último» del universo. Para que el mundo tenga sentido, basta con que él y las cosas en él tengan un modo de ser. No importa cuál. Que sean lo que son es suficiente. Cuando encontramos lo que una cosa es, ya tiene para nosotros sentido; mas para el positivismo -y esto es lo que nos cuesta trabajo revivir- ninguna cosa tenía un ser. No había, según él, más que «hechos». Y el «hecho» significa, poco más o menos, un cambio en las cosas. Y si no hay más que cambios, resulta que cada cosa deja en cada instante de ser lo que era y pasa a ser otra. Y como esto le ha acontecido antes y le va a acontecer después en todos sus órdenes y dimensiones, el mundo queda convertido en un absoluto caos: es el puro non-sens existiendo.

Frente a este mundo tan frenético, tan estrictamente fuera de sí que no es de este ni del otro modo, que no tiene figura de ser, sólo cabía comportarse intelectualmente como el viajero hace con las tribus africanas: sólo cabía observar sus costumbres. Ya que los hechos no tienen un ser, una conducta firme, constante y seria, tal vez manifiesten azarosas pero frecuentes coincidencias.

Con esto se contentaba el hombre positivista: renunciando a toda contextura de las cosas, observaba la frecuencia de relaciones entre los hechos. A fuerza de fuerzas, y aun saliéndose un poco de su propio sentir, llegaba a proposiciones como ésta: «Hasta ahora, los hechos se han comportado de esta manera». Pero nada más. Un instante después los hechos podían muy bien comportarse a la inversa. Ya lo he dicho: vivía en vilo, deslizándose sobre el vacío por la cuerda floja de la frecuencia casual.

Sería incomprensible semejante situación si no advirtiésemos que una concepción del mundo tan inestable quedaba compensada en el hombre positivista por una gravitación de tipo práctico. Acaecía que esa observación de los «hechos» y las frecuencias en sus relaciones permitía formular «leyes» científicas que por una escandalosa casualidad se cumplían. En un mundo sin orden ni concierto cabía hacer previsiones y, por tanto, construir máquinas en vista de ellas. Ciertamente que esto se lograba merced a un hábito científico llamado «física», nada positivista, antes bien, adquirido en los tiempos de más antagónico temple, en los tiempos cristalinos del más puro racionalismo. Una generación positivista no hubiera jamás inventado la nuova scienza de Galileo y Kepler, los cuales creían con fe loca no sólo que el mundo tenía un modo de ser, sino que este modo de ser era el más rigoroso y formal. Las cosas del universo, según estos claros espíritus, practicaban «costumbres geométricas» -more geometrico.

Pero no se debe negar que las consecuencias benéficas de aquel racionalismo fueron recogidas en pleno positivismo. Europa se enriqueció; el mundo, vacío de sentido, se llenó de máquinas, se hizo cómodo. Esta fue la compensación: el utilismo sirvió de balancín al funámbulo europeo.

No faltaban gentes, sin embargo, insobornables por el plato de lentejas de la técnica, de la economía, del dominio sobre la materia. Cuanto mayor sea este último y más seguro se sienta el hombre de hacer con las cosas lo que quiera, mayor urgencia sentirá por saber qué sentido tiene su propia actividad. Es el problema terrible del millonario que no presume el pobre: en qué gastará su dinero. Estas gentes insobornadas se esforzaban por hacer ver que negar sentido a las cosas carecía, a su vez, de sentido; que la ciencia misma era un hecho inexplicable en un caos de puros hechos; que el positivismo, en suma, era un contrasentido. Pero estas excelentes personas eran, al cabo, de su tiempo y llevaban también en las venas sangre positivista. De aquí que necesitasen de un enorme rodeo para conseguir demostrar que algunas cosas tenían, en efecto, un ser y un sentido. En rigor, no lograban descubrirlos más que en la cultura. Estas fueron las filosofías restauradoras que florecieron hacia 1900 (neokantismo, neohegelianismo). Pero la verdad es que la cultura representa dentro del universo muy poca cosa, cualquiera que sea el patetismo con que los pensadores alemanes de la generación anterior la hayan embadurnado. Inclusive dentro del hombre, es la cultura sólo un rincón. Ciencia, ética, arte, etc., parecen afanes excelentes, siempre que al enumerarlos no se ahueque la voz. Porque entonces la cruda veracidad se incorpora en nosotros y nos invita a subrayar el modesto haber de esas potencias culturales.

Hoy nos parece fabuloso que hace treinta años fuese menester pasar .tantos apuros y empinarse de tal modo sobre la punta de los pies para entrever en utópica lejanía algo que vagamente mostrase ser y sentido. La gigantesca innovación entre ese tiempo y el nuestro ha sido la «fenomenología» de Husserl. De pronto, el mundo se cuajó y empezó a rezumar sentido por todos los poros. Los poros son las cosas, todas las cosas, las lejanas y solemnes -Dios, los astros, los números-, lo mismo que las humildes y más próximas -las caras de los prójimos, los trajes, los sentimientos triviales, el tintero que eleva su cotidiana monumentalidad delante del escritor. Cada una de estas cosas comenzó tranquila y resueltamente a ser lo que era, a tener un modo determinado e inalterable de ser y comportarse, a poseer una «esencia», a consistir en algo fijo o, como yo digo, a tener una «consistencia».

El cambio, por lo súbito, se asemeja a lo que nos pasa cuando de bruces miramos al agua de la alberca. Primero vemos sólo agua, que cuanto más limpia menos visible es, más vacía de contorno y figura. Pero de pronto, al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. El huerto se baña en ella, las manzanas nadan, reflejadas en el líquido, y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. Algo parejo acontece en los grandes cambios históricos: a la postre, su causa radical es una simple variación del aparato mental del hombre, que le hace recoger reflejos antes inadvertidos.

El afán sempiterno de la filosofía -la aprehensión de las esencias- se lograba, por fin, en la fenomenología de la manera más sencilla. Fácil es comprender la embriaguez del primero que usó esta nueva óptica. Todo en su derredor se henchía de sentido, todo era esencial, todo definible, de aristas inequívocas, todo diamante. El primer hombre de genio, Adán del nuevo Paraíso y como Adán hebreo, fue Max Scheler. Por lo mismo, ha sido de nuestra época el pensador por excelencia. Ahora, con su muerte, esa época se cierra -la época del descubrimiento de las esencias-. Su obra se caracteriza por la más extraña pareja de cualidades: claridad y desorden. En todos sus libros -sin arquitectura- se habla de casi todas las cosas. Conforme leemos, advertimos que el autor no puede contener la avalancha de sentido que se le viene encima. En vez de ir penosamente a descubrirlo en vagas lontananzas, se siente acometido por él. Los objetos más a la vera disparan urgentes su secreto esencial. Scheler no sabe resistir, y puesto en viaje hacia los grandes problemas, los olvida para enunciar las verdades sobre lo inmediato. Ha sido el filósofo de las cuestiones más cercanas: los caracteres humanos, los sentimientos, las valoraciones históricas. Dejaba siempre para luego la metafisica, la teoría del conocimiento, la lógica. Y, sin embargo, había pensado también sobre ellas. Pero vivía mentalmente atropellado de pura rique- za. Al mover las manos en el aire próxiino, como .a un prestidigitador, se le llenaban de joyas. Es vn caso curiosísimo de sobreproducción ideológica. No ha escrito una sola frase que no diga en forma directa, lacónica y densa, algo esencial, claro, evidente y, por tanto, hecho de luminosa serenidad. Pero tenía que decir tantas serenidades, que se atropellaba, que iba dando tumbos, ebrio de claridades, beodo de evidencias, borracho de serenidad. La expresión es barroca, pero, como todo lo barroco, se encuentra siempre en los clásicos. Para Platón, el filósofo es reconoscible por ese paradójico gesto. A su juicio, el filósofo no es un hombre tranquilo, tibio, pausado. Es un frenético, un exaltado, un «entu- siasta». «Entusiasmo» era el estado orgiástico que produ- cían ciertos cultos, especialmente el de Dionysos. Es, pues, un hombre embriagado. Sólo que la materia de que se embriaga es precisamente lo contrario de todo frenesí: la serenidad de lo evidente, la calma cósmica de lo verdadero, fijo en sí mismo, inmutable, eterno. En efecto, no es verosímil que tenga nadie algo de filósofo y no se le vea en la cara algún vestigio de esa serena borrachera inseparable de quien es bebedor de esencias. Proyectando esta impresión en su vocabulario plástico, los antiguos crearon ese doble busto tan extraño que llamaban Dionysoplatón. Dos caras pegadas por el cogo- te: la una, de facciones serias; la otra, en orgiástico arrebato.

La muerte de Max Scheler deja a Europa sin la mente mejor que poseía, donde nuestro tiempo gozaba en reflejarse con pasmosa precisión. Ahora es preciso com- pletar su esfuerzo añadiendo lo que le faltó, arquitectura, orden, sistema.

 

EDMUNDO HUSSERL

[LO NUEVO DE LA FENOMENOLOGIA]

[Para replicar a unas observaciones que Eugenio d'Ors había publicado sobre la filosofía fenomenológica en 1929, redactó Ortega unas páginas que comenzaron a imprimirse mas no llegaron a editarse ni aun a ser concluidas. Al frente de una nueva edición de las Investigaciones lógicas (Revista de Occidente, Madrid, 1976; reimpresa en la colección Alianza Universidad, Madrid, 1982) creí oportuno publicar este párrafo que precisa una cuestión sustancial de la filosofía de Edmundo Husserl.]

 

Aquí es donde la fenomenología innova sobre el antiguo racionalismo llevando al extremo uno de los caracteres de éste, pues la fenomenología... significa una restauración de la lógica pura y por eso el primer libro de Husserl se titulaba Investigaciones lógicas y hay en él un capítulo sobre la «Idea de una lógica pura». La afirmación más radical del racionalismo consiste en atribuir identidad al ser. Si lo que es está constituido por identidad coincide con la constitución del pensar, lógos o ratio que es también la identidad. Lo malo es que los seres a la mano no son idénticos a sí mismos sino, por el contrario, mudables, contradictorios -y, por tanto, irracionales-. Bajo la perspectiva del tiempo la identidad aparecía como permanencia (lo cual es un error, a mi juicio, pero es un hecho que siempre se juzgó así). Pero, ¿qué cosas hay permanentes? El racionalismo tuvo que echarse a buscar objetos capaces de permanencia e inalterables. Y fuera de Dios, objeto ultrarracional, sólo encontró los «universales», los «conceptos». He aquí que Husserl muestra cómo un «contenido» individual- «esta mesa negra»- es en cuanto puro fenómeno idéntico siempre a sí mismo, permanente, inalterable. En este punto llena la aspiración perdurable del racionalismo. Pero, al punto, se descubre cómo no es la identidad sin más lo que proporciona racionalidad a un objeto. La «mesa negra aquí» es irracional porque aunque es eso y sólo eso en inquebrantable identidad podía ser de otro modo. No le basta ese atributo de inmarcesible para ser una «esencia»: su identidad es a la par permanente y contingente -no necesaria, no «esencial». De aquí que el descubrimiento fenomenológico no pueda, a pesar de todo, aprovecharse como avance decisivo del racionalismo sino que obligue a recaer en el elemento y límite tradicional de éste: en lo general o universal, en la esencia. Algo importante se ha ganado, sin embargo: por vez primera la fenomenología da un fundamento al racionalismo que hasta ella se apoyaba en pura magia *.

* [Sobre la formación de la filosofía contemporánea véase el ensayo póstumo «Medio siglo de filosofía», incluido en el libro Origen y epílogo de la filosofía, publicado en esta Colección. ]

Extraido de
librodot.com

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR