INDIVIDUO Y ESTADO

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Raúl Gabás
Universidad Autónoma de Barcelona 

 

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1. Introducción 

Si hubiera de resumir en pocas palabras la situación del pensamiento en el momento actual, diría que la humanidad es, hoy, como un cometa sin cola. Podría decirse de las estrellas, en general, que son cometas sin cola, y tienen la mirada triste por el adorno que perdieron. El pensamiento, bajo sus diversas vertientes, ha insistido durante siglos en que la historia pasada era la simple prehistoria de la humanidad, una prehistoria que pierde su vigencia tan pronto como el hombre llega a su mayoría de edad. Así, Hegel, Marx, Stirner, Nietzsche, la innovación tecnológica, etc. Junto con esa prehistoria habrían de perecer la religión, la pasada estructura afectiva del hombre, los poderes suprahumanos y los valores naturales.

De cara a forjar el futuro, no queda otra pauta que la desnuda exigencia de autorrealización del hombre. Pero este hombre, que proclama la libertad hasta el paroxismo, deja vagar solitariamente la mirada a través del universo de lo posible, como estrella sin adorno, con el riesgo de comportarse tan torpemente como el asno de Buridano. De hecho, en la actualidad, sufrimos una terrible crisis de la acción. No sabemos qué hacer, ni adónde ir. Por eso, la ética está en crisis, pues va ligada a la acción del hombre. Nos sentimos relativamente seguros en la energía objetivada, en la construcción de máquinas cada vez más potentes: enormes grúas, automóviles a 300 por hora, que luego gruñen parados en la caravana. Pero zozobramos por completo cuando se trata de cultivar las fuerzas que brotan de nuestro pecho y de configurar una vida apacible. En la actualidad, tiene plena vigencia el mito de Sísifo. Cada deseo se ha convertido para nosotros en una roca que no podemos conducir hasta la cúspide. Dormir a cubierto acarrea una hipoteca de treinta años; el instrumento para movernos, llamado automóvil, implica un préstamo personal a cinco años; hemos de cotizar durante 35 años para obtener el pan de la vejez, con la amenaza de fondo de una quiebra del Estado. Y cuando terminamos de pagar el producto, hemos de empezar de nuevo. La vida para nosotros ni es un juego alegre, ni tiene una meta clara. Inseguros de nuestro sentir y sentido, nos entregamos con locura a los agentes de seguros y al firme caparazón protector de la máquina. Buscamos, ante todo, la seguridad de la existencia. La “sobrevivencia” nos interesa más que la “vivencia”.

Decíamos que la ética va ligada a la acción. Y puesto que esta ha entrado en crisis, también la ética está sumergida en una situación crítica. Ha perdido los cuatro puntos cardinales que otrora movían su brújula: el aura, lo válido por naturaleza, el proyecto común y el comportamiento consigo. Con un término de Walter Benjamin, entiendo por aura la desaparición de lo sagrado, de lo irrepetible, estremecedor, apasionante, emotivo, hechizador. Lo que llamamos historia del desencanto o de la secularización trae consigo un asalto a todo lo intocable. Los dientes de la excavadora son insensibles a la alegría y al dolor; el asfalto cubre la tierra y entierra la violeta con toda la familia de las flores. La realidad se vuelve rígida, dura, insensible. No queda allí más hechizo que el de la alta tensión: no tocar. Junto con el aura, se pierde lo válido por naturaleza: los valores eternos, la verdad, los derechos del hombre. El proyecto común se resquebraja desde que los ideales de la ilustración se han hecho frágiles. En buena medida, se agrietaron por la caída del comunismo, que en su lucha por dignificar al hombre podía albergar en su seno un programa ético. En toda la modernidad, alentada por la subjetividad cristiana, se ha desarrollado una moral a servicio del poder, como si el progreso y el dominio de la naturaleza fueran causa inmediata de “bien moral” y “bienestar” del hombre. El cuarto punto cardinal de la ética, la relación consigo mismo, está perdiendo también aquella riqueza de actitudes positivas que fueron cultivadas en las religiones y las culturas: la veracidad, la firmeza, la sonrisa, el buen temple de ánimo, la magnanimidad, la lealtad, el buen humor, la afabilidad. Precisamente, el cultivo de esas actitudes constituía la paz de ánimo y el atractivo de la vida en sociedad.

  La ética, por más que aspire a la autonomía, sólo adquiere pujanza en el entramado total de la vida humana. Por ello, he querido dedicar las consideraciones finales de estas jornadas al análisis de lo que acabo de presentar como puntos cardinales de la ética. Me referiré en concreto a la encrucijada que forman el proyecto común y la relación consigo, que voy a presentar como correlación entre Estado e individuo.

 

2. Un conflicto inmemorial

El arte dramático de todas las épocas ha puesto ante nuestros ojos el sufrimiento inherente a la relación entre individuo y comunidad, entre individuo y Estado. La pluma de los escritores ha sabido convertir esa colisión en fuente de belleza. Los primeros y más hermosos dramas proceden ya del genio griego. Allí, donde surgió con fuerza la conciencia de la “polis”, de la convivencia humana en la ciudad, no podían menos de mostrarse los hilos más gruesos del tejido colectivo. Conmueven todavía las serenas reflexiones de Ismena, hermana de Antígona, cuando intenta disuadirla del intento de dar sepultura a Polinices, hermano de ambas. Le recuerda las desdichas que han caído sobre su familia por haber incurrido en culpa contra los poderes superiores: el padre se hirió los ojos con la propia mano, la madre atentó contra la propia vida con un trenzado nudo corredizo; y en un solo día, se dieron recíproca muerte Eteocles y Polinices. “Obrar por encima de las propias fuerzas”, oponiéndose a los que ostentan el poder, concluye Ismena, “es un completo desatino”. Es decir, según ella, no basta el corazón para luchar contra la fuerza.

Antígona piensa de manera diferente. Afirma, con su ímpetu peculiar, que “es hermoso morir haciéndolo”. Y ampara su derecho en que el mandato de Creonte, jefe del Estado, carece de validez por transgredir las leyes escritas y firmes de los dioses. La moralidad natural de la familia está en conflicto con el Estado. La llamada de la sangre, de los dioses inferiores, colisiona con el poder de la vida pública.

En los comienzos de la modernidad, Shakespeare elabora temas de individuos que se alzan contra el Estado legítimo: Macbeth, Bruto, en Julio César. Calderón de la Barca, como buen escritor barroco, en la Vida es sueño, dramatiza todavía más el conflicto por el hecho de que la relación entre Estado e individuo pasa a través de la de padre e hijo.  Nuestro siglo termina con el estremecimiento de la conciencia mundial por el recuerdo del sufrimiento de los individuos bajo las dictaduras. Y, en ese mismo contexto, hemos zozobrado recientemente, con ocasión de la visita del Papa a Palestina, en torno de la cuestión de si pediría perdón o no al pueblo judío por el comportamiento del papado durante la persecución nazi, tal como sugería Hochhut en el Vicario. ¿Fue menos valiente Pío XII que Antígona?

El tema, tan crucial como cruento, que asomó con la aurora de la vida comunitaria en las ciudades griegas, de ningún modo ha perdido su actualidad después de dos milenios y medio de civilización. Creonte pretendía que Polinices se convirtiera en alimento de las aves carnívoras. El siglo XX, más higiénico, ha inventado las fosas comunes parta ahorrar su trabajo a las mermadas aves rapaces.

¿Qué abismo anida en una relación que el paso de los siglos no logra armonizar? ¿No brota del corazón del hombre con fuerza irresistible el torrente del amor? ¿Por qué resulta tan mortífero el encuentro entre el hombre singular y los grupos humanos?

Los productores de cine han encontrado una mina inagotable en las batallas y rebeliones. En la guerra, el Estado envía a la muerte a los individuos por millares y millones. Es menor el número de víctimas que las sublevaciones de los súbditos han ocasionado. Y todas ellas han sido el estallido final de un largo período de opresión. Parece increíble que una cosa tan hermosa como el lenguaje, cuna de la palabra poética y de toda intersubjetividad, haya sido causante de tanta muerte. Con razón, afirma Hölderlin que el “lenguaje es el más peligroso de todos los bienes”. La comunidad que él abre, tanto puede convertirse en patria anhelada como en terrible tiranía.

 

3. Transformaciones del conflicto

La tensión que el arte plantea en sus dramas es elaborada en el pensamiento a través de diversas antítesis conceptuales: derecho privado y derecho público; universal y particular; ley universal y verificación empírica; derecho natural y derecho positivo. El problema se presenta con matices diferentes en cada época histórica.

El siglo que terminó, bajo la pretensión de poner fin al mundo trágico, ha creado una tragedia de dimensiones incomparables. Con el pretexto de eliminar el Estado, han surgido formas estatales de dominación impensables hasta ahora. Difícilmente encontraríamos, en todas las invasiones de pueblos extraños, destrucciones tan masivas de ciudadanos del propio país como las que han tenido lugar en el siglo XX.

En el campo político, la creación típica de la época moderna ha sido el Estado democrático de derecho. Para nuestra conciencia, el mundo se divide en dos bloques fundamentales: los Estados democráticos y los que carecen de estructura democrática. La instauración “formal” de esta última implica el progreso fundamental en el desarrollo político de los pueblos. La pieza clave en la teoría democrática es la idea de un individuo autónomo y libre que, a través de pactos con los otros ciudadanos, erige las normas válidas. Durante mucho tiempo, la participación política estuvo ligada a la autonomía económica. Solamente los propietarios tenían derecho de elegir y de ser elegidos. Desde hace siglo y medio aproximadamente, todo el movimiento teórico y práctico se ha centrado en la universalización del público político. Se ha intentado de mil maneras extender la democracia burguesa al proletariado. Y estamos lejos todavía de encontrar una solución satisfactoria del problema. Se repite monótonamente en todos los países el mismo esquema de movilización del pueblo mediante la propaganda en época de elecciones, y luego la clase política se cierra en sí misma durante los cuatro años siguientes.

Los ensayos comunistas erigieron un marco de universalidad y en él asignaron al hombre individual una pequeña parcela de participación, pero en manera alguna le crearon un suelo propicio en el que pudiera desarrollarse, tal como crece un árbol por la fuerza de las propias raíces.

En cualquier caso, la historia del movimiento político que nos ha precedido en los siglos pasados no ha tenido otra estrella polar que el concepto de “propiedad”. Los actores políticos de la clase burguesa fueron los propietarios, y los intentos de rebelión  contra ella han estado alentados por el proyecto de suprimir la propiedad. Ahora bien, las soluciones socialistas han consistido más en transformar a todos en proletarios que en extender la autonomía individual a todos los ciudadanos.

Los movimientos social-demócratas conquistaron la mejor de las posibilidades conocidas hasta ahora. Aprovechando la eficacia de la producción técnica, lograron encauzar importantes recursos para la formación generalizada, la asistencia sanitaria, el desempleo y la jubilación, logros que constituyen la base material de la dignidad humana. No obstante, el equilibrio social dentro de estos parámetros es todavía para muchos pueblos una meta lejana. Y para los que lo han conseguido ya, su conservación se les presenta como una tarea ardua, que exige una incesante vigilancia. Por otra parte, en los pueblos desarrollados, está vigente un cruel darwinismo evolutivo que separa abismalmente a los adaptados de los no adaptados. Aspirar a la simple sobrevivencia es, hoy, condenarse a la pobreza. Media un abismo infranqueable entre los que se sitúan en la cúspide de los avances técnicos del sistema y los que siguen anclados en los lenguajes y formas de vida tradicionales. Si antes era necesario “aprender para vivir”, ahora hemos de afirmar que “vivir es aprender”. La sociedad ha pasado a ser un enorme almacén de ampliación y recambio. Los astronautas, reparando su nave en pleno movimiento espacial, son una imagen característica de la posición del hombre actual ante la máquina. Cada uno tiene que estar pendiente de ofrecerse como recambio para la realización de una función. Hoy, no preguntamos ya “quién eres” para saber la identidad de alguien, sino simplemente, ¿de qué trabajas? La sociedad actual está equilibrada gracias a un pacto por el que ballenas y tiburones pueden comerse los huevos de los otros peces con tal de que les perdonen la vida y les dejen la parte de alimento necesaria para la sobrevivencia. Las dos clases se toleran. Pero unos viven como alto “standing” y otros como bajo “standing”. “Standing”, por su musicalidad, suena mejor que “clase”.

 

4. El mundo como sistema unitario

Durante la segunda mitad del siglo XX, se ha generalizado la palabra “sistema” para caracterizar la vigente figura socioeconómica en los países industrializados. “Sistema” es el concepto en el que ha desembocado la evolución racional de la humanidad. Los filósofos soñaron siempre con el logro de un sistema de los conceptos. Lo que se insinuaba en la filosofía ha sido desarrollado ahora como entramado socioeconómico. El término “sistema” designa una totalidad donde el fin de la acción, la conexión de las partes para conseguirlo y las reglas de funcionamiento están inequívocamente definidos. Todas las reglas básicas del sistema obedecen al principio fundamental de producir con la mayor economía posible mercancías intercambiables. La utilidad para el intercambio es el baño de oro que confiere su valor a las cosas. En este sentido estamos en la época del “para qué”, rasgo muy destacado en la filosofía de Martín Heidegger, que en su obra Ser y tiempo arranca del concepto de “útil”. En efecto, lo que es útil para algo constituye el rasgo más inmediato de nuestro mundo actual. Cuando en la vida cotidiana alguien pregunta a otro: ¿de qué trabajas?, el interrogado dejará satisfecho a su interlocutor si le dice: soy ingeniero, hago prótesis, vendo naranjas, reparo circuitos de aire acondicionado. Pero el que pregunta quedará insatisfecho si la respuesta suena: ayudo a los desamparados, escribo poesías, doy clases de humanidades. La réplica perpleja: ¿para qué sirve eso?, delata los rasgos sobresalientes de la mentalidad reinante. El prototipo de sentido es lo que cumple una función perceptible intuitivamente: el reloj, el zapato, las gafas, el automóvil, la lavadora, la nevera, el ascensor. Hay millares de utensilios a nuestro alrededor. Por eso, estamos convencidos de que es fácil cumplir una función y, en consecuencia, nos deja sumamente perplejos lo que a primera vista no cumple ninguna. Los hombres mismos son educados de cara a la funcionalidad, de manera que los padres se preocupan cuando no la ven en el tipo de dedicación que ha escogido su hijo. El “funcionalismo” ha degollado implacablemente los afectos, las actitudes internas, la educación, la cortesía, la fidelidad, la amistad, el amor, los valores, entre ellos, la dignidad, las relaciones estables, los mundos en los que se deleita la fantasía: los mitos, las fábulas, las religiones. Todo ello persevera en tanto el sistema no se ha impuesto por completo, pero teme por su vida en la medida en que éste se difunde.

El sistema marca tres rasgos preponderantes en la evolución humana: 1) la eliminación de lo indefinido e imprevisible; 2) la actitud instrumental; 3) el predominio de lo que conduce a la organización única. Los tres rasgos están estrechamente relacionados entre sí.

4.1 El horror ante lo indefinido e imprevisible

El primer aspecto, el horror ante lo indefinido e imprevisible, se debe a la herencia de los parámetros racionales elaborados en la ciencia y la filosofía de los siglos pasados. De esta herencia, nos queda una especie de imperativo categórico que podría formularse así: actúa de tal manera que la experiencia del mundo no te produzca sobresaltos. El inevitable fruto más reciente de esta evolución es la eugenesia o planificación de la vida humana en el futuro. Queremos prever cómo será nuestra descendencia y evitar lo que sea distinto de nuestras previsiones. Se trata de mejorar la especie. Pero lo que significa “mejorar” viene dado por los requisitos del sistema, de la previsión racional. Hay que evitar el nacimiento de seres humanos que no funcionen, o que funcionen mal. La aportación cristiana a la cultura occidental ha consistido en la alegre abnegación ante el dolor, confiando en el sentido que se alberga en su interior. Y, por otra parte, en el nacimiento, los padres esperaban el don imprevisible de una providencia inagotable. La tendencia actual al conocimiento del código genético va acompañada por el deseo de propagar el plácido hedonismo del sistema vigente. Tendemos a eliminar lo doloroso, lo anormal y subnormal, lo que repugna a nuestros gustos. Aspiramos a la bella normalidad. Podría decirse que vivimos en la civilización “geranio”, en una jardinera donde las homogéneas flores se multiplican con facilidad. El colorido de la existencia, que antes iba ligado al momento final de la redención cristiana, se vierte ahora sobre el presente, tan absorto en la actualidad que es incapaz de esperar algo diferente. Esperamos, en todo caso, la lotería y, puesto que no llega, nos conformamos con aspirar a un aumento de sueldo. E incluso en este punto, el sistema nos adoctrina para que nos demos por satisfechos con crecer lo mismo que el índice de precios al consumo (IPC), lo cual equivale a la prohibición de cambiar de estatura. Está agotada la imaginación y difícilmente se regeneran las fuentes del arte. No hay creaciones artísticas suficientes para llenar los programas de las emisoras mundiales. Por eso, se recurre a la reproducción de lo existente, extendiendo la categoría de la belleza a todo lo real. Encuestas, fotos, documentales y noticias proclaman la apoteosis de lo dado y la victoria de lo siempre igual. En una cadena de televisión española está teniendo un éxito enorme el Gran hermano, programa que gira en torno del premio económico, la existencia cotidiana de personas que se ven obligadas a convivir y su eliminación de la escena por votación de los televidentes.

No dudo de que es legítimo liberarse de tantos y tantos sufrimientos, limitaciones y humillaciones de la existencia humana. Pero, hoy, se nos plantea la pregunta: ¿Hemos de renunciar a la libertad para dejar de sufrir? Recientemente, produjo estupor en Alemania la sugerencia por la que Sloterdijck proponía superar el mal mediante un cambio de las cualidades humanas en base a una transformación clonizadora de la herencia. ¿No es esto tan inocente como extirpar las glándulas del veneno en las serpientes? El hombre, acostumbrado al dominio sin control de la naturaleza, está desarrollando ahora la ingeniería de la vida y de la individualidad. Estamos levantando las estructuras, las líneas maestras de la humanidad futura. En la medida en que crece nuestra fuerza de decisión sobre el futuro de la biología humana, disminuye para los hombres del futuro la capacidad de decidir sus destinos. Es legítimo que me pregunten: ¿qué padre responsable no evita a sus hijos el sufrimiento innecesario? Pero, recordando un dogma cristiano,  yo podría  replicar: ¿dejó Dios de ser padre por redimir al mundo mediante el sufrimiento de su hijo? En lo que se refiere a la planificación de la vida, no podemos menos de plantearnos dos preguntas: ¿planificamos desde nuestro punto de vista, o desde el punto de vista de nuestros hijos? ¿Decidimos lo que es agradable para nosotros o lo que será agradable para ellos? La libertad siempre ha sufrido bajo el peso del determinismo. Crecer en la libertad habría de significar un aumento del espacio de juego que cada uno puede encauzar. Si aceptamos este pensamiento, no podremos atar el futuro de los demás sin ningún género de escrúpulos. Por tanto, se plantea la pregunta: ¿que podemos planificar y qué no? Los optimistas del desarrollo técnico podrían responderme que toda transformación crea un nuevo horizonte de espontaneidad y decisión. Otros, en cambio, objetarán que ciertas opciones cierran el paso a las decisiones futuras. Ambas posiciones se condenan al absurdo si se defienden con rigidez. El que no pone límites a la manipulación renuncia a toda afirmación de la libertad individual. Y el que no admite ninguna manipulación, si es consecuente, no habría de vacunar a sus hijos menores de edad, pues esto implica una intervención en su vida. La cuestión no es fácil. Uno de los problemas más difíciles en el momento actual es cómo gobernar el poder que hemos conquistado. Las nuevas tareas exigen una forma renovada de reflexión y educación. Hoy, es necesario pensar qué cierra la evolución libre y qué la deja abierta. Como orientación general, debe desecharse lo que cierra las posibilidades evolutivas. En el caso de la descendencia, hay que evitar lo que merma la capacidad vital del individuo, pero también la exclusión de caminos contingentes e imprevisibles. ¿Estamos tan bien informados sobre la vida que podamos trazarle su camino?

4.2 Actitud instrumental

Junto con la tendencia a suprimir lo imprevisible, el sistema lleva, inherente, una actitud instrumental. El funcionalismo y la actitud instrumental coinciden. Hoy, somos utilitaristas. Como tales, vivimos bajo la tiranía del para qué. Encontramos un para qué claro en el aumento del capital, en los engranajes de la máquina, en el acelerador del automóvil, en el horno eléctrico y la nevera. Todo junto tiende a hacer confortable nuestra vida, entendida siempre como un entramado de para qués fácilmente deslindables entre sí: alimentación, locomoción, oído, vista..., todo lo que  implique una función precisa. En cambio, ofrece un aspecto sospechoso todo lo que se pierde en lo indefinido. Tomemos el caso del “pensar”. No nos produce desazón el pensamiento como cálculo matemático. Pero sí nos irritan preguntas como: ¿Hay algo que no sea cuantificable? ¿Por qué el hombre piensa sobre la verdad? ¿Hay un  pensar que es previo al por qué y para qué?

Con el aumento de lo instrumental, disminuye obviamente lo inútil: la conversación desinteresada, el amor en cuanto tal, más allá de las funciones corporales, la comprensión , la contemplación, el arrobamiento en el fondo de nuestro ánimo, donde se engendra y guarece el mundo de nuestros sentimientos: la ternura, la emoción, la ilusión , el amor y el odio, la magnanimidad y la mezquindad. Todo esto se fomentaba en las culturas entendidas como formas de morar en el mundo. En ellas, surgía el ámbito de la celebración, donde salen a la luz las arterias fundamentales de la vida. Cuando el Real Madrid se clasificó recientemente para los cuartos de final de la Copa de Europa, algunos titulares hablaban de los “héroes de Manchester”.  Si yo planteara la pregunta: ¿Quién es el héroe peculiar de nuestro tiempo, el futbolista o el santo?, muchos me replicarían de entrada: ¿Qué quiere decir “santo”? Pero en el caso de que me entendieran, presiento que la mayoría respondería: el futbolista. El espectáculo es peculiar del hombre dirigido desde fuera, la conmoción íntima es una característica del hombre religioso. El hombre actual padece de un vacío, de una falta de estremecimiento en sus espacios más hondos. Por eso, la sonrisa y la hermosura del rostro, que brotan de la plenitud del lago anímico, están  hoy aletargados. Y, a su vez, aquellas melodías que ofrecen visos de conmoción a la juventud alcanzan un éxito estrepitoso. Con todo, cabe la posibilidad de que el espacio íntimo no se conmocione, sino que sea invadido por el espectáculo.

El espíritu instrumental resulta mortífero para la intimidad, el sentimiento y la relación con el otro. Cuando preguntamos a nuestro vecino: ¿Qué tal te va?, encontramos insoportable que nos responda confiándonos un problema psicológico. Tales preguntas son mero formulismo. Cuando dirigimos la mirada al otro, normalmente nos preguntamos por su utilidad, no anhelamos que su palabra nos revele un mundo escondido, un mundo que te deje pensativo y te haga exclamar: “¡Qué curioso, es interesante!”

4.3 La organización única

Decíamos que el tercer rasgo del sistema se cifra en lo que conduce al predominio de la organización única. Hasta el siglo XVI existían culturas, economías y formas de vida diferentes. No existían los medios ni el proyecto de una civilización universal. Con  el colonialismo europeo, que se desarrolla a partir del descubrimiento de nuevos mundos, se difunde el estilo de vida de los colonizadores. Y en la actualidad, no tenemos otra alternativa que acomodarnos a la vida unificante o perecer. La división entre países desarrollados y no desarrollados es mortífera. ¿Qué camino tienen los países subdesarrollados sino el de entrar por la vía del  desarrollo, buscando un puesto en la unidad de la economía mundial? Hoy todo se mundializa y sistematiza: la economía, el lenguaje, las costumbres, las valoraciones, la ética, las comunicaciones.

Con la universalización de las relaciones, se ha desarrollado, ciertamente, el tema de la “interculturalidad”, la cual, en apariencia abre la posibilidad de encontrar un fondo de valores consensuados que los hombres de todas las culturas pudieran compartir. Por otra parte, no puede negarse que en las últimas décadas ha habido una explosión de nacionalismos que parecía conducirnos de nuevo a la pasada pluralidad étnica y cultural. Sin embargo, ¿qué fuerza tienen? ¿Son capaces de sobrevivir? ¿Representan una promesa, o simplemente un gesto de rabia por la propia impotencia? Los mismos que atizan y ensalzan las fuerzas de lo diferente acuden, acto seguido, a la captación del capital internacional, cuyo hechizo termina uniformándolo todo. Hay en muchos pechos humanos como dos fuerzas encontradas: una, que apetece la diferencia, lo propio; y otra, que otea el posible nacimiento de una nueva humanidad a través de la universalización de todos los horizontes. El imperativo básico de la ética kantiana, la búsqueda de la posible universalidad en la máxima de la acción, se ha convertido en base estructurante del sistema mundial. Parece como si en sus entrañas estuviera vigente la máxima: “Actúa de manera que amplíes hasta el máximo posible las relaciones con los hombres”. En efecto, el sistema se erige desde auténticas tautologías de la universalidad. El eje vertebrante es la comunicación, y los productos más valiosos son los que sirven a ella: las diversas formas de telefonía y transmisión digital, las cadenas de radio y televisión, los satélites, los aviones, los trenes de alta velocidad, los automóviles. ¿Qué articula a un país y a un continente tanto como la red de autopistas y carreteras?  Desde las demandas de la comunicación, adquieren valor ciertos productos como el petróleo y la investigación espacial. En general, podríamos decir que las naciones del mundo entretejen su unidad a través de una única forma de economía mundial. Cuando entran en conflicto la marcha de esa comunidad económica y el individuo, éste está sentenciado de antemano. Es cierto que quedan en pie grandes diferencias de religión, de cultura, de costumbres, etc., pero no es menos cierta la adaptación cada vez mayor de todos los pueblos al sistema económico, que difunde indeteniblemente una conducta uniforme.

Está en pleno desarrollo la biotécnica, es decir, la vida adaptada a la técnica y protegida por ella. Mientras se mantenga en marcha la evolución actual, que no tiene trazas de paralizarse, será cada vez mayor el número de actitudes, costumbres y valores que pasen a segundo plano frente a las pautas emanadas del entramado mundial.

La torre de comunicaciones es la catedral del siglo XX. ¿Qué marca tanto el aspecto de la ciudad como la comunicación? Por arriba, el techo urbano es una red de antenas. La calle está plena de vehículos. La imagen sobresaliente de un automóvil en uso es la de un vehículo que corre hacia lejanas metas, mientras que con  la radio en marcha recibe el flujo de las ondas que se acercan desde todo el mundo, un mundo que, poco a poco, pierde su condición de espacio estable y se convierte, cada vez más, en un torbellino de fuerzas comunicativas. Nuestra vida es un baile de ondas, muchas veces sin otro contenido que la sucesión de sonidos que se disputan  la presencia en el auricular.

En la actualidad, el mundo se revoluciona en torno a Internet. La amplitud de ventana, el grado de universalidad crea riqueza en proporción a la parcela de población que contacta con nosotros. No importa de qué se trate. La cuantificación informativa crea riqueza. La comunicación se vertebra bajo el sello del interés económico. La economía mundial y el sistema mundial de información  marcan de tal manera la evolución que, en el momento actual, es impensable ninguna forma de vida consistente al margen del sistema.

 

5. La crisis del individuo

El punto de referencia de nuestro mundo común es la idea de la   democracia. Ésta es un producto burgués y, como tal, arranca de un modelo atómico en la concepción de los individuos. El prototipo de ciudadano es el que tiene una propiedad y se asocia con otros para defenderla. El Estado nace del interés racional de los ciudadanos, que encuentran en el pacto social el medio más eficaz de disfrutar establemente de los bienes adquiridos. El que carece de propiedad y bienes es un ciudadano negativo, en el sentido de que no ha llegado a ser lo que debería ser. Por carecer de autonomía económica, recibe un reconocimiento a medias, es valorado tan sólo como mano de obra. En conjunto, el Estado se concibe como un medio de proteger los intereses de los individuos en pleno sentido, los intereses de los propietarios. Diversas revoluciones sociales a lo largo del siglo XX han intentado extender a todos los hombres el concepto de individuo. Los revolucionarios se encontraban ante el dilema de hacer comunitaria la propiedad, o bien, de parcelarla bajo la idea regulativa de un mínimo para la sobrevivencia. En la concepción del individuo, han jugado al minimalismo pensando en la supresión de la miseria más elemental y renunciando al gran individuo, que Nietzsche, en la “Consideración intempestiva” Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, describe en los siguientes términos: “Ha llegado el tiempo de que nos abstengamos sabiamente de todas las construcciones del proceso mundial o de la historia de la humanidad, un tiempo en el que ya no contemplemos las masas, sino de nuevo a los individuos, que forman una especie de puente sobre el torrente desértico del devenir. Estos no continúan un  proceso, sino que viven atemporal y coetáneamente gracias a la historia, que permite ese tipo de acción conjunta; ellos viven como la república genial de la que habla Schopenhauer, un gigante llama a otro gigante a través de los espacios intermedios de los tiempos... La tarea de la historia es dar una y otra vez ocasión y fuerzas para la generación de lo grande. ¡No! la meta de la humanidad no puede cifrarse en el final, sino solamente en sus ejemplares supremos.”

En las grandes figuras de la tradición, la individualidad se forjó siempre en el espumante conflicto donde las olas de la vida personal se estrellan contra el acantilado de lo universal. Así lo expresa el precioso texto de Max Horkheimer: “Sócrates halló la muerte por erigir el derecho de la propia conciencia contra la religión oficial de Atenas. Según Hegel, el dictamen del juez fue racional, «pues el individuo debe inclinarse ante el poder general, y este poder general, noble y real, es el pueblo mismo». Y no obstante, opina Hegel, el principio que Sócrates defendía era el más elevado. El conflicto aparece de manera aún más brutal en el cristianismo, que vino al mundo como un «escándalo». Los primeros cristianos se oponían a las «costumbres universalmente dominantes» y fueron perseguidos por ello de acuerdo con el derecho y el uso dominantes.”[1]

Uno de los rasgos característicos de nuestro siglo es el protagonismo de las masas que, en la pasada centuria, denunciaron ya Schopenhauer y Nietzsche. Ortega y Gasset ha disertado con pasión sobre este tema. ¿Dónde está el Rubicón que separa al hombre masa del que no lo es? Pese a la complejidad del tema, considero que el hombre masa es el que carece de su propia personalidad consciente y pone en su lugar un caudillo que lo rige. La masa tiene una propensión al caudillismo, que es un peligro contra el cual ha de protegerse la democracia.

El cristianismo acostumbra a canonizar a los mártires, es decir, ofrece al pueblo, como modelos de conducta, a los individuos que han tenido sus propias persuasiones y las han defendido con tenacidad. De igual manera, las grandes figuras de la literatura universal han acrisolado su belleza en medio de conflictos con el poder de las costumbres y del Estado: Jesús de Nazaret, contra la ley judía; Bruto, contra César; Tristán e Isolda, Don Carlos, Don Quijote, Madame Bovary, Cromwell, Napoleón, Gandhi, Carlos Marx, los héroes de la independencia nacional en los respectivos países.

Los autores cercanos a la teoría crítica han  denunciado la usurpación del terreno de la individualidad por obra del arte de masas, que es un fenómeno peculiar de nuestro siglo: Horkheimer y Adorno, en un  texto común, escriben: “En la industria cultural, el individuo es ilusorio...Se tolera tan sólo en la medida en que su identidad incondicionada con lo universal se halla fuera de toda duda. La pseudoindividualización domina por doquier, desde la improvisación regulada del jazz hasta la personalidad original del cine, que debe tener un tupé sobre los ojos para ser reconocida como tal...La peculiaridad del sí mismo es un bien monopolista socialmente condicionado...Se reduce al bigote, al acento francés, a la voz  ronca y profunda de la mujer de la vida...: meras impresiones digitales sobre los carnets de identidad, por lo demás iguales, en que se transforman la vida y los rostros de todos los individuos –desde la estrella de cine hasta el último preso- ante el poder del universal. La pseudoindividualidad constituye la premisa indispensable del control y de la neutralización  de lo trágico; sólo gracias a que los individuos no son en efecto tales, sino simples puntos de cruce de las tendencias del universal, es posible absorberlos íntegramente en la universalidad”.[2]

J. Habermas, en Cambio de estructura de la opinión pública, ha puesto de manifiesto la pérdida de la distinción entre la esfera privada y la esfera pública, que tan laboriosamente había elaborado la sociedad burguesa como instrumento de emancipación del individuo frente a los poderes públicos. Entran en nuestras casas la mirada del vecino, sus sonidos, sus riñas; la televisión nos invade con el sonido, los gustos y los mensajes del Estado, de las grandes sociedades y de la calle. El “aire de familia”, lo distintivo de la intimidad en el pequeño grupo, ya sólo se da en los “juegos lingüísticos” de Wittgenstein; la familia, en cuanto tal, forma sus gustos en el supermercado. El niño se educa en la calle; pedagógicamente, procede de padres desconocidos. Invertimos tanta energía en aprender y adaptarnos que, cuando podríamos empezar a estar con  nosotros mismos, nos encontramos rendidos y nos entregamos al sueño. Cada día hemos de apropiarnos el periódico, la televisión, la radio, los mensajes del móvil y los de Internet. De tal manera estamos drogados por el flujo informativo que cuando éste cesa nos invade un sentimiento de angustia. Hay que evitar el silencio. Podría manifestarse allí alguna voz desconocida. Si Moisés volviera al monte Sinaí, no podría saber si lo que oye es la voz de Dios, o bien se trata de interferencias de la CIA.

La posesión privada de las arterias fundamentales del sistema: automóviles, televisión, petróleo, prensa, producción cinematográfica..., ha conducido a una tremenda centralización del poder económico e informativo en pocas mano. Estos poderes dirigen la marcha del mundo por encima de los Estados. El Estado que hoy pretenda una soberanía estricta hace el ridículo y acaba en la pobreza. Todos, incluso los dictadores, apetecen la presencia de los grandes capitales internacionales. Quien no es lisonjero con ellos pierde el tren del progreso. Hoy, podría hablarse de una constitución internacional: el capital y sus leyes. Los gobiernos nacionales son medios de concreción de esa constitución. El capital es lo universal, el Estado lo particular y los individuos lo singular.

Con la invasión de la esfera privada por los medios de comunicación de masas, se ha perdido el jardín de la intimidad, que era el recinto donde germinaba el arte. En consecuencia, ha desaparecido la distinción entre el arte y la existencia cotidiana. A causa de esta identificación, se produce una dependencia mucho más estrecha que en cualquier sociedad anterior. “Bajo el monopolio privado de la cultura «la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: <pensad como yo o moriréis>». Dice: «Sois libres de pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros».”[3] No es posible huir del monopolio de la industrial cultural: “Esta ofrece como paraíso la misma vida cotidiana de la que se quería escapar. Huida y evasión están destinadas, por principio, a reconducir al punto de partida. La diversión promueve la resignación que se quisiera olvidar precisamente en ella.” [4]  En medio de un mercado artístico que parece renovarse constantemente, nos encontramos siempre con los mismos modelos. “Todos son libres para bailar y divertirse, de la misma manera que son libres, desde la neutralización histórica de la religión, para entrar en una de las innumerables sectas existentes. Pero la libertad de la elección de la ideología, que refleja siempre la coacción económica, se revela en todos los sectores como la libertad para siempre lo mismo.” [5]

Marcuse habla de esta identificación del arte con la vida en el apartado titulado: La conquista de la conciencia desgraciada: una desublimación represiva. La voz del arte era la de la conciencia desgraciada, en el sentido de que la alta cultura estuvo siempre en contradicción con  la realidad social. Ahora, en cambio, la cultura queda incorporada por completo al orden establecido. “La vampiresa, el héroe nacional..., la esposa neurótica, el gángster, la estrella, el magnate carismático representan una función muy diferente e, incluso, contraria a la de sus predecesores culturales. Ya no son imágenes de otra forma de vida, sino más bien rarezas o tipos de la misma vida, que sirven como una afirmación antes que como una negación del orden establecido.”[6]

La literatura y el arte hablaban siempre de un orden más alto, describían las esperanzas no realizadas y las promesas traicionadas. Revelaban una dimensión del hombre y la naturaleza que era reprimida y rechazada en la realidad. La catedral, por ejemplo, contrastaba con el mundo cotidiano. El universo tecnológico, en cambio, tiende a rechazar la substancia misma del arte. Ahora, la otra dimensión es rechazada por el estado de cosas dominante. Bach se utiliza como música de fondo en la cocina. Y las obras literarias se venden en los supermercados. Han sido privadas de su fuerza antagónica.

Las satisfacciones permitidas hacen posible una conciencia feliz que facilita la aceptación de los errores de la sociedad. No obstante, la conciencia feliz es bastante débil, pues reina una insatisfacción general. En la Vanguardia barcelonesa del 7 de mayo de 2000, Manuel Trallero escribía un artículo de opinión titulado Barcelona antipática. Terciando en la disputa de si Barcelona pierde protagonismo económico frente a Madrid, el autor se quejaba no tanto de la economía, cuanto de la desaparición del antiguo temple de ánimo alegre. Decía en concreto: “La ciudad ensimismada pierde comba, sobre todo porque es antipática. Un viaje en metro es estremecedor. Los semblantes de los pasajeros son sombríos, dan miedo a los niños. Son caras estilo Antoni Tàpies, con el ceño fruncido, como si todos sufriéramos un pertinaz estreñimiento o un agudo ataque de piedras en la vesícula. Los barceloneses ya somos casi tan antipáticos como los parisinos. Los taxistas rugen, los camareros sirven con displicencia..., los miembros de la guardia urbana no se quitan las gafas de sol ni para ir a la ducha. De mi infancia, recuerdo a la gente cantando tonadillas facilonas que ...llegaban por los patios interiores. Ahora, no canta nadie”.

 

6. Nuevas condiciones para la individuación

Estas críticas tan radicales de la industria cultural y del mundo unificado evocan situaciones diferentes que se dieron en otras épocas históricas, pero no diseñan ninguna alternativa en nuestro horizonte concreto. Hoy, apenas podemos  tomar como modelo al individuo autónomo, dotado de su propia base económica. Desde una perspectiva así, la existencia normal del hombre en medio de la sociedad de masas no puede provocar sino desprecio. Pero todo pensamiento que no arranque de las condiciones concretas de la existencia corre el riesgo de refugiarse en un elitismo irresponsable. Inmensas cantidades de hombres se juegan la vida en el día a día del acontecer económico y político.

En nuestra época, el Estado ha perdido soberanía, pero ha ganado protagonismo social. Ejerce una función mediadora entre los movimientos de la economía mundial y los individuos que habitan en un territorio. De cara a ellos, organiza ámbitos tan importantes como la formación, el paro, la seguridad social, la jubilación y la dirección de operaciones económicas muy decisivas en el propio territorio . Hoy por hoy, atribuimos al Estado territorial, y no a una instancia mundial, la regulación  de las condiciones básicas de la existencia. El juego democrático, dentro de sus limitaciones, es un  diálogo entre las voces preponderantes de las masas y los líderes políticos. Pero como el intercambio no tiene lugar directamente entre individuo e individuo, sino a través de los grupos políticos y los medios de comunicación, pueden plantearse en la actualidad  preguntas como: ¿Existe el individuo?, ¿qué es? , ¿dónde puede ejercer una función propia?

Si aceptáramos la teoría de la personalidad de Max Scheler, que distingue entre la esfera vital, común a todos,  y la cúspide de la conciencia racional,  singular en cada uno, podríamos decir que el acontecer social no se gesta en el núcleo personal, sino en el movimiento apenas consciente de la esfera biológica. La personalidad consciente está condenada a la soledad. De ahí, el agudo problema del “sí mismo”, que aflora en diversas filosofías de nuestra época. Kierkegaard reivindica la figura de Abraham, que decide en el santuario de su soledad, como el auténtico modelo de “sí mismo”, frente a la moral gregaria del pueblo en general. El individuo está amenazado en su raíz porque necesita todas sus energías para adaptarse al sistema. No le queda tiempo para imaginarse algo diferente. La evolución de los medios técnicos tiende a crear un abismo entre los adaptados y los no adaptados. El que no camina con la técnica moderna está en peligro de extinción individual. Y, por otra parte, la adaptación masiva a la técnica quizá traerá el peligro de extinción colectiva.

Sin embargo, la conciencia que tomamos de estos hechos no puede tener el sentido de paralizarnos para la acción o sumergirnos en la indiferencia. En la situación actual, los poderes del mundo y los del Estado tienden a deshumanizar y desmoralizar. Para la economía y para el Estado, nadie es un tú, todos somos movimientos, fuerzas, contribuyentes, estratos, clases activas o pasivas, simples realidades impersonales.

Una de las consecuencias de la desmoralización del Estado es la inseguridad en las metas de la formación, pues ésta se ha desvinculado de los contenidos religiosos y, en buena medida, de los culturales.

El hombre tiene que asumir la tarea de ser él mismo en un  situación adversa, ya que la entrega a los movimientos masivos da calor y seguridad, mientras que el actuar con reflexión propia hace sentir el abismo de la soledad. La sociedad podría compararse, hoy, a un  trozo de mar donde acaba de hundirse un petrolero. Una raya negra marca el límite entre las aguas limpias y las contaminadas. De igual manera, la marea del mundo comercial y publicitario, que tiende a invadir los recintos más escondidos del alma individual, trae consigo el instrumentalismo, la desesperación y la indiferencia moral. Pero, a la vez, hay en la sociedad una corriente ascendente que se gesta en la intimidad, en el contacto entre amigos, en la lectura, en la experiencia poética y religiosa, en la vida de ciertos grupos. Este movimiento ascendente frena la fuerza invasora del sistema, le plantea exigencias morales y convierte en posibilidades personales los instrumentos técnicos. Lo mismo que en la teoría de la conciencia de Santo Tomás o de Fichte, en el encuentro entre el mundo institucionalizado y la voz del propio yo se enciende aquella ráfaga de luz que dirige la propia acción.

Podríais preguntarme si el individuo experimenta hoy algo distinto de las posibilidades elaboradas en el sistema técnico. Aunque la respuesta parezca ser negativa, para muchos sigue pesando, sin embargo,  la propia formación cultural y la capacidad de extrañamiento frente a hechos como las caravanas de coches, la contaminación, la inseguridad, la secularización radical. La aparición de un mundo nuevo es tan improbable como en cualquier época del pasado. Y, sin embargo, en ciertos momentos, lo impensable acontece. En nuestro propio siglo, hemos experimentado cambios verdaderamente significativos.

Decíamos antes que el Estado, como factor básicamente económico, es desmoralizador. Pero, por otra parte, el Estado tiene que intervenir en asuntos morales de suma importancia: los límites de la experimentación genética y del aborto, etc. Casi no hay ámbito de la intersubjetividad en el que no intervenga el Estado. A veces, se basa en tests de opinión para orientar sus pasos. Sin embargo, muchas veces, el ciudadano carece de opinión y se inhibe ante los acontecimientos.

A mi juicio, debería crearse un nuevo ámbito importantísimo de reflexión interdisciplinar sobre la ética, la filosofía, la política, la economía, la antropología y la sociología, a saber, el horizonte de transformación humana, que implicaría, ante todo, un conocimiento de lo posible y una ponderación de lo deseable. Una fuente muy importante de desarraigo para el hombre actual es la persuasión de que todo puede cambiar. Si todo puede cambiar, ¿Hay algo que merezca afirmarse incondicionalmente? Y en caso negativo, ¿qué sentido tiene la ética?

En el contexto de nuestras preguntas, es especialmente relevante, en el momento actual, el porvenir que se abre a través de medios como Internet. En lo que va de año, hemos sido alertados sobre la inseguridad del secreto bancario y sobre el peligro de un dominio monopolístico. Se abre el campo de actuación del “individuo virtual”, que contacta con  otros en los ámbitos más diferenciados de la vida humana sin que medie ninguna relación directa. Internet nos permite participar en los más diferenciados sectores de la vida humana. La ocurrencia más inverosímil puede transmitirse instantáneamente al mundo entero. ¿Qué mapa nos guiará en este nuevo océano que se regenera cada día? No hay duda de que amanece un día fascinante; pero, quizá, pueda decirse de la humanidad, en conjunto, lo que Cervantes dice acerca de Don Quijote: “Llenose la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentos y disparates imposibles; y asentóse de tal manera en la  imaginación  que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo” (Capítulo I).

Estas palabras son tan actuales como las de Paul Virilio: Encontramos aburrida la realidad y preferimos quedarnos en casa ante la pantalla. Por ello, “el mueble más importante es la cama, una especie de sofá en el que uno es soñado, sin soñar, un banco sin ventana en el que uno es viajado de aquí para allá sin viajar realmente”. [7] Para Werner Jung, el plano de la acción en la realidad se ha difuminado: “La historia, resumiendo las experiencias europeas desde 1968 hasta 1989, no es hecha, sino que, en cierto modo, ella se hace a sí misma. Los actores anteriores que, en tiempos, podían cambiar algo como sujetos de la historia han pasado a ser pensadores estéticos.”[8]

 En esta situación Jean Baudrillard da por perdida la dimensión del sujeto.

“No hay, realmente, protagonistas enzarzados con los acontecimientos ni intelectuales enzarzados con su sentido, sino un torbellino de acontecimientos sin importancia, sin protagonistas verdaderos y sin intérpretes autorizados: la actio desaparece al mismo tiempo que la auctoritas. Sólo queda la actualidad, la acción en sentido cinematográfico..., la tasación del acontecimiento en la subasta de la información”.[9] “Este individuo no es tal en absoluto. Es un arrepentido de la subjetividad y de la alienación, de la apropiación heroica de sí. Sólo piensa en la apropiación técnica del yo. Es un converso a la religión sacrificial de las prestaciones, de la eficacia, del estrés y del timing ... Ninguna religión ha exigido jamás tanto del individuo como tal, y cabe decir que el individualismo radical es la forma misma del integrismo religioso. Religión moderna de la abnegación, de la operacionalidad a ultranza, la peor de todas, puesto que recupera toda la energía de la irreligiosidad, toda la energía liberada por la desaparición de las religiones tradicionales.”[10]

Posiblemente expresan lo mismo, pero con un grado más de esperanza, los siguientes versos de Juan Ramón Jiménez, en su poesía Soledad:

 

En ti estás todo, mar, y sin embargo,
¡qué sin ti estás, qué solo,
qué lejos siempre de ti mismo!
Abierto en mil heridas cada instante,
cual mi frente,
tus olas van como mis pensamientos,
y vienen, van y vienen,
besándose, apartándose,
en un eterno reconocerse,
mar, y desconocerse.
Eres tú, y no lo sabes,
tu corazón te late, y no lo siente...
¡Qué plenitud de soledad, mar solo!

 

La mirada del individuo actual contempla acongojado las grandes dimensiones del mundo: las masas estelares de un universo sin vida, la existencia en medio de las masas urbanas, el pensamiento ante el vendaval de la información. Todo habla de Adiós y soledad del yo.

En este horizonte tormentoso, la Universidad del Salvador ha titulado las Primeras Jornadas de Ética con el categórico lema: ¡No matarás! Esta prohibición incondicional se alza desde nuestra radicación en el hogar de la vida. Hoy, la vida se expande inagotablemente en todas las direcciones. Ante tanta vida, el hombre corre el peligro del desprecio y de la destrucción masiva.

Pero la voz divina del “no matarás” exhorta a encontrar un camino a través de la

inmensidad actual. Emerge en medio del paraje abrigado de la vida. Y este cobijo “estable” en medio de lo desbordante, este mirar al océano con un pie firme en el acantilado es lo que yo entiendo por individuo. Es la luz y la voz intermitente donde la vida se da su propio nombre; en su favor, formulamos el mandato de no matar.

En nombre de los asistentes, felicito y expreso nuestra gratitud a los organizadores y a la Universidad del Salvador. Apropiándome la idea del eterno retorno, me despido con un: ¡Otra vez! ¡Que se repita! ¡Hasta el próximo encuentro!

 

Notas

[1] Arte nuevo y cultura de masas, en Teoría Crítica, Barral, Barcelona, 1971, p. 128.

[2] Dialéctica de la ilustración, Trotta, Madrid 1994, p. 199 s.

[3] Horkheimer-Adorno. Dialéctica de la ilustración, e.c., p. 178.

[4] O.c., p. 186.

[5] O.c., p. 212.

[6] El hombre unidimensional, Seix Barral, Barcelona, 1972, p. 89.

[7] Paul Virilio. Rasender Stillstand, Fischer, Frankfurt, 1998, p. 50.

[8] W. Jung. Von der Mimesis zur Simulation, Junius Verlag, Hamburg, 1995, p.241.

[9] Jean Baudrillard. La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, Anagrama, Barcelona, 1993, p. 28.

[10] O.c., p. 160.

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