LAS GUERRAS DEL SIGLO XXI

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PROLOGO
En un capítulo de su clásico tratado De la guerra, el teórico prusiano de la guerra Karl von Clausewitz describe la guerra como "un verdadero camaleón", que cambia permanentemente y adapta su apariencia a las variables condiciones sociopolíticas en las que se desarrolla. Clausewitz explicó esta metáfora distinguiendo tres elementos constitutivos de la guerra: la violencia intrínseca de sus componentes, la creatividad de los estrategas y la racionalidad de quienes toman las decisiones políticas.
Atribuye el primero de esos elementos, la "violencia intrínseca de sus componentes, el odio y la enemistad, que deben considerarse como instinto ciego", al pueblo; considera que el segundo, "el juego de probabilidades y el azar que hace de la guerra una actividad libre del espíritu", es un asunto que compete a los generales; y entiende, por último, que "la naturaleza subordinada de una herramienta política, por la cual pertenece estrictamente a la razón", hace de la guerra un instrumento de gobierno. De aquí deriva también la clásica definición de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios.
En cada uno de estos ámbitos, las evoluciones sociales, las cambiantes relaciones políticas, los adelantos tecnológicos y, por último, los cambios culturales, generan continuamente nuevas configuraciones.
Por lo tanto, la guerra también adquiere constantemente nuevas y diferentes formas. En opinión de Clausewitz, el factor que ocasiona los cambios más profundos y transcendentales en las formas que adopta la guerra, es la triple interdependencia entre la violencia elemental, la creatividad estratégica y la racionalidad política.
Nos preguntamos sin embargo, cuál es el destino de la guerra en el futuro. He ahí el sentido de este ensayo.
Manuel Luis Rodríguez U.
Punta Arenas – Magallanes, invierno de 2006.

LAS GUERRAS YA NO SON COMO ANTES
Las condiciones y la forma de la guerra se han venido modificando desde el siglo XVIII y XIX en adelante, por tomar como punto de partida las guerras que resultaron de las revoluciones americana y francesa. Ejércitos masivos, organizaciones castrenses según un modelo burocrático, estrategias de disuasión, conscripción universal como forma de reclutamiento, creciente dependencia de la estrategia y de la táctica de las operaciones respecto de la tecnología de los armamentos, podríamos definirlos como los conceptos claves del paradigma moderno de las guerras.
Y sin embargo, lo sorprendente es que asistimos a una transformación profunda de ese paradigma.
Todo ello está siendo crecientemente cuestionado por las nuevas formas de hacer la guerra que emergen desde fines del siglo XX, en un contexto de globalización de la información y las comunicaciones, de satelización e informatización de las tecnologías, de miniaturización e incremento exponencial de la letalidad, furtividad y eficacia de los sistemas de armas, pero al mismo tiempo, la emergencia de formas en red de los conflictos, con la desaparición de las fronteras “nacional-internacional”, “civil-militar” y “paz-guerra”.

TIEMPO Y ASIMETRIAS
Las guerras del futuro tomarán cada vez más en consideración el factor tiempo, el uso del tiempo como arma estratégica, toda vez que el espacio estratégico ha hecho implosión.
A la luz de la definición de la guerra de Clausewitz, la especial creatividad de Mao Tse-Tung como teórico de la guerra de guerrillas reside en su hallazgo de que un proceder lento, una desaceleración del curso de los acontecimientos, brinda la oportunidad de oponer con éxito una resistencia armada a un enemigo que es superior tanto por sus recursos técnicos como por su organización militar.
Un hallazgo que elevaría la guerra en pequeña escala, antes concebida meramente como una estrategia concomitante de la guerra en gran escala, al nivel de una estrategia político-militar por derecho propio. Un aparato militar superior en medios técnicos y en organización tiende a acelerar el curso de la guerra, pues es el mejor medio de hacer valer su superioridad.
Ejemplos de ello son la caballería de Murat, que perseguía y destruía rápidamente al enemigo vencido por Napoleón en el campo de batalla; los tanques de Guderian que, mediante pequeñas explosiones, abrían brechas profundas en el frente enemigo; y los cazabombarderos y los misiles de crucero de Schwartzkopf durante la Guerra del Golfo, que paralizaron las estructuras de mando y de aprovisionamiento iraquíes antes incluso de que comenzara la guerra en tierra.
La consumada habilidad estratégica, por ejemplo, de Helmut von Moltke el Viejo en la conducción de las guerras de unificación de Alemania, en 1866 y 1870-1871, pone de manifiesto el hecho de que era mejor que sus adversarios en desplegar los medios disponibles para acelerar los acontecimientos.
De modo similar, la impresionante superioridad que el aparato militar estadounidense ha alcanzado sobre todos sus potenciales enemigos en los dos últimos decenios se debe, en gran medida, a su capacidad de aprovechar las diversas oportunidades que se presentan para acelerar el ritmo de las operaciones en los diferentes niveles de combate, pero también al uso intensivo de las tecnologías de la comunicación y de la información puestas al servicio de concepciones estratégicas capaces de "pensar la guerra" a escala global, porque la potencia estadounidense es capaz de "pensar la política" a escala global.
Se puede afirmar, que el desarrollo de la guerra sigue constantemente los imperativos de la aceleración y que, en cualquier conflicto, resultará vencedor quien tenga el mayor potencial de aceleración y la habilidad de emplearlo de manera eficaz. Sin embargo, la metáfora del camaleón de Clausewitz es una advertencia de que la historia de la guerra no sigue modelos de desarrollo unidireccionales, basados por lo general en adelantos técnicos, sino que está sujeta a la interacción de factores mucho más complejos. La aceleración tiene su precio; implica, ante todo, gastos cada vez mayores en logística, un número proporcionalmente decreciente de fuerzas de combate de la totalidad de las tropas, un aumento vertiginoso de los costes para equipar a éstas con armas modernas y, por último, un aparato militar cada vez más vulnerable y propenso a plantear problemas.
El concepto de aceleración, se precisa más en la noción de escalada, que nos permite comprender los cambios suscitados por la globalización en el fenómeno de la guerra.
La creatividad de Mao residió en su negativa a sumarse a la carrera por una mayor aceleración de las hostilidades, pues su ejército campesino no podría haber ganado una guerra de esa naturaleza. Rechazó el principio de la aceleración y, transformando una debilidad en fortaleza, hizo de la lentitud su consigna y definió a la guerra de guerrillas como una "larga guerra de resistencia". La estrategia de las guerrillas consiste asimismo en emplear todos los medios posibles para lograr que el enemigo pague realmente el precio de la aceleración, en una medida tal que el coste de la guerra termine siendo prohibitivo. El politólogo francés Raymond Aron sintetizó esta situación en la fórmula de que los guerrilleros ganan la guerra si no la pierden y los que luchan contra ellos pierden la guerra si no la ganan. Cada parte, cada contendor opera bajo un marco temporal diferente.
En Vietnam (q1965-1975), los estadounidenses aprendieron a sus expensas cuán eficaz puede ser este proceder. La asimetría, principal característica de las nuevas guerras en los últimos decenios, se basa en gran medida en las diferentes velocidades con que las partes se combaten: la asimetría de la fuerza radica en una capacidad de aceleración que supera la del enemigo, mientras que la asimetría de la debilidad se basa en una disposición y una habilidad para disminuir el ritmo de la guerra. Por lo general, esta estrategia acarrea un aumento considerable de víctimas en el propio bando.
Por otro lado, la guerra simétrica, como las de los siglos XXVIII, XIX e incluso XX, puede definirse como una guerra que las partes libran a la misma velocidad. En la guerra simétrica, lo que decidía la victoria eran, por lo general, mínimas ventajas por lo que respecta a la aceleración.

HEROISMOS Y NUEVAS ARMAS
Las guerras del siglo XXI, como se verá al analizar la importancia estratégica de la desaceleración en la era de la aceleración, difícilmente serán una prolongación de las tendencias del siglo XX. La disponibilidad de más recursos materiales y un mayor desarrollo tecnológico no decidirán automáticamente la victoria.
La enorme superioridad de Estados Unidos en medios técnicos militares no es una garantía de que este país vaya a salir victorioso de todas las guerras que parece cada vez más dispuesto a librar. Ya lo estamos observando en Irak y en Afganistán, donde al reves de lo que nos anuncian los relacionadores públicos de los Ejércitos, el número de bajas estadounidense aumenta, la opinión pública se inquieta y nadie es capaz de decir cómo ellos van a vencer o prevalecer en una guerra que se prolonga indefinidamente.
Lo fácil que es entrar en guerra, hoy, se encuentra con lo difícil que es salir de ella.
Sin embargo, las sociedades occidentales, con un alto grado de desarrollo económico y basadas en la primacía del derecho, la participación política y una mentalidad "posheroica" (es decir, para las cuales la "guerra heroica" y el sacrificio de la vida han dejado de ser un ideal), no tendrán más remedio que proseguir el desarrollo tecnológico de sus aparatos militares si desean preservar su capacidad de respuesta militar.
Las democracias occidentales son sencillamente incapaces de librar la "larga guerra de resistencia" de Mao Tse-Tung. Como están preparadas para el diálogo, más que para el sacrificio, y esto es lo que distingue a las sociedades "posheroicas" de las de la era "heroica", harán todo lo que esté a su alcance por evitar o reducir todo lo posible sus propias pérdidas en combate, y ello sólo puede lograrse con una tecnología militar superior.
Ejemplos de esto son la Guerra del Golfo de 1991, en la que las fuerzas iraquíes perdieron alrededor de 100.000 hombres, mientras que la coalición liderada por Estados Unidos sólo perdió unos 140; y el caso más impresionante de todos, el de Kosovo, que ha pasado a la historia militar como la primera guerra en la que los vencedores no perdieron un solo hombre en combate. En consecuencia, las carreras de armamentos del siglo XXI ya no serán simétricas, como las de los siglos XIX y XX, cuando Alemania e Inglaterra rivalizaron en la construcción de buques de guerra, o Estados Unidos y la URSS en la de sistemas de lanzamiento nucleares.
Una competencia entre las armas de alta tecnología y las de tecnología rudimentaria es, en cambio, asimétrica. Desde el 11 de septiembre de 2001, somos conscientes de que una simple navaja, si se la emplea para secuestrar un avión y estrellarlo contra edificios o ciudades, puede servir para hacer temblar los cimientos de una superpotencia.
En ese caso, sin embargo, no fue sólo la desaceleración lo que permitió a los comandos terroristas atacar a Estados Unidos, sino una combinación de velocidad y lentitud. Las infraestructuras de la parte atacada fueron aprovechadas por un grupo clandestino, que pudo preparar los ataques sigilosa y tranquilamente, y transformar luego los aviones en cohetes y el combustible en explosivo.
Mohammed Atta y sus cómplices atacaron a Estados Unidos empleando como armas la propia velocidad de este país, desde la concentración y la intensidad del transporte aéreo hasta los medios informativos, que transmitieron la catástrofe del 11 de septiembre de 2001 al mundo entero en tiempo real.
En cambio en Líbano 2005, pudimos observar el facaso militar de un ejército convencional, Tsahal de Israel, frente a fuerzas de guerrilla urbano-rural actuando en forma de red, como el Hizbollah libanés.

EL RETORNO A LA VIOLENCIA ELEMENTAL DE LA GUERRA: LAS GUERRAS DE LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN
Evidentemente, la creatividad estratégica no puede desplegarse independientemente de los otros dos elementos de la trinidad de Clausewitz, a saber, la violencia propia de la guerra y la racionalidad política de quienes toman las grandes decisiones. Por ello, el principio de una desaceleración sistemática de la violencia, como en una guerra de guerrillas, sólo puede aplicarse con éxito cuando una mayoría abrumadora de la población no ve otro medio para resolver los problemas sociales, económicos y políticos, que una guerra que causará grandes pérdidas y estragos.
Sólo entonces proporcionará la población apoyo logístico a las guerrillas, no colaborará con el enemigo y permitirá que cada vez más jóvenes, hombres y mujeres, sean reclutados para la guerra. De lo contrario, los guerrilleros no pueden moverse como pez en el agua entre la población, pues no están en su elemento natural y son fácil presa del enemigo.
Este requisito limitó durante mucho tiempo la aplicabilidad de la estrategia asimétrica de la guerra de guerrillas. En la forma que acabamos de describir se la conoce desde comienzos del siglo XIX, pues en principio sólo se usaba como método defensivo y si la población estaba dispuesta a hacer enormes sacrificios.
El aspecto verdaderamente amenazante de las recientes formas de terrorismo internacional es que han sobrepasado las limitaciones de la guerra asimétrica, que hasta ahora han demostrado ser tan efectivas –según la terminología de Clausewitz, el grado limitado de odio y enemistad y las restricciones resultantes al uso de la guerra como herramienta política–, al descubrir que la infraestructura civil del enemigo puede servir como el equivalente funcional de la propia población civil y de la disposición de ésta a sacrificarse.
En las guerras del futuro, la frontera entre lo civil y lo militar continuará diluyéndose, así como las organizaciones militares y las instituciones de la defensa deberán aprender a terminar con la clásica separación entre “tiempo de paz” y “tiempo de guerra”. Ahora y en el futuro, el paso de ambos estadios del tiempo, puede ser de breves días u horas, por lo que las estructuras organizacionales y logísticas de la defensa tendrán que adoptar una arquitectura única para ambos tiempos.
Además, las actuales tendencias también indican que, en el siglo XXI, amplios sectores de la población podrán pensar que su única oportunidad para el futuro será librar guerras y salir vencedores de ellas.
El incremento de los riesgos ambientales, como la escasez de agua, la creciente desertización y la elevación del nivel de los océanos; una mayor desigualdad mundial en la distribución de los bienes de consumo, en las oportunidades de educación y en las condiciones de vida; el desequilibrio de los índices demográficos y los flujos de migración; la inestabilidad de los mercados financieros internacionales y la decreciente habilidad de los Estados para controlar la propia moneda y la economía; y, por último, la rápida disgregación de los Estados en algunas partes del mundo, son factores suficientes para suponer que muchas poblaciones considerarán que los cambios violentos, más que un desarrollo pacífico, ofrecen más probabilidades de garantizar su futuro.
Por ello, el empleo de la fuerza para alcanzar un futuro mejor se convertirá en el elemento clave de su razonamiento político y estarán dispuestas no sólo a luchar para obtener recursos vitales, sino a librar guerras asimétricas contra adversarios superiores.
No caminamos hacia un mundo con menos guerras, sino hacia guerras de baja o mediana intensidad pero de alta frecuencia.

LAS NUEVAS VULNERABILIDADES
Debido precisamente a su avanzado nivel de desarrollo socioeconómico, estos adversarios superiores adolecen de un alto grado de vulnerabilidad, que, por grande que sea su superioridad militar, no pueden eliminar. El propósito de los diversos proyectos de EE.UU. para instaurar un sistema de defensa antimisiles es hacerse invulnerables. Obviamente, esos sistemas de defensa ya no están dirigidos contra ningún pais en particular, aunque Rusia sienta en cierto modo invadido su glacis defensivo, sino contra enemigos que, por pequeños y débiles que sean, constituyen una seria amenaza, ya que poseen ojivas nucleares y algunos sistemas de lanzamiento. Por otra parte, los ataques del 11 de septiembre de 2001 disiparon las esperanzas depositadas en esos proyectos.
En principio, la guerra se ha vuelto poco atractiva, tanto política como económicamente, para los países desarrollados. Los costos superan las ganancias. En las sociedades "posheroicas", el máximo valor es la preservación de la vida humana y, con ello, la multiplicación y la intensificación de sentimientos individuales de bienestar.
Desde el final de la II Guerra Mundial por lo menos, las sociedades occidentales han justificado, por consiguiente, cualquier tipo de armamento con el argumento de la defensa: el propósito de ese incremento del arsenal militar no es prepararse para la guerra, sino prevenirla. Si el mundo sociopolítico estuviera formado sólo por tales sociedades, el concepto de paz eterna de Kant se habría hecho realidad.
Pero esto requeriría que todas las sociedades siguieran un curso de desarrollo moldeado en la secularización occidental de la política, la individualización social y, por último, la pluralización de los valores.
Ahora bien, esto es precisamente lo que están combatiendo los diversos movimientos fundamentalistas y otras formas de organización contrarias al orden imperial, capitalista y globalizado, que, lejos de limitarse a defender vestigios de rancias tradiciones, están, por el contrario, resistiéndose a la modernización según las pautas occidentales. El dilema que ha determinado el desarrollo sociopolítico de los años ochenta y noventa será también decisivo en el siglo XXI: el hecho de que un mundo en el que la sociedad se ha desarrollado gracias al diálogo y a la cooperación se basa en supuestos que sólo pueden admitirse si se logra una amplia nivelación de las particularidades debidas a la religión, la cultura y la civilización.
Así pues, aparte de las luchas por establecer nuevas reglas de distribución de los bienes económicos y oportunidades de educación, y satisfacer así las necesidades vitales, la defensa de la identidad cultural también podría convertirse en un motivo recurrente de guerra.
Pero, sobre todo, una teoría del desarrollo que anhela con optimismo la paz suele pasar normalmente por alto el hecho de que, en especial gracias al desarrollo socioeconómico de los últimos decenios, han surgido nuevas oportunidades, basadas en la guerra y la violencia, para que los países en desarrollo alcancen una economía rentable.

PRIVATIZACION Y COMERCIALIZACION DE LA GUERRA
¿Pero cómo se ha convertido de nuevo la guerra en una actividad particularmente lucrativa? Hay que recordar que la guerra no siempre fue un negocio deficitario. Por el contrario, varias veces en la historia europea, cuando las circunstancias fueron apropiadas, la formación de ejércitos privados podía ser muy rentable. De otro modo sería imposible explicar el surgimiento de fuerzas mercenarias, como los condottieri italianos, los Reisläufer suizos o los Landsknechte alemanes.
Cabe suponer que todos ellos consideraban la guerra como un medio de subsistencia. Como propone el viejo axioma "bellum se ipse alet": la guerra se alimenta de la guerra. En los siglos XIV y XV, Italia era un terreno particularmente fértil para estos fenómenos. Los considerables recursos financieros acumulados en las ciudades mercantiles italianas las convertían en provechos objetivos de las agresiones armadas. Al mismo tiempo, las clases altas urbanas estaban poco dispuestas a participar ellas mismas en las guerras. Como había un exceso de mano de obra en las zonas rurales para la milicia, nada más fácil que concertar contratos laborales a plazo fijo, los llamados condotta.
Las clases altas urbanas consiguieron que las clases bajas rurales combatieran por ellas. Estas últimas no tardaron en darse cuenta del poder potencial y de las oportunidades de enriquecimiento que esto les brindaba. La actividad castrense se pagaba bien. En pocos años, muchos que habían comenzado con poco o nada estaban viviendo confortablemente, y varios hijosdalgo que se habían hecho condottieri alcanzaron el rango de duques y príncipes.
Uno de los rasgos característicos de las guerras comercializadas que libraban los jefes militares en la Alta Edad Media y principios de la época moderna era que quienes las entablaban trataban de evitar grandes batallas y naturalmente, en lo posible, las batallas decisivas.
Participar en esas batallas habría socavado su interés en un empleo a largo plazo y, lo que es más importante, habría puesto en peligro sus vidas, algo difícilmente compaginable con la actitud de los que viven de la guerra, pero no quieren morir realmente en ella. Los ejércitos de los condottieri trataban de cortar las vías de aprovisionamiento del enemigo para forzarlo a capitular sin luchar. Esto era mucho más atractivo que el exterminio mutuo, y los rescates que podían ganarse capturando a oficiales y soldados enemigos eran ganancias extra muy codiciadas. Si se pagaba el rescate, el enemigo era liberado y la guerra podía recomenzar.
No olvidemos además, que una buena parte de las operaciones de conquista del territorio americano, con la llegada del invasor español, fueron guerras privadas llevadas a cabo por pequeños ejércitos “autofinanciados” de conquistadores.
Por lo general, quienes sufrían en este tipo de guerra eran las ciudades y los nobles que empleaban a los mercenarios. Rara vez alcanzaban sus objetivos y debían recolectar constantemente fondos para sufragar sus guerras. Por ello, abrumaban al pueblo con exacciones especiales e impuestos de guerra.
Esto podría describirse como la forma civilizada de librar una guerra contra la población, dado que mientras funcionaba, es decir, si los jefes militares y sus soldados recibían su paga con regularidad, no se atacaba a la población en las zonas en que éstos operaban. Las cosas cambiaban rápidamente si no recibían la paga, y los jefes militares adoptaban la forma incivilizada de hacer la guerra contra la población, a la que sometían a pillajes y saqueos, incendiaban granjas y caseríos, mataban a los hombres y violaban a las mujeres, a fin de que todos comprendieran que era mejor pagar escrupulosamente que ser sometido a esa forma extrema de cobrarse una deuda.
El aumento continuo de los costos para mantener el aparato militar durante los siglos XVI y XVII encareció demasiado la guerra para el sector privado, y los jefes militares de comienzos de la época moderna fueron desapareciendo poco a poco de la escena. Albrecht von Wallenstein, el último gran jefe militar, tuvo un éxito considerable al principio, pero estaba condenado al fracaso por razones políticas.

LOS COSTOS Y EL FINANCIAMIENTO DE LA GUERRA
El constante aumento de los costos de la guerra se debió a tres causas principales: al desarrollo de la artillería, cuyo empleo era decisivo en las batallas; a la transformación de los soldados de a pie en una infantería disciplinada y tácticamente entrenada, que se posicionaba en largas filas para entablar combate con el enemigo y disponía de cada vez más armas de fuego; y, por último, al crecimiento en tamaño de los ejércitos, que debían saber combinar el despliegue de la infantería, la caballería y la artillería para alcanzar la victoria en el campo de batalla.
Quienes no lograron asimilar los adelantos tecnológicos y organizativos de la "revolución militar" de comienzos de la época moderna pronto se quedaron rezagados y desaparecieron del grupo de los que libraban la guerra siguiendo los principios de simetría. Ahora bien, la infantería, la artillería y el ejército ampliado costaban dinero, y no se hicieron realidad hasta que el Estado, como única entidad, pudo reunir los fondos necesarios.
Toda una serie de piezas de artillería de diversos calibres ya no estaba al alcance de los recursos de los jefes militares privados. La dimensión de los ejércitos, la necesidad de prácticas para armonizar el despliegue de las tres armas y, en particular, la necesidad de que la infantería se entrenara constantemente durante largos períodos, hicieron que el abastecimiento de las tropas fuera cada vez más costoso y que la guerra se convirtiera en un negocio cada vez menos atractivo para el sector privado.
La guerra y los preparativos que requería quedaron fuera de la lógica de la amortización del capital y se transfirieron a la autoridad directa del Estado.
La primera consecuencia de que la guerra pasara a estar controlada por el Estado fue que las hostilidades duraban, en general, menos, pues ambas partes estaban interesadas en desenlaces rápidos y decisivos. El medio para lograr este resultado eran las batallas, por lo que surgió un tipo de guerra concebido con este fin, es decir, librar batallas para terminar la guerra y lograr un acuerdo de paz. Esto dio lugar a una espectacular intensificación de la violencia en los campos de batalla en Europa, pero simultáneamente estableció límites claros al uso de la violencia en el tiempo y en el espacio.
Este tipo de guerra era una lucha de soldados contra soldados, y los civiles estaban en gran medida a salvo de la violencia y la destrucción, a menos que tuvieran el infortunio de vivir en el camino de un ejército que avanzaba o que se encontraran en el campo de batalla. La clara distinción entre combatientes y no combatientes que establece del derecho internacional moderno se basa en buena parte en esta evolución o, en todo caso, difícilmente habría sido reconocida y aplicada sin ella.
Fue, pues, debido al desarrollo de la tecnología de las armas y de la organización militar, en particular, por lo que la guerra y la paz adquirieron estatutos jurídicos distintos, y para señalar la transición de uno a otro comenzaron a utilizarse actas jurídicas, es decir, declaraciones de guerra y acuerdos de paz. Además, la guerra entre Estados y la guerra civil comenzaron a considerarse formas separadas y claramente distinguibles de guerra: la primera estaba amparada por convenios, mientras que esta última, no.
Finalmente, en las guerras entre Estados, se distinguía entre combatientes y no combatientes, de conformidad con las disposiciones pertinentes del Convenio de La Haya sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre de 1899/1907 y con el Convenio de Ginebra de 1864, y se exigía a los beligerantes hacer todo lo posible para evitar que los no combatientes sufrieran los efectos de las hostilidades.
En las nuevas guerras sucede lo contrario en casi todos los aspectos. La mayor parte de estas guerras no las libran ejércitos bien equipados, sino milicias reclutadas por jefes o líderes carismáticos de tribus, redes organizacionales o de clanes, además de los seguidores armados de los jefes militares y otros. En estas guerras se usan ante todo armas baratas: armas portátiles, fusiles automáticos, minas antipersonal y ametralladoras montadas en camionetas.
Rara vez se emplean armas pesadas, y cuando se utilizan, son restos de las reservas de la Guerra Fría. El hecho de que se puedan librar guerras de este tipo –e incluso con éxito– se debe principalmente a que no las deciden dos ejércitos en el campo de batalla, sino que se prolongan interminablemente mediante actos de violencia contra la población civil.
Mientras que, en los conflictos simétricos, el mero hecho de preparar una guerra, por no hablar de librarla, resulta cada vez más oneroso, los estrategas de las nuevas guerras han logrado abaratar tanto las operaciones militares que han convertido de nuevo la guerra en un negocio prometedor.
Obviamente, esto no significa que el costo social total de una guerra también sea bajo.
Por el contrario, las consecuencias a largo plazo de una guerra interna son inmensas: destrucción de la infraestructura, devastación de las zonas rurales, carreteras y campos sembrados de minas y una generación de niños que no han vivido otra cosa que la guerra y la violencia. Pero los protagonistas de la guerra no han de pagar los gastos. Adaptando una vieja frase, podría decirse que los jefes militares y los líderes de las milicias se las han ingeniado, para privatizar los beneficios de las guerras que libran y para nacionalizar los costos.
Que esto sea posible tiene mucho que ver con el fracaso en la formación de naciones en muchas partes del Tercer Mundo. En los llamados Estados colapsados, no hay instituciones en funcionamiento que sean capaces de poner fin a la nacionalización de los costos o de mantener éstos, al menos, dentro de ciertos límites. La población civil y los recursos naturales de esos países son presa de los que los someten a su control, con la ayuda de sus seguidores armados.
La violencia que propagan los jefes militares hace así cada vez una mella más profunda en la sociedad, hasta que, al final, la única posibilidad de salvación es la intervención de potencias extranjeras. Sin embargo, queda pendiente la cuestión de si estas potencias pueden pacificar el país o si serán arrastradas por las hostilidades, y si el conflicto, a raíz de su intervención y de una eventual contraintervención, adquirirá un carácter transnacional. Los acontecimientos de Angola, Congo, Somalia y Afganistán y la región del Cáucaso advierten insistentemente de este peligro.
El número creciente de nuevas guerras que se ha observado en los últimos dos decenios, poco más o menos, se caracteriza sobre todo por el hecho de que la distinción entre actividad lucrativa y uso abierto de la fuerza, una distinción que se desarrolló desde la nacionalización de la guerra y que es un requisito de toda economía estable basada en la paz, se ha erosionado hasta desaparecer.
En las nuevas guerras, la fuerza se ha convertido en una fuente de ingresos para quienes poseen armas y están dispuestos a usarlas, ya sea para procurarse medios de subsistencia, ya sea, con frecuencia, para enriquecerse. De modo que, en las nuevas guerras, reaparece el viejo axioma: la guerra se alimenta de la guerra, y por eso hay que alimentarla con la guerra.
Así, las nuevas guerras se caracterizan por la emergencia de jefes militares que controlan un territorio por la fuerza de las armas a fin de explotar sus recursos naturales, desde petróleo y minerales hasta metales preciosos y diamantes, o de expedir licencias para su explotación. Paralelamente, no sólo se advierte una proliferación de los mercenarios –la mano de obra bien remunerada de estas guerras– sino un uso creciente de niños soldados, que han demostrado ser un medio de guerra eficaz y económico.
La guerra privada y por su propia cuenta no se ha vuelto sólo atractiva a causa de la desintegración del Estado en muchas partes del denominado Tercer Mundo, sino también, y especialmente, por la facilidad con que las economías de guerra civil son capaces de explotar los flujos de bienes y capitales en el mercado mundial.
Además del petróleo y de materias primas de importancia estratégica, como las minas y los minerales, el oro y los diamantes, los jefes militares utilizan sobre todo bienes ilícitos o provistos de certificados fraudulentos para financiar sus guerras y amasar con frecuencia enormes fortunas.
El narcotráfico y, cada vez más, la trata de mujeres jóvenes también resultan sumamente lucrativos, debido a la fuerte demanda en los países ricos. Las poderosas corporaciones y empresas productoras de armamentos de los países desarrollados, además, no están exentas de toda culpa por lo que respecta a la renaciente rentabilidad de la guerra.
Dos factores han sido decisivos en la aparición de este nuevo tipo de guerras: la habilidad en financiarlas con los flujos de bienes y capitales generados por la mundialización y, lo que es aún más importante, el hecho de que se han hecho poco costosas.
La guerra que el Este y el Oeste mantuvieron durante cuarenta años, preparándose para evitar que tuviera lugar, fue una confrontación sumamente cara. Puede decirse que los costos de esa incesante carrera de armamentos causaron, en cierta medida, el colapso de una de las partes, la URSS.
Mientras las instituciones de investigación sobre la paz y los conflictos todavía estaban ocupadas en reconstruir y medir las simetrías de la carrera de armamentos entre el Este y el Oeste, los planificadores y estrategas de las nuevas guerras ya habían logrado evadirse no sólo de esta vertiginosa carrera de armamentos, sino también de la compulsión de prepararse a las guerras simétricas, y de librarlas. Este proceso, al que se ha prestado hasta ahora poca atención, está abriendo el camino a la privatización y la comercialización de la guerra que acabamos de describir y que, a largo plazo, podría resultar más trascendental y decisiva incluso que el conflicto Este-Oeste.
Es probable que estas nuevas guerras no queden confinadas por siempre a las zonas que están ahora afectadas por ellas, es decir, América del Sur y Central, el África subsahariana y Asia central y meridional, y que se propague, por diversos conductos, a las zonas ricas del hemisferio norte.
El sur no puede atacar estas zonas con medios militares tradicionales. Y con este punto se relacionan nuestras observaciones introductorias sobre la teoría de Clausewitz. La guerra es un camaleón que se adapta a las configuraciones sociopolíticas del momento; su única característica permanente es la violencia elemental. El 11 de septiembre han dado alguna idea de las nuevas formas que puede adoptar la guerra y en qué medida éstas pueden suponer una desmilitarización paulatina de la guerra.

LOS NO-SOLDADOS CONTRA LOS SOLDADOS
La desmilitarización de la guerra significa que las guerras del siglo XXI se librarán sólo en parte por soldados y, en su mayor parte, ya no estarán directamente dirigidas contra objetivos militares. Ya se puede observar un retorno a las formas bélicas a las que puso fin la nacionalización de la guerra durante los siglos XXVI y XXVII, reemplazándolas por una organización militar disciplinada.
Los objetivos militares están siendo sustituidos ahora, en muchos lugares, por objetivos civiles, desde ciudades y pueblos invadidos y saqueados por líderes de milicias y jefes militares hasta los símbolos del poder político y económico que fueron el blanco de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Incluso los medios que se emplean para llevar a cabo estos ataques tienen cada vez menos un carácter genuinamente militar.
Por ejemplo, en las guerras de África y de Asia central un vehículo civil, la camioneta Toyota, ha acabado simbolizando el surgimiento de milicias y jefes militares. Asimismo, los ataques terroristas del 11 de septiembre sólo fueron posibles transformando unos medios civiles en armas de ataque.
Los ataques del 11 de septiembre, y especialmente la serie de atentados terroristas en Israel, han puesto de relieve una nueva amenaza específica: terroristas que usan sus propios cuerpos como armas y vinculan así el éxito del atentado a su propia y segura muerte. Los ataques de este tipo sólo son posibles si se renuncia a todo medio de escape.
Es decir, quienes cometen ataques suicidas con bombas compensan su inferioridad militar renunciando a toda posibilidad de sobrevivir. Por numerosos y bien fundados motivos, estos atentados pueden considerarse moralmente repudiables, pero es difícil negar que con ello ha surgido una nueva forma de "heroísmo" que, para las sociedades "posheroicas" de Occidente, es peligrosísima, no sólo por los instrumentos empleados, sino también por el simbolismo subyacente.
Además de evidenciar, de manera sangrienta, la vulnerabilidad de las sociedades atacadas, estas nuevas formas de terrorismo les transmiten otro mensaje, a saber: que por estar orientadas a la preservación de la vida, serán derrotadas, en definitiva, por los que están dispuestos a sacrificar su propia vida.
El acto del suicidio es una expresión de desprecio hacia unas sociedades que, por principios de su propia organización social, han repudiado ese sacrificio de la vida o han hecho uso de él sólo metafóricamente.
Los estrategas del terror se han dado cuenta de que las sociedades "posheroicas", con su estilo de vida y su autosuficiencia, son particularmente vulnerables a los ataques de individuos imbuidos del espíritu de martirio. Éste es un ejemplo más de la creatividad estratégica que, según Clausewitz, es el rasgo característico del camaleón de la guerra.

LAS DIMENSIONES DE LA ASIMETRIA
Desde el empleo estratégico de la desaceleración contra un aparato militar que depende de la intensificación de las hostilidades hasta el redescubrimiento del suicidio como una amenaza a las sociedades basadas en el diálogo, las últimas novedades en la conducción de la guerra casi siempre consisten en estrategias asimétricas.
Por ello, cabe predecir que las guerras del siglo XXI serán predominantemente asimétricas, a diferencia de las llamadas guerras clásicas de la historia europea, a partir del siglo XVII, que eran de carácter casi exclusivamente simétrico. Para que el empleo de la fuerza sea simétrico, han de cumplirse numerosas condiciones: en primer lugar, que las partes concernidas reconozcan que están a la par.
Sin embargo, este reconocimiento, al que puede llegarse con la mutua inclusión de los adversarios en un sistema de valores que rija para los dos (caballería) o mediante la sujeción de ambos a normas jurídicas (derecho internacional, leyes de la guerra), se basa en supuestos de igualdad que deben cumplirse en gran parte: armamento muy similar, ausencia de disparidades estratégicas en información y una forma socialmente análoga de reclutamiento y entrenamiento de los combatientes.
Basándose en estas condiciones, es posible limitar el empleo de la fuerza y disponer, por ejemplo, que la fuerza sólo se use entre iguales que puedan identificarse mutuamente como combatientes. Los que queden fuera de esta ecuación no serán objeto de ataques deliberados, pero sólo a condición de que se abstengan, por su parte, de emplear la fuerza. La fuerza puede confinarse así a lugares y zonas determinados, como son el campo de duelo, el campo de batalla o el frente. Así pues, las guerras simétricas se caracterizan, en general, por un empleo limitado de la fuerza.
En las guerras asimétricas, propias del siglo XXI en cambio, se percibe una tendencia a que la violencia se propague y penetre en todos los ámbitos de la vida social. Esto es así porque, en las guerras asimétricas, la parte más débil usa la comunidad como cobertura y base logística para dirigir ataques contra un aparato militar superior. El punto de partida de este proceso está marcado por la guerra de guerrillas.
La principal característica de las guerras simétricas en la historia europea de la época moderna fue que eran guerras internacionales, es decir, guerras entre Estados.
Cuando la guerra pasó a ser monopolio del Estado y sólo se libraba, por consiguiente, entre Estados, la igualdad y el mutuo reconocimiento necesarios para la guerra simétrica quedaron institucionalmente garantizados. Sólo en el transcurso de la II Guerra Mundial, con la guerra de aniquilación en Oriente y el bombardeo estratégico de zonas habitadas, se infringieron las limitaciones establecidas al empleo de la fuerza.
Hasta entonces, el Estado había fijado los límites, distinguiendo entre asuntos internos y externos, amigos y enemigos, guerra y paz, militares y policías, lealtad y traición, etcétera. Durante muchos años, en los textos pertinentes se reconoció y se empleó el término interno o la expresión guerra civil como antónimos de guerra internacional o guerra entre Estados.
Aún así, el antónimo dependía del sistema de referencia que determinaba la estatalidad, en el sentido de que su significado dependía de los límites fijados por el Estado. La expresión guerra civil es el opuesto simétrico de la de guerra internacional; el antónimo asimétrico es guerra transnacional, es decir, una guerra en la que los límites fijados por los Estados ya no son determinantes.
Este tipo de guerra cruza las fronteras nacionales sin ser una guerra librada entre Estados, como las guerras en y en torno a Angola, Zaire/Congo, Somalia, Líbano y Afganistán. Se caracteriza por un cambio constante de amigos y enemigos y por una desintegración de las autoridades institucionales (tales como las fuerzas militares y la policía) responsables de mantener el orden y que pueden recurrir a la fuerza.
En este contexto, los actos de guerra y la criminalidad resultan indistinguibles, la guerra se prolonga y no hay perspectivas de lograr un acuerdo de paz para ponerle fin. Estas guerras, que se han multiplicado en los años ochenta y noventa del siglo XX, parece que, junto a las guerras de guerrillas y otras formas de “guerras en red”, empiezan a determinar el curso de la violencia en el siglo XXI en muchas partes del mundo.

PERSPECTIVAS HACIA EL FUTURO
¿Existe alguna manera de detener, o de lentificar, al menos, la evolución que acabamos de describir? Probablemente, el retorno a la estabilidad de los Estados a escala mundial sea el único medio efectivo de frenar la privatización de la guerra, la asimetría creciente de las estrategias de fuerza y la desmilitarización de la guerra, es decir, la afirmación de autonomía mediante elementos previamente incorporados en estrategias político-militares. Después de todo, la estatalidad está sujeta a los criterios de racionalidad política, que son irreconciliables con esos fenómenos.
Sin embargo, habida cuenta de las tendencias englobadas bajo el término mundialización, parece dudosa la vuelta a una nacionalización de la política a escala mundial. Sólo se lograría el éxito deseado si, en esos Estados, subieran al poder unas elites capaces de resistir a la corrupción, lo que, en las circunstancias actuales, también parece poco probable. Así pues, las guerras del siglo XXI no se librarán, en la mayor parte de los casos, con una potencia de fuego masiva y enormes recursos militares.
Tenderán a seguir librándose a fuego lento, sin principio o final claro, mientras que la línea divisoria entre las partes beligerantes, por un lado, y el crimen internacional organizado, por otro, será cada vez más difusa. Por ello, ya hay quienes sostienen que tales situaciones no constituyen, en realidad, guerras.
Olvidan que, antes de que la guerra fuera monopolio del Estado moderno, hubo siempre una alianza estrecha entre mercenarios y bandidos.
Parece que, en el siglo XXI, el camaleón de la guerra va a cambiar cada vez más de apariencia para asemejarse, en muchos aspectos, a las guerras que se libraron entre los siglos XIV y XVII.
Lo que resulta evidente a inicios del siglo XXI es que el recurso a la guerra será una de las herramientas fundamentales del imperio para asegurar su dominación estratégica, su hegemonía ideológica, económica, energética y política a escala planetaria. Cada vez que el imperio considere que sus intereses hegemónicos estén en riesgo a mediano o largo plazo, hará uso de la herramienta militar y de la guerra, como forma estratégica a corto y mediano plazo, para asegurar su hegemonía. El siglo XXI será el siglo de las guerras del imperio global de Occidente.

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