COMPENDIO DEL PSICOANÁLISIS

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Sigmund Freud

1938 [1940]

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PREFACIO

El propósito de este trabajo es reunir los principios del psicoanálisis y confirmarlos, como si de dogmas se tratara, en una forma la más concisa posible y expuestos en los términos más inequívocos. La intención no es, por supuesto, promover credulidad o despertar convicción.

Las enseñanzas del psicoanálisis están basadas en un número incalculable de observaciones y experiencia y sólo aquél que ha repetido estas observaciones en sí mismo y en los demás está en una posición de alcanzar un juicio personal sobre ellas.

 

PRIMERA PARTE

LA NATURALEZA DE LO PSÍQUICO

 

CAPÍTULO I

EL APARATO PSÍQUICO

EL psicoanálisis parte de un supuesto básico cuya discusión concierne al pensamiento filosófico, pero cuya justificación radica en sus propios resultados. De lo que hemos dado en llamar nuestro psiquismo (o vida mental) son dos las cosas que conocemos: por un lado, su órgano somático y teatro de acción, el encéfalo (o sistema nervioso); por el otro, nuestros actos de consciencia, que se nos dan en forma inmediata y cuya intuición no podría tornarse más directa mediante ninguna descripción. Ignoramos cuanto existe entre estos dos términos finales de nuestro conocimiento; no se da entre ellos ninguna relación directa. Si la hubiera, nos proporcionaría a lo sumo una localización exacta de los procesos de consciencia, sin contribuir en lo mínimo a su mejor comprensión.

Nuestras dos hipótesis arrancan de estos términos o principios de nuestro conocimiento. La primera de ellas concierne a la localización: presumimos que la vida psíquica es la función de un aparato al cual suponemos especialmente extenso y compuesto de varias partes, o sea, que lo imaginamos a semejanza de un telescopio, de un microscopio o algo parecido. La consecuente elaboración de semejante concepción representa una novedad científica, aunque ya se hayan efectuado determinados intentos en este sentido.

Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido estudiando el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas provincias o instancias psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo lo heredado, lo innato, lo constitucionalmente establecido; es decir, sobre todo, los instintos originados en la organización somática, que alcanzan en el ello una primera expresión psíquica, cuyas formas aún desconocemos.

Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del ello ha experimentado una transformación particular. De lo que era originalmente una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y de dispositivos para la protección contra las estimulaciones excesivas, desarrollóse paulatinamente una organización especial que desde entonces oficia de mediadora entre el ello y el mundo exterior. A este sector de nuestra vida psíquica le damos el nombre de yo.

Características principales del «yo»

En virtud de la relación preestablecida entre la percepción sensorial y la actividad muscular, el yo gobierna la motilidad voluntaria. Su tarea consiste en la autoconservación, y la realiza en doble sentido. Frente al mundo exterior se percata de los estímulos, acumula (en la memoria) experiencias sobre los mismos, elude (por la fuga) los que son demasiado intensos, enfrenta (por adaptación) los estímulos moderados y, por fin, aprende a modificar el mundo exterior, adecuándolo a su propia conveniencia (a través de la actividad). Hacia el interior, frente al ello, conquista el dominio sobre las exigencias de los instintos, decide si han de tener acceso a la satisfacción aplazándola hasta las oportunidades y circunstancias más favorables del mundo exterior, o bien suprimiendo totalmente las excitaciones instintivas. En esta actividad el yo es gobernado por la consideración de las tensiones excitativas que ya se encuentran en él o que va recibiendo. Su aumento se hace sentir por lo general como displacer, y su disminución como placer. Es probable, sin embargo, que lo sentido como placer y como displacer no sean las magnitudes absolutas de esas tensiones excitativas, sino alguna particularidad en el ritmo de sus modificaciones. El yo persigue el placer y trata de evitar el displacer. Responde con una señal de angustia a todo aumento esperado y previsto del displacer, calificándose de peligro el motivo de dicho aumento, ya amenace desde el exterior o desde el interior. Periódicamente el yo abandona su conexión con el mundo exterior y se retrae al estado del dormir, modificando profundamente su organización. De este estado de reposo se desprende que dicha organización consiste en una distribución particular de la energía psíquica.

Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano en formación vive en dependencia de sus padres, fórmase en el yo una instancia especial que perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el nombre de super-yo. En la medida en que se diferencia el yo o se le opone, este super-yo constituye una tercera potencia que el yo ha de tomar en cuenta.

Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del yo, del super-yo y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yo y el super-yo se tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares, raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución individual el super-yo incorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales, el ello y el super-yo tienen una cosa en común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el super-yo, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yo es determinado principalmente por las vivencias propias del individuo; es decir, por lo actual y accidental.

Este esquema general de un aparato psíquico puede asimismo admitirse como válido para los animales superiores, psíquicamente similares al hombre. Debemos suponer que existe un super-yo en todo ser que, como el hombre, haya tenido un período más bien prolongado de dependencia infantil. Cabe también aceptar inevitablemente la distinción entre un yo y un ello.

La psicología animal no ha abordado todavía el interesante problema que aquí se plantea.

 

CAPÍTULO II

TEORÍA DE LOS INSTINTOS

El poderío del ello expresa el verdadero propósito vital del organismo individual: satisfacer sus necesidades innatas. No es posible atribuir al ello un propósito como el de mantenerse vivo y de protegerse contra los peligros por medio de la angustia: tal es la misión del yo, que además está encargado de buscar la forma de satisfacción que sea más favorable y menos peligrosa en lo referente al mundo exterior. El super-yo puede plantear, a su vez, nuevas necesidades, pero su función principal sigue siendo la restricción de las satisfacciones.

Denominamos instintos a las fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por las necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica, y aunque son la causa última de toda actividad, su índole es esencialmente conservadora: de todo estado que un vivo alcanza surge la tendencia a restablecerlo en cuanto haya sido abandonado. Por tanto, es posible distinguir un número indeterminado de instintos, lo que efectivamente suele hacerse en la práctica común. Para nosotros, empero, tiene particular importancia la posibilidad de derivar todos esos múltiples instintos de unos pocos fundamentales. Hemos comprobado que los instintos pueden trocar su fin (por desplazamiento) y que también pueden sustituirse mutuamente, pasando la energía de uno al otro, proceso éste que aún no se ha llegado a comprender suficientemente. Tras largas dudas y vacilaciones nos hemos decidido a aceptar sólo dos instintos básicos: el Eros y el instinto de destrucción. (La antítesis entre los instintos de autoconservación y de conservación de la especie, así como aquella otra entre el amor yoico y el amor objetal, caen todavía dentro de los límites del Eros.) El primero de dichos instintos básicos persigue el fin de establecer y conservar unidades cada vez mayores, es decir, a la unión; el instinto de destrucción, por el contrario, busca la disolución de las conexiones, destruyendo así las cosas. En lo que a éste se refiere, podemos aceptar que su fin último es el de reducir lo viviente al estado inorgánico, de modo que también lo denominamos instinto de muerte. Si admitimos que la sustancia viva apareció después que la inanimada, originándose de ésta, el instinto de muerte se ajusta a la fórmula mencionada, según la cual todo instinto perseguiría el retorno a un estado anterior. No podemos, en cambio, aplicarla al Eros (o instinto de amor), pues ello significaría presuponer que la sustancia viva fue alguna vez una unidad, destruida más tarde, que tendería ahora a su nueva unión.

En las funciones biológicas ambos instintos básicos se antagonizan o combinan entre sí. Así, el acto de comer equivale a la destrucción del objeto, con el objetivo final de su incorporación; el acto sexual, a una agresión con el propósito de la más íntima unión. Esta interacción sinérgica y antagónica de ambos instintos básicos da lugar a toda abigarrada variedad de los fenómenos vitales. Trascendiendo los límites de lo viviente, las analogías con nuestros dos instintos básicos se extienden hasta la polaridad antinómica de atracción y repulsión que rige en el mundo inorgánico.

Las modificaciones de la proporción en que se fusionan los instintos tienen las más decisivas consecuencias. Un exceso de agresividad sexual basta para convertir al amante en un asesino perverso, mientras que una profunda atenuación del factor agresivo lo convierte en tímido o impotente.

De ningún modo podríase confinar uno y otro de los instintos básicos a determinada región de la mente; por el contrario, han de encontrarse necesariamente en todas partes. Imaginamos el estado inicial de los mismos suponiendo que toda la energía disponible del Eros -que en adelante llamaremos libido- se encuentra en el yo-ello aún indiferenciado y sirve allí para neutralizar las tendencias agresivas que coexisten con aquélla. (Carecemos de un término análogo a libido para designar la energía del instinto de destrucción.) Podemos seguir con relativa facilidad las vicisitudes de la libido, pero nos resulta más difícil hacerlo con las del instinto de destrucción.

Mientras este instinto actúa internamente, como instinto de muerte, permanece mudo; sólo se nos manifiesta una vez dirigido hacia afuera, como instinto de destrucción. Tal derivación hacia el exterior parece ser esencial para la conservación del individuo y se lleva a cabo por medio del sistema muscular. Al establecerse el super-yo, considerables proporciones del instinto de agresión son fijadas en el interior del yo y actúan allí en forma autodestructiva, siendo éste uno de los peligros para la salud a que el hombre se halla expuesto en su camino hacia el desarrollo cultural. En general, contener la agresión es malsano y conduce a la enfermedad (a la mortificación). Una persona presa de un acceso de ira suele demostrar cómo se lleva a cabo la transición de la agresividad contenida a la autodestrucción, al orientarse aquélla contra la propia persona: cuando se mesa los cabellos o se golpea la propia cara, siendo evidente que hubiera preferido aplicar a otro este tratamiento. Una parte de la autodestrucción subsiste permanentemente en el interior, hasta que concluye por matar al individuo, quizá sólo una vez que su libido se haya consumido o se haya fijado en alguna forma desventajosa. Así, en términos generales, cabe aceptar que el individuo muere por sus conflictos internos, mientras que la especie perece en su lucha estéril contra el mundo exterior, cuando éste se modifica de manera tal que ya no puede ser enfrentado con las adaptaciones adquiridas por la especie.

Sería difícil precisar las vicisitudes de la libido en el ello y en el super-yo. Cuanto sabemos al respecto se refiere al yo, en el que está originalmente acumulada toda la reserva disponible de libido. A este estado lo denominamos narcisismo absoluto o primario; subsiste hasta que el yo comienza a catectizar las representaciones de los objetos con libido; es decir, a convertir libido narcisista en libido objetal. Durante toda la vida el yo sigue siendo el gran reservorio del cual emanan las catexis libidinales hacia los objetos y al que se retraen nuevamente, como una masa protoplástica maneja sus seudópodos. Sólo en el estado del pleno enamoramiento el contingente principal de la libido es transferido al objeto, asumiendo éste, en cierta manera, la plaza del yo. Una característica de la libido, importante para la existencia, es su movilidad, es decir, la facilidad con que pasa de un objeto a otros. Contraria a aquélla es la fijación de la libido a determinados objetos, que frecuentemente puede persistir durante la vida entera.

Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, que fluye hacia el yo desde distintos órganos y partes del cuerpo, como lo observamos con mayor claridad en aquella parte de la libido que, de acuerdo con su fin instintual, denominamos «excitación sexual». Las más destacadas de las regiones somáticas que dan origen a la libido se distinguen con el nombre de zonas erógenas, aunque en realidad el cuerpo entero es una zona erógena semejante. La mayor parte de nuestros conocimientos respecto del Eros -es decir, de su exponente, la libido- los hemos adquirido estudiando la función sexual, que en la acepción popular, aunque no en nuestra teoría, coincide con el Eros. Pudimos formarnos así una imagen de cómo el impulso sexual, destinado a ejercer tan decisiva influencia en nuestra vida, se desarrolla gradualmente a partir de los sucesivos aportes suministrados por una serie de instintos parciales que representan determinadas zonas erógenas.

 

CAPÍTULO III

EL DESARROLLO DE LA FUNCIÓN SEXUAL

De acuerdo con la concepción corriente, la vida sexual humana consiste esencialmente en el impulso de poner los órganos genitales propios en contacto con los de una persona del sexo opuesto. Es acompañado por el beso, la contemplación y la caricia manual de ese cuerpo ajeno, como manifestaciones accesorias y como actos preparatorios. Dicho impulso aparecería con la pubertad, es decir, en la edad de la maduración sexual, y serviría a la procreación; pero siempre se conocieron hechos que no caben en el estrecho marco de esta concepción: 1) es curioso que existan seres para los cuales sólo tienen atractivo las personas del propio sexo y sus órganos genitales; 2) no es menos extraño que existan personas cuyos deseos parecieran ser sexuales, pero que al mismo tiempo descartan completamente los órganos sexuales o su utilización normal: a tales seres se los llama «perversos», 3) por fin, es notable que ciertos niños (considerados por ello como degenerados) muy precozmente manifiestan interés por sus propios genitales y signos de excitación en los mismos.

Es comprensible que el psicoanálisis despertara asombro y antagonismo cuando, fundándose parcialmente en esos tres hechos desatendidos, contradijo todas las concepciones populares sobre la sexualidad y arribó a las siguientes comprobaciones fundamentales:

a) La vida sexual no comienza sólo en la pubertad, sino que se inicia con evidentes manifestaciones poco después del nacimiento.

b) Es necesario establecer una neta distinción entre los conceptos de lo «sexual» y lo «genital». El primero es un concepto más amplio y comprende muchas actividades que no guardan relación alguna con los órganos genitales.

c) La vida sexual abarca la función de obtener placer en zonas del cuerpo, una función que ulteriormente es puesta al servicio de la procreación, pero a menudo las dos funciones no llegan a coincidir íntegramente.

Es natural que el interés se concentre en el primero de estos postulados, el más inesperado de todos. Pudo comprobarse, en efecto, que en la temprana infancia existen ciertos signos de actividad corporal a los que sólo un arraigado prejuicio pudo negar el calificativo de sexual y que aparecen vinculados con fenómenos psíquicos que más tarde volveremos a encontrar en la vida amorosa del adulto, como, por ejemplo, la fijación a determinados objetos, los celos, etc. Compruébase, además, que tales fenómenos, surgidos, en la primera infancia, forman parte de un proceso evolutivo perfectamente reglado, pues después de un incremento progresivo alcanzan su máximo hacia el final del quinto año, para caer luego en un intervalo de reposo. Mientras dura éste, el proceso se detiene, gran parte de lo aprendido se pierde y la actividad sufre una suerte de involución. Finalizado este período, que se denomina «de latencia», la vida sexual continúa en la pubertad, cual si volviera a florecer. He aquí el hecho del arranque bifásico de la vida sexual, hecho desconocido fuera de la especie humana y seguramente fundamental para su antropomorfización.

No carece de importancia el que los sucesos de este primer período de la sexualidad sean, salvo escasos restos, víctimas de la amnesia infantil. Nuestras concepciones sobre la etiología de la neurosis y nuestra técnica de tratamiento analítico derivan precisamente de estas concepciones, y la exploración de los procesos evolutivos que acaecen en dicha época precoz también ha evidenciado la certeza de otras postulaciones.

La boca es, a partir del nacimiento, el primer órgano que aparece como zona erógena y que plantea al psiquismo exigencias libidinales. Primero, toda actividad psíquica está centrada en la satisfacción de las necesidades de esa zona. Naturalmente, la boca sirve en primer lugar a la autoconservación por medio de la nutrición, pero no se debe confundir la fisiología con la psicología. El chupeteo del niño, actividad en la que éste persiste con obstinación, es la manifestación más precoz de un impulso hacia la satisfacción que, si bien originado en la ingestión alimentaria y estimulado por ésta, tiende a alcanzar el placer independientemente de la nutrición, de modo que podemos y debemos considerarlo sexual.

Ya durante esa fase oral, con la aparición de los dientes, surgen esporádicamente impulsos sádicos que se generalizan mucho más en la segunda fase, denominada «sádico-anal» porque en ella la satisfacción se busca en las agresiones y en las funciones excretorias. Al incluir las tendencias agresivas en la libido nos fundamos en nuestro concepto de que el sadismo es una mezcla instintual de impulsos puramente libidinales y puramente destructivos, mezcla que desde entonces perdurará durante toda la vida.

La tercera fase, denominada «fálica», es como un prolegómeno de la conformación definitiva que adoptará la vida sexual, a la cual se asemeja sobremanera. Es notable que en ella no intervengan los genitales de ambos sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permanecen ignorados durante mucho tiempo: el niño, en su intento de comprender los procesos sexuales, se adhiere a la venerable teoría cloacal, genéticamente bien justificada.

Con la fase fálica y en el curso de ella, la sexualidad infantil precoz llega a su máximo y se aproxima a la declinación. En adelante, el varón y la mujer seguirán distintas evoluciones. Ambos han comenzado a poner su actividad intelectual al servicio de la investigación sexual; ambos se basan en la presunción de la existencia universal del pene; pero ahora han de separarse los destinos de los sexos. El varón ingresa en la fase edípica; comienza a manipular su pene con fantasías simultáneas que tienen por tema cualquier forma de actividad sexual del mismo con la madre, hasta que los efectos combinados de alguna amenaza de castración y del descubrimiento de la falta de pene en la mujer le hace experimentar el mayor trauma de su vida, que inaugura el período de latencia, con todas sus repercusiones. La niña, después de un fracasado intento de emular al varón, llega a reconocer su falta de pene, o más bien la inferioridad de su clítoris, sufriendo consecuencias definitivas para la evolución de su carácter; a causa de esta primera defraudación en la rivalidad, a menudo comienza por apartarse de la vida sexual en general.

Sería erróneo suponer que estas tres fases se suceden simplemente; por el contrario, la una se agrega a la otra, se superponen, coexisten. En las fases precoces cada uno de los instintos parciales persiguen su satisfacción en completa independencia de los demás; pero en la fase fálica aparecen los primeros indicios de una organización destinada a subordinar las restantes tendencias bajo la primacía de los genitales, representando un comienzo de coordinación de la tendencia hedonística general con la función sexual. La organización completa sólo se alcanzará a través de la pubertad, en una cuarta fase, en la fase genital. Se establece así una situación en la cual: 1) se conservan muchas catexis libidinales anteriores; 2) otras se incorporan a la función sexual como actos preparatorios y coadyuvantes, cuya satisfacción suministra el denominado placer preliminar; 3) otras tendencias son excluidas de la organización, ya sea coartándolas totalmente (represión) o empleándolas de una manera distinta en el yo, formando rasgos del carácter o experimentando sublimaciones con desplazamiento de sus fines.

Este proceso no siempre transcurre llanamente. Las inhibiciones de su desarrollo se manifiestan en forma de los múltiples trastornos que puede sufrir la vida sexual. Prodúcense entonces fijaciones de la libido a las condiciones de fases anteriores, cuya tendencia, independiente del fin sexual normal, se califica de perversión. Semejante inhibición del desarrollo es, por ejemplo, la homosexualidad, siempre que llegue a ser manifiesta. El análisis demuestra que en todos los casos ha existido un vínculo objetal de carácter homosexual, que casi siempre subsiste, aun latentemente. La situación se complica porque, en general, no se trata de que los procesos necesarios para llegar a la solución normal se realicen plenamente o falten por completo, sino que también pueden realizarse parcialmente, de modo que el resultado final dependerá de estas relaciones cuantitativas. Así, aunque se haya alcanzado la organización genital, ésta se encontrará debilitada por las porciones de libido que no hayan seguido su desarrollo, quedando fijadas a objetos y fines pregenitales. Este debilitamiento se manifiesta en la tendencia de la libido a retornar a sus anteriores catexis pregenitales en casos de insatisfacción genital o de dificultades en el mundo real (regresión).

Estudiando las funciones sexuales hemos adquirido una primera convicción provisional, o más bien una presunción, de dos nociones que demostrarán ser importantes en todo el sector de nuestra ciencia. Ante todo, la de que las manifestaciones normales y anormales que observamos, es decir, la fenomenología, debe ser descrita desde el punto de vista de la dinámica y de la economía (en este caso desde el punto de vista de la distribución cuantitativa de la libido); luego, que la etiología de los trastornos estudiados por nosotros se encuentra en la historia evolutiva, es decir, en las épocas más precoces del individuo.

 

CAPÍTULO IV

LAS CUALIDADES PSÍQUICAS

Hemos descrito la estructura del aparato psíquico y las energías o fuerzas que en él actúan; hemos observado asimismo en un ejemplo ilustrativo cómo esas energías (especialmente la libido) se organizan integrando una función fisiológica que sirve a la conservación de la especie. Nada había en todo ello que expresase el particularísimo carácter de lo psíquico, salvo, naturalmente, el hecho empírico de que aquel aparato y aquellas energías constituyen el fundamento de las funciones que denominamos nuestra vida anímica. Nos ocuparemos ahora de cuanto es únicamente característico de ese psiquismo, de lo que, según opinión muy generalizada, hasta coincide realmente con lo psíquico, a exclusión de todo lo demás.

El punto de partida de dicho estudio está dado por el singular fenómeno de la consciencia, un hecho refractario a toda explicación y descripción. No obstante, cuando alguien se refiere a la consciencia, sabemos al punto por propia experiencia lo que con ello se quiere significar.

Muchas personas, psicólogas o no, se conforman con aceptar que la consciencia sería lo único psíquico, y en tal caso la psicología no tendría más objeto que discernir, en la fenomenología psíquica, percepciones, sentimientos, procesos cogitativos y actos volitivos. Se acepta generalmente, empero, que estos procesos conscientes no forman series cerradas y completas en sí mismas, de modo que sólo cabe la alternativa de admitir que existen procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, siendo evidente que forman series más completas que las psíquicas, pues sólo algunas, pero no todas, tienen procesos paralelos conscientes. Nada más natural, pues, que poner el acento, en psicología, sobre esos procesos somáticos, reconocerlos como lo esencialmente psíquico, tratar de establecer otra categoría para los procesos conscientes. Mas a esto se resisten la mayoría de los filósofos y muchos que no lo son, declarando que la noción de algo psíquico que fuese inconsciente sería contradictoria en sí misma.

He aquí precisamente lo que el psicoanálisis se ve obligado a establecer y lo que constituye su segunda hipótesis fundamental. Postula que lo esencialmente psíquico son esos supuestos procesos concomitantes somáticos, y al hacerlo, comienza por hacer abstracción de la cualidad de consciencia. Con todo, no se encuentra solo en esta posición, pues muchos pensadores, como, por ejemplo, Theodor Lipps, han afirmado lo mismo con idénticas palabras. Por lo demás, la general insuficiencia de la concepción corriente de lo psíquico ha dado lugar a que hicieran cada vez más perentoria la incorporación de algún concepto de lo inconsciente en el pensamiento psicológico, aunque fue planteado en forma tan vaga e imprecisa que no pudo ejercer influencia alguna sobre la ciencia.

Ahora bien: parecería que esta disputa entre el psicoanálisis y la filosofía sólo se refiere a una insignificante cuestión de definiciones; es decir, a si el calificativo de «psíquico» habría de ser aplicado a una u otra serie. En realidad, sin embargo, esta decisión es fundamental, pues mientras la psicología de la consciencia jamás logró trascender esas series fenoménicas incompletas, evidentemente subordinadas a otros sectores, la nueva concepción de que lo psíquico sería en sí inconsciente permitió convertir la psicología en una ciencia natural como cualquier otra. Los procesos de que se ocupa son en sí tan incognoscibles como los de otras ciencias, como los de la química o la física; pero es posible establecer las leyes a las cuales obedecen, es posible seguir en tramos largos y continuados sus interrelaciones e interdependencias, es decir, es posible alcanzar lo que se considera una «comprensión» del respectivo sector de los fenómenos naturales. Al hacerlo, no se puede menos que establecer nuevas hipótesis y crear nuevos conceptos, pero éstos no deben ser menospreciados como testimonio de nuestra ignorancia, sino valorados como conquistas de la ciencia dotadas del mismo valor aproximativo que las análogas construcciones intelectuales auxiliares de otras ciencias naturales, quedando librado a la experiencia renovada y decantada el modificarlas, corregirlas y precisarlas. Así, no ha de extrañarnos el que los conceptos básicos de la nueva ciencia, sus principios (instinto, energía nerviosa, etc.) permanezcan durante cierto tiempo tan indeterminados como los de las ciencias más antiguas (fuerza, masa, gravitación).

Toda ciencia reposa en observaciones y experiencias alcanzadas por medio de nuestro aparato psíquico; pero como nuestra ciencia tiene por objeto precisamente a ese aparato, dicha analogía toca aquí a su fin. En efecto, realizamos nuestras observaciones por medio del mismo aparato perceptivo, y precisamente con ayuda de las lagunas en lo psíquico, completando las omisiones con inferencias plausibles y traduciéndolas al material consciente. Así, establecemos, en cierto modo, una serie complementaria consciente para lo psíquico inconsciente. La relativa certeza de nuestra ciencia psicológica reposa sobre la solidez de esas deducciones, pero quien profundice esta labor comprobará que nuestra técnica resiste a toda crítica.

En el curso de esta labor se nos imponen las diferenciaciones que calificamos como cualidades psíquicas. No es necesario caracterizar lo que denominamos consciente, pues coincide con la consciencia de los filósofos y del habla cotidiana. Para nosotros todo lo psíquico restante constituye lo inconsciente. Pero al punto nos vemos obligados a establecer en este inconsciente una importante división. Algunos procesos fácilmente se tornan conscientes, y, aunque dejen de serlo, pueden volver a la consciencia sin dificultad: como suele decirse, pueden ser reproducidos o recordados. Esto nos advierte que la consciencia misma no es sino un estado muy fugaz. Cuanto es consciente, únicamente lo es por un instante, y el que nuestras percepciones no parezcan confirmarlo es sólo una contradicción aparente, debida a que los estímulos de la percepción pueden subsistir durante cierto tiempo, de modo que aquélla bien puede repetirse. Todo esto se advierte claramente en la percepción consciente de nuestros procesos intelectivos, que si bien pueden persistir, también pueden extinguirse en un instante. Todo lo inconsciente que se conduce de esta manera, que puede trocar tan fácilmente su estado inconsciente por el consciente, convendrá calificarlo, pues, como «susceptible de consciencia» o preconsciente. La experiencia nos ha demostrado que difícilmente existan procesos psíquicos, por más complicados que sean, que no puedan en ocasiones permanecer preconscientes, aunque por lo regular irrumpen a la consciencia, como lo expresamos analíticamente. Otros procesos y contenidos psíquicos no tienen acceso tan fácil a la conscienciación, sino que es preciso inferirlos, adivinarlos y traducirlos a la expresión consciente, en la manera ya descrita. Para estos procesos reservamos, en puridad, el calificativo de inconscientes.

Por tanto, hemos atribuido tres cualidades a los procesos psíquicos: éstos pueden ser conscientes, preconscientes o inconscientes. La división entre las tres clases de contenidos que llevan estas cualidades no es absoluta ni permanente. Como vemos, lo preconsciente se torna consciente sin nuestra intervención, y lo inconsciente puede volverse consciente mediante nuestros esfuerzos, que a menudo nos permiten advertir la oposición de fuertes resistencias. Al realizar esta tentativa en el prójimo, no olvidemos que el relleno consciente de sus lagunas perceptivas, es decir, la construcción que le ofrecemos, aún no significa que hayamos tornado conscientes en él los respectivos contenidos inconscientes. Hasta este momento, el material se encontrará en su mente en dos versiones: una, en la reconstrucción consciente que acaba de recibir; otra, en su estado inconsciente original. Nuestros tenaces esfuerzos suelen lograr entonces que ese inconsciente se le torne consciente al propio sujeto, coincidiendo así ambas versiones en una sola. En los distintos casos varía la magnitud del esfuerzo necesario, el cual nos permite apreciar el grado de la resistencia contra la conscienciación. Lo que en el tratamiento analítico, por ejemplo, es resultado de nuestro esfuerzo, también puede ocurrir espontáneamente: un contenido generalmente inconsciente se transforma en preconsciente y llega luego a la consciencia, como ocurre profusamente en los estados psicóticos. Deducimos de ello que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una condición ineludible de la normalidad. En el estado del dormir prodúcese regularmente tal disminución de las resistencias, con la consiguiente irrupción de contenidos inconscientes, quedando establecidas así las condiciones para la formación de los sueños. Inversamente, contenidos preconscientes pueden sustraerse por un tiempo a nuestro alcance, quedando bloqueados por resistencias, como es el caso en los olvidos fugaces, o bien un pensamiento preconsciente puede volver transitoriamente al estado inconsciente, fenómeno que parece constituir la condición básica del chiste. Veremos que una reversión similar de contenidos o procesos preconscientes al estado inconsciente desempeña un importante papel en la causación de los trastornos neuróticos.

Presentada con este carácter general y simplificado, la doctrina de las tres cualidades de lo psíquico parece ser más bien una fuente de insuperable confusión que un aporte al esclarecimiento. Mas no olvidemos que no constituye una teoría propiamente dicha, sino un primer inventario de los hechos de nuestra observación, ajustado en lo posible a esos hechos, sin tratar de explicarlos. Las complicaciones que revela demuestran a las claras las dificultades especiales que debe superar nuestra investigación. Es de presumir, sin embargo, que aún podremos profundizar esta doctrina si perseguimos las relaciones entre las cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico que hemos postulado; pero también estas relaciones están lejos de ser simples.

El proceso de que algo se haga consciente se halla vinculado, ante todo, a las percepciones que nuestros órganos sensoriales reciben del mundo exterior. Por consiguiente, para la consideración topográfica es un fenómeno que ocurre en la capa cortical más periférica del yo. Sin embargo, también tenemos informaciones conscientes del interior de nuestro cuerpo, sensaciones que ejercen sobre nuestra vida psíquica una influencia aún más perentoria que las percepciones exteriores, y en determinadas circunstancias los propios órganos sensoriales también transmiten sensaciones, por ejemplo, dolorosas, además de sus percepciones específicas. Pero ya que estas sensaciones (como se las llama para diferenciarlas de las percepciones conscientes) también emanan de los órganos terminales y ya que concebimos a todos éstos como prolongaciones y apéndices de la capa cortical, bien podemos mantener la mencionada afirmación. La única diferencia residiría en que el propio cuerpo reemplaza al mundo exterior para los órganos terminales de las sensaciones e impresiones internas.

Procesos conscientes en la periferia del yo; todos los demás, en el yo, inconscientes: he aquí la situación más simple que podríamos concebir. Bien puede ser valedera en los animales, pero en el hombre se agrega una complicación por la cual también los procesos internos del yo pueden adquirir la cualidad de consciencia. Esta complicación es obra de la función del lenguaje, que conecta sólidamente los contenidos yoicos con restos mnemónicos de percepciones visuales y, particularmente, acústicas. Merced a este proceso, la periferia perceptiva de la capa cortical también puede ser estimulada, y en medida mucho mayor, desde el interior: procesos internos, como los ideativos y las secuencias de representaciones, pueden tornarse conscientes, siendo necesario un mecanismo particular que discierna ambas posibilidades: he aquí la denominada prueba de realidad. Con ello ha caducado la ecuación «percepción = realidad (mundo exterior)», llamándose alucinaciones los errores que ahora pueden producirse fácilmente y que ocurren con regularidad en el sueño.

El interior del yo, que comprende ante todo los procesos cogitativos o intelectivos, tiene la cualidad de preconsciente. Esta es característica y privativa del yo, mas no sería correcto aceptar que la conexión con los restos mnemónicos del lenguaje sea el requisito esencial del estado preconsciente, pues éste es independiente de aquél, aunque la condición del lenguaje permite suponer certeramente la índole preconsciente de un proceso. El estado preconsciente, caracterizado de una parte por su accesibilidad a la consciencia, y de otra por su vinculación con los restos verbales, es, sin embargo, algo particular, cuya índole no queda agotada por esas dos características. Prueba de ello es que grandes partes del yo -y, ante todo, del super-yo, al que no se puede negar el carácter de preconsciente-, por lo general permanecen inconscientes en el sentido fenomenológico. Ignoramos por qué esto debe ser así. Más adelante trataremos de abordar el problema de la verdadera índole de lo preconsciente.

Lo inconsciente es la única cualidad dominante en el ello. El ello y lo inconsciente se hallan tan íntimamente ligados como el yo, y lo preconsciente, al punto que dicha relación es aún más exclusiva en aquel caso. Un repaso de la historia evolutiva del individuo y de su aparato psíquico nos permite comprobar una importante distinción en el ello. Originalmente, desde luego, todo era ello; el yo se desarrolló del ello por la incesante influencia del mundo exterior. Durante esta lenta evolución, ciertos contenidos del ello pasaron al estado preconsciente y se incorporaron así al yo; otros permanecieron intactos en el ello, formando su núcleo, difícilmente accesible. Mas durante este desarrollo el joven y débil yo volvió a desplazar al estado inconsciente ciertos contenidos ya incorporados, abandonándolos, y se condujo de igual manera frente a muchas impresiones nuevas que podría haber incorporado, de modo que éstas, rechazadas, sólo pudieron dejar huellas en el ello. Teniendo en cuenta su origen, denominamos lo reprimido a esta parte del ello. Poco importa que no siempre podamos discernir claramente entre ambas categorías de contenidos éllicos, que corresponden aproximadamente a la división entre el acervo innato y lo adquirido durante el desarrollo del yo.

Si aceptamos la división topográfica del aparato psíquico en un yo y en un ello, con la que corre paralela la diferenciación de las cualidades preconscientes e inconscientes; si, por otra parte, sólo consideramos estas cualidades como signos de la diferencia, pero no como la misma esencia de éstas, ¿en qué reside entonces la verdadera índole del estado que se revela en el ello por la cualidad de lo inconsciente, y en el yo por la de lo preconsciente? ¿En qué consiste la diferencia entre ambos?

Pues bien: nada sabemos de esto, y nuestros escasos conocimientos apenas se elevan lastimosamente sobre el tenebroso fondo formado por esta incertidumbre. Nos hemos aproximado aquí al verdadero y aún oculto enigma de lo psíquico. Siguiendo la costumbre impuesta por otras ciencias naturales aceptamos que en la vida psíquica actúa una especie de energía, pero carecemos de todos los asideros necesarios para abordar su conocimiento mediante analogías con otras formas energéticas. Creemos reconocer que la energía nerviosa o psíquica existe en dos formas: una libremente móvil y otra más bien ligada; hablamos de catexis e hipercatexis de los contenidos, y aún nos atrevemos a suponer que una «hipercatexis» establece una especie de síntesis entre distintos procesos, síntesis en cuyo curso la energía libre se convierte en ligada. Más lejos no hemos podido llegar, pero nos atenemos a la noción de que también la diferencia entre el estado inconsciente y el preconsciente radica en semejantes condiciones dinámicas, noción que nos permitiría comprender que el uno pueda transformarse en el otro, ya sea espontáneamente o mediante nuestra intervención.

Tras todas esas incertidumbres asoma, empero, un nuevo hecho cuyo descubrimiento debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos aprendido que los procesos del inconsciente o del ello obedecen a leyes distintas de las que rigen los procesos en el yo preconsciente. En su conjunto denominamos a estas leyes proceso primario, en contraste con el proceso secundario, que regula el suceder del preconsciente, del yo. Así, pues, el estudio de las cualidades psíquicas no ha resultado, a la postre, estéril.

 

CAPÍTULO V

LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS COMO MODELO ILUSTRATIVO

Poco nos revelará la investigación de los estados normales y estables, en los cuales los límites del yo frente al ello, asegurados por resistencias (anticatexis), se han mantenido firmes; en los cuales el super-yo no se diferencia del yo porque ambos trabajan en armonía. Sólo pueden sernos útiles los estados de conflicto y rebelión cuando el contenido del ello inconsciente tiene perspectivas de irrumpir al yo y a la consciencia, y cuando el yo, a su vez, vuelve a defenderse contra esa irrupción. Sólo en estas circunstancias podemos realizar observaciones que corroboren o rectifiquen lo que hemos dicho con respecto a ambos partícipes del mecanismo psíquico. Mas semejante estado es precisamente el reposo nocturno, el dormir, y por eso la actividad psíquica durante el dormir, actividad que vivenciamos como sueños, constituye nuestro más favorable objeto de estudio. Además, nos permite eludir la tan repetida objeción de que estructuraríamos la vida psíquica normal de acuerdo con comprobaciones patológicas, pues el sueño es un fenómeno habitual en la vida de todo ser normal, por más que sus características discrepen de las producciones que presenta nuestra vida de vigilia.

Como todo el mundo sabe, el sueño puede ser confuso, incomprensible y aun absurdo; sus contenidos pueden contradecir todas nuestras nociones de la realidad, y en él nos conducimos como dementes, al adjudicar, mientras soñamos, realidad objetiva a los contenidos del sueño.

Nos abrimos camino a la comprensión («interpretación») del sueño aceptando que cuanto recordamos como tal, después de haber despertado, no es el verdadero proceso onírico, sino sólo una fachada tras la cual se oculta éste. He aquí la diferenciación que hacemos entre un contenido onírico manifiesto y las ideas latentes del sueño. Al proceso que convierte éstas en aquél lo llamamos elaboración onírica. El estudio de la elaboración onírica nos suministra un excelente ejemplo de cómo el material inconsciente del ello (tanto el originalmente inconsciente como el reprimido) se impone al yo, se torna preconsciente y, bajo el rechazo del yo, sufre aquellas transformaciones que conocemos como deformación onírica. No existe característica alguna del sueño que no pueda ser explicada de tal manera.

Lo más conveniente será que comencemos señalando la existencia de dos clases de motivos para la formación onírica. O bien un impulso instintivo (un deseo inconsciente), por lo general reprimido, adquiere durante el reposo la fuerza necesaria para imponerse en el yo, o bien un deseo insatisfecho subsistente en la vida diurna, un tren de ideas preconsciente, con todos los impulsos conflictuales que le pertenecen, ha sido reforzado durante el reposo por un elemento inconsciente. Hay, pues, sueños que proceden del ello y sueños que proceden del yo. Para ambos rige el mismo mecanismo de formación onírica, y también la imprescindible precondición dinámica es una y la misma. El yo revela su origen relativamente tardío y derivado del ello, por el hecho de que transitoriamente deja en suspenso sus funciones y permite el retorno a un estado anterior. Como no podría ser correctamente de otro modo, lo realiza rompiendo sus relaciones con el mundo exterior y retirando sus catexis de los órganos sensoriales. Puede afirmarse justificadamente que con el nacimiento queda establecida una tendencia a retornar a la vida intrauterina que se ha abandonado; es decir, un instinto de dormir. El dormir representa ese regreso al vientre materno. Dado que el yo despierto gobierna la motilidad, esta función es paralizada en el estado de reposo, tornándose con ello superfluas buena parte de las inhibiciones impuestas al ello inconsciente. El retiro o la atenuación de estas «anticatexis» permite ahora al ello una libertad que ya no puede ser perjudicial. Las pruebas de la participación del ello inconsciente en la formación onírica son numerosas y convincentes: a) La memoria onírica tiene mucho más vasto alcance que la memoria vigil. El sueño trae recuerdos que el soñante ha olvidado y que le son inaccesibles durante la vigilia. b) El sueño recurre sin límite alguno a símbolos lingüísticos cuya significación generalmente ignora el soñante, pero cuyo sentido podemos establecer gracias a nuestra experiencia. Proceden probablemente de fases pretéritas de la evolución del lenguaje. c) Con gran frecuencia, la memoria onírica reproduce impresiones de la temprana infancia del soñante, impresiones de las que no sólo podemos afirmar con seguridad que han sido olvidadas, sino también que se tornaron inconscientes debido a la represión. Sobre esto se basa el empleo casi imprescindible del sueño para reconstruir la prehistoria del soñante, como intentamos hacerlo en el tratamiento analítico de las neurosis. d) Además, el sueño trae a colación contenidos que no pueden proceder ni de la vida adulta ni de la infancia olvidada del soñante. Nos vemos obligados a considerarla como una parte de la herencia arcaica que el niño trae consigo al mundo, antes de cualquier experiencia propia, como resultado de las experiencias de sus antepasados. Las analogías de este material filogenético las hallamos en las más viejas leyendas de la humanidad y en sus costumbres subsistentes. De este modo, el sueño se convierte en una fuente nada desdeñable de la prehistoria humana.

Pero lo que hace al sueño tan valioso para nuestros conocimientos es la circunstancia de que el material inconsciente, al irrumpir en el yo, trae consigo sus propias modalidades dinámicas. Queremos decir con ello que los pensamientos preconscientes mediante los cuales se expresa aquél con tratados en el curso de la elaboración onírica como si fueran partes inconscientes del ello, y en el segundo tipo citado de formación onírica, los pensamientos preconscientes que se han reforzado con los impulsos instintivos inconscientes son reducidos a su vez al estado inconsciente. Sólo mediante este camino nos enteramos de las leyes que rigen los mecanismos inconscientes y de sus diferencias frente a las reglas conocidas del pensamiento vigil. Así, la elaboración onírica es esencialmente un caso de elaboración inconsciente de procesos ideativos preconscientes. Para recurrir a un símil de la historia: los conquistadores foráneos no gobiernan el país conquistado de acuerdo con la ley que encuentran en éste, sino de acuerdo con la propia. Mas es innegable que el resultado de la elaboración onírica es una transacción, un compromiso entre dos partes. Puede reconocerse el influjo de la organización del yo, aún no del todo paralizada, en la deformación impuesta al material inconsciente y en las tentativas, harto precarias a menudo, de conferir al todo una forma que pueda ser aceptada por el yo (elaboración secundaria). En nuestro símil esto vendría a ser la expresión de la pertinaz resistencia que ofrecen los conquistados.

Las leyes de los procesos inconscientes que así se manifiestan son muy extrañas y bastan para explicar casi todo lo que en el sueño nos parece tan enigmático. Cabe mencionar entre ellas, ante todo, la notable tendencia a la condensación, una tendencia a formar nuevas unidades con elementos que en el pensamiento vigil seguramente habríamos mantenido separados. Por consiguiente, a menudo un único elemento del sueño manifiesto representa toda una serie de ideas oníricas latentes, como si fuese una alusión común a todas ellas, y, en general, la extensión del sueño manifiesto es extraordinariamente breve en comparación con el exuberante material del que ha surgido. Otra particularidad de la elaboración onírica, no del todo independiente de la anterior, es la facilidad del desplazamiento de las intensidades psíquicas (catexis) de un elemento al otro, sucediendo a menudo que un elemento accesorio de las ideas oníricas aparezca en el sueño manifiesto como el más claro y, por consiguiente, el más importante; recíprocamente, elementos esenciales de las ideas oníricas son sólo representados en el sueño manifiesto por insignificantes alusiones. Además, a la elaboración onírica suelen bastarle concordancias harto inaparentes para sustituir un elemento por otro en todas las operaciones subsiguientes. Es fácil imaginar en qué medida estos mecanismos de la condensación y del desplazamiento pueden dificultar la interpretación del sueño y la revelación de las relaciones entre el sueño manifiesto y las ideas oníricas latentes. Al comprobar estas dos tendencias a la condensación y al desplazamiento, nuestra teoría llega a la conclusión de que en el ello inconsciente la energía se encuentra en estado de libre movilidad, y que al ello le importa, más que cualquier otra cosa, la posibilidad de descargar sus magnitudes de excitación; nuestra teoría aplica ambas propiedades para caracterizar el proceso primario que anteriormente hemos atribuido al ello.

El estudio de la elaboración onírica nos ha enseñado asimismo muchas otras peculiaridades, tan notables como importantes, de los procesos inconscientes, entre las que sólo unas pocas hemos de mencionar aquí. Las reglas decisivas de la lógica no rigen en el inconsciente, del que cabe afirmar que es el dominio de lo ilógico. Tendencias con fines opuestos subsisten simultánea y conjuntamente en el inconsciente, sin que surja la necesidad de conciliarlas; o bien ni siquiera se influyen mutuamente, o, si lo hacen, no llegan a una decisión, sino a una transacción que necesariamente debe ser absurda, pues comprende elementos mutuamente inconciliables. De acuerdo con ello, las contradicciones no son separadas, sino tratadas como si fueran idénticas, de modo que en el sueño manifiesto todo elemento puede representar también su contrario. Ciertos filólogos han reconocido que lo mismo ocurre en las lenguas más antiguas, y que las antonimias, como «fuerte-débil», «claro-oscuro», «alto-bajo», fueron expresadas primitivamente por una misma raíz, hasta que dos variaciones del mismo radical separaron ambas significaciones antagónicas. En una lengua tan evolucionada como el latín subsistirían aún restos de este noble sentido primitivo, como, por ejemplo, en las voces altus («alto» y «bajo») y sacer («sagrado» y «execrable»), entre otras.

Teniendo en cuenta la complicación y la multiplicidad de las relaciones entre el sueño manifiesto y el contenido latente que tras él se oculta, cabe preguntarse, desde luego, por qué camino se podría deducir el uno del otro, y si al hacerlo dependeremos tan sólo de una feliz adivinación, apoyada quizá por la traducción de los símbolos que aparecen en el sueño manifiesto. Podemos responder que en la gran mayoría de los casos el problema se resuelve satisfactoriamente, pero sólo con ayuda de las asociaciones que el propio soñante agrega a los elementos del contenido manifiesto. Cualquier otro procedimiento será arbitrario e inseguro. Las asociaciones del soñante, en cambio, traen a la luz los eslabones intermedios, que insertamos en la lengua entre el sueño manifiesto y su contenido latente, reconstruyendo con su ayuda a éste, es decir, «interpretamos» aquél. No debe extrañar que esta labor interpretativa, de sentido contrario a la elaboración onírica, no alcance en ocasiones plena seguridad.

Aún queda por explicar la razón dinámica de que el yo durmiente emprenda el esfuerzo de la elaboración onírica. Afortunadamente, es fácil hallarla. Todo sueño en formación exige al yo, con ayuda del inconsciente, la satisfacción de un instinto, si el sueño surge del ello, o la solución de un conflicto, la eliminación de una deuda, la adopción de un propósito, si el sueño emana de un resto de la actividad preconsciente vigil. Pero el yo durmiente está embargado por el deseo de mantener el reposo, percibiendo esa exigencia como una molestia y tratando de eliminarla. Logra este fin mediante un acto de aparente concesión, ofreciendo a la exigencia una realización del deseo inofensiva en esas circunstancias, realización mediante la cual consigue eliminar la exigencia. La función primordial de la elaboración onírica es, precisamente, la sustitución de la exigencia por la realización del deseo. Quizá no sea superfluo ilustrar tal circunstancia mediante tres simples ejemplos: un sueño de hambre, uno de comodidad y otro animado por la necesidad sexual. Mientras duerme, se hace sentir en el soñante la necesidad de comida, de modo que sueña con un opíparo banquete y sigue durmiendo. Desde luego, tenía la alternativa de despertarse para comer o de seguir durmiendo; pero ha optado por lo último, satisfaciendo el hambre en el sueño, por lo menos momentáneamente, pues si su apetito continúa, seguramente acabará por despertarse. En cuanto al segundo caso: el soñante debe despertar para llegar a determinada hora al hospital; mas sigue durmiendo y sueña que ya se encuentra allí, aunque en calidad de enfermo que no necesita abandonar su lecho. Por fin, supongamos que de noche sienta ansias de gozar de un objeto sexual prohibido, como la mujer de un amigo; sueña entonces con el acto sexual, pero no con esa persona, sino con otra que lleva el mismo nombre, aunque le es indiferente; o bien sus objeciones se expresan haciendo que la amada quede anónima.

Desde luego, no todos los casos son tan simples; particularmente en los sueños que se originan en restos diurnos no solucionados y que en el estado de reposo han hallado sólo un reforzamiento inconsciente, a menudo no es fácil revelar el impulso motor inconsciente y demostrar su realización del deseo, pero cabe aceptar que existe en todos los casos. La regla de que el sueño es una realización de deseos, fácilmente despertará incredulidad si se recuerda cuántos sueños tiene un contenido directamente penoso, o aun provocan el despertar con angustia, sin mencionar siquiera los tan frecuentes sueños carentes de tonalidad afectiva determinada. El argumento del sueño de angustia, empero, no resiste al análisis, pues no debemos olvidar que el sueño siempre es el resultado de un conflicto, una especie de transacción conciliadora. Lo que para el ello inconsciente es una satisfacción, puede ser, por eso mismo, motivo de angustia para el yo.

A medida que avanza la elaboración onírica, unas veces se impondrá más el inconsciente y otras se defenderá más enérgicamente el yo. En la mayoría de los casos, los sueños de angustia son aquellos cuyo contenido ha sufrido la menor deformación. Si la exigencia del inconsciente se torna excesiva, de modo que el yo durmiente no sea capaz de rechazarla con los medios a su alcance, entonces abandona el deseo de dormir y retorna a la vida vigil. He aquí, pues, una definición que abarca todos los casos de la experiencia; el sueño es siempre una tentativa de eliminar la perturbación del reposo mediante la realización de un deseo, es decir, es el guardián del reposo. Esta tentativa puede tener éxito más o menos completo; pero también puede fracasar, y entonces el durmiente se despierta, al parecer por ese mismo sueño. También al bravo sereno que ha de amparar el reposo del villorrio, en ciertas circunstancias no le queda más remedio que alborotar y despertar a los vecinos durmientes.

Para concluir estas consideraciones agregaremos unas palabras que justifiquen nuestra prolongada dedicación al problema de la interpretación onírica. Se ha demostrado que los mecanismos inconscientes revelados por el estudio de la elaboración onírica, que nos han servido para explicar la formación del sueño, nos facilitan también la comprensión de los curiosos síntomas que atraen nuestro interés hacia las neurosis y las psicosis. Semejante coincidencia nos permite abrigar grandes esperanzas.

 

SEGUNDA PARTE

APLICACIONES PRÁCTICAS

 

CAPÍTULO VI

LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA

El sueño, es, por consiguiente, una psicosis, con todas las absurdidades, las formaciones delirantes y las ilusiones de una psicosis. Pero es una psicosis de breve duración, inofensiva, que aún cumple una función útil, que es iniciada con el consentimiento de su portador y concluida por un acto voluntario de éste. Sin embargo, no deja de ser una psicosis, y nos demuestra cómo hasta una alteración de la vida psíquica tan profunda como ésta puede anularse y ceder la plaza a la función normal. En vista de ello, ¿acaso es demasiada osadía esperar que también sería posible someter a nuestro influjo y llevar a la curación las temibles enfermedades espontáneas de la vida psíquica?

Poseemos ya algunos conocimientos necesarios para emprender esta tarea. Según dimos por establecido, el yo tiene la función de enfrentar sus tres relaciones de dependencia: de la realidad, del ello y del super-yo, sin afectar su organización ni menoscabar su autonomía. La condición básica de los estados patológicos que estamos considerando debe consistir, pues, en un debilitamiento relativo o absoluto del yo que le impida cumplir sus funciones. La exigencia más difícil que se le plantea al yo probablemente sea la dominación de las exigencias institucionales del ello, tarea para la cual debe mantener activas grandes magnitudes de anticatexis. Pero también las exigencias del super-yo pueden tornarse tan fuertes e inexorables que el yo se encuentre como paralizado en sus restantes funciones. Sospechamos que en los conflictos económicos así originados el ello y el super-yo suelen hacer causa común contra el hostigado yo, que trata de aferrarse a la realidad para mantener su estado normal. Si los dos primeros, empero, se tornan demasiado fuertes, pueden llegar a quebrantar y modificar la organización del yo, de modo que su relación adecuada con la realidad quede perturbada o aun abolida. Ya lo hemos visto en el sueño: si el yo se desprende de la realidad del mundo exterior, cae, por influjo del mundo interior, en la psicosis.

Sobre estas mismas nociones se funda nuestro plan terapéutico. El yo ha sido debilitado por el conflicto interno; debemos acudir en su ayuda. Sucede como en una guerra civil que sólo puede ser decidida mediante el socorro de un aliado extranjero. El médico analista y el yo debilitado del paciente, apoyados en el mundo real exterior, deben tomar partido contra los enemigos, es decir, contra las exigencias instintuales del ello y las demandas morales del super-yo. Concertamos un pacto con nuestro aliado. El yo enfermo nos promete la más completa sinceridad, es decir, promete poner a nuestra disposición todo el material que le suministra su autopercepción; por nuestra parte, le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra experiencia en la interpretación del material influido por el inconsciente. Nuestro saber ha de compensar su ignorancia, ha de restituir a su yo la hegemonía sobre las provincias perdidas de la vida psíquica. En este pacto consiste la situación analítica.

Mas apenas hemos dado este paso, ya nos espera la primera defraudación, la primera llamada a la cautela. Para que el yo del enfermo sea un aliado útil en nuestra labor común será preciso que, a pesar de todo el hostigamiento por las potencias enemigas, haya conservado cierta medida de coherencia, cierto resto de reconocimiento de las exigencias que le plantea la realidad. Pero no esperemos tal cosa en el yo del psicótico, que nunca podrá cumplir semejante pacto y apenas si podrá concertarlo. Al poco tiempo habrá arrojado nuestra persona, junto con la ayuda que le ofrecemos, al montón de los elementos del mundo exterior que ya nada le importan. Con ello reconocemos la necesidad de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico en el psicótico, renuncia que quizá sea definitiva, o quizá sólo transitoria, hasta que hayamos encontrado otro plan más apropiado para ese propósito.

Pero aún existe otra clase de enfermos psíquicos, sin duda muy emparentados con los psicóticos: la inmensa masa de los neuróticos graves. Tanto las causas de su enfermedad como los mecanismos patogénicos de la misma tienen que ser idénticos, o por lo menos muy análogos; pero, en cambio, su yo ha demostrado ser más resistente, no ha llegado a desorganizarse tanto. Pese a todos sus trastornos y a la consiguiente inadecuación, muchos de ellos aún consiguen imponerse en la vida real. Quizá estos neuróticos se muestren dispuestos a aceptar nuestra ayuda, de modo que limitaremos a ellos nuestro interés y trataremos de ver cómo y hasta qué punto podemos «curarlos».

Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande, pues no deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta ante los demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo no sabe. Con tal objeto le impartimos una definición más precisa de lo que comprendemos por sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse a la regla fundamental del análisis, que en el futuro habrá de regir su conducta para con nosotros. No sólo deberá comunicarnos lo que sea capaz de decir intencionalmente y de buen grado, lo que le ofrece el mismo alivio que cualquier confesión, sino también todo lo demás que le sea presentado por su autoobservación, cuanto le venga a la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le parezca carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de esta indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará una cantidad de material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya se encuentran bajo el influjo del inconsciente, que a menudo son derivados directos de éste y que nos colocan en situación de conjeturar sus contenidos inconscientes reprimidos, cuya comunicación al paciente ampliará el conocimiento que su propio yo tiene de su inconsciente.

Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos, en pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente nuestra traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo muy distinto: algo que en parte podríamos prever y que en parte ha de sorprendernos. Lo más extraño es que el paciente no se conforma con ver en el analista, a la luz de la realidad, un auxiliador y consejero, al que además remunera sus esfuerzos y que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida a la del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en aquél una copia -una reencarnación- de alguna persona importante de su infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito. Este fenómeno de la transferencia no tarda en revelarse como un factor de insospechada importancia; por un lado, un instrumento de valor sin igual; por el otro, una fuente de graves peligros. Esta transferencia es ambivalente; comprende actitudes positivas (afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al analista, que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental, del padre o de la madre. Mientras la transferencia sea positiva, nos sirve admirablemente: altera toda la situación analítica, deja a un lado el propósito racional de llegar a curar y de librarse del sufrimiento. En su lugar aparece el propósito de agradar al analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se convierte en el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo se fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra lo que de otro modo le sería imposible: abandona sus síntomas y se cura aparentemente; todo esto, simplemente por amor al analista. Este deberá confesarse, avergonzado, que emprendió una difícil tarea sin sospechar siquiera cuán extraordinarios poderes le vendrían a las manos.

La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas. El paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su madre), también le confiere el poderío que su super-yo ejerce sobre el yo, pues estos padres fueron, como sabemos, el origen del super-yo. El nuevo super-yo tiene ahora la ocasión de llevar a cabo una especie de reeducación del neurótico y puede corregir los errores cometidos por los padres en su educación. Aquí debemos advertir, empero, contra el abuso de este nuevo influjo. Por más que al analista le tiente convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que le seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que no es ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su deber si se deja llevar por tal inclinación. Con ello no hará sino repetir un error de los padres, que aplastaron con su influjo la independencia del niño, y sólo sustituirá la antigua dependencia por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos por mejorar y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su individualidad. La medida del influjo que se permitirá legítimamente deberá ajustarse al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo es posible tratarlos como a niños.

La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa en ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que de otro modo quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto modo actúa ante nosotros, en lugar de referir.

Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se podrá evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta algún día en negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una repetición del pasado. La docilidad frente al padre (si de éste se trata), la conquista de su favor, surgieron de un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esta pretensión también surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en la situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración, pues las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están excluidas, y tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como la preferencia, la intimidad, etc., no serán concedidas por el analista sino en exigua medida. Semejante rechazo sirve de pretexto para el cambio de actitud, como probablemente ocurrió también en la primera infancia del paciente.

Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez que la transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos como el polvo por el viento. Advertimos con horror que todos los esfuerzos realizados han sido vanos. Hasta lo que podíamos considerar como un progreso intelectual definitivo del paciente -su comprensión del psicoanálisis, su confianza en la eficacia de éste- ha desaparecido en un instante. Se conduce como un niño sin juicio propio, que cree ciegamente en quien haya conquistado su amor, pero en nadie más.

A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside en que el paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales y actuales lo que no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella) llega a sentir la fuerte pulsión erótica que se esconde tras la transferencia positiva, cree haberse enamorado apasionadamente; al virar la transferencia, se considera ofendido y despreciado, odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado inepto para la prosecución de la labor en común. En cada una de estas situaciones el analista tiene el deber de arrancar al paciente de tal ilusión peligrosa, mostrándole sin cesar que lo que toma por una nueva vivencia real es sólo un espejismo del pasado. Y para evitar que caiga en un estado inaccesible a toda prueba, el analista procurará evitar que tanto el enamoramiento como la hostilidad alcancen grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo precozmente al paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar inadvertidos los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo de la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede generalmente, se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los fenómenos transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la resistencia, cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el paciente nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la transferencia; tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya adquirido de cualquier otra manera.

Nos resulta muy inconveniente que el paciente actúe fuera de la transferencia, en lugar de limitarse a recordar; lo ideal para nuestros fines sería que fuera del tratamiento se condujera de la manera más normal posible, expresando sólo en la transferencia sus reacciones anormales.

Nuestros esfuerzos para fortalecer el yo debilitado parten de la ampliación de su autoconocimiento. Sabemos que esto no es todo; pero es el primer paso. La pérdida de tal conocimiento de sí mismo implica para el yo un déficit de poderío e influencia, es el primer indicio tangible de que se encuentra cohibido y coartado por las demandas del ello y del super-yo. Así, la primera parte del socorro que pretendemos prestarle es una labor intelectual de parte nuestra y una invitación a colaborar en ella para el paciente. Sabemos que esta primera actividad ha de allanarnos el camino hacia otra tarea más dificultosa, cuya parte dinámica no habremos perdido de vista durante aquella introducción. El material para nuestro trabajo lo tomamos de distintas fuentes: de lo que nos informa con sus comunicaciones y asociaciones libres, de lo que nos revela en sus transferencias, de lo que recogemos en la interpretación de sus sueños, de lo que traducen sus actos fallidos. Todo este material nos permite reconstruir tanto lo que le sucedió alguna vez, siendo luego olvidado, como lo que ahora sucede en él, sin que lo comprenda. Mas en todo esto nunca dejaremos de discernir estrictamente nuestro saber del suyo. Evitaremos comunicarle al punto cosas que a menudo adivinamos inmediatamente, y tampoco le diremos todo lo que creamos haber descubierto. Reflexionaremos detenidamente sobre la oportunidad en que convenga hacerle partícipe de alguna de nuestras inferencias; aguardaremos el momento que nos parezca más oportuno, decisión que no siempre resulta fácil. Por regla general, diferimos la comunicación de una inferencia, su explicación, hasta que el propio paciente se le haya aproximado tanto que sólo le quede por dar un paso, aunque éste sea precisamente el de la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo abrumáramos con nuestras interpretaciones antes de estar preparado para ellas, nuestras explicaciones no tendrían resultado alguno, o bien provocarían una violenta erupción de la resistencia, que podría dificultar o aun tornar problemática la prosecución de nuestra labor común. Pero si lo hemos preparado suficientemente, a menudo logramos que el paciente confirme al punto nuestra construcción y recuerde, a su vez, el suceso interior o exterior que había sido olvidado. Cuanto más fielmente coincida la construcción con los detalles de lo olvidado tanto más fácil será lograr su asentimiento. Nuestro saber de este asunto se habrá convertido entonces también en su saber.

Al mencionar la resistencia hemos abordado la segunda parte, la más importante de nuestra tarea. Ya sabemos que el yo se protege contra la irrupción de elementos indeseables del ello inconsciente y reprimido mediante anticatexis cuya integridad es una condición ineludible de su funcionamiento normal. Ahora bien: cuanto más acosado se sienta el yo, tanto más tenazmente se aferrará, casi aterrorizado, a esas anticatexis con el fin de proteger su precaria existencia contra nuevas irrupciones. Pero esta tendencia defensiva no armoniza con los propósitos de nuestro tratamiento. Por el contrario, queremos que el yo, envalentonado por la seguridad que le promete nuestro apoyo, ose emprender la ofensiva para reconquistar lo perdido. En este trance la fuerza de las anticatexis se nos hace sentir como resistencias contra nuestra labor. El yo retrocede, asustado, ante empresas que le parecen peligrosas y que amenazan provocarle displacer; para que no se nos resista es preciso que lo animemos y aplaquemos sin cesar. A esta resistencia, que perdura durante todo el tratamiento, renovándose con cada nuevo avance del análisis, la llamamos, un tanto incorrectamente, resistencia de la represión. Ya veremos que no es la única clase de resistencia cuya aparición debemos esperar. Es interesante advertir que en esta situación se convierten, en cierta manera, los secuaces de cada bando, pues el yo se resiste a nuestra llamada, mientras que el inconsciente, por lo general enemigo nuestro, acude en nuestra ayuda, animado por su «empuje de afloramiento» natural, ya que ninguna tendencia suya es tan poderosa como la de irrumpir al yo y ascender a la consciencia a través de las barreras que se le ha impuesto. La lucha desencadenada cuando alcanzamos nuestro propósito y logramos inducir al yo a que supere sus resistencias se lleva a cabo bajo nuestra conducción y con nuestro auxilio. Es indiferente qué desenlace tenga: si llevará a que el yo acepte, previo nuevo examen, una exigencia instintiva que hasta el momento había repudiado, o a que vuelva a rechazarla, esta vez definitivamente. En ambos casos se habrá eliminado un peligro permanente, se habrán ampliado los límites del yo y se habrá tornado superfluo un costoso despliegue de energía.

La superación de las resistencias es aquella parte de nuestra labor que demanda mayor tiempo y máximo esfuerzo. Pero también rinde sus frutos, pues significa una modificación favorable del yo, que subsistirá y se impondrá durante la vida del paciente, cualquiera que sea el destino de la transferencia. Al mismo tiempo eliminamos paulatinamente aquella modificación del yo establecida bajo el influjo del inconsciente, pues cada vez que hallamos derivados del mismo en el yo nos apresuramos a señalar su origen ilegítimo e incitamos al yo a rechazarlos. Recordemos que una de las condiciones básicas de nuestro pactado auxilio consistía en que dicha modificación del yo por irrupción de elementos inconscientes no hubiese sobrepasado determinada medida.

A medida que progresa nuestra labor y que se ahondan nuestros conocimientos de la vida psíquica del neurótico, resaltan con creciente claridad dos nuevos factores que merecen la mayor consideración como fuentes de resistencias. Ambos son completamente ignorados por el enfermo y no pudieron ser tenidos en cuenta al concertar nuestro pacto; además, no se originan en el yo del paciente. Podemos englobarlos en el término común de «necesidad de estar enfermo» o «necesidad de sufrimiento»; pero responden a distintos orígenes, aunque por lo demás sean de índole similar. El primero de estos dos factores es el sentimiento de culpabilidad o la consciencia de culpabilidad, como también se lo llama, pasando por alto el hecho de que el enfermo no lo siente ni se percata de él. Trátase, evidentemente, de la contribución aportada a la resistencia por un super-yo que se ha tornado particularmente severo y cruel. El individuo no ha de curar, sino que seguirá enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia no perturba en realidad nuestra labor intelectual, pero le resta eficacia, y aunque nos permite a menudo superar una forma de sufrimiento neurótico, se dispone inmediatamente a sustituirla por otra y, en último caso, por una enfermedad somática. Este sentimiento de culpabilidad explica también la ocasional curación o mejoría de graves neurosis bajo el influjo de desgracias reales; en efecto, se trata tan sólo de que uno esté sufriendo, no importa de qué manera. La tranquila resignación con que tales personas suelen soportar su pesado destino es muy notable, pero también reveladora. Al combatir esta resistencia hemos de limitarnos a hacerla consciente y a tratar de demoler paulatinamente el super-yo hostil.

No es tan fácil revelar la existencia de otra resistencia, ante cuya eliminación nos encontramos particularmente inermes. Entre los neuróticos existen algunos en los cuales, a juzgar por todas sus reacciones, el instinto de autoconservación ha experimentado nada menos que una inversión diametral. Estas personas no parecen perseguir otra cosa sino dañarse a sí mismas y autodestruirse; quizá también pertenezcan a este grupo las que realmente concluyen por suicidarse. Suponemos que en ellas se han producido vastas tormentas de los instintos, que liberaron excesivas cantidades del instinto de destrucción dirigidos hacia dentro. Tales pacientes no pueden tolerar la posibilidad de ser curados por nuestro tratamiento y se le resisten con todos los medios a su alcance. Pero nos apresuramos a confesar que se trata de casos cuyo esclarecimiento aún no hemos logrado del todo.

Contemplemos una vez más la situación en que nos hemos colocado con nuestra tentativa de auxiliar al yo neurótico. Este ya no puede cumplir la tarea que le impone el mundo exterior, inclusive la sociedad humana. No dispone de todas sus experiencias; se le ha sustraído gran parte de su caudal mnemónico. Su actividad está inhibida por estrictas prohibiciones del super-yo; su energía se consume en inútiles tentativas de rechazar las exigencias del ello. Además, las incesantes irrupciones del ello han quebrantado su organización, lo han dividido, ya no le permiten establecer una síntesis ordenada y lo dejan a merced de tendencias opuestas entre sí, de conflictos no solucionados, de dudas no resueltas. En primer lugar, hacemos que este yo debilitado del paciente participe en la labor interpretativa puramente intelectual, que persigue el relleno provisorio de las lagunas de su patrimonio psíquico; dejamos que nos transfiera la autoridad de su super-yo; lo hostigamos para que asuma la lucha por cada una de las exigencias del ello y para que venza las resistencias así despertadas. Simultáneamente, restablecemos el orden en su yo, investigando los contenidos y los impulsos que han irrumpido del inconsciente y exponiéndolos a la crítica mediante la reducción a su verdadero origen. Aunque servimos al paciente en distintas funciones -como autoridad, como sustitutos de los padres, como maestros y educadores-, nuestro mayor auxilio se lo rendimos cuando, en calidad de analistas, elevamos al nivel normal los procesos psíquicos de su yo, cuando tornamos preconsciente lo que llegó a convertirse en inconsciente y reprimido, volviendo a restituirlo así al dominio del yo. Por parte del paciente contamos con la ayuda de algunos factores racionales, como la necesidad de curación motivada por su sufrimiento y el interés intelectual que en él podemos despertar por las teorías y revelaciones del psicoanálisis; pero la ayuda más poderosa es la transferencia positiva que el paciente nos ofrece. En cambio, tenemos por enemigos la transferencia negativa, la resistencia represiva del yo (es decir, el displacer que le inspira el pesado trabajo que se le encarga); además, el sentimiento de culpabilidad surgido de su relación con el super-yo y la necesidad de estar enfermo motivada por las profundas transformaciones de su economía instintual. La parte que corresponda a estos dos últimos factores decidirá el carácter leve o grave de un caso. Independientemente de estos factores, pueden reconocerse aún otros de carácter favorable o desfavorable. Así, de ningún modo puede convenirnos cierta inercia psíquica, cierta viscosidad de la libido, reacia a abandonar sus fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la capacidad de la persona para sublimar sus instintos, así como su facultad para elevarse sobre la cruda vida instintiva y, por fin, el poder relativo de sus funciones intelectuales.

No puede defraudarnos, sino que consideraremos muy comprensible, la conclusión de que el resultado final de la lucha emprendida depende de relaciones cuantitativas, del caudal de energía que podamos movilizar a nuestro favor en el paciente, comparado con la suma de las energías que desplieguen las instancias hostiles a nuestros esfuerzos. También aquí Dios está con los batallones más fuertes: por cierto que no logramos vencer siempre, pero al menos podemos reconocer casi siempre por qué no hemos vencido. Quien haya seguido nuestra exposición animado tan sólo por un interés terapéutico quizá se aparte con desprecio después de esta confesión. Pero la terapia sólo nos concierne aquí en la medida en que opera con recursos psicológicos, y por el momento no disponemos de otros. El futuro podrá enseñarnos a influir directamente, mediante sustancias químicas particulares, sobre las cantidades de energía y sobre su distribución en el aparato psíquico. Quizá surjan aún otras posibilidades terapéuticas todavía insospechadas; por ahora no disponemos de nada mejor que la técnica psicoanalítica, y por eso no se la debería desdeñar; pese a todas sus limitaciones.

 

CAPÍTULO VII

UN EJEMPLO DE LA LABOR PSICOANALÍTICA

Hemos logrado una noción general del aparato psíquico, de las partes, órganos e instancias que lo componen, de las fuerzas que en él actúan, de las funciones que desempeñan sus distintas partes. Las neurosis y las psicosis son los estados en los cuales se manifiestan los trastornos funcionales del aparato. Hemos elegido las neurosis como objeto de nuestro estudio porque sólo ellas parecen accesibles a los métodos de que disponemos. Mientras nos esforzamos por incluirlas, recogemos observaciones que nos ofrecen una noción de su origen y de su modo de formación.

Anticiparemos uno de nuestros resultados principales a la descripción que nos disponemos a emprender. Las neurosis no tienen causas específicas (como, por ejemplo, las enfermedades infecciosas). Sería vana tarea tratar de buscar en ellas un factor patógeno. Transiciones graduales llevan de ellas a la así llamada normalidad, y, por otra parte, quizá no exista ningún estado reconocidamente normal en el que no se pudieran comprobar asomos de rasgos neuróticos. Los neuróticos traen consigo disposiciones innatas más o menos idénticas a las de otros seres; sus vivencias son las mismas y tienen los mismos problemas que resolver. ¿Por qué entonces su vida es tanto peor y tan difícil? ¿Por qué sufren en ella mayor displacer, angustia y dolor?

La respuesta a esta cuestión no puede ser difícil. Son disarmonías cuantitativas las responsables de las inadecuaciones y los sufrimientos de los neuróticos. Como sabemos, las causas determinantes de todas las configuraciones que puede adoptar la vida psíquica humana deben buscarse en el interjuego de las disposiciones congénitas y las experiencias accidentales. Ahora bien: determinado instinto puede estar dotado de una disposición innata demasiado fuerte o demasiado débil; cierta capacidad puede quedar rudimentaria o no desarrollarse suficientemente en la vida; por otra parte, las impresiones y las vivencias exteriores pueden plantear demandas dispares en los distintos individuos, y las que aún son accesibles a la continuación de uno ya podrán representar una empresa insuperable para la de otro. Estas diferencias cuantitativas decidirán la diversidad de los desenlaces.

No tardaremos en advertir, empero, la insuficiencia de esta explicación, que es demasiado general, que explica demasiado. La etiología planteada rige para todos los casos de sufrimiento, miseria e incapacidad psíquica; pero no se puede llamar neuróticos a todos los estados así causados. Las neurosis tienen características específicas, son padecimientos de especie peculiar. Por consiguiente, a pesar de todo, tendremos que hallar causas específicas para ellas, o bien imaginarnos que entre las tareas impuestas a la vida psíquica hay algunas en las que fracasa con particular facilidad, de modo que la peculiaridad de los fenómenos neuróticos, tan notables a menudo, sería reducible a esa circunstancia, sin que necesitemos contradecir nuestras anteriores afirmaciones. De ser cierto que las neurosis no discrepan esencialmente de lo normal, su estudio promete suministrarnos preciosas contribuciones al conocimiento de esa normalidad. Al emprenderlo, quizá descubriremos los «puntos débiles» de toda organización normal.

Esta presunción nuestra se confirma, pues la experiencia analítica enseña que existe, en efecto, una demanda instintual cuya superación es particularmente propensa a fracasar o a resultar sólo parcialmente; además, que hay una época de la vida a la cual cabe referir exclusiva o predominantemente la formación de la neurosis. Ambos factores -naturaleza del instinto y período de la vida- exigen consideración separada, por más que tengan bastantes vínculos entre sí.

Podemos pronunciarnos con cierta seguridad sobre el papel que desempeña el período de la vida. Parece que las neurosis sólo pueden originarse en la primera infancia (hasta los seis años), aunque sus síntomas no lleguen a manifestarse sino mucho más tarde. La neurosis infantil puede exteriorizarse durante breve tiempo o aun pasar completamente inadvertida. En todos los casos, la neurosis ulterior arranca de ese prólogo infantil. Quizá sea una excepción la denominada neurosis traumática (motivada por un susto desmesurado, por profundas conmociones somáticas, como choques de ferrocarril, sepultamientos por derrumbamientos, etc.), por lo menos, hasta ahora no conocemos sus vinculaciones con la condición infantil. Es fácil explicar la predilección etiológica por el primer período de la infancia. Como sabemos, las neurosis son afecciones del yo, y no es de extrañar que éste, mientras es débil, inmaduro e incapaz de resistencia, fracase ante tareas que más tarde podría resolver con la mayor facilidad. En tal caso, tanto las demandas instintuales interiores como las excitaciones del mundo exterior actúan en calidad de «traumas», particularmente si son favorecidas por ciertas disposiciones. El inerme yo se defiende contra ellas mediante tentativas de fuga (represiones), que más tarde demostrarán ser ineficaces e implicarán restricciones definitivas del desarrollo ulterior. El daño que sufre el yo bajo el efecto de sus primeras vivencias puede parecernos desmesurado; pero bastará recordar, como analogía, los distintos efectos que se obtienen en las experiencias de Roux al pinchar con la aguja una masa de células germinativas en plena división y al dirigir el pinchazo contra el animal adulto, desarrollado de aquel germen. Ningún ser humano queda a salvo de tales vivencias traumáticas; ninguno se verá libre de las represiones que ellas suscitan, y quizá semejantes reacciones azarosas del yo hasta sean imprescindibles para alcanzar otro objetivo puesto a ese período de la vida. En efecto, el pequeño ser primitivo ha de convertirse, al cabo de unos pocos años, en un ser humano civilizado; deberá cubrir, en abreviación casi inaudita, un trecho inmenso de la evolución cultural humana. La posibilidad de hacerlo está dada en sus disposiciones hereditarias; pero casi siempre será imprescindible la ayuda de la educación y del influjo parental que, como predecesores del super-yo, restringen la actividad del yo con prohibiciones y castigos, estimulando o imponiendo las represiones. Por tanto, no olvidemos incluir también la influencia cultural entre las condiciones determinantes de la neurosis. Nos damos cuenta de que al bárbaro le resulta fácil ser sano; para el hombre civilizado es una pesada tarea. Comprenderemos el anhelo de tener un yo fuerte y libre de trabas; pero, como lo muestra la época actual, esa aspiración es profundamente adversa a la cultura. Así, pues, ya que las demandas culturales son representadas por la educación en el seno de la familia, también deberemos considerar en la etiología de las neurosis ese carácter biológico de la especie humana que es su prolongado período de dependencia infantil.

En cuanto al otro elemento, el factor instintual específico, descubrimos aquí una interesante disonancia entre la teoría y la experiencia. Teóricamente no hay objeción alguna contra la suposición de que cualquier demanda instintual podría dar lugar a esas mismas represiones, con todas sus consecuencias; pero nuestra observación nos demuestra invariablemente, en la medida en que podemos apreciarlo, que las excitaciones patogénicas proceden de los instintos parciales de la vida sexual. Podría decirse que los síntomas de las neurosis siempre son, o bien satisfacciones sustitutivas de algún impulso sexual, o medidas dirigidas a impedir su satisfacción, aunque por lo general representan transacciones entre ambas tendencias, tal como de acuerdo con las leyes que rigen al inconsciente pueden llegar a ser concertadas entre pares antagónicos. Por ahora no podemos colmar esta laguna de nuestra teoría; toda decisión al respecto es dificultada aún más por la circunstancia de que la mayoría de los impulsos de la vida sexual no son de naturaleza puramente erótica, sino productos de fusiones de elementos eróticos con componentes del instinto de destrucción. Mas no puede caber la menor duda de que aquellos instintos que se manifiestan fisiológicamente como sexualidad desempeñan un papel predominante y de insospechada magnitud en la causación de las neurosis -y aun queda por establecer si su intervención no es quizá exclusiva-. Además, debe tenerse en cuenta que ninguna otra función ha sido repudiada tan enérgica y consecuentemente como la sexual en el curso de la evolución recogida por la cultura. Nuestra teoría deberá conformarse con las siguientes alusiones, que revelan un nexo más profundo: que el primer período de la infancia, durante el cual comienza a diferenciarse el yo del ello, es también la época del primer florecimiento de la sexualidad, que finaliza con el período de latencia; que no puede considerarse casual el hecho de que esta importante época previa sea objeto, más tarde, de la amnesia infantil; por fin, que en la evolución del animal hacia el hombre deben haber tenido suma importancia ciertas modificaciones biológicas de la vida sexual (como precisamente aquel arranque bifásico de la función, la pérdida del carácter periódico de la excitabilidad sexual y el cambio en la relación entre la menstruación femenina y la excitación masculina). La ciencia futura tendrá la misión de integrar en conceptos nuevos estas nociones todavía inconexas. No es la psicología, sino la biología, la que al respecto presenta una laguna. Quizá no estemos errados al decir que el punto débil de la organización del yo reside en su actitud frente a la función sexual, como si la antinomia biológica entre la conservación de sí mismo y la conservación de la especie hubiese hallado aquí expresión psicológica.

Dado que la experiencia analítica nos ha convencido de la plena veracidad que reviste la tan común afirmación de que el niño sería psicológicamente el padre del adulto y de que las vivencias de sus años primeros tendrían inigualada importancia para toda su vida futura, será particularmente interesante para nosotros comprobar si existe algo así como una experiencia central de ese período infantil. Ante todo, nos llaman la atención las consecuencias de ciertos influjos que no afectan a todos los niños, por más que ocurran con no poca frecuencia, como, por ejemplo, los abusos sexuales cometidos por adultos en niños, la seducción de éstos por otros niños algo mayores (hermanos y hermanas) y -cosa ésta que nos resulta inesperada- la conmoción que las relaciones sexuales entre adultos (padres) producen en los niños cuando llegan a presenciarlas como testigos auditivos o visuales, por lo general en una época en que no se les atribuiría interés ni comprensión por tales vivencias, ni tampoco la capacidad de recordarlas ulteriormente. Es fácil comprobar la medida en que la susceptibilidad sexual del niño es despertada por semejantes vivencias y cómo sus propias tendencias sexuales son dirigidas por aquéllas hacia determinadas vías que ya no lograrán abandonar más. Dado que dichas impresiones sufren la represión, ya sea inmediatamente o en cuanto traten de retornar como recuerdos, constituyen la condición básica para la compulsión neurótica que más tarde impedirá al yo dominar su función sexual y que, probablemente, lo inducirá a apartarse de ésta en forma definitiva. Esta última reacción tendrá por consecuencia una neurosis; pero, en caso de que no se produzca, aparecerán múltiples perversiones o una insubordinación completa de esa función, tan importante no sólo para la procreación, sino también para toda la conformación de la existencia.

Por instructivos que sean tales casos, nuestro interés es atraído aún más por la influencia de una situación que todos los niños están condenados a experimentar y que resulta irremediablemente de la prolongada dependencia infantil y de la vida en común con los padres. Me refiero al complejo de Edipo, así denominado porque su tema esencial se encuentra también en la leyenda griega del rey Edipo, cuya representación por un gran dramaturgo ha llegado felizmente a nuestros días. El héroe griego mata a su padre y toma por mujer a su madre. La circunstancia de que lo haga sin saberlo, al no reconocer como padres suyos a ambos personajes, constituye una discrepancia frente a la situación analítica, que comprendemos con facilidad y que aun consideramos irremediable.

Tendremos que describir aquí, por separado, el desarrollo del varón y de la niña (del hombre y de la mujer), pues la diferencia sexual adquiere ahora su primera expresión psicológica. El hecho biológico de la dualidad de los sexos se alza ante nosotros cual un profundo enigma, como un término final de nuestros conocimientos, resistiendo toda reducción a nociones más fundamentales. El psicoanálisis no contribuyó con nada a la aclaración de este problema, que evidentemente es pleno patrimonio de la biología. En la vida psíquica sólo hallamos reflejos de esa gran polaridad, cuya interpretación es dificultada por el hecho, hace mucho tiempo sospechado, de que ningún individuo se limita a las modalidades reactivas de un solo sexo, sino que siempre concede cierto margen a las del sexo opuesto, igual que su cuerpo lleva, junto a los órganos desarrollados de un sexo, también los rudimentos atrofiados y a menudo inútiles del otro. Para diferenciar en la vida psíquica lo masculino de lo femenino recurrimos a una equivalencia empírica y convencional, precaria a todas luces. Llamamos masculino a todo lo fuerte y activo; femenino, a cuanto es débil y pasivo. Este hecho de que la bisexualidad sea también psicológica pesa sobre todas nuestras indagaciones y dificulta su descripción.

El primer objeto erótico del niño es el pecho materno que lo nutre; el amor aparece en anaclisis con la satisfacción de las necesidades nutricias. Al principio, el pecho seguramente no es discernido del propio cuerpo, y cuando debe ser separado de éste, desplazado hacia «afuera» por sustraerse tan frecuentemente al anhelo del niño, se lleva consigo, en calidad de «objeto», una parte de la catexis libidinal originalmente narcisista. Este primer objeto se completa más tarde hasta formar la persona total de la madre, que no sólo alimenta, sino también cuida al niño y le despierta muchas otras sensaciones corporales; tanto placenteras como displacientes. En el curso de las puericultura la madre se convierte en primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la singular, incomparable y definitivamente establecida importancia de la madre como primero y más poderoso objeto sexual, como prototipo de todas las vinculaciones amorosas ulteriores, tanto en uno como en el otro sexo. Al respecto, las disposiciones filogenéticas tienen tal supremacía sobre las vivencias accidentales del individuo que no importa en lo mínimo si el niño realmente succionó el pecho de la madre o si fue alimentado con biberón y no pudo gozar jamás el cariño del cuidado materno. En ambos casos su desarrollo sigue idéntico camino, y en el segundo, la añoranza ulterior quizá sea aún más poderosa. Por más tiempo que el niño haya sido alimentado por el pecho materno, el destete siempre dejará en él la convicción de que fue demasiado breve, demasiado escaso.

Esta introducción no es superflua, pues aguzará nuestra comprensión de la intensidad que alcanza el complejo de Edipo. El varón (de dos a tres años) que llega a la fase fálica de su evolución libidinal, que percibe sensaciones placenteras emanadas de su miembro viril y que aprende a procurárselas a su gusto mediante la estimulación manual, conviértese al punto en amante de la madre. Desea poseerla físicamente, de las maneras que le hayan permitido adivinar sus observaciones y sus presunciones acerca de la vida sexual; busca seducirla mostrándole su miembro viril, cuya posesión le produce gran orgullo; en una palabra, su masculinidad precozmente despierta lo induce a sustituir ante ella al padre, que ya fue antes su modelo envidiado a causa de la fuerza corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo encuentra investido. Ahora el padre se convierte en un rival que se opone en su camino y a quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre pudo compartir el lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez retornado aquél, le impresionarán profundamente las vivencias de la satisfacción experimentada al desaparecer el padre y de la defraudación sufrida al regresar éste. He aquí el tema del complejo de Edipo, que la leyenda griega trasladó del mundo fantástico infantil a una pretendida realidad. En nuestras condiciones culturales, este complejo sufre invariablemente un terrorífico final.

La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual del niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar acertadamente al prohibirle la masturbación, pero esta prohibición tiene escaso efecto, y a lo sumo lleva a que se modifique la forma de la autosatisfacción. Por fin, la madre recurre al expediente violento, amenazándolo con quitarle esa cosa con la cual el niño la desafía. Generalmente delega en el padre la realización de la amenaza, para tornarla más terrible y digna de crédito: le contará todo al padre, y éste le cortará el miembro. Aunque parezca extraño, tal amenaza sólo surte su efecto siempre que antes y después de ella haya sido cumplida otra condición, pues, en sí misma, al niño le parece demasiado inconcebible que tal cosa pueda suceder. Pero si al proferirse dicha amenaza puede recordar el aspecto de un órgano genital femenino, o si poco después llega a ver tal órgano, al cual le falta, en efecto, esa parte apreciada por sobre todo lo demás, entonces toma en serio lo que le han dicho y, cayendo bajo la influencia del complejo de castración, sufre el trauma más poderoso de su joven existencia.

Los resultados de la amenaza de castración son diversos e incalculables: afectan a todas las relaciones de un niño con su padre y con su madre y posteriormente con los hombres y las mujeres en general. Por lo común la masculinidad del niño no es capaz de resistir este choque. Para preservar su órgano sexual renuncia más o menos por completo a la posesión de la madre; con frecuencia su vida sexual resulta permanentemente trastornada por la prohibición. Si en él existe un poderoso componente femenino -como lo expresamos en nuestra terminología-, éste adquirirá mayor fuerza al coartarse la masculinidad. El niño cae en una actitud pasiva frente al padre, en la misma actitud que atribuye a la madre. Las amenazas le habrán hecho abandonar la masturbación, pero no las fantasías acompañantes que, siendo ahora la única forma de satisfacción sexual que ha conservado, son producidas en grado mayor que antes; en esas fantasías seguirá identificándose con el padre, pero al mismo tiempo, y quizá predominantemente, también con la madre. Los derivados y los productos de transformación de tales fantasías masturbatorias precoces suelen integrar su yo ulterior y participar aun en la formación de su carácter. Independientemente de esta estimulación de su femineidad, se acrecentará en grado sumo el temor y el odio al padre. La masculinidad del niño se retrotrae en cierta manera hacia una actitud de terquedad frente al padre, actitud que dominará compulsivamente su futura conducta en la sociedad humana. Como residuo de la fijación erótica a la madre, suele establecerse una excesiva dependencia de ella, que más tarde continuará con la sujeción a la mujer. Ya no se atreve a amar a la madre, pero no puede arriesgarse a dejar de ser amado por ella, pues en tal caso correría peligro de que ésta lo traicionara con el padre y lo expusiera a la castración. Estas vivencias, con todas sus condiciones previas y sus consecuencias de las que sólo hemos descrito algunas, sufren una represión muy enérgica, y de acuerdo con las leyes del ello inconsciente, todas las pulsiones afectivas y las reacciones mutuamente antagonistas que otrora fueron activadas se conservan en el inconsciente dispuestas a perturbar después de la pubertad la evolución ulterior del yo. Cuando el proceso somático de la maduración sexual reanime las antiguas fijaciones libidinales aparentemente superadas, la vida sexual quedará inhibida, careciendo de unidad y desintegrándose en impulsos mutuamente antagónicos.

Evidentemente, el impacto de la amenaza de castración sobre la vida sexual germinante del niño no siempre tiene estas temibles consecuencias. Una vez más, la medida en que se produzca o se evite el daño dependerá de las relaciones cuantitativas. Todo ese suceso, que podemos considerar como la experiencia central de los años infantiles, como máximo problema de la temprana existencia y como fuente más poderosa de ulteriores inadecuaciones, es olvidado tan completamente que su reconstrucción en la labor analítica tropieza con la más decidida incredulidad por parte del adulto. Más aún, el rechazo de esos hechos llega a tal extremo que se pretende condenar al silencio toda mención del espinoso tema y que, con curiosa ceguera intelectual, se pasan por alto las expresiones más claras del mismo. Así, por ejemplo, pudo oírse la objeción de que la leyenda del rey Edipo nada tendría que ver, en el fondo, con esta construcción del análisis, pues se trataría de un caso totalmente distinto, ya que Edipo no sabía que era a su padre a quien había matado ni su madre con quien se había casado. Al decir tal cosa se olvida que semejante deformación es imprescindible para dar expresión poética al tema y que no introduce en éste nada extraño, sino que sólo aprovecha hábilmente los elementos que el asunto contiene. La ignorancia de Edipo es una representación cabal del carácter inconsciente que la experiencia entera adquiere en el adulto, y la inexorabilidad del oráculo que absuelve o que debería absolver al héroe representa el reconocimiento de la inexorabilidad del destino, que ha condenado a todos los hijos a sufrir el complejo de Edipo. En cierta ocasión, un psicoanalista señaló la facilidad con que el enigma de otro héroe literario, del moroso Hamlet de Shakespeare, puede resolverse reduciéndolo al complejo de Edipo, ya que el príncipe sucumbe ante la tentativa de castigar en otra persona algo que coincide con la sustancia de sus propios deseos edípicos. La incomprensión general del mundo literario, empero, mostró entonces cuán grande es la disposición de la mayoría de los hombres a aferrarse a sus represiones infantiles.

No obstante, más de un siglo antes de surgir el psicoanálisis, el filósofo francés Diderot confirmó la importancia del complejo de Edipo al expresar en los siguientes términos la diferencia entre prehistoria y cultura: Si le petit sauvage était abandonné à lui-même, qu'il conservâ toute son imbécillité, et qu'il réunit au peu de raison de l'enfant au berceau la violence des passions de l'homme de trente ans, il tordrait le cou à son père et coucherait avec sa mère. Me atrevo a declarar que si el psicoanálisis no tuviese otro mérito que la revelación del complejo de Edipo reprimido, esto sólo bastaría para hacerlo acreedor a contarse entre las conquistas más valiosas de la Humanidad.

En la niña pequeña los efectos del complejo de castración son más uniformes, pero no menos decisivos. Naturalmente, la niña no tiene motivo para temer que perderá el pene, pero debe reaccionar frente al hecho de que no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y podemos afirmar que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la envidia fálica. Comienza por hacer infructuosas tentativas de imitar al varón y más tarde trata de compensar su defecto con esfuerzos de mayor éxito, que por fin pueden conducirla a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica trata de procurarse placer como el varón, mediante la estimulación manual de los genitales, no logra a menudo una satisfacción suficiente y extiende su juicio de inferioridad de su pene rudimentario a toda su persona. Por lo común, abandona pronto la masturbación porque no quiere que ésta le recuerde la superioridad del hermano o del compañero de juegos, y se aparta de toda forma de sexualidad.

Si la niña persiste en su primer deseo de convertirse en un varón, terminará en caso extremo como homosexual manifiesta, y en todo caso expresará en su conducta ulterior rasgos claramente masculinos, eligiendo una profesión varonil o algo por el estilo. El otro camino lleva al abandono de la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia fálica, no puede perdonar el que la haya traído al mundo tan insuficientemente dotada. En medio de este resentimiento abandona a la madre y la sustituye, en calidad de objeto amoroso, por otra persona: por el padre. Cuando se ha perdido un objeto amoroso, la reacción más obvia consiste en identificarse con él, como si se quisiera recuperarlo desde dentro por medio de la identificación. La niña pequeña aprovecha este mecanismo y la vinculación con la madre cede la plaza a la identificación con la madre. La hijita se coloca en lugar de la madre, como por otra parte siempre lo hizo en sus juegos; quiere suplantarla ante el padre, y odia ahora a la madre que antes amara, aprovechando una doble motivación: la odia tanto por celos como por el rencor que le guarda debido a su falta de pene. Al principio, su nueva relación con el padre puede tener por contenido el deseo de disponer de su pene, pero pronto culmina en el otro deseo de que el padre le regale un hijo. De tal manera, el deseo del hijo ocupa el lugar del deseo fálico, o al menos se desdobla de éste.

Es interesante que la relación entre los complejos de Edipo y de castración se presente en la mujer de manera tan distinta y aun antagónica a la que adopta en el hombre. Como sabemos, en éste la amenaza de castración pone fin al complejo de Edipo; en la mujer nos enteramos de que, por el contrario, el efecto de la falta de pene la impulsa hacia su complejo de Edipo. La mujer no sufre gran perjuicio si permanece en su actitud edípica femenina (para la cual se ha propuesto el nombre de «complejo de Electra»). En tal caso elegirá a su marido de acuerdo con las características paternas y estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su anhelo de poseer un pene, anhelo en realidad inextinguible, puede llegar a satisfacerse si logra completar el amor al órgano convirtiéndolo en amor al portador del mismo, tal como lo hizo antes, al progresar del pecho materno a la persona de la madre.

Si preguntamos a un analista cuáles son, en su experiencia, las estructuras psíquicas de sus pacientes más inaccesibles a su influjo, veremos que en la mujer es la envidia fálica y en el hombre la actitud femenina frente al propio sexo, actitud que, necesariamente, tendría por condición previa la pérdida del pene.

 

TERCERA PARTE

RESULTADOS TEÓRICOS

 

CAPÍTULO VIII

EL APARATO PSÍQUICO Y EL MUNDO EXTERIOR

Todos los conocimientos generales y las premisas que mencionamos en el primer capítulo fueron adquiridos, naturalmente, mediante una minuciosa y paciente labor individual, de la que dimos un ejemplo en el capítulo precedente. Quisiéramos examinar ahora los beneficios para nuestro saber surgidos de aquella labor y los caminos que se abren a nuevos progresos. En ese examen advertiremos con sorpresa cuán frecuentemente nos vimos obligados a trascender los límites de la ciencia psicológica, pero tendremos en cuenta que los fenómenos que nos ocupan no pertenecen únicamente a la psicología, sino que también tienen su faz orgánica y biológica, y en consecuencia, al construir el psicoanálisis hemos hecho también importantes descubrimientos biológicos y no pudimos rehuir nuevas hipótesis de esta índole.

Limitémonos, por el momento, a la psicología. Ya reconocimos que no es posible separar científicamente la normalidad psíquica de la anormalidad, de modo que, pese a su importancia práctica, sólo cabe atribuir valor convencional a esta diferenciación. Con ello hemos fundado nuestro derecho a comprender la vida psíquica normal mediante la indagación de sus trastornos, cosa que no sería lícita si estos estados patológicos, estas neurosis y psicosis reconocieran causas específicas, de efecto similar al de los cuerpos extraños en patología.

El estudio de un trastorno psíquico fugaz, inofensivo y aun útil, que ocurre durante el reposo, nos ha suministrado la clave de las enfermedades anímicas permanentes y nocivas para la existencia. Ahora nos permitimos afirmar que la psicología de la consciencia no fue capaz de comprender la función psíquica normal mejor que el sueño. Los datos de la autopercepción consciente, los únicos de que disponía, se han revelado en todo respecto insuficientes para penetrar la plenitud y la complejidad de los procesos psíquicos, para revelar sus conexiones y para reconocer así las causas determinantes de su perturbación.

Nuestra hipótesis de un aparato psíquico espacialmente extenso, adecuadamente integrado y desarrollado bajo el influjo de las necesidades vitales; un aparato que sólo en un determinado punto y bajo ciertas condiciones da origen a los fenómenos de consciencia, nos ha permitido establecer la psicología sobre una base semejante a la de cualquier otra ciencia natural, como, por ejemplo, la física. Esta como aquélla persiguen el fin de revelar, tras las propiedades (cualidades) del objeto investigado, que se dan directamente a nuestra percepción, algo que sea más independiente de la receptividad selectiva de nuestros órganos sensoriales y que se aproxime más al supuesto estado de cosas real. No esperemos captar este último, pues, según vemos, toda nueva revelación psicológica debe volver a traducirse al lenguaje de nuestras percepciones, del cual evidentemente no podemos librarnos. He aquí la esencia y la limitación de la psicología. Es como si en la física declarásemos: contando con la suficiente agudeza visual, comprobaríamos que un cuerpo, sólido al parecer, consta de partículas de determinada forma, dimensión y posición relativa. Entre tanto, tratamos de llevar al máximo, mediante recursos artificiales, la capacidad de rendimiento de nuestros órganos sensoriales; pero cabe esperar que todos estos esfuerzos nada cambiarán en definitiva. La realidad siempre seguirá siendo «incognoscible». La elaboración intelectual de nuestras percepciones sensoriales primarias nos permite reconocer en el mundo exterior relaciones y dependencias que pueden ser reproducidas o reflejadas fielmente en el mundo interior de nuestro pensamiento, poniéndonos su conocimiento en situación de «comprender» algo en el mundo exterior, de preverlo y, posiblemente, modificarlo. Así procedemos también en psicoanálisis. Hemos hallado recursos técnicos que permiten colmar las lagunas de nuestros fenómenos conscientes, y los utilizamos tal como los físicos emplean el experimento. Por ese camino elucidamos una serie de procesos que en sí mismos son «incognoscibles»; los insertamos en la serie de los que nos son conscientes, y si afirmamos, por ejemplo, la intervención de un determinado recuerdo inconsciente, sólo queremos decir que ha sucedido algo absolutamente inconceptuable para nosotros, pero algo que, si hubiese llegado a nuestra consciencia, sólo hubiese podido ser así, y no de otro modo.

Naturalmente, en cada caso dado la crítica decidirá el derecho y el grado de seguridad que nos asisten para tales inferencias e interpolaciones; no puede negarse que esa decisión plantea a menudo arduas dificultades, expresadas en la falta de unanimidad entre los psicoanalistas. La novedad del asunto, es decir, la falta de experiencia, es parcialmente responsable de ese estado de cosas, pero también interviene un factor inherente al propio tema, ya que en psicología no siempre se trata, como en física, de cosas que sólo pueden despertar frío interés científico. Así, no nos extraña si una psicoanalista que no se ha convencido suficientemente de la intensidad de su propia envidia fálica, tampoco es capaz de prestar la debida consideración a ese factor en sus pacientes. Mas, a la postre, estos errores originados en la ecuación personal no tienen mayor importancia. Si releyéramos viejos tratados de microscopía, nos asombraríamos de las extraordinarias condiciones que entonces debía cumplir el observador, cuando la técnica de ese instrumento aún estaba en pañales, mientras que hoy ni siquiera se mencionan esas condiciones.

No podemos bosquejar aquí un cuadro completo del aparato psíquico y de sus funciones; por otra parte, tampoco lo permitiría el hecho de que el psicoanálisis aún no ha tenido tiempo de estudiar a fondo todas esas funciones. Por consiguiente, nos limitaremos a repetir con mayor extensión los hechos reseñados en el capítulo inicial.

El núcleo de nuestra esencia está formado por el oscuro ello, que no se comunica directamente con el mundo exterior y sólo es accesible a nuestro conocimiento por intermedio de otra instancia psíquica. En este ello actúan los instintos orgánicos, formados a su vez por la fusión en proporción variable de dos fuerzas primordiales (Eros y destrucción), y diferenciados entre sí por sus respectivas relaciones con órganos y sistemas orgánicos. La única tendencia de estos instintos es la de alcanzar su satisfacción, que procuran alcanzar mediante determinadas modificaciones de los órganos, con ayuda de objetos del mundo exterior. Mas la satisfacción instintual inmediata e inescrupulosa, tal como la exige el ello, llevaría con harta frecuencia a peligrosos conflictos con el mundo exterior y a la destrucción del individuo. El ello no tiene consideración alguna por la seguridad individual, no reconoce el miedo o, para decirlo mejor, aunque puede producir los elementos sensoriales de la angustia, no es capaz de aprovecharlos. Los procesos posibles en y entre los supuestos elementos psíquicos del ello (proceso primario) discrepan ampliamente de los que la percepción consciente nos muestra en nuestra vida intelectual y afectiva; además, para ellos no rigen las restricciones críticas de la lógica, que rechaza una parte de esos procesos, considerándolos inaceptables y tratando de anularlos.

El ello, aislado del mundo exterior, tiene un mundo propio de percepciones. Percibe con extraordinaria agudeza ciertas alteraciones de su interior, especialmente las oscilaciones en la tensión de sus necesidades instintuales, oscilaciones que se consciencian como sensaciones de la serie placer-displacer. Desde luego, es difícil indicar por qué vías y con ayuda de qué órganos terminales de la sensibilidad llegan a producirse esas percepciones. De todos modos, no cabe duda que las autopercepciones -tanto las sensaciones cenestésicas indiferenciadas como las sensaciones de placer-displacer- dominan con despótica tiranía los procesos del ello. El ello obedece al inexorable principio del placer, mas no sólo el ello se conduce así. Parecería que también las actividades de las restantes instancias psíquicas sólo consiguen modificar el principio del placer, pero no anularlo, de modo que subsiste el problema -de suma importancia teórica y aún no resuelto- de cómo y cuándo se logra superar el principio del placer, si es que ello es posible. La noción de que el principio del placer requiere la reducción -y en el fondo quizá aun la extinción- de las tensiones instintuales (es decir, un estado de nirvana) nos conduce a relaciones aún no consideradas entre el principio del placer y las dos fuerzas primordiales: Eros e instinto de muerte.

La otra instancia psíquica, la que creemos conocer mejor y en la cual nos resulta más fácil reconocernos a nosotros mismos -el denominado yo- se ha desarrollado de aquella capa cortical del ello que, adaptada a la recepción y a la exclusión de estímulos, se encuentra en contacto directo con el mundo exterior (con la realidad). Partiendo de la percepción consciente, el yo ha sometido a su influencia sectores cada vez mayores y capas cada vez más profundas del ello, exhibiendo en la sostenida dependencia del mundo exterior el sello indeleble de su primitivo origen (algo así como el «Made in Germany»). Su función psicológica consiste en elevar los procesos del ello a un nivel dinámico superior (por ejemplo, convirtiendo energía libremente móvil en energía ligada, como corresponde al estado preconsciente); su función constructiva, en cambio, consiste en interponer entre la exigencia instintual y el acto destinado a satisfacerla una actividad intelectiva que, previa orientación en el presente y utilizando experiencias interiores, trata de prever las consecuencias de los actos propuestos por medio de acciones experimentales o «tanteos». De esta manera el yo decide si la tentativa de satisfacción debe ser realizada o diferida, o si la exigencia del instinto no habrá de ser suprimida totalmente por peligrosa (he aquí el principio de la realidad). Así como el ello persigue exclusivamente el beneficio placentero, así el yo está dominado por la consideración de la seguridad. El yo tiene por función la autoconservación, que parece ser desdeñada por el ello. Utiliza las sensaciones de angustia como señales que indican peligros amenazantes para su integridad. Dado que los rastros mnemónicos pueden tornarse conscientes igual que las percepciones, en particular por su asociación con los residuos verbales, surge aquí la posibilidad de una confusión que podría llevar a desconocer la realidad. El yo se protege contra esto estableciendo la función del juicio o examen de realidad, que, merced a las condiciones reinantes al dormir, bien puede quedar abolida en los sueños. El yo, afanoso de subsistir en un medio lleno de fuerzas mecánicas abrumadoras, es amenazado por peligros que proceden principalmente de la realidad exterior pero no sólo de allí. El propio ello es una fuente de peligros similares, en virtud de dos causas muy distintas. Ante todo, los instintos excesivamente fuertes pueden perjudicar al yo de manera análoga a los «estímulos» exorbitantes del mundo exterior. Es verdad que no pueden destruirlo, pero sí pueden aniquilar la organización dinámica que caracteriza al yo, volviendo a convertirlo en una parte del ello. Además, la experiencia habrá enseñado al yo que la satisfacción de una exigencia instintual, tolerable por sí misma, implicaría peligros emanados del mundo exterior, de modo que la propia demanda instintual se convierte así en un peligro. Por consiguiente, el yo combate en dos frentes: debe defender su existencia contra un mundo exterior que amenaza aniquilarlo, tanto como contra un mundo interior demasiado exigente. Emplea contra ambos los mismos métodos de defensa, pero la protección contra el enemigo interno es particularmente inadecuada. Debido a la identidad de origen con este enemigo y a la íntima vida en común que ambos han llevado ulteriormente, el yo halla la mayor dificultad en escapar a los peligros interiores que subsisten como amenazas aun cuando puedan ser domeñados transitoriamente.

Ya sabemos que el débil e inmaduro yo del primer período infantil queda definitivamente lisiado por los esfuerzos que se le imponen para defenderse contra los peligros característicos de esa época de la vida. El amparo de los padres protege al niño contra los peligros que lo amenazan desde el mundo exterior, pero debe pagar esta seguridad con el miedo a la pérdida del amor, que lo dejaría indefenso a merced de los peligros exteriores. Dicho factor hace sentir su decisiva influencia en el desenlace del conflicto cuando el varón llega a la situación del complejo de Edipo, dominándolo la amenaza dirigida contra su narcisismo por la castración, reforzada desde fuentes primordiales. Impulsado por la fuerza combinada de ambas influencias -por el peligro real inmediato y por el filogenético, recordado-, el niño emprende sus tentativas de defensa (represiones), que, si bien parecen eficaces por el momento, resultarán psicológicamente inadecuadas en cuanto la reanimación ulterior de la vida sexual haya exacerbado las exigencias instintivas que otrora pudieron ser rechazadas. Biológicamente expresada, esta condición equivale a un fracaso del yo en su tarea de dominar las excitaciones del primer período sexual, porque su inmadurez no le permite enfrentarlas. En este retardo de la evolución yoica frente a la evolución libidinal reconocemos la condición básica de las neurosis, y hemos de concluir que éstas podrían evitarse si se le ahorrase dicha tarea al yo infantil; es decir, si se dejase en plena libertad la vida sexual del niño, como sucede en muchos pueblos primitivos. La etiología de las afecciones neuróticas quizá sea más compleja de lo que aquí hemos descrito pero en todo caso hemos logrado destacar una parte sustancial de la complejidad etiológica. Tampoco debemos olvidar las influencias filogenéticas, que de alguna manera aún ignorada están representadas en el ello y que seguramente actúan sobre el yo, en esa época precoz, con mayor poder que en fases ulteriores. Por otra parte, alcanzamos a entrever que un represamiento tan precoz del instinto sexual, una adhesión tan decidida del joven yo al mundo exterior, contra el mundo interior, actitud que se le impone merced a la prohibición de la sexualidad infantil, no puede dejar de ejercer influencia decisiva sobre la futura aptitud cultural del individuo. Las demandas instintuales, apartadas de su satisfacción directa, se ven obligadas a adoptar nuevas vías que llevan a satisfacciones sustitutivas, y en el curso de esos rodeos pueden ser desexualizadas, aflojándose su vinculación con sus fines instintivos originales. Así, podemos anticipar la noción de que muchos de nuestros tan preciados bienes culturales han sido adquiridos a costa de la sexualidad, por la coerción de las energías instintivas sexuales.

Hasta ahora siempre nos hemos visto obligados a destacar que el yo debe su origen y sus más importantes características adquiridas a la relación con el mundo exterior real; en consecuencia, estamos preparados para aceptar que los estados patológicos del yo, en los cuales vuelve a aproximarse más al ello, se fundan en la anulación o el relajamiento de esa relación con el mundo exterior. De acuerdo con esto, la experiencia clínica nos demuestra que la causa desencadenante de una psicosis radica en que, o bien la realidad se ha tornado intolerablemente dolorosa, o bien los instintos han adquirido extraordinaria exacerbación, cambios que deben sufrir idéntico efecto, teniendo en cuenta las exigencias contrarias planteadas al yo por el ello y por el mundo exterior. El problema de las psicosis sería simple e inteligible si el desprendimiento del yo con respecto a la realidad pudiese efectuarse íntegramente. Pero esto sucede, al parecer, sólo en raros casos, o quizá nunca. Aun en estados que se han apartado de la realidad del mundo exterior en medida tal como los de confusión alucinatoria (amencia), nos enteramos, por las comunicaciones que nos suministran los enfermos una vez curados, que aun entonces se mantuvo oculta en un rincón de su mente -como suelen expresarlo- una persona normal que dejaba pasar ante sí la fantasmagórica patología, como si fuera un observador imparcial. No sé si cabe aceptar que siempre sucede así, pero podría aducir experiencias similares en otras psicosis menos tormentosas. Recuerdo un caso de paranoia crónica en el que, después de cada acceso de celos, un sueño ofrecía al analista la representación correcta del motivo, libre de todo elemento delirante. Resultaba así la interesante contradicción de que, mientras por lo general descubrimos en los sueños del neurótico los celos que no aparecen en su vida diurna, en este caso de un psicótico el delirio dominante durante el día aparecía rectificado por el sueño. Quizá podamos presumir, con carácter general, que el fenómeno presentado por todos los casos semejantes es una escisión psíquica. Se han formado dos actitudes psíquicas, en lugar de una sola: la primera, que tiene en cuenta la realidad y que es normal; la otra, que aparta al yo de la realidad bajo la influencia de los instintos. Ambas actitudes subsisten la una junto a la otra. El resultado final dependerá de su fuerza relativa. Si la última tiene o quiere mayor potencia, quedará establecida con ello la precondición de la psicosis. Si la relación se invierte, se producirá una curación aparente del trastorno delirante. Pero en realidad sólo se habrá retirado al inconsciente, como también se debe colegir a través de numerosas observaciones que el delirio se encontraba desarrollado durante mucho tiempo, hasta que por fin llegó a desencadenarse manifiestamente.

El punto de vista según el cual en todas las psicosis debe postularse una escisión del yo no merecería tal importancia si no se confirmara también en otros estados más semejantes a las neurosis, y finalmente también en estas últimas. Por primera vez me convencí de ello en casos de fetichismo. Esta anormalidad, que puede incluirse entre las perversiones, se basa, como sabemos, en que el enfermo, (casi siempre del sexo masculino) no acepta la falta del pene de la mujer, defecto que le resulta desagradable en extremo, pues representa la prueba de que su propia castración es posible. Por eso reniega de sus propias percepciones sensoriales, que le han demostrado la ausencia del pene en los genitales femeninos, y se aferra a la convicción contraria. Pero la percepción renegada no ha dejado de ejercer toda influencia, pues el enfermo no tiene el coraje de afirmar haber visto realmente un pene. En cambio, toma otra cosa, una parte del cuerpo o un objeto, y le confiere el papel del pene que por nada quisiera echar de menos. Por lo común se trata de algo que realmente vio entonces, cuando contempló los genitales femeninos, o bien de algo que se presta para sustituir simbólicamente al pene. Pero sería injusto calificar de escisión yoica a este mecanismo de formación del fetiche, pues se trata de una transacción alcanzada con ayuda del desplazamiento, tal como ya lo conocemos en el sueño. Pero nuestras observaciones nos muestran algo más. El fetiche fue creado con el propósito de aniquilar la prueba según la cual la castración sería posible, de modo que permitiera evitar la angustia de castración. Si la mujer poseyera un pene, como otros seres vivientes, ya no sería necesario tener que temblar por la conservación del propio pene.

Ahora bien: también nos encontramos con fetichistas que han desarrollado la misma angustia de castración que los no fetichistas, reaccionando frente a ella de idéntica manera. En su conducta se expresan, pues, al mismo tiempo dos presuposiciones contrarias. Por un lado reniegan del hecho de su percepción, según la cual no han visto pene alguno en los genitales femeninos; pero por otro lado reconocen la falta de pene en la mujer y extraen de ella las conclusiones correspondientes. Ambas actitudes subsisten la una junto a la otra durante la vida entera, sin afectarse mutuamente. He aquí lo que justificadamente puede llamarse una escisión del yo. Esta circunstancia también nos permite comprender que el fetichismo sólo esté, con tal frecuencia, parcialmente desarrollado. No domina con carácter exclusivo la elección de objeto, sino que deja lugar para una medida más o menos considerable de actitudes sexuales normales, y a veces aun llega a restringirse a un papel modesto o a una mera insinuación. Por consiguiente, los fetichistas nunca logran desprender completamente su yo de la realidad del mundo exterior.

No debe creerse que el fetichismo represente un caso excepcional en lo que a la escisión del yo se refiere, pues no es más que una condición particularmente favorable para su estudio. Retomemos nuestra indicación de que el yo infantil, bajo el dominio del mundo real, liquida las exigencias instintuales inconvenientes mediante la denominada represión. Completémosla ahora con la nueva comprobación de que en la misma época de su vida el yo se ve a menudo en la situación de rechazar una pretensión del mundo exterior que le resulta penosa, cosa que logra mediante la renegación o repudiaciónde las percepciones que lo informan de esa exigencia planteada por la realidad. Tales repudiaciones son muy frecuentes no sólo entre los fetichistas; cada vez que logramos estudiarlas resultan ser medidas de alcance parcial, tentativas incompletas para desprenderse de la realidad. El rechazo siempre se complementa con una aceptación; siempre se establecen dos posiciones antagónicas y mutuamente independientes, que dan por resultado una escisión del yo. El desenlace depende, una vez más, de cuál de ambas posiciones logre alcanzar la mayor intensidad.

Los hechos concernientes a la escisión yoica que aquí hemos descrito no son tan originales y extraños como parecería a primera vista. En efecto, el que la vida psíquica de una persona presente en relación con determinada conducta dos actitudes distintas, opuestas entre sí y mutuamente independientes, responde a una característica general de las neurosis, sólo que en este caso una de aquéllas pertenece al yo, y la antagónica, estando reprimida, forma parte del ello. La diferencia entre ambos casos es, en esencia, topográfica o estructural, y no siempre es fácil decidir ante cuál de ambas posibilidades nos encontramos en un caso determinado. Mas la concordancia importante entre ambos casos reside en lo siguiente: cualquier caso que emprenda el yo en sus tentativas de defensa, ya sea que repudie una parte del mundo exterior real o que pretenda rechazar una exigencia instintual del mundo interior, el éxito jamás será pleno y completo. Siempre surgirán dos actitudes antagónicas, de las cuales también la subordinada, la más débil, dará lugar a complicaciones psíquicas. Para finalizar, sólo señalaremos cuán poco nos enseñan nuestras percepciones conscientes acerca de todos estos procesos.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

 

CAPÍTULO IX

EL MUNDO INTERIOR

 

Para transmitir el conocimiento de una simultaneidad compleja no tenemos otro recurso sino su descripción sucesiva, de modo que todas nuestras representaciones adolecen básicamente de una simplificación unilateral, siendo preciso que se las complemente, que se las reestructure y, al mismo tiempo, que se las rectifique.

La noción de un yo que media entre el ello y el mundo exterior, que asume las demandas instintuales del primero para conducirlas a su satisfacción, que recoge percepciones en el segundo y las utiliza como recuerdos, que, preocupado por su propia conservación, se defiende contra demandas excesivas de ambas partes, guiándose en todas sus decisiones por los consejos de un principio del placer modificado; esta noción sólo rige, en realidad, para el yo hasta el final del primer período infantil alrededor de los cinco años. Hacia esa época se produce una importante modificación. Una parte del mundo exterior es abandonada, por lo menos parcialmente, como objeto, y en cambio es incorporada al yo mediante la identificación; es decir, se convierte en parte integrante del mundo interior. Esta nueva instancia psíquica continúa las funciones que anteriormente desempeñaron las personas correspondientes del mundo exterior: observa al yo, le imparte órdenes, lo corrige y lo amenaza con castigos, tal como lo hicieron los padres, cuya plaza ha venido a ocupar. A esta instancia la llamamos super-yo, y en sus funciones judicativas la sentimos como conciencia. No deja de ser notable que el super-yo despliegue a menudo una severidad de la cual los padres reales no sentaron precedentes, y también que no sólo llame a rendir cuentas al yo por sus actos cabales, sino también por sus pensamientos e intenciones no realizadas, que parece conocer perfectamente. Recordamos aquí que también el héroe de la leyenda edípica se siente culpable por sus actos y se impone un autocastigo, pese a que la compulsión del oráculo debería redimirlo de toda culpa, tanto en nuestro juicio como en el propio. El super-yo es, en efecto, el heredero del complejo de Edipo y sólo queda establecido una vez liquidado éste. Por consiguiente, su excesivo rigor no se ajusta a un prototipo real, sino que corresponde a la intensidad del rechazo dirigido contra la tentación del complejo de Edipo. Quizá haya una vaga sospecha de esta circunstancia en las afirmaciones de filósofos y creyentes, según las cuales el hombre no adquiriría su sentido moral por la educación o por la influencia de la vida en sociedad, sino que sería implantado en él por una fuente superior.

Mientras el yo opera en plena concordancia con el super-yo, no es fácil discernir las manifestaciones de ambos, pero las tensiones y las discrepancias entre ellos se expresan con gran claridad. El tormento causado por los reproches de la conciencia corresponde exactamente al miedo del niño a perder el amor, amenaza reemplazada en él por la instancia moral. Por otra parte, cuando el yo resiste con éxito a la tentación de hacer algo que sería objetable por el super-yo, se siente exaltado en su autoestima y reforzado en su orgullo, como si hubiese hecho una preciosa adquisición. De tal manera, el super-yo continúa desempeñando ante el yo el papel de un mundo exterior, por más que se haya convertido en parte integrante del mundo interior. Para todas las épocas ulteriores de la vida representará la influencia de la época infantil del individuo, de los cuidados, la educación y la dependencia de los padres; en suma, la influencia de la infancia, tan prolongada en el ser humano por la convivencia familiar. Y con ello no sólo perduran las cualidades personales de esos padres, sino también todo lo que a su vez tuvo alguna influencia determinante sobre ellos; es decir, las inclinaciones y las normas del estado social en el cual viven, las disposiciones y tradiciones de la raza de la cual proceden. Quien prefiera las formulaciones generales y las distinciones precisas podrá decir que el mundo exterior, al cual se encuentra expuesto el individuo una vez separado de los padres, representa el poderío del presente; su ello, en cambio, con todas sus tendencias heredadas, representa el pasado orgánico; por fin, el super-yo, adquirido más tarde, representa ante todo el pasado cultural, que el niño debe, en cierta manera, reexperimentar en los pocos años de su primera infancia. Sin embargo, tales generalizaciones difícilmente pueden tener vigencia universal. Una parte de las conquistas culturales se sedimenta evidentemente en el ello; mucho de lo que el super-yo trae consigo despertará, pues, un eco en el ello; parte de lo que el niño vivencia por primera vez tendrá efecto reforzado, porque repite una arcaica vivencia filogenética:

Was du ererbt von deinen Vätern hast,

Erwirb es, um es zu besitzen

De tal manera, el super-yo asume una especie de posición intermedia entre el ello y el mundo exterior, reúne en sí las influencias del presente y del pasado. En el establecimiento del super-yo vemos, en cierta manera, un ejemplo de cómo el presente se convierte en el pasado...

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