DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA (última parte)

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 Miguel de Unamuno

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 IX 

 FE, ESPERANZA Y CARIDAD 

 Sanctiusque ne reverentius visum de actis deorum credere quam scire. 

  (TÁCITO, Germania, 34.) 

 A este Dios cordial o vivo se llega, y se vuelve a Él cuando por el Dios lógico o muerto se le ha dejado, por el camino de la fe y no de convicción racional o matemática.

 ¿Y qué cosa es fe?

 Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así: creer lo que no vimos.

 A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo: «¡Creer lo que no vimos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos.» Y antes os he dicho que creer en Dios es, en primera instancia al menos, querer que le haya, anhelar la existencia de Dios.

 La virtud teologal de la fe es, según el apóstol Pablo, cuya definición sirve de base a las tradicionales disquisiciones cristianas sobre ella, «la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de lo que no se ve»: É~),ci~ó#Evpv vzóózaóas, )cpayMázow a--yxoS ov f,,e2ró~csvo)v (Hebreos, XI, T).

 La sustancia o más bien el sustento o base de la esperanza, la garantía de ella. Lo cual conexiona, y más que conexiona subordina, la fe a la esperanza. Y de hecho no es que esperamos porque creemos, sino más bien que creemos porque esperamos. Es la esperanza en Dios, esto es, el ardiente anhelo de que haya un Dios que garantice la eternidad de la conciencia la que nos lleva a creer en Él.

 Pero la fe, que es al fin y al cabo algo compuesto en que entra un elemento conocido, lógico o racional juntamente con uno afectivo, biótico o sentimental, y en rigor irracional, se nos presenta en forma de conocimiento. Y de aquí la insuperable dificultad de separarla de un dogma cualquiera. La fe pura, libre de dogmas, de que tanto escribí en un tiempo, es un fantasma. Ni con inventar aquello de la fe en la fe misma se salía del paso. La fe necesita una materia en que ejercerse.

 El creer es una forma de conocer, siquiera no fuese otra cosa que conocer nuestro anhelo vital y hasta formularlo. Sólo que el término creer tiene en nuestro lenguaje corriente una doble y hasta contradictoria significación, queriendo decir por una parte el mayor grado de adhesión de la mente a un conocimiento como verdadero, de otra parte una débil y vacilante adhesión. Pues si en un sentido creer algo es el mayor asentimiento que cabe dar, la expresión «creo que sea así, aunque no estoy de ello seguro», es corriente y vulgar.

 Lo cual responde a lo que respecto a la incertidumbre, como base de la fe, dijimos. La fe más robusta, en cuanto distinta de todo otro conocimiento que no sea pistico o de fe -fiel como si dijéramos-, se basa en incertidumbre. Y es porque la fe, la garantía de lo que se espera, es, más que adhesión racional a un principio teórico, confianza en la persona que nos asegura algo. La fe supone un elemento personal objetivo. Más bien que creemos algo, creemos a alguien que nos promete o asegura esto o lo otro. Se cree a una persona y a Dios en cuanto persona y personalización del Universo.

 Este elemento personal o religioso, en la fe es evidente. La fe, suele decirse, no es en sí ni un conocimiento teórico o adhesión racional a una verdad, ni se explica tampoco suficientemente en esencia por la confianza en Dios. «La fe es la sumisión íntima o la autoridad espiritual de Dios, la obediencia inmediata. Y en cuanto esta obediencia es el medio de alcanzar un principio racional es la fe una convicción personal.» Así dice Seeberg.

 La fe que definió san Pablo, la 2rí6zis, pistis griega, se traduce mejor por confianza. La voz pistis, en efecto, procede del verbo zei0o,), peitho, que si en su voz activa significa persuadir, en la media equivale a confiar en uno, hacerle caso, fiarse de él, obedecer. Y fiarse, fidare se, procede del tema fid -de donde fides, fe, y de donde también confianza-. Y el tema griego mB pith- y el latino fid parecen hermanos. Y en resolución, que la voz misma fe lleva en su origen implícito el sentido de confianza, de rendimiento a una voluntad ajena, a una persona. Sólo se confía en las personas. Confíase en la Providencia, que concebimos como algo personal y consciente, no en el Hado, que es algo impersonal. Y así se cree en quien nos dice la verdad, en quien nos da la esperanza; no en la verdad misma directa o inmediatamente, no en la esperanza misma.

 Y este sentido personal o más bien personificante de la fe, se delata en sus formas más bajas, pues es el que produce la fe en la ciencia infusa, en la inspiración, en el milagro. Conocido es, en efecto, el caso de aquel médico parisiense que al ver que en su barrio le quitaba un curandero la clientela, trasladóse a otro, al más distante, donde por nadie era conocido, anunciándose como curandero y conduciéndose como tal. Y al denunciarle por ejercicio ilegal de la medicina, exhibió su título, viniendo a decir poco más o menos esto: «Soy médico, pero si como tal me hubiese anunciado, no habría obtenido la clientela que como curandero tengo; mas ahora, al saber mis clientes que he estudiado medicina y poseo título de médico, huirán de mí a un curandero que les ofrezca la garantía de no haber estudiado, de curar por inspiración.» Y es que se desacredita al médico a quien se le prueba que no posee título ni hizo estudios, y se desacredita al curandero a quien se le prueba que los hizo y que es médico titulado. Porque unos creen en la ciencia, en el estudio, y otros creen en la persona, en la inspiración y hasta en la ignorancia.

 «Hay una distinción en la geografía del mundo que se nos presenta cuando establecemos los diferentes pensamientos y deseos de los hombres respecto a su religión. Recordemos cómo el mundo todo está en general dividido en dos hemisferios por lo que a esto hace. Una mitad del mundo, el gran Oriente oscuro, es místico. Insiste en no ver cosa alguna demasiado clara. Poned distinta y clara una cualquiera de las grandes ideas de la vida, e inmediatamente le parece al oriental que no es verdadera. Tiene un instinto que le dice que los más vastos pensamientos son demasiado vastos para la humana mente, y que si se presentan en forma de expresión que la mente humana puede comprender, se violenta su naturaleza y se pierde su fuerza. Y por otra parte, el Occidente exige claridad y se impacienta con el misterio. Le gusta una proposición definida tanto como a su hermano del Oriente le desagrada. Insiste en saber lo que significan para su vida personal las fuerzas eternas e infinitas, cómo han de hacerle personalmente más feliz y mejor y casi cómo han de construir la casa que le abrigue y cocerle la cena en el fogón... Sin duda hay excepciones; místicos en Boston y San Luis, hombres atenidos a los hechos en Bombay y Calcuta. Ambas disposiciones de ánimo no pueden estar separadas una de la otra por un océano o una cordillera. En ciertas naciones y tierras, como, por ejemplo, entre los judíos y en nuestra propia Inglaterra, se mezclan mucho. Pero en general, dividen así el mundo. El Oriente cree en la luz de luna del misterio; el Occidente, en el mediodía del hecho científico. El Oriente pide al Eterno vagos impulsos; el Occidente coge el presente con ligera mano y no quiere soltarlo hasta que le dé motivos razonables, inteligibles. Cada uno de ellos entiende mal al otro, desconfía de él, y hasta en gran parte le desprecia. Pero ambos hemisferios juntos, y no uno de ellos por sí forman el mundo todo.» Así dijo en uno de sus sermones el reverendo Philips Brooks, obispo que fue de Massachusetts, el gran predicador unitariano (Ver The Mistery of Iniquity and Other Sermons, sermón XII).

 Podríamos más bien decir que en el mundo todo, lo mismo en Oriente que en Occidente, los racionalistas buscan la definición y creen en el concepto, y los vitalistas buscan la inspiración y creen en la persona. Los unos estudian el Universo para arrancarle sus secretos; los otros rezan a la Conciencia del Universo, tratan de ponerse en relación inmediata con el Alma del mundo, con Dios, para encontrar garantía o sustancia a lo que esperan, que es no morirse, y demostración de lo que no ven.

 Y como la persona es una voluntad, y la voluntad se refiere siempre al porvenir, el que cree, cree en lo que vendrá, esto es, en lo que espera. No se cree, en rigor lo que es y lo que fue, sino como garantía, como sustancia de lo que será. Creer el cristiano en la resurrección de Cristo, es decir, creer a la tradición y al Evangelio -y ambas potencias son personales- que le dicen que el Cristo resucitó, es creer que resucitará él un día por la gracia de Cristo. Y hasta la fe científica, pues la hay, se refiere al porvenir y es acto de confianza. El hombre de ciencia cree que en tal día venidero se verificará un eclipse de sol, cree que las leyes que hasta hoy han regido al mundo seguirán rigiéndolo.

 Creer, vuelvo a decir, es dar crédito a uno, y se refiere a persona. Digo que sé que hay un animal llamado caballo, y que tiene estos y aquellos caracteres, porque lo he visto, y que creo en la existencia del llamado jirafa u ornitorrinco, y que sea de este o del otro modo, porque creo a los que aseguran haberlo visto. Y he aquí el elemento de incertidumbre que la fe lleva consigo, pues una persona puede engañarse o engañarnos.

 Más, por otra parte, este elemento personal de la creencia le da un carácter afectivo, amoroso y sobre todo, en la fe religiosa, el referirse a lo que se espera. Apenas hay quien sacrificara la vida por mantener que los tres ángulos de un triángulo valgan dos rectos, pues tal verdad no necesita del sacrificio de nuestra vida; mas, en cambio, muchos han perdido la vida por mantener su fe religiosa, y es que los mártires hacen la fe más aún que la fe los mártires. Pues la fe no es la mera adhesión del intelecto a un principio abstracto, no es el reconocimiento de una verdad teórica en que la voluntad no hace sino movernos a entender; la fe es cosa de la voluntad, es movimiento del ánimo hacia una verdad práctica, hacia una persona, hacia algo que nos hace vivir y no tan sólo comprender la vida.

 La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque dependa de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy nutrido de ciencia, el del matemático Cournot, dijo ya que es la tendencia a lo sobrenatural y lo maravilloso lo que da vida, y que a falta de eso, todas las especulaciones de la razón, no vienen a parar sino a la aflicción de espíritu (Traité de d'enchainement des idées fondamentales dans les sciences et dans l'histoire, § 329). Y es que queremos vivir.

 Mas, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería acaso decir que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más bien otra potencia anímica distinta de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento. Tendríamos, pues, el sentir, el conocer; el querer y el creer, o sea crear. Porque ni el sentimiento, ni la inteligencia, ni la voluntad crean, sino que se ejercen sobre la materia dada ya, sobre materia dada por la fe. La fe es el poder creador del hombre. Pero como tiene más íntima relación con la voluntad que con cualquiera otra de las potencias, la presentamos en forma volitiva. Adviértase, sin embargo, cómo querer creer, es decir, querer crear, no es precisamente creer o crear, aunque sí es comienzo de ello.

 La fe es, pues, si no potencia creativa, flor de la voluntad, y su oficio crear. La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe en Él, es Dios el que se está creando a sí mismo de continuo en nosotros. Por lo que dijo san Agustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y te invocaré creyendo en Ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me dice, que me inspiraste con la humanidad de tu Hijo, por el misterio de tu predicador» (Confesiones, lib. I, cap. I). El poder de crear un Dios a nuestra imagen y semejanza, de personalizar el Universo, no significa otra cosa sino que llevamos a Dios dentro, como sustancia de lo que esperamos, y que Dios nos está de continuo creando a su imagen y semejanza.

 Y se crea a Dios, es decir, se crea Dios a sí mismo en nosotros por la compasión, por el amor. Creer en Dios es amarle y tenerle con amor, y se empieza por amarle aun antes de conocerle, y amándole es como se acaba por verle y descubrirle en todo.

 Los que dicen creer en Dios, y ni le aman ni le temen, no creen en Él, sino en aquellos que les han enseñado que Dios existe, los cuales, a su vez con harta frecuencia, tampoco creen en Él. Los que sin pasión de ánimo, sin congoja, sin incertidumbre, sin duda, sin la desesperación en el consuelo, creen creer en Dios, no creen sino en la idea de Dios, mas no en Dios mismo. Y así como se cree en Él por amor, puede también creerse por temor, y hasta por odio, como creía en Él aquel ladrón Vanni Fucci, a quien el Dante hace insultarle con torpes gestos desde el Infierno (Inf., XXV, I, 3). Que también los demonios creen en Dios y muchos ateos.

 ¿No es acaso una manera de creer en Él esa furia con que le niegan y hasta le insultan los que no quieren que le haya, ya que no logran creer en Él? Quieren que exista como lo quieren los creyentes; pero siendo hombres débiles y pasivos o malvados, en quienes la razón puede más que la voluntad, se sienten arrastrados por aquella, bien a su íntimo pesar, y se desesperan y niegan por desesperación, y al negar, afirman y creen lo que niegan, y Dios se revela en ellos, afirmándose por la negación de sí mismo.

 Mas a todo esto se me dirá que enseñar que el tal objeto no lo es sino para la fe, que carece de realidad objetiva fuera de la fe misma; como por otra parte, sostener que le hace falta la fe para contener o para consolar al pueblo, es declarar ilusorio el objetivo de la fe. Y lo cierto es que creer en Dios es hoy, ante todo y sobre todo, para los creyentes intelectuales, querer que Dios exista. Querer que exista Dios, y conducirse y sentir como si existiera. Y por este cambio de querer su existencia, y obrar conforme a tal deseo, es como creamos a Dios, esto es, como Dios se crea en nosotros, como se nos manifiesta, se abre y se revela a nosotros. Porque Dios sale al encuentro de quien le busca con amor y por amor, y se hurta de quien le inquiere por fría razón, no amoroso. Quiere Dios que el corazón descanse, pero que no descanse la cabeza, ya que en la vida física duerme y descansa a veces la cabeza, y vela y trabaja arreo el corazón. Y así, la ciencia sin amor nos aparta de Dios, y el amor, aun sin ciencia y acaso mejor sin ella, nos lleva a Dios; y por Dios a la sabiduría. ¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!

 Y si se me preguntara cómo creo en Dios, es decir, cómo Dios se crea en mí mismo y se me revela, tendré acaso que hacer sonreír, reír o escandalizarse tal vez al que se lo diga.

 Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me traba mi propio destino. Y el concepto de la ley -¡concepto al cabo!- nada me dice ni me enseña.

 Una y otra vez durante mi vida heme visto en trance de suspensión sobre el abismo; una y otra vez heme encontrado sobre encrucijadas en que se me abría un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba a los demás, pues que los caminos de la vida son irreversibles, y una vez y otra vez en tales únicos momentos he sentido el empuje de una fuerza consciente soberana y amorosa. Y ábresele a uno la senda del Señor.

 Puede uno sentir que el Universo le llama y le guía como una persona a otra, oír en su interior su voz sin palabras que le dice: ¡Ve y predica a los pueblos todos! ¿Cómo sabéis que un hombre que se os está delante tiene una conciencia como vosotros, y que también la tiene, más o menos oscura un animal y no una piedra? Por la manera como el hombre, a modo de hombre, a vuestra semejanza, se conduce con vosotros, y la manera como la piedra no se conduce para con vosotros, sino que sufre vuestra conducta. Pues así es como creo que el Universo tiene una cierta conciencia como yo, por la manera como se conduce conmigo humanamente, y siento que una personalidad me envuelve.

 Ahí está una masa informe; parece una especie de animal, no se le distinguen miembros; sólo veo dos ojos, y ojos que me miran con mirada humana, de semejante, mirada que me pide compasión, y oigo que respira. Y concluyo que en aquella masa informe hay una conciencia. Y así, y no de otro modo, mira al creyente el cielo estrellado, con mirada sobrehumana, divina, que le pide suprema compasión y amor supremo y oye en la noche serena la respiración de Dios que le toca el cogollo del corazón, y se revela a él. Es el Universo que vive, ama y pide amor.

 De amar estas cosillas de tomo que se nos van como se nos vinieron sin tenernos apego alguno, pasamos a amar las cosas más permanentes y que no pueden agarrarse con las manos; de amar los bienes pasamos a amar el Bien; de las cosas bellas, a la Belleza; de lo verdadero, a la Verdad; de amar los goces, a amar la Felicidad, y, por último, a amar al Amor. Se sale uno de sí mismo para adentrarse más en su Yo supremo; la conciencia individual se nos sale a sumergirse en la Conciencia total de que forma parte, pero sin disolverse en ella. Y Dios no es sino el Amor que surge del dolor universal y se hace conciencia.

 Aun esto, se dirá, es moverse en un cerco de hierro, y tal Dios no es objetivo. Y aquí convendría darle a la razón su parte y examinar qué sea eso de que algo existe, es objetivo.

 ¿Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimos que una cosa existe? Existir es ponerse algo de tal modo fuera de nosotros, que precediera a nuestra percepción de ello y pueda subsistir fuera cuando desaparezcamos. ¿Y estoy acaso seguro de que algo me precediera o de que algo me ha de sobrevivir? ¿Puede mi conciencia saber que hay algo fuera de ella? Cuanto conozco o puedo conocer está en mi conciencia. No nos enredemos, pues, en el insoluble problema de otra objetividad de nuestras percepciones, sino que existe cuanto obra, y existir es obrar.

 Y aquí volverá a decirse que no es Dios, sino la idea de Dios, la que obra en nosotros. Y diremos que Dios por su idea, y más bien muchas veces por sí mismo. Y volverán a redargüimos pidiéndonos pruebas de la verdad objetiva de la existencia de Dios, pues que pedimos señales. Y tendremos que preguntar por Pilato: ¿qué es la verdad?

 Así preguntó, en efecto, y sin esperar respuesta, volvió a lavarse las manos para sincerarse de haber dejado condenar a muerte al Cristo. Y así preguntan muchos ¿qué es verdad?, sin ánimo alguno de recibir respuesta, y sólo para volver a lavarse las manos del crimen de haber contribuido a matar a Dios de la propia conciencia o de las conciencias ajenas.

 ¿Qué es verdad? Dos clases hay de verdad, la lógica u objetiva, cuyo contrario es el error, y la moral o subjetiva a que se opone la mentira. Y ya en otro ensayo he tratado de demostrar cómo el error es hijo de la mentira.

 La verdad moral, camino para llegar a la otra, también moral, nos enseña a cultivar la ciencia, que es ante todo y sobre todo una escuela de sinceridad y de humildad. La ciencia nos enseña, en efecto, a someter nuestra razón a la verdad y a conocer y a juzgar las cosas como ellas son; es decir, como ellas quieren ser, y no como nosotros queremos que ellas sean. En una investigación religiosamente científica, son los datos mismos de la realidad, son las percepciones que del mundo recibimos las que en nuestra mente llegan a formularse en ley, y no somos nosotros los que en nosotros hacen matemáticas. Y es la ciencia la más recogida escuela de resignación y de humildad, pues nos enseña a doblegarnos ante el hecho, al parecer, más menudo. Y es pórtico de la religión: pero dentro de esta, su función acaba.

 Y es que así como hay verdad lógica a que se opone el error y verdad moral a que se opone la mentira, hay también verdad estética o verosimilitud a que se opone el disparate, y verdad religiosa, o de esperanza, a que se opone la inquietud de la desesperanza absoluta. Pues ni la verosimilitud estética, la de lo que cabe expresar con sentido, es la verdad lógica, la de lo que se demuestra con razones, ni la verdad religiosa, la de la fe, la sustancia de lo que se espera, equivale a la verdad moral, sino que se le sobrepone. El que afirma su fe a base de incertidumbre, no miente ni puede mentir.

 Y no sólo no se cree con la razón ni aún sobre la razón o por debajo de ella, sino que se cree contra la razón. La fe religiosa, habrá que decirlo una vez más, no es ya tan sólo irracional, es contrarracional. «La poesía es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la ilusión después del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen al vaudeville de la mundana sabiduría del vivir. Todo individuo que no vive o poética o religiosamente es tonto.» Así nos dice Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, cap. 4 secc. 11, A § 2), el mismo que nos dice también que el cristianismo es una salida desesperada. Y así es, pero sólo mediante la desesperación de esta salida podemos llegar a la esperanza, a esa esperanza cuya ilusión vitalizadora sobrepuja a todo conocimiento racional, diciéndonos que hay siempre algo irreductible a la razón. Y de esta, de la razón, puede decirse lo que del Cristo, y es que quien no está con ella, está contra ella. Lo que no es racional, es contrarracional, Y así es la esperanza.

 Por todo este camino llegamos siempre a la esperanza. El misterio del amor, que lo es de dolor, tiene una forma misteriosa, que es el tiempo. Atamos el ayer al mañana con eslabones de ansia, y no es el ahora, en rigor, otra cosa que el esfuerzo del antes por hacerse después; no es el presente, sino el empeño del pasado por hacerse porvenir. El ahora, es un punto que no bien pronunciado se disipa, y, sin embargo, en ese punto está la eternidad toda, sustancia del tiempo.

 Cuanto ha sido no puede ser ya sino como fue, y cuanto es no puede ser sino como es; lo posible queda siempre relegado a lo venidero, único reino de libertad y en que la imaginación, potencia creadora y libertadora, carne de la fe, se mueve a sus anchas.

 El amor mira y tiende siempre al porvenir, pues que su obra es la obra de nuestra perpetuación; lo propio del amor, el esperar, y sólo de esperanzas se mantiene. Y así que el amor ve realizado su anhelo, se entristece y descubre al punto que no es su fin propio aquello a que tendía, y que no se lo puso Dios sino como señuelo para moverle a la obra; que su fin está más allá, y emprende de nuevo tras él su afanosa carrera de engaños y desengaños por la vida. Y va haciendo recuerdos de sus esperanzas fallidas, y saca de esos recuerdos nuevas esperanzas. La cantera de las divisiones de nuestro porvenir está en los soterraños de nuestra memoria; con recuerdos nos fragua la imaginación esperanzas. Y es la humanidad como una moza henchida de anhelos, hambrienta de vida y sedienta de amor, que teje sus días con ensueños, y espera, espera siempre, espera sin cesar al amador eterno, que por estarle destinado desde antes de antes, desde mucho más atrás de sus remotos recuerdos, desde allende la cuna hacia el pasado, ha de vivir con ella y para ella, después de después, hasta mucho más allá de sus remotas esperanzas, hasta allende la tumba, hacia el porvenir. Y el deseo más caritativo para con esta pobre enamorada es, como para con la moza que espera siempre a su amado, que las dulces esperanzas de la primavera de su vida se le conviertan, en el invierno de ella, en recuerdos más dulces todavía y recuerdos engendradores de esperanzas nuevas. ¡Qué jugo de apacible felicidad, de resignación al destino debe dar en los días de nuestro sol más breve el recordar esperanzas que no se han realizado aún, y que por no haberse realizado conservan su pureza!

 El amor espera, espera siempre sin cansarse nunca de esperar, y el amor a Dios, nuestra fe en Dios, es ante todo, esperanza en Él. Porque Dios no muere, y quien espera en Dios, vivirá siempre. Y es nuestra esperanza fundamental, la raíz, y tronco de nuestras esperanzas todas, la esperanza de la vida eterna.

 Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es a su vez la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial; no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, sólo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.

 El amor nos hace creer en Dios, en quien esperamos, y de quien esperamos la vida futura; el amor nos hace creer en lo que el ensueño de la esperanza nos crea.

 La fe es nuestro anhelo a lo eterno, a Dios, y la esperanza es el anhelo de Dios, de lo eterno, de nuestra divinidad, que viene al encuentro de aquella y nos eleva. El hombre aspira a Dios por la fe, y le dice: «Creo, ¡dame, señor, en qué creer!» Y Dios, su divinidad, le manda la esperanza en otra vida para que crea en ella. La esperanza es el premio a la fe. Sólo el que cree espera la verdad, y sólo el que de la verdad espera, cree. No creemos sino lo que esperamos, ni esperamos lo que creemos.

 Fue la esperanza la que llamó a Dios Padre, y es ella la que sigue dándole ese nombre preñado de consuelo y de misterio. El padre nos dio la vida y nos da el pan para mantenerla, y al padre pedimos que nos la conserve. Y si el Cristo fue el que a corazón más lleno y a boca más pura llamó Padre a su Padre y nuestro, si el sentimiento cristiano se encumbra en el sentimiento de la paternidad de Dios, es porque en el Cristo sublimó el linaje humano su hambre de eternidad.

 Se dirá tal vez que este anhelo de la fe, que esta esperanza es, más que otra cosa, un sentimiento estético. Lo informa también acaso, pero sin satisfacerle del todo.

 En el arte, en efecto, buscamos un remedo de eternización. Si en lo bello se aquieta un momento el espíritu, y descansa y se alivia, ya que no se le cura la congoja, es por ser lo bello revelación de lo eterno, de lo divino de las cosas, y la belleza no es sino la perpetuación de la momentaneidad. Que así como la verdad es el fin del conocimiento racional, así la belleza es el fin de la esperanza, acaso irracional en su fondo.

 Nada se pierde, nada pasa del todo, pues que todo se perpetúa de una manera o de otra, y todo, luego de pasar por el tiempo, vuelve a la eternidad. Tiene el mundo temporal raíces en la eternidad, y allí está junto al ayer con el hoy y el mañana. Ante nosotros pasan las escenas como en un cinematógrafo, pero la cinta permanece una y entera más allá del tiempo.

 Dicen los físicos que no se pierde un solo pedacito de materia ni un solo golpecito de fuerza, sino que uno y otro se transforman y transmiten persistiendo. ¿Y es que se pierde acaso forma alguna, por huidera que sea? Hay que creer -¡creerlo y esperarlo!- que tampoco, que en alguna parte quede archivada y perpetuada, que hay un espejo de eternidad en que se suman, sin perderse unas en otras, las imágenes todas que desfilan por el tiempo. Toda impresión que me llegue queda en mi cerebro almacenada, aunque sea tan hondo o con tan poca fuerza que se hunda en lo profundo de mi subconsciencia; pero desde allí anima mi vida, y si mi espíritu todo, si el contenido total de mi alma se me hiciera consciente, resurgirían todas las fugitivas impresiones olvidadas no bien percibidas, y aun las que se me pasaron inadvertidas. Llevo dentro de mí todo cuanto ante mí desfiló y conmigo lo perpetúo, y acaso va todo ello en mis gérmenes, y viven en mis antepasados todos por entero, y vivirán, juntamente conmigo, en mis descendientes. Y voy yo tal vez, todo yo, con todo este mi universo, en cada una de mis obras, o por los menos va en ellas lo esencial de mí, lo que me hace ser yo, mi esencia individual.

 Y esta esencia individual de cada cosa, esto que la hace ser ella y no otra, ¿cómo se nos revela sino como belleza? ¿Qué es la belleza de algo sino es su fondo eterno, lo que une su pasado con su porvenir, lo que de ello reposa y queda en las entrañas de la eternidad? ¿O qué es más bien sino la revelación de su divinidad?

 Y esta belleza, que es la raíz de eternidad, se nos revela por el amor, y es la más grande revelación del amor de Dios y la señal de que hemos de vencer al tiempo. El amor es quien nos revela lo eterno nuestro y de nuestros prójimos.

 ¿Es lo bello, lo eterno de las cosas, lo que despierta y enciende nuestro amor a ellas, o es nuestro amor a las cosas lo que nos revela lo bello, lo eterno de ellas? ¿No es acaso la belleza una creación del amor, lo mismo que el mundo sensible lo es del instinto de conservación y el supersensible del de perpetuación y en el mismo sentido? ¿No es la belleza, y la eternidad con ella, una creación del amor? «Nuestro hombre exterior -escribe el Apóstol, 11 Cor., IV, 16- se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día.» El hombre de las apariencias que pasan se desgasta, y con ellas pasa; pero el hombre de la realidad queda y crece. «Porque lo que al presente es momentáneo y leve en nuestra tribulación, nos da un peso de gloria sobremanera alto y eterno» (vers. 17). Nuestro dolor nos da congoja, y la congoja, al estallar de la plenitud de sí misma, nos parece consuelo. «No mirando nosotros a las cosas que se ven, sino a las que no se ven; porque las coas que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas» (vers. 18).

 Este dolor da esperanzas, que es lo bello de la vida, la suprema belleza, o sea, el supremo consuelo. Y como el amor es dolor, es compasión y no es sino el consuelo temporal que esta se busca. Trágico consuelo. Y la suprema belleza es la de la tragedia. Acongojados al sentir que todo pasa, que pasamos nosotros, que pasa lo nuestro, que pasa cuanto nos rodea, la congoja misma nos revela el consuelo de lo que no pasa, de lo eterno, de lo hermoso.

 Y esta hermosura así revelada, esta perpetuación de la momentaneidad, sólo se realiza prácticamente, sólo vive por obra de la caridad. La esperanza en la acción es la caridad, así como la belleza en acción es el bien.

 La raíz de la caridad que eterniza cuanto ama y nos saca la belleza en ello oculta, dándonos el bien, es el amor a Dios, o si se quiere, la caridad hacia Dios, la compasión a Dios. El amor, la compasión, lo personaliza todo, dijimos; al descubrir el sufrimiento en todo y personalizándolo todo, personaliza también el Universo mismo, que también sufre, y nos descubre a Dios. Porque Dios se nos revela porque sufre y porque sufrimos; -porque sufre exige nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja eterna e infinita.

 Este fue el escándalo del cristianismo entre judíos y helenos, entre fariseos y estoicos, y este, que fue su escándalo, el escándalo de la cruz, sigue siéndolo y lo seguirá aún entre cristianos; el de un Dios que se hace hombre para padecer y morir y resucitar por haber padecido y muerto, el de un Dios que sufre y muere. Y esta verdad de que Dios padece, ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación de las entrañas mismas del Universo y de su misterio, la que nos reveló al enviar a su Hijo a que nos redimiese sufriendo y muriendo. Fue la revelación de lo divino del dolor, pues sólo es divino lo que sufre.

 Y los hombres hicieron dios al Cristo, que padeció, y descubrieron por él la eterna esencia de un Dios vivo, humano, esto es, que sufre -sólo no sufre lo muerto, lo inhumano-, que ama, que tiene sed de amor, de compasión, que es persona. Quien no conozca al Hijo jamás conocerá al Padre, y al Padre sólo por el Hijo se le conoce; quien no conozca al Hijo del hombre, que sufre congojas de sangre y desgarramientos del corazón, que vive con el alma triste hasta la muerte, que sufre dolor que mata y resucita, no conocerá al Padre ni sabrá del Dios paciente.

 El que no sufre, y no sufre porque no vive, es ese lógico y congelado ens realissimum, es el primum movens, es esa entidad impasible y por impasible no más que pura idea. La categoría no sufre, pero tampoco vive ni existe como persona. ¿Y cómo va a fluir y vivir el mundo desde una idea impasible? No sería sino idea del mundo mismo. Pero el mundo sufre, y el sufrimiento es sentir la carne de la realidad, es sentirse de bulto y de tomo el espíritu, es tocarse a sí mismo, es la realidad inmediata.

 El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues sólo sufriendo se es persona. Y es universal, y lo que a los seres todos nos une es el dolor, la sangre universal o divina que por todos circula. Eso que llamamos voluntad, ¿qué es sino dolor?

 Y tiene el dolor sus grados, según se adentra; desde aquel dolor que flota en el mar de las apariencias, hasta la eterna congoja, la fuente del sentimiento trágico de la vida, que va a posarse en lo hondo de lo eterno, y allí despierta el consuelo; desde aquel dolor físico que nos hace retroceder el cuerpo hasta la congoja religiosa, que nos hace acostarnos en el seno de Dios y recibir allí el riego de sus lágrimas divinas.

 La congoja es algo mucho más hondo, más íntimo y más espiritual que el dolor. Suele uno sentirse acongojado hasta en medio de eso que llamamos felicidad y por la felicidad misma, a la que no se resigna y ante la cual tiembla. Los hombres felices que se resignan a su aparente dicha, a una dicha pasajera, creeríase que son hombres sin sustancia, o, por lo menos, que no la han descubierto en sí, que no se la han tocado. Tales hombres suelen ser impotentes para amar y ser amados, y viven, en su fondo, sin pena ni gloria.

 No hay verdadero amor sino en el dolor, y en este mundo hay que escoger o el amor, que es el dolor, o la dicha. Y el amor no nos lleva a otra dicha que a las del amor mismo, y su trágico consuelo de esperanza incierta. Desde el momento en que el amor se hace dichoso, se satisface, ya no desea y ya no es amor. Los satisfechos, los felices, no aman; aduérmense en la costumbre, rayana en el anonadamiento. Acostumbrarse es ya empezar a no ser. El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más divino, cuanto más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para la congoja, tiene.

 Al venir al mundo, dásenos a escoger entre el amor y la dicha, y queremos -ipobrecillos!- uno y otra: la dicha de amar y el amor de la dicha. Pero debemos pedir que se nos dé amor y no dicha, que no se nos deje adormecernos en la costumbre, pues podríamos dormirnos del todo, y, sin despertar, perder conciencia para no recobrarla. Hay que pedir a Dios que se sienta uno en sí mismo, en su dolor.

 ¿Qué es el Hado, qué la Fatalidad, sino la hermandad del amor y el dolor, y ese terrible misterio de que, tendiendo el amor a la dicha, así que la toca se muere, y se muere la verdadera dicha con él? El amor y el dolor se engendran mutuamente, y el amor es caridad y compasión, y amor que no es caritativo no es tal amor. Es el amor, en fin, la desesperación resignada.

 Eso que llaman los matemáticos un problema de máximos y mínimos, lo que también se llama ley de economía, es la fórmula de todo movimiento existencial, esto es, pasional. En mecánica material y en la social, en industria y economía política, todo el problema se reduce a lograr el mayor resultado útil posible con el menor posible esfuerzo, lo más de ingresos con lo menos de gastos, lo más de placeres con lo menos de dolores. Y la fórmula, terrible, trágica, de la vida íntima espiritual, es: o lograr lo más de dicha con lo menos de amor o lo más de amor con lo menos de dicha. Y hay que escoger entre una y otra cosa. Y estar seguro de que quien se acerque al infinito del amor, al amor infinito, se acerca al cero de la dicha, a la suprema congoja. Y en tocando a este cero, se está fuera de la miseria que mata. «No seas y podrás más que todo lo que es», dice el maestro fray Juan de los Angeles en uno de sus Diálogos de la conquista del reino de Dios (Diál.III, 8).

 Y hay algo más congojoso que el sufrir.

 Esperaba aquel hombre, al recibir el temido golpe, haber de sufrir tan reciamente como hasta sucumbir al sufrimiento, y el golpe le vino encima y apenas si sintió dolor; pero luego, vuelto en sí, al sentirse insensible, se sobrecogió de espanto, de un trágico espanto, del más espantoso, y gritó ahogándose en angustia: «¡Es que no existo!» ¿Qué te aterraría más: sentir un dolor que te privase de sentido al atravesarte las entrañas con un hierro candente, o ver que te las atravesaban así, sin sentir dolor alguno? ¿No has sentido nunca el espanto, el horrendo espanto, de sentirte sin lágrimas y sin dolor? el dolor nos dice que existimos, el dolor nos dice que existen aquellos que amamos; el dolor nos dice que existe y que sufre Dios; pero es el dolor de la congoja, de la congoja de sobrevivir y ser eternos. La congoja nos descubre a Dios y nos hace quererle.

 Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirle sufriente, compadecerle.

 Acaso parezca blasfemia esto de que Dios sufre, pues el sufrimiento implica limitación. Y, sin embargo, Dios, la conciencia del Universo, está limitado por la materia bruta en que vive, por lo inconsciente, de que trata de libertarse y de libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez, debemos de tratar de libertarle de ella. Dios sufre en todos y en cada uno de nosotros; en todas y en cada una de las conciencias, presa de la materia pasajera, y todos sufrimos en Él. La congoja religiosa no es sino el divino sufrimiento, sentir que Dios sufre en mí, y que yo sufro en Él.

 El dolor universal es la congoja de todo por ser todo lo demás sin poder conseguirlo, de ser cada uno el que es, siendo a la vez todo lo que no es, y siéndolo por siempre. La esencia de no ser no es sólo un empeño en persistir por siempre, como nos enseñó Spinoza, sino, además el empeño por universalizarse; es el hambre y sed de eternidad y de infinitud. Todo ser creado tiende no sólo a conservarse en sí, sino a perpetuarse, y además a invadir a todos los otros, a ser los otros sin dejar de ser él, a ensanchar sus linderos al infinito, pero sin romperlos. No quiere romper sus muros y dejarlos todos en tierra llana, comunal, indefensa, confundiéndose y perdiendo su individualidad, sino que quiere llevar sus muros a los extremos de lo creado y abarcarlo todo dentro de ellos. Quiere el máximo de individualidad con el máximo también de personalidad, aspira a que el Universo sea él, a Dios.

 Y ese vasto yo dentro del cual quiere cada yo meter al Universo, ¿qué es sino Dios? Y por aspirar a Él le amo, y esa mi aspiración a Dios es mi amor a Él, y como yo sufro por ser Él, también Él sufre por ser yo y cada uno de nosotros.

 Bien sé que a pesar de mi advertencia, de que se trata aquí de dar forma lógica a un sistema de sentimientos alógicos, seguirá más de un lector escandalizándose de que le hable de un Dios paciente, que sufre, y de que aplique a Dios mismo en cuanto a Dios, la pasión de Cristo. El Dios de la teología llamada racional excluye, en efecto, todo sufrimiento. Y el lector pensará que esto del sufrimiento no puede tener sino un valor metafórico aplicado a Dios, como le tiene, dicen, cuando el Antiguo Testamento nos habla de pasiones humanas del Dios de Israel. Pues no caben cólera, ira y venganza sin sufrimiento. Y por lo que hace que sufra atado a la materia, se me diría, con Plotino (Eneada segunda, IX, 7), que el alma del todo no puede estar atada, por aquello mismo -que son los cuerpos o la materia- que está por ella atado.

 En esto va incluso el problema todo del origen del mal, tanto del mal de culpa como del mal de pena, pues si Dios no sufre, hace sufrir, y si no es su vida, pues que Dios vive, un ir haciéndose conciencia total cada vez más llena, es decir, cada vez más Dios, es un ir llevando las cosas todas hacia sí, un ir dándose a todo, un hacer que la conciencia del todo que es Él mismo, hasta llegar a ser Él todo en todos závaa év zúaa según la expresión de san Pablo, el primer místico cristiano. Mas de esto, en el próximo ensayo sobre la apocatástasis o unión beatífica.

 Por ahora, digamos que una formidable corriente de dolor empuja a unos seres hacia otros, y les hace amarse y buscarse, y tratar de completarse, y de ser cada uno él mismo y los otros a la vez. En Dios vive todo, y en su padecimiento padece todo, y al amar a Dios amamos en Él a las criaturas, así como al amar a las criaturas y compadecerles, amamos en ellas y compadecemos a Dios. El alma de cada uno de nosotros no será libre mientras haya algo esclavo en este mundo de Dios, ni Dios tampoco, que vive en el alma de cada uno de nosotros, será libre mientras no sea libre nuestra alma.

 Y lo más inmediato es sentir y amar mi propia miseria, mi congoja, compadecerme de mí mismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta compasión, cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del exceso de mi compasión propia, compadezco a mis prójimos. La miseria propia es tanta, que la compasión que hacia mí mismo me despierta se me desborda pronto, revelándome la miseria universal.

 Y la caridad, ¿qué es sino un desbordamiento de compasión? ¿Qué es sino dolor reflejado, que sobrepasa y se vierte a compadecer los males ajenos y ejercer caridad?

 Cuando el colmo de nuestro compadecimiento nos trae a la conciencia de Dios en nosotros, nos llena tan grande congoja por la miseria divina derramada en todo, que tenemos que verterla fuera, y lo hacemos en forma de caridad. Y al así verterla, sentimos alivio y la dulzura dolorosa del bien. Es lo que llamó «dolor sabroso» la mística doctora Teresa de Jesús, que de amores dolorosos sabía. Es como el que contempla algo hermoso y siente la necesidad de hacer partícipes de ello a los demás. Porque el impulso a la producción, en que consiste la caridad, es obra de amor doloroso.

 Sentimos, en efecto, una satisfacción en hacer el bien cuando el bien nos sobra, cuando estamos henchidos de compasión, y estamos henchidos de ella cuando Dios, llenándonos el alma, nos da la dolorosa sensación de la vida universal, del universal anhelo a la divinización eterna. Y es que no estamos en el mundo puestos nada más junto a los otros, sin raíz común con ellos, ni nos es su suerte indiferente, sino que nos duele su dolor, nos acongojamos con su congoja, y sentimos nuestra comunidad de origen y de dolor aun sin conocerla. Son el dolor, y la compasión que de él nace, los que nos revelan la hermandad de cuanto de vivo y más o menos consciente existe. «Hermano lobo», llamaba san Francisco de Asís al pobre lobo que siente dolorosa hambre de ovejas, y acaso el dolor de tener que devorarlas, y esa hermandad nos revela la paternidad de dios, que Dios es Padre y existe. Y como Padre ampara nuestra común miseria.

 Es, pues, la caridad el impulso a libertarse y a libertar a todos mis prójimos del dolor y a libertar a Dios que nos abarca a todos.

 Es el dolor algo espiritual y la revelación más inmediata de la conciencia, que acaso no se nos dio el cuerpo sino para dar ocasión a que el dolor se manifestase. Quien no hubiese nunca sufrido, poco o mucho, no tendría conciencia de sí. El primer llanto del hombre al nacer es cuando entrándole el aire en el pecho y limitándole, parece como que le dice: ¡tienes que respirarme para poder vivir!

 El mundo material o sensible, el que nos crean los sentidos, hemos de creer con la fe, enseñe lo que nos enseñare la razón, que no existe sino para encarnar y sustentar al otro mundo, al mundo espiritual o imaginable, al que la imaginación nos crea. La conciencia tiende a ser más conciencia cada vez, a concientizarse, a tener conciencia plena de toda ella misma, de su contenido todo. En las profundidades de nuestro propio cuerpo, en los animales, en las plantas, en las rocas, en todo lo vivo, en el Universo todo, hemos de creer con la fe, enseñe lo que nos enseñare la razón, que hay un espíritu que lucha por conocerse, por cobrar conciencia de sí, por serse -pues serse es conocerse-, por ser espíritu puro, y como sólo puede lograrlo mediante el cuerpo, mediante la materia, la crea y de ella se sirve a la vez que de ella quede preso. Sólo puede verse uno la cara retratada en un espejo, pero del espejo en que se ve queda preso para verse, y se ve en él tal y como el espejo le deforma, y si el espejo se le rompe, rómpesele su imagen, y si se le empaña, empáñasele.

 Hállase el espíritu limitado por la materia en que tiene que vivir y cobrar conciencia de sí, de la misma manera que está el pensamiento limitado por la palabra, que es su cuerpo social. Sin materia no hay espíritu, pero la materia hace sufrir al espíritu limitándolo. Y no es el dolor, sino el obstáculo que la materia pone al espíritu, es el choque de la conciencia con lo inconciente.

 Es el dolor, en efecto, la barrera que la inconciencia, o sea la materia, pone a la conciencia, al espíritu; es la resistencia a la voluntad, el límite que el Universo visible pone a Dios, es el muro con que toca la conciencia al querer ensancharse a costa de la inconciencia, es la resistencia que esta última pone a concientizarse.

 Aunque lo creamos por autoridad, no sabemos tener corazón, estómago o pulmones mientras no nos duelen, oprimen o angustian. Es el dolor físico, o siquiera la molestia, lo que nos revela la existencia de nuestras propias entrañas. Y así ocurre también con el dolor espiritual, con la angustia, pues no nos damos cuenta de tener alma hasta que esta nos duele.

 Es la congoja lo que hace que la conciencia vuelva sobre sí. El no acongojado conoce lo que hace y lo que piensa, pero no conoce de veras que lo hace y lo piensa. Piensa, pero no piensa, y sus pensamientos son como si no fuesen suyos. Ni él es tampoco de sí mismo. Y es que sólo por la congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña de sí mismo un espíritu humano.

 El dolor, que es un deshacimiento, nos hace descubrir nuestras entrañas, y en el deshacimiento supremo, el de la muerte, llegaremos por el dolor del anonadamiento a las entrañas de nuestras entrañas temporales, a Dios, a quien en la congoja espiritual respiramos y aprendemos a amar.

 Es así como hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la razón.

 El origen del mal no es, como ya de antiguo lo han visto muchos, sino eso que por otro nombre se llama inercía de la materia, y en el espíritu pereza. Y por algo se dijo que la pereza es la madre de todos los vicios. Sin olvidar que la suprema pereza es la de no anhelar locamente la inmortalidad.

 La conciencia, el ansia de más y más, cada vez más, el hambre de eternidad y sed de infinitud, las ganas de Dios, jamás se satisfacen; cada conciencia quiere ser ella y ser todas las demás sin dejar de ser ella, quiere ser Dios. Y la materia, la conciencia, tiende a ser menos, cada vez menos; a no ser nada, siendo la suya una sed de reposo. El espíritu dice: ¡quiero ser!, y la materia le responde: ¡no lo quiero!

 Y en el orden de la vida humana el individuo, movido por el mero instinto de conservación, creador del mundo material, tendería a la destrucción, a la nada, si no fuese por la sociedad que, dándole el instinto de perpetuación, creador del mundo espiritual, le lleva y empuja al todo, a inmortalizarse. Y todo lo que el hombre hace como mero individuo, frente a la sociedad, por conservarse aunque sea a costa de ella, es malo, y es bueno cuanto hace como persona social, por la sociedad en que él se incluye, por perpetuarse en ella y perpetuarla. Y muchos que parecen grandes egoístas y que todo lo atropellan por llevar a cabo su obra, no son sino almas encendidas de caridad y rebosantes de ella, porque su yo mezquino lo someten y soyugan al yo social que tiene una misión que cumplir.

 El que ata la obra del amor, de la espiritualización de la liberación, a formas transitorias e individuales, crucifica a Dios en la materia; crucifica a Dios en la materia todo el que hace servir el ideal a sus intereses temporales o a su gloria mundana. Y el tal es un deicida.

 La obra de la caridad, del amor a Dios, es tratar de libertarle de la materia bruta, tratar de espiritualizarlo, concientizarlo, o universalizarlo todo; es soñar en que lleguen a hablar las rocas y obrar conforme a ese ensueño; que se haga todo lo existente consciente, que resucite el Verbo.

 No hay sino verlo en el símbolo eucarístico. Han apresado al Verbo en un pedazo de pan material, y lo han apresado en él para que nos lo comamos, y al comérnoslo nos lo hagamos nuestro, de que nuestro cuerpo en que el espíritu habita, y que se agite en nuestro corazón y piense en nuestro cerebro y sea conciencia. Lo han apresado en ese pan para que enterrándolo en nuestro cuerpo, resucite en nuestro espíritu.

 Y es que hay que espiritualizarlo todo. Y esto se consigue dando a todos y a todo mi espíritu que más se acrecienta cuanto más lo reparto. Y dar mi espíritu es invadir el de los otros y adueñarme de ellos.

 En todo esto hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la razón...

 Y ahora vamos a ver las consecuencias prácticas de todas estas más o menos fantásticas doctrinas, a la lógica, a la estética, a la ética sobre todo, su concreción religiosa. Y acaso entonces podrá hallarlas más justificadas quienquiera que a pesar de mis advertencias, haya buscado aquí el desarrollo científico o siquiera filosófico de un sistema irracional.

 No creo excusado remitir al lector una vez más a cuanto dije al final del sexto capítulo, aquel titulado «En el fondo del abismo»; pero ahora nos acercamos a la parte práctica o pragmática de todo este tratado. Mas antes nos falta ver cómo puede concretarse el sentimiento religioso en la visión esperanzosa de otra vida. 

 X 

 RELIGIÓN, MITOLOGÍA DE ULTRATUMBA Y APOCATASTASIS 

 Kai yap 1acc>;Kai uáltura ZPÉZE1 péAl,ovza z=x-£ía-8 ázo817usiv 8ta6Kozsiv 1--Kai, ,uVO0,,oyeiv Z--Pi z>)s áZOS17pías zñs ~KSt, icoíav aivá aúMv oíóu--Oa givat, 

  (PLATÓN, Fedón.) 

 El sentimiento de divinidad y de Dios, y la fe, la esperanza y la caridad en él fundadas, fundan a su vez la religión. De la fe en Dios nace la fe en los hombres, de la esperanza en Él la esperanza en estos, y de la caridad o piedad hacia Dios -pues como Cicerón, De natura deorum, libro 1, capítulo XII, dijo, est enim pietas iustitia adversum deos- la caridad para con los hombres. En Dios se cifra no ya sólo la Humanidad, sino el Universo todo, y éste espiritualizado e intimado ya que la fe cristiana dice que Dios acabará siendo todo en todos. Santa Teresa dijo, y con más áspero y desesperado sentido lo repitió Miguel de Molinos, que el alma debe hacerse cuenta que no hay sino ella y Dios.

 Y a la relación con Dios, a la unión más o menos íntima con Él, es a lo que llamamos religión.

 ¿Qué es la religión? ¿En qué se diferencia de la religiosidad y qué relaciones median entre ambas? Cada cual define la religión según la sienta en sí más aún que según en los demás la observe, ni cabe definirla sin de un modo o de otro sentirla. Decía Tácito (Hist., V, 4) hablando de los judíos, que era para estos profano todo lo que para ellos, para los romanos, era sagrado, y a la contraria entre los judíos lo que para los romanos impuro: profana illic omnia quae apud nos sacra, rursum conversa apud illos quae nobis incesta. Y de aquí que llame él, el romano, a los judíos (V 13), gente sometida a la superstición y contraria a la religión: gens superstitioni obnoxia, religionibus adversa, y que al fijarse en el cristianismo, que conocía muy mal y apenas si distinguía del judaísmo, lo reputa una perniciosa superstición, existialis superstitio, debida a odio al género humano, odium generis humani (Ab. excessu Aug., XV, 44). Así Tácito y así muchos con él. Pero ¿dónde acaba la religión y la superstición?, o tal vez: ¿dónde acaba esta para empezar aquella?, ¿cuál es el criterio para discernirlas?

 A poco nos conduciría recorrer aquí, siquiera someramente, las principales definiciones que de la religión, según el sentimiento de cada definidor, han sido dadas. La religión, más que se define se describe, y más que se describe se siente. Pero si alguna de esas definiciones alcanzó recientemente boga, ha sido la de Schleiermacher, de que es el sencillo sentimiento de una relación de dependencia con algo superior a nosotros y el deseo de entablar relaciones con esa misteriosa potencia. Ni está mal aquello de W. Hermann (en la obra ya citada), de que el anhelo religioso del hombre es el deseo de la verdad de su existencia humana. Y para acabar con testimonios ajenos citaré el del ponderado y clarividente Cournot, al decir que «las manifestaciones religiosas son la consecuencia necesaria de la inclinación del hombre a creer en la existencia de un mundo invisible, sobrenatural y maravilloso, inclinación que ha podido mirarse, ya como reminiscencia de un estado anterior ya como el presentimiento de un destino futuro» (Traité de l'enchainement des idées fondamentales dans les sciences et dans l'histoire, § 396). Y estamos ya en lo del destino futuro, la vida eterna, o sea la finalidad humana del Universo, o bien de Dios. A ella se llega por todos los caminos religiosos, pues que es la esencia misma de toda religión.

 La religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al Universo todo, arranca, en efecto, de la necesidad vital de dar finalidad humana al Universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin, por lo tanto. Y cabe decir que no es la religión, sino la unión con Dios, sintiendo a este como cada cual le sienta. Dios da sentido y finalidad trascendentes a la vida; pero se la da en relación con cada uno de nosotros que en Él creemos. Y así Dios es para el hombre tanto como el hombre es para Dios, ya que se dio al hombre haciéndose hombre, humanizándose, por amor a él.

 Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte, es por vida. «Quien posee ciencia y arte, tiene religión; quien no posee ni una ni otra, tenga religión», decía en uno de sus muy frecuentes accesos de paganismo Goethe. Y, sin embargo, de lo que decía, ¿él, Goethe...?

 Y desear unirnos con Dios no es perdernos y anegarnos en Él; que perderse y anegarse es siempre ir a deshacerse en el sueño sin ensueños del nirvana; es poseerlo, más bien que ser por Él poseídos. Cuando, en vista de la imposibilidad humana de entrar un rico en el reino de los cielos, le preguntaban a Jesús sus discípulos quién podrá salvarse, respondiéndoles el Maestro que para con los hombres era ello imposible, mas no para con Dios, Pedro le dijo: «He aquí que nosotros lo hemos dejado todo siguiéndote, ¿qué, pues, tendremos?» Y Jesús les contestó, no que se anegarían en el Padre sino que se sentarían en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mat., XIX, 23-28).

 Fue un español, y muy español, Miguel de Molinos, el que en su Guía espiritual que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior, dijo (§ 175): «que se ha de despegar y negar de cinco cosas el que ha de llegar a la ciencia mística: la primera, de las criaturas; la segunda, de las cosas temporales; la tercera, de los mismos dones del Espíritu Santo; la cuarta, de sí misma; y la quinta se ha de despegar del mismo Dios». Y añade que «esta última es la más perfecta, porque el alma que así se sabe despegar es la que se llega a perder en Dios, y sólo la que así se llega a perder es la que se acierta a hallar». Muy español Molinos, sí, y no menos española esta paradójica expresión de quietismo o más bien nihilismo -ya que él mismo habla de aniquilación en otra parte-, pero no menos, sino acaso más españoles los jesuitas que le combatieron volviendo por los fueros del todo contra nada. Porque la religión no es anhelo de aniquilarse, sino de totalizarse, es anhelo de vida y no de muerte. La «eterna religión de las entrañas del hombre..., el ensueño individual del corazón, es el culto de su ser, es la adoración de la vida», como sentía el atormentado Flaubert (Par les champs et par les gréves, VII).

 Cuando a los comienzos de la llamada Edad Moderna, con el Renacimiento, resucita el sentimiento religioso pagano, toma este forma concreta en el ideal caballeresco con sus códigos del amor y del honor. Pero es un paganismo cristianizado, bautizado. «La mujer, la dama –la donna- era la divinidad de aquellos rudos pechos. Quien busque en las memorias de la primera edad ha de hallar éste ideal de la mujer en su pureza y en su omnipotencia: el Universo es la mujer. Y tal fue en los comienzos de la Edad Moderna en Alemania, en Francia, en Provenza, en España, en Italia. Hízose la historia a esta imagen; figurábanse a troyanos y romanos como caballeros andantes, y así los árabes sarracenos, turcos, el soldán y Saladino... En esta fraternidad universal se hallan los ángeles, los santos, los milagros, el paraíso, en extraña mezcolanza con lo fantástico y lo voluptuoso del mundo oriental, bautizado todo bajo el nombre de caballería.» Así, Francesco de Sanctis (Storia della letteratura italiana, 11), quien poco antes nos dice que para aquellos hombres, «en el mismo paraíso el goce del amante es contemplar a su dama -Madonna- y sin su dama ni querría ir allá». ¿Qué era, en efecto, la caballería que luego depuró y cristianizó Cervantes en Don Quijote, al querer acabar con ella por la risa, sino una verdadera monstruosa religión híbrida de paganismo y cristianismo, cuyo Evangelio fue acaso la leyenda de Tristán e Iseo? ¿Y la misma religión cristiana de los místicos -estos caballeros andantes a lo divino-, no culminó acaso en el culto a la mujer divinizada, a la Virgen Madre? ¿Qué es la mariolatría de un san Buenaventura, el trovador de María? Y ello era el amor a la fuente de la vida, a la que nos salva de la muerte.

 Mas avanzado el Renacimiento, de esta religión de la mujer se pasó a la religión de la ciencia; la concupiscencia terminó en lo que era ya en su fondo, en curiosidad, en ansia de probar del fruto del árbol del bien y del mal. Europa corría a aprender a la Universidad de Bolonia. A la caballería sucedió el platonismo. Queríase descubrir el misterio del mundo y de la vida. Pero era en el fondo para salvar la vida, que con el culto a la mujer quiso salvarse. Quería la conciencia humana penetrar en la Conciencia Universal, pero era, supiéralo o no, para salvarse.

 Y es que no sentimos e imaginamos la Conciencia Universal -y este sentimiento e imaginación con la religiosidad- sino para salvar nuestras sendas conciencias. ¿Y cómo?

 Tengo que repetir una vez más que el anhelo de la inmortalidad del alma, de la permanencia, en una u otra forma, de nuestra conciencia personal en individual, es tan de la esencia de la religión corno el anhelo de que haya Dios. No se da el uno sin el otro, y es porque en el fondo los dos son una sola y misma cosa. Mas desde el momento en que tratamos de concretar y racionalizar aquel primer anhelo, de definírnoslo a nosotros mismos, surgen más dificultades aún que surgieron al tratar de racionalizar a Dios.

 Para justificar ante nuestra propia pobre razón el inmortal anhelo de inmortalidad, hase apelado también a lo del consenso humano: Permanere animos arbitratur consensu nationum omnium, decía, con los antiguos, Cicerón (Tuscul. Quaest., XVI, 36); pero este mismo compilador de sus sentimientos confesaba que mientras leía en el Fedón platónico los razonamientos en pro de la inmortalidad del alma, asentía a ellos; mas así que dejaba el libro y empezaba a resolver en su mente el problema, todo aquel asentimiento se le escapaba, assentio omnis illa illabitur (cap. XI, 25). Y lo que a Cicerón, nos ocurre a los demás, y le ocurría a Swedenborg, el más intrépido visionario de otro mundo, al confesar que quien habla de la vida ultramundana sin doctas cavilaciones respecto al alma o a su modo de unión con el cuerpo, cree, que después de muerto, vivirá en goce y en visión espléndidas, como un hombre entre ángeles; mas en cuanto se pone a pensar en la doctrina de la unión del alma con el cuerpo, o en hipótesis respecto a aquella, súrgenle dudas de si es el alma así o asá, y en cuanto esto surge, la idea anterior desaparece (De coelo et inferno, § 183). Y, sin embargo, «lo que me toca, lo que me inquieta, lo que me consuela, lo que me lleva a la abnegación y al sacrificio, es el destino que me aguarda a mí o a mi persona, sean cuales fueren el origen, la naturaleza, la esencia del lazo inasequible, sin el cual place a los filósofos decidir que mi persona se desvanecería», como dice Cournot (Traité.., § 297).

 ¿Hemos de aceptar la pura y desnuda fe en una vida eterna sin tratar de representárnosla? Esto es imposible; no nos es hacedero hacernos a ello. Y hay, sin embargo, quienes se dicen cristianos y tienen poco menos que dejada de lado esa representación. Tomad un libro cualquiera del protestantismo más ilustrado, es decir, del más racionalista, del más cultural, la Dogmatik, del doctor Julio Kaftan, verbigracia, y de las 668 páginas de que consta su sexta edición, la de 1909, sólo una, la última, dedica a este problema. Y en esa página, después de asentar que Cristo es así como principio y medio, así también fin de la Historia, y que quienes en Cristo son alcanzarán la vida de plenitud, la eterna vida de los que son en Cristo, ni una sola palabra siquiera sobre lo que esa vida puede ser. A lo más cuatro palabras sobre la muerte eterna, esto es, el infierno, «porque lo exige el carácter moral de la fe y de la esperanza cristiana». Su carácter moral, ¿eh?, no su carácter religioso, pues este no sé que exija tal cosa. Y todo ello de una prudente parsimonia agnóstica.

 Sí, lo prudente, lo racional, y alguien dirá que lo piadoso, es no querer penetrar en misterios que están a nuestro conocimiento vedados, no empeñarnos en lograr una representación plástica de la gloria eterna como la de una Divina Comedia. La verdadera fe, la verdadera piedad cristiana, se nos dirá, consiste en reposar en la confianza de que Dios, por la gracia de Cristo, nos hará, de una o de otra manera, vivir en Este, su Hijo; que, como está en sus todopoderosas manos nuestro destino, nos abandonemos a ellas seguros de que Él hará de nosotros lo que mejor sea, para el fin último de la vida, del espíritu y del Universo. Tal es la lección que ha atravesado muchos siglos, y, sobre todo, lo que va de Lutero hasta Kant.

 Y, sin embargo, los hombres no han dejado de tratar de representarse el cómo puede ser esa vida eterna, ni dejarán nunca, mientras sean hombres y no máquinas de pensar, de intentarlo. Hay libros de teología -o de lo que ello fuere- llenos de disquisiciones sobre la condición en que vivan los bienaventurados, sobre la manera de goce, sobre las propiedades del cuerpo glorioso, ya que sin algún cuerpo no se concibe el alma.

 Y a esta misma necesidad, verdadera necesidad de formarnos una representación concreta de lo que pueda esa otra vida ser, responde en gran parte la indestructible vitalidad de doctrinas como las del espiritismo, la metempsícosis, la transmigración de las almas a través de los astros, y otras análogas doctrinas que cuantas veces se las declara vencidas ya y muertas, otras tantas renacen en una u otra forma más o menos nueva. Y es insigne torpeza querer en absoluto prescindir de ellas y no buscar un meollo permanente. Jamás se avendrá el hombre al renunciamiento de concretar en representación esa otra vida.

 ¿Pero es acaso pensable una vida eterna y sin fin después de la muerte? ¿Qué puede ser la vida de un espíritu desencarnado? ¿Qué puede ser un espíritu así? ¿Qué puede ser una conciencia pura, sin organismo corporal? Descartes dividió el mundo entre el pensamiento y la extensión, dualismo que le impuso el dogma cristiano de la inmortalidad del alma. ¿Pero es la extensión, la materia, la que piensa o se espiritualiza, o es el pensamiento el que se extiende y materializa? Las más graves cuestiones metafísicas surgen prácticamente -y por ello adquieren su valor dejando de ser ociosas discusiones de curiosidad inútil- al querer darnos cuenta de la posibilidad de nuestra inmortalidad. Y es que la metafísica no tiene valor sino en cuanto trate de explicar cómo puede o no puede realizarse ese nuestro anhelo vital. Y así es que hay y habrá siempre una metafísica racional y otra vital, en conflicto perenne una con otra, partiendo la una de la noción de causa, de la sustancia la otra.

 Y aun imaginada una inmortalidad personal, ¿no cabe que la sintamos como algo tan terrible como su negación? «Calipso no podía consolarse de la marcha de Ulises; en su dolor, hallábase desolada de ser inmortal», nos dice el dulce Fenelón, el místico, al comienzo de su Telémaco. ¿No llegó a ser la condena de los antiguos dioses, como la de los demonios, el que no les era dado suicidarse?

 Cuando Jesús, habiendo llevado a Pedro, Jacobo y Juan a un alto monte, se transfiguró ante ellos volviéndosele como la nieve de blanco resplandeciente los vestidos, y se le aparecieron Moisés y Elías que con él hablaban, le dijo Pedro al Maestro: «Maestro, estaría bien que nos quedásemos aquí haciendo tres pabellones, para ti uno y otros dos para Moisés y Elías», porque quería eternizar aquel momento. Y al bajar del monte les mandó Jesús que a nadie dijesen lo que habían visto sino cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y ellos, reteniendo este dicho, altercaban sobre qué sería aquello de resucitar de los muertos, como quienes no lo entendían. Y fue después de esto cuando encontró Jesús al padre del chico presa de espíritu mudo, el que le dijo: «Creo, ¡ayuda mi incredulidad!» (Marcos, IX, 24).

 Aquellos tres apóstoles no entendían qué sea eso de resucitar a los muertos. Ni tampoco aquellos saduceos que le preguntaron al Maestro de quién será mujer en la resurrección la que en esta vida hubiese tenido varios maridos (Mat., XXII, 23-32), que es cuando él dijo que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Y no es, en efecto, pensable otra vida sino en las formas mismas de esta terrena y pasajera. Ni aclara nada el misterio todo aquello del grano y el trigo que de él sale con que el apóstol Pablo se contesta a la pregunta de: «¿cómo resucitarán los muertos?, ¿con qué cuerpo vendrán?» (1 Cor., XV, 35).

 ¿Cómo puede vivir y gozar de Dios eternamente un alma humana sin perder su personalidad individual, es decir, sin perderse? ¿Qué es gozar de Dios? ¿Qué es la eternidad por oposición a tiempo? ¿Cambia el alma o no cambia en la otra vida? Si no cambia, ¿cómo vive? Y si cambia, ¿cómo conserva su individualidad en tan largo tiempo? Y la otra vida puede excluir el espacio, pero no puede excluir el tiempo, como hace notar Cournot, ya citado.

 Si hay vida en el cielo hay cambio, y Swedenborg hacía notar que los ángeles cambian, porque el deleite de la vida celestial perdería poco a poco su valor si gozaran siempre de él en plenitud y porque los ángeles, lo mismo que los hombres, se aman a sí mismos, y el que a sí mismo se ama, experimenta alteraciones de estado, y añade que a las veces los ángeles se entristecen, y que él, Swedenborg, habló con algunos de ellos cuando estaban tristes (De coelo et inferno, § 158, 160), en todo caso, nos es imposible concebir vida sin cambio, cambio de crecimiento o de mengua, de tristeza o de alegría, de amor o de odio.

 Es que una vida eterna es impensable y más impensable aún una vida eterna de absoluta felicidad, de visión beatífica.

 ¿Y qué es esto de la visión beatífica? Vemos en primer lugar que se llama visión y no acción, suponiendo algo pasivo. Y esta visión beatífica, ¿no supone pérdida de la propia conciencia? Un santo en el cielo es, dice Bossuet, un ser que apenas se siente a sí mismo, tan poseído está de Dios y tan abismado de su gloria... No puede uno detenerse en él porque se le encuentra fuera de sí mismo, y sujeto por un amor inmutable a la fuente de su ser, y de su dicha (Du culte qui est dú á Dieu). Y esto lo dice Bossuet el antiquietista. Esa visión amorosa de Dios supone una absorción en Él. Un bienaventurado que goza plenamente de Dios no debe pensar en sí mismo, no acordarse de sí, ni tener de sí conciencia, sino que ha de estar en perpetuo éxtasis - K6aa6cs- fuera de sí, en enajenamiento. Y un preludio de esa visión nos describen los místicos en el éxtasis.

 El que ve a Dios se muere, dice la Escritura (Jueces, XIII, 22); y la visión eterna de Dios, ¿no es acaso una eterna muerte, desfallecimiento de la personalidad? Pero santa Teresa, en el capítulo XX de su Vida, al descubrirnos el último grado de oración, el arrobamiento, arrebatamiento, vuelo o éxtasis del alma, nos dice que es esta levantada como por una nube o águila caudalosa, pero «veisos llevar y no sabéis dónde», y es «con deleite», y «si no se resiste, no se pierde el sentido, al menos estaba de manera en mí que podía entender era llevada», es decir, sin pérdida de conciencia. Y Dios «no parece se contenta con llevar tan de veras el alma a sí, sino que quiere el cuerpo aun siendo tan mortal y de tierra tan sucia». «Muchas veces se engolfa el alma, o la engolfa el Señor en sí, por mejor decir, y teniéndola en sí un poco, quédase con sola la voluntad», no con sola la inteligencia. No es, pues, como se ve, visión, sino unión volutiva, y entretanto «el entendimiento y memoria divertidos... como una persona que ha mucho dormido y soñado y aún no acaba de despertar». Es «vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido». Y es vuelo deleitoso, es con conciencia de sí, sabiéndose distinto de Dios con quien se une uno. Y a este arrobamiento se sube, según la mística doctora española, por la contemplación de la Humanidad de Cristo, es decir, de algo concreto y humano; es la visión del Dios vivo, no de la idea de Dios. Y en el capítulo XXVIII nos dice que «cuando otra cosa no hubiere para deleitar la vista en el cielo, sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo Señor nuestro»... «Esta visión -añade-, aunque es imaginaria nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma.»

 Y resulta que en el cielo no se ve sólo a Dios, sino todo en Dios; mejor dicho, se ve todo Dios, pues que Él lo abarca todo. Y esta idea la recalca más Jacobo Boehme. La santa, por su parte, nos dice en las Moradas séptimas, capítulo II, que «pasa esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios». Y luego que «queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios...»; y es «como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una o que el pábilo y la luz y la cera es todo uno; mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, y quedar en dos velas o el pábilo de la cera». Pero hay otra más íntima unión, que es «como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o la que cayó del cielo; o como si un arroyito pequeño entra en la mar, que no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz, aunque entra dividida, se hace toda una luz». ¿Y qué diferencia va de esto a aquel silencio interno y místico de Miguel de Molinos, cuyo tercer grado y perfectísimo es el silencio del pensamiento? (Guía, cap. XVII, § 129). ¿No estamos cerca de aquello de que es la nada el camino para llegar a aquel estado del ánimo reforzado? (cap. XX, § 186). ¿Y qué extraño es que Amiel usara hasta por dos veces de la palabra española nada en su Diario íntimo, sin duda por no encontrar en otra lengua alguna otra más expresiva? Y, sin embargo, si se lee con cuidado a nuestra mística doctora, se verá que nunca queda fuera el elemento sensitivo, el del deleite, es decir, el de la propia conciencia. Se deja el alma absorber de Dios para absorberlo, para cobrar conciencia de su propia divinidad.

 Una visión beatífica, una contemplación amorosa en que esté el alma absorta en Dios y como perdida en Él aparece, o como un aniquilamiento propio o como un tedio prolongado a nuestro modo natural de sentir. Y de aquí ese sentimiento que observamos con frecuencia y que se ha expresado más de una vez en expresiones satíricas no exentas de irreverencia y acaso de impiedad, de que el cielo de la gloria eterna es una morada de eterno aburrimiento. Sin que sirva querer desdeñar estos sentimientos así, tan espontáneos y naturales, o pretender denigrarlos.

 Claro está que sienten así los que no aciertan a darse cuenta de que el supremo placer del hombre es adquirir y acrecentar conciencia. No precisamente el de conocer, sino el de aprender. En conociendo una cosa, se tiende a olvidarla, a hacer su conocimiento inconsciente, si cabe decir así. El placer, el deleite más puro del hombre, va unido al acto de aprender, de enterarse: de adquirir conocimiento, esto es, a una diferenciación. Y de aquí el dicho famoso de Lessing, ya citado. Conocido es el caso de aquel anciano español que acompañaba a Vasco Núñez de Balboa, cuando al llegar a la cumbre del Darién, dieron vista a los dos océanos, y es que cayendo de rodillas exclamó: «Gracias, Dios mío, porque no me has dejado morir sin haber visto tal maravilla.» Pero si este hombre se hubiese quedado allí, pronto la maravilla habría dejado de serlo, y con ella, el placer. Su goce fue el del descubrimiento, y acaso el goce de la visión beatífica sea, no precisamente el de la contemplación de la Verdad suma, entera y toda, que a esto no resistiría el alma, sino el de un continuo descubrimiento de ella, el de un incesante aprender mediante un esfuerzo que mantenga siempre el sentimiento de la propia conciencia activa.

 Una visión beatífica de quietud mental, de conocimiento pleno y no de aprensión gradual, no es difícil concebir como otra cosa que como un nirvana, una difusión espiritual, una disipación de la energía en el seno de Dios, una vuelta a la inconsciencia por falta de choque, de diferencia, o sea de actividad.

 ¿No es acaso que la condición misma que hace pensable nuestra eterna unión con Dios, destruye nuestro anhelo? ¿Qué diferencia va de ser absorbido por Dios a absorberle uno en sí? ¿Es el arroyito el que se pierde en el mar o el mar en el arroyito? Lo mismo da.

 El fondo sentimental es nuestro anhelo de no perder el sentido de la continuidad de nuestra conciencia, de no romper el encadenamiento de nuestros recuerdos, el sentimiento de nuestra propia identidad personal concreta, aunque acaso vayamos poco a poco absorbiéndonos en Él, enriqueciéndole. ¿Quién a los ochenta años se acuerda del que a los ocho fue, aunque sienta el encadenamiento entre ambos? Y podría decirse que el problema sentimental se reduce a si hay un Dios, una finalidad humana al Universo. Pero ¿qué es finalidad? Porque así como siempre cabe preguntar por un por qué de todo por qué, así cabe preguntar también siempre por un para qué de todo para qué. Supuesto que haya un Dios, ¿para qué Dios? Para sí mismo, se dirá. Y no faltará quien replique: ¿y qué más da esta conciencia de la no conciencia? Mas siempre resultará lo que ya dijo Plotino (Enn., II, IX, 8), que el por qué hizo el mundo, es lo mismo que el por qué hay alma. O mejor aún que el por qué, 8lá aa, el para qué.

 Para el que se coloca fuera de sí mismo en una hipotética posición objetiva -lo que vale decir inhumano-, el último para qué es tan inasequible y en rigor tan absurdo, como el último por qué. ¿Que más da, en efecto, que no haya finalidad alguna? ¿Qué contradicción lógica hay en que el Universo no esté destinado a finalidad alguna, ni humana ni sobrehumana? ¿En qué se opone a la razón que todo esto no tenga más objeto que existir, pasando como existe y pasa? Esto, para el que se coloca fuera de sí, pero para el que vive y sufre y anhela dentro de sí... para este es ello cuestión de vida o muerte.

 ¡Búscate, pues, a ti mismo! Pero al encontrarse, ¿no es que se encuentra uno con su propia nada? «Habiéndose hecho el hombre pecador buscándose a sí mismo, se ha hecho desgraciado al encontrarse», dijo Bossuet (Traité de la concupiscente, cap. XI). «¡Búscate a ti mismo!», empieza por «¡conócete a ti mismo!». A lo que replica Carlyle (Past and present, book III; chap. XI): «El último evangelio de este mundo es: ¡conócete tu obra y cúmplela! ¡Conócete a ti mismo!... Largo tiempo ha que este mismo tuyo te ha atormentado; jamás llegarás a conocerlo, me parece. No creas que es tu tarea la de conocerte, eres un individuo inconocible, conoce lo que puedes hacer y hazlo como un Hércules. Esto será lo mejor.» Sí; pero eso que yo haga, ¿no se perderá también al cabo? Y si se pierde, ¿para qué hacerlo? Sí, sí; el llevar a cabo mi obra -¿y cuál es mi obra?- sin pensar en mí, sea acaso amar a Dios. ¿Y qué es amar a Dios?

 Y por otra parte, el amar a Dios en mí, ¿no es que me amo más que a Dios, que me amo en Dios a mí mismo? Lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero sin sus males, sin el tedio y sin la muerte. Es lo que expresó Séneca, el español, en su Consolación a Marcia (XXVI); es lo que quería, volver a vivir esta vida: ista moliri. Y es lo que pedía Job (XIX, 25-27), ver a Dios en carne, no en espíritu. ¿Y qué otra cosa significa aquella cómica ocurrencia de la vuelta eterna que brotó de las trágicas entrañas del pobre Nietzsche, hambriento de inmortalidad correcta y temporal?

 Esa visión beatífica que se nos presenta como primera solución católica, ¿cómo puede cumplirse, repito, sin anegar la conciencia de sí? ¿No será como en el sueño en que soñamos sin saber lo que soñamos? ¿Quién apetecería una vida eterna así? Pensar sin saber lo que se piensa, no es sentirse a sí mismo, no es serse. Y la vida eterna, ¿no es acaso conciencia eterna; no sólo ver a Dios, sino ver que se le ve, viéndose uno a sí mismo a la vez y como distinto de Él? El que duerme, vive, pero no tiene conciencia de sí; ¿y apetecerá nadie su sueño así eterno? Cuando Circe recomienda a Ulises que baje a la morada de los muertos, a consultar al adivino Tiresias, dícele que este es allí, entre las sombras de los muertos, el único que tiene sentido, pues los demás se agitan como sombras (Odisea, X, 487-495). Y es que los otros, aparte de Tiresias, ¿vencieron a la muerte? ¿Es vencerla acaso errar así como sombras sin sentido?

 Por otra parte, ¿no cabe acaso imaginar que sea esta nuestra vida eterna respecto a la otra como es aquí el sueño para con la vigilia? ¿No será ensueño nuestra vida toda, y la muerte un despertar? ¿Pero despertar a qué? ¿Y si todo esto no fuese sino un sueño de Dios, y Dios despertara un día? ¿Recordará su ensueño?

 Aristóteles, el racionalista, nos habla en su Ética de la superior felicidad de la vida contemplativa -/líos 6ecopilzwós-, y es corriente en los racionalistas todos poner la dicha en el conocimiento. Y la concepción de la felicidad eterna, del goce de Dios, como visión beatífica, como conocimiento y comprensión de Dios, es algo de origen racionalista, es la clase de felicidad que corresponde al Dios idea del aristotelismo. Pero es que para la felicidad se requiere, además de la visión, la delectación, y esta es muy poco racional y sólo conseguidera sintiéndose uno distinto de Dios.

 Nuestro teólogo católico aristotélico, el que trató de racionalizar el sentimiento católico, santo Tomás de Aquino, dícenos en su Summa (primae, secundae partis, quaestio IV, art. l.°) que «la delectación se requiere concomitante». Pero ¿qué delectación es la del que descansa? Descansar, requiescere, ¿no es dormir y no tener siquiera conciencia de que se descansa? «De la misma visión de Dios, se origina la delectación», añade el teólogo. Pero el alma, ¿se siente a sí misma como distinta de Dios? «La delectación que acompaña a la operación del intelecto no impide esta, sino más bien la conforta», dice luego. ¡Claro está! Si no, ¿qué dicha es esa? Y para salvar la delectación, el deleite, el placer que tiene siempre, como el dolor, algo de material, y que no concebimos sino en un alma encarnada en cuerpo, hubo de imaginar que el alma bienaventurada esté unida a su cuerpo. Sin alguna especie de cuerpo, ¿cómo el deleite? La inmortalidad del alma pura, sin alguna especie de cuerpo o periespíritu, no es inmortalidad verdadera. Y en el fondo, el anhelo de prolongar esta vida, esta y no otra, esta de carne y de dolor, esta de que maldecimos a las veces tan sólo porque se acaba. Los más de los suicidas no se quitarían la vida si tuviesen la seguridad de no morirse nunca sobre la tierra. El que se mata, se mata por no esperar a morirse.

 Cuando el Dante llega a contarnos en el canto XXXIII del Paradiso cómo llegó a la visión de Dios, nos dice que como aquel que ve soñando y después del sueño le queda la pasión impresa, y no otra cosa, en la mente, así a él, que casi cesa toda su visión y aún le destila en el corazón lo dulce que nació de ella. 

 Cotal son io, che quasi tutta cesa

 mia visione, ed ancor mi distilla

 nel cuor lo dulce che nacque da essa,  

no de otro modo que la nieve se descuaja al sol  

Cosí la neve al Sol si disigilla. 

 Esto es, que se le va la visión, lo intelectual, y le queda el deleite; la passione impressa, lo emotivo, lo irracional, lo corporal, en fin.

 Una felicidad corporal, de deleite, no sólo espiritual, no sólo visión, es lo que apetecemos. Esa otra felicidad, esa beatitud racionalista, la de anegarse en la comprensión, sólo puede... no digo satisfacer ni engañar, porque creo que ni le satisfizo ni le engañó a un Spinoza. El cual, al fin de su Ética, en las proposiciones XXXV y XXXVI de la parte quinta, establece que Dios se ama a sí mismo con infinito amor intelectual; que el amor intelectual de la mente de Dios es el mismo amor de Dios con que Dios se ama a sí mismo; no en cuanto es infinito, sino en cuanto puede explicarse por la esencia de la mente humana considerada en respecto de eternidad, esto es, que el amor intelectual de la mente hacia Dios es parte del infinito amor con que Dios a sí mismo se ama. Y después de estas trágicas, de estas desoladoras proposiciones, la última del libro todo, la que cierra y corona esa tremenda tragedia de la Ética, nos dice que la felicidad no es premio de la virtud, sino la virtud misma, y que no nos gozamos en ella por comprimir los apetitos, sino que por gozar de ella podemos comprimirlos. ¡Amor intelectual!, ¡amor intelectual! ¿Qué es eso de amor intelectual? Algo así como un sabor rojo, o un sonido amargo, o un color aromático o más bien, algo así como un triángulo enamorado o una elipse encolerizada, una pura metáfora, pero una metáfora trágica. Y una metáfora que corresponde trágicamente a aquello de que también el corazón tiene sus razones. ¡Razones de corazón!, ¡amores de cabeza!, ¡deleite intelectivo! ¡Intelección deleitosa!, ¡tragedia, tragedia y tragedia!

 Y, sin embargo, hay algo que se puede llamar amor intelectual y que es el amor de entender, la vida misma contemplativa de Aristóteles, porque el comprender es algo activo y amoroso, y la visión beatífica es la visión de la verdad total. ¿No hay acaso en el fondo de toda pasión la curiosidad? ¿No cayeron, según el relato bíblico, nuestros primeros padres por el ansia de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, y ser como dioses, conocedores de esa ciencia? La visión de Dios, es decir, del Universo mismo en su alma, en su íntima esencia, ¿no apagaría todo nuestro anhelo? Y esta perspectiva sólo no puede satisfacer a los hombres groseros que no penetran el que el mayor goce de un hombre es ser más hombre, esto es, más dios, y que es más dios cuanta más conciencia tiene.

 Y ese amor intelectual, que no es sino el llamado amor platónico, es un medio de dominar y de poseer. No hay, en efecto, más perfecto dominio que el conocimiento; el que conoce algo, lo posee. El conocimiento une al que conoce con lo conocido. «Yo te contemplo y te hago mía al contemplarte»; tal es la fórmula. Y conocer a Dios, ¿qué ha de ser sino poseerlo? El que a Dios conoce, es ya Dios él.

 Cuenta B. Brunhes (La Dégradation de l'Energie, IV' partee, chap. XVIII, E. 2) haberle contado M. Sarrau, que lo tenía del padre Gratry, que este se paseaba por los jardines de Luxemburgo departiendo con el gran matemático y católico Cauchy, respecto a la dicha que tendrían los elegidos en conocer, al fin, sin restricción ni velo, las verdades largo tiempo perseguidas trabajosamente en el mundo. Y aludiendo el padre Gratry a los estudios de Cauchy sobre la teoría mecánica de la reflexión de la luz, emitió la idea de que uno de los más grandes goces intelectuales del ilustre geómetra sería penetrar en el secreto de la luz, a lo que replicó Cauchy que no le parecía posible saber en esto más que ya sabía, ni concebía que la inteligencia más perfecta pudiese comprender el misterio de la reflexión mejor que él lo había expuesto, ya que había dado una teoría mecánica del fenómeno. «Su piedad -añade Brunhes-, no llegaba hasta creer que fuese posible hacer otra cosa ni hacerla mejor.»

 Hay en este relato dos partes que nos interesan. La primera es la expresión de lo que sea la contemplación, el amor intelectual o la visión beatífica para hombres superiores, que hacen del conocimiento su pasión central, y otra la fe en la explicación mecanicista del mundo.

 A esta disposición mecanicista del intelecto va unida la ya célebre fórmula de «nada se crea, nada se pierde, todo se transforma», con que se ha querido interpretar el ambiguo principio de la conservación de la energía, olvidando que para nosotros, para los hombres, prácticamente energía es la energía utilizable, y que esta se pierde de continuo, se disipa por la difusión del calor, se degrada, tendiendo a la nivelación y a lo homogéneo. Lo valedero para nosotros, más aún, lo real para nosotros, es lo diferencial, que es lo cualitativo; la cantidad pura, sin diferencia, es como si para nosotros no existiese, pues que no obra. Y el Universo material, el cuerpo del Universo, parece camina poco a poco, y sin que sirva la acción retardadora de los organismos vivos y más aún la acción consciente del hombre, a un estado de perfecta estabilidad, de homogeneidad (véase Brunhes, obra citada). Que si el espíritu tiende a concentrarse, la energía material tiende a difundirse.

 ¿Y no tiene esto acaso una íntima relación con nuestro problema? ¿No habrá una relación entre esta conclusión de la filosofía científica respecto a un estado final de esta estabilidad y homogeneidad y el ensueño místico de la apocatástasis? ¿Esa muerte del cuerpo del Universo no será el triunfo final de su espíritu de Dios?

 Es evidente la relación íntima que media entre la exigencia religiosa de una vida eterna después de la muerte, y las conclusiones -siempre provisionales- a que la filosofía científica llega respecto al probable porvenir del Universo material o sensitivo. Y el hecho es que así como hay teólogos de Dios y de la inmortalidad del alma, hay también los que Brunhes (obra citada, cap. XXVI, § 2) llama teólogos del monismo, a los que estaría mejor llamar ateólogos, gentes que persisten en el espíritu de afirmación a priori; y que se hacen insoportables -añadeeuando abrigan la pretensión de desdeñar la teología. Un ejemplar de estos señores es Haeckel, ¡que ha logrado disipar los enigmas de la Naturaleza!

 Estos ateólogos se han apoderado de la conservación de la energía, del «nada se crea y nada se pierde, todo se transforma», que es de origen teológico ya en Descartes, y se han servido de él para dispensarnos de Dios. «El mundo construido para durar -escribe Brunhes-, que no se gasta, o más bien repara por sí mismo las grietas que aparecen en él; ¡qué hermoso tema de ampliaciones oratorias!; pero estas mismas ampliaciones, después de haber servido en el siglo XVII para probar la sabiduría del Creador, han servido en nuestros días de argumentos para los que pretenden pasarse sin él.» Es lo de siempre: la llamada filosofía científica, de origen y de inspiración teológica o religiosa en su fondo, yendo a dar en una ateología o irreligión, que no es otra cosa que teología y religión. Recordemos aquello de Ritschl, ya citado en estos ensayos.

 Ahora la última palabra de la ciencia, más bien aún que de la filosofía científica, parece ser que el mundo material, sensible, camina por la degradación de la energía, por la predominancia de los fenómenos irreversibles, a una nivelación última, a una especie de homogéneo final. Y este nos recuerda aquel hipotético homogéneo primitivo de que tanto usó y abusó Spencer, y aquella fantástica inestabilidad de lo homogéneo. Inestabilidad de que necesitaba el agnosticismo ateológico de Spencer para explicar el inexplicable paso de lo homogéneo a lo heterogéneo. Porque ¿cómo puede surgir heterogeneidad alguna, sin acción externa, del perfecto y absoluto homogéneo? Mas había que descartar todo género de creación, y para ello el ingeniero desocupado, metido a metafísico, como lo llamó Papini, inventó la inestabilidad de lo homogéneo, que es más... ¿cómo lo diré?, más místico y hasta más mitológico, si se quiere, que la acción creadora de Dios.

 Acertado anduvo aquel positivista italiano, Roberto Ardigó, que, objetando a Spencer, le decía que lo más natural era suponer que siempre fue como hoy, que siempre hubo mundos en formación, en nebulosa, mundos formados y mundos que se deshacían; que la heterogeneidad es eterna. Otro modo, como se ve, de no resolver.

 ¿Será esta la solución? Mas en tal caso, el Universo sería infinito, y en realidad no cabe concebir un Universo eterno y limitado como el que sirvió de base a Nietzsche para lo de la vuelta eterna. Si el Universo ha de ser eterno, si han de seguirse en él, para cada uno de sus mundos, períodos de homogeneización, de degradación de energía, y otros de heterogeneización, es menester que sea infinito; que haya lugar siempre y en cada mundo para una acción de fuera. Y de hecho, el cuerpo de Dios no puede ser sino eterno e infinito.

 Mas para nuestro mundo parece probada su gradual nivelación, o si queremos, su muerte. ¿Y cuál ha de ser la suerte de nuestro espíritu en este proceso? ¿Menguará con la degradación de la energía de nuestro mundo y volverá a la inconsciencia, o crecerá más bien a medida que la energía utilizable mengua y por los esfuerzos mismos para retardarlo y dominar a la Naturaleza, que es lo que constituye la vida del espíritu? ¿Serán la conciencia y su soporte extenso dos poderes en contraposición tal que el uno crezca a expensas del otro?

 El hecho es que lo mejor de nuestra labor científica, que lo mejor de nuestra industria, es decir, lo que en ella no conspira a destrucción -que es mucho-, se endereza a retardar ese fatal proceso de degradación de la energía. Ya la vida misma orgánica, sostén de la conciencia, es un esfuerzo por evitar en lo posible ese término fatídico, por irlo alargando.

 De nada sirve querernos engañar con himnos paganos a la Naturaleza, a aquella a que con más profundo sentido llamó Leopardi, este ateo cristiano, «madre en el parto, en el querer madrastra», en aquel su estupendo canto a la retama (La Ginesta). Contra ella se ordenó en un principio la humana compañía; fue horror contra la limpia Naturaleza lo que anudó primero a los hombres en cadena social. Es la sociedad humana, en efecto, madre de la conciencia refleja y del ansia de inmortalidad, la que inaugura el estado de gracia sobre el de Naturaleza, y es el hombre el que, humanizando, espiritualizando a la Naturaleza con su industria, la sobrenaturaliza.

 El trágico poeta portugués, Antero de Quental, soñó, en dos estupendos sonetos a que tituló Redención, que hay un espíritu preso, no ya en los átomos o en los iones o en los cristales, sino -como a un poeta correspondeen el mar, en los árboles, en la selva, en la montaña, en el viento, en las individualidades y formas todas materiales, y que un día, todas esas almas, en el limbo de la existencia, despertarán en la conciencia, y cerniéndose como puro pensamiento, verán a las formas, hijas de la ilusión, caer deshechas como un sueño vano. Es el ensueño grandioso de la concientización de todo.

 ¿No es acaso que empezó el Universo, este nuestro Universo -¿quién sabe si hay otros?-, con un cero de espíritu -y cero no es lo mismo que nada- y un infinito de materia, y marcha a acabar en un infinito de espíritu con un cero de materia? ¡Ensueños!

 ¿No es acaso que todo tiene su alma, y que esa alma pide liberación? «¡Oh tierras de Alvargonzález / en el corazón de España, / tierras pobres, tierras tristes, /tan tristes que tienen alma!», canta nuestro poeta Antonio Machado (Campos de Castilla). La tristeza de los campos, ¿está en ellos o en nosotros que los contemplamos? ¿No es que sufren? Pero ¿qué puede ser una alma individual en un mundo de la materia? ¿Es individuo una roca o una montaña? ¿Lo es un árbol?

 Y siempre resulta, sin embargo, que luchan el espíritu y la materia. Ya lo dijo Espronceda al decir que: 

 Aquí, para vivir en santa calma,

 o sobra la materia o sobra el alma. 

 ¿Y no hay en la historia del pensamiento, o si queréis, de la imaginación humana, algo que corresponda a ese proceso de reducción de lo material, en el sentido de una reducción de todo a conciencia?

 Sí, la hay, y es del primer místico cristiano, de san Pablo de Éfeso, del apóstol de los gentiles, de aquel que por no haber visto con los ojos carnales de la cara al Cristo carnal y mortal, al ético, le creó en sí inmortal y religioso, de aquel que fue arrebatado al tercer cielo donde vio secretos inefables (1I, Cor., XIII). Y este primer místico cristiano soñó también en un triunfo final del espíritu, de la conciencia, y es lo que se llama técnicamente en teología la apocatástatis o reconstitución.

 Es en los versículos 26 al 28 del capítulo XV de su primera epístola a los Corintios donde nos dice que el último enemigo que ha de ser dominado será la muerte, pues Dios puso todo bajo sus pies; pero cuando diga que todo le está sometido, es claro que excluyendo al que hizo que todo se le sometiese, y cuando le haya sometido todo, entonces también Él, el Hijo, se someterá al que le sometió todo para que Dios sea en todos: ¡va rj d B--ós 'távza Év zzócv. Es decir, que el fin es que Dios la Conciencia, acabe siéndolo todo en todo.

 Doctrina que se completa con cuanto el mismo apóstol expone respecto al fin de la historia toda del mundo en su Epístola a los efesios. Preséntanos en ella, como es sabido, a Cristo -que es por quien fueron hechas las cosas todas del cielo y de la tierra, visibles e invisibles

 (Col., I, 16)-, como cabeza del todo (EL, 1, 22), y en él, en esta cabeza, hemos de resucitar todos para vivir en comunión de santos y comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la largura, la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento (EL, 111, 18, 19). Y a este recogernos en Cristo, cabeza de la Humanidad, y como resumen de ella, es a lo que el Apóstol llama recaudarse, recapitularse o recogerse todo en Cristo, ávaw--rpaAaiojua69az. zá iravaa Év Xpíaao). Y esta recapitulación -ávaic--tpaíaícouis, anacefaleosis-, fin de la historia del mundo y del linaje humano, no es sino otro aspecto de la apocatástasis. Esta, la apocatástatis, el que llegue a ser Dios todo en todos, redúcese, pues, a la anacefaleosis, a que todo se recoja en Cristo, en la Humanidad, siendo por lo tanto la Humanidad el fin de la creación. Y esta apocatástasis, esta humanación o divinización de todo, ¿no suprime la materia? ¿Pero es que suprimida la materia, que es el principio de la individuación principium individuationis, según la Escuela-, no vuelve todo a una conciencia pura, que en pura pureza, ni se conoce así, ni es cosa alguna concebible y sensible? Y suprimida toda materia, ¿en qué se apoya el espíritu?

 Las mismas dificultades, las mismas impensabilidades, se nos vienen por otro camino.

 Alguien podría decir por otra parte, que la apocatástasis, el que Dios llegue a ser todo en todos, supone que no lo era antes. El que los seres todos lleguen a gozar de Dios, supone que Dios llegue a gozar de los seres todos, pues la visión beatífica es mutua, y Dios se perfecciona con ser mejor conocido, y de almas se alimenta y con ellas se enriquece.

 Podría en ese camino de locos ensueños imaginarse un Dios inconsciente, dormitando en la materia, y que va a un Dios consciente de todo, consciente de su divinidad; que el Universo todo se haga consciente de sí como todo y de cada una de las conciencias que le integran, que se haga Dios. Mas, en tal caso, ¿cómo empezó ese Dios inconsciente? ¿No es la materia misma? Dios no sería así el principio, sino el fin del Universo; pero ¿puede ser fin lo que no fue principio? ¿O es que hay fuera del tiempo, en la eternidad, diferencia entre el principio y el fin? «El alma de todo no estaría atada por aquello mismo (esto es: la materia) que está por ella atado», dice Plotino. (Enn., H, IX, 7.) ¿O no es más bien la Conciencia del Todo que se esfuerza por hacerse de cada parte, y en que cada conciencia parcial tenga de ella, de la total conciencia? ¿No es un Dios monoteísta o solitario que camina a hacerse panteísta? Y si no es así, si la materia y el dolor son extraños a Dios, se preguntará uno: ¿para qué creó Dios el mundo? ¿Para qué hizo la materia e introdujo el dolor? ¿No era mejor que no hubiese hecho nada? ¿Qué gloria le añade al crear ángeles u hombres que caigan y a los que tenga que condenar a tormento eterno? ¿Hizo acaso el mal para curarlo? ¿O fue la redención, y la redención total y absoluta, de todo y de todos, su designio? Porque no es esta hipótesis ni más racional ni más piadosa que la otra.

 En cuanto tratamos de representarnos la felicidad eterna, preséntasenos una serie de preguntas sin respuesta alguna satisfactoria, esto es, racional, sea que partamos de una suposición monoteísta o de una panteísta o siquiera panenteísta.

 Volvamos a la apocatástais pauliniana.

 Al hacerse Dios todo en todos, ¿no es acaso que se completa, que acaba de ser Dios, conciencia infinita que abarca las conciencias todas? ¿Y qué es una conciencia infinita? Suponiendo, como supone, la conciencia, límite, o siendo más bien la conciencia conciencia de límite, de distinción, ¿no excluye por lo mismo la infinitud? ¿Qué valor tiene la noción de infinitud aplicada a la conciencia? ¿Qué es una conciencia toda ella conciencia, sin nada fuera de ella que no lo sea? ¿De qué es conciencia la conciencia en tal caso? ¿De su contenido? ¿O no será más bien que nos acercamos a la apocatástasis o apoteosis final sin llegar nunca a ella a partir de un caos, de una absoluta inconsciencia, en lo eterno del pasado?

 ¿No será más bien eso de la apocatástasis, de la vuelta de todo a Dios, un término ideal a que sin cesar nos acercamos sin haber nunca de llegar a él, y unos a más ligera marcha que otros? ¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Y no cabe esperar ya una vez realizada la posesión, porque esta mata la esperanza, el ansia. ¿No será, digo, que todas las almas crezcan sin cesar, unas en mayor proporción que otras, pero habiendo todas de pasar alguna vez por un mismo grado cualquiera de crecimiento y sin llegar nunca al infinito, a Dios, a quien de continuo se acercan? ¿No es la eterna felicidad, una eterna esperanza, con su núcleo eterno de pesar para que la dicha no se suma en la nada?

 Siguen las preguntas sin respuesta.

 «Será todo en todos», dice el Apóstol. ¿Pero lo será de distinta manera en cada uno o de la misma en todos? ¿No será Dios todo en un condenado? ¿No está en su alma? ¿No está en el llamado infierno? ¿Y cómo está en él?

 De donde surgen nuevos problemas, y son los referentes a la oposición entre cielo e infierno, entre felicidad e infelicidad eternas.

 ¿No es que al cabo se salvan todos, incluso Caín y Judas, y Satanás mismo, como desarrollando la apocatástais pauliniana quería Orígenes?

 Cuando nuestros teólogos católicos quieren justificar racionalmente -o sea éticamente- el dogma de la eternidad de las penas del infierno, dan unas razones tan especiosas, ridículas e infantiles que parece mentira hayan logrado curso. Porque decir que siendo Dios infinito la ofensa a Él inferida es infinita también, y exige, por lo tanto, un castigo eterno, es, aparte de lo inconcebible de una ofensa infinita, desconocer que en moral y no en policía humanas la gravedad de la ofensa se mide, más que por la dignidad del ofendido, por la intención del ofensor, y que una intención culpable infinita es un desatino, y nada más. Lo que aquí cabría aplicar son aquellas palabras del Cristo, dirigiéndose a su Padre: «¡Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen!», y no hay hombre que al ofender a Dios o a su projimo sepa lo que se hace. En ética humana, o si se quiere en policía humana -eso que llaman Derecho penal, y que es todo menos derecho- una pena eterna es un desatino.

 «Dios es justo, y se nos castiga; he aquí cuanto es indispensable sepamos; lo demás no es para nosotros sino pura curiosidad.» Así, Lamennais (Essai, parte IV cap. VII), y así otros con él. Y así también Calvino. ¿Pero hay quien se contente con eso? ¡Pura curiosidad! ¡Llamar pura curiosidad a lo que más estruja el corazón!

 ¿No será acaso que el malo se aniquila porque deseó aniquilarse o que no deseó lo bastante eternizarse por ser malo? ¿No podremos decir que no es el creer en otra vida lo que le hace a uno bueno, sino por ser bueno cree en ella? ¿Y qué es ser bueno y ser malo? Esto es ya del dominio de la ética, no de la religión. O más bien, ¿no es de ética el hacer el bien, aun siendo malo, y de la religión el ser bueno, aun haciendo mal?

 ¿No se nos podrá acaso decir, por otra parte, que si el pecador sufre un castigo eterno es porque sin cesar peca, porque los condenados no cesan de pecar? Lo cual no resuelve el problema, cuyo absurdo todo proviene de haber concebido el castigo como vindicta o venganza, no como corrección; de haberlo concebido a la manera de los pueblos bárbaros. Y así un infierno policiaco, para meter miedo en este mundo. Siendo lo peor que ya no amedrenta, por lo cual habrá que cerrarlo.

 Mas, por otra parte, en concepción religiosa y dentro del misterio, ¿por qué no una eternidad de dolor, aunque esto subleve nuestros sentimientos? ¿Por qué no un Dios que se alimenta de nuestro dolor? ¿Es acaso nuestra dicha el fin del Universo? ¿O no alimentamos con nuestro dolor alguna dicha ajena? Volvamos a leer las Euménides del formidable trágico Esquilo, aquellos coros de las Furias, porque los dioses nuevos, destruyendo las antiguas leyes, les arrebataban a Orestes de las manos: aquellas encendidas invectivas contra la redención apolínea. ¿No es que la redención arranca de las manos de los dioses a los hombres, su presa y su juguete, con cuyos dolores juegan y se gozan como los chiquillos atormentando a un escarabajo, según la sentencia del trágico? Y recordemos aquello de: «¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿porqué me has abandonado?»

 Sí, ¿por qué no una eternidad de dolor? El infierno es una eternización del alma, aunque sea en pena. ¿No es la pena esencial a la vida?

 Los hombres andan inventando teorías para explicarse eso que llaman el origen del mal. ¿Y por qué no el origen del bien? ¿Por qué suponer que es el bien lo positivo y originario, y el mal lo negativo y derivado? «Todo lo que es en cuanto es, es bueno», sentenció san Agustín; pero ¿por qué?, ¿qué quiere decir ser bueno? Lo bueno es bueno para algo, conducente a un fin, y decir que todo es bueno, vale decir que todo va a su fin. Pero ¿cuál es su fin? Nuestro apetito es eternizarnos, persistir, y llamamos bueno a cuanto conspira a ese fin, y malo a cuanto tiende a amenguarnos o destruirnos la conciencia. Suponemos que la conciencia humana es fin y no medio para otra cosa que no sea conciencia, ya humana, ya sobrehumana.

 Todo optimismo metafísico, como el de Leibniz, o pesimismo de igual orden, como el de Schopenhauer, no tienen otro fundamento. Para Leibniz este mundo es el mejor, porque conspira a perpetuar la conciencia y con ella la voluntad, porque la inteligencia acrecienta la voluntad y la perfecciona, porque el fin del hombre es la contemplación de Dios, y para Schopenhauer es este mundo el peor de los posibles, porque conspira a destruir la voluntad, porque la inteligencia, la representación, anula a la voluntad, su madre. Y así Franklin, que creía en otra vida, aseguraba que volvería a vivir esta, la vida que vivió, de cabo a rabo, from its beginning to the end, y Leopardi, que no creía en otra, aseguraba que nadie aceptaría volver a vivir la vida que vivió. Ambas doctrinas, no ya éticas, sino religiosas, y el sentimiento del bien moral, en cuanto valor teológico, de origen religioso también.

 Y vuelve uno a preguntarse: ¿no se salvan, no se eternizan, y no ya en dolor, sino en dicha, todos, lo mismo los que llamamos buenos que los llamados malos?

 ¿En esto de bueno y de malo no entra la malicia del que juzga? ¿La maldad está en la intención del que ejecuta el acto o no está más bien en la del que lo juzga malo? ¡Pero es lo terrible que el hombre se juzga a sí mismo, se hace juez de sí propio!

 ¿Quiénes se salvan? Ahora otra imaginación -ni más ni menos racional que cuantas van interrogativamente expuestas-, y es que sólo se salven los que anhelaron salvarse, que sólo se eternicen los que vivieron aquejados del terrible hambre de eternidad y de etemización. El que anhela no morir nunca, y cree no haberse nunca de morir en espíritu, es porque lo merece, o más bien, sólo anhela la eternidad personal el que la lleva ya dentro. No deja de anhelar con pasión su propia inmortalidad, y con pasión avasalladora de toda razón, sino aquel que no la merece y porque no la merece no la anhela. Y no es injusticia no darle lo que no sabe desear, porque pedid y se os dará. Acaso se le dé a cada uno lo que deseó. Y acaso el pecado aquel contra el Espíritu Santo, para el que no hay, según el Evangelio, remisión, no sea otro que no desear a Dios, no anhelar eternizarse.

 «Según es vuestro espíritu, así es vuestra rebusca; hallaréis lo que deseéis, y esto es ser cristiano», as is your sort of mind / so is your sort of search; you'll find / what you desire, and thats to be a Christian, decía R. Browning (Christmaseve and Easterday, VII).

 El Dante condena en su infierno a los epicúreos, a los que no creyeron en otra vida a algo más terrible que no tenerla, y es a la conciencia de que no la tienen, y esto en forma plástica, haciendo que permanezcan durante la eternidad toda encerrados dentro de sus tumbas, sin luz, sin aire, sin fuego, sin movimiento, sin vida (Inferno, X; 10-15).

 ¿Qué crueldad hay en negar a uno lo que no deseó o no pudo desear? Virgilio el dulce, en el canto VI de su Eneida (426-429), nos hace oír las voces y vagidos quejumbrosos de los niños que lloran a la entrada del infierno. 

 continuo auditae voces, vagitus et ingens

 infantumque animae flentes in limine primo,  

 desdichados que apenas entraron en la vida ni conocieron sus dulzuras, y a quienes un negro día les arrebató de los pechos maternos para sumergirlos en acerbo luto. 

 quos dulcis vitae exsortes et ab ubere raptos

 abstulit atra dies et funere mersit acerbo. 

 ¿Pero qué vida perdieron, si no la conocían ni la anhelaban? ¿O es que en realidad no la anhelaron?

 Aquí podrá decirse que la anhelaron otros por ellos, que sus padres les quisieron eternos, para con ellos recrearse luego en la gloria. Y así entramos en un nuevo campo de imaginaciones, y es el de la solidaridad y representatividad de la salvación eterna.

 Son muchos, en efecto, los que se imaginan al linaje humano como un ser, un individuo colectivo y solidario, y en que cada miembro representa o puede llegar a representar a la colectividad toda y se imaginan la salvación como algo colectivo también. Como algo colectivo el mérito, como algo colectivo también la culpa; y la redención. O se salvan todos o no se salva nadie, según este -nodo de sentir y de imaginar; la redención es total y es mutua; cada hombre un Cristo de su prójimo.

 ¿Y no hay acaso como una vislumbre de esto en la creencia popular católica de las benditas ánimas del Purgatorio y de los sufragios que por ellas, por sus muertos, rinden los vivos y los méritos que les aplican? Es corriente en la piedad popular católica este sentimiento de transmisión de méritos, ya a vivos, ya a muertos.

 No hay tampoco que olvidar el que muchas veces se ha presentado ya en la historia del pensamiento religioso humano la idea de la inmortalidad restringida a un número de elegidos, de espíritus representativos de los demás, y que en cierto modo los incluyen en sí, idea de abolengo pagano -pues tales eran los héroes y semidioses- que se abroquela a las veces en aquello de que son muchos los llamados y pocos los elegidos.

 En estos días mismos en que me ocupaba en preparar este ensayo, llegó a mis manos la tercera edición del Dialogue sur la vie et sur la mort, de Charles Bonnefon, libro en que imaginaciones análogas a las que vengo exponiendo hallan expresión concentrada y sugestiva. Ni el alma puede vivir sin el cuerpo, ni este sin aquella, nos dice Bonnefon, y así no existen en realidad ni la muerte ni el nacimiento, ni hay en rigor, ni cuerpo, ni alma, ni nacimiento, ni muerte, todo lo cual son abstracciones o apariencias, sino tan sólo una vida pensante, de que formamos parte, y que no puede ni nacer ni morir. Lo que le lleva a negar la individualidad humana, afirmando que nadie puede decir: «yo soy», sino más bien «nosotros somos», o mejor aún: «es en nosotros». Es la humanidad, la especie, la que piensa y ama en nosotros. Y como se transmiten los cuerpos se transmiten las almas. «El pensamiento vivo o la vida presente que somos, volverá a encontrarse inmediatamente bajo una forma análoga a la que fue nuestro origen y correspondiente a nuestro ser en el seno de una mujer fecundado.» Cada uno de nosotros, pues, ha vivido ya y volverá a vivir, aunque lo ignore. «Si la humanidad se eleva gradualmente por encima de sí misma, ¿quién nos dice que al momento de morir el último hombre, que contendrá en sí a todos los demás, no haya llegado a la humanidad superior tal como existe en cualquier otra parte, en el cielo?... Solidarios todos, recogeremos todos poco a poco los frutos de nuestros esfuerzos.» Según este modo de imaginar y de sentir, como nadie nace, nadie muere, sino que cada alma no ha cesado de luchar y varias veces hase sumergido en medio de la pelea humana, «desde que el tipo de embrión correspondiente a la misma conciencia se representaba en la sucesión de los fenómenos humanos». Claro es que como Bonnefon empieza por negar la individualidad personal, deja fuera nuestro verdadero anhelo, que es el de salvarla; mas como, por otra parte, él, Bonnefon, es individuo personal y siente ese anhelo, acude a la distinción entre llamados y elegidos, y a la noción de espíritus representati

 vos, y concede a un número de hombres esa inmortalidad representativa. De estos elegidos dice que «serán un poco más necesarios a Dios que nosotros mismos». Y termina este grandioso ensueño en que «de ascensión en ascensión no es imposible que lleguemos a la dicha suprema, y que nuestra vida se funda en la Vida perfecta como la gota de agua en el mar. Comprenderemos entonces -prosigue diciendo- que todo era necesario, que cada filosofía o cada religión tuvo su hora de verdad, que a través de nuestros rodeos y errores y en los momentos más sombríos de nuestra historia, hemos columbrado el faro y que estábamos todos predestinados a participar de la Luz Eterna. Y si el Dios que volveremos a encontrar posee un cuerpo -y no podemos concebir Dios vivo que no le tenga-, seremos una de sus células conscientes a la vez que las miríadas de razas brotadas en las miríadas de soles. Si este ensueño se cumpliera, un océano de amor batiría nuestras playas, y el fin de toda vida sería añadir una gota de agua a su infinito». ¿Y qué es este sueño cósmico de Bonnefon sino la forma plástica de la apocatástasis pauliniana?

 Sí, este tal ensueño, de viejo abolengo cristiano, no es otra cosa, en el fondo, que la anacefaleosis pauliniana, la fusión de los hombres todos en el Hombre, en la Humanidad toda hecha Persona, que es Cristo, y con los hombres todos, y la sujeción luego de todo ello a Dios, para que Dios, la Conciencia, lo sea todo en todos. Lo cual supone una redención colectiva y una sociedad de ultratumba.

 A mediados del siglo xviii dos pietistas de origen protestante, Juan Jacobo Moser y Federico Cristóbal Oetinger, volvieron a dar fuerza y valor a la anacefaleosis pauliniana. Moser declaraba que su religión no consistía en tener por verdaderas ciertas doctrinas y vivir virtuosamente conforme a ellas, sino en unirse de nuevo con Dios por Cristo; a lo que corresponde el conocimiento, creciente hasta el fin de la vida, de los propios pecados y de la misericordia y paciencia de Dios, la alteración del sentido natural todo, la adquisición de la reconciliación fundada en la muerte de Cristo, el goce de la paz con Dios en el testimonio permanente del Espíritu Santo, respecto a la remisión de los pecados; el conducirse según el modelo de Cristo, lo cual sólo brota de la fe, el acercarse a Dios y tratar con Él, y la disposición de morir en gracia y la esperanza del juicio que otorga la bienaventuranza en el próximo goce de Dios y en trato con todos los santos (C. Ritschl, Geschichte der Pietismus, III, § 43). El trato con todos los santos, es decir, considera la felicidad eterna, no como la visión de Dios en su infinitud, sino basándose en la Epístola a los efesios, como la contemplación de Dios en la armonía de la criatura con Cristo. El trato con todos los santos era, según él, esencial contenido de la felicidad eterna. Era la realización del reino de Dios, que resulta así ser el reino del Hombre. Y al exponer estas doctrinas de los dos pietistas confiesa Ritschl (obra citada, III, § 46) que ambos testigos adquirieron para el protestantismo con ellas algo de tanto valor como el método teológico de Spencer, otro pietista.

 Vese, pues, cómo el íntimo anhelo místico cristiano, desde san Pablo, ha sido dar finalidad humana, o sea divina, al Universo, salvar la conciencia humana y salvarla haciendo una persona de la humanidad toda. A ello responde la anacefaleosis, la recapitulación de todo, todo lo de la tierra y el cielo, lo visible y lo invisible, en Cristo, y la apocatástais, la vuelta del todo a Dios, a la conciencia, para que Dios sea todo en todo. ¿Y ser Dios todo en todo no es acaso el que cobre todo conciencia y resucite en esta todo lo que pasó, y que se eternice todo cuanto en el tiempo fue? Y entre ellos todas las conciencias individuales, las que han sido, las que son y las que serán, y tal como se dieron, se dan y se darán en sociedad y solidaridad. Mas este resucitar a conciencia todo lo que alguna vez fue, ¿no trae necesariamente consigo una fusión de lo idéntico, una amalgama de lo semejante? Al hacerse el linaje humano verdadera sociedad en Cristo, comunión de santos, reino de Dios, ¿no es que las engañosas y hasta pecaminosas diferencias individuales se borran, y quede sólo de cada hombre que fue lo esencial de él en la sociedad perfecta? ¿No resultaría tal vez, según la suposición de Bonnefon, que esta conciencia que vivió en el siglo xx en este rincón de esta tierra se sintiese la misma que tales otras que vivieron en otros siglos y acaso en otras tierras?

 ¡Y qué no puede ser una efectiva y real unión, una unión sustancial e íntima, alma a alma, de todos los que han sido! «Si dos criaturas cualesquiera se hicieran una, harían más que ha hecho el mundo.» 

 If any two creatures grew into one

 They would do more than the world has done.  

sentenció Browning (The flight of the Duchess), y el Cristo nos dejó dicho que donde se reúnan dos en su nombre allí está Él.

 La gloria es, pues, según muchos, sociedad, más perfecta sociedad que la de este mundo: es la sociedad humana hecha persona. Y no falta quien crea que el progreso humano todo conspira a hacer de nuestra especie un ser colectivo con verdadera conciencia -¿no es acaso un organismo humano individual una especie de federación de células?- y que cuando la haya adquirido plena, resucitarán en ella cuantos fueron.

 La gloria, piensan muchos, es sociedad. Como nadie vive aislado, nadie puede sobrevivir aislado tampoco. No puede gozar de Dios en el cielo quien vea que su hermano sufre en el infierno, porque fueron comunes la culpa y el mérito. Pensamos con los pensamientos de los demás y con sus sentimientos sentimos. Ver a Dios, cuando Dios sea todo en todos, es verlo todo en Dios y vivir en Dios con todo.

 Este grandioso ensueño de la solidaridad final humana es la anacefaleosis y la apocatástasis paulinianas. Somos los cristianos, decía el Apóstol (1 Cor., XII, 27), el cuerpo de Cristo, miembros de él, carne de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V 30), sarmientos de la vid.

 Pero en esta final solidarización, en esta verdadera y suprema cristinación de las criaturas todas, ¿qué es de cada conciencia individual?, ¿qué es de mí, de este pobre yo frágil, de este yo esclavo del tiempo y del espacio, de este yo que la razón me dice ser un mero accidente pasajero, pero por salvar al cual, vivo y sufro y espero y creo? Salvada la finalidad humana del Universo, si al fin se salva; salvada la conciencia, ¿me resignaría a hacer el sacrificio de este mi pobre yo, por el cual y sólo por el cual conozco esa finalidad y esa conciencia?

 Y henos aquí en lo más alto de la tragedia, en su nudo, en la perspectiva de este supremo sacrificio religioso: el de la propia conciencia individual en aras de la conciencia humana perfecta, de la Conciencia Divina.

 Pero ¿hay tal tragedia? Si llegáramos a ver claro esa anacefaleosis; si llegáramos a comprender y sentir que vamos a enriquecer a Cristo, ¿vacilaríamos un momento en entregarnos del todo a Él? El arroyico que entra en el mar y siente en la dulzura de sus aguas el amargor de la sal oceánica, ¿retrocedería hacia su fuente?, ¿querría volver a la nube que nació de mar?, ¿no es un gozo sentirse absorbido?

 Y, sin embargo...

 Sí, a pesar de todo, la tragedia culmina aquí.

 Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa, no absorción, no quietud, no paz, no apagamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca, inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin acabarse del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor eterno. Un dolor, una pena, gracias a la cual se crece sin cesar en conciencia y en anhelo. No pongáis a la puerta de la Gloria, como a la del Infierno puso el Dante, el Lasciate ogni speranza! ¡No matéis el tiempo! Es nuestra vida una esperanza que se está convirtiendo sin cesar en recuerdo, que engendra a su vez a la esperanza. ¡Dejadnos vivir! La eternidad, como un eterno presente, sin recuerdo y sin esperanza, es la muerte. Así son las ideas, pero así no viven los hombres. Así son las ideas en el DiosIdea; pero no pueden vivir así los hombres en el Dios vivo, en el Dios-Hombre.

 Un eterno Purgatorio, pues, más que una Gloria; una ascensión eterna. Si desaparece todo dolor, por puro y espiritualizado que lo supongamos, toda ansia, ¿qué hace vivir a los bienaventurados? Si no sufren allí por Dios, ¿cómo le aman? Y si aun allí, en la Gloria, viendo a Dios poco a poco y cada vez de más cerca sin llegar a Él del todo nunca, no les queda siempre algo por conocer y anhelar, no les queda siempre un poco de incertidumbre, ¿cómo no se aduermen?

 O en resolución, si allí no queda algo de la tragedia íntima del alma, ¿qué vida es esa? ¿Hay acaso goce mayor que acordarse de la miseria -y acordarse de ella es sentirla- en el tiempo de la felicidad? ¿No añora la cárcel quien se libertó de ella? ¿No echa de menos aquellos sus anhelos de libertad? 

 ¡Ensueños mitológicos!, se dirá. Ni como otra cosa los hemos presentado. Pero ¿es que el ensueño mitológico no contiene su verdad? ¿Es que el ensueño y el mito no son acaso revelaciones de una verdad inefable, de una verdad irracional, de una verdad que no puede probarse?

 ¡Mitología! Acaso; pero hay que mitologizar respecto a la otra vida como en tiempos de Platón. Acabamos de ver que cuando tratamos de dar forma concreta, concebible, es decir, racional, a nuestro anhelo primario, primordial y fundamental de vida eterna consciente de sí y de su individualidad personal, los absurdos estéticos, lógicos y éticos se multiplican y no hay modo de concebir sin contradicciones y despropósitos la visión beatífica y la apocatástasis.

 ¡Y sin embargo!

 Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por absurda que nos parezca; es más, hay que creer en ella, de una manera o de otra, para vivir. Para vivir, ¿eh?, no para comprender el Universo. Hay que creer en ella, y creer en ella es religioso. El cristianismo, la única religión que nosotros, los europeos del siglo XX, podemos de veras sentir, es, como decía Kierkegaard, una salida desesperada (Afsluttende uvidenskabelig Efferskrift, 11, 1, cap. 1), salida que sólo se logra mediante el martirio de la fe, que es la crucifixión de la razón, según el mismo trágico pensador.

 No sin razón quedó dicho por quien pudo decirlo aquello de la locura de la cruz. Locura, sin duda, locura. Y no andaba del todo descaminado el humorista yanqui -Oliver Wendell Holmes- al hacer decir a uno de los personajes de sus ingeniosas conversaciones, que se,formaba mejor idea de los que estaban encerrados en un manicomio por monomanía religiosa que no de los que, profesando los mismos principios religiosos, andaban sueltos y sin enloquecer. Pero ¿es que realmente no viven estos también, gracias a Dios, enloquecidos? ¿Es que no hay locuras mansas, que no sólo nos permiten convivir con nuestros prójimos sin detrimento de la sociedad, sino que más bien nos ayudan a ello, dándonos como nos dan sentido y finalidad a la vida y a la sociedad misma?

 Y después de todo, ¿qué es la locura y cómo distinguirla de la razón no poniéndose fuera de una y de otra, lo cual nos es imposible?

 Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba; locura querer sobreponer nuestras imaginaciones, preñadas de contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos dicta. Y una sana razón nos dice que no se debe fundar nada sin cimientos, y que es labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar con fantasías el hueco de lo desconocido. Y sin embargo...

 Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer en esa otra vida para poder vivir esta y soportarla y darle sentido y invalidad. Y hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el que no la anhela sobre la razón y, si fuere menester, hasta contra ella.

 Y hay, sobre todo, que sentir y conducirse como si nos estuviese reservada una continuación sin fin de nuestra vida terrenal después de la muerte; y si es la nada lo que nos está reservado, no hacer que esto sea una justicia, según la frase de Obennann.

 Lo que nos trae como de la mano a examinar el aspecto práctico o ético de nuestro único problema. 

 XI 

 EL PROBLEMA PRÁCTICO 

 L'homme est périssable. -II se peut; mais périssons

 en résistant, et, si le néant nous est reservé, ne faisons

 pas que ce soit une justice. 

  (SÉNANCOUR: Obennann, legre XC.)  

 Varias veces, en el errabundo curso de estos ensayos, he definido, a pesar de mi horror a las definiciones, mi propia posición frente al problema que vengo examinando; pero sé que no faltará nunca el lector, insatisfecho, educado en un dogmatismo cualquiera, que se dirá: «Este hombre no se decide, vacila; ahora parece afirmar una cosa, y luego la contraria: está lleno de contradicciones; no le puedo encasillar; ¿qué es?» Pues eso, uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción y de pelea, como de sí mismo decía Job: uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. Más claro, ni el agua que sale de la nieve de las cumbres.

 Se me dirá que esta es una posición insostenible, que hace falta un cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras, que no cabe vivir en contradicciones, que la unidad y la claridad son condiciones esenciales de la vida y del pensamiento, y que se hace preciso unificar este. Y seguimos siempre en lo mismo. Porque es la contradicción íntima precisamente lo que unifica mi vida, le da razón práctica de ser.

 O más bien es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre lo que unifica mi acción y me hace vivir y obrar.

 Pensamos para vivir, he dicho; pero acaso fuera más acertado decir que pensamos porque vivimos, y que la forma de nuestro pensamiento responde a la de nuestra vida. Una vez más tengo que repetir que nuestras doctrinas éticas y filosóficas, en general, no suelen ser sino la justificación a posteriori de nuestra conducta, de nuestros actos. Nuestras doctrinas suelen ser el medio que buscamos para explicar y justificar a los demás y a nosotros mismos nuestro propio modo de obrar. Y nótese que no sólo a los demás, sino a nosotros mismos. El hombre, que no sabe en rigor por qué hace lo que hace y no otra cosa, siente la necesidad de darse cuenta de su razón de obrar, y la forja. Los que creemos móviles de nuestra conducta no suelen ser sino pretextos. La misma razón que uno cree que le impulsa a cuidarse para prologar su vida, es la que en la creencia de otro le lleva a este a pegarse un tiro.

 No puede, sin embargo, negarse que los razonamientos, las ideas, no influyan en los actos humanos, y aun a las veces los determinen por un proceso análogo al de la sugestión en un hipnotizado, y es por la tendencia que toda idea -que no es sino un acto incoado o abortadotiene a resolverse en acción. Esta noción es la que llevó a Fouillée a lo de las ideas-fuerzas. Pero son de ordinario fuerzas que acomodamos a otras más íntimas y mucho menos conscientes.

 Mas dejando por ahora todo esto, quiero establecer la incertidumbre, la duda, el perpetuo combate con el misterio de nuestro final destino, la desesperación mental y la falta de sólido y estable fundamento dogmático, pueden ser base de moral.

 El que basa o cree basar su conducta -interna o externa, de sentimiento o de acción- en un dogma o principio teórico que estima incontrovertible, corre riesgo de hacerse un fanático, y, además, el día en que se le quebrante o afloje ese dogma, su moral se relaja. Si la tierra que cree firme vacila, él, ante el terremoto, tiembla, porque no todos somos el estoico ideal a quien le hieren impavido las ruinas del orbe hecho pedazos. Afortunadamente, le salvará lo que hay debajo de sus ideas. Pues al que os diga que si no estafa y pone cuernos a su más íntimo amigo, es porque teme al infierno, podéis asegurar que, si dejase de creer en este, tampoco lo haría, inventando entonces otra explicación cualquiera. Y esto en honra del género humano.

 Pero al que cree que navega, tal vez sin rumbo en balsa movible y anegable, no ha de inmutarle el que la balsa se le mueva bajo los pies y amenace hundirse. Este tal cree obrar, no porque estime su principio de acción verdadero, sino para hacerlo tal, para probarse su verdad, para crearse su mundo espiritual.

 Mi conducta ha de ser la mejor prueba, la prueba moral de mi anhelo supremo; y si no acabo de convencerme, dentro de la última o irremediable incertidumbre, de la verdad de lo que espero, es que mi conducta no es bastante pura. No se basa, pues, la virtud en el dogma, sino este en aquella, y es el mártir el que hace la fe más que la fe al mártir. No hay seguridad y descanso -los que se pueden lograr en esta vida, esencialmente insegura y fatigosa- sino en una conducta apasionadamente buena.

 Es la conducta, la práctica, la que sirve de prueba a la doctrina, a la teoría. «El que quiera hacer la voluntad de Él -Aquel que me envió, dice Jesús- conocerá si es la doctrina de Dios o si hablo por mí mismo» (Juan, VII, 17); y es conocido aquello de Pascal de: empieza por tomar agua bendita y acabarás creyendo. En esta misma línea pensaba Juan Jacobo Moser, el pietista, que ningún ateo o naturalista tiene derecho a considerar infundada la religión cristiana mientras no haya hecho la prueba de cumplir con sus prescripciones y mandamientos (véase Ritschl, Geschichte der Pietismus, libro VII, 43).

 ¿Cuál es nuestra verdad cordial y antirracional? La inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál su prueba moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieses de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte. El fin de la moral es dar finalidad humana, personal, al Universo; descubrir la que tenga -si es que la tiene- y descubrirla obrando.

 Hace ya más de un siglo, en 1804, el más hondo y más intenso de los hijos espirituales del patriarca Rousseau, el más trágico de los sentidores franceses, sin excluir a Pascal, Sénancour, en la carta XC de las que constituyen aquella inmensa monodia de su Obermann, escribió las palabras que van como lema a la cabeza de este capítulo: «El hombre es perecedero. Puede ser, más perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea esto justicia.» Cambiad esta sentencia de su forma negativa en la positiva diciendo: «Y si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que sea una injusticia esto», y tendréis la más firme base de acción para quien no pueda o no quiera ser un dogmático.

 Lo irreligioso, lo demoniaco, lo que incapacita para la acción o nos deja sin defensa ideal contra nuestras malas tendencias, es el pesimismo aquel que pone Goethe en boca de Mefistófeles cuando le hace decir: «Todo lo que nace merece hundirse» (denn alles was entsteht ist wert dass es zugrunde geht). Este es el pesimismo que los hombres llamamos malo, y no aquel otro que ante el temor de que todo al cabo se aniquile, consiste en deplorar y en luchar contra ese temor. Mefistófeles afirma que todo lo que nace merece hundirse, aniquilarse, pero no que se hunda o se aniquile, y nosotros afirmamos que todo cuanto nace merece elevarse, eternizarse, aunque nada de ello lo consiga. La posición moral es la contraria.

 Sí, merece eternizarse todo, absolutamente todo, hasta lo malo mismo, pues lo que llamamos malo, al eternizarse perdería su maleza, perdiendo su temporalidad. Que la esencia del mal está en su temporalidad, en que no se enderece a fin último y permanente.

 Y no estaría acaso de más decir aquí algo de esa distinción, una de las más profundas que hay, entre lo que suele llamarse pesimismo y el optimismo, confusión no menor que la que reina al distinguir el individualismo del socialismo. Apenas cabe ya darse cuenta de qué sea eso del pesimismo.

 Hoy precisamente acabo de leer en The Nation (número de julio 6, 1912) un editorial titulado «Un infierno dramático» (A dramatic Inferno), referente a una traducción inglesa de obras de Strindberg, y en él se empieza con estas juiciosas observaciones: «Si hubiera en el mundo un pesimismo sincero y total, sería por necesidad silencioso. La desesperación que encuentra voz es un modo social, es el grito de angustia que un hermano lanza a otro cuando van ambos tropezando por un valle de sombras que está poblado de camaradas. En su angustia atestigua que hay algo bueno en la vida, porque presume simpatía... La congoja real, la desesperación sincera, es muda y ciega; no escribe libros ni siente impulso alguno a cargar a un universo intolerable con un monumento más duradero que el bronce.» En este juicio hay, sin duda, un sofisma, porque el hombre a quien de veras le duele, llora y hasta grita, aunque esté solo y nadie le oiga, para desahogarse, si bien esto acaso provenga de hábitos sociales. Pero el león aislado en el desierto, ¿no ruge si le duele una muela? Mas aparte esto, no cabe negar el fondo de verdad de esas reflexiones. El pesimismo que protesta y se defiende, no puede decirse que sea tal pesimismo. Y desde luego no lo es, en rigor, el que reconoce que nada debe hundirse aunque se hunda todo, y lo es el que declara que se debe hundir todo aunque no se hunda nada. El pesimismo, además, adquiere varios valores. Hay un pesimismo eudemonístico o económico, y es el que niega la dicha; le hay ético, y es el que niega el triunfo del bien moral; y le hay religioso, que es el que desespera de la finalidad humana del Universo, de que el alma individual se salve para la eternidad.

 Todos merecen salvarse, pero merece ante todo y sobre todo la inmortalidad, como en mi anterior capítulo dejé dicho, el que apasionadamente y hasta contra razón la desea. Un escritor inglés que se dedica a profeta -lo que no es raro en su tierra-, Wells, en su libro Anticipations, nos dice que «los hombres activos y capaces, de toda clase de confesiones religiosas de hoy en día, tienden en la práctica a no tener para nada en cuenta (to disregard... altogether) la cuestión de la inmortalidad». Y es por lo que las confesiones religiosas de esos hombres activos y capaces a que Wells se refiere, no suelen pasar de ser una mentira, y una mentira sus vidas si quieren basarlas sobre religión. Mas acaso en el fondo no sea eso que afirma Wells tan verdadero como él y otros se figuran. Esos hombres activos y capaces viven en el seno de una sociedad empapada en principios cristianos, bajo unas instituciones y unos sentimientos sociales que el cristianismo fraguó, y la fe en la inmortalidad del alma es en sus almas como un río soterraño, al que ni se ve ni se oye, pero cuyas aguas riegan las raíces de las acciones y de los propósitos de esos hombres.

 Hay que confesar que no hay, en rigor, fundamento más sólido para la moralidad que el fundamento de la moral católica. El fin del hombre es la felicidad eterna, que consiste en la visión y goce de Dios por los siglos de los siglos. Ahora, en lo que marra es en la busca de los medios conducentes a ese fin; porque hacer depender la consecución de la felicidad eterna de que se crea o no que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no sólo de Aquél, o de que Jesús fue Dios y todo lo de que la unión hipostática, o hasta siquiera de que haya Dios, resulta, a poco que se piense en ello, una monstruosidad. Un Dios humano -e1 único que podemos concebir- no rechazaría nunca al que no pudiese creer en Él con la cabeza, y no en su cabeza, sino en su corazón, dice el impío que no hay Dios, es decir, que no quiere que le haya. Si a alguna creencia pudiera estar ligada la consecución de la felicidad eterna, sería a la creencia en esa misma felicidad y en que sea posible.

 ¿Y qué diremos de aquello otro del emperador de los pedantes, de aquello de que no hemos venido al mundo a ser felices, sino a cumplir nuestro deber? (Wir sind nicht auf der Welt, um glücklich zu sein, sondern um unsere Schuldigkeit zu tun.) Si estamos en el mundo para algo -um etwas-, ¿de dónde puede sacarse ese para, sino del fondo mismo de nuestra voluntad, que pide felicidad y no deber como fin último? Y si a ese para se le quiere dar otro valor, un valor objetivo que diría cualquier pedante saduceo, entonces hay que reconocer que la realidad objetiva, la que quedaría aunque la humanidad desapareciese, es tan indiferente a nuestro deber como a nuestra dicha; se le da tan poco de nuestra moralidad como de nuestra felicidad. No sé que Júpiter, Urano o Sirio se dejen alterar en su curso porque cumplamos o no con nuestro deber, más que porque seamos o no felices.

 Consideraciones estas que habrán de parecer de una ridícula vulgaridad y superficialidad de dilettante, a los pedantes esos. (El mundo intelectual se divide en dos clases: dilettantes de un lado y pedantes de otro.) ¡Qué le hemos de hacer! El hombre moderno es el que se resigna a la verdad y a ignorar el conjunto de la cultura, y si no, véase lo que al respecto dice Windelband en su estudio sobre el sino de Hblderlin (Praeludien, l). Sí, esos hombres culturales se resignan, pero quedamos unos cuantos pobrecitos salvajes que no nos podemos resignar. No nos resignamos a la idea de haber de desaparecer un día, y la crítica del gran Pedante no nos consuela.

 Lo sensato, a lo sumo, es aquello de Galileo Galilei, cuando decía: «Dirá alguien acaso que es acerbísimo el dolor de la pérdida de la vida, mas yo diré que es menor que los otros; pues quien se despoja de la vida, prívase al mismo tiempo de poder quejarse no ya de esa, mas de cualquier otra pérdida.» Sentencia de un humorismo, no sé si consciente o inconsciente en Galileo, pero trágico.

 Y volviendo atrás, digo que si a alguna creencia pudiera estar ligada la consecución de la felicidad eterna, sería a la creencia de la posibilidad de su realización. Mas en rigor, ni aun esto. El hombre razonable le dice a su cabeza: «No hay otra vida después de esta», pero sólo el impío lo dice en su corazón. Mas aun a este mismo impío, que no es acaso sino un desesperado, ¿va un Dios humano a condenarle por su desesperación? Harta desgracia tiene con ella.

 Pero de todos modos, tomemos el lema calderoniano en su La vida es sueño: 

 que estoy soñando y que quiero

 obrar bien, pues no se pierde

 el hacer bien aun en sueños. 

 ¿De veras no se pierde? ¿Lo sabía Calderón? Y añadía:  

 Acudamos a lo eterno

 que es la fama vividora,

 donde ni duermen las dichas

 ni las grandezas reposan. 

 ¿De veras lo sabía Calderón?

 Calderón tenía fe, robusta fe católica; pero al que no puede tenerla, al que no puede creer en lo que don Pedro Calderón de la Barca creía, le queda siempre lo de Obermann.

 Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia; peleemos contra el destino, y aun sin esperanzas de victoria; peleemos contra él quijotescamente.

 Y no sólo se pelea contra él anhelando lo irracional, sino obrando de modo que nos hagamos insustituibles, acuñando en los demás nuestra marca y cifra; obrando sobre nuestros prójimos para dominarlos, dándonos a ellos, para eternizarnos en lo posible.

 Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el de hacernos insustituibles, el de hacer una verdad práctica el hecho teórico -si es que esto de hecho teórico no envuelve una contradicción in adiecto- de que es cada uno de nosotros único e irreemplazable, de que no pueda llenar otro el hueco que dejamos al morirnos.

 Cada hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el Universo todo. Y digo el espíritu y no la vida, porque el valor, ridículamente excesivo, que conceden a la vida humana los que no creyendo en realidad en el espíritu, es decir, en su inmortalidad personal, peroran contra la guerra y contra la pena de muerte, verbigracia, es un valor que se lo conceden precisamente por no creer de veras en el espíritu, a cuyo servicio está la vida. Porque sólo sirve la vida en cuanto a su dueño y señor, el espíritu, sirve, y si el dueño perece con la sierva, ni uno ni otra valen gran cosa.

 Y el obrar de modo que sea nuestra aniquilación una injusticia, que nuestros hermanos, hijos y los hijos de nuestros hermanos y sus hijos, reconozcan que no debimos haber muerto, es algo que está al alcance de todos.

 El fondo de la doctrina de la redención cristiana, es que sufrió pasión y muerte el único hombre, esto es, el Hombre, el Hijo del Hombre, o sea el Hijo de Dios, que no mereció por su inocencia haberse muerto, y que esta divina víctima propiciatoria se murió para resucitar y resucitarnos, para librarnos de la muerte aplicándonos sus méritos y enseñándonos el camino de la vida. Y el Cristo que se dio todo a sus hermanos en humanidad sin reservarse nada, es el modelo de acción.

 Todos, es decir, cada uno puede y debe proponerse dar de sí todo cuanto puede dar, más aun de lo que puede dar, excederse, superarse a sí mismo, hacerse insustituible, darse a los demás para recogerse de ellos. Y cada cual en su oficio, en su vocación civil. La palabra oficio, officium, significa obligación, deber, pero en concreto, y esto debe significar siempre en la práctica. Sin que se deba tratar acaso tanto de buscar aquella vocación que más crea uno que se le acomoda y cuadra, cuanto de hacer vocación del menester en que la suerte o la Providencia, no nuestra voluntad, nos han puesto.

 El más grande servicio acaso que Lutero ha rendido a la civilización cristiana, es el de haber establecido el valor religioso de la propia profesión civil, quebrantando la noción monástica medieval de la vocación religiosa, noción envuelta en nieblas pasionales e imaginativas y engendradoras de terribles tragedias de vida. ¡Si se entrara por los claustros a inquirir qué sea eso de la vocación de pobres hombres a quienes el egoísmo de sus padres les encerró de pequeñitos en la celda de un noviciado, y de repente despiertan a la vida del mundo, si es que despiertan alguna vez! O los que en un trabajo de propia sugestión se engañaron. Y Lutero que lo vio de cerca y lo sufrió, pudo entender y sentía el valor religioso de la profesión civil que a nadie liga por votos perpetuos.

 Cuanto respecto a las vocaciones de los cristianos, nos dice el Apóstol en el capítulo IV de su Epístola a los efesios, hay que trasladarlo a la vida civil, ya que hoy entre nosotros el cristiano -sépalo o no y quiéralo o no- es el ciudadano, y en el caso en que él, el Apóstol, exclamó: «¡soy ciudadano romano!», exclamaríamos cada uno de nosotros, aun los ateos: ¡soy cristiano! Y ello exige civilizar el cristianismo, esto es, hacerlo civil deseclesiastizándolo, que fue la labor de Lutero, aunque luego él, por su parte, hiciese iglesia.

 The right man in the right place, dice una sentencia inglesa: el hombre que conviene en el puesto que le conviene. A lo que cabe replicar: ¡zapatero a tus zapatos! ¿Quién sabe el puesto que mejor conviene a cada uno y para el que está más apto? ¿Lo sabe él mejor que los demás? ¿Lo saben los demás mejor que él? ¿Quién mide capacidades y aptitudes? Lo religioso es, sin duda, tratar de hacer que sea nuestra vocación el puesto en que nos encontramos, y, en último caso, cambiarlo por otro.

 Este de la propia vocación es acaso el más grave y más hondo problema social, el que está en la base de todos ellos. La llamada por antonomasia cuestión social, es acaso más que un problema de reparto de riquezas, de productos del trabajo, un problema de reparto de vocaciones, de modos de producir. No por la aptitud -casi imposible de averiguar sin ponerla antes a prueba, y no bien especificada en cada hombre, ya que para la mayoría de los oficios el hombre no nace, sino que se hace-, no por la aptitud especial, sino por razones sociales, políticas, rituales, se ha venido determinando el oficio de cada uno. En unos tiempos y países las castas religiosas y la herencia: en otros las guildas (gildas) y gremios; luego, la máquina, la necesidad casi siempre, la libertad casi nunca. Y llega lo trágico de ello a esos oficios de lenocinio en que se gana la vida vendiendo el alma, en que el obrero trabaja a conciencia no ya de la inutilidad, sino de la perversidad social de su trabajo, fabricando el veneno que ha de ir matándole, el arma acaso con que asesinarán a sus hijos. Este, y no el del salario, es el problema más grave.

 . En mi vida olvidaré un espectáculo que pude presenciar en la ría de Bilbao, mi pueblo natal. Martillaba a sus orillas no sé qué cosa, en un astillero, un obrero, y hacíalo a desgana, como quien no tiene fuerzas o no va sino a pretextar su salario, cuando de pronto se oye un grito de una mujer: «¡Socorro!» Y era que un niño cayó a la ría. Y aquel hombre se transformó en un momento, y con una energía, presteza y sangre fría admirables, se aligeró la ropa y se echó al agua a salvar al pequeñuelo.

 Lo que da acaso su menor ferocidad al movimiento socialista agrario es que el gañán del campo, aunque no gane más ni viva mejor que el obrero industrial o minero, tiene una más clara conciencia del valor social de su trabajo. No es lo mismo sembrar trigo que sacar diamantes de la tierra.

 Y acaso el mayor progreso consista en una cierta indiferenciación del trabajo, en la facilidad de dejar uno para tomar otro, no ya acaso más lucrativo, sino más noble -porque hay trabajos más y menos nobles-. Mas suele suceder con triste frecuencia, que ni el que ocupa una profesión y no la abandona suele preocuparse de hacer vocación religiosa de ella, ni el que la abandona y va en busca de otra lo hace con religiosidad de propósitos.

 Y, ¿no conocéis, acaso, casos en que uno, fundado en que el organismo profesional a que pertenece y en que trabaja está mal organizado y no funciona como debiera, se hurta al cumplimiento estricto de su deber, a pretexto de otro deber más alto? ¿No llaman a este cumplimiento ordenancismo y no hablan de burocracia y de fariseísmo de funcionarios? Y ello suele ser a las veces como si un militar inteligente y muy estudioso que se ha dado cuenta de las deficiencias de la organización bélica de su patria, y se las ha denunciado a sus superiores y tal vez al público -cumpliendo con ello su deber-, se negara a ejecutar en campaña una operación que se le ordenase, por estimarla de escasísima probabilidad de buen éxito, o tal vez de seguro fracaso, mientras no se corrigiesen aquellas deficiencias. Merecería ser fusilado. Y en cuanto a lo de fariseísmo...

 Y queda siempre un modo de obedecer mandando, un modo de llevar a cabo la operación que se estima absurda, corrigiendo su absurdidad, aunque sólo sea con la propia muerte. Cuando en mi función burocrática me he encontrado alguna vez con alguna disposición legislativa que por su evidente absurdidad estaba en desuso, he procurado siempre aplicarla. Nada hay peor que una pistola cargada en un rincón, y de la que no se usa; llega un niño, se pone a jugar con ella y mata a su padre. Las leyes en desuso son las más terribles de las leyes, cuando el desuso viene de lo malo de la ley.

 Y esto no son vaguedades, y menos en nuestra tierra. Porque mientras andan algunos por acá buscando yo no sé qué deberes y responsabilidades ideales, esto es, ficticios, ellos mismos no ponen su alma toda en aquel menester inmediato y concreto de que viven, y los demás, la inmensa mayoría, no cumplen con su oficio sino para eso que se llama vulgarmente cumplir para cumplir, frase terriblemente inmoral-, para salir del paso, para hacer que se hace, para dar pretexto y no justicia al emolumento, sea de dinero o de otra cosa.

 Aquí tenéis un zapatero que vive de hacer zapatos, y que los hace con el esmero preciso para conservar su clientela y no perderla. Ese otro zapatero vive en un plano espiritual algo más elevado, pues que tiene el amor propio del oficio, y por pique o pundonor se esfuerza en pasar por el mejor zapatero de la ciudad o del reino, aunque esto no le dé ni más clientela ni más ganancia, y sí sólo más renombre y prestigio. Pero hay otro grado aún mayor de perfeccionamiento moral en el oficio de la zapatería, y es tender a hacerse para con sus parroquianos el zapatero único e insustituible, el que de tal modo les haga el calzado, que tengan que echarle de menos cuando se les muera -«se les muera» , y no sólo «se muera»-, y piensen ellos, sus parroquianos, que no debía haberse muerto, y esto sí porque les hizo calzado pensando en ahorrarles toda molestia y que no fuese el cuidado de los pies lo que les impidiera vagar a la contemplación de las más altas verdades; les hizo el calzado por amor a ellos y por amor a Dios en ellos: se lo hizo por religiosidad.

 Adrede he escogido este ejemplo, que acaso os parezca pedestre. Y es porque el sentimiento, no ya ético, sino religioso, de nuestras respectivas zapaterías, anda muy bajo.

 Los obreros se asocian, forman sociedades cooperativas y de resistencia, pelean muy justa y noblemente por el mejoramiento de su clase; pero no se ve que esas asociaciones influyan gran cosa en la moral del oficio. Han llegado a imponer a los patronos el que estos tengan que recibir al trabajo a aquellos que la sociedad obrera respectiva designe en cada caso, y no a otros; pero de la selección técnica de los designados, se cuidan bien poco. Ocasiones hay en que apenas si le cabe al patrono rechazar al inepto por su ineptitud, pues defienden esta sus compañeros. Y cuando trabajan, lo hacen a menudo no más que por cumplir, por pretextar el salario, cuando no lo hacen mal aposta para perjudicar al amo, que se dan casos de ello.

 En aparente justificación de todo lo cual cabe decir que los patronos, por su parte, cien veces más culpables que sus obreros, maldito si se cuidan ni de pagar mejor al que mejor trabaja, ni de fomentar la educación general y técnica del obrero, ni mucho menos de la bondad intrínseca del producto. La mejora de este producto que debía ser en sí, aparte de razones de concurrencia industrial y mercantil, en bien de los consumidores, por caridad, lo capital, no lo es ni para patronos ni para obreros, y es que ni aquellos ni estos sienten religiosamente su oficio social. Ni unos ni otros quieren ser insustituibles. Mal que se agrava con esa desdichada forma de sociedades y empresas industriales anónimas, donde con la firma personal, se pierde hasta aquella vanidad de acreditarla que sustituye al anhelo de eternizarse. Con la individualidad concreta, cimiento de toda religión, desaparece la religiosidad del oficio.

 Y lo que se dice de patronos y obreros, se dice mejor de cuantos a profesiones liberales se dedican y de los funcionarios públicos. Apenas si hay servidor del Estado que sienta la religiosidad de su menester oficial y público. Nada más turbio, nada más confuso entre nosotros que el sentimiento de los deberes para con el Estado, sentimiento que oblitera aún más la Iglesia católica, que por lo que al Estado hace, es en rigor de verdad, anarquista. Entre sus ministros no es raro hallar quienes defiendan la licitud moral del matute y del contrabando, como si el que matuteando o contrabandeando desobedece a la autoridad legalmente constituida que lo prohibe, no pecara contra el cuarto mandamiento de la ley de Dios, que al mandar honrar padre y madre, manda obedecer a esa autoridad legal en cuanto ordene que no sea contrario, como no lo es el imponer esos tributos, a la ley de Dios.

 Son muchos los que, considerando el trabajo como un castigo, por aquello de «comerás el pan con el sudor de tu frente», no estiman el trabajo del oficio civil sino bajo su aspecto económico político y, a lo sumo, bajo su aspecto estético. Para estos tales -entre los que se encuentran principalmente los jesuitas- hay dos negocios: el negocio inferior y pasajero de ganarnos la vida, de ganar el pan para nosotros y nuestros hijos de una manera honrada -y sabida es la elasticidad de la honradez-, y el .gran negocio de nuestra salvación, de ganarnos la gloria eterna. Aquel trabajo inferior o mundano no es menester llevarlo sino en cuanto, sin engaño ni grave detrimento de nuestros prójimos, nos permita vivir decorosamente a la medida de nuestro rango social, pero de modo que nos vaque el mayor tiempo posible para atender al otro gran negocio. Y hay quienes elevándose un poco sobre esa concepción, más que ética, económica, del trabajo de nuestro oficio civil, llegan hasta una concepción y un sentimiento estético de él, que se cifran en adquirir lustre y renombre en nuestro oficio, y hasta en hacer de él arte por el arte mismo, por la belleza. Pero hay que elevarse aún más, a un sentimiento ético de nuestro oficio civil que deriva y desciende de nuestro sentimiento religioso, de nuestra hambre de eternización. El trabajar cada uno en su propio oficio civil, puesta la vista en Dios, por amor a Dios, lo que vale decir por amor a nuestra eternización, es hacer de ese trabajo una obra religiosa.

 El texto aquel de «comerás el pan con el sudor de tu frente», no quiere decir que condenase Dios al hombre al trabajo, sino a la penosidad de él. Al trabajo mismo no pudo condenarle, porque es el trabajo el único consuelo práctico de haber nacido. Y la prueba de que no le condenó al trabajo mismo está, para un cristiano, en que al ponerle en el Paraíso, antes de la caída, cuando se hallaba aún en el estado de inocencia, dice la Escritura que le puso en él para que lo guardase y lo labrase (Génesis, 11, 15). Y de hecho, ¿en qué iba a pasar el tiempo en el Paraíso si no lo trabajaba? ¿Y es que acaso la visión beatífica misma no es una especie de trabajo?

 Y aun cuando el trabajo fuese nuestro castigo, deberíamos tender a hacer de él, del castigo mismo, nuestro consuelo y nuestra redención, y de abrazarnos a alguna cruz, no hay para cada uno otra mejor que la cruz del trabajo de su propio oficio civil. Que no nos dijo Cristo «toma mi cruz y sígueme», sino «toma tu cruz y sígueme»: cada uno la suya, que la del Salvador él solo la lleva. Y no consiste, por lo tanto, la imitación de Cristo en aquel ideal monástico que resplandece en el libro que lleva el nombre vulgar de Kempis, ideal sólo aplicable a un muy limitado número de personas, y, por lo tanto, anticristiano, sino que imitar a Dios es tomar cada uno su cruz, la cruz de su propio oficio civil, como Cristo tomó la suya, la de su oficio civil también a la par que religioso, y abrazarse a ella y llevarla puesta la vista en Dios y tendiendo a hacer una verdadera oración de los actos propios de ese oficio. Haciendo zapatos, y por hacerlos, se puede ganar la gloria si se esfuerza el zapatero perfecto como es perfecto nuestro Padre celestial.

 Ya Fourier, el soñador socialista, soñaba con hacer el trabajo atrayente en sus falansterios por la libre elección de las vocaciones y por otros medios. El único es la libertad. El contento del juego de azar, que es trabajo, ¿de qué depende sino de que se somete uno libremente a la libertad de la Naturaleza, esto es, al azar? Y no nos perdamos en un cotejo entre el trabajo y el deporte.

 Y el sentimiento de hacernos insustituibles, de no merecer la muerte, de hacer que nuestra aniquilación, si es que nos está reservada, sea una injusticia, no sólo debe llevarnos a cumplir religiosamente, por amor a Dios y a nuestra eternidad y eternización, nuestro propio oficio, sino a cumplirlo apasionadamente, trágicamente, si se quiere. Debe llevarnos a esforzarnos por sellar a los demás con nuestro sello, por perpetuarnos en ellos y en sus hijos, dominándolos, por dejar en todo imperecedera nuestra cifra. La más fecunda moral es la moral de la imposición mutua.

 Ante todo cambiar en positivos los mandamientos que en forma negativa nos legó la Ley Antigua. Y así, donde se nos dijo: ¡no mentirás!, entender que nos dice: ¡dirás siempre la verdad, oportuna o inoportunamente!, aunque sea cada uno de nosotros, y no los demás, quien juzgue en cada caso de esa oportunidad. Y donde se nos dijo: ¡no matarás!, entender: ¡darás vida y la acrecentarás! Y donde: ¡no hurtarás!, que dice: ¡acrecentarás la riqueza pública¡ Y donde: ¡no cometerás adulterio!, esto: ¡darás a tu tierra y al cielo hijos sanos, fuertes y buenos! Y así todo lo demás.

 El que no pierda su vida, no la logrará. Entrégate, pues, á los demás, pero para entregarte a ellos domínalos primero. Pues no cabe dominar sin ser dominado. Cada uno se alimenta de la carne de aquel a quien devora. Para dominar al prójimo hay que conocerlo y quererlo. Tratando de imponerle mis ideas es como recibo las suyas. Amar al prójimo es querer que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer yo ser él; es querer borrar la divisoria entre él y yo, suprimir el mal. Mi esfuerzo por imponerme a otro, por ser y vivir yo en él y de él, por hacerle mío -que es lo mismo que hacerme suyo-, es lo que da sentido religioso a la colectividad, a la solidaridad humana.

 El sentimiento de solidaridad parte de mí mismo; como soy sociedad, necesito adueñarme de la sociedad humana; como soy un producto social, tengo que socializarme y de mí voy a Dios -que soy yo proyectado al Todo- y de Dios a cada uno de mis prójimos.

 De primera intención protesto contra el inquisidor, y a él prefiero el comerciante que viene a colocarme sus mercancías; pero si recogido en mí mismo lo pienso mejor, veré que aquel, el inquisidor, cuando es de buena intención, me trata como a un hombre, como a un fin en sí, pues si me molesta es por el caritativo deseo de salvar mi alma, mientras que el otro no me considera sino como a un cliente, como a un medio, y su indulgencia y tolerancia no es en el fondo sino la más absoluta indiferencia respecto a mi destino. Hay mucha más humanidad en el inquisidor.

 Como suele haber mucha más humanidad en la guerra que no en la paz. La no resistencia al mal implica resistencia al bien, y aun fuera de la defensiva, la ofensiva misma es lo más divino acaso de lo humano. La guerra es escuela de fraternidad y lazo de amor; es la guerra la que, por el choque y la agresión mutua, ha puesto en contacto a los pueblos, y les ha hecho conocerse y quererse. El más puro y más fecundo abrazo de amor que se den entre sí los hombres, es el que sobre el campo de batalla se dan el vencedor y el vencido. Y aun el odio depurado que surge de la guerra es fecundo. La guerra es, en su más estricto sentido, la santificación del homicidio. Caín se redime como general de ejércitos. Y si Caín no hubiese matado a su hermano Abel, habría acaso muerto a manos de este. Dios se reveló sobre todo en la guerra; empezó siendo el dios de los ejércitos, y uno de los mayores servicios de la cruz es el de defender en la espada la mano que esgrime esta.

 Fue Caín el fratricida, el fundador del Estado, dicen los enemigos de este. Y hay que aceptarlo y volverlo en gloria del Estado, hijo de la guerra. La civilización empezó el día que un hombre, sujetando a otro y obligándole a trabajar para los dos, pudo vagar a la contemplación del mundo y obligar a su sometido a trabajos de lujo. Fue la esclavitud lo que permitió a Platón especular sobre la república ideal, y fue la guerra lo que trajo la esclavitud. No en vano es Atenea la diosa de la guerra y de la ciencia. Pero ¿será menester repetir una vez más estas verdades tan obvias, mil veces desatendidas y que otras mil vuelven a renacer?

 El precepto supremo que surge del amor a Dios y la base de toda moral es este: entrégate por entero; da tu espíritu para salvarlo, para eternizarlo. Tal es el sacrificio de vida.

 Y el entregarse supone, lo he de repetir, imponerse. La verdadera moral religiosa es en el fondo agresiva, invasora. El individuo en cuanto individuo, el miserable individuo que vive preso del instinto de conservación y de los sentidos, no quiere sino conservarse, y todo su hipo es que no penetren los demás en su esfera, que no le inquieten, que no le rompan la pereza, a cambio de lo cual, o para dar ejemplo y norma, renuncia a penetrar él en los otros, a romperles la pereza, a inquietarles, a apoderarse de ellos. El «no hagas a otro lo que para ti no quieras», lo traduce él así: yo no me meto con los demás; que no se metan los demás conmigo. Y se achica y se engurruña y perece en esta avaricia espiritual y en esta moral repulsiva del individualismo anárquico: cada uno para sí. Y como cada uno no es él mismo, mal puede ser para sí.

 Mas así que el individuo se siente en la sociedad, se siente en Dios, y el instinto de perpetuación le enciende en amor a Dios y en caridad dominadora, busca perpetuarse en los demás, perennizar su espíritu, eternizarlo, desclavar a Dios, y sólo anhela sellar su espíritu en los demás espíritus y recibir el sello de estos. Es que se sacudió de la pereza y de la avaricia espirituales.

 La pereza, se dice, es la madre de todos los vicios, y la pereza, en efecto, engendra los dos vicios -la avaricia y la envidia- que son a su vez fuentes de todos los demás. La pereza es el peso de la materia de suyo inerte, en nosotros, y esa pereza, mientras nos dice que trata de conservarnos por el ahorro, en realidad no trata sino de amenguarnos, de anonadarnos.

 Al hombre le sobra materia o le sobra espíritu, o mejor dicho, o siente hambre de espíritu, esto es, de eternidad o hambre de materia, resignación a anonadarse. Cuando le sobra espíritu y siente hambre de más de él, lo vierte y derrama fuera, y al derramarlo, se le acrecienta, con lo de los demás; y, por el contrario, cuando, avaro de sí mismo, se recoge en sí pensando mejor conservarse, acaba por perderlo todo, y le ocurre lo que al que recibió un solo talento: lo enterró para no perderlo, y se quedó sin él. Porque al que tiene, se le dará; pero al que no tiene sino poco, hasta eso poco le será quitado.

 Sed perfectos como vuestro Padre celestial lo es, se nos dijo, y este terrible precepto -terrible porque la perfección infinita del Padre nos es inasequible- debe ser nuestra suprema norma de conducta. El que no aspire a lo imposible, apenas hará nada hacedero que valga la pena.

 Debemos aspirar a lo imposible, a la perfección absoluta e infinita, y decir al Padre: «¡Padre, no puedo: ayuda a mi impotencia!» Y Él lo hará en nosotros.

 Y ser perfecto es serlo todo, es ser yo y ser todos los demás, es ser humanidad, es ser universo. Y no hay otro camino para ser todo lo demás sino darse a todo, y cuando todo sea en todo, todo será en cada uno de nosotros. La apocatástasis es más que un ensueño místico: es una norma de acción, es un faro de altas hazañas.

 De donde la moral invasora, dominadora, agresiva, inquisidora, si queréis. Porque la caridad verdadera es invasora, y consiste en meter mi espíritu en los demás espíritus, en darles mi dolor como pábulo y consuelo a sus dolores, en despertar con mi inquietud sus inquietudes, en aguzar su hambre de Dios con mi hambre de Él. La caridad no es brezar y adormecer a nuestros hermanos en la inercia y modorra de la materia, sino despertarles en la zozobra y el tormento del espíritu.

 A las catorce obras de misericordia que se nos enseñó en el Catecismo de la doctrina cristiana, habría que añadir a las veces una más, y es el de despertar al dormido. A las veces por lo menos, y desde luego cuando el dormido duerme al borde de una sima, el despertarle es mucho más misericordioso que enterrarle después de muerto, pues dejemos que los muertos entierren a sus muertos. Bien se dijo aquello de «quien bien te quiera, te hará llorar» y la caridad suele hacer llorar. «El amor que no mortifica, no merece tan divino nombre», decía el encendido apóstol portugués fray Thomé de Jesús (Trabalhos de Jesús, parte primera); el de esta jaculatoria: «¡Oh fuego infinito, oh amor eterno, que si no tienes donde abraces y te alargues y muchos corazones a que quemes, lloras!» El que ama al prójimo le quema el corazón, y el corazón, como la leña fresca, cuando se quema, gime y destila lágrimas.

 Y el hacer eso es generosidad, una de las virtudes madres que surgen cuando se vence a la inercia, a la pereza. Las más de nuestras miserias vienen de avaricia espiritual.

 El remedio al dolor, que es, dijimos, el choque de la conciencia en la inconciencia, no es hundirse en esta, sino elevarse a aquella y sufrir más. Lo malo del dolor se cura con más dolor, con más alto dolor. No hay que darse opio, sino ponerse vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres. Y hay que ser. No cerréis, pues, los ojos a la esfinge acongojadora, sino miradla cara a cara, y dejad que os coja y os masque en su boca de cien mil dientes venenosos y os trague. Veréis qué dulzura cuando os haya tragado, qué dolor más sabroso.

 Y a esto se va prácticamente por la moral de la imposición mutua. Los hombres deben tratar de imponerse los unos a los otros, de darse mutuamente sus espíritus, de sellarse mutuamente las almas.

 Es cosa que da en qué pensar eso de que hayan llamado a la moral cristiana moral de esclavos, ¿quiénes? ¡Los anarquistas! El anarquismo sí que es moral de esclavos, pues sólo el esclavo canta la libertad anárquica. ¡Anarquismo, no!, sino panarquismo; no aquello de ni Dios ni amo, sino todos dioses y amos todos, todos esforzándose por divinizarse, por inmortalizarse. Y para ello dominando a los demás.

 ¡Y hay tantos modos de dominar! A las veces, hasta pasivamente, al parecer al menos, se cumple con esta ley de vida. El acomodarse al ámbito, el imitar, el ponerse uno en lugar de otro, la simpatía, en fin, además de ser una manifestación de la unidad de la especie, es un modo de expansionarse, de ser otro. Ser vencido, o por lo menos aparecer vencido, es muchas veces vencer; tomar lo de otro es un modo de vivir en él.

 Y es que al decir dominar, no quiero decir como el tigre. También domina el zorro por la astucia, y la liebre huyendo, la víbora por su veneno, y el mosquito por su pequeñez, y el calamar por su tinta con que oscurece el ámbito y huye. Y nadie se escandalice de esto, pues el mismo Padre de todos, que dio fiereza, garras y fauces al tigre, dio astucia al zorro, patas veloces a la liebre, veneno a la víbora, pequeñez al mosquito y tinta al calamar. Y no consiste la nobleza o innobleza en las armas de que se use, pues cada especie, y hasta cada individuo, tiene las suyas, sino en cómo las use, y, sobre todo, en el fin para que uno las esgrima.

 Y entre las armas de vencer hay también la de la paciencia y la resignación apasionadas llenas de actividad y de anhelos interiores. Recordad aquel estupendo soneto del gran luchador, del gran inquietador puritano Juan Milton, el secuaz de Cromwell y cantor de Satanás, el que al verse ciego y considerar su luz apagada, e inútil en él aquel talento cuya ocultación es muerte, oye que la . paciencia le dice: «Dios no necesita ni de obra de hombre, ni de sus dones; quienes mejor llevan su blando yugo le sirven mejor; su estado es regio; miles hay que se lanzan a su señal y corren sin descanso tierras y mares, pero también le sirven los que no hacen sino estarse y aguardar.»

 They also serve who only stand and wait. Sí, también le sirven los que sólo se están aguardándole, pero es cuando le aguardan apasionadamente, hambrientamente, llenos de anhelos de inmortalidad en Él.

 Y hay que imponerse, aunque sólo sea por la paciencia. «Mi vaso es pequeño, pero bebo en mi vaso», decía un poeta egoísta y de un pueblo de avaros. No, en mi vaso beben todos, quiero que todos beban de él; se lo doy, y mi vaso crece, según el número de los que en él beben, y todos, al poner en él sus labios, dejan allí algo de su espíritu. Y bebo también de los vasos de los demás, mientras ellos beben del mío. Porque cuanto más soy de mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, más soy de los demás; de la plenitud de mí mismo me vierto a mis hermanos, y al verterme a ellos, ellos entran en mí.

 «Sed perfectos como vuestro Padre», se nos dijo, y nuestro Padre es perfecto porque es Él, y es cada uno de sus hijos que en Él viven, son y se mueven. Y el fin de la perfección es que seamos todos una sola cosa (Juan, XVII, 21), todos un cuerpo en Cristo (Rom., XII, 5), y que al cabo, sujetas todas las cosas al Hijo, el Hijo mismo se sujete a su vez a quien le sujetó todo para que Dios sea todo en todos. Y esto es hacer que el Universo sea conciencia; hacer de la Naturaleza sociedad, y sociedad humana. Y entonces se le podrá a Dios llamar Padre a boca llena.

 Ya sé que los que dicen que la ética es ciencia, dirán que todo esto que vengo exponiendo no es más que retórica; pero cada cual tiene su lenguaje y su pasión. Es decir, el que la tiene, y el que no tiene pasión, de nada le sirve tener ciencia.

 Y a la pasión que se expresa por esta retórica, le llaman egotismo los de la ciencia ética, y el tal egotismo es el único verdadero remedio del egoísmo, de la avaricia espiritual, del vicio de conservarse y ahorrarse, y no de tratar perennizarse dándose.

 «No seas, y darás más que todo lo que es», decía nuestro fray Juan de los Ángeles en uno de sus Diálogos de la conquista del reino de Dios (Diál. 111, 8); pero ¿que quiere decir eso de no seas? ¿No querrá acaso decir paradójicamente, como a menudo en los místicos sucede, lo contrario de lo que tomado a la letra y a primera lección dice? ¿No es una inmensa paradoja, un gran contrasentido trágico, más bien, la moral toda de la sumisión y del quietismo? La moral monástica, la puramente monástica, ¿no es absurdo? Y llamo aquí moral monástica a la del cartujo solitario, a la del eremita, que huye del mundo -llevándose acaso consigo- para vivir solo y a solas con un Dios solo también y solitario; no a la del dominio inquisidor, que recorre la Provenza a quemar corazones de albigenses.

 «¡Que lo haga todo Dios!», dirá alguien; pero es que si el hombre se cruza de brazos Dios se echa a dormir.

 Esa moral cartujana y la otra moral científica, la que sacan de la ciencia ética -¡ oh, la ética como ciencia!, ¡la ética racional y racionalista!, ¡pedantería de pedanterías y todo pedantería!-, eso sí que puede ser egoísmo y frialdad de corazón.

 Hay quien dice aislarse con Dios para mejor salvarse, para mejor redimirse; pero es que la redención tiene que ser colectiva, pues que la culpa lo es. «Lo religioso es la determinación de totalidad, y todo lo que está fuera de esto es engaño de los sentidos, por lo cual el mayor criminal es, en el fondo, inocente y un hombre bondadoso, un santo.» Así Merkegaard (Afsluttende, etc., II, 11, cap. IV, setc. II, A).

 ¿Y se comprende, por otra parte, que se quiera ganar la otra vida, la eterna, renunciando a esta, a la temporal? Si algo es la otra vida, ha de ser continuación de esta, y sólo como continuación, más o menos depurada de ella, la imagina nuestro anhelo, y si así es, cual sea esta vida del tiempo será la de la eternidad.

 «Este mundo y el otro son como dos mujeres de un solo marido, que si agradas a la una, mueves a la otra a envidia», dice un pensador árabe citado por Windelband (Das Heilige, en el vol. 11 de Praeludien); mas tal pensamiento no ha podido brotar sino de quien no ha sabido resolver en una lucha fecunda, en una contradicción práctica, el conflicto trágico entre su espíritu y el mundo. «Venga a nos el tu reino», nos enseñó el Cristo a pedir a su Padre, y no «vayamos al tu reino», y según las primitivas creencias cristianas, la vida eterna había de cumplirse sobre esta misma tierra, y como continuación de la de ella. Hombres y no ángeles se nos hizo para que buscásemos nuestra dicha a través de la vida, y el Cristo de la fe cristiana no se angelizó, sino que se humanó, tomando cuerpo real y efectivo, y no apariencia de él para redimirnos. Y según esa misma fe, los ángeles, hasta los más encumbrados, adoran a la Virgen, símbolo supremo de la Humanidad terrena. No es, pues, el ideal angélico un ideal cristiano, y desde luego no lo es humano, ni puede serlo. Es, además, un ángel neutro, sin sexo y sin patria.

 No nos cabe sentir la otra vida eterna, lo he repetido ya varias veces, como una vida de contemplación angélica; ha de ser vida de acción. Decía Goethe que «el hombre debe creer en la inmortalidad; tiene para ello un derecho conforme a su naturaleza». Y añadía así: «La convicción de nuestra perduración me brota del concepto de la actividad. Si obro sin tregua hasta mi fin, la Naturaleza está obligada -so ist die Natur verpflichtet- a proporcionarme otra forma de existencia, ya que mi actual espíritu no puede soportar más.» Cambiad lo de Naturaleza por Dios, y tendréis un pensamiento que no deja de ser cristiano, pues los primeros padres de la Iglesia no creyeron que la inmortalidad del alma fuera un don natural -es decir, algo racional-, sino un don divino de gracia. Y lo que de gracia suele ser, en el fondo, de justicia, ya que la justicia es divina y gratuita, no natural. Y agregaba Goethe: «No sabría empezar nada con una felicidad eterna si no me ofreciera nuevas tareas y nuevas dificultades a que vencer.» Y así es: la ociosidad contemplativa no es dicha.

 Mas ¿no tendrá alguna justificación la moral eremítica, cartujana, la de la Tebaida? ¿No se podrá, acaso, decir que es menester se conserven esos tipos de excepción para que sirvan de eterno modelo a los otros? ¿No crían los hombres caballos de carreras, inútiles para todo otro menester utilitario, pero que mantienen la pureza de la sangre y son padres de excelentes caballos de tiro y de silla? ¿No hay, acaso, un lujo ético, no menos justificable que el otro? Pero por otra parte, ¿no es esto, en el fondo, estética y no moral, y mucho menos religión? ¿No es que será estético y no religioso, ni siquiera ético, el ideal monástico contemplativo medieval? Y al fin los de entre aquellos solitarios que nos han contado sus coloquios a solas con Dios, han hecho una obra eternizadora, se han metido en las almas de los demás. Y ya sólo con eso, con que el claustro haya podido darnos un Eckart, un Suso, un Taulero, un Ruisbroquio, un Juan de la Cruz, una Catalina de Siena, una Ángela de Foligo, una Teresa de Jesús, está justificado el claustro.

 Pero nuestras órdenes españolas son, sobre todo, las de Predicadores, que Domingo de Guzmán instituyó para la obra agresiva de extirpar la herejía; la Compañía de Jesús, una milicia en medio del mundo, y con ello está dicho todo; la de las Escuelas Pías, para la obra también invasora de la enseñanza... Cierto es que se me dirá también que la reforma del Carmelo, Orden contemplativa que. emprendió Teresa de Jesús, fue obra española. Sí, española fue, y en ella se buscaba libertad.

 - Era el ansia de libertad, de libertad interior, en efecto, lo que en aquellos revueltos tiempos de la Inquisición llevaba a las almas escogidas al claustro. Encarcelábanse para ser mejor libres. «¿No es linda cosa que una pobre monja de San José pueda llegar a enseñorear toda la tierra y elementos?», decía en su Vida santa Teresa. Era el ansia pauliniana de libertad, de sacudirse de la ley externa, que era bien dura, y, como decía el maestro fray Luis de León, bien cabezuda entonces.

 ¿Pero lograron libertad así? Es muy dudoso que la lograran, y hoy es imposible. Porque la verdadera libertad no es cosa de sacudirse de la ley externa; la libertad es la conciencia de la ley. Es libre no el que se sacude de la ley, sino el que se adueña de ella. La libertad hay que buscarla en medio del mundo que es donde vive la ley, y con la ley la culpa, su hija. De lo que hay que libertarse es de la culpa, que es colectiva.

 En vez de renunciar al mundo para dominarlo -¿quién no conoce el instinto colectivo de dominación de las órdenes religiosas cuyos individuos renuncian al mundo?- lo que habría que hacer es dominar al mundo para poder renunciar a él. No buscar la pobreza y la sumisión, sino buscar la riqueza para emplearla en acrecentar la conciencia humana, y buscar el poder para servirse de él con el mismo fin.

 Es cosa curiosa que frailes y anarquistas se combatan entre sí, cuando en el fondo profesan la misma moral y tienen un tan íntimo parentesco unos con otros. Como que el anarquismo viene a ser una especie de monacato ateo, y más una doctrina religiosa que ética y económica social. Los unos parten de que el hombre nace malo, en pecado original, y la gracia le hace luego bueno, si es que le hace tal, y los otros de que nace bueno y la sociedad le pervierte luego. Y en resolución, lo mismo da una cosa que otra pues en ambas se opone el individuo a la sociedad, y como si precediera, y, por lo tanto, hubiese de sobrevivir a ella. Y las dos morales son morales de claustro.

 Y el que la culpa es colectiva no ha de servir para sacudirme de ella sobre los demás, sino para cargar sobre mí las culpas de los otros, las de todos: no para difundir mi culpa y anegarla en la culpa total, sino para hacer la culpa total mía; no para enajenar mi culpa, sino para ensimismarme y apropiarme, adentrándomela, la de todos. Y cada uno debe contribuir a curarla, por lo que otros no hacen. El que la sociedad sea culpable, agrava la culpa de cada uno. «Alguien tiene que hacerlo, pero ¿por qué he de ser yo?; es la frase que repiten los débiles bien intencionados. Alguien tiene que hacerlo, ¿por qué no yo?, es el grito de un serio servidor del hombre que afronta cara a cara un serio peligro. Entre estas dos sentencias median siglos enteros de evolución moral.» Así dijo Mrs. Annie Besant en su autobiografía. Así dijo la teósofa.

 El que la sociedad sea culpable agrava la culpa de cada uno y es más culpable el que más siente la culpa. Cristo, el inocente, como conocía mejor que nadie la intensidad de la culpa, era en un cierto sentido el más culpable. En él llegó a conciencia la divinidad humana y con ella su culpabilidad. Suele dar que reír a no pocos el leer de grandísimos santos que por pequeñísimas faltas, por faltas que hacen sonreírse a un hombre de mundo, se tuvieron por los más grandes pecadores. Pero la intensidad de la culpa no se mide por el acto externo, sino por la conciencia de ella, y a uno le causa agudísimo dolor lo que a otro apenas si un ligero cosquilleo. Y en un santo puede llegar la conciencia moral a tal plenitud y agudeza, que el más leve pecado le remuerda más que al mayor criminal su crimen. Y la culpa estriba en tener conciencia de ella, está en el que juzga y en cuanto juzga. Cuando uno comete un acto pernicioso creyendo de buena fe hacer una acción virtuosa, no podemos tenerle por moralmente culpable, y cuando otro cree que es mala una acción indiferente o acaso beneficiosa, y la lleva a cabo, es culpable. El acto pasa, la intención queda, y lo malo del mal acto es que malea la intención, que haciendo mal a sabiendas se predispone uno a seguir haciéndolo, se oscurece la conciencia. Y no es lo mismo hacer el mal que ser malo. El mal oscurece la conciencia, y no sólo la conciencia moral, sino la conciencia general, la psíquica. Y es que es bueno cuanto exalta y ensancha la conciencia, y malo lo que la deprime y amengua.

 Y aquí acaso cabría aquello que ya Sócrates, según Platón, se proponía, y es si la virtud es ciencia. Lo que equivale a decir si la virtud es racional.

 Los eticistas, los de que la moral es ciencia, los que al leer todas estas divagaciones dirán: ¡retórica, retórica, retórica!, creerán, me parece, que la virtud se adquiere por ciencia, por estudio racional, y hasta que las matemáticas nos ayudan a ser mejores. No lo sé, pero yo siento que la virtud, como la religiosidad, como el anhelo de no morirse nunca -y todo ello es la misma cosa en el fondose adquiere más bien por pasión.

 Pero y la pasión ¿qué es?, se me dirá. No lo sé: o, mejor dicho, lo sé muy bien, porque la siento, y, sintiéndola; no necesito definirla. Es más aún: temo que si llego a definirla, dejaré de sentirla y de tenerla. La pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácil al fuego hallar combustible que al combustible fuego.

 Vaciedad y sofistería habrán de parecer esto, bien lo sé. Y se me dirá también que hay la ciencia de la pasión, y que hay pasión de la ciencia, y que es en la esfera moral donde la razón y la vida humana se aúnan.

 No lo sé, no lo sé, no lo sé... Y acaso esté yo diciendo en el fondo, aunque más turbiamente, lo mismo que esos, los adversarios que me finjo para tener a quien combatir, dicen, sólo que más clara, más definida y más racionalmente. No lo sé, no lo sé... Pero sus cosas me hielan y me suenan a vaciedad afectiva. Y volviendo a lo mismo, ¿es la virtud ciencia? ¿Es la ciencia virtud? Porque son dos cosas distintas. Puede ser ciencia la virtud, ciencia de saber conducirse bien, sin que por eso toda otra ciencia sea virtud. Ciencia es la de Maquiavelo; y no puede decirse que su virtú sea virtud moral siempre. Sabido es, además, que no son mejores ni los más inteligentes, ni los más instruidos.

 No, no, no; ni la fisiología enseña a digerir, ni la lógica a discurrir, ni la estética a sentir la belleza o a expresarla, ni la ética a ser bueno. Y menos mal si no enseña a ser hipócrita; porque la pedantería, sea de lógica, sea de estética, no es en el fondo sino hipocresía.

 Acaso la razón enseña ciertas virtudes burguesas, pero no hace ni héroes ni santos. Porque santo es el que hace el bien no por el bien mismo, sino por Dios, por la eternización.

 Acaso, por otra parte, la cultura, es decir, la Cultura ¡oh la cultura!-, obra sobre todo de filósofos y de hombres de ciencia, no la han hecho ni los héroes ni los santos. Porque los santos se han cuidado muy poco del progreso de la cultura humana; se cuidaron más bien de la salvación de las almas individuales de aquellos con quienes convivían. ¿Qué significa, por ejemplo, en la historia de la cultura humana nuestro san Juan de la Cruz, aquel frailecito incandescente, como se le ha llamado culturalmente -y no sé si cultamente-, junto a Descartes?

 Todos esos santos, encendidos de religiosa caridad hacia sus prójimos, hambrientos de eternizacion propia y ajena, que iban a quemar corazones ajenos, inquisidores acaso, todos esos santos, ¿qué han hecho por el progreso de la ciencia de la ética? ¿Inventó acaso alguno de ellos el imperativo categórico, como lo inventó el solterón de Koenigsberg, que si no fue santo mereció serlo?

 Quejábaseme un día el hijo de un gran profesor de ética, de uno a quien apenas si se le caía de la boca el imperativo ese, que vivía en una desolada sequedad de espíritu, en un vacío interior. Y hubo de decirle: -Es que su padre de usted, amigo mío, tenía un río soterraño en el espíritu, una fresca corriente de antiguas creencias infantiles, de esperanzas de ultratumba; y cuando creía alimentar su alma con el imperativo ese o con algo parecido, lo estaba en realidad alimentando con aquellas aguas de la niñez. Y a usted le ha dado la flor acaso de su espíritu, sus doctrinas racionales de moral, pero no la raíz, no lo soterraño, no lo irracional.

 ¿Por qué prendió aquí en España el krausismo y no el hegelianismo o el kantismo, siendo estos sistemas mucho más profundos, racional y filosóficamente que aquel? Porque el uno nos le trajeron con raíces. El pensamiento filosófico de un pueblo o de una época es como su flor, o si se quiere fruto, toma sus jugos de las raíces de la planta, y las raíces, que están dentro y están debajo de tierra, son el sentimiento religioso. El pensamiento filosófico de Kant, suprema flor de la evolución mental del pueblo germánico, tiene sus raíces en el sentimiento religioso de Lutero, y no es posible que el kantismo, sobre todo en su parte práctica, prendiese y diese flores y frutos en pueblos que ni habían pasado por la Reforma ni acaso podían pasar por ella. El kantismo es protestante, y nosotros, los españoles, somos fundamentalmente católicos. Y si Krause echó aquí algunas raíces -más que se cree, y no tan pasajeras como se supone-, es porque Krause tenía raíces pietistas, y el pietismo, como lo demostró Ritschl en la historia de él (Geschichte der Pietismus), tiene raíces específicamente católicas y significa en gran parte la invasión, o más bien la persistencia del misticismo católico en el seno del racionalismo protestante. Y así se explica que se krausizaran aquí hasta no pocos pensadores católicos.

 Y puesto que los españoles somos católicos, sepámoslo o no lo sepamos, queriéndolo o sin quererlo, y aunque alguno de nosotros presuma de racionalista o de ateo, acaso nuestra más honda labor de cultura y lo que vale más que de cultura, de religiosidad -si es que no son lo mismo-, es tratar de darnos clara cuenta de ese nuestro catolicismo subconciente, social o popular. Y esto es lo que he tratado de hacer en esta obra.

 Lo que llamo el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos es por lo menos nuestro sentimiento trágico de la vida, el de los españoles y el pueblo español, tal y como se refleja en mi conciencia, que es una conciencia española, hecha en España. Y ese sentimiento trágico de la vida es el sentimiento mismo católico de ella, pues el catolicismo y mucho más el popular, es trágico. El pueblo aborrece la comedia. El pueblo, cuando Pilato, el señorito, el distinguido, el esteta, racionalista si queréis, quiere darle comedia y le presenta al Cristo en irrisión diciéndole: ¡He aquí el hombre!, se amotina y grita: ¡crucifícale! No quiere comedia, sino tragedia. Y lo que el Dante, el gran católico, llamó comedia divina, es la más trágica comedia que se haya escrito.

 Y como he querido en estos ensayos mostrar el alma de un español y en ella el alma española, he escatimado las citas de escritores españoles, prodigando, acaso en exceso, las de los otros países. Y es que todas las almas humanas son hermanas.

 Y hay una figura, una figura cómicamente trágica, una figura en que se ve todo lo profundamente trágico de la comedia humana, la figura de Nuestro Señor Don Quijote, el Cristo español en que se cifra y encierra el alma inmortal de este mi pueblo. Acaso la pasión y muerte del Caballero de la Triste Figura es la pasión y muerte del pueblo español. Su muerte y su resurrección. Y hay una filosofía y hasta una metafísica quijotesca y una lógica y una ética quijotesca, y una religiosidad -religiosidad católica española- quijotesca. En la filosofía, es la lógica, es la ética, es la religiosidad que he tratado de esbozar y más de sugerir que de desarrollar en esta obra. Desarrollarlas racionalmente no; la locura quijotesca no consiente la lógica científica.

 Y ahora, antes de concluir, y despedirme de mis lectores, quédame hablar del papel que le está reservado a Don Quijote en la tragicomedia europea moderna.

 Vamos a verlo en un último ensayo de estos. 

 CONCLUSIÓN 

 DON QUIJOTE EN LA TRAGICOMEDIA EUROPEA CONTEMPORÁNEA 

 ¡Voz que clama en el desierto! 

  (Isaías, XL, 3.) 

 Fuerza me es ya concluir, por ahora al menos, estos ensayos que amenazan convertírseme en el cuento de nunca acabar. Han ido saliendo de mis manos a la imprenta en . una casi improvisación sobre notas recogidas durante años, sin haber tenido presentes al escribir cada ensayo los que le precedieron. Y así irán llenos de contradicciones íntimas -al menos aparentes- como la vida y como yo mismo.

 Mi pecado ha sido, si alguno, el haberlos exornado en exceso con citas ajenas, muchas de las cuales parecerán traídas con cierta violencia. Mas yo lo explicaré otra vez.

 Muy pocos años después de haber andado Nuestro Señor Don Quijote por España, decíanos Jacobo Boehme (Aurora, cap. XI, § 75), que no escribía una historia que le hubiesen contado otros, sino que tenía que estar él mismo en la batalla, y en ella en gran pelea, donde a menudo tenía que ser vencido como todos los hombres, y más adelante (§ 83) añade que aunque tenga que hacerse espectáculo del mundo y del demonio, le queda la esperanza en Dios sobre la vida futura, en quien quiere arriesgarla y no resistir al Espíritu. Amén. Y tampoco yo, como este Quijote del pensamiento alemán, quiero resistir al Espíritu.

 Y por eso lanzo mi voz que clamará en el desierto, y la lanzo desde esta Universidad de Salamanca, que se llamó a sí misma arrogantemente omnium scientiarium princeps, y a la que Carlyle llamó fortaleza de la ignorancia, y un literato francés, hace muy poco, Universidad fantasma; desde esta España, «tierra de los ensueños que se hacen realidades, defensora de Europa, hogar del ideal caballeresco», así me decía en carta no ha mucho Mr. Archer M. Huntington, poeta; desde esta España, cabeza de la Contrarreforma en el siglo xvi. ¡Y bien se lo guardan!

 En el cuarto de estos ensayos os hablé de la esencia del catolicismo. Y a desesenciarlo, esto es, a descatolizar a Europa, han contribuido el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, sustituyendo aquel ideal de una vida eterna ultraterrena por el ideal del progreso, de la razón, de la ciencia. O mejor de la Ciencia, con letra mayúscula. Y lo último, lo que hoy más se lleva, es la cultura.

 Y en la segunda mitad del pasado siglo XIX, época infilosófica y tecnicista, dominada por especialismo miope y por el materialismo histórico, ese ideal se tradujo en una obra no ya de vulgarización sino de avulgaramiento científico -o más bien seudocientífico- que se desahogaba en democráticas bibliotecas baratas y sectarias. Quería así popularizarse la ciencia, como si hubiese de ser esta la que haya de bajar al pueblo y servir sus pasiones, y no el pueblo el que debe subir a ella y por ella más arriba aún, a nuevos y más profundos anhelos.

 Todo esto llevó a Brunetiére a proclamar la bancarrota de la ciencia, y esa ciencia o lo que fuere, bancarroteó, en efecto. Y como ella no satisfacía, no dejaba de buscarse la felicidad; sin encontrarla en la riqueza, ni en el saber, ni en el poderío, ni en el goce; ni en la resignación, ni en la buena conciencia moral, ni en la cultura. Y vino el pesimismo.

 El progresismo no satisfacía tampoco. Progresar, ¿para qué? El hombre no se conformaba con lo racional, el Kulturkampf no le bastaba; quería dar finalidad final a la vida, que esta que llamo la invalidad final es el verdadero óviws óv. Y la famosa maladie du siécle, que se anuncia en Rousseau, y acusa más claramente que nadie el Obermann de Sénancour, no era ni es otra cosa que la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo.

 Su símbolo, su verdadero símbolo, es un ente de ficción, el doctor Fausto.

 Este inmortal doctor Fausto que se nos aparece ya a principios del siglo XVII, en 1604, por obra del Renacimiento y de la Reforma y por ministerio de Cristóbal Marlowe, es ya el mismo que volverá a descubrir Goethe, aunque en ciertos respectos más espontáneo y más fresco. Y junto a él aparece Mefistófeles, a quien pregunta Fausto aquello de «¿qué bien hará mi alma a tu señor?» Y le contesta: «Ensanchar su reino.» «¿Y es esa la razón por la que nos tienta así?», vuelve a preguntar el doctor, y el espíritu maligno responde: «Solamen miseris socios habuisse doloris», que es lo que mal traducido en romance, decimos: mal de muchos, consuelo de tontos. «Donde estamos, allí está el infierno, y donde está el infierno, allí tenemos que estar siempre», añade Mefistófeles, a lo que Fausto agrega que cree ser una fábula tal infierno, y le pregunta quién hizo el mundo. Y este trágico doctor, torturado por nuestra tortura, acaba encontrando a Helena, que no es otra, aunque Marlowe acaso no lo sospechase, que la Cultura renaciente. Y hay aquí en este Faust de Marlowe una escena que vale por toda la segunda parte del Faust de Goethe. Le dice a Helena Fausto: «Dulce Helena, hazme inmortal con un beso -y le besa-. Sus labios me chupan el alma; ¡mira cómo huye! ¡Ven, Helena, ven; devuélveme el alma! Aquí quiero quedarme, porque el cielo está en estos labios, y todo lo que no es Helena escoria es.»

 «¡Devuélveme el alma!» He aquí el grito de Fausto, el doctor, cuando después de haber besado a Helena va a perderse para siempre. Porque al Fausto primitivo no hay ingenua Margarita alguna que le salve. Esto de la salvación fue invención de Goethe. ¿Y quién no conoce a su Fausto, nuestro Fausto, que estudió Filosofía, Jurisprudencia, Medicina, hasta Teología, y sólo vio que no podemos saber nada, y quiso huir al campo libre -hinaus ins weite Land!- y topó con Mefistófeles, parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal haciendo siempre el bien, y este le llevó a los brazos de Margarita, del pueblo sencillo, a la que aquel, el sabio, perdió; pero merced a la cual, que por él se entregó, se salva, redimido por el pueblo creyente con fe sencilla? Pero tuvo esa segunda parte, porque aquel otro Fausto era el Fausto anecdótico y no el categórico de Goethe, y volvió a entregarse a la Cultura, a Helena, y a engendrar en ella a Euforión, acabando todo con aquello del eterno femenino entre coros místicos. ¡Pobre Euforión!

 Y esta Helena ¿es la esposa del rubio Menelao, la que robó Paris, y causó la guerra de Troya, y de quien los ancianos troyanos decían que no debía indignar el que se pelease por mujer que por su rostro se parecía tan terriblemente a las diosas inmortales? Creo más bien que esa Helena de Fausto era otra, la que acompañaba a Simón Mago, y que este decía ser la inteligencia divina. Y Fausto puede decirle: ¡devuélveme el alma!

 Porque Helena con sus besos nos saca el alma. Y lo que queremos y necesitamos es alma, y alma de bulto y de sustancia.

 Pero vinieron el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, trayéndonos a Helena, o más bien empujados por ella, y ahora nos hablan de Cultura y de Europa.

 ¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica. ¿Quién sabe hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sólo sé que es un chi~ bolete (véase mis Tres ensayos). Y cuando me pongo a escudriñar lo que llaman Europa nuestros europeizantes, paréceme a las veces que queda fuera de ella mucho de lo periférico -España desde luego, Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia...- y que se reduce a lo central, a Franco-Alemania con sus anejos y dependencias.

 Todo esto nos lo han traído, digo, el Renacimiento y la Reforma, hermanos mellizos que vivieron en aparente guerra intestina. Los renacientes italianos, socinianos todos ellos; los humanistas, con Erasmo a la cabeza, tuvieron por,un bárbaro a aquel fraile Lutero, que del claustro sacó su ímpetu, como de él lo sacaron Bruno y Campanella. Pero aquel bárbaro era su hermano mellizo; combatiéndolos, combatía a su lado contra el enemigo común. Todo eso nos han traído el Renacimiento y la Reforma, y luego la Revolución, su hija, y nos han traído también una nueva Inquisición: la de la ciencia o la cultura, que usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia.

 Al enviar Galileo al Gran Duque de Toscana su escrito sobre la movilidad de la Tierra, le decía que conviene obedecer y creer a las determinaciones de los superiores, y que reputaba aquel escrito «como una poesía o bien un ensueño, y por tal recíbalo Vuestra Alteza». Y otras veces le llama «quimera» y «capricho matemático». Y así yo en estos ensayos, por temor también -¿por qué no confesarlo?- a la Inquisición, pero a la de hoy, a la científica, presento como poesía, ensueño, quimera o capricho místico lo que más de dentro me brota. Y digo con Galileo: Eppur si muove! Mas ¿es sólo por ese temor? ¡Ah, no!, que hay otra más trágica Inquisición, y es la que un hombre moderno, culto, europeo -como lo soy yo, quiéralo o no-, lleva dentro de sí. Hay un más terrible ridículo, y es el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo. Es mi razón, que se burla de mi fe y la desprecia.

 Y aquí es donde tengo que acogerme a mi señor Don Quijote para aprender a afrontar el ridículo y vencerlo, y un ridículo que acaso -¿quién sabe?- él no conoció.

 Sí, sí, ¿cómo no ha de sonreír mi razón de estas construcciones seudofilosóficas, pretendidas místicas, diletantescas, en que hay de todo menos paciente estudio, objetividad y método... científico? ¡Y, sin embargo... Eppur si muove!

 Eppur si muove!, sí. ¡Y me acojo al dilettantismo, a lo que un pedante llamaría filosofía demimondaine, contra la pedantería especialista, contra la filosofía de los filósofos profesionales. Y quién sabe... Los progresos suelen venir del bárbaro, y nada más estancado que la filosofía de los filósofos y la teología de los teólogos.

 ¡Y que nos hablen de Europa! La civilización del Tíbet es paralela a la nuestra, y ha hecho y hace vivir a hombres que desaparecen como nosotros. Y queda flotando sobre las civilizaciones todas del Eclesiastés, y aquello de «así muere el sabio como el necio» (Ec., II, 16).

 Corre entre las gentes de nuestro pueblo una respuesta admirable a la ordinaria pregunta de «¿qué tal?» o «¿cómo va?», y es aquella que responde: «¡se vive!»... Y de hecho es así; se vive, vivimos tanto como los demás. ¿Y qué más puede pedirse? ¿Y quién no recuerda lo de la copla? «Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.» Pero no dormir, no, sino soñar; soñar la vida, ya que la vida es sueño.

 Proverbial se ha hecho también en muy poco tiempo entre nosotros, los españoles, la frase de que la cuestión es pasar el rato, o sea matar el tiempo. Y de hecho hacemos tiempo para matarlo. Pero hay algo que nos ha preocupado siempre tanto o más que pasar el rato -fórmula que marca una posición estética- y es ganar la eternidad; fórmula de la posición religiosa. Y es que saltamos de lo estético y lo económico a lo religioso, por encima de lo lógico y lo ético; del arte a la religión.

 Un joven novelista nuestro, Ramón Pérez de Ayala, en su reciente novela La pata de la raposa, nos dice que la idea de la muerte es el cepo; el espíritu, la raposa, o sea virtud astuta con qué burlar las celadas de la fatalidad, y añade: «Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por tierra...; los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada belleza de la vida y, renunciando para siempre a la agilidad y locura primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción y con las fuerzas del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y eficacia.» Pero veamos: hombre débiles..., pueblos débiles..., espíritus recios..., pueblos fuertes..., ¿qué es eso? Yo no lo sé. Lo que creo saber es que unos individuos y pueblos no han pensado aún de veras en la muerte y la inmortalidad; no las han sentido, y otros han dejado de penar en ellas, o más bien han dejado de sentirlas. Y no es, creo, cosa de que se engrían los hombres y los pueblos que no han pasado por la edad religiosa.

 Lo de la desmesurada belleza de la vida está bien para escrito, y hay, en efecto, quienes se resignan y la aceptan tal cual es, y hasta quienes no quieren persuadir que el del cepo no es problema. Pero ya dijo Calderón (Gustos y disgustos no son más que imaginación, acto 1, sec. 4.a) que «No es consuelo de desdichas, / es otra desdicha aparte, / querer a quien las padece / persuadir que no son tales.» Y además «a un corazón no habla sino otro corazón», según fray Diego de Estela (Vanidad del mundo, cap. XXI).

 No ha mucho hubo quien hizo como que se escandalizaba de que, respondiendo yo a los que nos reprochaban a los españoles nuestra incapacidad científica, dijese, después de hacer observar que la luz eléctrica luce aquí, corre aquí la locomotora tan bien como donde se inventaron, y nos servimos de los logaritmos como en el país donde fueron ideados, aquello de: «¡que inventen ellos!». Expresión paradójica a que no renuncio. Los españoles deberíamos apropiarnos no poco de aquellos sabios consejos que a los rusos, nuestros semejantes, dirigía el conde José de Maistre en aquellas sus admirables cartas al conde Rasoumowski, sobre la educación pública en Rusia, cuando le decía que no por no estar hecha para la ciencia debe una nación estimarse menos; que los romanos no entendieron de arte ni tuvieron matemático, lo que no les impidió hacer su papel, y todo lo que añadía sobre esa muchedumbre de semisabios falsos y orgullosos, idólatras de los gustos, las modas y las lenguas extranjeras y siempre prontos a derribar cuanto desprecian, que es todo.

 ¿Que no tenemos espíritu científico? ¿Y qué, si tenemos algún espíritu? ¿Y se sabe si el que tenemos es o no compatible con ese otro?

 Mas al decir, ¡que inventen ellos!, no quise decir que hayamos de contentarnos con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos aprovecharemos; nosotros, a lo nuestro. No basta defenderse, hay que atacar.

 Pero atacar con tino y cautela. La razón ha de ser nuestra arma. Lo es hasta del loco. Nuestro loco sublime, nuestro modelo, Don Quijote, después que destrozó de dos cuchilladas aquella a modo de media celada que encajó con el morrión, «la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della la diputó y tuvo por celada finísima de encaje». Y con ella en la cabeza se inmortalizó. Es decir, se puso en ridículo. Pues fue poniéndose en ridículo como alcanzó su inmortalidad Don Quijote.

 ¡Y hay tantos modos de ponerse en ridículo...! Cournot (Traité de l'enchainement des idées fondamentales, etc., § 510) dijo: «No hay que hablar ni a los príncipes ni a los pueblos de sus probabilidades de muerte: los príncipes castigan esa temeridad con la desgracia: el público se venga de ella por el ridículo.» Así es, y por eso dicen que hay que vivir con el siglo. Corrumpere et corrumpi saeculum vocatur (Tácito, Germania, 19).

 Hay que saber ponerse en ridículo, y no sólo ante los demás, sino ante nosotros mismos. Y más ahora, en que tanto se charla de la conciencia de nuestro atraso respecto a los demás pueblos cultos; ahora, en que unos cuantos atolondrados que no conocen nuestra propia historia -que está por hacer, deshaciendo antes lo que la calumnia protestante ha tejido en torno a ella- dicen que no hemos tenido ni ciencia, ni arte, ni filosofía, ni Renacimiento (este acaso nos sobraba), ni nada.

 Carducci, el que habló de los contorcimenti dell'afannosa grandiositá spagnola, dejó escrito (en Mosche coehiere) que «hasta España, que jamás tuvo hegemonía de pensamiento, tuvo su Cervantes». ¿Pero es que Cervantes se dio aquí solo, aislado, sin raíces, sin tronco, sin apoyo? Mas se comprende que diga que España non ebbe mai egemonia di pensiero un racionalista italiano que recuerda que fue España la que reaccionó contra el Renacimiento de su patria. Y qué, ¿acaso no fue algo, y algo hegemónico en el orden cultural, la Contrarreforma que acaudilló España y que comenzó de hecho con el saco de Roma, providencial castigo contra la ciudad de los paganos Papas del Renacimiento pagano? Dejemos ahora si fue mala o buena la Contrarreforma, pero ¿es que no fueron algo hegemónico Loyola y el Concilio de Trento? Antes de este dábanse en Italia cristianismo y paganismo, o mejor, inmortalismo y mortalismo en nefando abrazo y contubernio, hasta en las almas de algunos Papas, y era verdad en filosofía lo que en teología no lo era, y todo se arreglaba con la fórmula de salva la fe. Después ya no, después vino la lucha franca y abierta entre la razón y la fe, la ciencia y la religión. Y el haber traído esto, gracias sobre todo a la testarudez española, ¿no fue hegemónico?

 Sin la Contrarreforma, no habría la Reforma seguido el curso de que siguió; sin aquella, acaso esta, falta del sostén del pietismo, habría perecido en la ramplona racionalidad de la Aufklürung, de la Ilustración. ¿Sin Carlos I, sin Felipe II, nuestro gran Felipe, habría sido todo igual?

 Labor negativa, dirá alguien. ¿Qué es eso? ¿Qué es lo negativo?, ¿qué es lo positivo? En el tiempo, la línea que va siempre en la misma dirección, del pasado al porvenir, ¿dónde está el cero que marca el límite entre lo positivo y lo negativo? España, esta tierra que dicen de caballeros y pícaros -y todos pícaros-, ha sido la gran calumniada de la historia precisamente por haber acaudillado la Contrarreforma. Y porque su arrogancia le ha impedido salir a la plaza pública, a la feria de las vanidades, a justificarse.

 Dejemos su lucha de ocho siglos con la morisma, defendiendo a Europa del mahometanismo, su labor de unificación interna, su descubrimiento de América y las Indias -que lo hicieron España y Portugal, y no Colón y Gama-, dejemos eso y más, y no es dejar poco. ¿No es nada cultural crear veinte naciones sin reservarse nada y engendrar, como engendró el conquistador, en pobres indias siervas hombres libres? Fuera de esto, en el orden del pensamiento, ¿no es nada nuestra mística? Acaso un día tengan que volver a ella, a buscar su alma, los pueblos a quienes Helena se la arrebatara con sus besos.

 Pero ya se sabe, la Cultura se compone de ideas y sólo de ideas y el hombre no es sino un instrumento de ella. El hombre para la idea, y no la idea para el hombre; el cuerpo para la sombra. El fin del hombre es hacer ciencia, catalogar el Universo para devolvérselo a Dios en orden, como escribí hace unos años, en mi novela Amor y pedagogía. El hombre no es, al parecer, ni siquiera una idea. Y al cabo el género humano sucumbirá al pie de las bibliotecas -talados bosques enteros para hacer el papel que en ellas se almacena-, museos, máquinas, fábricas, laboratorios... para legarlos... ¿a quién? Porque Dios no los recibirá.

 Aquella hórrida literatura regeneracionista, casi toda ella embuste, que provocó la pérdida de nuestras últimas colonias americanas, trajo la pedantería de hablar del trabajo perseverante y callado -eso sí, voceándolo mucho, voceando el silencio-, de la prudencia, la exactitud, la moderación, la fortaleza espiritual, la sindéresis, la ecuanimidad, las virtudes sociales, sobre todo los que más carecemos de ellas. En esa ridícula literatura caímos casi todos los españoles, unos más y otros menos, y se dio el caso de aquel archiespañol Joaquín Costa, uno de los espíritus menos europeos que hemos tenido, sacando lo de europeizarnos y poniéndose a cidear mientras proclamaba que había que cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid y... conquistar África. Y yo di un ¡muera Don Qui-jote!, y de esta blasfemia, que quería decir todo lo contrario que decía -así estábamos entonces-, brotó mi Vida de Don Quijote y Sancho y mi culto al quijotismo como religión nacional.

 Escribí aquel libro para repensar el Quijote contra cervantistas y eruditos, para hacer obra de vida de lo que era y sigue siendo para los más letra muerta. ¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear nuestra filosofía.

 Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos. Es concreta. ¿Y es que acaso no hay en Goethe, verbigracia, tanta o más filosofía que en Hegel? Las coplas de Jorge Manrique, el Romancero, el Quijote, La vida es sueño, la Subida al Monte Carmelo, implican una intuición del mundo y un concepto de la vida Weltanschaung und Labensansicht. Filosofía esta nuestra que era difícil de formularse en esa segunda mitad del siglo xix, época afilosófica, positivista, tecnicista, de pura historia y de ciencias naturales, época en el fondo materialista y pesimista.

 Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía.

 Una lengua, en efecto, es una filosofía potencial. El platonismo es la lengua griega que discurre en Platón, desarrollando sus metáforas seculares; la escolástica es la filosofía del latín muerto de la Edad Media en lucha con las lenguas vulgares; en Descartes discurre la lengua francesa, la alemana en Kant y en Hegel, y el inglés en Hume y en Suart Mill. Y es que el punto de partida lógico de toda especulación filosófica no es el yo, ni es la representación -vorstellung- o el mundo tal como se nos presenta inmediatamente a los sentidos, sino que es la representación mediata o histórica, humanamente elaborada y tal como se nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual conocemos el mundo; no es la representación psíquica sino la pnumática. Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o no lo quiera, de lo que han pensado los demás que le precedieron y le rodean. El pensamiento es una herencia, Kant pensaba en alemán, y al alemán tradujo a Hume y a Rousseau, que pensaban en inglés y en francés, respectivamente. Y Spinoza, ¿no pensaba en judeo-portugués, bloqueado por el holandés y en lucha con él?

 El pensamiento reposa en prejuicios y los prejuicios van en la lengua. Con razón adscribía Bacon al lenguaje no pocos errores de los idola fori. Pero ¿cabe filosofar en pura álgebra o siquiera en esperanto? No hay sino leer el libro de Avenarius de crítica de la experiencia pura -reine Erfahrung-, de esta experiencia prehumana, o sea inhumana, para ver adónde puede llevar eso. Y Avenarius mismo, que ha tenido que inventarse un lenguaje, lo ha inventado sobre la tradición latina, con raíces que lleva en su fuerza metafórica todo un contenido de impura experiencia, de experiencia social humana. Toda filosofía es, pues, en el fondo, filología. Y la filología, con su grande y. fecunda ley de las formaciones analógicas, da su parte al azar, a lo irracional, a lo absolutamente inconmensurable. La historia no es matemática ni la filosofía tampoco. ¡Y cuántas ideas filosóficas no se deben en rigor a algo así como rima, a la necesidad de colocar un consonante! En Kant mismo abunda no poco de esto, de simetría estética; de rima.

 La representación es, pues, como el lenguaje, como la razón misma -que no es sino el lenguaje interior-, un producto social y racial, y la raza, la sangre del espíritu es la lengua, como ya lo dejó dicho, y yo muy repetido, Oliver Wendell Holmes, el yanqui.

 Nuestra filosofía occidental entró en madurez, llegó a conciencia de sí, en Atenas, con Sócrates, y llegó a esta conciencia mediante el diálogo, la conversación social. Y es hondamente significativo que la doctrina de las ideas innatas, del valor objetivo y normativo de las ideas, de lo que luego, en la Escolástica, se llamó realismo, se formulase en diálogos. Y esas ideas, que son la realidad, son nombres, como el nominalismo enseñaba. No que no sean más que nombres, flatus vocis, sino que son nada menos que nombres. El lenguaje es el que nos da la realidad, y no como un mero vehículo de ella, sino como su verdadera carne, de que todo lo otro, la representación muda o inarticulada, no es sino esqueleto. Y así la lógica opera sobre la estética; el concepto sobre la expresión, sobre la palabra, y no sobre la percepción bruta.

 Y esto basta tratándose del amor. El amor no se descubre a sí mismo hasta que no habla, hasta que no dice: ¡Yo te amo! Con muy profunda intuición, Stendhal, en su novela La Chartreuse de Parme, hace que el conde Mosca, furioso de celos y pensando en el amor que cree une a la duquesa de Sanseverina con su sobrino Fabricio, se diga: «Hay que calmarse; si empleo maneras duras, la duquesa es capaz, por simple pique de vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí, durante el viaje, el azar puede traer una palabra que dará nombre a lo que sienten uno por otro, y después en un instante, todas las consecuencias.»

 Así es, todo lo hecho se hizo por la palabra, y la palabra fue en un principio.

 El pensamiento, la razón, esto es, el lenguaje vivo, es una herencia, y el solitario de Aben Tofail, el filósofo arábigo guadijeño, tan absurdo como el yo de Descartes. La verdad concreta y real, no metódica e ideal es: homo sum, ergo cogito. Sentirse hombre es más inmediato que pensar. Mas por otra parte, la Historia, el proceso de la cultura no halla su perfección y efectividad plena sino en el individuo; el fin de la Historia y de la Humanidad somos los sendos hombres, cada hombre, cada individuo. Homo sum, ergo cogito: cogito ut sim Michael de Unamuno. El individuo es el fin del Universo.

 Y esto de que el individuo sea el fin del Universo, lo sentimos muy bien nosotros los españoles. ¿No dijo Martin A. J. Hume (The Spanish People) aquello de la individualidad introspectiva del español, y lo comenté yo en un ensayo publicado en la revista La España Moderna?.

 Y es acaso este individualismo mismo introspectivo el que no ha permitido que brotaran aquí sistemas estrictamente filosóficos, o más bien metafóricos. Y ello, a pesar de Suárez, cuyas sutilezas formales no merecen tal nombre.

 Nuestra metafísica, si algo, ha sido metantrópica, y los nuestros, filólogos, o más bien humanistas en el más comprensivo sentido.

 Menéndez y Pelayo, de quien con exactitud dijo Benedetto Croce (Estética, apéndice bibliográfico) que se inclinaba al idealismo metafísico, pero parecía querer acoger algo de los otros sistemas, hasta de las teorías empíricas; por lo cual su obra sufría, al parecer de Croce -que se refería a su Historia de las ideas estéticas en España-, de cierta incerteza, desde el punto de vista teórico del autor, Menéndez y Pelayo, en su exaltación de humanista español, que no quería renegar del Renacimiento, inventó lo del vivismo, la filosofía de Luis Vives, y acaso, no por otra cosa que por ser, como él, este otro, español renaciente y ecléctico. Y es que Menéndez y Pelayo, cuya filosofía era, ciertamente, todo incerteza, educado en Barcelona, en las timideces del escocesismo traducido al espíritu catalán, en aquella filosofía rastrera del common sense que no quería comprometerse, y era toda de compromiso, y que tan bien presentó Balmes, huyó siempre de toda robusta lucha interior y fraguó con compromisos su conciencia.

 Más acertado anduvo, a mi entender, Ángel Ganivet, todo adivinación e instinto, cuando pregonó como nuestro el senequismo, la filosofía, sin originalidad de pensamiento, pero grandísima de acento y tono, de aquel estoico cordobés pagano, a quien por suyo tuvieron no pocos cristianos. Su acento fue un acento español, latinoafricano, no helénico, y ecos de él se oyen en aquel -también tan nuestro- Tertuliano, que creyó corporales de bulto a Dios y al alma, y que fue algo así como un Quijote del pensamiento cristiano de la segunda centuria.

 Mas donde acaso hemos de ir a buscar el héroe de nuestro pensamiento, no es a ningún filósofo que viviera en carne y hueso, sino a un ente de ficción y de acción, más real que los filósofos todos; es a Don Quijote. Porque hay un quijotismo filosófico, sin duda, pero también una filosofía quijotesca. ¿Es acaso otra, en el fondo, la de los conquistadores, la de los contrarreformadores, la de Loyola, y, sobre todo, ya en el orden del pensamiento abstracto, pero sentido, la de nuestros místicos? ¿Qué era la mística de san Juan de la Cruz sino una caballería andante del sentimiento a lo divino?

 Y el Don Quijote no puede decirse que fuera en rigor idealismo; no peleaba por ideas. Era espiritualismo; peleaba por espíritu.

 Convertid a Don Quijote a la especulación religiosa, como ya él soñó una vez en hacerlo cuando encontró aquellas imágenes de relieve y entalladura que llevaban unos labradores para el retablo de su aldea, y a la meditación de las verdades eternas, y vedle subir al Monte Carmelo por medio de la noche oscura del alma, a ver desde allí arriba, desde la cima, salir el sol que no se pone, y como el águila que acompaña a san Juan en Patmos, mirarle cara a cara y escudriñar sus manchas, dejando a la lechuza que acompaña en el Olimpo a Atena -la de los ojos glaucos, esto es, lechucinos, la que ve en las sombras, pero a la que la luz del mediodía deslumbra- buscar entre sombras con sus ojos la presa para sus crías.

 Y el quijotismo especulativo o meditativo es, como el práctico, locura hija de la locura de la cruz. Y por eso es despreciado por la razón. La filosofía, en el fondo, aborrece al cristianismo, y bien lo probó el manso Marco Aurelio.

 La tragedia de Cristo, la tragedia divina, es la de la cruz. Pilato, el escéptico, el cultural, quiso convertirla por la burla en sainete, e ideó aquella farsa del rey de cetro de caña y corona de espinas, diciendo: «¡He aquí el hombre!», pero el pueblo, más humano que él, el pueblo que busca tragedia grita: «¡Crucifícale, crucifícale!» Y la otra tragedia, la tragedia humana, intrahumana, es la de Don Quijote con la cara enjabonada para que se riera de él la servidumbre de los duques, y los duques mismos, tan siervos como ellos. «¡He aquí el loco!», se dirían. Y la tragedia cómica, irracional, es la pasión por la burla y el desprecio.

 El más alto heroísmo para un individuo, como para un pueblo, es saber afrontar el ridículo; es, mejor aún, saber ponerse en ridículo y no acobardarse en él.

 Aquel trágico suicida portugués, Anthero de Quental, de cuyos poderosos sonetos os he ya dicho, dolorido en su patria a raíz del ultimátum inglés a ella en 1890, escribió: «Dijo un hombre de Estado inglés del siglo pasado, que era también por cierto un perspicaz observador y un filósofo, Horacio Walpole, que la vida es una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan. Pues bien: si hemos de acabar trágicamente, nosotros, portugueses, que sentimos, prefiramos con mucho ese destino terrible, pero noble, a aquel que le está reservado, y tal vez en un futuro no muy remoto, a Inglaterra que piensa y calcula, el cual destino es el acabar miserable y cómicamente.» Dejemos lo de que Inglaterra piensa y calcula, como implicando que no siente, en lo que hay una injusticia que se explica por la ocasión en que fue eso escrito, y dejemos lo que los portugueses sienten, implicando que apenas piensan ni calculan, pues siempre nuestros hermanos atlánticos se distinguieron por cierta pedantería sentimental, y quedémonos con el fondo de la terrible idea, y es que unos, los que ponen el pensamiento sobre el sentimiento, yo diría la razón sobre la fe, mueren cómicamente, y mueren trágicamente los que ponen la fe sobre la razón. Porque son los burladores los que mueren cómicamente, y Dios se ríe luego de ellos, y es para los burlados la tragedia, la parte noble.

 Y hay que buscar, tras de las huellas de Don Quijote, la burla.

 ¿Y volverá a decírsenos que no ha habido filosofía española en el sentido técnico de esa palabra? Y digo: ¿cuál es ese sentido?, ¿qué quiere decir filosofía? Windelband, historiador de la filosofía, en su ensayo sobre lo que la filosofía sea (Was ist Philosophie? en el volumen primero de sus Praeludien), nos dice que «la historia del nombre de la filosofía es la historia de la significación cultural de la ciencia»; añadiendo: «Mientras el pensamiento científico se independiza como impulso del conocer por saber, toma el nombre de filosofía; cuando después la ciencia unitaria se divide en sus ramas, es la filosofía del conocimiento general del mundo que abarca a los demás. Tan pronto como el pensamiento científico se rebaja de nuevo a un medio moral o de la contemplación religiosa, transfórmase la filosofía en un arte de la vida o en una formulación de creencias religiosas. Y así que después se liberta . de nuevo la vida científica, vuelve a encontrar la filosofía el carácter de independiente conocimiento del mundo, y en cuanto empieza a renunciar a la solución de este problema, cámbiase en una teoría de la ciencia misma.» He aquí una breve caracterización de la filosofía desde Tales hasta Kant pasando por la escolástica medieval en que intentó fundamentar las creencias religiosas. ¿Pero es que acaso no hay lugar para otro oficio de la filosofía, y es que sea la reflexión sobre el sentimiento mismo trágico de la vida tal como lo hemos estudiado, la formación de la lucha entre la razón y la fe, entre la ciencia y la religión, y el mantenimiento reflexivo de ella?

 Dice luego Windelband: «Por filosofía en el sentido sistemático, no en el histórico, no entiendo otra cosa que la ciencia crítica de los valores de validez universal (allgemeingutigen Werten). » ¿Pero qué valores de más universal validez que el de la voluntad humana queriendo ante todo y sobre todo la inmortalidad personal, individual y concreta del alma, o sea la finalidad humana del Universo, y el de la razón humana, negando la racionalidad y hasta la posibilidad de ese anhelo? ¿Qué valores de más universal validez que el valor racial o matemático y el valor volitivo o teológico del Universo en conflicto uno con otro?

 Para Windelband, como para los kantianos y neokantianos en general, no hay sino tres categorías normativas, tres normas universales, y son las de lo verdadero o falso, lo bello y lo feo, y lo bueno o lo malo moral. La filosofía se reduce a lógica, estética y ética, según estudia la ciencia, el arte o la moral. Queda fuera otra categoría, y es la de lo grato y lo ingrato -o agradable y desagradable-; esto es, lo hedónico. Lo hedónico no puede, según ellos, pretender validez universal, no puede ser normativo. «Quien eche sobre la filosofía -escribe Windelbandla carga de decidir en la cuestión del optimismo y del pensamiento, quien le pida que dé un juicio acerca de si el mundo es más apropiado a engendrar dolor que placer o viceversa, el tal, si se conduce más que dilettantescamente, trabaja en el fantasma de hallar una determinación absoluta en un terreno en que ningún hombre razonable la ha buscado.» Hay que ver, sin embargo, si esto es tan claro como parece, en caso de que sea yo un hombre razonable y no me conduzca nada más que dilettantescamente, lo cual sería la abominación de la desolación.

 Con muy hondo sentido, Benedetto Croce, en su filosofía del espíritu, junto a la estética como ciencia de la expresión y a la lógica como ciencia del concepto puro, dividió la filosofía de la práctica en dos ramas: economía y ética. Reconoce, en efecto, la existencia de un grado práctico del espíritu, meramente económico, dirigido a lo singular, sin preocupación de lo universal. Yago o Napoleón son tipos de perfección, de genialidad económica, y este grado queda fuera de la moralidad. Y por él pasa todo hombre, porque ante todo, debe querer ser él mismo, como individuo, y sin ese grado no se explicaría la moralidad, como sin la estética la lógica carece de sentido. Y el descubrimiento del valor normativo del grado económico que busca lo hedónico, tenía que partir de un italiano, de un discípulo de Maquiavelo, que tan honradamente especuló sobre la virtú, la eficacia práctica, que no es precisamente la virtud moral.

 Pero ese grado económico no es, en el fondo, sino la incoación del religioso. Lo religioso es lo económico o hedónico trascendental. La religión es una economía o una hedonística trascendental. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propia individualidad, eternizarla, lo que no se consigue ni con la ciencia, ni con el arte, ni con la moral. Ni ciencia, ni arte, ni moral nos exigen a Dios; lo que nos exige a Dios es la religión. Y con muy genial acierto hablan nuestros jesuitas del gran negocio de nuestra salvación. Negocio, sí, negocio, algo de género económico, hedonístico, aunque trascendente. Y a Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que nos salve, para que no nos deje morir del todo. Y este anhelo singular es por ser de todos y de cada uno de los hombres normales -los anormales por barbarie o por supercultura no entran en cuenta-, universal y normativo.

 Es, pues, la religión una economía trascendente, o si se Wiere, metafísica. El Universo tiene para el hombre, junto a sus valores lógico, estético y ético, también un valor económico, que hecho así universal y normativo, es el valor religioso. No se trata sólo para nosotros de verdad, belleza y bondad; trátase también, y ante todo, de salvación del individuo, de perpetuación, que aquellas normas no nos procuran. La economía llamada política nos enseña el modo más adecuado, más económico de satisfacer nuestras necesidades, sean o no racionales, feas o bellas, morales o inmorales -un buen negocio económico puede ser una estafa o algo que a la larga nos lleve a la muerte-, y la suprema necesidad humana es la de no morir, la de gozar por siempre la plenitud de la propia limitación individual. Que si la doctrina católica eucarística enseña que la sustancia del cuerpo de Jesucristo está toda en la hostia consagrada y toda en cada parte de esta, eso quiere decir que Dios está todo en todo el Universo, y que todo en cada uno de los individuos que la integran. Y este es, en el fondo, un principio no lógico, ni estético, ni ético, sino económico trascendente o religioso. Y con esa norma puede la filosofía juzgar del optimismo y del pesimismo. Si el alma humana es inmortal, el mundo es económica o hedonísticamente bueno; y si no lo es, es malo. Y el sentido que a las categorías de bueno y de malo dan el pesimismo y el optimismo, no es sentido ético, sino un sentido económico o hedonístico. Es bueno lo que satisface nuestro anhelo vital, y malo aquello que no lo satisface.

 Es, pues, la filosofía también ciencia de la tragedia de la vida, reflexión del sentimiento trágico de ella. Y un ensayo de esta filosofía, con sus inevitables contradicciones o antinomias íntimas, es lo que he pretendido en estos ensayos. Y no ha de pasar por alto el lector que he estado operando sobre mí mismo; que ha sido este un trabajo de autocirugía y sin más anestésico que el trabajo mismo. El goce de operante ennoblecíame el dolor de ser operado.

 Y en cuanto a mi otra pretensión, es la de que esto sea filosofía española, tal vez la filosofía española, de que si un italiano descubre el valor normativo y universal del grado económico, sea un español el que enuncie que ese grado no es sino el principio del religioso y que la esencia de nuestra religión, de nuestro catolicismo español, es precisamente el ser no una ciencia, ni un arte, ni una moral, sino una economía a lo eterno, o sea a lo divino; que esto sea lo español, digo, dejo para otro trabajo -este histórico-, el intento siquiera de justificarlo. Mas por ahora y aun dejando la tradición expresa y externa, la que se nos muestra en documentos históricos, ¿es que no soy yo un español -y un español que apenas si ha salido de España-, un producto, por lo tanto, de la tradición española, de la tradición viva, de la que se transmite en sentimientos e ideas que sueñan y no en textos que duermen?

 Aparéceseme la filosofía en el alma de mi pueblo como la expresión de una tragedia íntima análoga a la tragedia del alma de Don Quijote, como la expresión de una lucha entre lo que el mundo es, según la razón de la ciencia nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos lo dice? Y en esta filosofía está el secreto de eso que suele decirse de que somos en el fondo irreductibles a la Kultura, es decir, que no nos resignamos a ella. No, Don Quijote, no se resigna ni al mundo ni a su verdad, ni a la ciencia o lógica, ni al arte o estética, ni a la moral o ética.

 «Es que con todo eso -se me ha dicho más de una vez _ y más que por uno- no conseguirías en todo caso sino empujar a las gentes al más loco catolicismo.» Y se me ha acusado de reaccionario y hasta de jesuita. ¡Sea! ¿Y qué? Sí, ya lo sé, ya sé que es locura querer volver las aguas del río a su fuente, que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el pasado; pero también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta restauración del pasado es hacer porvenir, y si el pasado ese es un ensueño, algo mal conocido... mejor que mejor. Como siempre, se marcha al porvenir, el que anda, a él va, aunque marche de espaldas. ¡Y quién sabe si no es esto mejor!...

 Siéntome con un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma de mi patria; que ha atravesado esta, a la fuerza, por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos. Y el quijotismo no es sino lo más desesperado de la lucha de la Edad Media contra el Renacimiento, que salió de ella.

 Y si los unos me acusaren de servir a una obra de reacción católica, acaso los otros, los católicos oficiales... Pero estos en España apenas se fijan en cosa alguna ni se entretienen sino en sus propias disensiones y querellas. ¡Y además, tienen unas entendederas los pobres!

 Pero es que mi obra -iba a decir mi misión- es quebrantar la fe de unos y de otros y de los terceros, la fe en la negación y la fe en la abstención, y esto por fe en la fe misma; es combatir a todos los que se resignan, sea el catolicismo, sea el racionalismo, sea el agnosticismo: es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.

 ¿Será esto eficaz? ¿Pero es que creía Don Quijote acaso en la eficacia inmediata aparencial de su obra? Es muy dudoso, y por lo menos no volvió, por si acaso, a acuchillar segunda vez su celada. Y numerosos pasajes de su historia delatan que no creía gran cosa conseguir de momento su propósito de restaurar la caballería andante. ¿Y qué importaba si así vivía él y se inmortalizaba? Y debió de adivinar, y adivinó de hecho, otra más alta eficacia de aquella su obra, cual era la que ejercería en cuanto con piadoso espíritu leyesen sus hazañas.

 Don Quijote se puso en ridículo, ¿pero conoció acaso el más trágico ridículo, el ridículo reflejo, el que uno hace ante sí mismo, a sus propios ojos del alma? Convertid el campo de batalla de Don Quijote a su propia alma; ponedle luchando en ella por salvar a la Edad Media del Renacimiento, por no perder su tesoro de la infancia; haced de él un Don Quijote interior -con su Sancho, un Sancho también interior y también heroico, al lado- y decidme de la tragedia cómica.

 ¿Y qué ha dejado Don Quijote?, diréis. Y yo os diré que se ha dejado a sí mismo, y que un hombre, un hombre vivo y eterno, vale por todas las teorías y por todas las filosofías. Otros pueblos nos han dejado sobre todo instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura.

 Es que Don Quijote se convirtió. Sí, para morir el pobre. Pero el otro, el real, el que se quedó y vive entre nosotros, ese sigue alentándonos con su aliento, ese no se convirtió, ese sigue animándonos a que nos pongamos en ridículo, ese no debe morir. Y el otro, el que se convirtió para morir, pudo haberse convertido porque fue loco y fue su locura, y no su muerte ni su conservación, lo que lo inmortalizó mereciéndole el perdón del delito de haber nacido. Felix culpa! Y no se curó tampoco, sino que cambió de locura. Su muerte fue su última aventura caballeresca; con ella forzó el cielo, que padece fuerza.

 Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró sus puertas, y quitando de ellas el rótulo que allí viera el Dante puso uno que decía: ¡viva la esperanza!, y escoltado por los libertados, que de él se reían, se fue al cielo. Y Dios se rió paternalmente de él y esta risa divina le llenó de felicidad eterna el alma.

 Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la desesperada. ¿Es que su lucha no arranca de desesperación? ¿Por qué entre las palabras que el inglés ha tomado a nuestra lengua figura entre siesta, camarilla, guerrilla y otras, la de desperado, esto es, desesperado? Este Quijote interior que os decía, consciente de su propia trágica comicidad, ¿no es un desesperado? Un desperado, sí, como Pizarro y como Loyola. Pero «es la desesperación dueña de los imposibles», nos enseña Salazar y Torres (en Elegir al enemigo, act. I), y es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca. Spero quia absurdum, debía decirse, más bien que credo.

 Y Don Quijote, que estaba solo, buscaba más soledad aún, buscaba las soledades de la Peña Pobre para entregarse allí, a solas, sin testigos, a mayores disparates en que desahogar el alma. Pero no estaba tan solo, pues le acompaña Sancho, Sancho el bueno, Sancho el creyente, Sancho el sencillo. Sí, como dicen algunos, Don Quijote murió en España y queda Sancho, estamos salvados, porque Sancho se hará, muerto su amo, caballero andante. Y en todo caso, espera otro caballero loco a quien seguir de nuevo.

 Hay también una tragedia de Sancho. Aquel, el otro, el que anduvo con el Don Quijote que murió no consta que muriese, aunque hay quien cree que murió loco de remate, pidiendo la lanza y creyendo que había sido verdad cuanto su amo abominó por mentira en su lecho de muerte y de conversión. Pero tampoco consta que murieran ni el bachiller Sansón Carrasco, ni el cura, ni el barbero, ni los duques y canónigos, y con estos es con los que tiene que luchar el heroico Sancho.

 Solo anduvo Don Quijote, solo con Sancho, solo con su soledad. ¿No andaremos también solos sus enamorados, forjándonos una España quijotesca que sólo en nuestro magín existe?

 Y volverá a preguntársenos: ¿qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y diré: ¡el quijotismo, y no es poco! Todo un método, toda una epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda una religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo divino, toda una esperanza en lo absurdo racional.

 ¿Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea, por la gloria, por vivir, por sobrevivir. No por Iseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, que es la teología; no por Margarita, que es el pueblo; no por Helena, que es la cultura. Peleó por Dulcinea, y la logró, pues que vive.

 Y lo más grande de él fue haber sido burlado y vencido, porque siendo vencido es como vencía: dominaba al mundo dándole que reír de él.

 ¿Y hoy? Hoy siente su propia comicidad y la vanidad de su esfuerzo en cuanto a lo temporal; se ve desde fuera -la cultura le ha enseñado a objetivarse, esto es, a enajenarse en vez de ensimismarse-, y al verse desde fuera, se ríe de sí mismo, pero amargamente. El personaje más trágico acaso fuese un Margutte íntimo, que, como el de Pulci, muera reventando de risa, pero de risa de sí mimo. E riderá in eterno, reirá eternamente, dijo de Margutte el ángel Gabriel. ¿No oís la risa de Dios?

 Don Quijote el mortal, al morir, comprendió su propia comicidad, y lloró sus pecados, pero el inmortal, comprendiéndola se sobrepone a ella y la vence sin desecharla.

 Y Don Quijote no se rinde, porque no es pesimista, y Pelea. No es pesimista porque el pesimismo es hijo de la vanidad, es cosa de moda, puro snobismo, y Don Quijote ni es vano ni vanidoso, ni moderno de ninguna modernidad -menos modernista-, y no entiende qué es eso de snob mientras no se lo digan en cristiano viejo español. No es pesimista Don Quijote, porque como no entiende qué sea eso de la joie de vivre, no entiende de su contrario. Ni entiende de tonterías futuristas tampoco. A pesar de Clavileño, no ha llegado al aeroplano, que parece querer alejar del cielo a no pocos atolondrados. Don Quijote no ha llegado a la edad del tedio de la vida, que suele traducirse en esa tan característica topofobia de no pocos espíritus modernos, que se pasan la vida corriendo a todo correr de un lado para otro, y no por amor a aquel adonde van, sino por odio a aquel otro de donde vienen, huyendo de todos. Lo que es una de las formas de la desesperación.

 Pero Don Quijote oye ya su propia risa, oye la risa divina, y como no es pesimista, como cree en la vida eterna, tiene que pelear, arremetiendo contra la ortodoxia inquisitorial científica moderna por traer una nueva e imposible Edad Media, dualística, contradictoria, apasionada. Como un nuevo Savonarola, Quijote italiano de fines del siglo xv, pelea contra esa Edad Moderna que abrió Maquiavelo y que acabará cómicamente. Pelea contra el racionalismo heredado del XVIII. La paz de la conciencia, la conciliación entre la razón y la fe, gracias a Dios providente, no cabe. El mundo tiene que ser como Don Quijote quiere y las ventas tienen que ser castillos, y peleará con él y será, al parecer, vencido, pero vencerá al ponerse en ridículo. Y se vencerá riéndose de sí mismo y haciéndose reír.

 «La razón habla y el sentido muerde», dijo el Petrarca; pero también la razón muerde, y muerde en el cogollo del corazón. Y no hay más calor a más luz. «¡Luz, luz, más luz todavía!», dicen que dijo Goethe moribundo. No, calor, calor, más calor todavía, que nos morimos de frío y no de oscuridad. La noche no mata; mata el hielo. Y hay que libertar a la princesa encantada y destruir el retablo de Maese Pedro.

 ¿Y no habrá también pedantería. Dios mío, en esto de creerse uno burlado y haciendo el Quijote? Los regenerados (Opvakte) desean que el mundo impío se burle de ellos para estar seguros de ser regenerados, puesto que son burlados, y gozar la ventaja de poder quejarse de la impiedad del mundo, dijo Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, II, Afsnit II, cap. IV, sect. II B).

 ¿Cómo escapar a una u otra pedantería, o una u otra afectación, si el hombre natural no es sino un mito, y somos artificiales todos?

 ¡Romanticismo! Sí, acaso sea esa, en parte, la palabra. Y nos sirve más y mejor por su impresión misma. Contra eso, contra el romanticismo, se ha desencadenado recientemente, sobre todo en Francia, la pedantería racionalista y clasicista. ¿Que él, que el romanticismo, es otra pedantería, la pedantería sentimental? Tal vez. En este mundo un hombre culto, o es dilettante o es pedante; a escoger, pues. Sí, pedantes acaso René y Adolfo Obermann y Larra... El caso es buscar consuelo en el desconsuelo.

 Ala filosofía de Bergson, que es una restauración espiritualista, en el fondo mística, medieval, quijotesca, se la ha llamado filosofía demi-mondaine. Quitadle el demi; mondaine, mundana. Mundana, sí, para el mundo y no para los filósofos, como no debe ser la química para los químicos solos. El mundo quiere ser engañado -mundus vult decipi-, o con el engaño de antes de la razón, que es la poesía, con el engaño de después de ella, que es la religión. Y ya dijo Maquiavelo que quien quisiera engañar, encontrará siempre quien deje que le engañen. ¡Y bienaventurados los que hacen el primo! Un francés, Jules de Gaultier, dijo que el privilegio de su pueblo, era n'étre pas dupe, no hacer el primo. ¡Triste privilegio!

 La ciencia no le da a Don Quijote lo que este le pide. «¡Que no le pida eso -dirán-; que se resigne, que acepte la vida y la verdad como son!» Pero él no la acepta así, y pide señales, a lo que le mueve Sancho, que está a su lado. Y no es que Don Quijote no comprenda lo que comprende quien así le habla, el que procura resignarse y aceptar la vida y la verdad racionales. No; es que sus necesidades efectivas son mayores. ¿Pedantería? ¡Quién sabe!...

 Y en este siglo crítico, Don Quijote, que se ha contaminado de cristicismo también, tiene que arremeter contra sí mismo, víctima de intelectualismo y de sentimentalismo, y que cuando quiere ser más espontáneo, más afectado aparece. Y quiere el pobre racionalizar lo irracional e irracionalizar lo racional. Y cae en la desesperación íntima del siglo crítico de que fueron las dos más grandes víctimas Nietzsche y Tolstoi. Y por desgracia entra en el furor heroico de que hablaba aquel Quijote del pensamiento que escapó al claustro, Giordano Bruno, y se hace despertador de las almas que duermen, dormitantium animorum excubitor, como dijo de sí mismo el ex dominicano, el que escribió: «El amor heroico es propio de las naturalezas superiores llamadas insanas -in-sane-, no porque no saben -non sanno-, sino porque sobresaben -soprasanno. »

 Pero Bruno creía en el triunfo de sus doctrinas, o por lo menos al pie de su estatua, en el Campo dei Fiori, frente al Vaticano, han puesto que se la ofrece el siglo por él adivinado, il secolo da lui divinato. Mas nuestro Don Quijote, el redivivo, el interior, el consciente de su propia comicidad, no cree que triunfen sus doctrinas en este mundo porque no son de él. Y es mejor que no triunfen. Y si le quisiera hacer a Don Quijote rey, se retiraría solo, al monte, huyendo de las turbas regificientes y regicidas, como se retiró solo al monte el Cristo cuando, después del milagro de los peces y los panes, le quisieron proclamar rey. Dejó el título de rey para encima de la cruz.

 ¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte.

 Y vosotros ahora, bachilleres Carrascos del regeneracionismo europeizante, jóvenes que trabajáis a la europea, con método y crítica... científicos, haced riqueza, haced patria, haced arte, haced ciencia, haced ética, haced o más bien traducid sobre todo Kultura, que así mataréis a la vida y a la muerte. ¡Para lo que ha de durarnos todo!...

 Y con esto se acaban ya-¡ ya era hora!-, por ahora al menos, estos ensayos sobre el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, o por lo menos en mí -que soy hombre- y en el alma de mi pueblo, tal como en la mía se refleja.

 Espero, lector, que mientras dure nuestra tragedia, en algún entreacto, volvamos a encontrarnos. Y nos reconoceremos. Y perdona si te he molestado más de lo debido e inevitable, más de lo que, al tomar la pluma para distraerte un poco de tus ilusiones, me propuse. ¡Y Dios no te dé paz y sí gloria! 

 En Salamanca, año de gracia de 1912.

 

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