HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN PROYECTO DE SOCIEDAD ALTERNATIVO

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 Jordi Corominas

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Estamos ante un aparente liberalismo,

que se presta a hacer concesiones y ofrece

en sacrificio a las personas para mantener en pie la cosa.

K. Marx.

Resumen

En este artículo, el autor considera que uno de los problemas principales que tiene la izquierda latinoamericana y la izquierda mundial insatisfecha con el modelo capitalista, es la ausencia de un proyecto de sociedad alternativo económico, político y cultural que tenga una fundamentación suficiente y un cierto rigor y sostén empírico. Pero, ¿existe alguna alternativa deseable al capitalismo? David Schweickart considera que la Democracia Económica sería más eficiente que el capitalismo, se vería menos afectada por el desempleo y el consumismo ciego, sería más racional en su crecimiento, más respetuosa del medio ambiente, más igualitaria e inmensamente más democrática.

 

Introducción

En 1989, con la demolición del muro de Berlín y el colapso del imperio soviético, muchos creyeron que había llegado el fin de las luchas emancipadoras y de toda alternativa al sistema capitalista. Una frase ingeniosa de la época decía que el comunismo no había sido más que el camino más largo para ir del capitalismo al capitalismo. Hoy, ante la fulminante brasileñización de la unión soviética, el nuevo dicho es: "todo lo que nos decían los comunistas sobre el comunismo era mentira, pero todo lo que decían sobre el capitalismo era absolutamente verdad". Si nos tomamos la expresión en serio, creo que pone el dedo en la llaga de la izquierda latinoamericana y de la izquierda revolucionaria mundial en general. Muchas fuerzas antisistémicas continúan bien pertrechadas con certeras críticas al capitalismo, pero mientras hasta hace unos 10 años ofrecían modelos alternativos concretos capaces de movilizar a sectores amplios de la población --y que por circunstancias diversas fracasaron o resultaron ser inviables--, hoy no ofrecen ninguna alternativa al mismo. Ya se sabe, "gato escaldado huye del agua tibia" y más vale no engañarse que vender ilusiones vanas.  

Creo que uno de los problemas principales que tiene la izquierda latinoamericana y la izquierda mundial insatisfecha con el modelo capitalista es la ausencia de un proyecto de sociedad alternativo económico, político y cultural, que no sea mentira, que tenga una fundamentación suficiente y un cierto rigor y sostén empírico. Cuando después de certeras críticas al sistema capitalista, que suelen apabullar a aquéllos que pretenden defenderlo racionalmente, éstos preguntan: "Muy bien ¿y cuál es tu alternativa?", se produce una especie de parálisis que parece inclinar el debate, sin necesidad de argumentar, a favor de los defensores del sistema. La elaboración de un escenario alternativo, todo lo discutible que se quiera, podría empezar a curarnos de la parálisis, contribuir a orientar la acción y evitar la dispersión y un absoluto andar a ciegas. De elaborarse este proyecto con solidez, creo que podría aglutinar a una gran cantidad de fuerzas antisistémicas. Del proyecto alternativo que rigió buena parte de las actuaciones de la izquierda en este siglo hasta 1989, el fin de la guerra fría, hemos pasado a una sensación de naufragio y de incapacidad para construir una alternativa. Las fuerzas antisistémicas más vivas alimentan la esperanza con luchas y reivindicaciones puntuales y a corto plazo, pero a mediano y largo plazo todo es oscuridad. Probablemente tiene razón Adam Schaff cuando asegura que una alternativa social sólo podrá surgir cuando quienes la creen hayan roto con todas las nostalgias, tanto las comunistas como las socialdemócratas, sin renunciar al acervo de los dos movimientos.

 

1. La inviabilidad de la alternativa tradicional

Durante la guerra fría, la izquierda revolucionaria latinoamericana tenía un proyecto alternativo bastante bien trabado que tenía la ventaja de contar con referentes históricos próximos como los de la revolución rusa y sus desarrollos posteriores en distintos lugares del mundo. Se trataba, para empezar, de construir un partido o frente único que debía intentar integrar en su ser a todos los sectores con potencialidad transformadora que defendían los intereses no capitalistas. Al frente civil se le agregaba un brazo armado o guerrilla con una estrategia y una táctica de lucha armada para la toma del poder que debía desembocar en una insurrección popular. Una vez conquistado el poder del Estado, el establecimiento del socialismo traía consigo el paso de los medios de producción de la propiedad privada a la propiedad pública. Sólo por razones tácticas se postergaban ciertos pasos, atendiendo a la correlación de fuerzas y a la necesidad de preservar ciertos enclaves de propiedad capitalista cuya capacidad empresarial de generación de bienes y servicios no era comparable a la del Estado. Como había contradicciones insalvables entre los propietarios de los bienes de producción y los trabajadores que no poseían más que su trabajo, la única forma de sostener el nuevo sistema era invirtiendo ese esquema y ejerciendo la autoridad del Estado en contra de los antiguos dominadores.  

Este no fue un mal modelo para países que tenían grados sustanciales de atraso y desigualdad o que salían de la dominación colonial. El socialismo tenía mucha capacidad para resolver los problemas elementales y simples de sociedades que empezaban la construcción del Estado nacional. Era muy atractivo también para los más pobres, pues difícilmente podían estar peor en el interior del socialismo de Estado que en el desahucio capitalista, y tenía, además, un alto grado de factibilidad, ya que, de algún modo, los países donde los frentes de liberación conquistaban el poder podían pasarse al orbe de la Unión Soviética. Pero la principal dificultad de este modelo, más que su enemigo exterior y el juicio ético que pueda merecernos, es que no demostró tener ninguna capacidad para resolver los problemas una vez conseguida una sociedad más culta, más diversificada, con mayores demandas de consumo, mayor capacidad productiva, desarrollo tecnológico y "reflexividad" de sus miembros. No se trata sólo del "imprevisible elemento subjetivo", o de que los mandos intermedios o no tan intermedios sucumban a la ideología capitalista y a la lógica del interés egoísta, sino de una imposibilidad estructural. El control directivo de la economía puede tener éxito, como creo que muestran fehacientemente los análisis de A. Giddens, cuando las personas tienen preferencias relativamente estables y cuando su nivel de implicación reflexiva en procesos sociales y económicos más amplios es relativamente bajo. Una economía moderna puede tolerar una gran planificación central, y prosperar con ella, siempre que se trate de una economía nacional, que las influencias universalizadoras no penetren en la vida social en toda su extensión, y que el grado de capacidad institucional de reflexión no sea demasiado elevado. Cuando estas circunstancias varían, las economías de tipo soviético se estancan. Creo que vale la pena destacar la explicación de Giddens sobre el fracaso del socialismo soviético en función de la mundialización, aunque no sea ni mucho menos el único factor. El modelo jerárquico socialista y su subordinación a una inteligencia rectora (estado, vanguardia o partido) parece razonablemente eficaz para una sociedad con escasa capacidad de reflexión y hábitos de vida bastante fijos, pero totalmente periclitado en el caso de un sistema complejo mundial, donde las tradiciones pierden fuerza y aumenta el grado de decisión de los individuos sobre el estilo de vida.

Las decisiones económicas en un sistema complejo y mundial ya no pueden ser subordinadas efectivamente a una planificación centralizada. Dicho sistema necesita una gran cantidad de decisiones de bajo nivel para mantener su dinamismo. Los constantes y detallados indicadores que esos sistemas presuponen han de ejercerse "sobre el terreno" por unidades de bajo nivel de información, en lugar de ser dirigidos desde arriba. Los mercados proporcionan los indicadores implicados en los complejos sistemas de intercambio, y no se ve que pueda haber un mecanismo mundial que lo sustituya. Un mundo con mayor reflexividad no significa que las personas sean más inteligentes de lo que solían ser en un orden tradicional, sino que los individuos se ven forzados a tomar más decisiones autónomas. La información elaborada por especialistas (incluido el conocimiento científico) ya no puede limitarse a grupos específicos, sino que las personas profanas la interpretan normalmente y se basan en ella para sus actividades cotidianas. Las tradiciones pierden fuerza para forzar una determinada manera de vivir la sexualidad, de convivir con alguien o de comer. Los sistemas de comunicación e información actuales suministran tal cantidad de datos que es imposible que sean controlados por una inteligencia rectora y por frontera alguna. En definitiva, la necesidad de una mayor reflexividad social destruye los viejos sistemas burocráticos, por más eficientes en la producción e incorruptos que éstos sean, y en el terreno de la política provoca que los Estados ya no puedan tratar tan claramente a sus ciudadanos como súbditos. 

El fracaso relativo de este proyecto no quita que se tuviera un diseño general alternativo así como una estrategia para llevarlo a cabo. Se sabía hacia dónde se quería transformar el Estado y la economía y se vislumbraba en qué podría consistir una sociedad socialista, y esto se complementaba con estrategias de lucha. Había ciertamente visiones diferentes, grupos cristianos, anarquistas, trotskistas y socialdemócratas que simpatizaban con la "revolución" y discrepaban de un modelo alternativo cubano, soviético o chino, pero en "el realismo político" del momento, sus proyectos no contaban más que como aliados puntuales. Además, muchas experiencias novedosas, como en un principio la revolución cubana y la revolución sandinista, eran empujadas por la política de bloques y la presión de Estados Unidos. Así, muchos proyectos creativos y arriesgados una vez que llegaban al poder eran arrastrados hacia las visiones del proyecto socialista tradicional. Al final, la opción era entre dos políticas, entre el capitalismo y el socialismo de Estado. La inviabilidad actual de este proyecto y la ausencia de otros que puedan llegar a gozar de la misma fuerza de persuasión y de viabilidad explica, en buena parte, la sensación de desamparo y de pérdida total de identidad que acompaña hoy día muy marcadamente a la izquierda revolucionaria. Como se leía en un grafitti de Buenos Aires que se ha hecho famoso: "Nos cambiaron todas las preguntas, cuando sabíamos todas las respuestas".

 

El capitalismo mundial se sirve de los Estados para obtener mayores beneficios: se pueden exportar puestos de trabajo donde haya costes laborales más bajos y mejores condiciones fiscales, sin necesidad, siquiera, de salir del país o de invertir en el extranjero.

 

2. Bajo el imperio mundial del capital

Durante la guerra fría, todos los países podían ser importantes por su valor estratégico. Un país de 22 mil km cuadrados como El Salvador podía ser decisivo en la coyuntura mundial. Hasta una isla tan chiquita como Granada era importante. El paso de un bloque a otro cambiaba el balance del poder mundial. En consecuencia, el país más pequeño podía ser, en un momento dado, un país con un enorme poder internacional. Podía negociar con Estados Unidos o la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, conseguir recursos, tener un espacio y visibilidad internacional. Cuando existía la Unión Soviética, el impulso de políticas más o menos keynesianas en los países pobres era una de las fórmulas económicas para combatir el peligro del comunismo, pero una vez desaparecido el bloque socialista, la miseria deja de ser una preocupación y un peligro para los intereses del capital. Con el fin de la amenaza "comunista" desaparece también cualquier umbral de tolerancia a la miseria y a la degradación humana. Actualmente, en la geopolítica vigente, los países valen por el tamaño de los mercados, por la capacidad de innovación tecnológica, por los recursos que pueden colocar. Una vez que el capitalismo se impuso mundialmente, muchos países empezaron a ser vistos abiertamente por los más desarrollados como países no importantes, prescindibles.  

Algunos teóricos consideran la "globalización" o "mundialización" como una construcción ideológica utilizada por la clase dirigente, para intimidar a los trabajadores y presionar a los gobiernos (que están obligados a ella de todos modos) para conseguir lo que quieren. Pero la globalización no es ante todo una construcción ideológica sino un hecho. Vivimos en una sociedad mundial, porque las actuaciones de todos los seres humanos se estructuran hoy mundialmente independientemente de la conciencia que se tenga de ello. Otra cosa es la génesis, la explicación y las consecuencias que se puedan derivar para la sociología, la economía etc. de este hecho. Su ideologización no afecta a la derecha sino también a la izquierda, cuando coloca a los países en una línea temporal imaginaria que los confina en distintas fases evolutivas invisibilizando el vínculo real y actual de los países pobres con el centro rico. La conformación de una única sociedad mundial no significa homogeneización, como se suele imaginar cuando se piensa ésta en términos de cultura o de sentido, sino que precisamente implica una agudo incremento de la estratificación y diferenciación social. La globalización y la agudización de la diferenciación social son dos caras de la misma moneda. En el capitalismo mundial, ser un país o un ser humano explotado es un privilegio. Entre ricos y pobres media un abismo cada vez más profundo, y como ahora los más pobres (marginados, excluidos) son prescindibles ("descartables" se dice en Colombia), a diferencia del proletariado del siglo XIX y de buena parte de este siglo, han perdido todo su poder reivindicativo. Sólo les queda la violencia desnuda para mostrar lo escandaloso de su situación. La misma pobreza económica se va estratificando cada vez más. Un "pobre" en Holanda puede recibir subvenciones estatales de 800 dólares mensuales, un salario que ganan algunas minorías en los países pobres. En Europa, el que pertenezca a los sin techo puede, según las escalas que rigen para su familia en India o en el Caribe, seguir viviendo bastante bien. Un salario escaso de un maestro salvadoreño (150 dólares al mes) es considerable al lado de los 50 dólares que gana un maestro nicaragüense. Y así podríamos seguir bajando en el lúgubre agujero sin fondo (mayor que el de la capa de ozono) que excava el sistema mundial. 

El capitalismo mundial se sirve de los Estados para obtener mayores beneficios: se pueden exportar puestos de trabajo donde haya costes laborales más bajos y mejores condiciones fiscales, sin necesidad, siquiera, de salir del país o de invertir en el extranjero. En el aeropuerto berlinés, por ejemplo, la megafonía es operada desde California donde los costes salariales son mucho más baratos. Se pueden utilizar los Estados en contra de ellos mismos para conseguir pactos globales y castigarlos cuando se muestran poco amigos de las inversiones. Se puede invertir el dinero en un lugar, producir en otro, residir en otro y hacer la declaración fiscal en otro, pues no existe legislación al respecto ni siquiera debate público. La soberanía fiscal ligada en el interior de un territorio estatal es cada vez más ficticia para los más ricos. Como más ricos más virtuales son los impuestos que pagan. Los beneficios de las quinientas empresas más grandes del mundo han aumentado un 15 por ciento, mientras que su volumen de negocio sólo lo ha hecho en un 11 por ciento. La recaudación por impuestos a las empresas --los impuestos que gravan los beneficios de éstas-- cayó entre 1989 y 1993 en un 18.6 por ciento, y el volumen total de lo recaudado por este concepto se redujo drásticamente a la mitad. Los países de la Unión Europea se han hecho más ricos en los últimos veinte años en un porcentaje que oscila entre el 50 y el 70 por ciento. La economía ha crecido mucho más de prisa que la población. Y, sin embargo, la Unión Europea cuenta ahora con veinte millones de desempleados, cincuenta millones de pobres y cinco millones de personas sin techo. ¿Dónde ha ido a parar este aumento de riqueza? En Alemania, los beneficios de las empresas han aumentado desde 1979 en un 90 por ciento, mientras que los salarios sólo lo han hecho en un 6 por ciento. Pero los ingresos fiscales procedentes de los salarios se han duplicado en los últimos diez años, mientras que los ingresos fiscales por actividades empresariales se han reducido a la mitad: sólo representan un 13 por ciento de los ingresos fiscales globales. En 1980 representaban aún el 25 por ciento; en 1960, hasta el 35 por ciento. De no haber bajado del 25 por ciento, el Estado habría recaudado en los últimos años ochenta mil millones de marcos suplementarios por año.  

En los demás países se advierte una evolución parecida. La mayoría de las firmas multinacionales, como Siemens o BMW, ya no pagan en sus respectivos países ningún impuesto. Mientras que las multinacionales pueden eludir al fisco del Estado nacional, las pequeñas y medianas empresas, que son las que generan la mayor parte de los puestos de trabajo, se ven atosigadas y asfixiadas por las infinitas trabas y gravámenes de la burocracia fiscal. Otra paradoja terrible de la mundialización es que son precisamente los más perjudicados por ella los que tienen que financiarlo todo, mientras los beneficiados eluden toda responsabilidad social. También saltan a la vista las contradicciones de la persecución de un aumento máximo de beneficios. Los accionistas de algunas multinacionales establecen sus negocios en India del sur, pero envían a sus hijos a universidades europeas de renombre subvencionadas con dinero público. Ni se les pasa por la cabeza irse a vivir allí donde crean los puestos de trabajo y pagan muy pocos impuestos. Pero para sí mismos reclaman, naturalmente, derechos fundamentales políticos, sociales y civiles, cuya financiación pública torpedean. Frecuentan el teatro; disfrutan de la naturaleza y el campo, que tanto dinero cuesta conservar; y se lo pasan bomba en las metrópolis europeas aún relativamente libres de violencia y criminalidad. No parecen darse cuenta que de seguir así, sus hijos no van a vivir tan bien como ellos. 

En cuanto a la posibilidad del desarrollo nacional dentro del marco de la economía mundial capitalista, sencillamente es imposible que todos los Estados lo hagan. El proceso de acumulación de capital requiere de un sistema jerárquico en el que la plusvalía se distribuya en forma desigual, tanto en el espacio como entre las clases. Además, el desarrollo de la producción capitalista en el tiempo histórico ha ocasionado también --y en realidad requiere-- una creciente polarización socioeconómica de la población mundial, acompañada por su polarización demográfica. Así, por un lado es cierto que algo de lo que se llama desarrollo nacional siempre es posible, pero es igualmente cierto que cualquier "desarrollo" de una parte del mundo es en realidad el reverso de una "declinación" o "subdesarrollo" de alguna otra parte del mundo. Es posible que un país se desarrolle, pero en el marco actual, no hay manera de que todos los países (o incluso muchos países) se desarrollen simultáneamente.  

La mundialización cambia la relación entre el capitalismo y la territorialidad y con ello la relación entre las clases y la nación-estado. El capital se mueve a sus anchas en un mercado y unas instituciones transnacionales no regulados por los habituales mecanismos estatales y no sujetas a ningún género de control democrático, mientras las jurisdicciones efectivas y los reclamos sindicales y políticos de la izquierda se circunscriben al territorio estatal. Los intereses del capital transnacional ya no se corresponden con interés nacional o nación-estado alguno. En realidad, el capital transnacional y su principal agente institucional, la corporación global, se aprovecha todo lo que puede de este sistema moderno de nación-estado para arrancarle más concesiones a las clases asalariadas mundiales. Difícilmente se podrá pillar a los que operan a escala mundial, mientras la izquierda siga considerando el Estado como la principal y única plataforma de lucha. La separación del mundo en naciones estado genera así una condición central para el poder del capital transnacional que se inmuniza de toda oposición, exponiéndose, como máximo, a la existencia de algún Estado díscolo fácil, por otra parte, de chantajear económicamente.  

Se podría pensar, sin embargo, que esta agresividad y empobrecimiento de amplios sectores de la población, junto con las paradojas que hemos ido enumerando aquí, no son inherentes al sistema capitalista, que obedece a un período de reacomodo, y que con reformas profundas y una democratización de las instituciones mundiales podríamos caminar, por ejemplo, en lugar de hacia la brasiñelización del mundo hacia diferencias sociales no escandalosas. Si esto fuera así, más que buscar una alternativa económica, política y social, lo que tendríamos que hacer es considerar la posibilidad de mejorar al máximo el sistema capitalista mundial introduciendo en él reformas profundas, ya que de alguna manera se estaría perdiendo el tiempo intentando pensar alternativas al sistema. Antes, pues, de pensar cualquier alternativa, tenemos que reflexionar sobre las posibilidades del sistema capitalista mismo para beneficiar a las grandes mayorías de la humanidad y ofrecer una vida digna para todos.

 

3. ¿Existe algún tipo de capitalismo que pueda beneficiar a la humanidad entera?

Hace ya tiempo Pedro Casaldáliga proclamaba que el capitalismo es intrínsecamente malo, mientras que el socialismo a veces puede ser peor o igual que el capitalismo, pero que no es intrínsecamente perverso. ¿Es cierta esta afirmación? Muchos intelectuales neomarxistas, radicales, comprometidos con luchas y causas populares, piensan honestamente que no. Sintonizan con las críticas al capitalismo, pero consideran que con reformas drásticas al mismo se podría llegar a una situación óptima de justicia, igualdad, participación y felicidad entre los seres humanos. Básicamente su propuesta descansa en una extensión a las instituciones mundiales existentes de las prácticas más anodinas de los estados democráticos ricos (cada persona un voto) y en la configuración de una especie de socialdemocracia mundial. Entre las propuestas más sugestivas de perfeccionamiento del capitalismo se encuentra la socialdemocracia mundial con políticas de bienestar positivo, y la reivindicación de un ingreso básico mundial incondicional.

 

La mundialización cambia la relación entre el capitalismo y la territorialidad y, con ello, la relación entre las clases y la nación-estado.

 

Este ingreso básico consistiría en un salario mínimo pagado a todos los ciudadanos del mundo incluso si no quiere trabajar, sin tener en cuenta de si es rico o pobre, sin importar con quien vive y con independencia de la parte del mundo en la que viva. Debido a su naturaleza incondicional, toda persona humana tendría algo con lo que poder contar con toda seguridad, un cierto fundamento material en el que podría con firmeza descansar su vida, y al que se le podría legítimamente añadir cualesquiera otros ingresos, ya sean en efectivo o en especie, procedentes del trabajo o de los ahorros, del mercado o del Estado. Este ingreso básico tendría como mínimo que tender a acercarse a lo que se considere necesario para llevar una existencia decente. La principal intuición de Giddens y Von Parijs es que en un orden postescasez, ya no es necesario crear una autoridad que quite a los ricos para dar a los pobres. No se trata ya de favorecer un reparto riguroso de los bienes materiales que sigue siendo perfectamente compatible con el productivismo y que por tanto choca, igual que el capitalismo, contra los límites ecológicos, sino del abandono del productivismo y la compulsividad hacia el mismo. Si se consigue garantizar unos bienes mínimos para todo el mundo, estaríamos en condiciones de conquistar una indiferencia hacia el productivismo y la riqueza y desigualdad económica. Si tengo tiempo libre, buenas relaciones afectivas, amigos y mis necesidades cubiertas, ¿para qué voy a desear cambiar esto por más productividad y consumo, y qué me va a importar que otros tengan mucho más? Sin embargo, esto que parece de sentido común choca con la experiencia. En todas partes parece que muchas personas prefieren consumir y producir más, aun a costa de sacrificar su tiempo libre, sus relaciones afectivas y un relativo bienestar. Aquí es donde entrarían las políticas de bienestar positivo. Estas deberían promover un mundo en el que los varones ya no persiguieran tanto el éxito profesional y económico y más, por ejemplo, la comunicación afectiva. Un mundo en el que no fuera sinónimo de fracaso pasar largos períodos sin un trabajo retribuido. Con políticas de bienestar positivo, Giddens considera que los pobres, al tener algo que aportar en cuanto a estilos de vida y valores, volverían a confiar en sí mismos, a mantener su integridad y responsabilidad social que normalmente se conculcan con los programas de asistencia tradicionales. En definitiva, las fuerzas motoras del bienestar positivo serían la aceptación de la responsabilidad de afrontar los males que el desarrollo ha acarreado y la necesidad imperiosa de un cambio de modo de vida por parte de los privilegiados. 

Una socialdemocracia mundial que al invertir la tendencia actual a la brasiñelización del mundo apunte hacia una mayor igualdad social es, sin duda, una posibilidad difícil y remota, pero para estos autores, este horizonte último es el que debe guiar los pasos más modestos de la izquierda mundial, no solamente a la hora de diseñar instituciones mundiales más democráticas con mayor jurisdicción y con competencias mejor especificadas, sino sobre todo favoreciendo instituciones transnacionales a escala regional. La construcción de comunidades políticas democráticas más amplias, como la Unión Europea, sería una manera significativa de atenuar las presiones competitivas, de regular y controlar democráticamente el negocio entre diferentes países y de prevenir el desmantelamiento competitivo del estado de bienestar. Si el dar una vida digna a la humanidad entera es posible limitando sólo hasta cierto punto las ganancias del capital y sin necesidad de transformar esencialmente el sistema capitalista, ¿no sería cualquier alternativa socialista más fruto de una opción ética o de algún recurso dogmático que se niega a mirar los hechos y las posibilidades que éstos nos brindan? ¿Por qué empeñarse en transformar el sistema si con reformas drásticas al mismo se pueden conseguir los mismos o mejores resultados?

 

4. La dificultad insoluble del sistema capitalista

Consideremos al respecto las divisiones entre las naciones del Primer y Tercer Mundo. Nadie puede dudar de que para alcanzar una cierta seguridad mundial a largo plazo y no vivir en permanente zozobra, se deben reducir las desigualdades en la tierra. Hay que poner en marcha algún proceso que en lugar de excavar el agujero de la miseria, lo vaya llenando, aunque de momento no sean muy obvios los mecanismos por los que se pueda conseguir. Parece difícil suponer que las disparidades entre países ricos y pobres puedan reducirse incrementando la industrialización mundial a gran escala. Un proceso semejante no sólo produciría un mayor deterioro de la ecología planetaria sino que, además, no existen recursos suficientes para que la población mundial adopte modos de vida comparables con los de las sociedades del Primer Mundo. Desde hace ya cinco siglos la acumulación de capital se basa, en parte, en la capacidad de las empresas para externalizar sus costos. Esto ha significado esencialmente la sobreutilización de los recursos mundiales a un costo colectivo muy grande, pero a casi ningún costo para las empresas. Sin embargo, hoy adquirimos conciencia de que los recursos se agotan y de que la toxicidad llega a un nivel imposible de mantener. El crecimiento constante no es pensable ni manteniendo a más de la mitad de la población mundial en la penuria. El problema decisivo es el de que la socialdemocracia mundial que proponen algunos intelectuales de izquierda, que podría suponer muchas ventajas para las mayorías de la humanidad e incluso la eliminación de la miseria, no puede de hecho frenar la amenaza medioambiental u ecológica. Quizás pueda postergarla, pero al no tocar uno de los elementos básicos del capitalismo, la obtención de plusvalía, y el control del capital por parte de una clase social, el sistema está obligado a crecer. Esto podría ser considerado como una ventaja desde la perspectiva de un Estado, pero desde la perspectiva mundial constituye más bien un suicidio. La clase capitalista sólo invierte si obtiene beneficios, y sólo obtiene beneficios si hay expansión económica y más productividad. Si no hay crecimiento necesariamente hay crisis, recesión económica y consecuentemente crisis política. En el capitalismo es imposible llegar a un estado de crecimiento estacionario. Con la socialdemocracia mundial moderamos el crecimiento hasta los límites de lo pensable, pero el sistema exige que sigamos creciendo indefinidamente.

Aún asumiendo la hipótesis fantástica de que el sistema capitalista pudiera evolucionar gradualmente hacia un crecimiento cero, llegando a establecer una tasa mínima y más o menos fija de beneficios para los poseedores del capital y de los medios de producción y unos salarios constantes para la mano de obra, es difícil pensar que se pudiera mantener una situación así sin un sistema político autoritario, pues nos encontraríamos de nuevo ante una situación más o menos feudal: una clase de gente vive sin trabajar y otras trabajan indefinidamente sin ningún tipo de mejora en su vida. Dicho de otro modo, el capitalismo, para garantizar su estabilidad sin tener que recurrir a la fuerza militar, necesita que los que trabajan vayan mejorando siempre, poco importa entonces que los poseedores del capital mejoren mucho más. Pero si los primeros nunca mejoran, la justificación y legitimación de la clase capitalista se complica. No crecer es un suicidio para el sistema capitalista.

Es conocida la lógica implacable de la paradoja de los chinos. Si cada chino llegara a tener una moto, el mundo reventaría, las emisiones de bióxido de carbono que ocasionarían mil millones más de motos resquebrajarían el precario equilibrio mundial. Pero no se trata sólo de pensar que el modelo socialdemócrata no sea expandible a Africa, Asia y Latinoamérica, sino de que no es siquiera sostenible ni con las fronteras actuales. Si esto es así, es mucho más inconcebible una sociedad mundial que haya desterrado la miseria y el hambre y que crezca indefinidamente. Un proceso de emancipación de los pobres de la tierra sólo se podría conseguir, probablemente, si se introdujera un cambio radical en el sistema económico: es decir, si se avanza hacia un sistema económico que no necesite imperiosamente crecer. No basta con la transformación del estilo de vida de los países desarrollados y con la introducción de un ingreso básico mundial. A. Giddens y Von Parijs parecen no darse cuenta de lo importante que es el productivismo y el consumismo para el capitalismo, de que guardan una relación esencial y estructural. Está muy bien promover formas de vida menos consumistas, pero si esta promoción fuera tomada realmente en serio por los países ricos, inmediatamente nos hallaríamos ante una depresión económica mundial. Ciertamente podría argumentarse que el productivismo y el consumismo no afectan al capitalismo sino a la modernidad en general. También la Unión Soviética emprendió la ruta del productivismo y China parece estar iniciándola. Pero mientras es imposible, incluso teóricamente, que pueda existir algún modelo capitalista sin productivismo, no lo es el que pueda darse un modelo socialista estable con poco o nulo crecimiento.  

La solución de la peculiar socialdemocracia mundial a la que apuntan autores como A. Giddens y Von Parijs consiste en alejar en el tiempo la incompatibilidad entre el sistema económico-social vigente y el sistema natural. En términos parecidos, los informes anuales sobre el desarrollo mundial elaborados por el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) siempre acaban aconsejando que se "internalicen" los costos de la degradación ecológica limitando así su destrucción. Lógicamente, los intereses del capital se resisten a incorporar a sus costes de producción los que se corresponden a la utilización del medio ambiente, pero aunque se hiciera, es decir, aunque se consiguiera dar un valor monetario a bienes que no son fruto de la actividad productiva: destrucción de la capa de ozono, lluvia ácida, polución etc., es evidente que el crecimiento económico ilimitado que exige el sistema capitalista y la salvación del medio ambiente son objetivos contradictorios. La socialdemocracia mundial podría llegar a corregir la paradoja que supone que, por ejemplo en Europa, los gobiernos promuevan campañas para que los ciudadanos de a pie depositen la bolsita de té en un lugar y el plástico envolvente en otro y, en cambio, puedan literalmente tirar al mar una plataforma petrolífera o unas bombas atómicas en lo que ellos consideran el trastero del mundo, pero es imposible que elimine la paradoja mayor que supone crecer ilimitadamente, por un lado, y sostener el sistema ecológico, por el otro.

 

5. ¿Hay alguna alternativa deseable al capitalismo?

Es importante caer en la cuenta de que preguntar si existe una alternativa viable y deseable al capitalismo no es lo mismo que preguntar cómo se puede efectuar la transición. Esta segunda pregunta es tan importante, sin duda, como la primera, pero la primera pregunta tiene una prioridad lógica e incluso práctica, pues pocas estrategias se pueden elaborar sin tener una idea razonablemente clara de adónde queremos llegar. Podría ser, incluso, que llegáramos a esbozar un modelo de sociedad alternativo razonablemente mejor que el capitalismo y que confesáramos luego que no hay transición viable. En cualquier caso, sin una alternativa económica, social y política al capitalismo, no podemos ni siquiera plantear el problema de la transición o de la estrategia. Una posible respuesta a la pregunta por la alternativa es que la democracia y la sociedad mundial del bienestar esbozada por los autores anteriores, aunque no sea una solución perfecta, es la solución menos mala de todas las pensables. Ciertamente no soluciona el problema de raíz, pero en ausencia de todo otro planteamiento sería una manera de ralentizar el desastre y de construir un escenario transitable que nos aleje un poco del caos reinante. Podríamos añadir incluso en buena jerga socialista, que la humanidad no tiene por qué proponerse nunca más problemas que los que de hecho pueda resolver. Si ahora podemos avanzar hacia una socialdemocracia mundial, ¿por qué no aunar esfuerzos en eso y dejar para los siglos venideros, cuando las relaciones nuevas de producción hayan sido incubadas en el seno de la sociedad mundial, la construcción del socialismo? Pero, ¿y si hubiera realmente una alternativa al capitalismo factible y realizable ya y que por pereza mental o simplemente por sucumbir a la machacona propaganda no nos preocupáramos de estudiarla? 

Tal es la inusitada afirmación de D. Schweickart. Sólo por atreverse a afirmar tal tesis en una época de crisis, de conversiones al liberalismo y de entonaciones de "mea culpa" ya resulta sorprendente. Piénsese que su título en inglés Agaisnt capitalism (Contra el capitalismo) se tradujo al español como Más allá del capitalismo, pues el título en inglés auguraba poquísimas ventas. Una de las conclusiones más sorprendentes del estudio de David Schweickart es que la opción entre capitalismo y socialismo tiene muy poco que ver con discrepancias en el terreno de los valores. Los valores a los que apela su argumentación son valores ampliamente aceptados (la eficiencia, la innovación tecnológica, el crecimiento económico, la igualdad de oportunidades, la democracia, el trabajar con sentido). David Schweickart considera que, entre adultos debidamente informados, si hubiera que elegir honestamente y sin coacción entre el capitalismo y el socialismo democrático, en su inmensa mayoría se inclinarían por éste. Su tesis central es que el capitalismo, por muy triunfante que pueda actualmente parecer, no puede ya justificarse ni económica ni éticamente. De hecho, existe una alternativa al capitalismo que funcionaría mejor que éste y que sería mucho más eficiente, más racional en su crecimiento y más acorde con los valores éticos fundamentales que la mayoría de nosotros compartimos. 

Semejante afirmación puede parecer una locura en este momento histórico, porque a nadie se le escapa que el capitalismo ha triunfado sobre el socialismo: no sólo es que la primera economía socialista del siglo veinte haya fracasado y esté siendo sustituida por una forma de capitalismo gangsteril, sino que incluso aquellos países que aún siguen llamándose «socialistas»: China, Vietnam e incluso Cuba se están haciendo capitalistas a pasos agigantados. Lo que me parece más apasionante de David Schweickart es que no defiende el socialismo por una especie de terquedad ética sino con una exquisita racionalidad. D. Schweickart sostiene que hay una alternativa viable, deseable y mejor que el mejor de los capitalismos para la inmensa mayoría de la humanidad, cuya emergencia está siendo bloqueada exclusivamente por unos intereses concretos inmensamente poderosos. La historia de los países, hasta hace poco socialistas, no demostraría que el capitalismo sea la estructura económica más apropiada para una sociedad industrial avanzada. Lo máximo que mostraría es que es más apropiada que el socialismo de Estado. Pero quizás lo más sugerente en la defensa de la alternativa socialista que defiende David Schweickart, es que el modelo que propone no es resultado de la mera especulación teórica. No señala desde luego a un determinado país donde se realice su democracia económica, pero sí que recolecta la suficiente evidencia empírica para afirmar confiadamente que existe un orden económico socialista viable. 

El elemento más importante y convincente de dicha evidencia empírica son las cooperativas Mondragón del País Vasco. En 1943, en una pequeña localidad del País Vasco, José María Arizmendarrieta, un sacerdote que a duras penas se había librado de ser ejecutado por las fuerzas de Franco durante la Guerra Civil, creó una escuela para los hijos de la clase trabajadora. Once de los veinte alumnos de su primer curso llegaron a ser ingenieros profesionales. En 1956, cinco de éstos, junto con otros dieciocho trabajadores, crearon, a instancias del sacerdote, una factoría cooperativa destinada a producir cocinas y estufas. En 1958 se creó una segunda cooperativa para la fabricación de máquinas y herramientas. En 1959, y de nuevo a instancias de Arizmendarrieta, se creó un banco cooperativo. El experimento inicial, una fábrica de cocinas de keroseno, propiedad de los trabajadores, se ha convertido ahora en una red formada por 109 empresas, incluidas 80 cooperativas industriales que fabrican electrodomésticos, equipamiento agrícola, accesorios de automóvil, máquinas herramientas, robots industriales, generadores, sistemas de control numérico, termoplásticos, equipamiento médico, muebles de hogar y de oficina, etcétera. En 1991, estas cooperativas se unieron para formar la MCC, la «Mondragón Corporación Cooperativa», que incluye no sólo cooperativas de producción y de construcción, sino además un gran banco (la Caja Laboral), dos centros de investigación (Ikerlan e Ideko), un servicio de seguridad social (Lagun Aro), una cadena de supermercados (Eroski) y diversas instituciones educativas (Eskola Politeknikoa, Eteo y otras). 

La MCC se ha convertido en la fuerza económica dominante en el País Vasco. Su división de bienes de inversión es líder del mercado en el sector de la herramienta en España, como también lo es en el de la fabricación de refrigeradoras, lavadoras y lavavajillas. Los ingenieros de la MCC, por lo demás, han construido fábricas «llave en mano» en China, norte de África, Oriente Medio y Latinoamérica. El grupo Eroski es, en la actualidad, la tercera mayor cadena de supermercados en España y la única de las cuatro primeras con participación mayoritaria española. La Caja Laboral ha sido incluida entre las cien instituciones financieras más eficientes del mundo en términos de rentabilidad. Ikerlan es la única empresa española de investigación que cumple las especificaciones técnicas de la NASA, lo cual le permitió participar en 1993, en el proyecto de la lanzadera espacial Columbia. La Eskola Politeknikoa, con 2,000 alumnos, es considerada por muchos como el mejor instituto técnico del país. En suma, la MCC cuenta actualmente con una plantilla de 30,000 empleados, unas ventas de 750,000 millones de pesetas al año (unos 7,000 millones de dólares) y un activo de 1,750,000 millones de pesetas (unos 17,000 millones de dólares). 

En 1996, Sharryn Kasmir, una antropóloga norteamericana que había vivido durante varios años en Mondragón, publicó en Estados Unidos un libro titulado El mito de Mondragón. Sharryn Kasmir no disputa los sorprendentes logros económicos y técnicos de la MCC, ni tampoco el hecho de que en la MCC se dé una mayor igualdad entre los directivos y los trabajadores que en las empresas capitalistas homólogas, ni que los trabajadores gocen de una seguridad laboral mucho mayor. Estos hechos son innegables. Lo que Kasmir pretende poner en tela de juicio es la impresión que suelen dar los entusiastas partidarios de Mondragón de que los trabajadores de la MCC se sienten dueños de sus empresas y no padecen ya de ningún tipo de alienación de trabajo, y que lo primero que deben hacer inmediatamente quienes pretenden un cambio económico radical es crear en todo el mundo cooperativas basadas en el modelo de Mondragón. A la primera crítica, D. Schweickart responde con la afirmación de que las estructuras de las cooperativas Mondragón son casi perfectas o, al menos, suficientemente democráticas. El problema con la enajenación del trabajo no sería debido a las estructuras de estas cooperativas, sino al hecho de que éstas tienen que competir con empresas capitalistas y, por tanto, la intensidad y presión en el trabajo son mucho mayores que en una sociedad socialista. Respecto a la segunda afirmación, D. Schweickart le da toda la razón a Kasmir. No en todas partes es factible ponerse a crear cooperativas Mondragón ni probablemente es ninguna panacea hacerlo.  

Lo que creo que vale la pena subrayar es que las críticas de Kasmir, que a menudo se esgrimen contra los entusiastas de Mondragón, no cuestionan la tesis central de David Schweickart y el recurso empírico que hace a la MCC. La lección fundamental que saca D. Schweickart de Mondragón es que es posible tener empresas eficientes y dinámicas, incluso de dimensiones similares a las de una corporación multinacional, sin necesidad de capitalistas. Se diga lo que se diga acerca de la MCC, lo cierto es que no hay de por medio capitalistas que aporten su capital, su pericia en el campo de la gestión o su dinámica empresarial. Mondragón constituye una importante prueba de una de las afirmaciones centrales de David Schweickart, a saber, que la clase capitalista, por más que tenga en su mano las palancas del poder en el mundo de hoy, ha quedado funcionalmente obsoleta. No hay nada que esta clase haya hecho históricamente, o siga haciendo, que no pueda hacerse mejor por medio de mecanismos alternativos. David Schweickart intenta probar esta afirmación, o al menos ofrecer un esbozo de las instituciones básicas de una forma económica alternativa viable a la que denomina democracia económica.

 

6. La democracia económica

De algún modo, lo que hace D. Schweickart es trasponer el modelo Mondragón a toda la sociedad. El rasgo estructural más destacado de las cooperativas de Mondragón es su carácter democrático. Los trabajadores se reúnen al menos una vez al año en Asamblea General para elegir por sufragio universal a un Consejo de Administración que nombra a los directivos de la empresa. Este es el rasgo clave de la «Democracia Económica», la piedra angular de una sociedad socialista democrática. Todas las empresas con muy pocas excepciones deberían estar democráticamente estructuradas. Se trata de una economía muy parecida a la de Estados Unidos o a la de cualquier país europeo occidental: una economía de mercado, en la que las empresas compiten entre sí y tratan de obtener un beneficio. Para lograrlo, deben prestar mucha atención a los deseos de los consumidores, organizar de manera eficiente su producción y mantenerse al día en el terreno de los avances tecnológicos. Esta Democracia Económica difiere de una sociedad capitalista en dos aspectos cruciales. En primer lugar, en la Democracia Económica las empresas no son controladas por sus dueños, que no existen, sino por quienes trabajan en ellas. Se trata de un control democrático, como en Mondragón: cada persona, un voto. Obsérvese que ello, sin embargo, supone un cambio respecto de Mondragón, donde los propios trabajadores son realmente dueños de sus empresas. En la Democracia Económica, por el contrario, la empresa no es considerada como una cosa que puede ser poseída y, por tanto, comprada o vendida, sino como una «comunidad» en la que todos los trabajadores tienen igual derecho a hacer oír su voz en relación con la gestión. 

El segundo aspecto que distingue a la Democracia Económica del capitalismo es su método de asignación del capital. Aquí, D. Schweickart introduce un elemento que no se da en Mondragón. La MCC genera su capital del mismo modo que se hace en el capitalismo: a partir de la reinversión de los beneficios y del ahorro privado; pero la asignación del capital en la Democracia Económica se produce de un modo muy distinto. En el capitalismo, los fondos para nuevas inversiones (lo cual constituye la variable fundamental para determinar la salud y la dirección a largo plazo de una economía) provienen del ahorro de los individuos privados, que deben sentirse atraídos por el señuelo del interés o de los dividendos accionariales para ahorrar en lugar de consumir. Dichos fondos son asignados, pues, por el mercado, que los encauza hacia donde se espera que el rendimiento sea mayor. En la Democracia Económica, los fondos de capital se generan de distinta manera; concretamente, mediante los impuestos. Cada empresa paga un impuesto de uso sobre el valor de sus activos de capital. Los activos de capital de la sociedad (los edificios, la maquinaria, las superficies comerciales y otros activos productivos) son considerados propiedad colectiva de dicha sociedad, la cual, a su vez, los arrienda a los trabajadores de una empresa. Y la renta que éstos pagan es precisamente el impuesto sobre los activos de capital. La suma total de estos impuestos constituye el fondo de inversión anual de la sociedad. El fondo de inversión de la sociedad se genera mediante impuestos. Pero, ¿cómo se reasigna a la economía? Una vez más, la Democracia Económica difiere del capitalismo. En el capitalismo, los fondos buscan el más alto rendimiento sea donde sea, en cualquier lugar del mundo. En la Democracia Económica, todo el fondo de inversión es controlado democráticamente. Este control contemplaría un alto grado de flexibilidad: "En un extremo habría un conjunto de instituciones basadas en el modelo japonés: una burocracia de élite diseña un plan y entonces lo aplica rigurosamente, no a la fuerza, sino usando sus amplios poderes en el acceso a las finanzas para frenar algunas empresas y atraer otras a desarrollarse en las direcciones deseadas. En el otro extremo habría un plan que imitara el resultado del libre mercado, evitando al intermediario capitalista; una especie de laissez-faire socialista. En este caso, el fondo de inversión se reparte proporcionalmente entre unos bancos nacionales, regionales y locales, los cuales ahora lo reparten como subvenciones, exactamente con los mismos criterios que un banco o caja actual. El Parlamento fija el impuesto sobre la utilización de bienes (tipo de interés) ajustándolo anualmente para así alinear la oferta del fondo de inversión con la demanda. Este interés se carga a los mismos bancos. A éstos se les permite cargar un tipo de interés más alto en las subvenciones que conceden, y así, al intentar maximizar su propio beneficio, corren un riesgo contra el beneficio proyectado del mismo modo en que lo hace un banco capitalista. Bajo este laissez-faire socialista no hay planificación de la composición cualitativa de la inversión, no se intenta incentivar ni desincentivar ninguna línea de producción en particular, ni ningún control consciente sobre la cantidad de inversión".  

Al igual que en Mondragón, los bancos locales desempeñan una función empresarial y deben esforzarse por desarrollar nuevos negocios para sus respectivas comunidades. Las empresas de la región están vinculadas a estos bancos, a los que solicitan préstamos cuando desean expandirse o mejorar su tecnología. Las decisiones respecto del empleo de los fondos se toman, como en Mondragón, en función de un doble criterio: la creación de empleo y las previsiones de rentabilidad. El capital se genera públicamente, y después se reinvierte en la economía de acuerdo con criterios públicos y transparentes. Cada comunidad tiene derecho a su cuota justa del fondo de inversión de la sociedad. Las empresas compiten entre sí para vender sus productos, pero las comunidades no compiten por el capital, porque éste fluye hacia ellas por derecho propio. He aquí, pues, los elementos básicos de un orden económico radicalmente diferente: una economía de mercado con democracia en el trabajo y un fondo de inversiones generado a través de los impuestos. En algún sentido, es una economía que no difiere demasiado de la que actualmente conocemos. Tanto el capitalismo como la Democracia Económica son economías de mercado competitivas. Por otra parte, también en el capitalismo hay empresas autogestionadas y teóricos de la administración empresarial que reclaman, para hacer las empresas más competitivas, una participación del trabajador que llega hasta la elección de los gerentes y la organización de los centros de trabajo, deteniéndose, claro está, en el control de los beneficios y las inversiones. También hay en el modelo capitalista una significativa cantidad de fondos de inversión, por ejemplo, para infraestructuras, generados mediante los impuestos, por lo que ya sabemos que es algo factible. Ninguna de las instituciones de la Democracia Económica es, pues, especialmente misteriosa.  

D. Schweickart considera que la Democracia Económica sería más eficiente que el capitalismo y se vería menos afectada por el desempleo y el consumismo ciego. Sería más racional en su crecimiento y más respetuosa del medio ambiente de nuestro planeta y sería también más igualitaria e inmensamente más democrática. Una de las características más significativas del capitalismo es la contradicción consustancial a la empresa capitalista. Dado que en dicho sistema la fuerza de trabajo es una mercancía, uno de tantos costes de la producción, es perfectamente coherente, desde el punto de vista del interés racional de los propietarios de la empresa, tratar de obtener el mayor trabajo posible de cada trabajador y pagarle lo menos posible. Al mismo tiempo, es igualmente coherente, desde el punto de vista del interés racional de cada trabajador, trabajar lo menos posible y tratar de obtener también el mayor salario posible. En la Democracia Económica no se da esta contradicción, porque los ingresos de cada trabajador tienen relación directa con el éxito económico de la empresa. 

Una importante consecuencia de esta diferencia es que el desempleo, al contrario de lo que ocurre en el capitalismo, no es un rasgo necesario de la Democracia Económica. Como indicaba Marx, la buena salud del capitalismo requiere un "ejército de reserva" de desempleados que sirva de mecanismo disciplinario para los que tienen trabajo. En una sociedad capitalista, una baja tasa de desempleo constituye una amenaza para el capital, porque los trabajadores "se crecen", y resulta difícil controlarlos. No ocurre lo mismo en la Democracia Económica, donde puede eliminarse del todo el desempleo y puede hacerse realidad esa inveterada meta del socialismo que es el pleno empleo. Otra diferencia fundamental, y de trascendentales consecuencias, entre una empresa capitalista y una empresa autogestionada, es que una empresa gestionada por los trabajadores es menos intrínsecamente expansionista que una empresa capitalista homóloga. La razón fundamental es que el contratar a más trabajadores puede hacer que aumenten los beneficios totales, pero también hace que aumente el número de personas entre las que deben repartirse dichos beneficios. Una consecuencia llamativa de esta diferencia estructural es que, a diferencia del capitalismo, en la Democracia Económica no rige el lema "crece o muere". Una economía capitalista necesita crecer. Sin crecimiento, hay recesión, desempleo, colapso. Pero una economía que tiene necesidad de crecer constantemente para mantenerse saludable está en contradicción fundamental con la racionalidad ecológica. En una empresa controlada por los trabajadores, las innovaciones tecnológicas pueden emplearse para incrementar la producción, pero también para proporcionar a los trabajadores más tiempo de ocio, o mejores condiciones de trabajo, o un trabajo más satisfactorio. Todas estas posibilidades son reales. En cambio, el capitalista no tiene incentivo alguno (aparte del brutal recurso de despedir trabajadores) para que las innovaciones tecnológicas redunden en un mayor tiempo de ocio para el personal, como tampoco tiene demasiados incentivos para mejorar las condiciones de trabajo. En el capitalismo, el aumento de la producción, con el consiguiente crecimiento del consumo --y del consumismo rampante y del deterioro medioambiental--, constituye una necesidad estructural para la estabilidad.

 

La gran debilidad que reconocen estos partidos en la izquierda latinoamericana, no es que no tengan acceso a los medios de comunicación o que no tengan control militar, sino sobre todo el no tener un proyecto político con el que se pueda luchar desde las calles,...

 

Ciertamente no basta, ni mucho menos, con el trabajo de D. Schweickart para proclamar que ya existe alternativa. Sin duda su análisis y su propuesta exigen una mayor fundamentación teórica tanto económica como política y social, y una mayor base empírica (estudio del éxito y del fracaso de diferentes experiencias cooperativas y autogestionarias en todo el mundo). Creo que vale la pena explorar y estudiar con detenimiento su esbozo económico alternativo porque apunta en una dirección transitable. D. Schweickart cuestiona efectivamente algunos dogmas de la versión tradicional del socialismo: la liquidación del mercado, la planificación estatal de la economía y la dirección no democrática de las empresas. Sin embargo, en su modelo socialista desaparece efectivamente la clase poseedora del capital, sin que ésta sea sustituida por una burocracia estatal que ejerza sus funciones y esté predispuesta siempre a enquistarse en el poder. Hoy más que nunca es necesario atreverse a mirar directamente a los hechos, desprendiéndose de todos los dogmas, para elaborar un proyecto nuevo de socialismo que haya asimilado las lecciones del pasado. Supongamos ahora que mediante un ejercicio serio de estudio, análisis, reflexión y debate llegáramos a establecer un sistema económico-social de carácter socialista razonablemente mejor que un sistema capitalista reformado al máximo. Supongamos, además, que este modelo tuviera "per se" (haciendo abstracción por un momento de la brutal fuerza militar, económica, política e informativa que pueden oponerle los que más se benefician del sistema capitalista) fuertes dosis de viabilidad y que, en consecuencia, el sistema capitalista se quedara sólo con la razón de la fuerza, ¿cómo articular, carcomer y arañar espacios que puedan acabar inclinando la balanza hacia una sociedad socialista?

 

7. Hacia nuevas estrategias políticas

La situación y el poder real de las fuerzas antisistémicas no son, creo, para animar a nadie: subsisten muchos partidos de la vieja izquierda con fachadas cansadas y eclécticas intentando, a veces, esconder su antiguo aparato de decisión en coaliciones populares. No aparece, de momento, ninguna alternativa capaz de articular a sectores importantes de la humanidad en torno a ella. Hay nuevos movimientos antisistémicos que son muy vigorosos (piénsese en Greenpeace, capaz de poner en jaque a los gobiernos) pero que no tienen ninguna visión alternativa clara, y nuevos movimientos racistas populistas y fundamentalistas de fuerza cada vez mayor que, si bien son fuerzas antisistémicas y tienen alternativas claras, probablemente empujen el mundo hacia la intolerancia y la tribalización. Sin embargo, la alternativa apuntada por D. Schweickart no es algo totalmente fuera de contexto. En la última reunión del Foro de Sao Paulo, realizada en Nicaragua, que reúne a los partidos latinoamericanos de izquierda identificados con posiciones de rechazo al neoliberalismo, de tradición antiimperialista y de orientación socialista, se insiste en que el socialismo no depende ya en primer lugar de la toma del gobierno y de la estatalización, sino del poder directo de las fuerzas antisistémicas. El primer punto de la agenda sería ahora incentivar embriones de poder paralelo y alternativo administrando directamente bienes propios. Las experiencias de la economía popular en América Latina apuntan justamente en esta dirección. La gran debilidad que reconocen estos partidos en la izquierda latinoamericana, no es que no tengan acceso a los medios de comunicación o que no tengan control militar, sino sobre todo el no tener un proyecto político con el que se pueda luchar desde las calles, desde los colegios, desde los sindicatos, desde los gremios, desde las escuelas y desde los barrios. Todos resaltan la urgencia de definir con cierta claridad una estrategia alternativa a la difunta estrategia de la "revolución". Creo que esa redefinición es una tarea colectiva para las fuerzas antisistémicas del mundo entero. Aquí sólo puedo sugerir algunas líneas de acción que podrían ser elementos de esa estrategia. 

(1) Favorecer la formación política y la discusión sobre economía, teoría política, discusión de modelos alternativos etc. a la vieja usanza. No aceptar que la complejidad nos exima de cualquier intento de comprensión, análisis y formulación de un proyecto alternativo. Son problemas de difícil solución pero, sin la acción de fuerzas organizadas y conscientes, es imposible que se avance en la dirección deseada. Se trataría de avanzar recogiendo todo el potencial liberador de la herencia socialista hacia lo que podría ser un pensamiento socialista a la altura del siglo venidero.  

(2) En todas partes y en todas las instituciones, exigir más democracia, es decir, más participación popular y más toma de decisiones abierta. Puede ser que los pobres y los excluidos no estén preparados para la democracia, pero seguro que lo están más que el sistema mundial actual para dejar que el voto de las mayorías de la humanidad y sus demandas económicas cuenten de algún modo. Pelear por democratizar grupos, instituciones, municipios estados, sindicatos es un frente abierto en todas las direcciones y con un gran potencial. Piénsese tan sólo en lo que podría pasar si las democracias bajo mínimos que conocemos se extendieran a instituciones mundiales. En los lugares de trabajo especialmente habría que presionar para que los asalariados obtengan cada vez una porción mayor de los beneficios y de la responsabilidad en la gestión empresarial. Ello implica también asumir riesgos de pérdidas. Entre otras posibles razones, probablemente más importantes, podría ser que no se hubiera avanzado mucho en esta línea de presión por el miedo de la izquierda a que reivindicaciones de este tipo acabaran contemporizando con el capitalismo, porque las estructuras estatales dominadas por un partido revolucionario pasaban a actuar con la lógica de los patrones, o simplemente por la aparente coincidencia entre esta línea de acción y la de algunos empresarios que buscan involucrar más al trabajador en la gestión de la empresa. 

(3) Tender a una conciliación del dilema en torno al universalismo o particularismo. La especie de universalismo imperial que esgrimía la vieja izquierda no parece que pueda aglutinar hoy a la mayoría de la humanidad. Pero una glorificación interminable de particularismos cada vez mayores tampoco. Necesitamos buscar una manera de construir un nuevo universalismo basado en un cimiento de incontables grupos y perspectivas unidos en un mismo horizonte. Es la única manera de evitar caer en la trampa rendida a la vieja izquierda internacionalista: la que se escore hacia la defensa de la nación y del Estado dejando las manos libres a una élite empresarial, que encuentra en la falta de legislación y de conciencia transnacional una de las mayores bazas para aumentar sus beneficios. 

(4) Creo que se debería pensar en el poder estatal como una táctica que se utiliza siempre que se puede y para las necesidades inmediatas, sin invertir nada en él ni fortalecerlo. Por encima de todo, creo que se debe evitar que el papel de la izquierda sea sanear el sistema y administrar bien el capital. Eso ya no significa que no hay que preocuparse por el Estado, sino simplemente que acceder al poder del Estado hoy no otorga las mismas posibilidades de transformación que hace unas décadas. A pesar del desorden, la confusión y la desintegración actuales, los Estados pueden aún contribuir a reducir el sufrimiento. Los Estados pueden hacer las cosas un poco mejores (o un poco peores) para todos. Pueden escoger entre ayudar a la gente pobre a vivir un poco mejor, o ayudar a los estratos superiores a prosperar muchísimo más. Pero eso es todo lo que los Estados pueden hacer. Sin duda esas cosas tienen mucha importancia a corto plazo, pero a largo plazo no creo que sean muy decisivas. Podría pensarse que accediendo al poder en un Estado y después en otro, al final se tendría suficiente poder para incentivar el cambio; pero esto sólo sería así si las fuerzas que accedieran al poder del Estado fueran fuerzas internacionalistas, fuerzas, por tanto, que no vieran en el Estado ni el fin ni el vehículo principal de acción. I. Wallerstein considera que esta comprensión de que las estructuras estatales han llegado a ser un obstáculo importante para la transformación del sistema mundial, es lo que está detrás del vuelco general en contra del Estado en el tercer mundo, en los países antes socialistas e incluso en los países de "estado de bienestar" de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Por eso no es incongruente que hoy las mismas personas se vuelvan hacia el Estado (para que los ayude a sobrevivir) y denuncien al Estado y la política en general como inútiles e incluso nefastos (en términos de la reestructuración del mundo en otra dirección). 

(5) Sería útil seguir una táctica de sobrecarga del sistema tomando en serio los slogans ideológicos del liberalismo, cosa que los liberales jamás se propusieron: ¿Qué podría sobrecargar más el sistema que el movimiento libre de personas? Hasta hace muy poco se veía muy bien denunciar a los malvados comunistas que no dejaban salir a sus ciudadanos, pero ahora vemos lo que ocurre cuando ya no hay malvados comunistas en el poder y en posición de limitar la emigración. En Francia, el gobierno no sólo ha aprobado leyes contra los inmigrantes, sino que, incluso, ha creado nuevas dificultades para conceder la ciudadanía a los hijos de inmigrantes nacidos en Francia. ¿Cuál es el argumento presentado en los países ricos? Que el Norte no puede asumir la carga económica del mundo entero. Que cada parte del mundo tiene su historia peculiar y su identidad. "¿Pero por qué no? Hace apenas un siglo ese mismo Norte asumía la «carga» de la «misión civilizadora del hombre blanco» entre los bárbaros sin demasiados escrúpulos. Ahora los bárbaros, las clases peligrosas, están diciendo: «Muchas gracias. Olvídense de civilizarnos, sólo dénnos algunos derechos humanos, como por ejemplo el derecho a movernos libremente y a encontrar empleo donde podamos»". No se trata de caridad sino de justicia, pues la riqueza del Norte es en buena parte producto de una transferencia de siglos de plusvalía del Sur.

 

... si efectivamente dejamos de creer en unas «leyes de hierro» de la historia que conduzcan inevitablemente a un determinado resultado, entonces, la posibilidad de transformar el capitalismo sigue siendo una esperanza racional y no una fantasía utópica.

 

¿Qué podría frenar más el aumento exponencial de los beneficios que la "internalización" absoluta de los costes empresariales? La presión constante por esa internalización que sugieren muchos autores liberales podría conmover profundamente los patrones de acumulación de capital. ¿Qué podría crear más problemas a los países internamente democráticos y externamente dictadores que la democratización de las instituciones mundiales con poder? Cuando líderes liberales presionan en foros internacionales por la democratización de Cuba, Fidel Castro los suele calmar exigiendo la democratización de estos mismos foros. ¿Qué presión mayor cabe en las empresas que exigir más participación, responsabilidad, transparencia y democracia en las decisiones? Es una paradoja más del capitalismo que se considere a la gente capaz de elegir representantes que pueden arbitrar leyes, declarar guerras y decidir cuestiones que muchas personas desconocen, y que se les considere totalmente incapaces de elegir a sus jefes de trabajo y tomar decisiones en aquello que más conocen. La contradicción interna de la ideología liberal es fuerte. Y un sistema que no tiene legitimación al menos es susceptible de debilitarse.  

(6) Avanzar en la construcción de un bloque popular planetario que pueda ser el vehículo principal para la transformación del sistema capitalista. Si la sociedad es mundial, la posibilidad de una alternativa de civilización que beneficie a las grandes mayorías supone un bloque transnacional de poder. En el Norte, esto supone la prioridad de una opción ética sobre los intereses económicos inmediatos, y en el Sur, la organización de formas alternativas de sobrevivencia entre los excluidos. Hay realidades más o menos desconectadas que apuntan a esto. En el Norte, un magma de personas, grupos, pequeñas instituciones asumen como ejes centrales valores alternativos a los vigentes: feminismo, antimilitarismo, ecología, lucha contra la marginación, apoyo al inmigrado. Uno de los atractivos de estos grupos es el encanto de la acción directa, el contacto inmediato con las necesidades y las personas más allá de toda frontera nacional, la sensación de utilidad de los esfuerzos realizados que como mínimo habrán servido para estrechar lazos de amistad. Las ONG´s parecen alejarse un poco de las tradicionales campañas de recaudación y gestión de proyectos y adquieren una dimensión más política, dan cada día más importancia a la sensibilización y crítica del sistema. En el Sur se abren entre los excluidos algunos espacios alternativos. Microalternativas económicas, ecológicas, políticas, jurídicas y culturales. No conviene sobrevalorar toda esta trama creciente de grupos que trascienden las relaciones tradicionales entre Estados, pero tampoco hay que subvalorarlos. I. Wallerstein insiste en que la prioridad estratégica fundamental de las fuerzas antisistémicas consistiría, hoy por hoy, en expandir grupos sociales reales de todo tipo y en todo nivel comunitario pensable (local, regional, estatal, supraestatal, mundial), y su agrupamiento en forma no unificada. ¿Qué tipo de estructuras flexibles podrían agrupar a las fuerzas antisistémicas sin fundirlas en un movimiento unificado y centralista? Creo que una de las bases de la solidaridad entre la multitud de grupos, de luchas, de intereses, de frentes y de partidos podría ser la discusión de un proyecto de sociedad alternativo.  

(7) La transformación de la sociedad mundial exige algo muy difícil pero no imposible: sabiduría para actuar local y globalmente, a corto y largo plazo, y para unificar la alternativa socialdemócrata global del tipo que defienden Von Parijs y Giddens con una alternativa socialista como la dibujada por D. Schweickart. Hoy ya no es posible ver reflejada en estas dos posiciones la vieja discusión entre reformistas socialdemócratas y revolucionarios, en el sentido de que los primeros al suavizar las contradicciones del sistema evitaban la emergencia de lo nuevo, es decir, del socialismo. Desde el momento en que el socialismo no ha sido sustituido por el comunismo, sino simplemente por el capitalismo, se desmorona aquella fe hegeliana de la izquierda clásica que concebía la historia como un progreso unidireccional, progresivo y ascendente y ya no es posible esperar que del caos del sistema, por alguna mágica dialéctica, surja necesariamente algo mejor. Del caos y de las contradicciones del sistema pueden emerger alternativas mucho peores. Desde el momento en que no se puede presuponer sin más que el porvenir será necesariamente más justo, tampoco cabe acusar a los socialdemócratas de "reaccionarios". Hoy creo que pueden empujar mucho más un escenario económico-social más justo para la humanidad una serie de reformas, cuya suma podría dar lugar a un cambio cualitativo del sistema mundial que contribuir a acentuar el desorden y el caos. 

En fin, todo lo dicho puede parecer muy vago, muy incipiente, y sin duda lo es. Yo mismo no estoy muy seguro de muchas de mis afirmaciones que exigirían un mayor conocimiento económico, social y político y una reflexión más larga y pausada. Pero si efectivamente dejamos de creer en unas «leyes de hierro» de la historia que conduzcan inevitablemente a un determinado resultado, entonces, la posibilidad de transformar el capitalismo sigue siendo una esperanza racional y no una fantasía utópica. Uno de los peores efectos del hundimiento del comunismo, y que los poderes que nos rigen hacen lo posible por cultivar, es la drástica reducción de esta esperanza racional. Quieren empujarnos a pensar el socialismo como un bello sueño utópico. Pero la utopía que aquí nos interesa no es una ilusión romántica, sujeta siempre a la desilusión, sino la sobria anticipación de las dificultades y el diseño de estructuras institucionales alternativas. Por todos los rincones del planeta se repite permanentemente un mantra: «Capitalismo, capitalismo y capitalismo, ahora y para siempre. Amén». Despertar de la hipnotización de este mantra es, sin duda, el primer paso para ver las cosas y actuar de otro modo. 

San Salvador, octubre, 98.

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