LA INTERVENCIÓN EDUCATIVA EN EL DESARROLLO PSICOMOTOR:  REFLEXIONES DESDE LA PSICOLOGÍA EVOLUTIVA

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Eduardo Justo Martínez

Universidad de Almería. 

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1. Introducción.

            Existe un acuerdo generalizado en la importancia que tienen los primeros años de la vida en el desarrollo del ser humano, pues, como nos indica la Psicología Evolutiva, estos años suelen ser los más cruciales y críticos de entre todas las etapas del ciclo vital, ya que vienen a constituir el período en que se echan los cimientos para las estructuras conductuales complejas que se constituyen durante toda la vida del hombre.

            Las razones de la importancia de las primeras edades en el desarrollo posterior son variadas, pudiéndose mencionar entre otras:

1)       Si el niño es orientado por los adultos en sus primeros aprendizajes esto le ayudará a enriquecerse de experiencias óptimas que le facilitarán sus aprendizajes posteriores.

2)       Las bases primarias, debido a que tienden a convertirse con rapidez en patrones habituales, poseen una gran influencia, a través de toda la vida, en las adaptacio­nes personales y sociales del niño.

3)       Porque, contrariamente a la creencia popular de que los niños, al crecer, se corrigen de sus hábitos inadecuados, las actitudes y las conductas, sean buenas o malas, tienden a persistir a través de los años.

4)       Porque, si es preciso hacer cambios o corregirse de algún hábito no adecuadamente adquirido, cuanto antes se inicie esta corrección, más sencilla será ésta.

            Consecuencia directa del reconocimiento de la impor­tancia de estos primeros años es la valoración de la acción educativa que se realice en ellos, y en concreto la necesidad de una oportuna intervención en edades tempranas, como las que corres­ponden a la Educación Infantil y primeros años de Primaria. Esta intervención abarca unos años esenciales en el desarrollo del niño y su función principal, como aparece claramente reflejada en la LOGSE (1990), es la de promover un adecuado progreso en la construcción de la personalidad, lo que significa un normal proceso de maduración, de desarrollo evolutivo y educativo. La transcendencia de esta intervención reside en que su acción se lleva a cabo sobre un sistema nervioso en formación, un psiquismo en construcción y una personalidad en elaboración.

            Son muchos los autores que abogan por una adecuada intervención educativa en estas edades como el camino más eficaz para prevenir problemas del desarrollo (Aranda,1996; Evans,1987; Lichtens­tein e Ire­ton,1984; etc.). Esta intervención temprana, considerada como un intento programado de cambio que implica el curso del desarrollo, no sólo debe ser una estrategia preventiva sino también enrique­cedora, es decir, potenciadora y optimizadora del desarrollo humano (Baltes y Danish,1980).

            En no pocas ocasiones se ha cuestionado la importancia de la escuela como potenciadora del desarrollo, al considerar a éste como un proceso natural y espontáneo, básicamente dirigido por factores internos a la persona, y en el que la experiencia educativa ocuparía un lugar secundario. Este panorama se ha ido modificando en las últimas décadas como resultado de diversos estudios que se han preocupado por destacar la importancia de los mediadores sociales y culturales en este desarrollo (Vygotsky,1979). Como indica Bruner (1988), el ser humano necesita para desarrollarse, además de las “instrucciones” contenidas en su herencia genética, las que le proporciona su “herencia cultural” por medio de las prácticas educativas. Desde esta perspectiva, la función de la educación no es otra que la de promover, crear o generar desarrollo, por lo que su contribución a ese desarrollo no se puede considerar como accesoria, sino nuclear.

            De esa acción favorable de una intervención educativa desde las primeras edades, debe participar también una de las áreas básicas del desarrollo humano, como es el desarrollo psicomotor, sobre el cual va a estar centrado nuestro interés en este trabajo.

 

2. Importancia del desarrollo psicomotor.

            El desarrollo psicomotor se puede considerar como la evolución de las capacidades para realizar una serie de movimien­tos corporales y acciones, así como la representación mental y consciente de los mismos. En este desarrollo hay unos componentes madurativos, relacionados con el calendario de maduración cerebral, y unos componentes relacionales que tienen que ver con el hecho de que a través de su movimiento y sus acciones el sujeto entra en contacto con personas y objetos con los que se relaciona de manera constructiva.

            La meta del desarrollo psicomotor es el control y dominio del propio cuerpo hasta ser capaz de sacar de él todas las posibilidades de acción y expresión que a cada uno le sean posibles, e implica un componente externo o práxico (la acción) y un componente interno o simbólico (la represen­tación del cuerpo y sus posibilidades de acción)(Co­bos,1995).

            El desarrollo psicomotor hace que el niño, con sus potencialidades genéticas que van madurando y la intervención de facilitadores ambientales, vaya construyendo su propia identidad. El niño se construye a sí mismo a partir del movimiento. Su desarrollo va del "acto al pensamiento" (Wallon,1978), de la acción a la representación, de lo concreto a lo abstracto. Y en todo el proceso se va desarro­llando una vida de relación, de afectos, de comunicación, que se encarga de dar tintes personales a ese proceso del desarrollo psicomotor individual.

            Durante los últimos años se ha acrecentado el interés acerca del papel del desarrollo psicomotor en el proceso educativo de los niños, viéndose que este desarrollo tiene una profunda influencia en el desarrollo general,  sobre todo en los períodos iniciales de la vida, pues el tono muscular, la postura y el movimiento son las primeras formas de comunicación humana con el medio (Wallon,1959). Así mismo, los procesos de aprendizaje humano se establecen sobre el sistema tónico-postural (adquisición del equilibrio y las nociones de esquema e imagen corporal) y la actividad motriz coordinada e intencional (Quirós y Schrager,1979), de ahí que cualquier alteración que afecte al desarrollo psicomotor es potencialmente generadora de una discapacidad de aprendizaje. Por eso, el movimiento se ve ahora como un facilitador primario del desarrollo cognitivo, afectivo y motor, particu­larmente durante la infancia y la niñez, épocas éstas en las que estas tres áreas de la conducta humana se encuentran más estrechamente interrelacionadas, por lo que cualquier dificultad en alguna de estas áreas puede afectar negativa­mente el proceso educativo total del niño. En este sentido, da Fonseca (1996) indica que los aprendizajes escolares exigen una vivencia del cuerpo en sus tres aspectos fundamentales: cuerpo vivido, cuerpo percibido y cuerpo representado. La exploración del cuerpo es, por tanto, una verdadera propedéutica de los aprendizajes escolares, constituyendo un aspecto preventivo a considerar.

            El desarrollo psicomotor cobra mayor importancia, si cabe, a partir de los trabajos de Gardner (1993) sobre la inteligencia humana. Este autor, en su “Teoría de las inteligencias múltiples”, señala la existencia, junto a otros tipos de inteligencias, de una inteligencia cinestésico-corporal, que se refiere al control del cuerpo, de objetos y situaciones, comprometiendo movimientos globales o movimientos finos de los dedos, produciendo acciones altamente diferenciadas con fines expresivos o intencionales. Gardner (1993) considera la inteligencia cinestésico-corporal como una familia de procedimientos para traducir la intención en acción, siendo la base de la evolución. Como acertadamente había expresado Yela (1982), la dimensión corporal del hombre es el origen de su personalidad y matiza luego todo su desarrollo. Por eso, el desarrollo sano de la personalidad exige el cuidado precoz de la actividad corporal, mediante una educación estimular y psicomotora, so pena de algún deterioro.

 

            Hasta no hace mucho tiempo, sin embargo, el desarrollo de habilida­des motrices y psicomotrices era dejado al azar, esperando que la maduración y la libre experiencia de los niños serían suficientes para alcanzar un desarrollo psicomotor adecuado. Hoy se sabe que sin experiencias psicomotrices apropiadas, algunos niños no se desarrollarán como sería de esperar (Frostig y Maslow,1984). No hay por qué suponer que todos los niños sanos y activos que acceden a la Educación Primaria poseen conocimiento y dominio adecuado de su cuerpo. Algunos niños de estas edades pueden presentar determinadas dificultades relacionadas con la coordinación, el control postural, la lateralidad o la estructuración espacio-temporal, que afecten de algún modo a su desarrollo. Así mismo, los períodos de la niñez temprana y media son críticos para el desarrollo de habilida­des motrices elementales, muchas de las cuales se tienen que integrar posteriormente en habilidades más complejas, que son necesarias para poder participar en diversas actividades como las deportivas y las recreativas (McClenagan y Ga­llahue,1985).

            Está comprobado que el niño necesita para un desarrollo adecuado del lenguaje cinético-espacial y corpóreo, y para la elaboración del esquema corporal, como dimensión fundante de la progresiva personalización del yo, de una amplia oportunidad para ejercitar sus propios movimientos espontáneos, y para elaborar esquemas intencionales de acción, comunicación y representación corporal. Es tarea educativa, por tanto, brindar a los niños de estas edades la posibilidad de experiencias psicomo­trices variadas con el fin de optimizar su desarrollo.

            En esta tarea educativa de optimización del desarrollo a través del aprendizaje, debe desempeñar un papel importante el educador como mediador de dicho aprendizaje. Esto nos lleva a una conclusión que parece obvia, y es la necesidad de que este educador tenga conocimientos   suficientes sobre:

a)       Aquellas realidades implicadas en el proceso de aprendizaje del cual él es mediador.

b)       Los medios más adecuados para conseguir cambios conductuales apropiados.

c)       Pero sobre todo del niño como agente de su aprendizaje, su nivel de desarro­llo, su nivel de competen­cia y aptitudes, y sus característi­cas personales y disposiciones afectivas y emocionales.

            Por lo tanto, es necesario destacar la necesidad de que los profesionales de la educación, entre los que hay que incluir a los de la Educación Física, posean una adecuada comprensión del proceso de desarrollo humano y en particular del desarrollo psicomotor. Pero comprender el proceso de desarrollo psicomotor no debe limitarse, a nuestro juicio, a un mero conocimiento descripti­vo de las diferentes habilida­des características de cada etapa evolutiva, sino que se debe procurar conocer también los factores que, junto con los procesos madurativos, intervienen en un desarrollo adecuado de estas habilidades psicomotrices.

La Psicología Evolutiva, como disciplina psicoló­gica que se ocupa de describir, explicar y optimizar los procesos de desarrollo de la vida humana a lo largo del ciclo vital (Baltes, Reese y Lipsit,1980), contiene varios modelos teóricos sobre el desarrollo psicomotor en la infancia. En este trabajo se van a tener en cuenta dos de estos modelos, que proporcionan algunas claves interesantes para llevar a cabo una acción educativa que actúe como auténtico motor del desarrollo psicomotor. Se trata de la “Teoría del desarrollo por acumulación de habili­dades” y la “Teoría de los organizadores del desarrollo psicomotor”.

 

3. Teoría del desarrollo por acumulación de habilidades.

            Esta teoría, desarrollada por el profesor Secadas (1986, 1992; Román et al.,1996), considera que en el ser humano existe un conjunto organizado de estructuras de habilidad, las cuales se irán desarrollando mediante la adquisición de habilida­des de base que se irán transformando progresivamente en habilidades complejas. Una vez capacitados para ciertas cosas, quedamos preparados para escalar un nivel superior de actividad, que un proceso idéntico sedimen­tará de nuevo, y así sucesivamente originando estratos secuencia­les de competencia.

            Una habilidad se puede entender como facilidad y precisión en la ejecución de los actos, y su aprendizaje comprende, a la vez, un proceso de asimilación y otro de desecho de esquemas inútiles. A medida que la ejecución se agiliza, la habilidad se va suprimiendo, es decir, asimilando y desatendiendo, hasta realizarla automáticamente. El automatismo supone economía de movimientos y eliminación de sobrantes.

            Esto entronca con los postulados de Arnold Gesell (Gesell, Ilg y Ames, 1977) quien indica que los seis primeros años de vida están estrechamente relacionados con el surgimiento de una profusa variedad de habilidades motrices gruesas y finas, a partir de las reacciones originarias, y que lo interesante del desarrollo de estos complejos movimientos es que su carácter automático hace mayor, más bien que menor, su adaptabilidad a las exigencias nuevas. Una vez adquiridas y mecanizadas, las habilidades no sólo permiten una mayor libertad para la acomodación de las nuevas situaciones, sino que sirven también como preparación fundamental para el desarrollo de las habilidades superiores y más refinadas de los años subsiguientes del desarrollo. Se puede considerar, entonces, a los años de la infancia y los primeros de la niñez, como un período de integración y estabilización de modos básicos de conducta, fundamentales para el desarrollo de las actividades más evolucionadas.

            Para Secadas (1986), el procedimiento que facilita la asimilación de lo útil y la eliminación de lo que sobra es el juego. Al jugar, el niño va desviando la atención de las fases superadas del aprendizaje, suavizando las dificultades de los hábitos para afianzarlos como destrezas. El juego ayuda a suprimir rémoras y facilita la inserción en habilidades de orden superior. Así, el niño que ha desarrollado la habilidad manual y digital en medida suficiente para desatender el movimiento de los dedos al manejar los objetos o al recortar un papel con las tijeras, que juega a las canicas, que hace nudos y sabe trenzar hilos, apenas encontrará dificultad en el manejo del lápiz para escribir. Aquel otro, en cambio, que no haya desarrollado tales habilidades en el juego hasta hacerlas rutinarias, tendrá que dirigir consciente y fatigo­samente los movimientos de la mano para trazar palotes, encontrando dificultades en el aprendizaje de la escritura.

 

            Considerar las habilidades como automatismos derivados del juego supone que los cambios madurativos tienen carácter de habilidades y que los juegos acompasan su evolución a la marcha general. Esto lo podemos ver claramente en la primera infancia: cuando el niño se pone de pie y echa a andar, juega a andar; pero pronto acelera el paso, lo automatiza y empieza a correr, y el correr es el juego, la nueva habilidad acumulada al desarrollo  Una vez que lo hace ágilmente, el mero correr pierde atractivo, pero corre en muchos otros juegos: el pilla-pilla, el escondite, etc. Es importante tener en cuenta que en el primer caso juega "a" correr; en el segundo juega “corriendo”. El gerundio expresa semánticamente el automatismo, o sea, el estado suprimido de la habilidad ya poseída de correr: juega "con" el correr. Emplea la carrera como habilidad instrumental para la adquisición de otras, por lo tanto se puede decir que ha evolucionado.

Según esta teoría, el juego sería un proceso sedimentador de hábitos y destrezas, mientras que el aprendizaje constituye la fase de asimilación en contacto con la situa­ción según se presenta y con las primeras fases de adiestra­miento. El mecanismo del juego recoge el hábito mientras está todavía en una primera fase de rodaje, y continúa repitiéndo­lo cada vez con menos esfuerzo, hasta convertirlo en práctica rutinaria. La rutina afirmaría el hábito transformándolo en una destreza instrumental, siendo ésta la misión específica del juego. Liberada la atención, que ya no es precisa para proseguir el ejercicio, el pensamiento puede dedicarse a la adquisición siguiente.

            El juego vendría a ser, para Secadas (1986), cualquier actividad agradable, mediadora entre el primer aprendizaje y la habilidad consolidada, que actúa puliendo aprendizajes recientes y compactándolos en capacidades que facultan al individuo para la adquisición de otras más complejas. Tiene, pues, la misma importancia que la que le concede Vygotsky (1979), para quien el juego constituye el motor del desarro­llo en la medida en que crea continuamente zonas de desarro­llo próximo. En este sentido, aprendizaje y desarrollo vienen a ser fenómenos estrechamente interrelacionados, de modo que la realización de determinados aprendizajes se convierte en condición del propio proceso de desarrollo, al tiempo que se apoya en el desarrollo ya alcanzado (Vygotsky,1986).

De todo esto se pueden extraer algunas consecuencias: Una es que las fases de afianzamiento y estabilización de las adquisiciones se dan a todas las edades y, por ello, el juego también. Otra consecuencia es que si las conductas pasan del período de aprendizaje al de habilidad gracias al ejercicio lúdico y, puesto que las actividades de cada época son distintas, también lo serán las clases de juego. Una tercera consecuencia es que las formas de facilitación propias del juego en una época, tenderán a emplear como vehículo de mecanización las ya automatizadas en etapas precedentes.

 

Esta teoría presenta una clasificación de los juegos a lo largo del desarrollo, de los que, para nuestros propósitos, sólo vamos a hacer mención a tres tipos:

1. Juegos viscerales.  Se desarrollarían de 1 a 3  años, y hacen referencia, entre otras,  a actividades de balanceo en posición de sentados, como las que se producen en el columpio, la plataforma giratoria o la palanca, ayudados por un adulto. El ritmo y la trepidación en el movimiento sentado o al deslizarse le hacen sentir al niño de un modo placentero los órganos interiores de su cuerpo, de ahí el nombre de estos juegos.

2. Juegos tronculares. De 3 a 6 años. Ahora la actividad se desplaza a la musculatura troncal y a la coordinación con las extremidades, compensando el equilibrio por medio de torsiones del tronco y movimientos compensatorios de brazos y piernas. A estas edades se va revelando una gran facilidad de desplazamiento, quiebros y fintas, signos de un perfecto dominio corporal.

3. Juegos próximo-distales. A partir de los 6-7 años la habilidad se desplaza hacia los extremos de brazos y piernas, buscando la destreza en las manos, el equilibrio inestable y acrobático sobre los pies, la fuerza de agarre, la energía del salto, la agilidad del quiebro y el desafío del riesgo.

            El juego es difícil definirlo si no se tiene en cuenta, pues, su carácter evolutivo. Las actividades que son juego van cambiando con la edad. Esto alude a que ciertos juegos se practican en una edad y luego caducan, cediendo el paso a los propios del nuevo momento evolutivo. La evolución de los juegos sería, por tanto, interpretable en términos de incremento de habilidades, fundiendo las suprimidas en estructuras nuevas. De este modo, el juego no sólo sería condición de un aprendizaje consolidado, sino que soldaría las habilidades de orden superior en estructuras de más alto nivel. En tales estructuras consistiría el desarrollo en cada etapa, y el juego se erigiría en el impulsor principal del desarrollo, entendido como adquisición de nuevas habilidades.

 

4. Teoría de los organizadores del desarrollo psicomotor.

            En esta teoría se parte de la idea de que el hombre es un ser de necesidades, las cuales se van a ir satisfaciendo a través de las relaciones que se establecen con las personas que le rodean. Desde esta concepción se puede entender el desarrollo como los cambios que se producen en la conducta del ser humano a lo largo de la vida, y que le permiten satisfacer sus diferen­tes necesidades, en un proceso de adaptación continua al medio.

            Esta teoría considera que para conseguir el dominio y control del propio cuerpo, el niño tiene que ir construyendo su autonomía a partir de la dependencia de los otros. Y esto es así porque desde el origen de la vida, el hombre necesita de otras personas que lo generen, lo alberguen y lo cuiden. El ser humano no puede ser concebido sino en el vínculo que le une a su medio interhumano.

            El desarrollo psicomotor del niño hay que entenderlo desde la relación con el adulto, por eso el ser humano va a poder desarrollar el bagaje de competencias con el que llega a este mundo en presencia de un adulto que interactúa con él.

            Para Wallon (1974), el ser humano lleva en sí, desde su nacimiento, los medios y la necesidad de una relación con el mundo. Pero contrariamente al animal que ajusta sus reacciones a las situaciones del mundo físico, la relación del niño va a ser primeramente una relación con el otro. La calidad de esta relación va a tener una influencia determi­nante sobre el desarrollo funcional del niño, pero también el desarrollo funcional va a tener incidencias sobre las posibilidades de establecer intercambios con los demás, como se ha puesto de manifiesto en experiencias desarrolladas por Montagner (1993) en las que los niños que tienen un buen desarrollo psicomotor ejercen un cierto dominio sobre los otros, mientras que los niños que tienen cierta pobreza gestual y un ligero retraso psicomotor tienen más dificulta­des para ser aceptados por los otros niños.

            Así pues, desde su indefensión inicial con la que nace, el ser humano va a ir construyendo poco a poco su autonomía, a medida que la maduración de su sistema nervioso y sus contactos con el medio físico y humano le van permi­tiendo el dominio de su propio cuerpo y del espacio que le rodea. Esta relación dialécti­ca entre el sujeto y medio, es posible gracias a que en el niño pequeño existe un sistema de comportamientos, producto de sus necesidades básicas, que se manifiestan en la medida en que otros sujetos presentes en su medio generan ciertas conductas comple­men­tarias que intentan satisfacer esas necesidades, construyéndo­se entre el niño y el adulto unos sistemas que operan recíproca­men­te, y a los que Chokler (1988) denomina "organizadores". Los organizadores que promueven, estimulan y facilitan el desarrollo psicomotor son: el apego, la exploración y la comunicación.

 

4.1. El apego.

            Los niños nacen con una gran capacidad de aprender, preorientados a buscar y preferir estímulos sociales y necesita­dos de vínculos afectivos con algunos de los miembros de su especie. El apego es un vínculo afectivo que establece el niño con las personas que interactúan de forma privilegia­da con él, estando caracterizado por determinadas conductas, representacio­nes mentales y sentimientos (López, 1990).

            Este vínculo afectivo se forma a lo largo del primer año de vida, como resultado de la necesidad de vinculación afectiva que tiene el niño y las conductas que para satisfa­cerla pone en juego, por un lado, y el ofrecimiento de cuidados y atenciones que le ofrecen las personas con quien interactúa, por otro. Este vínculo es, por ello, el resultado de la interacción privilegiada entre el niño y algunos adultos.

            Bowlby (1985), tras estudiar diversos casos de privación afectiva durante la infancia y apoyándose en estudios etológicos con animales, formuló la teoría de apego, según la cual la relación con los otros es una necesidad primaria y tiene un importante valor para la supervi­vencia de los individuos.

En la constitución del apego parecen desempeñar un papel importante conductas del adulto como el tacto y el contacto suave, el calor, el movimiento rítmico del cuerpo, la mirada, la sonrisa y la voz. La manera de sostener el cuerpo del niño y manipularlo son captadas por éste a través de los receptores cutáneos y propioceptivos, provocándole sentimientos de seguridad y confianza. Ajuriaguerra (1973) habla de "maintenance" como función que se constituye a partir de las posturas que permiten el sostén, el apoyo y también dar forma y defenderlo. El conjunto de funciones de protección, de acompañamiento y consuelo, imprescindibles para preservar las relaciones del niño con el medio, consti­tuye por lo tanto un organizador clave de su desarrollo. Así mismo, según Ainsworth (1971), se ha podido comprobar que los niños de apego seguro tienen madres sensibles, aceptantes, cooperadoras y accesibles.

De la importancia del establecimiento de este vínculo afectivo son las consecuencias negativas que se producen cuando éste  no se establece. Estudios de Bowlby (1976), Escartín (1986) y Spitz (1979)  entre otros, señalan la presencia de graves problemas en el desarrollo ante la ausencia de una relación afectiva temprana, como la que se produce por abandono de las madres y crianza en instituciones donde no se les proporciona esta relación afectiva. Para nuestros propósitos interesa destacar la repercusión tan negativa que se da sobre el desarrollo psicomotor de los niños con problemas de vincula­ción afectiva (Rubio,1985), pudiéndose producir retrasos de hasta dos años en este desarrollo.

            La teoría del apego sostiene que los sentimientos de seguridad que acompañan la formación de vínculos afectivos  adecuados son la base del desarrollo posterior. Se sabe que el apego seguro aumenta la exploración, la curiosidad, la solución de problemas, el juego y las relaciones con los compañeros, es decir, que permite abrirse más al mundo. El niño con apego seguro tiene más confianza en sí mismo y en los otros. Al niño vinculado de manera insegura le resulta más difícil relajarse, jugar y explorar. Si este niño encuentra dificultades, tiene menos claro que exista una base segura, acogedora y firme a la que regresar. Gasta la mayor parte de sus energías vigilando con recelo aquello que sucede, y no aprendiendo acerca de las cosas y de los demás. Por tanto, la tarea primaria, de carácter desarrollativo durante el primer año de vida del niño es para sus padres la de propor­cionar un entorno social que promueva sentimientos de seguridad y confianza. Posteriormente, los educadores deberán completar esta tarea para seguir contribuyendo a un desarrollo más armonioso del niño. Esto es posible, porque según la “Teoría del desarrollo por acumulación de habilidades”, suprimir la afectividad significaría superar la etapa del apego con los padres sin perder la experiencia afectiva. Por eso, entre los 2 y los 5 años, el afecto se va a transferir gradualmente a otras personas, y en particular a los educadores.

 

4.2. La exploración.

            El segundo sistema que actúa como organizador del desarrollo psicomotor está formado por el conjunto de conductas de exploración que ligan al niño al mundo exterior. La curiosidad y el interés por los seres y objetos del espacio circundante está en mayor o menor medida en todo sujeto. Forman parte de sus condiciones internas y están en la base de los procesos de adaptación al medio.

            Los múltiples y variados estímulos que existen en el medio activan toda una serie de comportamientos de orienta­ción, búsqueda, manipulación, desplazamiento, etc., a través de procesos perceptivo-motores que aumentan la atención, el tono y el movimiento.

            Las conductas de exploración son condición indispensa­ble para que se produzca la adquisición de nuevos conocimien­tos, habilidades y destrezas, y, en definitiva, un adecuado desarro­llo. Estas conductas exploratorias van a permitir al niño conocer, aprehender las características del mundo externo, internalizarlas y operar con ellas. Todo aprendiza­je, adecuación y dominio progresivo del mundo real depende de las posibilidades y la calidad de la exploración.

            No hay que perder de vista que la novedad es una fuente de estimulación para los niños pequeños. Los niños confiados buscan nuevas experiencias. El entorno puede percibirse como potencialmente interesante, accesible y merecedor de ser explorado. Quienes se ponen a investigar el mundo y a aumentar el conocimiento que tienen del mismo serán más capaces de arreglárselas y, en última instancia, de sobrevivir con mayor probabilidad que no aquellos que disponen de modelos más limitados o incompletos. Por eso, la exploración es también una respuesta adaptativa, ya que ayuda a los niños a convertirse en seres humanos competentes, confiados e independientes.

            Los dos comportamientos, de apego y exploración, tienen funciones y objetivos contrarios, pero al mismo tiempo comple­mentarios. Toda nuestra vida se convierte en un proceso dialéctico entre el apego y la exploración, entre la necesidad de sentirse seguro y la necesidad de explorar, entre la protec­ción y la independencia. Si el niño ha de llegar a ser social y físicamente competente, la exploración del entorno es necesaria, pero en situaciones de amenaza y de peligro aparecen comportamientos de apego, tendentes a disminuir la tensión. Así pues, la inquietud inhibe el juego y la explora­ción, pero promueve comportamientos de apego. En cambio, el hecho de sentirse seguro acrecienta la confianza y la capacidad de indagar en el entorno social y físico, ya que el haber establecido un vínculo estable y seguro es lo que posibilita que el niño sienta curiosidad por su entorno.

            Estos dos organizadores se fundamentan, también, en la teoría psicosocial de Erikson (1966), el cual considera que el ser humano atraviesa una serie de fases evolutivas, en las que tienen que ir adquiriendo unas determinadas característi­cas que aseguren un adecuado desarrollo. Las características a desarro­llar en las primeras edades son:

a)       Sentimiento de confianza, el cual se desarrolla bajo un doble aspecto: el niño cree en la seguridad de su medio ambiente y empieza a confiar en sus propios recursos; cuando se da esta doble seguridad, el niño se capacita para enfrentarse a nuevas experiencias.

b)       Sentimiento de autonomía, que aparece cuando el niño adquiere la confianza en sí mismo y en lo que le rodea y empieza a darse cuenta de sus posibilidades, estando más capacitado para explorar.

c)       Sentido de iniciativa, el cual añade a la autonomía la cualidad de emprender, planifi­car y acometer una tarea por la sola razón de ser activo y estar en movimiento. Erikson (1966) alerta a padres y educadores para que tengan unas actitudes positivas hacia los niños, proporcionándoles espacios y tiempos de libertad para adquirir confianza y seguridad en sí mismos, estimulando al mismo tiempo el espíritu de iniciativa e imaginación.

 

4.3.  La comunicación.

            El niño accede a la existencia a través de las comunica­ciones, es decir, los intercambios que realiza con el mundo que le rodea, y es a través de su acción como aprehende ese mundo, siendo, pues, la acción el primer modo de comuni­cación niño-mundo (Vayer,1971). La comunicación hay que considerarla en un sentido amplio, pues los intercambios interpersonales se van a desarro­llar a través de un conjunto de "lenguajes" y no solamente a través del lenguaje verbal. Para Wallon (1959), las dos instan­cias inseparables de la personalidad del niño que le permiten comunicarse activamente con el mundo son: la función tónica y la función cinética.

            La función tónica es el primer modo de comunicación del niño con los otros, permitiéndole expresar sus motivos, sus deseos, sus elecciones y sus rechazos, antes de que las palabras adquieran su significación semántica. Es sobradamen­te conocida la importancia que Wallon (1959) concede al fenómeno tónico por excelencia: la función postural, función de comunicación esencial para el niño, función de intercambio por medio de la cual el niño da y recibe. La función postural está ligada a la exteriorización de la afectividad, y la preocupación de Wallon ha sido la de mostrar la importancia de la función afectiva en todo el desarrollo posterior del sujeto; función que se expresa en un diálogo que es el preludio del diálogo posteriormente verbal, y que Ajuriague­rra (1986) ha denominado diálogo tónico, el cual hace referencia a los procesos de acomodación que se establecen entre el cuerpo de la madre y el cuerpo del niño, siendo la primera función afectiva que se expresa mediante fenómenos motores que preludian el posterior diálogo verbal. El diálogo tónico se constituirá en el lenguaje principal de la afectividad, y por ello desempeña un papel decisivo en la adquisición de la noción de vivencia corporal. Al diálogo tónico, siempre presente, se superpone el diálogo tónico-gestual, lo que se traduce en las actitudes, las mímicas, etc.

            Si la función tónica, que hace referencia al lenguaje de las actitudes y de los gestos, representa el aspecto afectivo de la comunicación, la función cinética, que se refiere al lenguaje de la acción, posee una significación sensiblemente diferente, ya que a través de ella se elabora y se estructura el conocimien­to. Sin embargo, los conocimien­tos no adquieren su significación más que en el seno de las interacciones sociales, lo que implica que la acción o el resultado de la acción no es un valor por sí mismo sino que ella también es comprendida por el otro.

            Progresivamente, a través de estos dos aspectos del lenguaje corporal, se van a ir diferenciando, desarrollando otros modos de comunicación. Así, el lenguaje verbal se desgaja progresivamente de los lenguajes tónico y tónico-gestual para adquirir una estructura relativamente indepen­diente, siguiendo las mismas etapas de maduración neurobioló­gica que el conjunto de comunicaciones sobre las que se apoya: primero es tónico y después gestual antes de diferen­ciarse en palabras y frases.

            Ante esto queda claro que en las comunicaciones del niño no es la palabra lo que es lo primero, sino la acción, por lo que el adulto comprometido en la relación educativa debe comprender los lenguajes que utiliza el niño en su relación con el entorno, si quiere ayudarlo en su desarrollo.

                   Realizado este recorrido por los diferentes organiza­dores del desarrollo psicomotor, hay que añadir que existe una profunda interconexión dialéctica entre ellos (Cho­kler,1988). Los sistemas de conducta con los que los niños se expresan sólo pueden concretarse si encuentran un adulto que los haga posible y los sostenga, proporcionando en cada situación las respuestas específicas. La estabilidad relativa del adulto es fundamental para el desarrollo de los tres organizadores. De hecho, el niño se apega porque el primer objeto de exploración es el adulto. Al mismo tiempo, puede explorar porque cuenta con una figura de apego que le da seguridad y que neutraliza su ansiedad. Y puede comunicarse con él porque la calidad de la relación es la expresión de que ese primer interlocutor es receptor y continente de sus necesidades, de su exploración y contacto con el mundo.

 

5. Implicaciones educativas.

            Una vez expuestas, a grandes rasgos, las característi­cas básicas de ambas teorías del desarrollo, queda por reflejar algunas de las consecuencias educativas que se pueden extraer de las mismas.

            Si, según la “Teoría del desarrollo por acumulación de habilidades”, se entiende el desarrollo como una reorganiza­ción permanente, en un nivel superior de complejidad, de las habilida­des acumuladas, entonces se comprenderá la transcen­dencia de cualquier retraso por lo que representa de rémora en la evolución de los niños. Es decir, si evolucionar es ir enriqueciendo la trama de habilidades jerárquicamente organizadas, entonces puede ocurrir que una habilidad de rango superior quede entorpecida por el hecho de que una de las subhabilidades en que se apoya no alcance el desarrollo debido. Los educadores deberían estar familiarizados, pues, con el desarrollo progresivo de las habilidades psicomotrices durante la infancia y así estar en condiciones de identificar a aquellos alumnos que se encuen­tran demorados en su desarro­llo psicomotor.

            Parece necesaria, por tanto, una intervención educati­va para estimular aquellas habilidades que son requisito para la adquisición de otras ulteriores. Esta intervención, que para Secadas (1986) debe fundamentarse en el juego, debe realizarse desde edades tempranas, aprovechando los momentos evolutivos en que las habilidades se hacen más accesibles gracias a los progresos madurativos.

            Cuanto más niño se es, menos distancia separa las actividades de aprendizaje de las de juego. Así, en los primeros meses, aprender algo y jugar con ello es casi simultáneo, por lo que en el infante cualquier cosa que haga parece juego, y de hecho se dice que jugar es su actividad. Pero según se va creciendo, se establece mayor separación entre aprender y jugar. El niño de Educación Infantil debe jugar mucho todavía. Cada cosa que aprende es sencilla, pero las habilidades que asimila son básicas y consumen tiempo para su consolidación. Los educadores deberían ofrecer en esta etapa diversas experiencias motrices encaminadas a despertar estas habilidades simples, que gracias al juego se suprimirán como habilidades complejas. Este proceso debe continuarse en los primeros años de la Enseñanza Primaria, en la que el juego sigue siendo el impulsor del desarrollo psicomotor.

            Si a un proceso de aprendizaje le sigue otro de juego, se puede esperar que los juegos vayan creciendo en compleji­dad, escalando niveles a medida que el sujeto avanza en instrucción, experiencia y habilidades. El procedimiento educativo que se desprende, pues, de esta teoría consistirá en el desarrollo de una serie de ciclos, cada uno de los cuales comprende las siguientes fases (Román et al.,1996):

1)       Un aprendizaje inicial que se produce ante una nueva situación.

2)       La complejidad del aprendizaje requerirá repeticiones placente­ras mediante el juego.

3)       La nueva habilidad se articula fluidamente y se automatiza.

4)       A partir de ese momento se desatiende, pierde interés como juego y la habilidad adquiri­da se emplea instrumentalmente para trenzar habilidades de otro orden.

5)       Se afronta entonces creativamente un segundo aprendizaje, iniciándose otro ciclo con sus respectivos momentos de juego y automatización.

            Como se ve, en todo el proceso ocurre lo mismo: intercalar fases lúdicas entre episodios de aprendizaje hará más sólida la enseñanza.

            Pero los programas de estimulación  del desarrollo psicomotor no sólo deben consistir en facilitar unas vivencias del cuerpo a través de una motricidad más o menos condicionada, en la que los grandes grupos musculares participen y preparen, poste­riormente, los pequeños músculos, responsables de tareas más precisas y ajustadas, ayudando a los niños a aprender a emplear sus cuerpos en forma más eficiente, sino que también, como nos sugiere la “Teoría de los organizadores del desarro­llo psicomotor”, deben contribuir al desarrollo integral del niño. Esto implica tener en cuenta al niño en su totalidad, considerándolo como una unidad psico-afectivo-motriz donde la condición corporal es esencial. Supone contar con las capacidades que posee, los diferentes tipos de inteligencia de Gardner (1993), sobre todo la inteligencia cinestésico-corporal, y partir de sus intereses y motivaciones.

 

            El adulto que quiera conocer los procesos de aprendi­zaje tendría que observar los propios procesos de los niños. Así descubriría que determinadas conductas motrices que en su día aprendimos y las integramos autónomamente en acciones cotidianas, se aprendieron bajo dos condiciones: en primer lugar, el aprendizaje se produjo en una atmósfera de confian­za en nuestras propias posibilidades; en segundo lugar, tuvo un sentido para nosotros, es decir, que desde nuestra mirada de niños sentimos su valor y su importancia. Como ejemplo de la primera condición, cabe señalar que el aprendizaje de montar en bicicleta se produjo seguramente sin ningún tipo de instrucción sistematizada, produciéndose gracias a algunos consejos de un familiar o conocido, acompañados por ciertas dosis de ánimo y confianza.

            Respecto a la segunda condición, la del sentido, habría que decir que cada uno de los movi­mientos que realizamos tiene un sentido subjeti­vo. Y el sentido es como cada uno "vive" ese movimiento. Cuando hablamos de movimien­tos se puede hablar de dos cosas: de cómo tienen que ser según un patrón ideal y de cómo son realmente. Así se puede saber si los niños lo hacen bien o mal, qué deberían corre­gir, etc. Cosas todas ellas importantes. Pero un movimiento también es lo que significa para uno. En la escuela suele haber una diferencia entre el sentido que una actividad tiene para el educador y el que tiene para los niños. Para un educador, el sentido estará en los objetivos que pretende. Así, desde el punto de vista del educador, cuando los niños juegan espontáneamente con materiales, lo que hacen es desarrollar la coordinación en los desplazamien­tos y las destrezas óculo-motrices, la percepción del espacio y el equilibrio, entre otras habilidades psicomotri­ces. Pero ¿y desde el punto de vista de los niños?.

            El niño respetado en lo que es simplemente su infan­cia, tiene curiosidad por aprender en la medida en que los aprendiza­jes van estrechamente ligados a su realidad de niño vivida en el momento en que se producen. Se trata de que tener otra mirada sobre el niño, sobre la infancia y el derecho a esta infancia, puede favorecer una educación real y mejor adaptada, más sólidamente integrada, entendiendo por adaptación un trabajo en situaciones de aprendizaje inscritas en la realidad de las necesidades del niño, en su deseo, situaciones que introduzcan un bagaje razonable de lo adquirido. En la acción educativa, el niño se va formando a partir del despliegue de sus necesidades específicas en juegos que él mismo incita con el otro y los otros, y también con nosotros, los adultos. Aprende exponiendo su deseo en una expresión global de su persona, elaborando así una imagen corporal que la representa en todas las dimensiones de su ser: acción y expresión, sensorialidad, imaginación, etc.

            Con esto queremos hacer notar que uno de los mayores peligros que pueden tener los programas de intervención en edades tempranas, es que en ellos no se contemplen la iniciativa y los deseos de explorar naturales en el niño, que no se tenga en cuenta su expresividad psicomotriz, es decir, la original y privilegiada manera de ser y estar el niño en el mundo (Aucouturier et al.,1985).

            Si consideramos que el niño es el protagonista de su propio aprendizaje, que es un ser lleno de posibilidades y potencialidades, que se expresa y comunica con todo su cuerpo, entonces se podrá entender el empobrecimiento que puede producirse cuando, en un contexto educativo, un adulto, lejos de captar las posibilidades y capacidades de los niños que tiene a su cargo, únicamente les propone actividades mecánicas e infantilizadas, con propuestas cerradas donde sólo es necesaria la ejecución de lo previamente planificado.

 

            Es indispensable, por tanto, suscitar la actividad espontánea del niño, apoyándonos en sus necesidades, pues lo que se aprende va a depender de lo que realmente se ha vivido y del carácter de esta vivencia. El niño va a dominar y comprender una situación nueva por medio de su propia exploración, tratándose, entonces, de ayudarle en ese proceso, sabiendo sacar partido de sus experiencias, canalizándolas hacia un buen control de la motricidad, a la interiorización de las sensaciones propioceptivas y al desarrollo de una buena representación del propio cuerpo, experiencias fundamentales para poder utilizar el cuerpo libremente en el espacio y el tiempo.

            Para que una acción sea educativa debe ser querida y el niño debe vivir la situación con todo su ser, teniendo el sentimiento de descubrir a través de su interacción. Rogers (1991) indica que los únicos conocimientos que pueden influenciar el comportamiento de un individuo son los que él descubre por sí mismo y de los cuales se apropia. Para facilitar esto, Rogers (1991) considera que el educador debería adoptar una actitud de respeto, de aceptación del niño tal y como es, confiando en sus potencialidades y creando un clima en el que no se perciba una evaluación externa. De esta forma, estará en condiciones de favorecer el desarrollo de todos los aspectos de la personalidad del niño, creando desde el principio un clima y una relación en las diversas situaciones educativas que respondan a las necesida­des fundamen­tales del niño: seguridad y autonomía.

            Esto nos debe llevar a una reflexión acerca del papel del educador y de la función de apego que debe cumplir, pues de la calidad de este vínculo depende el sentimiento de confianza y seguridad con que el niño podrá abordar el trabajo de conocimien­to y dominio de sí mismo y del mundo. Por eso, poner el acento y la garantía de eficiencia exclusi­vamente en la variedad, intensidad, frecuencia, y orden de las propuestas o ejercicios, o en los medios técnicos, implica no reconocer que aprender y explorar es también confrontarse con las carencias en una tarea difícil. En una situación de excesiva exigencia, inseguridad, temor al fracaso o la pérdida de la estima del otro, las respuestas se verán empobrecidas y estereotipadas, cerrándose a la estimu­lación, por más atractiva que sea, generando actitudes de negación y de rechazo.

            Podemos pensar, por tanto, que la armonía educativa se ha de producir no sólo porque se utilizan convenientemente los diferentes procedimientos técnicos, sino sobre todo porque se da un proceso de comunicación entre el niño y el educador, facilitándose un enriquecimiento mutuo, gracias a una capacidad de ajuste adecuado al niño, a una capacidad de empatía tónica y verbal, es decir, a una capacidad de adaptarse y dar respuesta a las necesidades psicomotoras de cada niño. Como indica Gilly (1980), la dimensión que los alumnos tienen más en cuenta en todos los niveles de la escolaridad, aunque de manera especial en los niveles iniciales, con respecto a la imagen del profesor ideal, es la que se refiere a los aspectos afectivos y relacionales, los cuales se concretan en términos de disponibilidad, respeto, simpatía, atención personal o cercanía.

            Esto significa que en toda estrategia educativa, el primer punto a considerar son las tácticas para la constitu­ción y el mantenimiento de un vínculo de apego suficiente, con la plastici­dad y la distancia que cada sujeto necesita. Vínculo que ha de cimentarse sobre una actitud de respeto, de aceptación del niño tal cual es, y de confianza en sus posibilidades. Esta actitud es sentida instintivamente por el niño con el que se establece entonces una relación significa­tiva, siendo ésta una condición primordial de todo clima educativo.

            Es necesario, sin embargo, no perder de vista que esta aceptación y consideración positivas hacia el niño pueden desembocar en la afectación, la tibieza y la inconsistencia cuando no se asocian a la firmeza de decisión, a la madurez afectiva y la capacidad de organización y dirección que el niño debe poder encontrar en el educador. Teniendo esto presente, qué duda cabe que un sistema de actitudes claro, segurizante y respetuoso del educador es fundamental para favorecer el desarrollo del niño.

 

            En este sentido, es preciso recordar que la primera función de relación, como nos dice Wallon (1959), es la función motriz, la cual tiene dos orientaciones: la actividad cinética y la actividad tónica. La actividad cinética es movimiento y el movimiento es esencialmente actividad de relación. La conducta humana, para reconocerse como tal, necesita establecer relaciones significativas y es el "otro" quien le da esta cualidad. Significar esta actividad es una de las funciones principales de la intervención profesional del educador. La actividad tónica, por su parte, está siempre presente y es la base sobre la que se organiza la actividad cinética. El tono, como parte integrante del diálogo corporal y la comunicación, es un elemento altamente significativo en cualquier actividad motriz. En el niño, el tono de sus actitudes es para nosotros, los adultos, el primer elemento significativo y, viceversa, nuestro tono, nuestra actitud es la primera palabra que le dirigimos en este diálogo que intentamos establecer. El trabajo de los educadores debe basarse, también, en este diálogo corporal, usando para ello el lenguaje corporal, es decir, el lenguaje del movimiento y la postura sustentado por el tono. En la medida que el diálogo corporal pone en juego la organización tónico-emocional del niño y del educador, es posible establecer vínculos apropia­dos que permitan crear espacios de comunica­ción.

            En suma, la ayuda que aporta el educador en el desarrollo psicomotor se ha de distribuir según dos polos:

a)       De una parte, por su actitud y la calidad afectiva de su vinculación personal, debe inducir  una  relación positiva y  crear el  clima favorable  a los  intercambios.

b)       Por otra parte, su competencia técnica debe permitirle proponer o inducir las situaciones educativas y asociarlas en vistas a un mejor desarrollo funcional. Lo relacional y lo funcional no son dos aspectos simplemente complementarios, sino que están en una relación estrecha de interdependencia, que les une de manera dialéctica e indisocia­ble.

            Para finalizar  y a modo de síntesis, insistir en la necesidad de una oportuna intervención educativa en el desarrollo psicomotor a lo largo de la infancia, dadas las importantes repercusiones que éste tiene en el desarrollo integral del niño. No obstante, tendríamos que preguntarnos si la escuela debe ser un cauce fundamen­tal para que el desarro­llo psicomotor se produzca de forma progresiva y organiza­da. A nuestro juicio, si la escuela tiene como función primordial el potenciar el desarrollo del ser humano, también está comprometida en ese proceso de optimización del desarrollo psicomotor, por lo que, para poder conseguir este objetivo, ha de disponer de espacios, tiempos, materiales, programas de actuación educativa, y, sobre todo, de profesionales capaces de asumir esta responsa­bilidad de forma clara, progresiva e imaginati­va. Esto supone que los educadores han de conocer a fondo el proceso de desarrollo psicomotor infantil, lo que les permitirá compren­der mejor que sobre todo deben ser facili­tadores del aprendi­zaje, para que se libere la curiosidad y se desaten los senti­mientos de explora­ción, y que sólo pueden funcionar en una relación interperso­nal con el que aprende, siendo esta relación la que resulta de primor­dial importancia en cual­quier proceso educativo.

 

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