LA DIMENSIÓN ÉTICO POLÍTICA DE LA CONVIVENCIA HUMANA

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Mario Heler

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Acaso sea una experiencia compartida que las invocaciones a la “moral” y la “ética” en los discursos habituales nos dejen hoy insatisfechos. Una insatisfacción que parece ocasionar la apelación a una complicidad de todos, imbuida de una cierta sacralidad –que cierra el paso a cuestionamientos–, y que en la vaguedad e indeterminación de los enunciados, deja sin asidero su promesa de orientar los comportamientos, además de colaborar con el distanciamiento entre lo que se dice y lo que se hace. No es de extrañar que esto ocurra cuando vivimos épocas de transición (de acelerada transición). No obstante, creo que la insatisfacción puede ser interpretada en función de dispositivos que tienden a la clausura de la disposición reflexiva[1] e inducen conductas acordes con las estrategias dirigidas a la permanencia de la desigualdad y la opresión.

El desafío para poder pensar nuestra convivencia social radicaría entonces en una reflexión sobre nuestro ethos que rompa con las clausuras y abra nuevas posibilidades al pensamiento y la acción. Sería una reflexión que en alguna medida haga factible hacer algo con los pensamientos,[2] de tal manera que habilite una mirada diferente y consecuentemente nuevos recorridos del pensar-hacer, que nos saquen de las encrucijadas donde nos repone el pensamiento usual y acostumbrado.

Tratando de colaborar con la tarea de responder a este desafío, expondré algunas elaboraciones con respecto a los vocablos “moral”, “ética” y “política” (a los que agregaré: “policía” u “orden policial”), en el contexto de nuestra actualidad y en la perspectiva del desarrollo de la modernidad hasta nuestros días. Dada la índole del desafío, me gustaría entonces que estas consideraciones fueran leídas en condicional, esto es, que se pongan a prueba en el sentido de apreciar su posible productividad, su capacidad de establecer alguna diferencia a partir de ellas (e incluso contra ellas) cuando se trata de reflexionar sobre nuestra convivencia.

 

1. La convivencia humana

La condición biológica de los seres humanos nos habla de su forzosa relación con los otros. Pero la presencia activa de los otros no sólo se limita a los primeros años de vida y se prolonga en un período de preparación para la vida adulta, sino que toda la existencia humana se desarrolla en y través de la convivencia social. Resulta entonces que la existencia humana siempre es un vivir con, una vida compartida con otros, incluso aunque se pretenda vivir en solitario, en el aislamiento, como un Robinson Crusoe.[3]

El cuerpo humano se hace humano en la convivencia, con su inclusión en una vida con otros, en común –comunitaria–, imbuido de las significaciones expresadas en el lenguaje, partícipe de una vida que sólo por ser significativa es humana, a la vez que esa significatividad se produce y reproduce en las interacciones sociales, en las diversas formas de comunicación (de poner en común).

Pero la convivencia humana simultáneamente arraiga en profundidad y se pierde de vista cuando el grupo se amplía y se complejiza, generándose una red de interdependencias mutuas entre sus miembros. Se ha vinculado el “ensanchamiento de la visión a largo plazo” con este aumento de la complejidad de la convivencia.

El lapso de tiempo entre el primer paso hacia una objetivo y el lapso con que se llega al objetivo se hizo más largo, y los pasos intermedios, más numerosos. Este tiempo todavía era breve en los pequeños grupos humanos en los que los adultos podían y tenían que realizar ellos mismos –y generalmente juntos– todas las actividades necesarias para satisfacer necesidades en la forma habitual en su sociedad, y en los que estos adultos dominaban todos los oficios, ya se tratara de trabajar piedras y huesos, encontrar alimentos, construir algo que protegiera contra el viento o producir y conservar el fuego con piedras y maderas. Poco a poco ese período de tiempo se fue prolongando. El instrumental se adecuó más a los objetivos; aumentó el número de herramientas especializadas y también se multiplicaron los oficios (…) Y en el transcurso de ese proceso, cada vez más personas quedaron sujetas por las invisibles cadenas de una creciente dependencia mutua. Cada uno actuaba como un miembro, como un especialista encargado de una tarea particular bien delimitada; estaba implicado en una red de acciones en la cual entre el primer paso entre un objetivo social y la consecución de ese objetivo estaba incluido un creciente número de funciones especiales y de personas capaces de realizarla. Y, a partir de un determinado nivel de la división de funciones, aumentó también el número de funciones de coordinación especiales necesarias para mantener en funcionamiento la interacción de un creciente número de actividades especializadas. A medida que las cadenas de acciones se hicieron más numerosas, se hicieron también menos perceptibles para los individuos entretejidos en esa red de interdependencias tanto por sus necesidades como por sus capacidades; y, finalmente, se hizo cada vez más difícil distinguir qué era el medio y qué era el fin.[4]  

En relación con las “funciones de coordinación” que dieran continuidad en el tiempo a la convivencia, en diversos lugares y momentos históricos, se han visualizado diferentes ideales y planteado diversos obstáculos y peligros. Puede decirse que cada sociedad problematiza a su modo la cohabitación en la ciudad (polis), en tanto que las repuestas dadas a esas problematizaciones conforman prescripciones de distinta índole (no sólo en cuanto a su contenido sino también con respecto al modo de coaccionar). Cuando se trata de llevar adelante la convivencia, entonces parece que siempre se impone alguna clase de normatividad a los comportamientos, que además de apuntalar privilegios, se establece por sobre las relaciones sociales, con sus tensiones y conflictos, estabilizándolas en ciertas modalidades. Tal vez sea universal la presencia de normatividad en las sociedades, pero cada sociedad histórica responde a sus particulares problematizaciones de las relaciones sociales.

 

2. El ethos

El término “moral” proviene del latín mores; y “ética”, del griego ethos. Ambos remiten etimológicamente a “usos y costumbres”. Pero también coinciden en connotar la idea de “residencia”; y en este sentido, del latín proviene nuestra palabra “morada”.

En su uso actual, el vocablo ethos habla de la residencia, de la morada, ese lugar donde se vive conviviendo con personas que siguen en sus comportamientos los usos y las costumbres comunes. Para los miembros de un ethos, sus usos y costumbres tienen sentido y orientan sus vidas. Por consiguiente, en los comportamientos del grupo social se observan (en el sentido de percibir y también de guardar y cumplir) las significaciones que conforman el ethos, ya que están incorporadas en los comportamientos habituales de sus miembros. En este sentido, son universales de un ethos: están presentes en sus  miembros, y todos quedan abarcados por ellos, aun los díscolos y extravagantes.

Quienes se han formado en un ethos modelan regularmente (por regla general) sus conductas en los usos y costumbres a los que están precisamente habituados por ser oriundos de ese ethos. Las expectativas recíprocas de comportamiento surgen de esas regularidades y son un factor básico para una convivencia más o menos armoniosa: permiten decidir cuál es la actuación beneficiosa (por adecuada) en las distintas interacciones, sabiendo qué es lo que se espera de uno y qué se puede esperar de los demás.

Podría hacerse una analogía entre la pertenencia a un ethos y la capacidad de seguir las reglas del juego social: pertenece quien puede participar, quien es un jugador –posee el “sentido práctico”,[5] es capaz de “seguir una regla”– [6] de un juego compartido, que se juega entonces sin necesidad de especificar las modalidades del juego. Por el contrario, las reglas están dadas, ya están establecidas. Y lo están de tal manera que incorporadas en los cuerpos, a través del proceso de socialización, operan desde los cuerpos. Más aún, ellos son lo que son, tienen una identidad, por haber sido formado en ese ethos y participar de él.[7]

Con el término ethos se significa entonces la “vivienda”, la “morada”, el “lugar donde se habita”, y también la manera de ser y el modo de conducirse de sus miembros. Como lugar donde las personas están como “en casa”, el ethos alberga, cobija, y también identifica, brinda una identidad.

Las maneras de ser y los modos de comportarse de los participantes de un ethos responden a la posición que se ocupa en el espacio social y al papel socialmente atribuido para desempeñar en las diversas circunstancias de la vida cotidiana. Cada personaje escenifica su parte en el guión acostumbrado, conforme a su posición y su papel. En cada interacción, los actores se dan pié mutuamente para jugar los juegos sociales, reproduciendo un orden que los usos y costumbres articulan objetivamente en un mundo de significados compartidos. Este orden subsume las formas particulares de comportarse convenientemente, correctamente. El acatamiento de los usos y costumbres, el “estar en regla” –aunque sea sólo en apariencia–­, brinda los beneficios de la pertenencia.[8]

 

3. La moral y el orden policial

El ethos posee entonces su lado objetivo y su lado subjetivo.[9] Por un lado, se concreta en un orden social, por otro, se expresa en las conductas de sus miembros, ya que han sido socializados en ese orden.

En el primer aspecto y en un sentido amplio, se vincula con la política, aunque más bien se entienda en relación con el proceso de gobierno de la polis, de la sociedad, en relación con las ya mencionadas “funciones de coordinación”. Se trata entonces de “organizar la reunión y el consentimiento de los hombres en comunidad y reposa sobre la distribución jerárquica de las posiciones y las funciones”. Con Jacques Rancière, denominaré policía[10] –si bien preferiré usar la expresión orden policial– a esta forma dada de organización objetiva del ethos.

En cambio, reservaré el término moral para referirme al lado subjetivo del ethos. Al usarlo, me estaré refiriendo entonces a la llamada dirección interna del comportamiento, al modo en que se relacionan los individuos con su subjetividad, con las marcas dejadas en el cuerpo por su socialización en medio de las solicitaciones para seguir la conducta acostumbrada. Tales marcas al mismo tiempo que son constitutivas de las subjetividades, sujetan a una ley social que se impone desde fuera; por tanto, heterónoma; a una ley que somete a usos y costumbres dados, que se impone en los comportamientos. Es que la etimología de ethos y mores remiten también a la idea de carácter, que a diferencia del temperamento, es adquirido.[11] Es que los miembros de un ethos son actuados por los usos y costumbres establecidos. En general, uno actúa (cualquiera y a la vez nadie en especial de los miembros del ethos; como cuando un actor cualquiera actúa un guión preestablecido: su actuación es única y la misma).

Puede así comprenderse que cuando hable de moral me refiera a esta heteronomía constitutiva de los individuos, sujetada a los usos y costumbres establecidos, y que se presentan como los esperables y correctos, los aceptados y aceptables, los únicos posibles o los mejores. Hemos de entender, por tanto, que las demandas de moral apelen al respeto, al acatamiento de lo ya establecido, de lo que se acostumbra, de lo que uno hace en tales situaciones, lo que todos nosotros solemos enunciar (a veces sólo enunciar) como lo que debemos hacer, pensar, sentir, expresando así lo que corresponde conforme a los usos y costumbres.

En consecuencia, la cuestiones morales se dirimen, en principio, en términos de cumplimiento y aplicación. Por su parte, las demandas policiales encauzan las interacciones en la organización social de acuerdo a las necesidades de gobierno, de coordinación, de administración, de gestión de la sociedad (y además con el respaldo de la violencia que el Estado se reserva y que utiliza como amenaza o efectiviza contra las violaciones de las disposiciones jurídicas).

Desde esta perspectiva, las dos caras complementarias y en correspondencia del ethos son la moral y el orden policial. Es que tanto una como el otro articulan los usos y las costumbres establecidos. En un caso, se dirigen a los comportamientos individuales, en el otro, a la conservación de la división y repartición de lo común. Ambos reaseguran la organización social tanto como los modos de ser y las maneras de conducirse socialmente aceptados.

 

4. La responsabilidad moral

La moral manda que cada uno se haga responsable de sus actos. Etimológicamente, responsabilidad significa capacidad de responder. Los seres humanos socializados en un ethos deben entonces, por un lado, tener la posibilidad de brindar las razones que lo indujeron a actuar de una manera u otra, así como, por otro, de responder en el sentido de hacerse cargo por las consecuencias de sus actos.

Alguien pregunta a otro por qué hizo algo. El interrogado debe entonces responder. Pero para tener sentido, su respuesta tienen que apelar a razones que puedan ser aceptadas por sus interlocutores. Pero no toda contestación movilizará la aceptación y lo hará, aquella que refiera a lo común, es decir, a los usos y costumbres que comparten los integrantes del ethos. En su primera acepción, la responsabilidad supone que cualquiera puede preguntar a cualquiera, y que siempre el inquirido dará una respuesta; una respuesta que tendrá que brindar un sentido a las acciones realizadas, mediante su integración en un relato que se pueda narrar sin avergonzarse delante de los interlocutores. Pero no se trata de una solicitud de información. Al plantearse la pregunta se efectúa un reclamo: la conducta no parece concordar con lo esperado, con lo habitual para esos casos, no seguiría la regla, y la pregunta llama entonces la atención sobre esta irregularidad, a la vez que demanda reafirmar el compromiso con la regla en cuestión (en esta dirección, el arrepentimiento adquiere valor: uno se arrepiente de no haber observado los usos y costumbres). La responsabilidad se muestra así como un límite a la libertad de acción, un límite que encauza los comportamientos en los usos y costumbres establecidos, reforzando el orden policial y moral.

Por otro lado, la exigencia de ser responsable implica también el hacerse cargo de las consecuencias de los actos. La acción es pensada así como una causa que produce ciertos efectos y en tanto ejecutor, el agente debe entonces responsabilizarse por las consecuencias de su accionar. “Buscar el responsable”, “asumir mi responsabilidad”, implica que el actor es causa (a través de sus acciones) de ciertos efectos. Pero en tanto causa moral, las consecuencias consideradas positivas, atribuyen mérito al responsable, en tanto que las negativas reclaman el pago de los costos de los efectos provocados. Si hacerse cargo de las consecuencias se identifica con pagar los costos, entonces el pago parece poder realizarse mediante la reparación de los perjuicios o por recibir un castigo, o por ambos.

Pero más allá de cuáles sean las consecuencias concretas, así como qué sea aquello que debe ser reparado y qué tipo de castigo debe aplicarse, desde el punto vista de la conservación del orden policial y moral, la consecuencia más relevante concierne a la violación de los usos y costumbres, ya que se da por cierto que su incumplimiento afecta a la cohesión social. Es que una manifiesta excepción en el acatamiento socavaría su obligación universal. Entonces debe remediarse esta violación mostrando las consecuencias de no cumplir: haciendo pagar los costos con la sanción jurídica, por el lado del orden policial, y/o con la culpa, por el de la moralidad (operando sobre las subjetividades que deben seguir las reglas incorporadas en los cuerpos y correspondientes al orden moral-policial).[12]   

 

5. El ethos moderno

Desde la perspectiva moral y policial, se encuentra un modo de comprensión de la problematización moderna de las relaciones sociales a partir del surgimiento de la burguesía. A sus luchas por la inserción y el reconocimiento social contribuyeron los cuestionamiento del orden medieval. En consonancia con sus propias prácticas mercantiles, se rechazó entonces la partición de la sociedad en estamentos jerárquicos, con posiciones determinadas por el lugar de nacimiento y bajo relaciones de servidumbre. Contra las jerarquías estamentales por nacimiento, la burguesía reclamó la igualdad, y frente a las relaciones de servidumbre, la libertad. Se trató de ganar así el reconocimiento y la legitimación de una movilidad social que deja en manos de los individuos las posiciones que pueda alcanzar cada uno en la sociedad. En el proceso, la libertad e igualdad debieron adquirir carácter universal pleno (al menos en las declaraciones), y entonces todos los seres humanos deberían ser libres e iguales.

El postulado moderno de la libertad y la igualdad es por ende resultado de esas luchas. Pero como todo postulado, no instaura una realidad de plena libertad e igualdad, sino un ideal que exige realización. Claro que inspirado en las prácticas de la burguesía, tal postulado restringe la idea de igualdad y de libertad a las implicancias y consecuencias de la idea de contrato. Con la consolidación de la burguesía, esto es, del sistema de producción capitalista, la lógica del intercambio se constituyó en la clave hegemónica de la interpretación.

La idea de contrato rechaza toda forma de servidumbre tradicional. En cambio, afirma que toda interacción debe fundarse en el libre consentimiento de los involucrados. A su vez las interacciones son entendidas en término de un intercambio, en relación con un dar y un recibir recíprocos, que a través del contrato quedan asentados como obligaciones de cada parte. El contrato convoca a individuos libres –todas las partes deben participar por libre consentimiento– e iguales, pues cada parte se compromete por igual a cumplir con las obligaciones así contraídas. No es que las obligaciones no puedan ser diferentes y desproporcionadas, desiguales, sino que la cuestión reside en que la participación en el contrato obligue igualmente a cumplir con lo acordado en el contrato, sin importar la asimetría entre las obligaciones de cada parte.

La equivalencia entre las mercancías que en el mercado facilitarían su intercambio son sólo cuantitativas y si se toma en cuenta el trabajo que las produce, según las teorías llamadas clásicas, será la cantidad de trabajo socialmente necesario en cada sociedad y en cada momento. Pero tales equivalencias dejan de lado el hecho de que la propiedad de los medios de producción (propiedad que no se alcanza por contrato, sino a través de un proceso de apropiación violenta, llamado por Marx,  la acumulación originaria) hace que las partes de la sociedad lleguen al contrato con recursos desiguales, y de tal manera que esta desigualdad se reproduce ocultas tras la igualdad supuesta por el contrato. Por ende, no solo la desigualdad de ganancias se presupone inevitable como consecuencia de las aptitudes individuales, sino que se asegura consecuentemente en función de la pertenencia de clase. Postulando la igualdad y la libertad, la lógica del intercambio de la modernidad permite así la desigualdad. Es que el ethos moderno corresponde a una sociedad de la igualdad desigual.[13]

El hecho de que hay que ser propietario para intercambiar, dando algo que se posee pero no se necesita para recibir algo que sí se necesita y de lo que no se dispone, no deja fuera de esta lógica a quienes nada les sobra (y más bien les falta). Todavía son propietarios de sí mismos, y podrán libremente entregar su fuerza de trabajo a cambio de bienes que necesitan (aunque comprometiendo su humanidad como si fuera una cosa, una mercancía más). Es a través de la venta de la fuerza de trabajo que se hace posible satisfacer las necesidades de subsistencia, y si no se realizan los correspondientes esfuerzos, la sanción se concreta en principio en la propia insatisfacción. Aunque se da un paso más, la pobreza se moraliza, ya que quien no pone su empeño en satisfacer sus necesidades es culpable de que nada le sobre.[14] Y al mismo tiempo, se legitima la desigualdad como algo siempre presente en cualquier sociedad.[15] La forma en que el contrato establece las obligaciones bloquea la consideración de la plusvalía y su expropiación por el capitalista; y paradójicamente lo hace en una sociedad que considera que la fuente de toda propiedad (el derecho de apropiación) se encuentra en el trabajo.[16] 

Pero la lógica del intercambio se proyecta más allá del mercado. Toda la sociedad se comprende a partir del contrato, y es pensada como si se constituyera a través de un pacto social. Imaginariamente, se postula que todos los individuos han entrado a un contrato por libre consentimiento, y se han comprometido por igual con la obligación de seguir los usos y costumbres establecidos. Y lo han hecho, porque el intercambio resulta beneficioso. Los propietarios poseen libertad pero carecen de la seguridad de conservar los productos obtenidos en su ejercicio, y el Estado puede ofrecer esa seguridad, a la vez que necesita alguna limitación de la libertad de los gobernados para gestionar la vida en común. Bajo estas condiciones, la entrada en el contrato se convierte en una opción racional. 

Varios supuestos se ponen en juego aquí. Uno de los fundamentales concierne a la problematización de la posibilidad de la convivencia entre individuos libres e iguales. Se parte de que los individuos humanos viven en la inseguridad porque los caracteriza una sociable insociabilidad.[17] Pese a necesitar inexcusablemente vivir en sociedad (sociabilidad), la convivencia siempre está expuesta a la controversia, al enfrentamiento (insociabilidad). Por vivir en un mundo de escasez, las ganancias de uno se entienden como las pérdidas de otro, y todos buscan autoconservarse. En el individuo pugnan entonces el derecho de hacer todo lo que sea necesario para autoconservarse (para ganarse la vida, buscando los medios para satisfacer las necesidades de hoy pero también las de mañana y en el largo plazo) y el cumplimiento de los contratos que imponen un límite a ese derecho, pues las obligaciones contraídas disminuyen las ganancias probables. Desde la perspectiva del orden policial y de la moral, importa contribuir a que en esta pugna adquiera superioridad la sociabilidad.

En el cumplimiento de todos los contratos parece encontrarse entonces un punto decisivo del ethos moderno. En última instancia, en el deber universal de cumplir con  las promesas (surgidas de los contratos) se asienta la igualdad ante la ley, y en tanto los contratos permiten la desigualdad, también se trata de una igualdad desigual ante la ley.

Es que las leyes abren un espectro de argumentaciones autorizadas y en consecuencia se vuelven sordas y ciegas a las que no autoriza. Las argumentaciones, como los razonamientos, explicitan algunos de los supuestos, sus premisas, permaneciendo tácitos otros. Estas otras premisas implícitas sustentan las explícitas para inferir la conclusión sobre la interpretación socialmente aceptada de la ley, al mismo tiempo que desautorizan argumentaciones que parten de supuestos o premisas más o menos diferentes a los reglados. Por ejemplo, hice referencia ya a las exclusión de la plusvalía en las consideraciones que faculta la idea de contrato. La presunta universal igualdad ante la ley define sus condiciones de igualdad obturando la posibilidad de enunciar comprensivamente desigualdades que la ley admite. En este sentido afirmé que se trata de una igualdad desigual (que hoy parece encaminarse a una desigual desigualdad).

 

6. La autonomía moral

El referente del ethos moderno es el individuo empeñado en su autoconservación. De su libertad e igualdad se trata, así como individuales son las decisiones y las responsabilidades, en  tanto que es su sociable insociabilidad la que genera los problemas de gobernabilidad de la sociedad.[18] También es su libre consentimiento el sustento de la legitimidad del orden policial y moral en su conjunto. Y en cada consentimiento ha de darse por supuesto que la decisión es racional, esto es, que ha sido tomada bajo la guía de la razón y que por ello, será una decisión seguida del cumplimiento de las obligaciones. Es que la autoconservación encuentra en la razón el apoyo para vencer a la insociabilidad de los seres humanos. Por consiguiente, cada individuo debe (tiene la obligación de) decidir por sí mismo mediante la razón y consecuentemente debe serle reconocida la libertad para considerar reflexivamente su decisión. Entonces, todos deben gozar de la libertad de pensamiento. El postulado moderno de la igualdad y la libertad incluye entonces a la reflexión crítica como un derecho y un deber de todos los individuos. Pero al mismo tiempo, tiende a ser encauzado en los usos y costumbres establecidos: la prescripción de un uso correcto de la razón garantizará conclusiones similares de la reflexión en todos los individuos por igual.[19]

En consecuencia, el moderno orden policial puede declarar la autonomía moral del individuo, reconociendo la calidad de súbdito de todos los miembros del ethos y, controlando los riesgos, también la de legislador. Hipotéticamente: si todos los individuos hicieran un uso correcto de la razón, entonces habría unanimidad acerca de las auténticas obligaciones de todos. Los consensos son así posibles y puede presuponerse el libre consentimiento reflexivo de todos a las reglas de gobierno del orden policial y de la moral.

Si las demandas morales plantean problemas de cumplimiento y aplicación, la reflexión moral queda sujeta al uso correcto y acostumbrado de la razón. Entonces se recorren los caminos consabidos y se desemboca en las encrucijadas bien señalizadas, con alternativas de elección funcionales a la conservación del orden policial. La reflexión moral se resuelve muchas veces así en la cuestión de la aplicación de esos usos y costumbres a la concreta situación problemática.

Pero la igualdad y la libertad de todos postulada por la modernidad capitalista no ha cesado de ser un arma en las luchas contra las concepciones dominantes. La crítica ha rebalsado los límites fijados por los usos y costumbres modernos, bregando por la emancipación de la igualdad desigual, con éxitos relativos y siempre amenazados por nuevas o remozadas servidumbres.

 

7. Ética y política

Hay otro modo de entender los términos “moral” y “ética”, que ya no se basa estrictamente en la etimología. En esta otra definición, el primer término designa también a los usos y costumbres de un grupo humano en particular, mientras introduce el término ética con el significado de crítica de la moral y confiriendo una función social a la filosofía moral.[20] Este significado de “moral” coincide con las precisiones que venimos haciendo, pues se concibe en términos de usos y costumbres vigentes en un grupo humano, y se concilia con la idea de un orden policial –aunque suele homologarse la “policía” con la “política” (vocablo que hasta ahora he intentado no utilizar). Por su parte, la “ética” se vincula con la reflexión crítica sobre esa moral, por un lado y por otro, atribuye la tarea de tal reflexión a la “filosofía moral”, es decir, encarga a un quehacer experto, el de los filósofos, la revisión crítica de la normatividad que de hecho rige en una sociedad.

Desde esta definición y distinción entre moral y ética, en la misma moral, la ética explicitaría la exigencia moderna de reflexión crítica, que ya sabemos que en el ethos moderno es un derecho y a su vez un deber de todos los individuos postulados libres e iguales. Sin embargo, se plantea como una reflexión que realiza preferentemente un tipo de expertos, y que de esta forma encierra la tarea de la crítica en la división social del trabajo (en la policial “distribución jerárquica de las posiciones y las funciones sociales”). Y de hecho, la crítica filosófica de la moral tiende usualmente a ser reducida a la búsqueda de fundamentación de la moral vigente, concibiéndose que la tarea de los filósofos morales es reconstruir (es decir, explicitar) las creencias morales básicas y sistematizarlas en una articulación consistente y por tanto, fundamentada. Además, parece limitar la crítica a una tarea intelectual (que el pretendido carácter práctico de la filosofía moral apenas disimula), disociándola de su vinculación con la resistencias activas en contra de desigualdades y opresiones.

Cabe aún objetar esta restricción y partiendo de las implicancias del postulado de igualdad y libertad, convenir en que el término ética se utilice para pensar en la crítica a la moral, pero en una crítica, derecho y deber de todos, ya no meramente intelectual ni sujeta a los usos y costumbres. Como la moral concierne al lado subjetivo del ethos, propongo entender la palabra ética como una crítica que se concreta en una tarea de desidentificación con el lugar asignado en el ethos (y constitutivo de la identidad conforme a los usos y costumbres), crítica que crea condiciones para el pasaje del ser actuado –por los usos y costumbres incorporados– al actuar por un mismo, de la heteronomía, de la que partimos, a la autonomía.

Pero desde la perspectiva ética que estoy tratando de caracterizar, la autonomía es una propiedad relacional que sólo se da en interacción con los otros, y en tanto ideal, no justifica la presunta conquista de la autonomía individual en desmedro de la de los demás. El ideal de autonomía remite entonces a la distancia con la identidad atribuida en el orden policial, una distancia que se inicia con un proceso de desidentificación con las subjetivaciones dadas, abriendo posibilidades de nuevas identificaciones, de resubjetivaciones. Pero de nuevas identificaciones que entrañan implicancias y consecuencias en las relaciones e interacción con los otros. Es que la autonomía no es una propiedad individual, sino una propiedad relacional. No se trata entonces, por ejemplo, de una simple inversión de roles: el esclavo convertido en amo y el amo en esclavo. Es decir, la permanencia de una relación de dominación (en la que ninguno es autónomo: el amo depende del esclavo para serlo).

Esta presencia activa de los otros remarca que la crítica de la moral es también crítica del orden policial, y la autonomía no es originariamente individual, sino social, de tal manera que se trata de una autonomía ética-política. Y entonces podemos dar a la política el significado de un “proceso de emancipación”, que como sostiene Rancière, consiste en “el juego de las prácticas guiadas por la presuposición de la igualdad de cualquiera con cualquiera y por el cuidado de verificarla”.[21]

Es que el orden policial, en correspondencia con la moral, preserva la igualdad desigual del ethos moderno. Y el principio de igualdad convoca a enfrentar la desigualdad que el orden policial permite y legitima, al silenciar a las partes de ese orden que no son partes, que no cuentan (trabajadores, mujeres, negros, y un extenso etcétera), y cuyas argumentaciones hasta para ser comprendidas, requieren una “demostración polémica” contra las argumentaciones autorizadas,[22] una construcción a la vez “discursiva y práctica”.[23]  

El lado subjetivo del ethos, la moral, y su lado objetivo, el orden policial, clausuran[24] las posibilidades que van contra la conservación de su imposición hegemónica. Los dispositivos de clausura detienen las reacciones motivadas por los daños que el orden policial infringe a la igualdad, y como consecuencia a la libertad. Pero lo hacen hasta cierto punto; no pueden ahogar la vida con de los seres humanos, no pueden extinguir la potencia de los cuerpos y de sus encuentros (la potencia que intenta gobernar el orden policial); si lo hiciese, no habría qué administrar y gestionar. Y en tal potencia radica precisamente la posibilidad de la crítica, simultáneamente discursiva y práctica, que estoy llamando ética –vinculándola a la relación del individuo consigo mismo– y política, en vinculación con las relaciones sociales. No obstante, en la práctica constituyen una sola dimensión ético-política. Y hablo de dimensión para indicar un aspecto constitutivo de las relaciones sociales en las modernas sociedades contemporáneas en transición. Una dimensión que se manifiesta contra la desigualdad y la opresión que permite el orden policial y moral, el mismo orden que postula la igualdad y libertad de todos.

Si el problema ético consiste en lograr actuar por nosotros mismos y no ser actuados por nuestros usos y costumbres morales incorporados por pertenecer a nuestro ethos, el problema político radica en concretar la emancipación a través de la lucha contra la desigualdad y la opresión que generan las reglas de gobierno con su distribución jerárquicas de las posiciones y las funciones –donde algunos no cuentan. Pero ambos problemas confluyen: la reproducción de la desigualdad y la opresión encuentran sustento cuando uno es el que actúa, cuando los individuos se dejan llevar por las conductas usuales y acostumbradas; y a la inversa, la permanencia de aquéllas (aun  con variaciones) reproduce las subjetividades dadas por la pertenencia al ethos.

La reflexión ético-política se construye en la relación con los otros, en cooperación con los otros, en las prácticas. Es con los otros que tenemos que intentar pensar cómo somos actuados, para desenredar la madeja de significaciones y relaciones de poder que nos dominan. Es con los otros que hay que iniciar, continuar y profundizar la reflexión ético-política y ser consecuentes[25] en la práctica con sus resultados.

La autonomía ético-política se juega entonces en el entre de las relaciones sociales. La autonomía no está dada, ni espera agazapada el momento de emergencia. Se construye con los otros. Se produce. Cuando hablo aquí de producción propongo que pensemos en un proceso, en un proceso con productos, pero donde lo importante es la producción misma, esto es, la clave está en las posibilidades de producción que nos abre la producción. El proceso ético-político mismo tiene que potenciar su producción. Producir autonomía implica, podríamos decir, la subjetivación de los cuerpos como productores de autonomía, de individuos capaces de seguir produciendo igualdad y libertad en las prácticas.

En el orden policial y moral, la producción está sometida a la coordinación: se ordenan las interacciones en conjunto, se establece un co-orden, porque el orden presume de ser libremente consentido por las subjetividades de los miembros del ethos. En cambio, la autonomía ético-política se produce en la cooperación, se obtiene cooperando, operando junto con los otros. En tanto se produce, sin embargo, es y no es un producto. Es un producto en tanto como “tratamiento del daño”,[26] del daño inferido a la igualdad y la libertad por el orden policial, tiene efectos, resultados, aunque provisorios, tanto del lado del orden policial como de las resistencias ético-políticas. Pero desde éstas últimas, no es un producto porque no es un estado, no es una propiedad adquirida. Se va recreando permanentemente en la relación con los otros, en un proceso abierto -y con riesgo de perderse-, que continúa o se reinicia para potenciar cooperativamente a los participantes en su producción autónoma, como productores de relaciones sociales opuestas a la desigualdad y opresión. 

Hasta aquí llegan mis consideraciones. Queda abierta la cuestión acerca de si a partir de esta forma de caracterizar a la moral, el orden policial y la dimensión ético-política se puede establecer alguna diferencia, si el planteamiento resulta productivo para potenciar la emancipación de la igualdad desigualdad que caracteriza a nuestra sociedad, a las relaciones sociales, particularmente, en la actualidad, cuando se tiende a instaurar una desigual desigualdad.

 

Notas

[1] Cf. HELER, M., “Dispositivos de clausura en las reflexiones sobre el ethos contemporáneo”, en AAVV, Miradas sobre lo urbano. Reflexiones sobre el ethos contemporáneo, Bs. As., Antropofagia, 2005, pp. 53-70.

[2] Cf. con respecto a una crítica a la separación entre pensar y hacer: HELER, M., “La producción de conocimiento en el Trabajo Social y la conquista de autonomía”, en Escenarios. Revista Institucional, Año 4, Nº 8, septiembre 2004, La Plata, Escuela de Trabajo Social-UNLP.

[3] Cf. DEFOE, D., Aventuras de Robinson Crusoe, Barcelona, Planeta, 1981; TOURNIER, M, Viernes o los limbos del Pacífico,  México, Alfaguara: Fin de siglo, 1992.

[4] ELÍAS, N., La sociedad de los individuos, Barcelona, Península, 1990, en particular parte II, pp. 156-157 (la cursiva me corresponde)..

[5]  Cf. BOURDIEU, P., ob. cit.

[6]  Cf. TAYLOR, Ch.: “Seguir una Regla”; en Argumentos Filosóficos, Barcelona, Paidós, 1997.

[7] Cuando se afirma que las normas se incorporan a los cuerpos esto no implica que subsistan fuera de ellos, o que salten en el aire entre ellos, sino que la dinámica misma de esos cuerpos las despliega y desarrolla, como la mano que acaricia la superficie del barro despliega una superficie lisa o lo dispone en una línea recta. Que a partir de ello podamos desprender imaginariamente la idea de plano y de recta no significa que el plano y la recta tengan una existencia propia y previa. (Agradezco a Jorge Manuel Casas sus comentarios sobre todo el texto y la sugerencia de incorporar esta aclaración; también debo agradecer las observaciones de Gabriel D’Iorio).

[8] Cf. BOURDIEU, P., Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1999, pp. 222-224.

[9]  De forma similar al concepto de “campo social” de Bourdieu, que permite analizar el “campo”  en su “estructura” y en su correlativo “habitus”. Aquí el uso el término ethos está motivado por el interés en pensar la moral y la ética en nuestra actualidad, y por lo tanto su aspecto normativo).

[10] Cf. RANCIÈRE, J., “Política, identificación, subjetivación”, en revista Metapolítica, Nº 36, Bs. As., 2004; el desarrollo pormenorizado se encuentra en El desacuerdo. Política y filosofía, Bs. As., Nueva Visión, 1996. Con respecto al significado del término, el diccionario señala varias acepciones del término “policía”. Dos de ellas remiten al significado que evoca en nuestro uso cotidiano: “Cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas” y  “Cada uno de los miembros del cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público”. Pero otra acepción es relevante aquí (aunque hace falta consultar el diccionario para saber que existe): “Buen orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas, cumpliéndose las leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno”.  Con la aclaración de que está en desuso, finalmente se incluye la siguiente: “Cortesía, buena crianza y urbanidad en el trato y costumbres”: esta acepción corresponde aquí al lado subjetivo del ethos.

[11] Con el término ethos se hace entonces “alusión a lo propio, lo íntimo, lo endógeno, aquello de donde se sale y adonde se vuelve, o bien aquello de donde salen los propios actos, la fuente de tales actos”,  MALIANDI, R., Ética: conceptos y  problemas, Buenos Aires, Biblos, 1991, p. 14. 

[12]  Cf. NIETZSCHE, F., La genealogía de la moral. Un escrito polémico, Barcelona, Alianza, 1986.

[13] Cf. HELER, M. (ed.), Filosofía social & Trabajo Social, Elucidación de una profesión, Bs. As., Biblos, 2002, capítulo II.

[14] A partir del siglo XIX, con estos supuestos se articula la llamada por Zygmunt Bauman “ética del trabajo”, y que aquí deberíamos llamar moral del trabajo. Cf. BAUMAN, Z., Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona, Gedisa, 2000.

[15] Cf. en una visión contemporáneo, RAWLS, J.,  Teoría de la Justicia, México, F.C.E., 1997y El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996

[16]  Cf. por ejemplo, LOCKE, J., Ensayo sobre el gobierno, Madrid, Alianza, 2000, secc. 35. 

[17]  Cf. KANT, E., “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita”, en Filosofía de la Historia, México, FCE, 1981, p. 48. HELER, M., Individuos. Persistencias de una idea moderna, Bs. As., Biblos, 2000.

[18] O en la perspectiva de Foucault, el problema de “gubernamentalidad”: “en el tipo de análisis que trato de proponerles desde hace ya cierto tiempo, podrán ver que: relaciones de poder-gubernamentalidad-gobierno de sí y de los otros-relaciones de sí consigo, constituyen una cadena, una trama, y que es ahí, en torno de estas nociones, que debemos poder articular, creo, la cuestión de la política y la cuestión de la ética”, FOUCAULT, M., La hermenéutica del sujeto, México, FCE, 2002, p. 247.

[19] Kant exhortará: “Razonad todo lo que queráis, y sobre lo que queráis, pero obedeced!”, postergando la libertad de acción hasta que se sepa pensar por sí mismo, esto es, se use correctamente la razón, logrando la autonomía intelectual, asociable pero no identificable con la autonomía moral.  KANT, E.,  “¿Qué es la Ilustración?”, ob. cit., p. 37.

[20]  Si bien no se basa en la etimología de las palabras, me parece que la de origen griego ha sido elegida para referir a la crítica rememorando la tradición que ubica en Grecia el origen de la filosofía occidental.

[21] Cf. RANCIÈRE, J., “Política, identificación, subjetivación”, en revista Metapolítica, Nº 36, Bs. As., 2004.

[22]  Son argumentaciones que tienen que modificar premisas tácitas y autorizadas (legítimas) en el orden moral-policial.

[23] Cf.. RANCIÈRE, J., “Política, identificación, subjetivación”, en revista Metapolítica, Nº 36, Bs. As., 2004.

[24] Castoriadis caracteriza la “clausura” así: “Cualquier interrogante que tenga sentido dentro de un campo clausurado, en su respuesta reconduce a ese mismo campo”, esto es, lleva todo planteamiento hacia los parámetros y las modalidades aceptados dentro del campo, procurando así desarraigar las disidencias a través de la domesticación de la crítica. CASTORIADIS, C., Hecho y por hacer. Pensar la imaginación, Buenos Aires, EUDEBA, 1998, pág. 319.

[25]  Cf. BADIOU, A., “La idea de justicia”, en Acontecimiento. Revista para pensar la política, Nº 28, 2004, Bs. As., Grupo Acontecimiento, pp. 9-22

[26] Cf. RANCIÈRE, J., “Política, identificación, subjetivación”, en revista Metapolítica, Nº 36, Bs. As., 2004.

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