MÉTODO DE INTELECCIÓN ESTRATÉGICA - Relación Creencia, Cultura y Sociedad archivo del portal de recursos para estudiantes |
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Luis Heinecke Scott
Registro de Propiedad Intelectual Nº 147.524
I.S.B.N. 956-299-729-4
2005
INDICE
Primera Parte: Filosofía de la Inteligencia
Capítulo I: Entendimiento Humano
Capítulo II: Entendimiento y Cultura
Segunda Parte: Método de Intelección Estratégica
Capítulo III: Categorías de Intelección
A. Dimensiones de Intelección
B. Factores de Intelección
C. Fenómeno Histórico – Cultural
D. Flujo Histórico – Cultural
E. Dimensiones de Intelección Histórico – Cultural
F. Método de Intelección Histórico – Cultural
G. Aplicación del Método Histórico – Cultural
G.1. Matrices del sistema cultural occidental
G.1.1. Cultura y Civilización Egipcia
G.1.2. Cultura y Civilización Mesopotámica
G.1.3. Cultura y Civilización Persa
G.1.4. Cultura y Civilización Judía
G.1.5. Cultura y Civilización Islámica
G.1.6. Cultura y Civilización Griega
G.1.7. Cultura y Civilización Romana
G.2. Evolución del Sistema Metafísico Occidental
G.2.1. Cristianismo
G.2.2. Renacimiento
G.2.3. Revolución comercial
G.2.4. Racionalismo
G.2.5. Empirismo
G.2.6. Romanticismo
G.2.7. Idealismo
G.2.8. Positivismo
G.2.9. Naturalismo
G.2.10. Revolución industrial
G.2.11. Materialismo
G.2.12. Utilitarismo
G.2.13. Pragmatismo
G.2.14. Vitalismo
G.2.15. Voluntarismo
G.2.16. Idea de Decadencia
G.2.16.a. Teoría de la Degeneración
G.2.16.b. Teoría del Pesimismo Racial
G.2.16.c. Teoría del Pesimismo Histórico
G.2.16.d. Teoría del Pesimismo Cultural
G.2.17. Fenomenología
G.2.18. Existencialismo
G.2.19. Estructuralismo
G.2.20. Deconstruccionismo
G.3. Determinación de Tendencias
G.4. Determinación de Implicancias
G.5. Determinación de Impactos
G.6. Determinación de Proyección
“El valor de nuestro saber depende del valor de nuestra inteligencia”.
La simultánea y permanente concurrencia de múltiples elementos, que además poseen naturalezas, formas y caracteres diversos, y que actúan en distintas dimensiones y niveles, con magnitudes, significados, valores y sentidos también diferentes, configura una realidad compleja y dinámica que cambia y resiste al ser humano. El comprender una realidad constituida de esta manera, siempre ha sido una necesidad esencial y un desafío fundamental para el ser humano. Por tanto, lograr la explicación cabal la realidad, siempre ha sido una condición para poder experimentar la vida en términos propiamente humanos.
Constituyendo un imperativo vital y permanente, el ser capaz de responder adecuadamente a semejante demanda, supone la existencia de una capacidad y disposición para realizar un conciente, riguroso y constante esfuerzo de conocimiento y entendimiento de la realidad. Sin embargo, a pesar de ser ésta una exigencia de la vida misma, en la actual sociedad de masas, aún por parte de las élites, pareciera no evidenciarse una disposición a tan esencial tarea. Es más, en la actualidad se constata que “uno de los rasgos más curiosos del tiempo en que vivimos es la resistencia a (siquiera) enterarse de lo que pasa”.
En el presente, este fenómeno pareciera revelar una profunda resistencia al pensar con propiedad, porque precisamente tal operación humana es la única que conduce al conocimiento y entendimiento de la verdad. En este sentido, el renunciar a pensar en serio pareciera constituir un modo de evadir la cuestión de la verdad, categoría del saber y la moral que fuerza a los seres humanos a optar y tomar posición concreta respecto de todas las cosas de la vida. Tal vez es la misma complejidad de la vida contemporánea lo que, a causa de sus implicancias, induce en los sistemas sociales, una actitud evasiva ante una realidad que se percibe avasalladora y fuente de irreductible desconcierto y dolor. Ante semejante percepción, el ser humano tiende a asumir, instintivamente, una actitud de superficialidad que da continuidad formal a la existencia, pero que, en rigor, corresponde a un proceder destinado a rehuir la realidad cierta y efectiva. En estos términos, la vida no se resuelve efectivamente sino que sólo se “pseudo-soluciona”, permaneciendo muchas personas en un estado de “calma indolente e irreflexión absoluta”.
Semejante conducta evasiva, sensiblemente manifestada en una falta genérica de tendencia a la verdad en jóvenes y adultos, de hecho orientados sólo hacia una verdad instrumental ordenada al bien material y no al bien espiritual, no sólo revela una incapacidad objetiva, sino que encubre un fundamento subjetivo: Miedo. Se trata del temor grave a determinar la realidad tal cual es; el miedo a determinar una propia creencia; el miedo a definirse y tomar una posición con fundamento; el miedo al esfuerzo que significa reconocer y superar un estado de ignorancia o error que se procura ocultar a los demás. Es más, el miedo a reconocer la existencia de absolutos ciertos y seguros de validez universal.
Bertrand Russell advierte: “Los hombres le temen al pensamiento más que a ninguna otra cosa, más que a la ruina, más aún que a la muerte. El pensamiento es revolucionario y subversivo, destructivo y terrible; el pensamiento es despiadado frente a los privilegios, a las instituciones establecidas, a los hábitos de la comunidad; el pensamiento es anárquico y no respeta leyes, es indiferente a la autoridad, no se cura de la experimentada sabiduría del pasado. El pensamiento mira el abismo del infierno sin temblores. Ve al hombre, débil partícula, rodeada por impenetrables honduras de silencio; pero se comporta con orgullo, sin conmoverse como si fuera el señor del universo. El pensamiento es algo grande, veloz, libre, la luz del mundo y la gloria máxima del hombre”. Oswald Spengler comentaba en su momento que el “severo conocimiento histórico de los hechos... se hace intolerable a las naturalezas blandas e indisciplinadas... que temen la vida y no soportan la visión de la realidad... La vida por ellas esperada, llena de felicidad y de paz, sin peligro y ampliamente cómoda, es... solo imaginable, nunca posible”. Cuando Don Quijote se prepara para intervenir a favor del ejército de Pentapolín contra el de Alifanfarón, Sancho Panza hace ver que se trata simplemente de un rebaño de carneros y se gana la siguiente respuesta: “El miedo que tienes te hace… uno de los defectos del miedo es turbar los sentidos”.
A pesar de todo ello, sin perjuicio de la existencia efectiva de un ánimo y una actitud de displicencia generalizada respecto de la verdad, la necesidad de determinar la realidad concreta en la vida moderna es subsistente. Aún más, se incrementa en una sociedad de masas, de suyo saturada de flujos comunicacionales. Así, reconociendo que el hombre es en sí mismo un misterio, y que la reflexión clara y tranquila se ha hecho difícil en esta época compleja pero de paradojal vida fácil, resulta imperativo el aprehender, concebir, indagar, analizar, interpretar, evaluar y deliberar sistemática y metódicamente para decidir y actuar racionalmente en la realidad.
En este contexto, siendo el ser humano por naturaleza un ser espiritual, racional y libre, para quién el pensar es un insondable privilegio, es vital asumir la iniciativa y decidir aplicar la inteligencia. Dicho proceder exige aprender a pensar, aprender a conocer y aprender a entender, para estar en condiciones de formular juicios y desarrollar el razonamiento significativo. Proceso que, por lo demás, no se reduce a una dinámica de conocimiento mayor, sino que refiere a un esencial entendimiento superior y mejor, única fuente de juicio profundo y acción prudente. Superando la tendencia al pensamiento leve y débil, aún la falta de coraje para ver y soportar la verdad, este esfuerzo implica legitimar y validar el pensar de modo radical, sustantivo, sistemático y metódico, en cuanto constituye aquel hacer abstractivo que permite realizar lo esencial de la naturaleza humana. El pensar no es pues una acción virtual o ilusoria que traba o impide la acción, sino que, por el contrario, es un hacer que, dependiendo del mismo ser humano, ilumina la conciencia que guía la acción material del ser humano en el proceso de formación del ser y creación en el mundo .
Así, la función de la Inteligencia recobrará toda su fuerza y poder sólo cuando se le designe como medio para la consecución del saber superior que al ser humano proporciona la conciencia lúcida que, percibiendo toda la realidad, permite el conocimiento y entendimiento cabal de sí mismo y de los demás, aún en sus razones más profundas. Aún cuando la operación de la Inteligencia implica una acción difícil y ardua, que debe ser indefinidamente perseguida y renovada, el pensar rectamente implica una purificación humana interior que libera de la esclavitud de los sentidos, de los prejuicios, del error y la ignorancia.
Por tanto, es convicción que la causa del subdesarrollo o el llamado “tercermundismo” no radica en una diferencia de naturaleza humana o capacidades nacionales, sino en la vocación por la exactitud y el rigor intelectual que sostienen las personas, impulso vital que sólo se explica por el afán de verdad. Entendiendo que el ser del hombre muestra constantemente nuevas profundidades y misterios, que a su vez provocan nuevas preguntas, el desafío queda entonces expuesto. L. von Ranke indica: “La humanidad lleva en sí un número ilimitado de desenvolvimientos más misterosos y más grandes de lo que se piensa”. En este misma línea, manifiesta es la responsabilidad social de quienes ejercen la función de la intelección especializada de la realidad, instancia valiosa de conocimiento y entendimiento, de crítica y anticipación privilegiada. G. W. F. Hegel consigna: “No la vanidad, no el tener en cuenta la utilidad, no el deber ni el ser concienzudo, sino una sed inextinguible y desaventurada que no admite transacción alguna nos conduce a la verdad”.
FILOSOFIA DE LA INTELIGENCIA
Entendimiento Humano
A.- Objeto del Proceso de Intelección
Saber humano. Dada la condición espiritual, racional y libre del ser humano, por naturaleza es un ser curioso. Siendo un ser finito, no perfecto y que adolece de incompletitud, razón por la que no sabe ni puede saber todo, constantemente expresa su deseo de saber acerca de la realidad. Por lo tanto, correspondiendo a un deseo innato y universal, el ser humano permanentemente interroga la realidad pues sólo así logra entenderla y explicarla racionalmente.
Es en este proceso de saber acerca de la realidad, que el hombre se va sorprendiendo y admirando de las cosas que conoce. Esta admiración no es sino la natural expresión del hombre en cuanto anhela la verdad.
Sin embargo, siendo la verdad lo sustantivo de la admiración humana, ésta no es posible de ser alcanzada mediante un saber ordinario y común. Por tanto, la pretensión de verdad necesariamente impele al ser humano a razonar de modo principal para acceder al saber fundamental o conocimiento y entendimiento de las causas primeras de todas las cosas. El ser humano concurre así con todas sus facultades al proceso de constitución del saber verdadero, el cual se realiza en una efectiva posesión de la verdad de la realidad, única instancia que al ser humano permite estructurar, realizar y dar sentido a su vida en tiempo y espacio determinados.
La acción humana que tiende a encontrar un saber determinado, procura establecer tanto la realidad o existencia real y efectiva de las cosas, así como la verdad de éstas, vale decir, si existe o no conformidad entre su ser y el pensamiento. Entonces, si se constata que las cosas real y efectivamente existen y están conforme con el concepto que de ella se ha formado la mente, sin más se está ante una realidad verdadera. Tal determinación supone que el ser humano ha apreciado la realidad y ha sido capaz de establecer fielmente lo que una cosa es en sí misma, no siendo posible así negar racionalmente su existencia, estado y condición.
En su natural afán por alcanzar la verdad, el ser humano realiza un necesario e imprescindible esfuerzo radical hacia el saber, ya que sólo dicha radicalidad le permite acceder a la verdad. Como se indicó, en la perspectiva del saber y a partir de un determinado criterio de bien y de verdad, el ser humano procura establecer la existencia de las especies de verdad.
Por tanto, siendo un derecho y un deber el saber la verdad acerca de la realidad, se impone la obligación de captar y exponer o presentar de modo íntegro y manifiesto la realidad, sea que ésta se muestre y deje ver o que no se muestre ni deje ver, para que sea así vista y debidamente considerada. En tanto la acción de intelección humana se dirige a establecer la realidad o existencia verdadera y efectiva de las cosas, ésta ha de despejar todo recubrimiento o encubrimiento que oculte el contenido, significado, sentido, estado, condición y posición real y concreta de éstas en la realidad. Precisamente, la acción de intelección humana ha de procurar descubrir la realidad y la verdad, vale decir, des – cubrir o sacar toda cobertura que las pretenda ocultar; ha de causar una des – ilusión, esto es, una pérdida de toda comprensión ilusoria o engañosa de la realidad y la verdad, forzando la superación de toda representación sin verdadera realidad.
Con todo, el ser humano no procura saber la verdad sólo para fijarse en ella y contemplarla (verdad especulativa o nuda contemplación de la verdad sin mirar a su lado práctico), sino que además lo hace para aplicar a determinados actos la verdad conocida, tomándole por norma directiva para ellos (verdad práctica o norma directiva del obrar).
El saber penetra en el alma del ser humano y se aposenta en calidad de modificación del alma misma por cuanto ésta se perfecciona, progresa y se ennoblece en virtud de ese conocimiento. En esta perspectiva, el proceso de determinación de la verdad de la realidad representa un trascendente desafío de vida para el ser humano.
Considerando la limitada pero perfectible naturaleza humana, la función personal y social del saber y del implícito proceso de intelección de la realidad, queda de manifiesto incluso en un texto bíblico: “¿Acaso se trae una lámpara para ponerla bajo un cajón o debajo de la cama? No, una lámpara se pone en alto, para que alumbre. De la misma manera, no hay nada escondido que no llegue a descubrirse, ni nada secreto que no llegue a ponerse en claro. Los que tienen oídos, oigan”. En este sentido, el saber es una manifestación de la esencia humana e implica un acto de dominio de la realidad.
Persona e Inteligencia. La vida del ser humano se produce en razón de la posesión de una esencia real que se realiza en existencia efectiva, vale decir, de una potencia que se realiza en acto, en virtud de la intervención de una fuerza superior creadora. No existiría pues vida propiamente humana si el hombre no tuviera una naturaleza determinada y estuviera dotada de las potencias o facultades aptas para su plena realización. El hombre posee entonces potencias, dadas en calidad de medios para ejecutar las operaciones que le son connaturales, teniendo todas y cada una de ellas tendencia a una determinada especie de actos, de manera que cada cual posee una propensión a realizar los actos propios de su naturaleza. En tanto el objeto propio de cada facultad es lo que la determina y distingue, el acto es el medio por el cual la facultad se ejercita, constituyendo el objeto y acto aquello que permite conocer y entender la facultad.
De esta forma, el saber humano es posible en tanto el hombre posee una naturaleza que implica una potencia o facultad que constituye una actividad que permite su realización particular, a saber, la inteligencia humana. De ese modo, si bien el ser humano tiene en común la condición de animalidad con los animales y posee como ellos facultades sensitivas, de hecho se diferencia de éstos en que además posee la racionalidad y, por consiguiente, facultades intelectivas propias de su ser específico.
Al efecto, la inteligencia (intellectus) es la facultad intelectiva que al ser humano permite tener inteligencia de algo (intelligere) y hacer inteligible la realidad, esto es, conocerla y entenderla para explicarla racionalmente. Entonces, si inteligir consiste en captar lo inteligible, la inteligencia o facultad intelectiva se realiza en el entendimiento o acto de entender, consistente en leer dentro de las cosas (intus legere) para tener idea clara de éstas, razón por la que su objeto es lo inteligible, es decir, todo aquello susceptible de ser conocido, entendido y explicado.
Se acepta entonces que la función del entendimiento es hacer inteligible lo inteligible, vale decir, hacer comprensible lo que es susceptible de ser percibido bajo la forma única de la inmaterialidad. La inteligencia o facultad intelectiva se actualiza concretamente en la acción de inteligibilización u operación del proceso de intelección de la realidad. Si es por medio de la inteligencia que el ser humano capta la sustancia subyacente a los accidentes, las causas que hay tras los efectos y los fines remotos hacia los cuales pueden dirigirse las actividades, lo inteligenciado o resultado del proceso de inteligibilización es un saber intelectual necesario y vital para obrar racionalmente.
La inteligencia humana es una facultad tanto activa como pasiva puesto que, por una parte, con su eficacia propia emite sus actos propios y, por otra, obra en virtud de la acción de un objeto externo; también es aprensiva pues su operación comienza externamente y termina interiormente, siendo por esta causa que por su intermedio conocemos los objetos; además es inmaterial y reflexiva pues corresponde a una abstracción; y es inorgánica, aunque en razón de la unidad sustancial que constituye al ser humano está naturalmente conectada con las potencias sensitivas.
Si el ser humano careciera de esta facultad intelectiva, le sería imposible conocer, entender y explicar racionalmente la realidad, no pudiendo experimentar la vida de modo conciente, libre y estable. La operación de la inteligencia o proceso de intelección de la realidad constituye pues una función humana esencial. Es una función que el ser humano realiza de modo necesario, vital, constante y de la manera más completa y profunda posible. Siendo trascendental para la vida humana, la aplicación de la facultad intelectiva siempre debiera ser profunda, estricta, rigurosa y completa.
Es un hecho que el saber implica un proceso de intelección o inteligibilización de la realidad que debe cumplir el principio de razón suficiente (principium rationis sufficienti), porque sin que exista una propiedad y completitud en el proceso de intelección de la realidad, ciertamente no es posible hablar de un saber cabal acerca de ella. Efectivamente, en cuanto problema subsistente, el saber con propiedad respecto de la realidad supone un esfuerzo que ciertamente no se reduce a disponer de un conocimiento mayor de ella, sino, además, a ser capaz de forjar un entendimiento superior de ésta a fin de poder decidir y actuar conciente, libre y racionalmente a su respecto. Así, el valor y sentido práctico de un proceso de intelección acabado y un saber radical acerca de la realidad, lo indica la siguiente sentencia: “Ante una comprensión completa, la crítica se desvanece”. En definitiva, la inteligencia es un innegable hecho positivo del inteligente ya que la intelección le presta vida, actualidad y ser a la persona humana.
Proceso de Intelección. La operación intelectiva de suyo implica el ejercicio de una facultad abstractiva, que corresponde a la acción de abstraer la esencia de las cosas o ponerla ante la facultad aprensiva del entendimiento segregada de sus condiciones materiales, ya que el modo de ser de la esencia, en el orden real es concreto pero, en el ideal, es abstracto. Si el intelecto posee la capacidad para la abstracción, éste procede tanto a depurar y abstraer de las notas individuales y materiales la esencia como a entender la esencia misma.
La operación de intelección, es decir, el modo con que la facultad procede a dar existencia al acto de entender la realidad, consiste en hacer inteligible o entendible la realidad mediante el desarrollo de un proceso efectivo, complejo, riguroso, permanente, completo, sistemático y metódico, compuesto por las etapas de aprehensión, concepción, indagación, análisis, interpretación, evaluación y deliberación, el cual culmina en la decisión y se proyecta en la ejecución.
Esta operación de intelección de la realidad se realiza para decidir y ejecutar racionalmente una acción intencional. En definitiva, es mediante este complejo proceso de intelección o fases sucesivas de la operación intelectiva que se procura determinar el contenido, significado, valor y sentido de lo real y existente en los distintos órdenes de la realidad, a objeto de pensar y actuar a su respecto para llevar a cabo el proceso de la vida humana. Dado el poder elusivo de la realidad, es decir, de aquel constante escapar de ésta que ensancha siempre los esfuerzos humanos por delimitarla, la mente humana requiere de un esfuerzo repetido y persistente destinado a captar uno a uno los rasgos de la realidad, añadiendo una idea a otra, antes de que pueda lograr una información completa sobre ella.
Aprehensión. En primer término el ser humano procede a desarrollar una operación de aprehensión de la realidad o proceso de conocimiento todavía indeterminado de ésta, consistente en captarla sin que se haga juicio, vale decir, sin afirmar o negar nada a su respecto.
Concepción. En segundo término el ser humano procede a realizar la operación de concepción o proceso de conceptualización de la realidad aprehendida consistente en formar idea o término de ella sin que se haga juicio, vale decir, sin afirmar o negar nada a su respecto.
Indagación. En tercer término se da curso a una operación de indagación o proceso de escrutinio de la realidad aprehendida y concebida, consistente en examinar y averiguar de modo exacto y diligente acerca de ella para saber lo que es y así poder discurrir a su respecto con razón o fundamento.
Este inquirir acerca de la realidad se materializa en una acción de averiguación, investigación o búsqueda realizada con cuidado y atención, destinada a descubrir o hacer patente una cosa no conocida ni entendida. El proceso de indagación corresponde a una acción de penetración y desentrañamiento permanente, riguroso, sistemático y metódico de lo más recóndito de la realidad para, teniendo presente lo que se conoce y entiende, venir en conocimiento y entendimiento de lo que se ignora. Importa un introducirse con eficacia al interior de la realidad para obtener datos significativos a su respecto y comprenderla profundamente, aunque haya dificultad o estorbo. Sólo mediante una indagación o escrutinio coherente y consistente es posible obtener los antecedentes necesarios para llegar al conocimiento y entendimiento exacto de las cosas y así poder inferir (sea por inducción o deducción) las consecuencias legítimas de un hecho.
Como expresión del proceso de intelección completa de la realidad, la acción de indagación se dirige al conocimiento de los entes aprehendidos, sean éstos entes físicos o aquellos que son percibidos directamente o por sus efectos; entes lógicos o aquellos que existen en el pensamiento y que consisten en su pensabilidad; entes culturales que, participando de la existencia material de los entes físicos, tienen una existencia devenida por la acción transformadora del hombre; o entes morales o aquellos que se existencializan en la conducta humana y que consisten en su valoración. En su tiempo, la frase “busca y hallarás” (quaerite et invenietis) se explicaría por medio de una referencia aristotélica: “Por la duda venimos a la investigación, y por la investigación establecemos la verdad”.
Conforme a lo expuesto, es del proceso de indagación o escrutinio de la realidad que derivan las posteriores fases del proceso de intelección. En consecuencia, la posibilidad y probabilidad de determinación cabal de la realidad, radica en la escrupulosa severidad con que se aplique el proceso de aprehensión, concepción e indagación. En esta perspectiva, dados los antecedentes aportados por el proceso de indagación, se da curso al proceso de intelección en su fase analítica, es decir, a la acción de penetración abstractiva de la realidad destinada a desagregarla o desintegrarla y agregarla o reintegrarla para lograr determinaciones fundamentales.
Análisis. En cuarto término el ser humano procede a realizar la operación de análisis consistente en el proceso de examen exhaustivo de los factores constituyentes de la realidad para, mediante la identificación, distinción y separación de sus parte, proceder a definir sus principios y elementos constitutivos y determinar la naturaleza de las cosas, las cualidades de éstas y las relaciones existentes entre ellas para establecer un entendimiento capaz de fundamentar una explicación racional de la realidad.
El proceso de análisis (del griego “lyo” o desatar) procura determinar el contenido de lo que constituye la realidad, precisamente, en su naturaleza, atributos y relaciones.
En rigor, la ejecución de esta fase intelectiva corresponde a la realización sucesiva de una operación analítica (resolución, descomposición, desagregación o desintegración de realidad) y una operación sintética (composición, agregación o integración de realidad), que en conjunto establecen la realidad y determinan su contenido.
Al efecto, el proceso de análisis y síntesis es aquella parte del proceso de intelección que procura determinar la naturaleza de las cosas, lo que implica establecer la esencia de la cosa o lo que ésta es en sí misma, que es siempre inmaterial y simple, con independencia del juicio que con respecto a ella tenga quien verifica su existencia. De hecho, el objeto propio de la inteligencia es la esencia de las cosas, esto es, aquello que hace que las cosas sean lo que son y no otra cosa, lo cual implica considerar al ser en sí. Como cada cosa tiene un ser propio, así también tiene una esencia propia. Entonces, el entendimiento ha de penetrar cada objeto que se le ofrece para conocerlo en su fondo intrínseco ya que las cosas deben ser conocidas enteras; quien sólo las conoce en parte, en realidad las ignora. En consecuencia, jamás puede dejar de especificarse la naturaleza de las cosas, distinguiéndola del carácter que asumen los fenómenos humanos. Revelador es el aforismo que indica: “Echad a la naturaleza y ella volverá al golpe”.
A partir de esa determinación, el proceso de análisis establece los atributos o caracteres de las cosas, esto es, identifica sus propiedades o cualidades, sean éstas heredadas o adquiridas, independientemente de la consideración positiva o negativa por parte de quien verifica su existencia. Luego, es a partir de las determinaciones anteriores que el proceso de análisis procura establecer las relaciones existentes entre las cosas, permitiendo con ello establecer los vínculos y concatenaciones existentes entre éstas, independientemente de su consideración positiva o negativa de parte de quien verifica su existencia. En este sentido, si el vínculo indica al nexo inmediato de un eslabón con el que le antecede y el que le sucede, esta relación se da en el marco de una concatenación o sistema de relaciones mayores de la cual, esa relación particular, es parte. Así entonces, sólo una vez que se han verificado de modo íntegro las etapas de aprehensión, concepción, indagación y análisis del proceso de intelección, cabe dar curso a las etapas de interpretación y evaluación.
Interpretación. En quinto término el ser humano procede a realizar la operación de interpretación o proceso consistente en una penetración abstractiva de la realidad destinada a establecer la relación de causa, objeto y fin de determinados acontecimientos o circunstancias para desentrañar su razón de ser infiriendo su significado, explicando su sentido vital y conjeturando sobre su efecto o efectos.
El proceso de interpretación procura determinar el significado y sentido de la acción.
La clave del proceso interpretativo radica en la determinación del significado, valor y el sentido de la acción. Así entonces, el procedimiento interpretativo no se reduce a interpretar la acción en sí, sino a considerar la acción en relación a un contenido dado en función de un objetivo y un fin determinado. De esta forma, lo que está sujeto a interpretación es el significado, valor y sentido de la acción, es decir, la intención del sujeto que determina la acción. Precisamente, lo que se ha de interpretar es la intención (intendere) fundamental del espíritu (intento animi). Esto por cuanto el significado, valor y sentido va más allá de la acción en sí, la cual, por este motivo, se revela sólo como medio. El significado, valor y sentido de la acción están referidos a la intención del agente que, por sí o a través de terceros, realiza la acción. Es precisamente la categorización y orientación de un movimiento hacia su término la instancia que confiere significado, valor y sentido a las acciones o cosas que lo constituyen, en tanto éstas encarnan, representan, traducen y expresan una determinada idea e intención. Debe pues identificarse la “atribución de sentido” (“Sinngemässe Zurechnung”) a la “atribución fáctica” (Faktizitätzurechnung”).
El sentido se halla en el motivo e intención que causa y dirige la acción, y que exige ser realizado mediante un esfuerzo de creación que empeña la actividad del ser humano. Corresponde pues al pensamiento que anima toda empresa, que es su origen y término. Entonces, el sentido del acto sólo aparece pleno cuando este último ha sido cumplido; por tanto, es preciso que el sentido sea pasado para desentrañar y percibir su esencia espiritual. Si se orienta hacia el futuro, el sentido modifica incesantemente el mundo material pues las ideas de bien, deseo y porvenir se sostienen mutuamente.
Aún más, por las razones expuestas, la determinación del significado y sentido es indicativo vital de la razón estratégica de cada acción o situación. Esto por cuanto es el sentido de la acción lo que finalmente la determina. No es pues la magnitud, fenomenología, intensidad o extensión formal lo que califica una acción o situación, sino, esencialmente, su sentido. Así, bien puede tratarse de una acción de magnitud y de gran espectacularidad formal, pero, al no servir un sentido específico o materializar una intención concreta, por impactante que resulte en lo inmediato, de hecho posee un valor estratégico menor o, incluso, nulo. Por el contrario, bien puede tratarse de una situación formalmente no significativa, pero servir efectivamente un sentido o intención dada en el tiempo, ese acontecimiento, aparentemente menor, puede poseer un alto valor estratégico.
En definitiva, el valor estratégico de una determinada realidad está dado por la medida, coherencia y consistencia de realización del sentido dado a una acción determinada. Esto explica que la determinación de la razón y sentido de las cosas permite establecer el patrón de contrasentido y sinsentido en la realidad. La trascendencia de determinar el sentido de las cosas se evidencia cuando se señala: “Sentido es voluntad de poder”.
Evaluación. En sexto término el ser humano procede a realizar la operación de evaluación o proceso consistente en apreciar el mérito, razón, significado y sentido de una determinada realidad, confiriéndole valor a cada término de ésta en relación a la conveniencia, entidad, importancia, urgencia, alcance y aptitud fundada de la realidad estimada, para alcanzar los objetivos y fines propuestos en tiempo y espacio determinado.
El proceso de interpretación procura determinar el valor de la acción.
La evaluación corresponde a una operación de valoración de la relación existente entre un contenido, acción o situación, y su objeto y fin, dados en tiempo y espacio. El proceso evaluativo no se reduce a una estimación de los contenidos, las acciones o situaciones en sí mismas, sino que corresponde a su valoración en relación al proceso de consecución de objetivos y fines predeterminados. La valoración procede entonces respecto de lo que hace que la acción o las cosas tengan valor, es decir, del motivo o causa capaz de movilizar la realidad; la orientación intencional de la acción o de las cosas; más la dimensión, nivel y grado de intensidad, extensión, duración y profundidad concretamente alcanzado por la acción o situación en relación a los objetivos y fines predeterminados.
En esta perspectiva, la operación de evaluación implica apreciar en particular la intención humana, vale decir, el designio o propósito del entendimiento aceptado por la voluntad que mueve y orienta la acción, y que se revela en la energía con que se actúa en su consecución. Siendo un acto interior del alma humana, la intención revela el sentido de la acción pues evidencia el fin que se procura obtener y que es punto de dirección del movimiento.
Deliberación. En séptimo término el ser humano procede a realizar la operación de deliberación o proceso consistente en el examen exhaustivo, atento y detenido de la realidad bajo todos sus diversos aspectos para emitir juicio, razonar y concluir, a objeto de decidir distinguiendo el bien del mal y lo verdadero de lo falso.
En este proceso deliberativo, la inteligencia considera el conocimiento intencional o aquel movido por lo aprehendido y concebido para establecer si ello es asequible. Si se determina alcanzable, surge la intención eficaz pues el bien deviene en fin y se constituye en causa atrayente y meta por alcanzar. Así la inteligencia formula un juicio especulativo práctico al respecto, en orden a concebir las alternativas, posibilidades y ocasión de acción respecto de la realidad, estableciendo las razones en pro y en contra de cada una de ellas, haciendo presente las facilidades y dificultades de las distintas alternativas que se ofrecen a la acción, pasando así a determinar los correspondientes medios para alcanzar el fin, a la luz de un determinado criterio de bien y verdad. Dicho proceder implica apreciar los móviles o lo que mueve material o moralmente las cosas y los motivos que mueven a la acción, considerando las tendencias innatas o adquiridas hacia conductas posibles. En virtud de ello, la inteligencia emite un juicio práctico que determina el mejor, más fácil y eficaz curso de acción posible, con exclusión de los demás. Procede además a elegir el medio o grupo de medios adecuado para la consecución de un fin, con exclusión de los demás. Así la inteligencia procede a ejercer imperio en tanto ordena intelectualmente la serie de actos que se ejecutarán.
Decisión. En octavo término el ser humano procede a realizar la operación de la decisión o proceso consistente en el acto positivo y reflexivo de autodeterminación que implica formar juicio definitivo acerca de la realidad, el cual, una vez establecido, cierra o pone fin a la deliberación por medio de la elección de uno de los términos de las alternativas establecidas por el proceso deliberativo implicando el descarte o eliminación de las otras, para proceder a actuar en orden a los objetivos y fines dados en tiempo y espacio determinado.
Establecida la posibilidad y conveniencia o razón de correspondencia, utilidad y provecho de la acción o realidad considerada, aplicando o ejerciendo la libertad psicológica, libertad interior o libre albedrío, la inteligencia procede a tomar una decisión, implicando disponerse a realizar la ejecución o puesta en obra de un hacer determinado, esto es, a la realización de la elección, poniendo en movimiento a las facultades ejecutoras y manteniéndolas en actividad. Precisamente la decisión tiene como función la de permitir obrar al actor.
La decisión es un resultado y, por tanto, un medio; no un fin en sí. En esta perspectiva, ejecutada la acción decidida y causados sus efectos, procede ejercer el control y evaluación de la decisión y la acción para continuar el proceso de intelección, ya que cabe aprehender la nueva realidad gestada.
La deliberación implica pasar de la formación de juicios o afirmación que une o separa conceptos, a establecer las relaciones existentes entre objetos para comparar los juicios entre sí y llegar a conclusiones. Entonces, específicamente, el razonar corresponde a la aplicación del proceso de raciocinio u operación por la que a partir de dos o más relaciones conocidas, se concluye a otra relación que de ella se deriva lógicamente. La operación consiste entonces en deducir de dos o más juicios, otro juicio contenido lógicamente en los primeros.
Todo raciocinio se compone de juicios y todo juicio de ideas. Por lo tanto, si la idea es un término, el juicio es una proposición y el raciocinio es un argumento. Luego, el encadenamiento de las proposiciones que componen el argumento son las que conducen a la consecuencia del mismo. A su vez, la proposición a la que conduce el argumento es la conclusión. Las proposiciones de las que se deduce la conclusión son los antecedentes.
Como se aprecia, la posibilidad de un razonamiento real y efectivo depende de la severidad o rigor, exactitud, puntualidad y oportunidad con que las fases anteriores del proceso intelectivo sean ejecutadas. La calidad del proceso de intelección determina la calidad del razonamiento.
Como manifestación del entendimiento, es el proceso del raciocinio aquello que en realidad permite el paso de lo conocido a lo desconocido; es lo que, partiendo de un conocimiento preexistente, permite lograr establecer nuevas relaciones. En definitiva, es el raciocinio lo que faculta para crear y producir un saber nuevo y superior respecto de la realidad.
En tanto la aprehensión capta lo que se conoce y la concepción la formaliza como idea, la indagación, el análisis, la interpretación, la evaluación y el juicio se refieren a lo ya conocido, y sólo la operación del razonamiento parte de lo conocido para forjar algo nuevo y distinto. Es pues la operación del razonamiento aquello que permite trascender lo conocido para alcanzar lo desconocido, que es lo que efectivamente se necesita saber. El razonamiento no está destinado sólo a reproducir lo conocido sino que además a producir o engendrar algo nuevo.
En consecuencia, el producir inteligencia es obra del entendimiento y corresponde al proceso de engendrar un saber calificado que es consecuencia directa del seguimiento sistemático y metódico del proceso de intelección. Producir inteligencia consiste en generar intelectualmente un producto que es un saber, distinto y superior de lo conocido, ordenado y procesado. Lo producido es una idea o concepto que implica y expresa un conocimiento y entendimiento mayor y mejor de la realidad.
Correspondiendo a un saber superior, la producción de inteligencia se constata en la elaboración lógica de una pirámide conceptual y terminológica. El proceso de producción efectiva de inteligencia queda registrado en el fenómeno de mutación terminológica gradual, que va dando cuenta de la conformación progresiva de conceptos superiores que expresan estados cada vez más profundos y significativos de conocimiento y entendimiento de la realidad. Se produce así una síntesis terminológica y conceptual gradualmente progresiva, donde el concepto y el término superior plasman un saber equivalente, el que de suyo engloba y resuelve al conjunto de conceptos y términos que importan el saber en que se sustenta.
En vista de lo expuesto, categóricamente es dable afirmar que el proceso de producción de inteligencia no corresponde ni a ordenar información ni a resumir información, implicando esto último reducir a términos breves y precisos o repetir abreviadamente lo esencial de un asunto o materia, sea de modo verbal o escriturado. La producción de inteligencia no es, por tanto, un proceso de mera hilación y reducción cuantitativa de información, sino que constituye un salto cualitativo en el proceso de comprensión de la realidad. En razón de ello, la brevedad formal exigida a un informe de inteligencia, no se refiere a una síntesis o resumen del mismo nivel de la información base ni a una síntesis que sólo obedezca a una economía de términos, pues es más que eso.
En síntesis, el ser humano realiza la operación de intelección de la realidad en sus fases de aprehensión, concepción, indagación, análisis, interpretación, evaluación y deliberación para, finalmente, decidir o formar juicio definitivo acerca de la realidad y resolver como actuar racionalmente a su respecto en función de objetivos y fines predeterminados.
En consecuencia, el hacer humano debiera corresponder a la consecuencia de un proceso de meditación o reflexión que supone aplicar con profunda atención el pensamiento a la consideración de una cosa y discurrir sobre los medios de conocerla y conseguirla. El acto de intelección es placentero y fuente de certeza, seguridad y tranquilidad si se realiza de modo perfecto.
Objeto específico de la intelección. Si bien el conjunto de la realidad es objeto de la intelección humana, ésta necesariamente se particulariza respecto del acto humano, es decir, en orden al ser humano como causa. Teniendo presente que en la acción humana se distinguen los llamados hechos del hombre (actos involuntarios que corresponden a las operaciones humanas reflejas, donde no median ni entendimiento ni voluntad) y los actos del hombre (actos voluntarios que corresponden a las operaciones humanas, donde sí median entendimiento y voluntad), la acción de intelección se dirige especialmente a estos últimos, pues en ellos intervienen principalmente las facultades del entendimiento y la voluntad, vale decir, entran en juego trascendental la razón y la libertad, categorías que hacen al acto propiamente humano. Los actos humanos intencionales proceden del pensar reflexivo o consideración detenida de las cosas.
Por tanto, quien realice el trabajo de comprensión del fenómeno social debe conocer y tener presente todas las dimensiones del hombre, pero no se aboca de modo sustantivo al conocimiento de los hechos del hombre o actos humanos involuntarios, ya que en ellos no media la aplicación del entendimiento ni la voluntad. Por el contrario, la acción de intelección de la realidad humana se dirige a sostener de modo permanente, riguroso, sistemático y metódico el esfuerzo de conocer y entender los actos humanos o actos voluntarios pues en ellos intervienen el entendimiento y la voluntad, aquello que hace al acto propiamente humano. En definitiva, la comprensión del acto humano supone una consideración rigurosa de las facultades cuya operación lo constituyen.
El entendimiento es la facultad o potencia cognoscitiva racional del alma humana en virtud de la cual el ser humano entiende las cosas, a cuya realización se agrega la aplicación de la voluntad.
La voluntad es la facultad o potencia de querer que mueve a hacer o no hacer una cosa en razón de apetecer el bien presentado por el entendimiento. La voluntad corresponde así a una facultad apetitiva intelectiva expansiva y activa, en tanto se gesta como movimiento interno del ser humano que termina y se realiza en la apropiación del objeto exterior. La voluntad realiza pues el acto de querer, acto mediante el cual el ser humano quiere un objeto presentado por el entendimiento en cuanto bien que se constituye en fin. La voluntad no quiere sino lo que el entendimiento le ofrece bajo la razón de bien y por eso éste se convierte en su fin. Por tanto, en virtud de su original dependencia del entendimiento, el fin del acto volitivo es el objeto apetecido por la voluntad en cuanto bien que es dado a conocer por el entendimiento. La voluntad no puede querer sino conociendo antes lo que quiere y, como un querer actual de la voluntad siempre expresa un bien particular, necesariamente a éste tiene que precederle el juicio del entendimiento acerca de ese bien particular. Entonces es en virtud de lo conocido y propuesto por el entendimiento que la voluntad admite o rehuye una cosa, la experimenta queriéndola o aborreciéndola, incluso repugnándola. Eso significa que el hombre quiere el mal en tanto el entendimiento se lo propone como bien. En síntesis, “el hombre no obra sino después de haber querido y no quiere sino después de haber pensado”.
De esa forma, la aplicación de la voluntad está precedida por motivos de bien y mal, los cuales son motivos de la libertad. La voluntad no puede querer sin estos motivos, cuya constitución suponen un juicio previo del entendimiento. Consistiendo esencialmente la libertad en la potestad moral de querer o no querer (no en la potestad física de ejecutar lo que se quiere), de ese juicio previo depende verdaderamente el libre ejercicio de la voluntad. La libertad es, por tanto, un libre juicio de la razón porque la razón es, en el hombre, el principio y raíz de la libertad.
Pero el entendimiento no sólo propone a la voluntad el bien, sino que además puede iluminarla dándole a mirar ese bien como fin y perfección de ella. Así, el entendimiento dirige a la voluntad en términos de que, lo que del entendimiento ha de nacer, es por la voluntad que se ha de efectuar.
Las facultades aprensivas dirigen a las expansivas y necesariamente éstas tienen correspondencia con las primeras pues éstas dependen de las últimas, ya que sin ellas no pueden ejercitarse. De esta forma, el entendimiento y la voluntad se mueven recíprocamente pero no bajo una relación idéntica ya que la voluntad mueve al entendimiento con dominio de ejercicio (el entendimiento y el inteligente no se mueve ni a actuar ni a entender sino cuando así lo quiere) y el entendimiento mueve a la voluntad con dominio de especificación (la voluntad no quiere objeto alguno determinado sino cuando el entendimiento se lo ofrece en calidad de bien). En síntesis, conozco y entiendo lo que quiero y quiero lo conocido y entendido como bien.
Con todo, la voluntad puede no ser necesariamente determinada en sus actos y ésta puede determinarse contra el entendimiento. Ello ocurre cuando el entendimiento especulativo no mueve inmediatamente la acción de la voluntad, o porque los motivos de bien y mal propios del juicio práctico, no son razones suficientes del querer.
Conforme a su naturaleza, el proceso de intelección de los actos humanos o puestas en ejercicio del entendimiento y voluntad, siempre han de ser apreciadas en tiempo y espacio concreto, considerando sus constantes limitaciones, potencialidades y degradaciones. Por su parte, las limitaciones del acto humano son los sentimientos, pasiones, emociones, ignorancia, error; miedo y violencia. Las potencialidades corresponden al desarrollo de las virtudes de fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Las degradaciones o vicios corresponden a las manifestaciones de soberbia, avaricia, lujuria y gula, envidia, pereza e ira.
Por tanto, al ocuparse el proceso de intelección de los procesos intelectivo y volitivo de los actos humanos, la atención ha de dirigirse al conocimiento y entendimiento de la causa, fin, objeto y circunstancias de dichos actos.
Dada la condición espiritual, racional y libre del ser humano, la causa corresponde a aquel principio de realidad que es asumido como razón fundamental por la que se discurre acerca de ella y se decide acción a su respecto. La causa opera como origen y fundamento del actuar humano. La causa constituye un motivo, esto es, aquello que tiene la virtud de mover eficazmente al ser humano en función de un objeto y fin, en determinadas circunstancias. El grado de conciencia de la causa define una intención y una determinación que se expresa en el grado de energía con que un agente humano se aplica al proceso de consecución de un objetivo y fin en circunstancias determinadas.
El fin corresponde a la finalidad última que se propone el que realiza la acción, en tanto es un término que consuma una cosa o intención, siendo la instancia que revela el por qué se hace una cosa. Oswald Spengler observa con precisión que es con los “fines” que “comienzan las verdaderas decisiones de la historia”. El objeto es aquello que se tiene que hacer para alcanzar el fin anhelado y corresponde a aquello a que tiende el acto por su naturaleza, independiente de las circunstancias que puedan agregársele. Objeto y fin se encuentran en una relación de medio a fin en un marco de circunstancias determinadas.
Las circunstancias son aquellas condiciones accidentales que rodean el acto humano y que modifican la moralidad sustancial que sin ellas ya tenía. Estas se refieren al quien, qué, dónde, con qué, por qué, cómo y cuándo se realiza un determinado acto humano. El “quién” se refiere a la cualidad o condición de la persona que realiza la acción. El “qué” se refiere a la cantidad o cualidad del objeto. El “dónde” se refiere al lugar donde se realiza la acción. El “con qué” se refiere a los medios utilizados para ejecutar la acción, sean éstos lícitos o ilícitos. El “por qué” se refiere al fin intentado en la acción. El “cómo” se refiere al modo moral con que se realiza el acto humano, situación que determina con qué grado de advertencia o deliberación actúa la persona. El “cuándo” designa la cualidad de tiempo o la duración de la acción.
B.- Sujeto del proceso de intelección de la realidad
En términos históricos se define al analista como aquella persona que se dedica a configurar anales, es decir, a establecer y registrar relaciones de sucesos por años. Actualmente se denomina analista a quien ejerce profesionalmente la función de conocer, entender y explicar la realidad social y política. Sin embargo, en virtud de tal pretensión, la denominación y función de analista resulta impropia a tal efecto. Esto por cuanto, como su denominación lo indica, en rigor el analista sólo verifica la función que le es propia, vale decir, la de ejecutar la fase de análisis del proceso de intelección. Entonces, por definición el analista está limitado a su campo de acción y no ejecuta la totalidad de las fases del proceso de intelección, razón por la que no está en capacidad de formar y emitir juicio cabal respecto de la realidad.
Por tanto, más que hablar de analistas, en realidad cabe concebir al intelector. El intelector es aquella persona calificada que realiza el proceso de intelección completo y especializado de la realidad en orden a establecer el contenido, significado, valor y sentido fundamental conferido por el ser humano a los factores que la constituyen para, a partir de criterios de bien y verdad, decidir y ejecutar acciones racionales destinadas a alcanzar objetivos y fines en tiempo y espacio determinado.
En términos específicos, el intelector es el sujeto que opera como agente inteligente de la realidad, es decir, aquel que realiza el principio intelectivo por medio de una operación de inteligibilización o intelección completa, constante y especializada de la realidad.
Como se indica, el analista sistamatiza información y, por tanto, describe la realidad, significando que ordena y reproduce información conocida. Por el contrario, el intelector produce inteligencia, vale decir, gesta nuevo saber, genera un conocimiento y entendimiento que no se tenía, lo cual es el objeto propio de la inteligencia.
De esta forma, el fin del intelector consiste en fundar un saber calificado, superior, cierto, seguro y oportuno destinado a orientar la intervención de la realidad y a estructurar el dominio sustantivo de ésta en tiempo y espacio determinado.
A su vez, el objetivo del intelector consiste en realizar un proceso de intelección cabal y radical de la realidad para formar idea clara, precisa y completa a su respecto y permitir a una fuerza alcanzar racional y oportunamente sus objetivos y fines en tiempo y espacio determinado.
Por tanto, la función del intelector consiste en actuar como agente calificado del proceso de intelección cabal de la realidad, en orden a conocerla, entenderla y explicarla racionalmente para fundar un razonamiento superior que permita decidir y ejecutar eficazmente una acción de intervención intencional de ésta en tiempo y espacio determinado.
En definitiva, la misión del intelector consiste en establecer un juicio de realidad para luego emitir un juicio de valor de la realidad en orden al proceso de consecución del los propios objetivos y fines dados en tiempo y espacio determinado.
Siendo imposible conocer y entender cabalmente la realidad a partir de un saber ordinario y común, para lograr una comprensión debida de la realidad resulta imprescindible un saber superior y calificado. La constitución de este tipo de saber requiere un sujeto equivalente, vale decir, un sujeto superior y calificado. A este efecto se requiere una persona efectivamente capaz de tal tipo de saber.
Por definición el intelector debe ser capaz de alcanzar la formulación de un juicio de realidad, superando el juicio instintivo que deriva de la facultad estimativa y que no excede el orden sensible u orgánico. Esto por cuanto sólo un íntegro juicio de realidad le ha permitir formular un justo juicio de valor de realidad. Si el instinto es un principio interno de acción, en cuya virtud el animal se inclina necesariamente al objeto aprehendido y sus movimientos o manifestaciones afectivas (como el amamantar a sus hijos o huir de sus enemigos), ello supone algún conocimiento de las cualidad del objeto, lo cual ciertamente no es suficiente para la capacidad de comprensión racional de la realidad que es propia del ser humano. Por tanto, si se supone que el intelector es un sujeto superior y calificado, para detentar esta calidad, la persona que oficia de tal debe poseer las correspondientes condiciones y capacidades para ejercer tan vital función. En definitiva, el intelector ha de operar según su propia y natural condición, esto es, cual “alma intelectiva”.
Saber superior y calificado. El intelector debe ser capaz de un saber superior y calificado. Tal superioridad y calificación la constituye el mismo individuo en función de su aptitud y capacidad de establecer de modo efectivo el saber significativo requerido, esto es, aquel sustantivo y profundo. Se trata de un saber que es superior por su calidad, profundidad, intensidad, extensión, duración y trascendencia. Es asimismo superior en tanto posee la virtud para producir eficazmente el efecto que le es propio, en este caso, el permitir que se comprenda y califique de modo cierto y seguro las cosas en sí mismas o en sus razones de ser, en términos de explicar racionalmente la realidad. Es un saber calificado en tanto tiene el mérito y requisitos necesarios para permitir que se aprecien o determinen de manera cierta y segura las propiedades o circunstancias de la realidad. Es un saber superior y calificado en tanto deriva de un juicio y no de un pre - juicio o juicio previo, un ante – juicio incompleto e inoportuno que lleva al tópico, al estereotipo y la generalización sin fundamento. Un proverbio árabe establece: “Las personas son enemigas de aquello que ignoran”. Con todo, el del intelector ha de ser un saber superior y calificado porque, además, con certeza distingue entre la simple erudición y lo verdaderamente pensado y sabido.
Saber cabal y radical. El intelector debe ser capaz de un saber cabal y radical. El intelector debe tener la capacidad de aprehender todas las dimensiones de la existencia humana e integrarlas en un saber significativo y profundo. Por ello el intelector debe ser capaz de conocer y entender las causas primeras de las cosas ya que sólo así podrá determinar a cabalidad los contenidos, significados, valores y sentidos de las causas segundas. Si sólo es capaz de conocer y entender causas segundas, jamás será capaz de aprehender las causas primeras. Permanecer en el nivel de las causas segundas es asegurar la imposibilidad de conocer y entender cabalmente la realidad, lo que limita o simplemente impide la concepción y ejecución de acciones efectivas. Al efecto, las cosas se conocen cuando se juzga que no se ignora su causa. Siguiendo términos de Martin Heidegger, el intelector debe ser capaz de distinguir y determinar “el fundamento del fundamento”, es decir, la base del fundamento de la realidad (“der Grund des Fundaments”). En estos términos, el intelector debe operar como el filósofo, por cuanto su tarea definitiva es pensar en serio. Precisamente, el philosophos es aquel que ama la sabiduría. Aristóteles indicaba: “Por natural disposición los seres humanos aspiran a la lucidez”. Por ello el intelector ha ser “amigo de la sabiduría”. Con razón Alexander Pope (1688 – 1744) consigna: “El escaso conocimiento es una cosa peligrosa”. Advertía el escritor español Baltasar Gracián (1601 – 1658): “Hay mucho que saber, es poco el vivir, y no se vive si no se sabe… No vive vida de hombre sino el que sabe”.
Intelección inteligente. El intelector debe ser un sujeto inteligente. Siendo un inteligente en tanto realiza la operación de intelección de la realidad, también debe poseer la facultad intelectiva suficiente para ser capaz de realizar cabalmente tanto el proceso de intelección de la realidad como el proceso completo del pensamiento. En esta perspectiva, el intelector, por una parte ha de ser capaz de sostener el proceso de intelección de la realidad con la completitud, complejidad y profundidad requeridas para lograr una efectiva identificación, distinción y separación de sus partes hasta lograr la definición de sus principios y elementos constitutivos para determinar la naturaleza de las cosas, las cualidades de éstas y las relaciones existentes entre ellas. Por otra, el intelector debe ser de suyo apto para ejecutar la operación de concepción de las ideas, proceso que consiste en captar lo que las cosas efectivamente son; la operación del juicio consistente en afirmar o negar una relación de conveniencia entre varias ideas; y la operación del raciocinio consistente en establecer nexo lógico entre varios juicios. El intelector tiene la especial responsabilidad de pensar, vale decir, de realizar “la cosa más fuerte y más continuamente ejercida en todos los grados de la vida”. El intelector ha de utilizar la inteligencia para saber y, aún más, para alcanzar la razón mayor y mejor, esto es, la sabiduría.
La norma bíblica enseña: “La mente inteligente busca el saber… Para el inteligente, el saber es cosa fácil… La sabiduría vale más que las piedras preciosas… Más vale adquirir sabiduría que oro; más vale entendimiento que plata… La sabiduría es vida para quien la obtiene; dichosos los que saben retenerla… Adquiere sabiduría y buen juicio… Ama la sabiduría, no la abandones… La sabiduría es la meta del inteligente… El que piensa sabiamente, se sabe expresar, y sus palabras convencen mejor…El que tiene la sabiduría es el verdadero inteligente; las palabras acertadas atraen la adhesión”.
Oscar Wilde (1854 – 1900) reflexiona: “La fuerza bruta aún puede tolerarse, pero la razón bruta en modo alguno”. El poeta escocés William Drummond (1585 – 1649) recuerda: “El que no quiere razonar es un fanático; el que no sabe razonar es un necio; el que no se atreve a razonar es un esclavo”. Siguiendo la idea del poeta Johann Hölderin (1770 – 1843), el intelector ha de ser “rico en pensamientos” para no ser “pobre en actos”.
En su obra “Aurora”, el filósofo Friedrich Nietzsche (1844 – 1900) recuerda: “Hay, primero, pensadores superficiales; segundo, pensadores profundos, que ven en las profundidades de las cosas; y, tercero, pensadores fundamentales, que descienden hasta el fondo último de las cosas, lo que tiene más valor que asomarse simplemente a las profundidades. Por último, hay pensadores que sumergen la cabeza en la ciénaga, lo que no debe tomarse como una muestra de profundidad ni de pensamiento profundo”.
Intelección inteligenciada. El intelector debe ser un sujeto inteligenciado, esto es, instruido, enterado, diestro y dispuesto, a partir de una condición de integridad moral base y de la posesión de una memoria activa. Esto significa que el intelector debe detentar la “enkyklos paideia”, vale decir, el conjunto de conocimientos necesarios para un hombre instruido. Además, el intelector debe ser capaz de alcanzar un nivel y una integridad intelectual que le permita cumplir satisfactoriamente su función de aprehensión, concepción, indagación, análisis, interpretación, evaluación y deliberación acerca de la realidad. Tal como previene Ernst Jünger, el intelector no puede ser uno más de los “innumerables analfabetos en las nuevas cuestiones del poder”.
Por definición, el intelector debe sostener una acción constante de adquisición, incremento y perfeccionamiento de un caudal de conocimientos generales y específicos que le permitan ser docto y dominar una o más ciencias y, a partir de este proceso, llegar a ser diestro o experto en el oficio de inteligir la realidad y hacerla patente en sí misma. La constitución de una progresiva integridad intelectual implica una vasta cultura general y un alto grado de conocimiento especializado, únicas instancias que permiten superar los estados de ignorancia o falta del conocimiento debido y de error o falsa percepción de la realidad.
Sólo la formación permite al intelector apreciar debida y cabalmente la información. La información sin formación no es nada; con suerte, sólo un dato. Como siempre, y contrariamente a lo que se convencionalmente hoy se repite, la dificultad para determinar con propiedad la realidad no radica en el exceso de información sino en la falta de formación. De hecho, precisamente todo el avance científico – tecnológico que acelera el proceso de generación y transmisión de información es el que permite una estructuración y actualización constante de la misma. No hay pues excusa para no disponer permanentemente de información ordenada y actualizada. Por tanto, el verdadero problema radica en el impropio proceso de formación y desarrollo de la capacidad de conceptualización profunda necesaria para el juicio sintético. En rigor, no hay malos intelectores, sólo sujetos perezosos y descuidados.
Lo propio de un intelector es formarse leyendo y estudiando libros que forman el criterio o norma para conocer la verdad, no limitándose jamás a memorizar manuales que eventualmente sólo desarrollan técnicas y fórmulas o recetas mínimas. Los manuales sólo tiene forma de libro; no son libros propiamente tales en tanto portan resúmenes de contenidos y se dirigen desarrollo de habilidades, pero no al cultivo significativo de la inteligencia. Una formación profesional sólo basada en manuales hará que las ideas de los hombres carezcan de profundidad y sus actos adolezcan de altura. Gustav Le Bon previene: “Guardémonos de creer que se ha edificado una ciencia cuando se la ha reducido a fórmulas analíticas… El arte que nos hace descubrir no reside en el cálculo, sino en la atenta consideración de las cosas, durante la cual el espíritu procura ante todo formarse una idea”.
Con todo, estando el intelector obligado a juicios íntegros, complejos y completos, la calificación de la acción intelectiva no queda reducida a la posesión de un grado académico y a la aplicación de ciertos métodos o procedimientos analíticos formales, sino que está fundamentalmente referida a la posesión de una efectiva capacidad de aprehensión y comprensión cabal del entorno. En esa perspectiva, siendo su función la determinación del estado real de las cosas, el intelector debe llevar a cabo un proceso de intelección permanente de la realidad, debiendo estar siempre dispuesto o con ánimo favorable a aplicarse a la tarea que le es propia, cualquiera sea su área de desempeño.
El intelector no debe convertirse en un “hombre que usa más palabras de las necesarias para decir más de lo que sabe”, debiendo precaverse de llegar a ser “un hombre que no entiende nada de lo que sabe”. En estas circunstancias, el problema radica en que no pocos analistas se comportan como “bípedos potentes” pero, en realidad, “no saben nada de aquello para lo cual tienen poder... intelectualismo sin raíces”. Estando sometido a juicio, ya Sócrates advertía en su tiempo respecto de la “gran abundancia de hombres que creen saber y que poco o nada saben”. Después, con desgraciado acierto se sentenciará: “Es que son legión los que sólo atinan a aprender para repetir sin procurar lograr comprender para saber”. El libro hindú Pantchatantra recuerda: “La mayor de las pobrezas es la poca riqueza de conocimientos”. Sócrates indica: “Sólo hay un bien: el conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia”. Goethe agrega: “No hay espectáculo más terrible que la ignorancia en acción”.
Advierte Francois de la Rochefoucauld (1613 – 1680): “La diligencia en creer el mal sin haberlo examinado suficientemente es un efecto del orgullo y la pereza… El espíritu se aficiona por pereza y por costumbre a lo que le es fácil y agradable. Este hábito pone siempre límites a nuestros conocimientos… Tenemos más pereza en nuestro espíritu que en el cuerpo”. El emperador romano Marco Aurelio recuerda entonces: “¿Cuál es, pues, el alma instruida y sabia?... Aquella que conoce el origen y fin de los seres; aquella sabiduría que penetra la naturaleza toda y preside al gobierno del mundo en el curso de los siglos”. Al intelector cabe entonces resistir y superar lo que Karl Löwith llama “tiempos de indigencia” en el pensar. Entonces, utilizando una expresión del filósofo Martin Heidegger, respecto de un intelector jamás debiera poder decirse que “piensa demasiado corto”.
En “Hamlet”, Shakespeare previene: “Nunca habed de cruzar los brazos de esta manera, o hacer este movimiento con la cabeza, ni pronunciar frases equívocas como: sí, sí, nosotros sabemos…”. Si Tales advertía que “muchas palabras nunca indican mucha sabiduría”, después Matthew Prior dirá: “Es cosa notable que los que más hablan son los que menos tienen que decir”. Quilón previene así: “No corra tu lengua más que tu pensamiento”. La misma norma bíblica establece con claridad: “Cuidar las palabras es cuidarse uno mismo; el que habla mucho se arruina solo”. Agrega esta misma disposición: “De cada palabra vana que los hombres digan habrán de dar cuenta en el día del juicio… El hombre con experiencia no habla demasiado, el inteligente se toma su tiempo antes de hablar”.
Es en esta perspectiva que también conviene recordar aquello que para Santa Teresa de Ávila resulta ser un principio fundamental: “Lee y conducirás, no leas y serás conducido”. Sin embargo, Clarence Finlayson denota críticamente que, por lo general, aún los afectos a la lectura en América Latina leen libros con un “desordenado empeño de acumulación sin fundamentos… Hay gente que raciocina con los argumentos leídos en una novela y puestas en boca de los protagonistas… Los sudamericanos pecan por la vaguedad y la acumulación sin fundamentos ideológicos”. El director de orquesta Pinkas Zuckermann recuerda que, para la interpretación adecuada de cualquier pieza musical, “cada día debes ir a los fundamentos”.
Intelección objetiva. El intelector también debe ser capaz de llevar a cabo un proceso de intelección objetiva de la realidad. La objetividad está referida al reconocimiento y definición rigurosa de los hechos en sí, de lo esencial de las cosas, con independencia de la apreciación personal que el analista tenga a su respecto. El intelector no debe olvidar que lo verdadero es el hecho o acontecimiento mismo, el hecho en sí (verum ipsum factum). Por eso los hechos no deben ser mistificados ni omitidos sino considerados total y severamente pues “si mitificar los hechos es peligroso, puede ser peor hacerles caso omiso”. Categóricamente se sentencia: “El comentario es libre, pero los hechos son sagrados”.
El intelector ejecuta una operación trascendente en tanto es precisamente la intelección objetiva aquello que permite conocer y entender al hecho en sí, lo que es vital para el intelector ya que sólo puede emitir juicio cabal acerca de lo que efectivamente conoce y entiende. Sólo conociendo acabadamente la realidad es posible entenderla adecuadamente, y sólo conociendo y entendiendo cabalmente es posible conceptualizar, juzgar y razonar con propiedad acerca de las cosas de la realidad. En definitiva, sólo conociendo bien se puede entender bien y sólo entendiendo bien es posible deliberar bien, decidir bien y ejecutar bien. La determinación objetiva de los hechos es esencial incluso para emitir un juicio respecto de las cosas personales de la realidad ya que, en rigor, sólo se puede aceptar o rechazar con fundamento lo que efectivamente se conoce y entiende.
Un aspecto importante es que la consideración objetiva de la realidad no significa justificar la realidad constatada con rigor, porque entender a cabalidad un hecho social o político no significa justificarlo moralmente al momento de expresar dicha racionalización. Entender objetivamente es un acto anterior y distinto a justificar o pretender hacer justa una realidad. La eventual justificación de los hechos, esto es, el dar por justa una realidad, queda sujeta al arbitrio y responsabilidad de quien emite juicio moral a su respecto.
En este mismo contexto, el intelector también debe tener clara la relación existente entre objetividad y subjetividad. Habitualmente se afirma la imposibilidad del juicio objetivo pues éste necesariamente sería siempre subjetivo. A pesar de que esta creencia está ampliamente difundida, es convicción que esta eventualidad sólo se produce cuando se confunden o tergiversan los términos de las categorías de intelección.
Claramente se afirma la posibilidad del juicio objetivo ya que se afirma un principio intelectivo simple y realista, basado en una relación fundamental: objetividad, si; subjetividad, si; neutralidad, no. La relación se establece al constatar que la existencia real y efectiva de una cosa (objetividad), percibida desde la interioridad del ser humano (subjetividad), es una cuestión distinta de la inclinación natural (no neutralidad) que cada persona tiene o pueda tener respecto de la realidad objetivamente constatada, por y desde la subjetividad. En este sentido, la no neutralidad no impide la objetividad. De hecho, la determinación de la cosa en sí, de su significado, valor y sentido, necesariamente es un paso anterior y distinto al juicio de conveniencia personal respecto de ella. Precisamente, la inclinación debiera corresponder a una operación distinta y posterior a la determinación de lo que una cosa efectivamente es, y al significado, valor y sentido que ésta tenga para un fin determinado.
Considerando lo subjetivo como lo perteneciente o relativo al sujeto y considerado en oposición al mundo externo, y lo objetivo como lo perteneciente al objeto en sí y no referido a un particular modo de pensar o sentir, se trata de reconocer primero lo que existe realmente, fuera del sujeto que lo conoce, para luego proceder éste a formular un natural, legítimo y necesario juicio de apreciación y conveniencia personal. Ciertamente la objetividad se resuelve en la subjetividad, pero no equivale ni se reduce a ésta.
Con todo, la objetividad no se contrapone a la afectividad ya que esta última, que se encuentra referida al querer y es expresión de la subjetividad, es una expresión humana natural, legítima y necesaria. Así, en términos de un proceso intelectivo riguroso, estas instancias sólo se aplican en momentos distintos. Aunque siempre presente, no es válido que la afectividad intervenga al momento de establecer el juicio de de realidad; sólo lo es al instante en que se emite el juicio de valor conferido y reconocido en una determinada realidad.
Entonces, primero el intelector ha de proceder a formular un juicio de realidad para sólo luego proceder a establecer el juicio de valor de dicha de realidad. Sin la determinación de un efectivo juicio de realidad no será posible un juicio de valor de realidad verdaderamente fundado.
El juicio de realidad corresponde al juicio que nace de la constatación cabal de una determinada realidad en sí misma, con independencia de la condición y posición del intelector, vale decir, sin referencia a la conveniencia o inconveniencia que dicha realidad representa para los principios, valores, intereses, objetivos y fines de quien intelige la realidad. El juicio de valor de realidad corresponde al juicio que nace de la inicial constatación cabal de una determinada realidad en sí misma y de su posterior valoración conforme a los principios, valores, intereses, objetivos y fines de quien intelige la realidad.
La objetividad es posible en tanto el rigor intelectual y moral permite definir las cosas en sí, de modo distinguido de la apreciación de conveniencia personal que ésta representa al propio parecer del intelector. Precisamente, el proceso de intelección sistemática y metódica de la realidad constituye un completo instrumental categorizado que permite formar un juicio objetivo de la realidad. Al efecto, el rango de objetividad posible queda definido por el rigor con que se apliquen las categorías y métodos de intelección.
Desgraciadamente, no son pocos los que aducen la imposibilidad del juicio objetivo, al simple efecto de no verse sometidos al exigente rigor intelectivo y encubrir así estados de ignorancia, flojera o franca incapacidad personal. Categóricamente se afirma que “la tendenciosidad inextirpable de la historia”, simplemente, es un vicio. Siendo plenamente posible establecer objetivamente la realidad, Karl Kraus (1874 – 1936) afirma: “Las verdades reales son aquellas que no pueden ser inventadas”. Por ello, Niccolo Maquiavelo postula la necesidad de “ir directamente a la verdad efectiva”. Claramente el filósofo Friedrich Nietzsche exhorta a “no hacer de la pasión un argumento a favor de la verdad”.
Intelección equilibrada. El intelector debe ser capaz de llevar a cabo un proceso de intelección equilibrada de la realidad. La intelección de la realidad supone un equilibrio y armonía en su ejecución, razón por la que el intelector debe ser capaz de sopesar todas las dimensiones y niveles de la realidad, capaz de racionalizarlas completa y adecuadamente. Que el hombre no vea más estrellas de las que tiene enfrente al mirar el cielo, no significa que no existan las demás que constituyen el cosmos. El ser humano debe buscar conocer y entender toda la realidad que le sea posible aprehender. Además, el intelector ha de ser capaz de imparcialidad en el juicio o de razonar con falta de designio anticipado o prevención a favor o en contra de personas, preceptos o cosas. El intelector debe tener presente la enseñanza del emperador romano Marcus Aurelius Antoninus (121 – 161): “Ni te desazone el presente, ni el futuro te asuste”.
Intelección autónoma. El intelector debe poseer la capacidad de sostener un proceso de intelección autónoma de la realidad. El intelector ha de realizar el proceso de intelección de la realidad de modo libre y autónomo, esto es, con independencia o sin sujeción a una imposición que perturbe o altere total o parcialmente la esencia o forma de las cosas y el consecuente juicio de realidad que objetivamente resulta del proceso de una consideración propia de los hechos. Al efecto, el ensayista Ernst Jünger considera que “la palabra ‘autoría’ es sólo otro nombre para decir ‘independencia’…”. En este sentido, el intelector debe actuar prescindiendo de respetos, halagos o amenazas que pudieran doblegar la formulación de sus juicios de realidad. Como lo indica Ernst Bloch respecto de los intelectuales, se trata de actuar tanto “sin falsear como sin abdicar”. El intelector debe proceder propiamente con un “albedrío libre, recto y sano”.
En términos personales, un proceso de intelección autónoma supone un ánimo y actitud crítica respecto tanto de los propios procederes intelectivos como de las apreciaciones formuladas. Así, siempre procede un sometimiento a examen atento, cuidado y permanente de los modos de operación intelectivos personales para corregir y superar oportuna y adecuadamente aquello que pudiese impedir la formación de un juicio cabal de realidad. Asimismo, la conducta autocrítica consiste en una alta crítica destinada a cuestionar lo discernido o apreciado ya que existe la necesidad de justificar toda pretensión de conocimiento, exhibiendo la base organizada en las cuales se apoya. Este es un procedimiento útil para conocerse a sí mismo y mejorar el rendimiento profesional. El proceso de intelección progresa en la medida en que una etapa de su desarrollo resuelve los problemas que la derrotaron en la anterior, sin perder nada de las soluciones ya logradas.
Ciertamente no se trata de una comportarse cual criticón que todo lo censura y moteja, sin perdonar aún las más ligeras faltas. Tampoco de convertirse en un criticastro, esto es, un sujeto que sin apoyo de fundamento o doctrina censura y satiriza constantemente. Debe observarse que se trata de una práctica crítica, no escéptica. El crítico es una persona capaz y dispuesta a repasar por sí misma los pensamientos propios para determinar si son o no correctos. El escéptico es aquel no dispuesto a pensar sobre si los pensamientos propios son o no correctos, razón por la cual tampoco sus observaciones, afirmaciones o negaciones han de ser tomadas en serio.
En perspectiva crítica, el intelector debe dominar la lógica de la interrogación; cada paso del razonamiento depende de plantear bien la pregunta correcta. La pregunta es la fuerza motivadora del proceso intelectivo que permite conocer y entender la realidad, superando error e ignorancia. Sócrates enseñaba a sus discípulos haciéndoles preguntas, les enseñaba la manera de hacérselas ellos mismos y les demostraba cuán asombrosamente se iluminan las cuestiones más oscuras cuando uno se plantea preguntas inteligentes, no esperando que una mente en blanco de pronto se ilumine y aprehenda todos los hechos.
Además de la necesaria autocrítica, el ánimo y actitud crítica propia de una intelección autónoma supone en el intelector un ánimo y actitud de inquisición profunda de la realidad. El intelector no debe olvidar que tiene el deber de sostener una actitud intelectual crítica. El intelector no debe olvidar que tiene el poder de rechazar lo que explícitamente declaran sus autoridades; aún éstas dependen del dictamen del intelector. Al efecto, el intelector debe tener presente que siempre existe la “intrahistoria” o “historia de la historia”.
El intelector no debe temer plasmar su sentido crítico a través del ejercicio de la discusión. El empleo por parte de los romanos de las palabras latinas “intelligere” y “disserere” acredita que, tomándolas del vocabulario agrícola las palabras que significaban espigar y sembrar, buscaban establecer la diferencia entre entender y discutir. De esta forma, no se sale de la esterilidad mental sin espigar (entender) ni sembrar (discutir). No hay pues conocimiento fértil sin entendimiento crítico ni discusión o contender y alegar razones contra el parecer de otros.
El poeta Friedrich Hebbel (1813 – 1863) aprecia: “No hay censura que no sea útil: La censura que no nos hace conocer el propio defecto, nos hace conocer el defecto ajeno: el defecto del censor”. Agrega asimismo: “También hay espejos en que uno puede ver lo que le falta”. Por último, el mismo Hebbel recuerda: “Todo el mundo se duele de su memoria y nadie de su juicio”.
Intelección sistemática. El intelector debe ser capaz de llevar a cabo un proceso de intelección sistemática de la realidad. La operación de intelección será sistemática en tanto corresponda a una totalidad de conocimiento ordenado según un determinado principio. El intelector debe ajustar su operación a un determinado sistema de intelección de la realidad, esto es, a un conjunto de principios y reglas estudiadas, ordenadas y orgánicamente enlazadas entre sí. Sólo un riguroso seguimiento de éstas le permitirá un desarrollo completo y racional del proceso de intelección de la realidad.
Es el proceso de intelección sistemática aquello que facilita el esclarecimiento de la realidad para exponerla y considerarla cabalmente, permitiendo un razonamiento lúcido y fructífero a su respecto. En este sentido, tal como lo indica Georg Friedrich von Hardenburg (1772 – 1801, Novalis) respecto de los poetas, la intelección sistemática permite al intelector actuar como “telar de ideas”. En la operación sistemática del proceso intelectivo radica el fundamento y la fuerza del intelector.
Intelección metódica. El intelector debe ser capaz de llevar a cabo un proceso de intelección metódica de la realidad. El intelector ha de operar metódicamente, vale decir, siguiendo el orden impuesto a las diligencias necesarias para llegar a un fin utilizando un procedimiento que debe ser seguido desde las ciencias para hallar la verdad y enseñarla. Implica un modo de hacer y decir las cosas con orden, procediendo de modo analítico y sintético, esto es, descomponiendo o pasando del todo a las partes, o bien, componiendo o pasando de las partes al todo.
El método tiene por efecto disciplinar el espíritu, excluir de sus investigaciones el capricho y la casualidad, adaptar el esfuerzo a las exigencias del objeto, determinando los medios de investigación y el orden de ésta. Sin embargo, el intelector debe recordar que el método no se basta a sí mismo; para ser fecundo, implica inteligencia y talento ya que es un medio o ayuda para las facultades humanas y no un sustituto de éstas. Asimismo, el intelector debe recordar que el método a aplicar depende de la naturaleza del objeto de las ciencias; cada categoría de ciencia exige el empleo de un método distinto. Desde su perspectiva, G. W. F. Hegel sentencia: “El método es la fuerza absoluta... cualquier cosa es concebida y conocida en su verdad sólo cuando está totalmente sometida al método”. El escritor español Baltasar Gracián (1601 – 1658) indica lo principal: “Es esencial el método para saber y poder vivir”.
Entendiendo que el método es la “vía mediante la cual se logra un fin” y que éste “no es la esencia, sino la conciencia de la ciencia”, en su formulación y aplicación se trata de “evitar el rigor sin relevancia y la relevancia sin rigor”. El intelector debe estar abierto a las innovaciones metodológicas, debiendo evitar en su formulación tanto el hiperfactualismo como la hiperabstracción. Diderot afirmaba: “La sensibilidad apenas caracteriza al gran genio. No es su corazón sino su cabeza quien lo hace todo”. Al decir de Montaigne, “vale más una cabeza bien construida que una cabeza bien llena”. Más aún, los intelectores y los sistemas institucionales que los convocan nunca deben olvidar que la mecánica no siempre se acomoda con lo verdadero y que “la costumbre no es garantía de certeza”.
Si de método se trata, es claro que el intelector no puede ser un sujeto limitado a la copia o adaptación por vía del método de “tijeras y engrudo”, procedimiento utilizado por generaciones y que es expresión típica de un conocimiento y entendimiento inmediato, primario e improvisado sometido directamente a sensaciones y emociones. El analista de “tijeras y engrudo” trabaja con mínimas normas de eficiencia científica y por ello se protege de ver la verdad acerca de sus propios métodos mediante la elección cuidadosa de temas con los cuales puede “salir adelante”. De hecho, los analistas de “tijera y engrudo” se especializan en temas, períodos o circunstancias, pero nunca asumen la intelección de procesos. Tratan de seguir viviendo como siempre lo han hecho, sin progresar y sin avanzar. En vista de tal realidad, siguiendo a lord Acton, cabe considerar que el verdadero el intelector ha de “estudiar problemas, no (sólo) períodos”. Nadie sobrevive si no es resolviendo los problemas que se presentan en la vida; ésta no se resuelve describiendo situaciones. Y la capacidad de solucionarlos proviene del poder para resolverlos. En el sentido del método establecido, el progreso no es el mero reemplazo de lo malo por lo bueno, sino de lo bueno por lo mejor.
Intelección íntegra. El intelector debe ser capaz de llevar a cabo un proceso de intelección íntegra de la realidad. Quien realiza el proceso de intelección debe ejecutarlo de modo completo y recto, disponiéndose a superar la ignorancia y evitar el error. Para producir una intelección propia, el intelector debe vencer su ignorancia o falta de saber, procurando acceder a lo que se puede y debe saber. Asimismo, el intelector debe evitar el error o falsa percepción de la realidad o no conformidad del juicio con las cosas. Entonces, si la ignorancia consiste propiamente en no saber nada ni afirmar cosa alguna, el error consiste en no saber y afirmar creyendo que se sabe; es una ignorancia que se ignora.
El intelector debe tener presente que el error tiene causas lógicas que provienen de la natural debilidad del espíritu en tanto falta de penetración, de atención y de memoria. Con todo, esta natural imperfección humana nunca es por sí misma causa suficiente del error. El intelector también debe advertir que el error tiene, entre otras, causas morales, como son la vanidad, cuando se confía demasiado en las propias luces; el interés, por el cual se prefiere las aserciones que nos favorecen; y la pereza, por la cual se retrocede ante la información y el trabajo necesarios, aceptando sin examen los prejuicios corrientes, la autoridad de los falsos sabios, los equívocos del lenguaje, etc.
En esta perspectiva, si el error tiene causas lógicas y morales, el intelector debe combatir los primeros con acciones lógicas tendientes a constituir una higiene intelectual y a desarrollar la rectitud y vigor del espíritu, lo que se logra mediante la metódica aplicación de las reglas de la lógica, el control de la imaginación y el desarrollo de la memoria. Asimismo, y siendo naturalmente los más importantes, el intelector debe combatir los errores morales mediante el desarrollo del amor a la verdad, que mueve a desconfiar de uno mismo, a juzgar con perfecta imparcialidad, procediendo con paciencia, circunspección y perseverancia en la búsqueda de la verdad.
Conforme a lo anterior, el intelector también ha de cuidarse de los sofismas o razonamientos erróneos que se presentan con apariencia de verdad. Ello por cuanto el error bien puede provenir del lenguaje (sofismas de palabras o verbales) o bien de las ideas (sofismas de ideas o cosas) que entran en el razonamiento. El intelector debe actuar atenta y cuidadosamente ante los sofismas verbales en razón de la aparente identidad de ciertas palabras (equívoco, confusión del sentido y metáfora). Igualmente, debe actuar con rigor ante los sofismas de ideas o cosas, sea éste de inducción (accidente en tanto se toma por esencial lo que no es sino accidental, e inversamente; de ignorancia de la causa en tanto se toma por causa un simple antecedente o circunstancia accidental; enumeración imperfecta en tanto se saca una conclusión general de una enumeración insuficiente; falsa analogía en tanto se concluye un objeto al otro, a pesar de su diferencial esencial) o de deducción (falsa conversión y oposición ilegítima; ignorancia de la materia o asunto, consistente en probar ya otra cosa ya más o menos aquello de que se trata; petición de principio consistente en tomar por principio del argumento aquello de que se discute; círculo vicioso consistente en demostrar, una por la otra, dos proposiciones que tienen ambas la misma necesidad de ser demostradas).
El intelector debe tener presente que para refutar los sofismas de palabras, no existe otro medio que criticar sin compasión el lenguaje, para así determinar con exactitud el sentido de las palabras. También los sofismas de ideas deben ser refutados mediante la examinación desde la materia y desde la forma.
Así entonces, para la integridad requerida, el intelector debe establecer un criterio de verdad o criterio de certeza, pudiendo ser estos particulares en tanto son los propios de cada orden de verdad, o bien corresponder a un criterio supremo de verdad y certeza, el cual consiste en el signo distintivo de toda especie de verdad. Este criterio supremo corresponde al criterio de la evidencia o plena claridad con que la verdad se impone a la adhesión de la inteligencia. El intelector debe tener presente que la evidencia es el motivo supremo de la certeza, porque es el esplendor de la verdad y es esa claridad la que determina una fuerte adhesión a ella, si se entiende que la naturaleza de la inteligencia es dar su asentimiento a la verdad.
A este efecto, el intelector cabe tener presente los momentos principales del trabajo clásico: aislarse, prepararse, imaginar, elegir, escribir, dejar reposar, corregir (no siempre como tachadura sino también de manera aumentativa) y revisar. El intelector debe estar dispuesto a revisar sus razonamientos; la razón tiene límites. El intelector no debe ser tan presumido como para no considerar el consejo de Oliver Cromwell (1599 – 1658): “Os ruego, hermanos míos, pensad que es posible que estéis en el error”. Al respecto, Friedrich Nietzsche enseña: “No te ocultes ni te dejes de decir a ti mismo nada de lo que pueda oponerse a tus ideas. Promételo, porque esto forma parte de la honradez que hay que exigir, ante todo, al pensador… ¿Por qué no ve el hombre las cosas? Porque es él mismo quien se interpone en el camino, ocultando las cosas”. Asimismo, el mito de Oreste resulta aleccionador para todo intelector ya que, cuando los hombres están a punto de condenar a muerte a Orestes por haber ofendido a los dioses, es una diosa, Atenea, quien inclina con su voto la balanza a favor del acusado. De esta forma, si hasta la divinidad puede ponerse en cuestión a sí misma, con más razón habría de hacerlo el intelector con su humana racionalidad.
En síntesis, la verdad y el error sólo están en el juicio. Propiamente hablando, no existe error de los sentidos pues éstos no poseen otra función que la de aprehender las apariencias o fenómenos y, en esto, son infalibles. De hecho, la vista no yerra cuando ve como roto al palo sumergido en el agua. Entonces, el error (que es accidental pues el ser humano es capaz de verdad) no puede estar sino en el juicio, que es un acto de la inteligencia. A ésta corresponde criticar los datos sensibles antes de juzgar, comparando las percepciones de los diferentes sentidos referentes al mismo objeto. El hat 4: 31 la antigua religión mazdea prescribe claramente: “El que sabe no guiará a los ignorantes hacia el mal”. Epicteto enfatiza: “El pensamiento claro es vital: es importante aprender a pensar con claridad”.
Intelección sujeto - objeto. En el proceso de aprehensión e intelección de la realidad el intelector debe ser capaz de distinguir sujeto y objeto. A partir del supuesto de que existe un mundo objetivo, independiente del sujeto, cuya realidad debe ser captada y aprehendida por un sujeto cognoscente, la acción de intelección de la realidad impone al intelector distinguir sujeto de objeto. Entendiendo entonces que sujeto y objeto no son lo mismo, ya que no constituyen ni se reducen a una misma realidad, el sujeto del conocimiento no contiene ya en sí mismo la esencia del objeto antes de aprehenderlo pues esto equivaldría a identificar sujeto que conoce con objeto conocido; entonces, el intelector se constituye en aquel sujeto observador de la realidad, la cual está constituida por el conjunto de entes que en ella se representan, donde cada uno de ellos proyecta una imagen determinada.
Por tanto, lo que el intelector capta en una primera instancia, al aproximarse a la realidad, son imágenes, esto es, constataciones formales de las representaciones de las cosas. Las imágenes son aquellas especies inteligibles o imagen del objeto que ha de ser entendido, la cual informa la mente del sujeto que conoce y la habilita para entender el objeto. La imagen no es pues el objeto primo que el conocimiento entiende, sino que son un medio para conocer las cosas. La tarea del intelector consiste entonces en aplicar su intelecto para trabajar sobre las imágenes (phantasmata) y encontrar su inteligibilidad, despojada de residuos empíricos. A causa de esto, al intelector le surge el desafío de actuar como observador que va más allá de la imagen que percibe para lograr acceder al objeto o lo que la cosa efectivamente es y está tras la imagen. En el sentido de Eckhart, es claro que el intelector no puede llegar a estar ni “fundido” ni “confundido” con la realidad.
Intelección esencia - existencia. En el proceso de intelección de la realidad el intelector debe ser capaz de distinguir esencia y existencia. El intelector debe trascender la existencia formal y material de las cosas para aprehender su esencia. Su aproximación a la realidad no puede limitarse a la mera constatación formal de sus manifestaciones existenciales, por rigurosa que ésta sea. En tanto la existencia no es sino el acto de existir, el proceso de intelección de la realidad y verdad de ésta supone proyectarse más allá y determinar su esencia. Siendo el contenido esencial lo que informa y configura las cosas, es precisamente lo que confiere razón, valor y sentido a la existencia. El intelector no debe quedarse con la forma de las cosas sino que debe atender, en lo principal, a su fondo. Si bien la forma es el modo en que se concreta el fondo, la atención principal debe dirigirse a éste para lograr una comprensión significativa de la realidad. El poeta germano Georg Friedrich von Hardenburg (1772 – 1801, Novalis), quien influiría el pensamiento romántico, advertía: “Todo lo visible descansa sobre un fondo invisible; o que se oye, sobre un fondo que no puede oírse; lo tangible, sobre un fondo impalpable”. Gustav Le Bon agrega: “Se observa que la mayor parte de los acontecimientos están determinados por una sucesión de causas invisibles”.
Considerando esto, en términos pedagógicos ejemplares y siguiendo una determinada pauta histórica, bien puede sostenerse que el intelector debe distinguir entre el conocimiento y entendimiento de los fenómenos de la “lux” y del “lumen”. Si la “lux” correspondía al fenómeno de la luz experimentado por el ojo humano, el “lumen” se refería al movimiento físico de las ondas o corpúsculos de luz a través de los cuerpos transparentes, movimiento que ocurría independientemente de que se lo percibiera o no. Respecto de todo esto, como lo indicaba Descartes, el intelector debe formar una “clara mirada mental”. Se trata de inteligir el “substractum ignorado de las cosas”. No obstante, Gustav Le Bon insiste y advierte: “No existe más que un corto número de espíritus bastante penetrantes para interpretar debidamente los hechos, o sea para discernir las ideas bajo las palabras, los sentimientos bajo los escritos”.
Intelección metanoica. Para verificar un efectivo proceso de conocimiento y entendimiento cabal de la realidad, el intelector debe ser capaz de llevar a cabo la operación denominada “metanoia” o de cambio en el modo de pensar. Siendo misión del intelector lograr una comprensión completa de la realidad, éste debe ser capaz de entrar en creencias, sentimientos y actitudes ajenas - a veces agudamente antitéticos a los suyos - y ponerse en el lugar del otro para captar, desde el interior, las conexiones establecidas por el otro y aprehender su concepto de vida y realidad para comprender cabalmente el contenido, significado y sentido que aquel confiere a las cosas. No implicando conversión ideológica, el intelector debe ser capaz de “ver con los ojos del otro, oír con los oídos del otro, sentir con el corazón del otro... hasta el punto de pensar con su espíritu y sentir con su alma”. Aunque ciertamente es difícil aprehender plenamente las modalidades internas de otros sujetos o épocas pasadas, asumir y resolver el desafío de la metanoia resulta fundamental para quien ejerce la función de intelección de la realidad.
Intelección compleja. El intelector debe ser capaz de llevar a cabo un proceso de intelección compleja de la realidad. Al efecto, para formar juicio de realidad, necesariamente el intelector ha de recurrir al conocimiento propio del conjunto de las ciencias particulares disponibles y pertinentes al proceso de conocimiento y entendimiento de una determinada realidad. Sin embargo, su juicio no ha de reducirse a la visión propia de una ciencia particular pues ésta no es sino un instrumento más, entre otros, para aportar al proceso de estructuración de un juicio completo acerca de la realidad. El intelector debe evitar reducir el proceso de intelección de la realidad a las categorías propias de una sola ciencia particular. El intelector debe procurar considerar todas aquellas categorías de las ciencias particulares que resulten apropiadas según la naturaleza y carácter de cada proceso de intelección, pero para interaccionarlas y así lograr conformar una razón integrada, superior y distinta de la visión particular de cada una considerada independientemente. A este efecto, al intelector cabe aplicar intensa y constantemente lo que Winston Churchill llamaba los “músculos mentales”. Por su parte, Ralph Waldo Emerson actualiza aquello de lo que el intelector debe estar consciente y que constituye tanto su desafío como su responsabilidad: “¿Cuál es la tarea más difícil del mundo? Pensar”.
Intelección prudente. El intelector debe ser capaz de obrar con prudencia. La operación de intelección de la realidad implica discernir y distinguir lo bueno de lo malo para seguir lo primero y huir de lo segundo, a objeto de actuar razonablemente, esto es, moderadamente o sin excesos, con cordura y sensatez. Ser prudente no es ser timorato o indeciso; sólo indica que se razona intensa y profundamente a objeto de decidir y actuar bien conforme a los hechos de la realidad, importando incluso moderación en las palabras. Es el proceder prudente lo que sirve a la discreción o sensatez para formar juicio y tacto para hablar u obrar.
Platón señala en “La República” respecto de la ciencia que “tiene por objeto la conservación del Estado”: “Todo Estado organizado naturalmente debe su prudencia a la ciencia que reside en la más pequeña parte de él mismo; es decir, en aquellos que están a la cabeza y que mandan. Y al parecer la naturaleza produce en mucho menos número los hombres a quienes toca consagrarse a esta ciencia; ciencia que es, entre todas las demás, la única que merece el nombre de prudencia”.
El discurrir prudente que conduce a la operación juiciosa implica un proceso de reflexión permanente. La función de la reflexión radica en conducir al intelector a considerar nueva y detenidamente las cosas de la realidad. El reflexionar supone meditar o aplicar con profunda atención el pensamiento a la consideración de una determinada realidad. Martin Heidegger recuerda: “Meditar es preguntar por el sentido, es decir, por la verdad”. Por su parte, Harold MacMillan recuerda: “La reflexión calmada y tranquila desenreda todos los nudos”. Además, es Leonardo da Vinci quien advierte sobre el riesgo de no pensar bien y reflexionar escasa o limitadamente: “Quien piensa poco se equivoca mucho”.
Al intelector cabe especular pero no divagar. Por tanto, al intelector cabe meditar o aplicar con profunda atención el pensamiento a la consideración de una realidad para reconocerla y examinarla, pero no debe separarse del asunto de que se trata, hablando sin concierto ni propósito fijo y determinado a su respecto.
El proceso de la intelección prudente supone una reflexión adecuada, razón por la cual el intelector ha de valorar la quietud y el silencio. En la práctica, entre la embestida y el batir de las olas, al intelector siempre cabe la responsabilidad de encontrar el momento de quietud que le permita formar juicio efectivo acerca de la realidad. Adicionalmente, el intelector ha de procurar las condiciones de silencio que le permitan definir y confrontar sus propias ideas, para finalmente articularlas con rigor y desarrollar un pensar claro, profundo y significativo. El silencio es aprendizaje y signo de autocontrol pues aumenta la capacidad de dominar los impulsos. Evita asimismo tanto la dispersión como la distracción. Además, el silencio favorece el recogimiento y facilita la introspección; ciertamente es una de las bases de la regla de vida.
Pitágoras indica en su tiempo: “El comienzo de la sabiduría es el silencio”. Un refrán árabe confirma: “El silencio es el muro que rodea a la sabiduría”. Michel Sciacca, con claridad expresa la razón y el sentido del silencio: “El silencio es la soledad del pensamiento… Estar en silencio es escuchar una palabra interior… El silencio es el apoyo del alma, el vino generoso de la meditación: nos embriaga y da fuerzas para sufrir y aceptar. De este vino mana, milagrosamente, el agua viva de la palabra animosa y resuelta. El silencio es la desnudez de toda conversación; es el discurso desarmado. El silencio no argumenta, no prueba, no demuestra. El silencio testimonia… El silencio es… el inmutable movimiento del alma contempladora… El alma escucha… El pensamiento en silencio no es el silencio del pensamiento… El silencio, padre de la palabra…”. A su vez, Friedrich Hegel recuerda en el prefacio de su “Filosofía del Derecho”: “El búho de Minerva emprende el vuelo tardíamente cuando se adensan las sombras de la noche”.
Asimismo, es en función de la prudencia exigida por un proceso intelectivo cabal, que al intelector cabe tener siempre presente que la ira y el odio no corresponden con su función de determinación de lo que Niccollo Maquiavelo denomina la “verdad efectiva”. Como lo indica Séneca, “el gran mal de la ira, es que no atiende a razones… la ira no tiene nada útil”. El intelector no debe olvidar que “el odio a la bajeza deforma los rasgos, también la cólera por la injusticia, enronquece la voz”.
Además, el intelector ha de saber y no olvidar que él no tiene el don de la profecía, esto es, de conjeturar o hacer juicios de una cosa a partir de meras señales observadas. El intelector debe tener presente una aleccionadora y antigua historia: “Un viejo búho posado en una encina, tanto menos hablaba cuanto más veía. Así, estando callado, es mucho lo que oía”. Por su parte, la escritora Marie de Rabutin – Chantal, Madame de Sevigné, señala: “Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar”. En definitiva, el intelector no ha de olvidar que, en precisa y particular alusión a los jóvenes, la norma bíblica prescribe: “¡Aprendan a ser prudentes y entendidos!”.
Con todo, más allá de la urgencia, el intelector siempre ha de considerar lo importante. Para ello, por sobre la presión de lo urgente, indefectiblemente el intelector debe tener las condiciones necesarias para proceder a pensar, expresarse, leer, investigar y estudiar de modo claro y significativo. El intelector realmente debe saber para poder pensar y guiar la acción. El intelector debe poseer una “vocación de pensador”. Con todo, el principio bíblico recuerda al intelector: “La discreción y la inteligencia serán tus constantes protectoras”.
Intelección docta y humilde. El intelector debe ser capaz de actuar de modo docto y humilde. El intelector ha de estar conciente de los límites del conocimiento y su actitud ha de ser la de buscar de manera constante aquel saber posible que significativamente aproxima a la verdad. Confucio enseñaba precisamente: “El sabio sabe que ignora”. Entonces, esto exige al intelector disponer de conocimientos superiores a los comunes u ordinarios adquiridos por medio de la fuerza del estudio. Al efecto, en razón de la naturaleza de su función, el intelector está obligado a estudiar permanentemente con disposición al criterio abierto y profundo.
El intelector jamás ha de olvidar que para aprender, esto es, para adquirir el conocimiento y entendimiento cabal de la realidad, necesariamente ha de estudiar. Debe tener presente que el estudio es el esfuerzo y ejercicio que hace el entendimiento aplicándose a alcanzar y comprender cabalmente una realidad o bien aprender y cultivar una ciencia o arte. El estudio –que requiere pero no reduce a la memorización- implica el esfuerzo o empleo enérgico del ánimo para, con aplicación, dedicación, concentración y práctica, conseguir el aprendizaje y saber superior requerido venciendo limitaciones y dificultades. En tanto imposición o exigencia moral regida por el entendimiento conciente y la voluntad libre, estudiar es un derecho y una obligación.
En este proceso el intelector debe ser capaz de manejar la evaluación de las fuentes en términos de su confiabilidad dada por su autenticidad, integridad y competencia, así como de la información en términos de su exactitud, definida por su confirmación, coherencia y compatibilidad. Esto, sin olvidar que: “Sin documentos no hay historia, pero sólo con documentos no se va demasiado lejos. No sólo es cuestión de escasez o su abundancia, sino de calar adecuadamente en ellos. La mera erudición documental no es capaz de hacernos comprender el pasado con su profunda estructura”. El intelector debe recordar: “Sabido es que hay silencios que hablan a gritos, lo mismo que hay que saber leer entre líneas”.
Entonces, como complemento de un proceder docto, el intelector ha de actuar estimando su conocimiento y entendimiento en medida equilibrada, no considerándose a sí mismo ni más, ni menos, de lo que efectivamente es. El intelector debe confiar en sí mismo y proceder con visión clara y significativo vigor.
En referencia a lo recién expuesto, lo que más negativamente incide en el proceso de intelección de la realidad consiste en la conjunción de ignorancia y soberbia, esto es, en la interacción entre falta de conocimiento suficiente y oportuno con un ánimo y apetito desordenado de ser preferido a otros, satisfaciéndose en la contemplación de lo propio con menosprecio de los demás. Esa compleja mixtura de ignorancia y soberbia puede afectar cualquier persona o estamento de un sistema institucional. Lamentablemente, resulta frecuente en el comportamiento de las jefaturas o personas en posiciones de alta jerarquía, ya que no pocas veces éstos se comportan con falsa suficiencia, como si lo supieran todo, o como si para ellos no hubiese realidad que no conozcan o no dominen, causando con ello un grave daño. En virtud de su situación de personal detrimento, por celos intelectuales y morales suelen impedir la intervención y proyección de personas inteligentes que trabajan sistemática y metódicamente. El registro de conductas exuberantes y no templadas suele ser evidencia de una acción de ocultamiento o encubrimiento de severos grados de ignorancia y soberbia. Santo Tomás de Aquino advertía: “Guárdate del hombre de un solo libro”. Siguiendo lo indicado por Cicerón y Tito Livio, el intelector nunca debe actuar cual histrión o farsante, en tanto finge una apariencia y pretende pasar por lo que no es. Arturo Graf indica: “El saber y la razón hablan; la ignorancia y el error gritan”.
Aplicable a los intelectores que actúan de modo no docto ni humilde, en referencia a las señales de los tiempos, Jesucristo advirtió: “Cuando ustedes ven que las nubes se levantan por Occidente, dicen que va a llover, y así sucede. Y cuando el viento sopla del sur, dicen que va a hacer calor, y lo hace. ¡Hipócritas! Si saben interpretar tan bien el aspecto del cielo y la tierra, ¿cómo es que no saben interpretar el tiempo en que viven?”. Asimismo, al requerimiento de milagros por parte de fariseos y saduceos, Jesús contesta: “Por la tarde dicen ustedes: ‘Va a hacer buen tiempo, porque el cielo está rojo’; y por la mañana dicen: ‘Hoy va a hacer mal tiempo, porque el cielo está rojo y nublado’. Pues si ustedes saben interpretar tan bien el aspecto del cielo, ¿cómo es que no saben interpretar las señales de estos tiempos? Esta gente mala e infiel pide una señal milagrosa, pero no va a dársele más señal que la de Jonás”.
Intelección valiente. Por último, el intelector debe ser capaz de actuar con coraje o decisión y esfuerzo del ánimo, pues grave es su responsabilidad respecto de sí mismo y del destino del sistema social. No pocas veces la trascendencia de las cosas o situaciones advertidas durante el proceso de intelección de la realidad, enfrentarán al intelector a situaciones críticas y difíciles decisiones. Lamentablemente, es una realidad que todo sistema aspira a la estabilidad y aborrece la crítica, salvo, naturalmente, en el caso de que sea crítica “constructiva”, o sea, no crítica, sino afirmación. Por eso el poder suele convertir la crítica de un solo factor en negación de todo el sistema y reacciona, aún con violencia, ante la representación de una realidad inconveniente. Así, desgraciadamente, en muchas oportunidades el intelector se enfrentará a la “estupidez del poder” y, ante tal situación, no pocos se habrán de comportar cual “perro faldero”. Los intelectores no deben reducirse y convertirse a sí mismos, como lo indica Charles Baudelaire respecto de los hombres de letras, en simples “viles jornaleros ignorantísimos”, pues deben ser capaces de dignidad, integridad y juicio autónomo. Siguiendo la expresión del poeta Hölderin, el intelector debe resistir el comportarse como “los hombres resignados ciegamente (que caen), de hora en hora, como agua de una peña arrojada a otra peña, a través de los años en lo incierto, hacia abajo”.
Ante ese tipo de situaciones, la persistencia del intelector en su adhesión a la verdadera realidad resulta fundamental. Tal como en una oportunidad Antón Chejov lo indicó respecto del escritor, la tarea del intelector consistirá en establecer verazmente la realidad, haciendo máxima justicia a todas las partes involucradas, de modo que finalmente la autoridad ya no pueda negar o evadir el problema detectado en la realidad. En definitiva, el intelector debe ser capaz de “decirle la verdad al poder”.
Bertrand Russell dirá: “Sea escrupulosamente verídico, aún cuando la verdad le acarree inconvenientes: mayores inconvenientes le traerá si la oculta”. Por tanto, como lo indica Sigmund Freud (1856 - 1939), al intelector cabe tener “entereza de pensamiento” y “fuerza de voluntad”. El escritor inglés Rudyard Kipling (1865 - 1936) recuerda: “La firmeza de ánimo es lo más espléndido que puédese aspirar a conseguir”. Por su parte, en su obra “Aurora”, Friedrich Nietzsche propone una fórmula de juramento que bien podría aplicarse ejemplarmente a todo intelector: “Si miento, que me dejen de considerar honrado y que todos los hombres tengan derecho a decírmelo a la cara”.
Frente a esta grave perspectiva, la situación extrema en que se encuentra el intelector ante una persona, sistema institucional o medio social que resiste o niega el resultado de un proceso cabal de intelección de la realidad, la refleja un postulado de Miguel de Unamuno, cuando señala: “¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien desiertos oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte”.
En “El Principito” y otra obra, Antoine de Saint – Exupéry (1900 – 1944) consideraba: “El desierto es hermoso…Tal es el desierto… En el fondo de un Sahara que parecería vacío, se representa una pieza secreta que mueve las pasiones de los hombres. La verdadera vida del desierto no se compone de éxodos de tribus en busca de pastizales, sino también del juego que allí se representa… Un día me fue dado abordarle por el lado del corazón…”. Antes, el poeta Hölderin considera el valor de la “prédica solitaria” y al intelector cabe advertir lo que este poeta señala a su respecto: “Sabes al primer signo lo que habrá de cumplirse / Y entonces remontas vuelo, audaz espíritu / Como las águilas ante la tormenta que se avecina / Precedes con tu vuelo a los dioses venideros”.
Por voz de Hamlet, en las escenas cuarta y décima del cuarto acto, Shakespeare enseña “Las razones agudas son ronquidos para los oídos tontos… Hay más parte de cobardía que de prudencia”. Friedrich Nietzsche postulaba: “El ave fénix muestra al poeta un rollo en llamas. “No temas –le dice-; ésta es tu obra. No responde al espíritu de la época, y menos aún al espíritu de los que se acomodan a la época; por consiguiente, hay que quemarla. Pero esto es buena señal. Hay muchas clases de auroras… Cuanto más nos elevemos, más pequeños pareceremos a los que no saben volar”.
Siendo entonces una función obligatoria de grave responsabilidad para la autoridad social, el ejercicio de la función del intelector no debe ser asumido con una limitada y triste visión funcionaria, como muy frecuentemente ocurre en la práctica. El intelector no debe olvidar que “el combate heroico es, en principio, un combate de conciencia, una lucha contra el olvido y la ignorancia”. De allí que el ser intelector no trata de una mera categoría intelectual o sociológica sino, en rigor, de una “cualidad espiritual y moral”.
En definitiva, el intelector debe tener convicción de que formar juicio es lo esencial de la operación intelectual. Debe por tanto cultivar el juicio mediante el espíritu de crítica o espíritu de discernimiento a fin de llegar a reemplazar las creencias espontáneas e irreflexivas por otras fundadas en razones claras y fuertes. Tampoco puede olvidar el intelector que el razonamiento no es la razón, y hay muchos razonamientos que son un insulto a la razón. Los mentalmente insanos son a menudo grandes lógicos; lo malo es que las premisas de sus razonamientos son absurdas. Desgraciadamente, en la vida cotidiana, nada más frecuente que los razonadores improvisados. Más aún, el intelector no debe olvidar que el razonamiento no vale por sí mismo. La aptitud lógica, el rigor en el encadenamiento de las ideas son cualidades preciosas, con tal que a eso se añada el buen sentido, la atención a la experiencia, la previsión de las excepciones y el vivo sentimiento de la complejidad de la realidad.
Así entonces, al ser persistente y alcanzar una madurez intelectual efectiva, el intelector se define por la expresión de un gobernarse a sí mismo con rigor respecto del proceso de intelección de la realidad y ser capaz de un buen juicio constante a su respecto. La madurez ha de conducir al intelector a aguzar la mirada y a buscar con afán una “claridad grande”. Al respecto, Charles Baudelaire postulaba: “Cuanto más se trabaja, mejor se trabaja, y más se desea trabajar. Cuanto más se produce más fecundo se vuelve uno”.
En términos del complejo proceso de intelección cabal de la realidad, es una reflexión de Hans Wolfgang von Goethe la que interpela al intelector: “Quien no levante su mirada hacia el sol, no llegará a descubrirlo”. Es el mismo Goethe quien a este efecto precisa: “No sabría empezar nada con una felicidad eterna si no me ofreciera nuevas tareas y nuevas dificultades a que vencer”. Heráclito sostenía por su parte que, el hombre, en la noche silenciosa, enciende la linterna dentro de sí mismo y la conciencia hace la luz que posibilita la visión. Es la reflexión tranquila sobre las cosas ante las circunstancias oscuras lo que fuerza a la búsqueda de luz y mejor comprensión de las cosas de la realidad. Efectivamente, en doctrina se indica que, a fin de cuentas, “saber es ver”. Finalmente, si la pregunta bíblica siempre presente es: “Centinela, ¿qué de la noche?”, Winston Churchill refiere el principio que debe inspirar al intelector: “Siempre de centinela”.
En definitiva, la complejidad de la realidad vivida con coraje por parte del intelector, bien queda de expuesta en el mito de la caverna consignado por Platón. La narración del libro séptimo de “República” presenta a unos prisioneros situados en el interior de una caverna. Se hallan allí desde la infancia y atados de tal formas que únicamente pueden dirigir la vista al frente. Tras ellos, a una cierta distancia, se sitúa un gran fuego y en el espacio intermedio entre los prisioneros y la hoguera transcurre un camino flanqueado por un muro de escasa altura. Numerosas personas transitan por el camino portando sobre sus cabezas o las espaldas objetos variados, así como diversas estatuas con forma de seres humanos y animales, de modo que dichos objetos y figuras asoman por encima del muro. La luz del fuego, al incidir en ellos, proyecta sus sombras justo hacia la pared a la que miran los prisioneros. Como algunos de los porteadores hablan entre sí, los prisioneros perciben las palabras –ya que la pared posee una excelente resonancia- y las atribuyen a las sombras que observan entre ellos, como si de un espectáculo de teatro se tratara. Como los prisioneros nunca han visto más que la caverna y el mundo de sombras creen que solo este mundo y esas sombras constituyen la realidad. Toman las sombras por lo ente, por lo descubierto.
De pronto, uno de los presos es liberado y obligado a que mire alrededor de la caverna, vea a los portadores y a los objetos; pero, además, es conducido afuera, hacia la luz del sol. Al principio, se resiste molesto contra tal aprendizaje, que le produce dolor, pues cuesta readaptar la vista a eso que ahora se le revela como “más ente” que aquello que él suponía anteriormente como lo ente. Sin embargo, después se acostumbra a vivir al sol y, poco a poco, también aprende a reconocer el mundo verdadero como verdadero en comparación con el mundo de penumbra y sombras parlantes de la caverna. Pronto se percatará de que el sol de fuera es la fuente de la vida de todo lo demás, tal como el fuego de la caverna lo es de las sombras del interior.
Como lo pregunta Sócrates y como resulta de un cabal proceso de intelección, el hombre liberado de la caverna, que debería ser el intelector, ¿Se atrevería a retornar al interior de la caverna para mostrarles a sus compañeros lo equivocados que estaban al tomar por verdadero un mundo de apariencias? ¿Estaría dispuesto el intelector, en suma, a volver abajo y arriesgarse a que lo humillaran sus compañeros? Pues, mientras el intelector vuelve a acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, habría de parecerles a estos como enceguecido o ebrio, incapaz ya de participar como antes en la vida cotidiana frente a las sombras. ¿Acaso no acabarían incluso matando a aquel que quería liberarlos de sus cadenas?. Es convicción que esa eventualidad configura el dilema moral del intelector y, a su vez, es la circunstancia que confiere sentido profundo a la trascendente misión del intelector. El filósofo y escritor Víctor Hugo (1802 – 1885) enseñó: “Sólo viven aquellos que luchan”.
Intelección y vanguardia. Al considerar el modo militar de concebir la composición de una fuerza, se entiende que existe una vanguardia, el grueso de las tropas y la retaguardia. En esta perspectiva, cabe consignar que, a su vez, la unidad de vanguardia tiene una estructura propia y comprende a los llamados exeas o soldados exploradores (punteros). Estos son aquellos hombres que se adelantan silenciosa y solitariamente a la misma vanguardia, penetrando profundamente en territorio adversario y procediendo a marcar el camino que más tarde seguirá el resto de las fuerzas. Para ellos, la soledad, los riesgos y el rigor suelen ser máximos, razón por la que requieren poseer una convicción sincera, profunda y plenamente razonada. Así entonces, una vez rendida la correspondiente batalla, mientras los demás celebren la victoria o se duelan de la derrota, estos hombres nuevamente ya estarán marchando, alcanzando y penetrando nuevos territorios. Esa es la responsabilidad de los intelectores: ser los adelantados de la vanguardia, vale decir, aquellos hombres que con certeza definen el rumbo seguro de la acción necesaria. El intelector no debe olvidar lo indicado por Friedrich Schlegel en 1801: “Entusiasmus est principium artis et scientiae”. El Primer Ministro inglés Winston Churchill expresa lo esencial: “Es preciso querer lo que se hace”.
C.- Sujeto público del proceso de intelección de la realidad
Función social del proceso de intelección. Si el proceso de intelección de la realidad es una función humana natural e imprescindible, la vida en sociedad y la evidencia del principio de bien común la convierten en un proceso social vital e indispensable. De esta forma, la primaria operación humana de intelección de la realidad deviene en función social fundamental.
Teniendo presente la superioridad óntica del ser humano y entendiendo la sociedad como un todo potestativo moral, es decir, como una unidad que incluye el bien de todas y cada una de las partes que la constituyen y que además supone de suyo la necesaria complementariedad entre bien individual y bien común, y cuya potestad radica en la ordenación de las partes al bien, la responsabilidad de realizar el proceso de intelección de la realidad que es común a todos recae sobre la autoridad social.
El hombre nace en sociedad y de una sociedad fundamental, fruto de la natural sociabilidad humana. Aunque el individuo humano tiene una naturaleza humana perfectamente definida (el hombre nace, no se hace), no es un ser completo y por tanto ningún individuo humano ha podido vivir totalmente privado de vínculos con otros hombres. El ser humano vive en sociedad ya que requiere de los demás para vivir, perfeccionarse y desarrollarse; depende de ellos para realizarse espiritual y físicamente. Cada uno, al cumplir con sus obligaciones naturales, necesariamente sirve a otros, tomados en común o individualmente. Precisamente, el sentido de la sociedad radica en que es un medio natural para la perfección humana; de hecho, la perfección personal depende en mucho de lo que la sociedad pueda entregar.
De esta forma, entre persona y sociedad existe una relación fundamental definida por el complemento natural entre la razón óntica y la razón moral. En el orden óntico o entitativo, esto es, desde el punto de vista del ser en cuanto tal, el hombre es primero, anterior y superior a la sociedad, pues éste es una unidad sustancial y la sociedad una unidad accidental. Precisamente, como siempre el accidente sigue a la sustancia (jamás a la inversa), la sociedad nace para servir a la persona. En el orden moral, la sociedad prima sobre el hombre considerado individualmente pues éste se reconoce parte de un todo, al cual se subordina, pues es en él donde encuentra su mejor y mayor bien posible, dado que es la sociedad quien provee los medios necesarios para su desarrollo integral.
Como por definición la sociedad no se reduce a la mera suma o agregación de las partes que la componen, es y opera como un todo potestativo moral, constituido por la operación de las partes en orden al fin común que es el bien común. Entonces la sociedad queda conformada en tanto sus múltiples partes realizan, de diversas formas, la perfección que radica en la naturaleza humana, y es ella quien proporciona a cada persona los elementos del bien común. Por tanto, el bien de cada persona y el bien común se encuentran en una natural relación complementaria y armónica, no siendo contradictorios ni excluyentes. Como la persona tiende a su perfección, es esta tendencia el fundamento del orden social, es el principio de convergencia de muchos hacia un fin: la unión de personas y su participación de la misma perfección.
El bien común es el bien del todo, ya que es un bien que no pertenece a una parte con exclusión de otras, sino de todas las partes. Es bien y fin del todo por cuanto es la perfección de éste en cuanto todo. Es un bien de suyo comunicable pues el bien del todo depende materialmente de las partes, dado que es la integración física de éstas lo que lo constituye. El bien común del todo potestativo es el fin al cual se ordenan sus partes mediante su actividad u operación, cada una de ellas de diversa manera. El fin trasciende a las partes, pues no es proporcionado en particular a ninguna de ellas, pero al mismo tiempo es un bien de las partes, a las cuales se comunica, a cada una de diferente modo, en cuanto bien del todo común. De esta forma, el bien común del todo social es el bien mayor de cada una de sus partes, mayor que cualquier bien particular. A éstos entonces compete subordinarse al bien común, pues sólo así posee la condición plena de bien.
Definido este contexto, es a la autoridad política a quien compete gobernar a las potestades subordinadas, exigiéndoles que se ordenen al bien común político. Entonces, el ejercicio armónico de todas las potestades sociales, en su subordinación a la potestad superior, se rige por los principios de subsidiariedad y de totalidad. Ambos se afirman sobre un presupuesto básico: dicha subordinación no es despótica sino, justamente, política y moral.
En una perspectiva complementaria, se acepta que, toda sociedad intermedia posee un legítimo fin propio específico, y es por tanto apta, por definición, para alcanzar por sí sola ese fin propio específico, aquél para el cual es apta por definición, y puede alcanzarlo por sí sola. Si esta sociedad no es apta para ello, desaparecerá o derivará en otra distinta. Del hecho de tener toda sociedad intermedia un fin propio específico y ser por definición apta para alcanzarlo, nace un derecho fundamental: el derecho de la autonomía. Al ser apta por definición, tiene derecho a auto-gobernarse, a conducirse a su propio fin específico, sin interferencia de ninguna sociedad mayor. Esta autonomía, que crea un ámbito y también constituye un límite, es un derecho y también es un deber el ejercerla en la mayor medida posible. Producto de la autonomía como ámbito y límite, surge el principio de subsidiariedad, que consiste en que la sociedad mayor, sin invadir e interferir el campo del fin propio específico de la sociedad menor, la auxilia o apoya respecto de todas aquellas cosas que ésta no puede hacer por sí misma, para que ésta efectivamente pueda alcanzar su fin propio específico.
Esto significa que ninguna sociedad mayor puede asumir o absorber lo que es propio de una sociedad menor. El fundamento de este criterio es que la sociedad mayor no ha nacido para hacer lo que las menores pueden hacer, sino, por el contrario, surgen para hacer lo que las menores no pueden hacer. El campo de la sociedad mayor empieza donde termina el campo de posibilidades de las menores. En definitiva, el Estado no debe absorber las actividades que pueden ser adecuadamente desarrolladas por particulares, sea que éstos se encuentren solos o agrupados. El principio de subsidiariedad tiene un fundamento profundo pues arranca de la primacía de la persona sobre la sociedad y esa es la base de una sociedad libre.
En tanto subsidiariedad viene de “subsidium”, esto es, del apoyo que se da a otro, el principio de subsidiariedad no sólo señala una limitación entre poderes, sino también entre potestades, en el sentido que cada sociedad corresponde a una autoridad específica y ésta no puede ser sustituida por otra, aún cuando sea superior. Sin embargo, la soberanía es una cualidad que las sociedades intermedias no poseen, ya que están insertas en una sociedad superior y derivan la validez de sus normas internas de un ordenamiento jurídico superior, al cual están subordinadas. La sociedad superior, en cuanto tal, dirige a la inferior por ser ésta parte de un todo. Le debe suplir en todo aquello que asegure el cumplimiento de su finalidad particular, respetando su autonomía y sirviendo el bien común.
Por último, el principio de subsidiariedad encuentra su correlato en el principio de totalidad, vale decir, en la relación entre gobierno y sociedades intermedias. El principio de totalidad enuncia que la parte se debe al todo, siendo el bien de éste siempre mayor y perfecto que el bien particular. En esta perspectiva, el principio de subsidiariedad representa la fuerza centrífuga de la sociedad política y el principio de totalidad, la fuerza centrípeta. Si se tergiversa el principio de totalidad, desaparece la razón de la unidad, la cual queda reducida a un conglomerado de individuos o a un todo que aniquila a la persona humana. La estabilidad y la paz social se alcanzan cuando los principios de subsidiariedad y totalidad se encuentran en un estado de equilibrio estable.
En consecuencia, siendo el Estado la “sociedad de sociedades”, en el orden temporal es eminentemente subsidiario. Por tanto, la tarea del Estado es realizar aquellas funciones que los particulares no pueden emprender satisfactoriamente. Así, en el Estado se distinguen dos grandes grupos de funciones: las funciones connaturales y las subsidiarias del Estado. Se entiende así que el Estado es por definición eminentemente subsidiario pues ha nacido para servir a las personas y, por tanto, la acción de subsidio cabe respecto de cualquier materia que competa a los particulares y que éstos no puedan cumplir por sí mismos, de modo autónomo. Sin embargo, también existen las funciones connaturales del Estado, vale decir, aquellas que por su naturaleza representan a la comunidad toda y que, por definición, jamás podrían ser asumidas adecuadamente por grupos de particulares (defensa nacional y relaciones exteriores).
Conforme a lo anteriormente expuesto, el saber es una función humana natural que se da en todo el sistema social. Sin embargo, existiendo la sociedad como un todo potestativo moral, que es responsabilidad de quien ejerce la autoridad, existe la dimensión del saber inherente a la sociedad en cuanto todo ordenado al bien común. Se trata de un saber social nacional, superior, mayor, común y distinto del saber de las partes constituyentes. Por naturaleza el saber social trasciende el saber ordinario y aún especializado de las partes que constituyen la sociedad. Por tanto, es responsabilidad de la autoridad disponer de aquel saber superior y mayor para servir al perfeccionamiento de todas y cada una de las partes que la constituyen y realizar el bien que es común a todos.
Dicho saber social es gestado por la inteligencia que es propia de la sociedad como todo potestativo moral, vale decir, por la inteligencia social nacional. Es ésta la que realiza la operación de intelección de la realidad que es propia del todo social. En consecuencia, la operación de la inteligencia que provee el necesario saber social es responsabilidad del Estado soberano. El realizar la operación de intelección de la realidad, que procura constituir el imprescindible saber social superior, es otra función connatural del Estado ya que representa a la comunidad toda y su gestión jamás podría ser asumida adecuadamente por grupos de particulares. De esta forma, la función de inteligencia social nacional se agrega a las funciones connaturales del Estado junto a las funciones de defensa nacional y relaciones exteriores.
Así entonces, siendo una función connatural del Estado realizar la acción de inteligencia de la sociedad, pertenece a la naturaleza y calidad del Estado. Es una función necesaria en tanto forzosamente ha de ser ejecutada en virtud del fenómeno social concreto y es una función plenamente legítima en tanto medio imprescindible para alcanzar el fin social del bien común. En definitiva, la acción de inteligencia social nacional está ordenada al bien y perfección de las partes que la constituyen, siendo esta función tanto un derecho como un deber para quien ejerce la autoridad del sistema social. Aún más, en su necesario correlato, el ciudadano tiene el derecho y el deber de exigir a la autoridad el cumplimiento cabal de esta trascendente función social. Por ende, la inteligencia social nacional es tanto un requisito como un atributo y una función del poder. Es un requisito en tanto el saber es una condición necesaria para guiar la sociedad al bien común y es un atributo en tanto el saber es una cualidad o propiedad imprescindible para que el Estado pueda servir y perfeccionar a las personas ya las sociedades intermedias. También es una función, en tanto corresponde a una facultad que es ejercida por los correspondientes órganos competentes del Estado.
En esta perspectiva, la inteligencia social es un constituyente del poder nacional y, por tanto, factor de salvaguardia de la soberanía e independencia nacional. Precisamente, la inteligencia es el sistema superior de conocimiento y entendimiento que se estrucura a nivel de Estado y se inserta dentro de una matriz de producción de poder; es fundamento de la capacidad de “poder ser”.
De esta forma, siendo el poder nacional la capacidad total del Estado que integra los factores objetivos y subjetivos del mismo, está compuesto por la suma de los factores de Sistema y Fuerza Demográfica, Sistema y Fuerza Geográfica, Sistema y Fuerza Social, Sistema y Fuerza Cultural, Sistema y Fuerza Económica, Sistema y Fuerza Política, Sistema y Fuerza Militar, Sistema y Fuerza Científico – Tecnológica y Sistema y Fuerza Diplomática, interaccionados con o multiplicado por la suma de los factores de Sistema y Fuerza de Inteligencia Nacional, Sistema y Fuerza de la Voluntad Nacional y Sistema y Fuerza de la Concepción Estratégica Nacional.
Como se aprecia en la formulación precedente, la inteligencia social nacional es el factor central de la operación del Estado y la Nación, ya que relaciona e integra de manera total, orgánica y racional los componentes objetivos y subjetivos del proceso social nacional.
Los notables casos de procesos de desarrollo nacional no se han dado por la mera posesión de potenciales objetivos (población, territorio, fuerza militar, etc.), sino por la operación correcta, sistemática y metódica de los factores subjetivos (inteligencia, voluntad y estrategia). Precisamente, los más sorprendentes procesos de desarrollo nacional se han dado en naciones que carecían de estas potencialidades objetivas. La diferencia fue hecha en el campo subjetivo. En todos estos casos, y sin excepción alguna, el avance real conquistado se presenta como producto de la correcta estructuración de un sistema nacional de inteligencia capaz de planificar y ejecutar un proyecto y programa de acción estratégica que, respetando la libertad individual, orienta la acción social en función de objetivos comunes que objetivamente representan el mejor y mayor bien posible para todos quienes conforman la comunidad. Como se aprecia, históricamente es la inteligencia social nacional lo que permite asumir responsablemente el presente, planificar el futuro de la sociedad y proyectar el sistema social – cultural nacional en condiciones básicas de libertad, dignidad, integridad, certidumbre y seguridad.
Existe un principio claro y preciso: “Saber es poder”. Ello por cuanto el saber es fuente e instrumento del poder. El saber es fuente del poder en tanto es el principio y fundamento de la acción, determina la razón que es fuerza y tiene la capacidad para mover las cosas a pesar de toda resistencia. El saber es instrumento en cuanto medio para hacer las cosas y conseguir los objetivos y fines propuestos. Si saber es poder hacer, sólo se puede hacer bien lo que se sabe bien. Por tanto, se enseña que el conocimiento y entendimiento trabaja como “instrumento del poderío”. Se postula así: “Se arma una posición de poder en el saber”.
En razón de lo expuesto, es responsabilidad del Estado realizar la gestión de la inteligencia social nacional o proceso de intelección continua de la realidad destinado a establecer un saber categorizado, cierto, seguro, útil y oportuno que, considerando capacidades, debilidades, vulnerabilidades, amenazas, riesgos y oportunidades propias y de terceros, permite definir cursos de acción racionales destinados a alcanzar los objetivos y fines societales en tiempo y espacio determinados. En este sentido, la inteligencia es un saber para la acción racional.
La gestión de la inteligencia social consiste entonces en sostener un esfuerzo permanente de penetración de la realidad para establecer las causas primeras de las cosas y con ello alcanzar una claridad de pensamiento que, paso a paso, va derivando todas sus consecuencias, las cuales van imponiéndose con la fuerza coercitiva de la razón y van produciendo un saber apto para sostener una comprensión racional y una explicación radical de la realidad. Es pues un saber que oportuna y eficazmente orienta y sustenta tanto el proceso de toma de decisiones como la consecuente acción intencional. De esta manera, la acción de inteligencia corresponde al buen pensar o pensar bien que, al iluminar la realidad, permite actuar bien. Por lo tanto, es responsabilidad de la autoridad disponer del saber necesario, esto es, del conocimiento y entendimiento suficiente de la realidad para, cualesquiera sean las condiciones que se enfrenten, cumplir su obligación de conducir la sociedad al bien común. En este sentido, el saber es un medio o instrumento social fundamental, ya que sin un saber adecuado no es posible actuar con éxito en la compleja realidad nacional y mundial.
De allí que una acción de inteligencia coherente y consistente es aquella que permite a la sociedad superar el error, la ignorancia y la falta de lógica en la acción humana. Un proceso de intelección profunda y significativa de la realidad aporta una comprensión tal de las cosas que hace posible superar los peligrosos abismos o las profundidades inmensas de las crisis y los conflictos. Es el proceso de intelección rigurosa aquello que permite hacer luz sobre la realidad; es la intelección propia aquello que permite iluminar a las personas y sociedades para que éstas logren formar juicio cabal respecto de las cosas de la realidad. Es la inteligencia la que en un día nublado, o aún de noche, bien puede captar el fenómeno de la luz y trascender toda su fenomenología, hasta acceder a su fuente, el sol.
En la operación de la inteligencia social procede un vínculo fundamental con el saber filosófico. En este sentido, es Platón quien dictamina: “Mientras el poder político y la filosofía no se encuentren juntos, jamás nuestro Estado podrá nacer y ver la luz del día”. Aristóteles indica a su vez que es “preciso impartir una educación especial a aquellos hombres que están destinados a ejercer el poder”. Con razón se indica que “el filosofar es el fundamento de la restantes revelaciones”.
Con todo, la acción de inteligencia debe ser realizada por el Estado conforme a los elementos del bien común, vale decir, con pleno respeto al derecho natural, al derecho positivo, la paz social, la unidad e integración nacional (integridad física o territorial e identidad moral o histórico cultural), un razonable grado de progreso espiritual y material y la aceptación básica o suficiente del pueblo o comunidad hacia quien ejerce la autoridad.
Finalmente, al momento de considerar la naturaleza y función de la inteligencia en el orden personal y social, el síndrome de Epimeteo constituye una lección práctica fundamental.
Según lo que Platón pone en boca de Protágoras, el mito enseña que el titán Prometeo y su hermano el titán Epimeteo fueron escogidos para repartir capacidades y aptitudes entre todos los seres vivientes, incluido el hombre. Epimeteo solicitó encargarse de esta tarea, con la posterior supervisión de su hermano. Se puso manos a la obra y distribuyó a todos y cada uno los atributos con los que contaba para que las especies vivientes pudieran desenvolverse en la tierra con eficacia. Sin embargo, Epimeteo se olvidó del hombre en el reparto, cosa que descubrió en la inspección su hermano
Prometeo, cuando de hecho ya no había tiempo ni forma para enmendar la situación. Para no dejar al hombre abandonado a su suerte, voluntarioso y osado, Prometeo tuvo la fatal ocurrencia de asaltar el Olimpo y robar el fuego sagrado (éntekhnos sophía) de los dioses Atenea y Hefesto. No se trataba del fuego de la sabiduría, sino el de la inteligencia, la cual permitió al hombre desarrollar los ingenios, artes y destrezas. El atrevimiento de Prometeo fue severamente castigado por Zeus. El titán fue condenado a permanecer eternamente encadenado a una roca del Cáucaso, donde todos los días el águila del dios le devora el hígado, el cual se regeneraba cada noche para que padeciera infinitamente.
El mito en referencia ilustra la función de la inteligencia porque etimológicamente Prometeo significa “el que piensa antes”, en tanto Epimeteo significa “el que piensa después”. Fue la falta de planificación previa a la tarea de Epimeteo lo que desembocó en el desastre, para el hombre primero y para Prometeo después. La falta de previsión e improvisación y el no calcular las consecuencias de los propios actos, es decir, el tomarse los asuntos serios con trivial ligereza, es lo que casi siempre suele garantizar la propia ruina y, con frecuencia, no pocas calamidades ajenas. El olvidar hacer lo verdaderamente importante para el hombre condujo al desastre. En esta perspectiva, es la inteligencia aquello que conduce a “pensar antes de hacer” y no “después de hacer”.
En esta perspectiva y reiterando lo expuesto, al ser responsabilidad del Estado conducir la sociedad hacia su fin propio que es el bien común, esto es, al bien de todas y cada una de las personas que la integran, la función de inteligencia social alcanza su sentido claro y pleno. Al efecto, la verificación de la acción de inteligencia es una condición de la vida social nacional.
Es la operación institucionalmente estructurada de su inteligencia lo que faculta a la sociedad para definir la planificación estratégica del desarrollo nacional, vale decir, la forma en que en tiempo y espacio se emplearán los medios y capacidades disponibles para enfrentar las dificultades con posibilidades de éxito y alcanzar de manera efectiva los objetivos nacionales actuales y permanentes.
La operación de la inteligencia es lo que precisa y razonablemente permite interpelar el hoy, pensar en el entorno, pensar el futuro, anticipar el cambio y enfrentar satisfactoriamente el largo plazo. En este sentido, la capacidad de anticipación es directamente proporcional a la producción de poder; la producción de poder depende de la calidad de la inteligencia. Abrahan Lincoln reflexionaba: “Si pudiésemos saber primero dónde estamos y hacia dónde vamos, podríamos apreciar mejor que hacer y cómo hacerlo”. En este sentido, saber es poder y poder es prever. El Conde de Belvèze recuerda: “Lo imprevisto no es imposible: es una carta que siempre está en el juego”.
De esta forma, si se establece el principio de que “gobernar es prever”, el “no acertar por haber previsto mal es lamentable; (pero) no acertar por no haber previsto nada es imperdonable”. Claude-Henri de Rouvroy, conde Saint-Simon, sostenía: “Un sabio, amigos míos, es un hombre que prevé”. Evidenciando la realidad del campo internacional, ya en su tiempo Benjamín Disraeli (1804 – 1881) advierte algo trascendental a este respecto: “Dominará al último aquel que esté mejor informado”.
Sin más, la inteligencia que desarrolle el Estado es expresión de la cultura nacional. La inteligencia es el reflejo de la capacidad cultural de que dispone una comunidad. Una cultura que no produce conocimiento y entendimiento no será capaz de alcanzar la inteligencia necesaria para modificar toda posición subalterna. La inteligencia y su forma de producción es consecuencia del pensamiento nacional y con exactitud refleja la naturaleza y carácter de la idea que anima al país.
Por las razones expuestas, la función de la inteligencia social siempre debe corresponder a una política de Estado. La actividad de inteligencia social nacional jamás debe ser reducida en interés de la política de un gobierno determinado, so pena de sufrir el Estado y la Nación, graves reveses. En definitiva, la inteligencia es la más alta y perfecta herramienta de la política.
Entendimiento y Cultura
Pensar físico y metafísico. Conforme a su naturaleza, las manifestaciones de la vida humana se realizan en una dimensión material y en una dimensión inmaterial de existencia. La dimensión material corresponde filosóficamente al orden de las sustancias extensas impenetrables y capaz de recibir toda especie de formas. La dimensión inmaterial corresponde al orden no material que se realiza tanto en el sentir o impresión que las cosas producen en el alma por medio de los sentidos, como en el pensar o facultad de discurrir sobre una cosa para formar dictamen o juicio a su respecto. A su vez, en el ámbito del pensar se distinguen el pensar físico que corresponde al proceso físico del pensamiento, y el pensar metafísico que corresponde al proceso abstracto del pensamiento.
De esta forma, una comprensión cabal de la realidad supone la consideración equilibrada tanto de la dimensión material como de la dimensión inmaterial de la existencia humana. Aún más, un conocimiento y un entendimiento adecuados de la realidad humana implican una atenta y especial consideración de las categorías inmateriales que la constituyen. El proceso de intelección de la realidad no debe ser reducido a la sola consideración de las manifestaciones de la dimensión física de la realidad, ni a una disminuida estimación de los factores inmateriales. Toda alteración en el proceso de intelección de la realidad producirá un conocimiento y un entendimiento distorsionado o deformado de la misma, lo que limita o simplemente imposibilita su comprensión integral y orgánica.
Asimismo, el proceso de intelección de la realidad también supone inteligir de modo equilibrado todos los órdenes que constituyen la dimensión inmaterial de la realidad humana. Esto implica comprender el proceso del pensar físico, vale decir, del proceso orgánico que a este efecto desarrolla el cerebro humano. Pero ciertamente no basta con definir los elementos de la biología y la psicología en sí para comprender la realidad humana completa. Una adecuada comprensión de la realidad humana exige una simultánea y específica consideración del orden metafísico, vale decir, del proceso del pensamiento abstracto.
En este punto debe entenderse que mente - cerebro no es idea, ya que el pensamiento difiere esencialmente del conocimiento sensible. Este se realiza por los órganos corporales, mientras que la inteligencia es una facultad inorgánica que conoce las cosas de una manera inmaterial. Así, la inteligencia tiene, sin duda, condiciones orgánicas, que son los nervios y el cerebro; pero condiciones no son causas. Si el cerebro o centro nervioso constitutivo del encéfalo es el órgano físico que permite el procesamiento orgánico del pensamiento, debe advertirse que, como mecanismo que permite tal proceso, no corresponde ni equivale al producto abstracto que resulta de su operación.
Concretamente, el cerebro es la condición material necesaria para la inteligencia, sin embargo, no es órgano de la inteligencia porque ésta capta ideas que son inmateriales y ningún órgano material puede captarlas. La inteligencia en sí es, pues, inorgánica. Entonces, si bien ambas son manifestaciones humanas que se requieren recíprocamente y son complementarias, dado que una y otra no pueden existir por sí mismas, independientemente; en el hecho no son la misma cosa y tienen funciones distintas.
Por tanto, especial atención debe prestarse al pensar metafísico pues éste resulta ser el factor decisivo en la conformación de la conciencia y dirección del comportamiento humano. El pensar metafísico se encuentra en una posición central en el proceso de racionalización de la realidad y por ello es la base del fenómeno cultural. De hecho, el entendimiento es la facultad que integra, racionaliza y confiere razón y sentido tanto a las dimensiones físicas como metafísicas del ser humano y su realidad.
En este proceso, la acción de valorar la realidad cumple un rol esencial. Al efecto, el entendimiento no establece el valor de la realidad concebida y distinguida de modo arbitrario o sólo en razón de su importancia y significación práctica sino que, de modo trascendental, el juicio de valor es establecido en virtud de las categorías metafísicas que informan el entendimiento. Es la razón metafísica lo que media la racionalización de la realidad.
En estos términos, la acción humana resulta ser el producto de la interacción entre la razón metafísica y la razón práctica. Al efecto, en vista de que es la actividad espiritual aquello que revela el valor de las cosas, son precisamente las categorías metafísicas en cuanto manifestación racionalizadas de la inclinación interior a tornar las cosas en elementos dignos de ser estimadas y amadas en razón de su conveniencia con el principio primero, las que sintetizan, fundamentan y expresan el juicio de valor. Así, la razón práctica es interaccionada con la razón metafísica o principio de bien y verdad derivado de un supuesto necesario determinado y que es el fundamento del proceso de valoración. Implicando una resolución intelectual y moral, el ser humano articula libremente ambas categorías (razón práctica y razón metafísica) y decide su hacer.
De esa forma, al ser definido el bien, éste se constituye en fin del ser humano. Existiendo pues correspondencia entre bien y fin, es en razón del bien valorado por el entendimiento que la voluntad se aplica a la consecución del fin establecido. De este modo, siendo entendimiento y voluntad potencias del alma que se expresan conjunta y complementariamente, es la valoración que el entendimiento realiza lo que dirige la voluntad a la realización de acciones en orden a alcanzar un fin específico. En este sentido, el entendimiento tiene una relación de prelación respecto de la voluntad. La intensidad o grado de energía de la voluntad depende de la integridad y profundidad del entendimiento que la informa.
El valor reconocido en las cosas es establecido en razón del criterio de bien y verdad definido como premisa por la creencia. Es la conformidad con lo concebido como bueno y verdadero en la dimensión metafísica, aquello que define el valor, validez y legitimidad de las realidades humanas.
En razón de lo expuesto, es significativo tener presente que el proceso de cambio real en el hombre implica una mutación en el entendimiento. Todo cambio efectivo de comportamiento en el ser humano depende de la previa modificación del entendimiento pues éste es lo que reorienta la voluntad. De esta forma, la clave del cambio sustantivo depende y deriva del proceso de desplazamiento y sustitución de las categorías metafísicas que, en lo principal, fundan el proceso de concepción y valoración de la realidad. Por tanto, la acción destinada a producir un cambio en el hombre sólo es efectiva en tanto produzca un desplazamiento y sustitución de categorías que informan y constituyen el proceso de valoración de la realidad.
Supuesto necesario. En la vida real el ser humano constata la existencia de las entidades que constituyen la realidad. Indefectiblemente, al ser humano le surge la inquietud respecto del origen de los seres aprehendidos y concebidos, razón por la cual procede a interrogar a la realidad. Es así como el anhelo de saber respecto del origen de los seres, esto es, de conocer su causa y fin, desde tiempos inmemoriales ha enfrentado al hombre a la necesidad de alcanzar el misterio de la vida para ser capaz de determinar racionalmente un principio fuente de los seres y la misma realidad.
A lo largo del desarrollo histórico, la humanidad ha respondido la pregunta respecto del origen de los seres, formulando dos hipótesis históricas fundamentales, correspondiendo éstas a los modos intelectuales fundamentales de resolver la cuestión del origen del ser y la vida.
La primera hipótesis histórica fundamental corresponde a aquella que concibe la existencia de un ser infinito que, producto de una ley de necesidad interior absoluta, se reproduce no libremente a sí mismo para constituir toda la realidad.
La segunda hipótesis histórica fundamental corresponde a aquella que concibe la existencia de un ser infinito que libremente crea seres finitos libres, cuya actividad no afecta a la entidad creadora por ser ésta independiente, anterior y superior.
Como por naturaleza el ser humano carece de una capacidad de saber absoluto, éste formula estas hipótesis entendiendo que no son sino supuestos necesarios o principios que se da por sentado que tiene existencia efectiva y posee tal calidad. Ambas hipótesis son supuestos en tanto nadie sabe ni puede saber si real y efectivamente las cosas son de uno u otro modo, de manera que sólo se supone que es un determinado modo, porque no podría ser de la manera contraria. Sin embargo, es un supuesto que es necesario, ya que el ser humano necesariamente requiere de un principio a partir del cual concebir ordenada y racionalmente la realidad. Aún siendo supuestos, se trata de una imputación necesaria pues sólo asumiendo tal premisa como principio primero u origen primero y común de todo lo que es, al hombre se le hace posible disponer de una ordenada base de realidad y verdad.
De esta forma, cada uno de los supuestos concebidos actúa como fuente de la realidad y la vida humana, vale decir, cual principio primero o punto de origen a partir del cual se concibe racionalmente la realidad y se establecen las coordenadas de la existencia humana. El supuesto necesario por el que el ser humano opta, se convierte así en el origen o punto cero a partir del cual concebir y vivir ordenada y racionalmente la vida humana. El supuesto necesario elegido opera como “lux mundi” o la luz del mundo a partir de la cual se concibe, explica y valora la realidad.
Al ser asumido uno de los dos supuestos necesarios por los seres humanos, cada uno se constituye en un dogma para quien afirma su validez pues es una proposición o cuerpo de verdad que se asienta como firme, cierta y segura en toda línea. Al ser socializado y masivamente asumido, este principio se convierte en un axioma cultural o proposición clara y evidente que no necesita demostración. Por definición ambas hipótesis, con su implicancia como supuestos necesarios, constituyen principios primeros distintos, contradictorios y de suyo excluyentes. Haciendo uso de su razón y libertad, el hombre puede asumir alternativamente una u otra como principio de verdad. Ciertamente el ser humano puede modificar su adhesión, pero no le es posible no sostener la validez y legitimidad simultánea de ambas hipótesis o supuestos, ya que ambos corresponden a principios o “razones seminales” divergentes, donde la afirmación de una necesariamente implica la negación de la otra.
La trascendencia de la adopción de un determinado supuesto necesario radica en que éste no sólo supone asumir una verdad especulativa o nuda contemplación de la verdad que no considera la dimensión práctica de la vida, sino que implica que este principio (supuesto necesario) actúa como verdad práctica o norma directiva del obrar humano. En tanto el entendimiento especulativo contempla la verdad en sí misma y de modo absoluto, el entendimiento práctico asume el supuesto necesario como principio estructurador del concepto de mundo y director del actuar humano. El supuesto necesario actúa como coordenada vital que constituye la cosmovisión u orden del mundo al que adhieren los seres humanos, instancia que define la razón, valor y sentido de todas las cosas. Al operar el supuesto necesario como verdad práctica, de modo efectivo éste actúa como vital factor constituyente de la realidad humana. En cuanto categoría metafísica, el supuesto necesario confiere razón y sentido a la totalidad de la dimensión física de la realidad humana, tanto a escala individual como colectiva.
Sistema lógico y normativo. En tanto principio primero que configura un principio de realidad, cada supuesto necesario da origen a un correspondiente sistema lógico, a un correspondiente orden intelectual, a consecuentes normas de vida y a equivalentes pautas de conducta.
El sistema lógico corresponde al conjunto de leyes, modos y formas que permite discurrir con acierto al ordenar partes relacionadas entre sí, contribuyendo a alcanzar determinados objetos y fines en términos individuales y colectivos.
El orden intelectual corresponde a la disposición relacionada y orientada de las cosas propias del entendimiento de una determinada expresión cultural.
Las normas de vida corresponden al conjunto de criterios que se deben seguir o a que se deben ajustar las operaciones de los seres orgánicos, sea en términos individuales o colectivos.
Las pautas de conducta corresponden al conjunto de reglas que establecen los modos de ejecutar las acciones, sea en términos individuales o colectivos.
Es a partir de la definición de principio primero, sistema lógico, orden intelectual, normas de vida y pautas de conducta que en tiempo y espacio se conforman los criterios de verdad o falsedad de las cosas de la realidad, los cuales, en tanto principios esenciales, orientan y condicionan sus manifestaciones existenciales. Es la definición de principio primero, sistema lógico, orden intelectual, normas de vida y pautas de conducta lo que constituye e informa los “tesoros espirituales” de los pueblos, esto es, los "tesoros de la cultura” (religión, idioma, derecho, etc.), los cuales poseen la propiedad de emanciparse del espíritu de sus forjadores.
Creencia, idea y norma cultural. Cada una de las hipótesis históricas referidas o afirmación de un determinado supuesto necesario, con su correspondiente proyección en el orden intelectual, lógico y normativo, constituye un sistema de creencia, ya que concientemente y con firme asentimiento da por cierto que la realidad deriva de esa determinada forma de concebir las cosas. Al ser colectivamente asumida como válida y legítima, esa creencia se convierte en una idea cultural o categoría metafísica que fundamenta, organiza y da sentido al conjunto de la vida social en tiempo y espacio determinado.
Precisamente, es el cultivo social o colectivo de esta idea completa de realidad -conformada a partir de un determinado supuesto necesario- lo que constituye un sistema u orden cultural. La cultura es entonces el resultado de la aplicación de las facultades humanas a la realización de una creencia o idea cultural estimada verdadera. Es el producto del cultivo, en tiempo y espacio concreto, de los principios de bien y verdad derivados de un determinado supuesto necesario. Como los actos humanos se ordenan conforme a un principio de creencia que norma la realidad, se asienta entonces un principio cultural fundamental: “Según se cree, así se vive. Según se vive, así se muere. Según se muere, así se queda”. Es esa creencia fundamental aquello que constituye el “orden vital” de la sociedad y establece la necesaria y correspondiente “conducta vital”. En su obra “La Decadencia de Occidente”, Oswald Spengler consigna que cada cultura, en tanto experiencia humana que “florece con vigor cósmico en el seno de una tierra madre… imprime a su materia, que es el hombre, su forma propia, su querer, su sentir, su morir propios”. Un proverbio elemental enseña: “Si quieres sembrar para un día, siembra flores. Si quieres sembrar para años, siembra árboles. Si quieres sembrar para la eternidad, siembra ideas”.
Con todo, teniendo presente la condición racional y libre del ser humano, la creencia y su consecuente sistema cultural es una realidad condicionante pero no determinante.
En esta perspectiva, las diferencias entre los campos culturales de Oriente y Occidente radican, precisamente, en que en uno y otro se asumen como principio de bien y verdad que poseen una identidad histórica fundamental. Natural y legítimamente cada grupo humano opta, afirma y realiza su propio principio de realidad.
De esta forma, en Oriente predomina la primera hipótesis histórica fundamental y, en Occidente, predomina la segunda hipótesis histórica fundamental. Es por ello que el sistema lógico, el orden intelectual, las normas de vida y las pautas de conducta que siguen son diferentes en uno u otro campo cultural. Siendo diferente el principio primero, por extensión necesaria son distintos sus sistemas lógicos, sus órdenes intelectuales, sus normas de vida y sus pautas de conducta. En tanto cada hipótesis opera como principio de verdad cierta y segura, configura aquella identidad cultural que opera como factor que incide decisivamente en la formación de las naciones y en el desarrollo humano personal.
Si bien en cada campo cultural predomina un determinado hipótesis histórica fundamental, esto no obsta a que en su seno también existan, con un carácter subordinado, personas o grupos que asumen la otra hipótesis histórica fundamental. Así, en cuanto ambas hipótesis constituyen un principio de creencia verdadera, tanto las fuerzas predominantes como las fuerzas subordinadas procuran afirmar y proyectar su verdad como principio de información y configuración del sistema social, generándose un proceso de confrontación permanente que es fuente de la dinámica histórica.
Por la tendencia y fuerza de la verdad, las fuerzas predominantes procuran mantener su posición para asegurar la primacía de su creencia y, por otra, simultáneamente, las fuerzas subordinadas intentan desplazar y sustituir a la fuerza predominante para convertirse ellas en fuerza dominante y constituir a su creencia en factor social decisivo. Si se produce tal eventualidad, la fuerza predominante pasa a la condición de fuerza subordinada y, quien tenía tal calidad, se transforma en fuerza dominante. Esta dinámica ideológica se presenta con consecuencias significativas tanto al interior de las naciones como a escala regional, continental y mundial.
En definitiva, la creencia convertida en idea cultural opera como vector histórico en cuanto constituye una energía que impone con fuerza, en tiempo y espacio, un contenido metafísico específico en una dirección, con un sentido y con una magnitud determinada en virtud de la coherencia y consistencia en la adhesión racional al supuesto necesario. Por tanto, es la creencia o idea cultural aquello capaz de mover a ingentes masas humanas a la constitución de civilizaciones y sistemas imperiales. Walter Schubart señala: “La historia universal no es una historia de intereses, sino de ideas”. Gustav Le Bon agrega: “La historia no es otra cosa que la narración de los esfuerzos realizados por el hombre para edificar un ideal”. En este sentido, bien vale tener presente lo que sostiene y previene reveladoramente el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762 – 1814): “La filosofía que se escoge depende del hombre que se es”.