ARTE Y FILOSOFÍA: DE NIETZSCHE A HEIDEGGER

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Sergio Espinosa Proa
Universidad Autónoma de Zacatecas

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1  El paso del signo

La belleza será convulsiva o no será.
André Breton, Nadja

Es posible comprobar que, desde Pitágoras hasta Hegel, el arte sólo logra alcanzar, en lo fundamental, un valor “propedéutico”, siempre subordinado a la religión, a la filosofía, a la política, a la moral, a la economía o, en su límite, a la “psicología”. Ciertamente: Kant ha elevado la experiencia estética a una altura nunca antes conocida. Ha “liberado” al arte de su esclavitud respecto de lo corporal-sensible considerándolo un objeto dotado de la suficiente “pureza” como para entrar de lleno en el reino de la especulación filosófica. Con ello ha hecho de la estética un campo esencialmente autónomo, y de la obra de arte un objeto digno de la más noble consideración. No obstante, la posibilidad de experimentar la belleza permanece, en última instancia, sujeta a otra cosa: a la percepción de la ley moral que, sacándonos de nosotros mismos, nos devuelve, por su observancia, a la esencia de lo comunitario. La belleza sigue siendo signo de otra cosa; lo bello, en el edificio crítico kantiano, es “símbolo de la moralidad”.

En el sistema de Hegel, el arte no significa —o no equivale a— que seamos “morales”, sino que, en el fondo, pertenecemos al absoluto. Arte, religión y filosofía comparten esa sabiduría suprema. Pero tampoco la comparten en el mismo plano: corresponde a la filosofía extraer del arte la verdad, hacer pasar esa verdad por el corredor que lleva de lo implícito a lo explícito, elevar la imperfecta inmediatez de la percepción sensible hasta la perfección del concepto. El arte cede su sitio a la estética: la obra se realiza fuera de sí misma, se encuentra sólo en el discurso —en el logos— que suscita. El arte, según Hegel, es el lugar del pasado...

Dos grandiosas —y, en apariencia, generosas— tentativas de pensar el arte, de traer el fragor de su irrupción a la paz y a la legalidad del concepto, de traducir su fuerza inmediata en la meditada persuasión del discurso. Tentativas que, a pesar de todo, terminan enfeudando al arte en el juego de la filosofía y poniéndolo, como todo lo demás, a su servicio. Tentativas frontalmente opuestas a la apuesta genealógica de Nietzsche, para quien el arte exige mucho menos una “traducción” que un pensamiento propio.

La “metafísica de artista”, según expresión del propio Nietzsche, es cualquier cosa salvo una “alegoría” de las obras de arte. Y si se trata de pensar el arte sin acabar aplastándolo con —o reemplazándolo por— el concepto, la estrategia debe cambiar de modo radical. En primer lugar, reformulando de un extremo al otro la “teoría del fenómeno”. La apariencia no es lo contrario de la verdad, sino su expresión. Lo que aparece —la superficie— tiene una profundidad metafísica[1]. El arte es, para Nietzsche, una religión de la apariencia: “Si la verdad”, acota François Warin, “es mujer, si en el fondo de la apariencia no hay sino apariencia, entonces, por oposición al resentimiento de la metafísica que transgrede, sacrifica o lleva a la muerte a toda apariencia, por oposición a la fría pasión del conocimiento, al tiránico gusto de la certeza, el arte se manifiesta esencialmente como aquello que brinda su asentimiento a la apariencia, como aquello que la consagra, la santifica como santifica la mentira afirmando la vida como poder de ilusión, glorificando el mundo como error”[2]. Entre Platón y Homero, Nietzsche toma partido, sin vacilar un instante, por el poeta.

Es la alternativa entre la pesadez y la ligereza, entre la profundidad mórbida y la superficialidad danzarina.

En segundo lugar, haciendo de la afirmación del arte una afirmación ateológica y ateleológica. El libre juego de las facultades ha de ser radicalizado hasta hacer del mundo mismo el espacio del juego y de lo libre. El mundo es absolutamente indiferente a nuestras exigencias morales: está siempre más allá del bien y del mal. El arte no quiere imponer sus constricciones, no quiere “conocer” ni quiere “dirigir”: sólo quiere que las cosas, todas y cada una de ellas, puedan ser. El arte deja de copiar el mundo —o de sintonizar con el transmundo— para convertirse en modelo para la vida. El arte nos hace entrar en un estado de suspensión del mundo, en un estado de reversión o interrupción de las estrategias que necesitamos desarrollar para que las cosas lleguen a ser un mundo — objetos dóciles para un sujeto bien amaestrado.

En tercer lugar, al contrario de la operación practicada por Schopenhauer, es necesario remitir el arte a la voluntad de poder (que, según se verá, se halla en el otro extremo de la voluntad de dominio). El arte, para Nietzsche, es la fuerza antinihilista por excelencia, es la voluntad de fiesta que estimula sin cesar a la vida. Frente a la religión, que gira en torno a la devoción, el arte incita a la creación. No es posible, en suma, seguir pensando el arte en términos de armonía o adecuación (de lo inteligible con lo sensible, de lo interior con lo exterior, de la idea con la materia, etc.). El arte, para Nietzsche, es agónico, en el justo sentido de que gira sobre sí mismo interrogándose sin cesar, siempre irónico, sobre su propia imposibilidad.

El arte no nos salva si no es abismándonos en la ausencia de salvación.

 

2 La incitación de lo oscuro

Somos una planta, mas no terrestre, sino celeste.
Platón, Timeo

La visión nietzscheana del mundo griego se aparta de toda transacción o idealización (también de toda esterilización académico-erudita). Ha percibido con toda su fuerza que la famosa “serenidad” griega se levanta sobre un fondo de horror que Nietzsche enseguida asocia con las furias, con las madres devoradoras. La belleza se yergue, graciosamente, a un paso de la devastación. El arte apolíneo es la conquista de la claridad a partir de unas tinieblas constitutivas: es la afirmación de una voluntad de distinción frente al “asiatismo” que de cualquier forma continuará marcando —y persiguiendo— al mundo griego. El texto de El nacimiento de la tragedia está escrito desde ese doble movimiento merced al cual los griegos se arrancan de un subsuelo dionisíaco quedando sin embargo fascinados por su contemplación.

La experiencia griega enseña a Nietzsche que el arte sólo encuentra su sentido en el juego de la representación de la muerte, allí donde es posible experimentar toda la fragilidad y la vulnerabilidad de la vida. Hay arte sólo cuando se muestra el inminente momento de la quiebra, cuando comprendemos que todo está a punto de disolverse, cuando la muerte parece que nos alcanza con su mirada sin ojos y su llamada silenciosa. La obra de arte acaricia ese instante, demorándose en su borde, trazando su distancia. Es una mirada herida por la violencia de la noche, hecha para soportar lo insoportable — pero sin enmascararlo, sino exhibiéndolo, “dejando aflorar la inminencia del horror”, dice Warin, “mas bajo la apariencia de la seducción”[3].

Por el arte nos aproximamos a la destrucción y al caos sin sucumbir —del todo— a su vértigo.

Para Nietzsche, la obra de arte es esa delgada línea, esa fisura que conecta-y-separa la fuerza dionisíaca con y de la forma apolínea. Un equilibrio asaz precario. La tragedia griega transita en ese límite, esforzándose por no caer a uno o a otro lado. Es el discurso en el momento en que el discurso parece desfallecer o estar de sobra, la calma en el corazón de la catástrofe, la afirmación de la vida en el colmo de su inanidad. Si es arte, la línea aún no se ha quebrado: ni la figura desprovista de ese horror ni la fuerza despojada de su forma pueden cristalizar en la obra de arte. Dionisos es inasequible, la muerte no tiene una forma “propia” según la cual podría ser representada, la noche nunca puede verse.

El arte no es la fuerza en sí misma — sólo es su más fiel desviación.

Si Hegel piensa la muerte como poder de negación, no es casual que se detenga en y lleve a sus últimas consecuencias —en filosofía tanto como en política— el símbolo del Crucificado. Se trata, como todo buen cristiano sabe, de la imagen que representa no sólo la muerte, sino la muerte de la muerte. El hombre-Dios se ha asomado al más allá — y ha vuelto, resplandeciente de (nueva) vida. La metáfora que subyace a la experiencia nietzscheana no podría, evidentemente, remitir a esa misma señal; no es posible ni vencer ni dominar a la muerte, y esta asunción se pone en juego, de modo privilegiado, en la figura de Orfeo. Orfeo ha intentado mirar la noche y sólo ha sabido de la irreparable pérdida. La experiencia del abismo no se busca para practicar un escape. La —imposible— experiencia de la muerte no se abre para soñar el fin de la muerte, sino para mostrar que, sin ella, la vida pierde todo su significado.

Sin ella, la vida puede ser calumniada[4].

 

3 La lucha por la domesticidad

Casi todas las religiones —y, por supuesto, las filosofías— han intentado hacer lo mismo: desviar, en su propio beneficio, en favor de la comunidad, en nombre de la reconciliación, la faz nocturna y bárbara de lo divino. Este empeño desemboca, habitualmente, en una traición y en un olvido. La alteridad de la que emerge todo sueño de unidad y de identidad es —al menos en la imaginación— completamente borrada. Es en virtud de ello que tanto la religión como la filosofía —es decir: la política— han procurado someter al arte a su designio común: a saber, domesticar a la bestia.

Hacer de lo Otro una figura de lo Mismo. O, lo que resulta exactamente igual: matar a la muerte.

Domar al animal que somos. ¿Sirve el arte para semejante empresa? Es indudable que lo ha hecho; mas, ¿en ello agota su poder? ¿En qué cabría entonces distinguirlo de la técnica — o de la política? Ciertamente, es difícil concebir el arte al margen —o en contra— de sus usos. Pero, de acuerdo con lo que hasta aquí hemos podido advertir, tampoco será fácil reducirlo al nivel de un refinamiento, un divertimento o una consolación. Todo lo contrario (y justamente por ello ha de asignársele esa función derivada, subsidiaria, superflua): el arte —siendo su cúspide— arranca a la cultura todas sus certidumbres y falsas seguridades, devolviéndola a lo incomunicable. En su altura máxima, en su lado extremo, la cultura se enfrenta a todo aquello que la contradice y destituye. La obra de arte nos expone a la extrañeza radical del mundo — y nos proporciona una —siempre momentánea— morada. El arte, en palabras de André Malraux —y ello a pesar de que su lugar “propio” ha llegado a ser el Museo— es un “antidestino”[5].

Nietzsche ha intuido en el arte griego esa interminable danza del fuego y la distancia. Pues el arte no sólo es el deseo de hacer ver o dar a oír, sino también la pulsión simétrica de apartar de la vista y fraguar el silencio. El arte “primitivo” no tiene absolutamente nada de “balbuciente”. Nietzsche no es Hegel — a pesar de que El nacimiento de la tragedia parodie con peculiar torpeza su juego dialéctico. Lo primitivo del arte es la fuerza, y si es arte, siempre será esencialmente primitivo. Bástenos pensar en Cézanne, en Matisse, en Picasso — o en Strawinsky. Bástenos pensar en el propio Nietzsche, en esa su irrupción en medio del cuidado y civilizado territorio filológico-filosófico.

El arte se deja guiar menos por la imitación de modelos ejemplares que por una abierta alteración de los moldes recibidos. “La ‘alteración’ de la forma humana”, subraya Warin, “que se encuentra presente en el arte es, al mismo tiempo, la desintegración de la forma luminosa y el retorno nocturno a lo bajo y a lo ‘podrido’, pero también el surgimiento del alter, de lo otro, de lo sagrado que jamás se deja reducir a lo mismo, que jamás se deja pensar ni racionalizar”[6].

El artista es un supliciado, nunca más un soberano padre creador de su primorosa obra. Una especie híbrida, según apunta Nietzsche, a medio camino entre el crimen y la locura, incapaz de ser una u otra cosa, pero con las “antenas extendidas” hacia cada una de esas esferas[7].

 

4 La ruptura heideggeriana

La poesía es un sacrificio en el que las palabras son víctimas.
Georges Bataille, La experiencia interior

La obra de arte no merece una aproximación puramente formal, ni siquiera es justo que se convierta en objeto de una eidética en el sentido preconizado por Husserl. Avancemos aquí que, para Heidegger, la belleza es uno de los nombres del ser, la puesta en obra del ser. Es su esplendor, allí donde emerge directamente de lo inconmensurable. Esa emergencia es, a la vez, una ruptura del orden mundano — una cesación del ámbito de la técnica y de la “cultura”, un descentramiento que hace saltar lo siniestro en el corazón mismo de lo más habitual. ¿Hay algo “misterioso” en los zuecos de Van Gogh?

En ellos aparece el ser — en su retracción.

La obra de arte señala —sin alcanzar jamás a hacerlo suyo— hacia un ámbito que no puede devenir “mundo”: la tierra, metáfora de la reserva y la reclusión, elemento que rehuye la claridad del discurso y las exigencias de la significación. La tierra es la physis de los presocráticos, la naturaleza que al desplegarse también se oculta y se retira. La obra de arte, en tal sentido, no es técnica, sino la tensión que se produce entre el elemento terrestre y radical —pesadez telúrica, muerte— y el elemento de la luminosidad que querría ponerlo siempre de manifiesto sin perderse en ello.

Al lado de Nietzsche, Heidegger hace frente a la idea (pitagórica, platónica, aristotélica, tomista, hegeliana...) de la belleza como pulchritudinem, como integridad, armonía, regularidad, consonancia y claridad. Se desmarca de la idea de la belleza en cuanto que Idea. Esta concepción idealista es, en el fondo, tal como hemos podido constatar, producto de una suerte de hechizo narcisista. El hombre reduce todo a su propia imagen y semejanza. Lo reduce a la imagen que se ha forjado —con toda su fuerza ficcional— de sí mismo. Y no, por lo que sabemos, el arte no conecta con el cielo de la representación, sino con el infierno, con la caverna, con el laberinto — con la animalidad.

Con aquello que el hombre —el civilizado— no puede o no quiere seguir siendo.

 

5 Lo sagrado profanado

Esto es lo único que he aprendido hasta ahora:
que el hombre necesita, para sus mejores cosas, de lo peor que hay en él.
Nietzsche, Así habló Zaratustra

Nietzsche piensa la experiencia estética como una especie de sucedáneo de la religión. Mas no, desde luego, de la religión que quiere salvarnos. La búsqueda de un objeto imperecedero indica una grave pérdida de la vitalidad y de la fuerza. Las religiones salvacionistas son síntomas de la debilidad, el resentimiento, la venganza, la corrupción. Son religiones que aborrecen lo mortal. Las domina un sentimiento de vergüenza ante todo aquello que nace y muere, ante la fugacidad y el paso. En consecuencia, no hacen otra cosa que ensañarse con la vida: se muestran fascinadas mortificando a lo mortal.

La experiencia de lo sagrado en las religiones “primitivas” —fundadas en una economía sacrificial, desacumulativa, trágica— es lo que Nietzsche pone en relación con el arte. Esta experiencia concierne a la suspensión del código, o, mejor, a su transgresión. La religión primitiva o arcaica es la religión de la fiesta. Momento paroxístico que revierte las servidumbres de un mundo profano ocupado exclusivamente en la producción y la acumulación de bienes. Momento de la ruptura de las interdicciones, de la dilapidación y de la violencia que conecta con el carácter profundo de la existencia.

El arte, según quería Baudelaire, es la floración del mal.

¿Divertimento? ¿Virtud? ¿Ejemplo a seguir? El arte es terrible, abierto y arrojado a una herida de imposible cicatrización. La belleza se torna, así, ejercicio de la crueldad. Nietzsche se encuentra en este punto con Artaud y con Bataille. El arte no necesariamente “embellece” al mundo porque su destino es desublimar la cultura, devolver el espíritu al cuerpo — disolverlo en él. No se trata ya de la frivolidad burguesa de “el arte por el arte”; estamos hablando de la insubordinación radical que se aloja en el corazón de la obra de arte — y que la torna inmanejable, arriesgada, peligrosa, culpable. Una insubordinación que explica el interés de todos los poderes —técnicos, políticos, religiosos— por desactivarla, esforzándose con cuanto medio se pone a su alcance por reducirla al estatuto de una “diablura”, en “ornamento”, en “alta cultura”.

El arte, para el poder, es absolutamente improductivo. Pero en ello radica, justamente, su poder de subversión.

Como escribirá Bataille, sobre la senda de Nietzsche, “sólo la palabra poética, limitada al plano de la belleza impotente, guarda el poder de manifestar la plena soberanía”[8]. Mas una soberanía impotente, pues no está en condición de impedir que el poeta —el artista— se convierta en un productor de bienes (culturales). “La voluntad de perder”, observa con agudeza François Warin, “se cambia en voluntad de prender, lo perecedero en eterno, la poesía en poema, el dispendio en creación o en obra”[9]. El arte cristaliza en tesoro artístico, en herencia, en museo, en administración de la tierra prometida.

Ni siquiera el arte puede resistir el poder de lo profano.

 

6 La verdad de la mentira

¿Cuál es el reverso de la estrategia del alma? ¿Qué clase de proyecto podría desactivar o resistir al imperio del proyecto?

El arte, desde la perspectiva de Nietzsche, reenvía precisamente a aquello que la cultura —la doma— se propone someter: el cuerpo, el deseo, la desnudez, el lujo... la muerte. No es arte si un artefacto —cruce de lo material y lo espiritual— se propone la neutralización o el aprovechamiento productivo de estas instancias. No importa cuán bello sea. El arte es disolución del código retórico, libre juego, como querían Kant y Schiller, pero juego jugado con una realidad indisponible, emergencia verdadera de un deseo que siempre está en camino de su propia ruina.

En este sentido, al arte es un antídoto contra la verdad. Pero, ¿hay, real y efectivamente, “verdad”? Nietzsche no es tan ingenuo como para caer en ese juego de inversiones y reversiones que hace de la apariencia sensible un simulacro de la Idea y del arte una repetición del fantasma que acompaña a toda manifestación de la esencia universal. La verdad también es, ella misma, un fantasma. Ella es producto de una valoración, de un punto de vista, resultante de un juicio —fundamentalmente, moral— al que se somete la experiencia. Para Nietzsche, la verdad es un error — mas un error necesario. Necesario para unas criaturas que, enemistadas con sus propios instintos, aquejadas de labilidad extrema, son incapaces de vivir sin referencia a un centro. Necesario para esos animales que, sin remedio, desconfían de sus propios impulsos y vacilan en la afirmación del azar. La inseguridad radical en que se hallan les hace presa fácil del absoluto.

Es la falta constitutiva lo que les exige un relleno sanitario que entonces —y para siempre— toman por “verdad”.

Ante el flujo impredecible e insensato de la vida, la “verdad” proporciona, antes que otra cosa, la ilusión de la estabilidad. Aporta una sensación de constancia, de fijeza, de resistencia al paso del tiempo, de eternidad. La verdad, según esto, no es el fundamento del arte, sino una de sus formas. Una invención, pero una invención que se quiere absoluta. Una ficción, mas una ficción que pretende erigirse en juzgado de todas las otras ficciones. La verdad es esa obra de arte que hace de la apariencia una mentira y de la percepción sensible una fuente de engaño.

Es fácil comprender que Nietzsche asigne entonces un valor i­nfini­tamente más alto al arte que a esa verdad. A diferencia de ella, que juzga y calumnia a la vida, el arte al menos hace justicia a lo mortal. La verdad de la verdad es que, en nombre de lo absoluto, se aplica sobre la inmoviliza­ción, la sujeción y la suspensión de la vida; la verdad de la mentira es que, sabiéndola efímera, irrepetible e irremisible, se abre a la intensificación de la existencia. La vida simplemente aborrece los sistemas que la quieren expli­car, dirigir, racionalizar y, en el límite, justificar. Por el arte, de acuerdo con Nietzsche, la vida cesa de entregarse al proyecto. La utilidad del arte consiste en esta imposibilidad de servir para algo.

La —siempre riesgosa—apuesta del arte consiste en abrirse al caos para ganar la irreductible sobreabundancia de la vida, para perderse en su esplendor indefinidamente arruinado[10].

 

7 La asunción hermenéutica del arte

Que la experiencia de lo sagrado se desplaza, en la época moderna, al fracturado territorio del arte, puede documentarse desde múltiples perspectivas. La hermenéutica actual, por ejemplo, se decanta resueltamente hacia una concepción que asigna al arte una función cuasi-religiosa: a saber, la resurrección de este mundo. Actualizando a Kant —y “urbanizando” a Heidegger—, Hans-Georg Gadamer otorga los títulos de juego, símbolo y fiesta a esos conceptos-clavicordio que permitirían pensar la ruptura del arte en lo que él mismo denomina modernidad extremada[11]. En el juego brilla el insensato sentido del movimiento; en el símbolo, el juego del desvelar y velar; en la fiesta, la eternidad de lo efímero. Cada concepto apunta a eso que en la obra de arte late como su corazón escondido. Es como la vida misma: finalidad sin fin, finitud abierta a lo infinito. En el arte no hay remisión — ni nos remite a otra cosa fuera o por encima de sí mismo ni nos pone remedio definitivo. O, mejor dicho: el remedio que obsequia no cierra la herida sino que muestra la inconveniencia, la perversidad de toda cicatrización.

Lo que el arte enseña es a demorarnos en esa abertura que es nuestra propia vida[12].

Pues quizá no es la búsqueda de la verdad —que el arte comunicaría imperfectamente— lo que nos caracteriza —lo que, en definitiva, nos da carácter—, sino la belleza, es decir, la “rutilante mirada de Mnemosyne”[13]. En la vacilación, la persistencia. En la fugacidad, la estancia. La certeza hermenéutica reside enteramente en esta paradoja: tan sólo en el instante mora lo que resiste. No es que sea la última instancia; es que es la única. La experiencia secular de la muerte de Dios alcanzaría este resultado: no es, como lamentaría todo el romanticismo, que los dioses se han fugado, sino que habitan (fragmentos sin imán) en lo fugitivo mismo.

En la Grecia antigua, el arte no refleja nada: es, inmediatamente, lo divino; en el mundo de la Cristiandad, el arte viene a ser expresión, mediación, ilustración de lo divino. En ambos casos, el nexo con la esfera religiosa —directo en el mundo griego, reflexivo en el mundo cristiano— es incontestable: la obra de arte funda comunidad y se confunde con ella. En la modernidad extremada, el arte es experimentado en su índole disruptiva y provocadora[14]. La experiencia estética se encamina resueltamente al “límite de lo comprensible”[15] — al silencio y a la locura: se configura en cuanto enfrentamiento a la cultura (burguesa), de cuya crisis proviene[16]. Pero esta oposición desemboca menos en una presunta degeneración del arte que en un modo privilegiado de revelar su esencia. Una esencia que, como todo lo humano, no podría ser otra que la ambigüedad: “En lo particular de un encuentro con el arte, no es lo particular lo que se experimenta, sino la totalidad del mundo experimentable y de la posición ontológica del hombre en el mundo, y también, precisamente, su finitud ante la trascendencia”[17].

En tanto que juego, el arte remite a sí mismo. No es —en realidad, nunca lo ha sido: pero solamente en la modernidad “extremada” esto se revela sin restos— vehículo de un sentido o de una revelación que le sea exterior. El es su propia hierofanía. En tanto que símbolo, excluye la biunívoca transparencia del concepto: “Lo simbólico del arte descansa sobre un insoluble juego de contrarios, de mostración y ocultación”[18]. El arte (contemporáneo) muestra que traer a la luz es sólo una cara de la experiencia. La otra es, justamente, el velamiento, la retirada: presencia-ausencia del fondo que no puede ser ex-puesto porque contra él se destaca todo fenómeno. No hay remisión, o, más bien, la remisión de la obra es la obra misma en su oscura emergencia[19].

Tal autorreferencialidad es lo que aparece al concebir al arte en su proximidad y parentesco con el juego y con lo simbólico. Lo simbólico del arte consiste en que su significado no se encuentra más allá de su misma aparición: “La obra de arte no es, en ningún sentido, una alegoría, es decir, no dice algo para que así se piense en otra cosa, sino que sólo y precisamente en ella misma puede encontrarse lo que ella tenga que decir”[20]. Y por ello también es una fiesta: Una celebración. Detención del tiempo, interrupción del orden profano.

La obra de arte logra —así por un instante— el milagro: que este mundo resucite[21].

 

8 Más allá de la estética

Ha sido la obra de arte la que nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato.
Martin Heidegger, El origen de la obra de arte

 ¿Porqué no existía la “estética” en el mundo griego anterior a Platón?

La respuesta de Heidegger es nítida: porque el arte no requería explicación o justificación alguna[22]. La estética y la metafísica son formaciones solidarias: no puede existir una sin la comparecencia de la otra. La distinción entre materia y forma, por ejemplo, no procede del arte, sino de la fabricación de utensilios. “La diferenciación entre materia y forma”, escribe Heidegger, “es el esquema conceptual por antonomasia de toda estética y teoría del arte bajo cualquiera de sus modalidades. (...) Forma y contenido son conceptos comodín bajo los que se puede acoger prácticamente cualquier cosa. Si además se le adscribe la forma a lo racional y la materia a lo i-rracional, si se toma lo racional como lo lógico y lo irracional como lo carente de lógica y si se vincula la pareja de conceptos forma-materia con la relación sujeto-objeto, el pensar representativo dispondrá de una mecánica conceptual a la que nada podrá resistirse”[23]. La obra de arte no pertenece a esa dimensión de la experiencia. Aquella siempre remite a lo que no es útil — remite, más precisamente, a lo que ni siquiera llega a ser cosa. La obra de arte hace sensible aquello que se encuentra en el ámbito de lo suprasensible. Esto, según se ha visto, es Platón, es Kant y es Hegel. ¿También es Nietzsche?

La posición que adopta Heidegger es, en ciertos aspectos, una radicalización de la posición de Nietzsche. En primer lugar: la obra de arte no representa nada. No es la ejecución de la Idea, ni su manifestación sensible. La obra de arte no representa algo que esté fuera de ella, pero tampoco, en rigor, presenta nada — ella es su propia parousía. La obra de arte no presenta algo, sino que abre una claridad para que algo aparezca y venga a la presencia. La obra de arte no es, en principio, una “cosa”, sino el acto de instauración de un mundo en el que las cosas pueden llegar a serlo.

La obra de arte no es la conjunción de forma y contenido, o de espíritu y materia, sino en la medida en que establece una conexión entre la tierra y el mundo. ¿La tierra? Lo “térreo” no es el “material” que requiere el artista para hacer sensible —visible, audible— su creación. La tierra, en el sentido que le otorga Heidegger, es la re-tirada del ser, su cerramiento, su pudor, el movimiento mediante el cual se oculta para no con-fundirse con las cosas. La tierra es el fondo que no es un fondo sino una ausencia de fondo.

El arte es la cruz formada por la instauración del mundo —la apertura del claro— y la retirada de la tierra —su clausura. La obra de arte es este advenir de la tierra en el mundo. Es su choque, la chispa que brota de esa colisión. El arte no es un “reflejo” —más o menos distorsionado— de la verdad, sino su puesta en obra. Por lo mismo, reducirlo a los “efectos sensibles”, reducirlo a objeto de una “estética” equivale, según Heidegger, a olvidar y desdeñar todo lo que el arte tiene de esencial.

La obra de arte no requiere una explicación, ni histórica ni científica, sino una respuesta pensante.

 

9 En la luz del misterio

Para Heidegger, hay el artista, hay la obra y hay, desde luego, un tercer elemento gracias al cual ambos se sostienen: el arte. Este planteamiento, aparentemente inocente, tiene como finalidad romper la especularidad metafísica entre el objeto y el sujeto. El arte no se agota en la subjetividad del artista y tampoco se halla íntegramente en su creación objetiva. El arte remite a un modo del ser. Por supuesto que las obras de arte son “cosas” —como el carbón y la leña, como los rifles y los sombreros, como el cepillo de dientes o las patatas—, pero son cosas que no se agotan en su mero carácter de cosas. Heidegger comienza admitiendo que la obra de arte es una cosa que recibe algo añadido, un suplemento que la convierte en alegoría o en símbolo de otra cosa[24].

Como el concepto de “cosa” es todo menos evidente, es preciso preguntarse si es posible pensar las cosas sin exponerlas al atropello. El simple paso del griego al latín constituye una traición a la experiencia originaria de lo que serían las cosas. La respuesta de Heidegger vuelve a presentarse con nitidez: lo que hace el arte es conceder campo libre a la cosa para que se muestre su carácter de cosa[25]. Y esta concesión no es algo que corresponda, dice Heidegger, a la mera sensación. “Las cosas están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación”. Nunca oímos “ruidos puros”, sino el rechinar de una puerta, el motor de un auto, el ladrido del perro, los pasos en la azotea. Hay que esforzarse por encontrar el punto en que la cosa reposa en sí misma.

Esto es imposible mientras imaginemos que las cosas son lo mismo que los utensilios. Imaginar esto es fácil porque incluso la Biblia propone una relación instrumental —por más que no sea “artesanal”— del Creador con su obra. Heidegger intenta zafarse de esa consideración instrumental de la cosa para abrirse a lo que en la obra de arte se encuentra expuesta. La cosa no es ni una sustancia provista de accidentes, ni la unidad de diversas sensaciones, ni una materia provista de forma. Cosa, utensilio y obra (de arte) pertenecen a dimensiones completamente diferentes. Y su mezcla impide pensar lo que cada uno tenga que ver con el ser.

Las cosas, en su insignificancia, parecerían resistirse a ser pensadas. Y justamente en esta resistencia, en esa reserva quiere Heidegger que encontremos su esencia.

El filósofo descubre finalmente que la esencia de las cosas no se entrega de otra manera sino en cuanto obras de arte. El carácter de utensilio de un utensilio —unos zapatos, para el caso— no aparece si nos demoramos en una descripción técnica. “Ha sido la obra de arte”, asegura Heidegger, “la que nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato”[26]. Si el arte instaura un mundo, es debido a que deja que las cosas aparezcan en su verdad de cosas. Y ello significa que el arte mantiene respecto de la verdad un nexo al menos tan firme como lo es su nexo con respecto de lo bello. El arte, una vez más, deja de ser asunto de una “estética”. Con Heidegger, el arte se desplaza de la sensibilidad a la inteligibilidad o, más bien, abandona los presupuestos sobre los que se levanta esa oposición. “En la obra no se trata de la reproducción del ente singular que se encuentra presente en cada momento, sino más bien de la reproducción de la esencia general de las cosas”[27].

El arte no se “agrega” a las cosas: las deja ser.

 

10 Entusiasmo, abandono, cortocircuito

No sé dónde se detiene lo artificial ni dónde comienza lo real.
Andy Warhol, Ma philosophie de A à B

¿Todo el arte? Hemos visto que la entrada del arte a la ciudadela metafísica se acompaña de un entusiasmo utópico. La invención de la estética queda como un monumento edificado a los pies y al servicio de la nueva deidad. La estética le da un carácter verdaderamente serio a la creación artística — y a la experiencia concomitante. Pero la interpretación heideggeriana sólo permite hallar en este homenaje una especie de marcha fúnebre. La existencia de la estética significa que el arte ya no es uno de los modos privilegiados del ser. Heidegger resuena aquí con el campanazo de Hegel. Pero para el hermeneuta significa ante todo que el arte se ha vuelto menesteroso, necesitado de un discurso que pueda decir lo que él ya apenas, débilmente, anuncia.

El arte tiene que ver con la verdad del ser. En primer lugar, ha dejado de concebirse primordialmente por su vínculo con la belleza. Enlazado con la verdad del ser, el arte no es ni intemporal ni accidental: es historial. El arte constituye una constelación de la verdad —un nudo de ser y tiempo—, de modo análogo a la constelación de la verdad que se pone en obra en la instalación técnica del hombre. Esta última emerge bajo el signo de la producción. ¿Cuál es el horizonte del arte? Justamente, el de la develación de la esencia de las cosas. La esencia del utensilio, según se apuntó, aparece solamente en esa dimensión no-utilitaria en que se yergue la obra de arte. La obra no imita a la naturaleza, pero tampoco se reduce a la instancia de la cultura. La obra revela lo que son las cosas. Pone en obra a la verdad.

Pero “poner en obra” significa que las cosas no se bastan a sí mismas para revelarse en su verdad. El arte no puede hacer la mímesis de la naturaleza, pues la naturaleza se revela al arte como una creación incompleta. Una pipa pintada por René Magritte tiene que recordarnos sin cesar que no es una pipa (real). Pero en ese decir que no la pipa llega a ser increíblemente más pipa que la real. Y Andy Warhol hará más sopa Campbells a la sopa haciéndonos saber que no es un anuncio de sopa[28]. Lo real permanece vacío y mudo sin la obra que lo muestra en su vulgaridad, en su uniformidad, en su incompletud, en su convencionalidad, en su devastación, en su facticidad — en su radical extrañeza.

Lo que la obra de arte (moderno) pone en juego es el olvido del ser.

El arte (moderno), en medio de la estandarización nihilista, revela la originalidad de la copia. Revela la nihilidad acomodada del mundo técnico. Joan Miró, John Cage, Jasper Johns, Marcel Duchamp, entre mucho otros, han mostrado hasta dónde un objeto —un producto— estereotipado e industrialmente repetido puede, merced al arte, merced a su inutilización, devenir objeto único y original, objeto irrepetible. La obra, según enseña Heidegger, es la revelación del ser utensilio del utensilio, del ser cosa de la cosa. El arte pone al objeto bajo una luminosidad extraña; extraña, en principio, al neón de los escaparates, a la luminosidad eléctrica de los circuitos de producción y consumo. “La obra”, resume Froment-Meurice, “no inventa nada, no ‘crea’ nada; y, no obstante, imitando el ya-ahí del mundo, lo revela en un contrasentido o en un sin-sentido más rico de sentido que ese ‘ya-ahí’”[29]. La obra mima la producción — mas sólo para mostrar la ausencia de fin, la absolutización del circuito de producción/consumo.

En la repetición, la disolución. En la artificialización, el brillo oculto de la naturaleza. En la acción de la obra, la desactivación del proyecto.

 

11 Emplazar al emplazamiento

Hay un reloj que no suena más.
Arthur Rimbaud, Iluminaciones

Si algo queda claro es que la “estética” de Heidegger abre un amplio boquete en la “teoría del arte” que el mundo de la técnica se ha confeccionado para su uso y arreglo personal. El arte es ese boquete, ese deshilachamiento del tejido que hace del mundo un artificio sin fin — y sin origen. La obra arranca al utensilio de sus anaqueles para devolverle, inútilmente, su carácter de cosa. El arte destruye al producto, lo sacrifica, lo aísla o lo pone en inverosímil conexión con otros productos a fin de exponerlo menos al consumo que a la mirada, a la contemplación — a la indefinición.

En definitiva, de acuerdo con Heidegger, el arte torna indisponible todo lo que pertenece al Dispositivo (a la Ge-Stell, la “estructura de emplazamiento” que pone cada objeto en el sitio —¡físico y metafísico!— en que deberá ser producido/consumido). ¿Es esa su “verdad”? En cualquier caso, será una verdad propia, paralela o en intersección con la verdad que se revela en la gestión técnica del ente. Mas una verdad que responde a la provocación de la técnica librándonos de corresponderle[30].

¿Dónde comienza el arte? ¿Allí donde cesa la producción? ¿Allí —y cuando— el comienzo es el fin? ¿Comienza en el punto en que el dominio retrocede y gana fuerza el poder — poder que no es tener o imponer sino dar y dejar advenir? En tal caso, la experiencia estética será análoga al erotismo: el extravío del espíritu, la soberanía del cuerpo, la belleza que siempre termina por escapar a la astucia de nuestro deseo.

 

NOTAS:

[1] Fr. Nietzsche, Genealogía de la moral, Alianza, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, 1978, 3ª disertación, cap. 25

[2] François Warin, Nietzsche et Bataille. La parodie à l’infini, PUF, Paris, 1994, p. 258

[3] Ibíd., p. 262

[4] La “metafísica de artista” que Nietzsche despliega en El nacimiento de la tragedia es ante todo una defensa contra la interpretación moral de la existencia. Si la moral juzga, el arte festeja. En consecuencia, toda condenación del arte equivale a una condenación de la vida. Dice Nietzsche: “El odio al ‘mundo’, la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al ‘sábado de los sábados’ — todo esto, así como la incondicional voluntad del cristianismo de admitir valores sólo morales me pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de una ‘voluntad de ocaso’; al menos, un signo de enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobrecimiento hondísimos de la vida...”, cf. El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid, trad. A. Sánchez Pascual, 1971, pp. 32 y 33

[5] A. Malraux, Les voix du silence, Gallimard, Paris, 1967

[6] Fr. Warin, o. c., p. 270

[7] Fr. Nietzsche, La voluntad de poder, fragmento de 1888

[8] Georges Bataille, Hegel, la mort et le sacrifice, Baconnière, Paris, p. 40

[9] Fr. Warin, o. c., p. 274

[10] Martin Heidegger, Nietzsche, I, Gallimard, Paris, trad. P. Klossowski, 1961, p. 441

[11] “La función del concepto es formar una especie de caja de resonancia que pueda articular el juego de la imaginación”, Hans-Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Paidós, ICE/UAB, Barcelona, Trad. A. Gómez Ramos, 1991, p. 65. La escisión o ruptura aludidas en el texto tienen que ver con la exigencia de legitimación del arte una vez que éste ha quedado “huérfano de lo divino” — cuando el arte renuncia explícitamente a seguir siendo vehículo de ideas o signos que estarían en otra parte (es decir, fundamentalmente, en la esfera de la religión).

[12] “La esencia de la experiencia temporal del arte consiste en aprender a demorarse. Y tal vez sea esta la correspondencia adecuada a nuestra finitud para lo que se llama eternidad”, H. -G. Gadamer, loc. cit., p. 110

[13] Ibíd., p. 112

[14] “Lo que se expresa es la escisión entre el arte como religión de la cultura, por un lado, y el arte como provocación del artista moderno, por el otro” Ibíd., p. 37. El paso del siglo XIX al XX es el de la desincorporación del arte respecto de su comunidad de origen. En breve, es precisamente la experiencia del desarraigo lo que marca el arte del siglo XX.

[15] Ib., p. 40

[16] Ib., p. 42

[17] Ib., p. 86

[18] Ib., p. 87

[19] Ib., p. 91. “Con otras palabras: la obra de arte significa un crecimiento en el ser”.

[20] Ib., p. 96

[21] Una idea presente, por lo demás, en el Octavio Paz de las Conjunciones y disyunciones: el arte ocupa, en la modernidad, el lugar (desplazado) del rito y de la fiesta; en la obra, el lenguaje —el espíritu— cobra cuerpo (vid. loc. cit., p. 19). De todos modos convendrá recordar aquí que la posición de Gadamer que hemos reseñado en este parágrafo ha sido calificada de hegelianismo desencantado (F. Duque, comunicación personal) y de urbanización heideggeriana (J. Habermas, Perfiles filosófico-políticos), debido, presumiblemente, a su notorio acomodamiento dentro de cierto establishment cultural que sigue exigiendo “metodologías” allí donde sólo sería factible hallar herramientas de desinflamiento o desinfatuación del sistema filosófico-cultural prevaleciente en la segunda mitad de este siglo. Para una presentación crítica de H. G. Gadamer, véase la excelente introducción de Angel Gabilondo “Leer arte” en: Estética y hermenéutica, Tecnos, Madrid, 1996

[22] Ibíd., p. 78

[23] M. Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, trad. H. Cortés y A. Leyte, 1996, p. 20

[24] Ibíd., p. 14

[25] Ibíd., p. 19

[26] Ibíd., p. 28

[27] Ibíd., p. 30

[28] Cf. Marc Froment-Meurice, “L’art moderne et la technique”, en Michel Haar (dir.), Heidegger, Cahier de l’Herne, Paris, 1983, p. 318

[29] Ibíd., p. 321

[30] Ibíd., p. 327 

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