EL ROMANTICISMO EN HISPANOAMÉRICA

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen
© Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano
E
dición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.  

IMPRIMIR 

 

LA AUTONOMÍA INTELECTUAL

La toma de conciencia de los hispanoamericanos acerca de su realidad, se fue logrando en una serie de etapas cuyos orígenes llegan hasta los mismos conquistadores. Pero fue a mediados del siglo xviii cuando, debido a una serie de circunstancias históricas y culturales, se hizo más clara esta toma de conciencia. El apoyo teórico de este conocimiento lo ofrecieron las ideas filosóficas entonces en boga, las cuales se agrupaban bajo el nombre genérico de Ilustración. La nueva filosofía empezaba por destruir el principio de autoridad sobre el cual se apoyaba la doctrina filosófica oficial: la escolástica. Los ilustrados hispanoamericanos trataron inmediatamente de separar lo religioso de lo filosófico. En el campo de la religión era válido el principio de autoridad, ya que se apoyaba en la fe; no así en el campo de lo filosófico. Para éste no había otro método de conocimiento que el de la experiencia. La religión correspondía al mundo de lo divino, la filosofía al de lo humano. Era menester no confundir ambos campos.

El hispanoamericano, sin descuidar la salvación de su alma, se propuso inmediatamente conocer el mundo que le había tocado en suerte para vivir. Armado del método de la nueva ciencia, el experimental, dio principio a esta no fácil tarea. La flora y la fauna, la tierra y el cielo americanos, fueron objeto de conocimiento. Poco tiempo habría de tardar en darse cuenta de lo que esta realidad experimentaba. América tenía su personalidad; era poseedora de una rica individualidad en todos sus campos. Los hombres de ciencia hispanoamericanos enseñaron a conocer y amar a esta realidad. Su contacto directo con la misma, acariciándola con ojos y manos, les hizo sentirse hondamente ligados a ella. Ese mundo, que con tanto cuidado observaban y descubrían, era su mundo. Frente a ellos estaba una realidad física en un principio, moral y social después, que no tenía por qué ser inferior a la de otros pueblos. Pronto se pasó de los problemas propios de un naturalista a los problemas políticos. América era distinta y no por esto inferior a Europa. Cada uno de los diversos trozos de la colonia española tenía su personalidad y con ella problemas que sólo los nativos podían comprender. Pronto se empezó a hablar, sino claramente de independencia, sí de autonomía. Y ante la incomprensión de España la idea de independencia política se convertirá pronto en programa. En México, en Nueva Granada, en el Perú, Chile y el Plata los hasta ayer hombres de ciencia se trocaron en conspiradores y guerreros; los telescopios, microscopios y otros instrumentos científicos en fusiles y cañones; los tratados científicos en proclamas libertarias. En Santa Fe de Bogotá y otras ciudades hispanoamericanas fueron sacrificados muchos de los hombres de ciencia que poco antes habían sido felicitados por los virreyes.

La independencia política de Hispanoamérica fue el resultado positivo de esta reacción. Sin embargo, los libertadores, llevados por un espejismo, no vieron claramente cuál era la realidad con la cuál iban a enfrentarse y a la cual daban libertad. Como buenos ilustrados realizaron planes conforme a los cuales pensaban rehacer y orientar a los pueblos liberados. Vieron en éstos arcilla fácil de modelar. Los pueblos hispanoamericanos comprendían que no estaban aún preparados para disfrutar de sus libertades; pero sus libertadores, ahora gobernantes, se encargarían de darles esta preparación. El despotismo ilustrado fue la fórmula salvadora. Por la fuerza había que enseñar a los pueblos americanos a ser libres. En nombre de la libertad Bolívar hizo sentir su poder en los pueblos por él liberados. Lo mismo hicieron O'Higgins en Chile, Iturbide en México, Rivadavia en la Argentina y el doctor Francia en el Paraguay. En adelante, en nombre del pueblo, para la libertad y bien del pueblo, se justificaría cualquier dictadura. Pero, a la sombra de las dictaduras, se encontraban siempre los viejos intereses coloniales, que no estaban dispuestos a ceder. Para escapar a una anarquía permanente los pueblos se veían obligados a escoger entre dictaduras liberales o dictaduras conservadoras. La libertad, de que habían hablado las proclamas de los revolucionarios, adquiría un sentido cada vez más limitado. Era sólo libertad frente a la metrópoli española. Libertad que no implicaba, en forma alguna, un cambio en la estructura social de los pueblos hispanoamericanos. No se había realizado más que un cambio: el dictador español era sustituido por el nacional. Sólo en esto consistía la Independencia.

El optimismo que había antecedido al movimiento de independencia se troca así en un hondo pesimismo. Fuera del cambio político, todo permanecía igual. A los viejos privilegios sólo se agregaban otros nuevos. La realidad hispanoamericana mostraba otros perfiles, para los cuales no había tenido ojos el científico de fines del xviii americano. Algo había en esa realidad que imposibilitaba a sus pueblos a seguir el camino de los grandes pueblos europeos y de los Estados Unidos de Norteamérica. Algo tenía Hispanoamérica en sus entrañas que la incapacitaba para ser realmente libre. Este algo era menester conocerlo, pues, sólo conociéndolo, podía ser extirpado. A esta tarea se entregará la generación que siguió a la que realizó la independencia política. Con pasión casi sádica empezó a escarbar en sus entrañas; iniciando así una nueva experiencia de la realidad hispanoamericana.

El espectáculo que ofreció la nueva generación fue algo realmente doloroso y desconsolador: países diezmados por largas e interminables revoluciones. La anarquía y el despotismo rodante alternativamente en un círculo vicioso. Las revoluciones eran el consecuente resultado de las tiranías, y éstas el de las revoluciones. A una violencia se oponía otra violencia. Importaba el orden, no tanto para gobernar como para subsistir. La violencia era la forma de sucesión de los gobernantes en Hispanoamérica. A éstos no preocupaba ya otra cosa que mantenerse en el poder, por el poder. A nadie parecía importarle ya el futuro de las sociedades hispanoamericanas, lo único que parecía importar era la forma de ocupar el lugar de mando, dejado por el antiguo gobernante representante de España.

¿Dónde estaba la raíz de este mal? ¿Cómo poner fin a él? Tales habrán de ser los problemas que se plantee la nueva generación. La raíz de los mismos la encontrará en la Colonia. Ésta se hallaba en las mismas entrañas de los hispanoamericanos. La Colonia había formado la mente que ahora entorpecía el progreso. Allí estaba todo el mal. Para desarraigarlo sería menester rehacer desde sus raíces, dicha mente. Urgía realizar una nueva tarea: la de la emancipación mental de Hispanoamérica. A esta tarea se entregará la nueva generación. La autonomía del intelecto fue la nueva bandera.

 

EL ROMANTICISMO Y EL SENTIDO DE ORIGINALIDAD

Del romanticismo, tanto en su expresión francesa como en la alemana, los hispanoamericanos van a tomar su preocupación por la realidad que se ofrece en la historia y la cultura. La preocupación por los valores nacionales se transforma en ellos en preocupación por los valores propios de la América. Saben que es menester rehacer esta realidad que les ha tocado en suerte; pero también saben que sólo podrán rehacerla si parten de lo que ella es auténticamente. Se oponen al idealismo propio del racionalismo ilustrado. Éste ha fracasado en Hispanoamérica, porque ha sido ciego para la realidad que estaba ahí patente. Del romanticismo toman también su preocupación por el destino nacional, en este caso por el destino americano. Pero, mientras los europeos encontraban en sus particulares historias nacionales la justificación de tal destino, los hispanoamericanos encontraban en las mismas los elementos negativos del mismo. En el pasado, en la Colonia, estaban todas esas fuerzas cuya prolongación estorbaba ahora el progreso de los pueblos hispanoamericanos. Allí estaba lo que entorpecía en el presente el destino propio de la América.

Así, en la misma forma como el europeo se entregó a la historia para encontrar en ella las raíces de su futuro destino, el hispanoamericano se entregó a igual tarea para mostrar las raíces que impedían la realización de su destino propio. Una serie de trabajos históricos, en los que se hará patente la realidad negativa de Hispanoamérica, empezarán a surgir en los diversos países de esta América. Se escriben agudos análisis históricos y sociológicos sobre la realidad de la América hispana. Entre éstos se destaca el Facundo de Sarmiento, el cual en su primera edición, publicada en 1845, lleva el siguiente y significativo título: Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina. Animado por la misma preocupación, José Victorino Lastarria ha dado lectura, en 1844, en la Universidad de Chile, a una memoria que provocará grandes discusiones: Investigaciones sobre la influencia social de la Conquista y el sistema colonial de los españoles en Chile. Memoria que provoca la pronta réplica de Andrés Bello, el cual se encargará de mostrar los elementos positivos de la Colonia, con independencia de todos los errores que cometió y los defectos que éstos implicaban. En México, José María Luis Mora escribe en 1837 su Revista política de las diversas administraciones que la República Mexicana ha tenido hasta 1837, en la que hace patente las raíces coloniales de la mayoría de los errores cometidos por estas administraciones. En Cuba José Antonio Saco muestra, a través de su Historia de la Esclavitud y de trabajos como su memoria sobre La vagancia en la isla de Cuba, el meollo de los males que sufre la isla. En éstos, y otros trabajos más que surgen a lo largo del xix, los hispanoamericanos van mostrando el pasado que debe ser negado, a diferencia de los europeos que mostraban en trabajos similares de historia y sociología el pasado que debería ser afirmado.

Pero, al lado de esta preocupación por lo negativo, crece también la preocupación por lo positivo, por ese algo propio de Hispanoamérica que debía ser potenciado. La América hispana tenía un destino, menester era realizarlo. Se empieza a hablar de nación. Sólo que esta idea, saben, no puede ser apoyada en la historia propia, como lo hacía el europeo. La nación no la constituye ni el suelo ni la historia, sino el afán por una tarea común. Esto es lo que hay que destacar: cuál es la tarea común propia de los pueblos hispanoamericanos. La unidad debe encontrarse en el futuro a realizar, no en lo realizado, sin amarres negativos con el pasado. Es algo que se quiere ser para dejar de ser lo que se ha sido. Realizar este destino es la tarea propia de los pueblos en Hispanoamérica. Pronto se empieza también a hablar sobre la necesidad de realizar una cultura, una literatura, una gramática y una filosofía americanas. Todo esto como tarea a realizar, como algo que no está hecho pero que, sin embargo, se encuentra ahí, esperando que se haga consciente.

No bastaba así, la independencia política frente a España, era menester dar un nuevo y decisivo paso: el de la independencia cultural frente a Europa. De Europa —se dice— no es ya mucho lo que se tiene que aprender. En Europa se sostiene aún el espíritu feudal, el mismo espíritu del cual quiere Hispanoamérica libertarse. Europa es en un principio España, después la Francia y la Inglaterra de las ambiciones coloniales. La misma Europa, que en nombre de la civilización, ha bombardeado las costas del Perú y de Chile, la Europa que invade a México. De esta Europa nada tiene la América que aprender. Habrá que volver los ojos a lo propio. Debajo de ese mundo negativo que parece ser Hispanoamérica deberá encontrarse algo positivo sobre el cual se podrá, en el futuro, construir una nueva cultura.

Los miembros de la nueva generación hispanoamericana empiezan así a hablar y a discutir sobre la urgente necesidad de realizar esta cultura. Los países hispanoamericanos —dicen— deben tener su literatura y su gramática. Los temas de esta literatura debe ofrecerlos la realidad vivida por los literatos, la realidad de los pueblos a los cuales pertenecen. En cuanto a la gramática, el pueblo, siempre sabio, ha impreso su huella al español, dando lugar a formas de expresión originales. En lo que se refiere a la historia, ¿por qué seguir hablando de una historia ajena a nuestros pueblos? ¿Acaso los historiadores hispanoamericanos no podrían hablar con mejor conocimiento de causa sobre los hechos que de tan cerca les tocaban? En el campo de las ciencias muchas eran las experiencias plenamente originales que podían ser aportadas por nuestros científicos. En el dominio de la filosofía, si bien se aceptaba su universalidad, de la cual tenía que ser expresión, era original y única. Cada pueblo debía tener la filosofía que mejor cuadrase a su propia realidad.

 

INFLUENCIAS FILOSÓFICAS

Múltiples y abigarradas serán las influencias filosóficas que den la tónica a esta época, en la que se empieza a discutir el porvenir de los pueblos de nuestra América. La enciclopedia es sustituida por una multitud de corrientes filosóficas, en muchos aspectos contradictorias. La realidad de los problemas hispanoamericanos, que se debatían, aglutina estas corrientes. La ideología, el tradicionalismo francés, el eclecticismo, el utilitarismo, la escuela escocesa y el socialismo romántico de Saint Simon, ofrecen las armas ideológicas de la generación que pretende realizar la nueva emancipación hispanoamericana. Muchos de ellos beben directamente en las corrientes de estas filosofías. Bello, durante su estancia de diplomático en Londres, conoce a Bentham y a James Mill, y la filosofía de estos pensadores deja honda huella en la del educador venezolano. El mismo pensamiento influye poderosamente en el mexicano José María Luis Mora. El argentino Esteban Echeverría vive cinco años en París, de 1825 a 1830, los cuales son suficientes para que reciba la influencia de las diversas corrientes románticas en boga. El romanticismo social de Saint Simon, a través de su discípulo Pierre Leroux, se deja sentir en el Dogma socialista de Echeverría. Su influencia pronto se hace patente en varios de los miembros de su generación. Juan Bautista Alberdi asimila estas influencias junto con el utilitarismo, el idealismo y el eclecticismo. Sarmiento combina también todas estas influencias y lleva sus polémicas a la vecina República de Chile. Echeverría, Alberdi y Sarmiento difunden sus ideas en el Uruguay. La Revue Encyclopédique y Le Globe, donde se difunden las ideas socialistas de Saint Simon y sus discípulos, son leídas y citadas en Argentina, Chile y Uruguay. El chileno Francisco Bilbao recibe en Europa la enseñanza de Lamennais, Quinet y Michelet. José de la Luz y Caballero, el maestro cubano, conoce en el viejo continente al idealismo alemán y su expresión francesa, el eclecticismo de Cousin. Su conocimiento le lleva a enfrentarse a estas doctrinas por considerarlas perjudiciales para el afán de independencia de la isla de Cuba. El romanticismo, en su aspecto literario, ofrece también una serie de ideas justificativas de los afanes de la nueva generación hispanoamericana. Victor Hugo y Lamartine expresan, con su lirismo, el afán de libertad de estos hombres. Los girondinos del segundo agrupan en Chile a la generación que habrá de luchar por realizar las ideas del liberalismo en su patria. Lastarria se hace llamar Brissol; Francisco Bilbao, Vergiaud; Pedro Ugarte, Dantón; Manuel Bilbao, Saint Just; y Santiago Arcos, Marat (Vicuña Mackenna, 1902).

Respecto a la diversidad y vaguedad de las influencias recibidas, Alberdi es un ejemplo: “Por Echeverría, que se había educado en Francia durante la Restauración —cuenta él mismo—, tuve las primeras noticias de Lermenier, de Villemain, de Victor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamaba romanticismo en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la universidad por Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de Helvecio, de Cabanis, de Holbach, de Bentham, de Rousseau. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con la lectura de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffroy y todos los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó espiritualismo” (Alberdi, 1927: 63). Y respecto a otras influencias, que tanto Alberdi como su generación debieron a Echeverría, dice: “Él hizo conocer en Buenos Aires la Revista Enciclopédica, publicada por Carnot y Leroux, es decir, el espíritu social de la revolución de julio. En sus manos conocimos, primero que en otras, los libros y las ideas liberales de Lermenier [...] y los filósofos y publicistas doctrinarios de la Restauración” (Alberdi, 1927).

De todas y cada una de estas diversas doctrinas filosóficas se tomarán los instrumentos necesarios y adecuados para los no menos diversos problemas que se van planteando a los hispanoamericanos en su afán por reconstruir su realidad. En los tradicionalistas franceses, Maistre, Chateaubriand, Benjamín Constant y De Bonald, se encontrarán las armas para combatir el ingenuo utopismo en que habían caído los ilustrados. En ellos estudian sus tesis sobre la incapacidad de los pueblos para autogobernarse. Nada tiene que ver la voluntad del pueblo —dicen— para que exista el gobierno. Éste existe porque es necesario. No hay contrato social; la sociedad no ha surgido porque un conjunto de voluntades individuales así lo ha decidido. Todo lo contrario, el individuo se encuentra en sociedad aun contra su voluntad, teniendo que responder de hechos que no han sido por él realizados. El hispanoamericano está en este caso, se ha encontrado en una sociedad que no ha sido hecha por él, una sociedad que tendrá que reformar si quiere que sea la propia. El tradicionalismo ofrece así un instrumental crítico contra falsas ideas como las que hacían del pueblo un sujeto puro de derechos, o contra constituciones que pretenden transformar, por decreto, una realidad asentada en varios siglos de dominio colonial.

El romanticismo social, por su lado, ofrece instrumentos positivos de la misma reacción: el pueblo no existe como un sujeto ideal; pero sí existe como una realidad difícil y compleja. En él aprenden y toman su afán para hacer de los estudios sociales una ciencia positiva. También toman del mismo, su interés por encontrar la forma de emancipar a los pueblos de la miseria, en este caso el interés por hacer de los pueblos hispanoamericanos pueblos capaces de alcanzar el mismo confort social y los mismos medios económicos que hacían de los pueblos sajones los guías de la civilización. Se habla también de socialismo, tal como lo hace Echeverría en su Dogma, pero nada tiene éste que ver con el socialismo que empieza a cundir por Europa. El socialismo de los hispanoamericanos es un socialismo romántico e individualista, un socialismo burgués. Alberdi señala las diferencias entre el socialismo que llama americano y el socialismo que empieza a cundir en Europa: “Hay un abismo de diferencia entre ambos —dice—, y sólo tienen de común el nombre, nombre que no han inventado los socialistas o demagogos franceses, pues la sociedad y el socialismo, tal cual existen de largo tiempo, expresan hechos inevitables, reconocidos y sancionados universalmente como buenos. Todos los hombres de bien han sido y son socialistas al modo que lo era Echeverría y la juventud de su tiempo. Su sistema no era el de la exageración; jamás ambicionó mudar, desde la base, la sociedad existente. Su sociedad es la misma que hoy conocemos, despojada de los abusos y defectos que ningún hombre de bien autoriza” (Alberdi, 1945). El socialismo es así, para los hispanoamericanos, la expresión de un afán más bien moralista que social. De la escuela sansimoniana adoptan su interés por el liberalismo económico y el industrialismo como medios para acabar con la miseria de estos pueblos.

La escuela histórica y el espiritualismo ecléctico francés aportan su preocupación por destacar la originalidad, la individualidad e irreductibilidad del espíritu dentro de las circunstancias históricas y geográficas que le son propias. Herder y Hegel, a través de sus interpretaciones francesas, como las realizadas por Cousin y Leroux, hacen ver en los hispanoamericanos la importancia que tiene la historia en la constitución del espíritu. Lermenier, divulgador de Savigny, les ayuda en su reacción contra el iluminismo universalista y formalista. Dichas preocupaciones les hacen afincarse en su realidad histórica y social. Creen que éstas son negativas, pero saben que sólo con ellas pueden contar como realidad, aun para ser rehechas. Dentro de esta misma realidad han de ser buscados los elementos positivos, con los cuales ha de ser reformada. Nuestros reformadores tienen frente a sí mismos los grandes modelos conforme a los cuales tratan de rehacer su América; pero saben, son plenamente conscientes de ello, que tal cosa sólo se logrará en la medida en que lo permitan las circunstancias propias de la misma. Ya no sueñan como sus ilustrados antecesores; la realidad les ha hecho más precavidos, aprendiendo a contar con ella.

El liberalismo que los hispanoamericanos encontraron en la Ilustración permanece en la ideología que a continuación influye en ellos. Pero las otras corrientes citadas, con las cuales se hallan también, y la propia experiencia, les hace orientarse hacia un liberalismo menos formal, esto es, a un liberalismo más adaptado a las circunstancias propias de la América hispana. El análisis razonado de los ideólogos se compensa con el análisis intuitivo de los románticos. Al individualismo desnudo de historia se une el socialismo romántico, que sabe que el hombre, como individuo, no se basta solo. La escuela escocesa viene a equilibrar más aún el entusiasmo romántico que había prendido en esta generación. El “sentido común” les hace caminar con cuidado en esos arrebatos. Sueñan, pero al mismo tiempo tantean el terreno donde han de realizarse tales sueños. No están dispuestos a sufrir más desilusiones. William Hamilton, Thomas Brown, Dugald Stewart y Thomas Reid son continuamente citados, unas veces directamente, otras a través de los eclécticos franceses como Roger Collard, Jouffroy y Larromiguiere, en los cuales han influido. Respecto a estas influencias y su forma indirecta de asimilación, Alberdi decía: “Por fortuna en la actual filosofía francesa se encuentran refundidas las consecuencias más importantes de la filosofía de Escocia y de Alemania; de modo que habiendo conseguido orientarnos de la presente situación de la filosofía en Francia, podremos estar ciertos de que no quedamos lejos de las ideas escocesas y germánicas” (Alberdi, 1842: 146-147). El utilitarismo de Jeremías Bentham y James Mill completarán la visión práctica de los hispanoamericanos. Su preocupación por alcanzar “la mayor felicidad para el mayor número” les lleva a analizar los resortes que mueven las acciones de los individuos de esta América, haciendo resaltar sus defectos ingénitos. Una vez conocidos estos resortes, el problema siguiente es el de su corrección mediante una educación adecuada. Los hispanoamericanos, piensan, serán felices el día en que sepan coordinar su acción personal con la acción de los demás. Cada individuo debe labrar su propia felicidad, pues con ella labra también la de su sociedad. El hispanoamericano debe preocuparse de orientar sus esfuerzos por caminos como el de la industrialización y la riqueza que surge del trabajo personal, abandonando los de la política y sus derivados, como la empleomanía.

Todas estas diversas corrientes: el tradicionalismo francés con su espíritu conservador, el eclecticismo con su sentido histórico, el sansimonismo y su preocupación por la sociedad, la escuela escocesa y el utilitarismo con su preocupación por lo experimental y positivo, prepararán la adopción del positivismo. Muchos de los miembros de esta generación, a la que podemos llamar pre-positivista, se sentirán altamente sorprendidos al encontrar que sus ideas coinciden, en su casi totalidad, con las de la filosofía positiva, a pesar de no haber tenido antes noticias de ella. En realidad, Augusto Comte ha resumido en su filosofía todo ese conjunto de corrientes filosóficas con las cuales se ha encontrado. Nada tiene entonces de extraña su rápida influencia en Hispanoamérica. Trabajando con las mismas corrientes filosóficas europeas, los precursores de nuestra emancipación mental se esforzaban por lograr en Hispanoamérica la misma síntesis que la filosofía positiva realizaba en Europa. Nada de extraño tenía que coincidieran los americanos con los europeos, y que los primeros vieran en el positivismo la filosofía que se habían esforzado por alcanzar con sus propios medios.  

VOLVER

SUBIR