LA   EVOLUCIÓN   CREADORA

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HENRI BERGSON 
Premio Nobel 1927 

en  OBRAS ESCOGIDAS  -  ENSAYO   SOBRE   LOS   DATOS   INMEDIATOS   DE   LA   CONCIENCIA 

Traducción y prólogo de

JOSÉ ANTONIO  MIGUEZ

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid

La versión al castellano de las obras contenidas en el presente volumen se ha realizado sobre los textos franceses publicados por Les Presses Universitaires de France, de París, en la colección Bibliothéque de Philosophie Contemporaine, cuyos títulos originales son los siguientes: L'EVOLUTION  CRÉATRICE   (La evolución  creadora)  

 

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CAPITULO II

LAS DIRECCIONES DIVERGENTES DE LA EVOLUCIÓN DE LA VIDA. EMBOTAMIENTO, INTELIGENCIA, INSTINTO

EL movimiento evolutivo sería una cosa sencilla y podríamos fácilmente determinar su dirección, si la vida describiese una trayectoria única, comparable a la de la bala maciza lanzada por un cañón. Pero tenemos que habérnoslas aquí con una granada que ha estallado inmediatamente en fragmentos, los cuales se han dividido a su vez en nuevas granadas destinadas a estallar, y así sucesivamente. No percibimos más que lo que está cercano a nosotros, los movimientos dispersos de los trozos pulverizados. Partiendo de ellos hemos de remontarnos, gradualmente, hasta el movimiento original.

Cuando la granada estalla, su particular fragmentación se explica a la vez por la fuerza explosiva de la pólvora que encierra y por la resistencia que le opone la materia bruta. Esto mismo ocurre en cuanto a la fragmentación de la vida en individuos y en especies. Reside, según nosotros, en dos series de causas: la resistencia que la vida experimenta de parte de la materia bruta, y la fuerza explosiva —debida a un equilibrio inestable de tendencias— que la vida lleva en sí.

La resistencia de la materia bruta es el obstáculo que primero hemos de bordear. La vida parece haber alcanzado éxito a fuerza de humildad, insinuándose débilmente, plegándose a las fuerzas físico-químicas, consintiendo incluso en recorrer con ellas una parte del camino, como la aguja de la vía férrea cuando adopta durante unos momento la dirección del carril del que va a separarse. De algunos fenómenos observados en las formas más elementales de la vida no puede decirse con exactitud si son aún físicos y químicos o si son ya vitales. Fue preciso que la vida entrase así en los hábitos de la materia bruta, para arrastrar poco a poco a otra vía esta materia magnetizada. Las formas animadas que parecieron primeramente fueron, pues, de una simplicidad extrema. Eran sin duda pequeñas masas de protoplasma apenas diferenciado, comparables por fuera a las amibas que observamos hoy, pero con el formidable impulso interior que debía elevarlas hasta las formas superiores de la vida. Nos parece probable que en virtud de este impulso los primeros organismos hayan tratado de aumentar lo más posible, aunque la materia organizada tenga un límite de expansión fácilmente alcanzable. Esta se desdobla antes de crecer más allá de un cierto punto. Fueron precisos, sin duda, siglos de esfuerzo y de prodigios de sutileza para que la vida remontase este nuevo obstáculo. Consiguió que un número creciente de elementos, prestos a desdoblarse, permaneciesen unidos. Por la división del trabajo los anudó entre sí con un indisoluble lazo. El organismo complicado y casi discontinuo funciona así como lo hubiese hecho una masa viva continua, que simplemente se hubiese agrandado.

Pero las causas verdaderas y profundas de la división se encontraban en la vida misma. Porque la vida es tendencia, y la esencia de una tendencia consiste en desarrollarse en forma de surtidor, creando, por el solo hecho de su crecimiento, direcciones divergentes entre las que se repartirá su impulso. Esto es lo que observamos en nosotros mismos en la evolución de esta tendencia especial que llamamos nuestro carácter. Cada uno de nosotros, al echar una ojeada retrospectiva a su historia, comprobará que su personalidad infantil, aunque indivisible, reunía en sí personas diversas que podían permanecer fundidas juntamente porque se encontraban en estado naciente: esta indecisión plena de promesas resulta incluso uno de los mayores encantos de la infancia. Pero las personalidades que se penetran mutuamente se hacen incompatibles con el crecimiento, y, como cada uno de nosotros no vive más que una sola vida, es forzoso que se produzca la elección. Escogemos en realidad incesantemente, y sin cesar también abandonamos muchas cosas. La ruta que re-corremos en el tiempo está jalonada de trozos de lo que comenzábamos a ser, de todo lo que habríamos podido devenir. Pero la naturaleza, que dispone de un número incalculable de vidas, no está obligada a tales sacrificios. Conserva las diversas tendencias que se han bifurcado al agrandarse. Crea, con ellas, series divergentes de especies que evolucionarán separadamente.

Estas series, por otra parte, podrán ser de importancia desigual. El autor que comienza una novela pone en su héroe una multitud de cosas a las que está obligado a renunciar a medida que avanza. Quizá las recogerá más tarde en otros libros, para componer con ellas personajes nuevos que aparecerán corno extractos, o mejor, corno complementos del primero; pero casi siempre éstos semejarán algo exiguo en comparación con el personaje original. Así, en cuanto a la evolución de la vida. Las bifurcaciones en el curso del trayecto han sido numerosas, pero ha habido muchos callejones sin salida a! lado de las dos o tres grandes rutas seguidas; y de estas rutas, sólo una, la que pasa por los vertebrados y llega hasta el hombre, ha sido lo bastante larga para dejar que se continuase libremente el gran soplo de la vida. Tenemos esta impresión cuando comparamos las sociedades de abejas o de hormigas, por ejemplo, a las sociedades humanas. Las primeras están admirablemente disciplinadas y unidas, pero como congeladas; las otras están abiertas a todos los progresos, pero divididas y en lucha incesante consigo mismas. El ideal sería una sociedad siempre en marcha y siempre en equilibrio, pero este ideal no es quizá realizable: los dos caracteres que podrían completarse el uno al otro, que se completan incluso en el estado embrionario, se hacen incompatibles al acentuarse. Si se pudiese hablar, pero no metafóricamente, de un impulso hacia la vida social, deberíamos decir que la parte más importante de este impulso se ha manifestado a lo largo de la línea de evolución que termina en el hombre, en tanto que el resto se ha recogido en la vía que conduce a los himenópteros: las sociedades de hormigas y de abejas presentarían así el aspecto complementario de las nuestras. No ha habido impulso particular en la vida social. Hay simplemente el movimiento general de la vida, el cual crea, sobre líneas divergentes, formas siempre nuevas. Si las sociedades deben aparecer sobre dos de estas líneas, deberán manifestar la divergencia de las vías al mismo tiempo que la comunidad del impulso. Desarrollarán así dos series de caracteres, que encontraremos como vagamente complementarias la una de la otra.

El estudio del movimiento evolutivo consistirá, pues, en discernir un cierto número de direcciones divergentes, en apreciar la importancia de lo que ha pasado en cada una de ellas, en una palabra, en determinar la naturaleza de las tendencias disociadas y en hacer su dosificación. Combinando entonces estas tendencias entre sí, se obtendrá una aproximación o, mejor, una imitación del indivisible principio motor de donde procedía su impulso. Es decir, que se verá en la evolución algo muy distinto a una serie de adaptaciones a las circunstancias, como pretende el mecanicismo; algo muy distinto también a la realización de un plan de conjunto, como querría la doctrina de la finalidad.

 

Que la condición necesaria de la evolución sea la adaptación al medio, no lo ponemos en duda de ninguna manera. Es ciertamente evidente que una especie desaparece cuando no se adapta a las condiciones de existencia que le son impuestas. Pero una cosa es reconocer que las circunstancias exteriores son fuerzas con las que la evolución debe contar, y otra cosa sostener que son las causas directrices de la evolución. Esta última tesis es la del mecanicismo. Ella excluye absolutamente la hipótesis de un impulso original, quiero decir, de un empuje interior que llevaría la vida, por formas cada vez más complicadas, a destinos cada vez más altos. Este impulso es, sin embargo, visible, y una simple ojeada que se eche sobre las especies fósiles nos muestra que la vida habría podido prescindir de la evolución, o no evolucionar más que en límites muy restringidos, si hubiese tomado el partido, mucho más fácil para ella, de anquilosarse en sus formas primitivas. Ciertas foraminíferas no han variado desde la época silúrica. Impasible testimonio de las innumerables revoluciones que han transformado nuestro planeta, las língulas son hoy lo que eran en los tiempos más remotos de la era paleozoica.

 

La verdad es que la adaptación explica las sinuosidades del movimiento evolutivo, pero no las direcciones generales del movimiento, y, todavía menos, el movimiento mismo 1. La ruta que lleva a la ciudad está obligada a subir las cotas y a descender las pendientes, se adapta a los accidentes del terreno; pero los accidentes del terreno no son causa de la ruta y no le han impreso su dirección. A cada momento le suministran lo indispensable, el suelo mismo sobre el que asienta; pero si se considera el todo de la ruta y no ya cada una de sus partes, los accidentes del terreno no se aparecen como impedimentos o causas de retraso, porque apuntaba simplemente a la ciudad y hubiera querido ser una línea recta. Así ocurre en cuanto a la evolución de la vida y a las circunstancias por las que atraviesa, con la diferencia, no obstante, de que la evolución no dibuja una ruta única, sino que se compromete en varias direcciones sin mirar a fin alguno, inventando, en fin, de continuo, hasta en sus adaptaciones.

Pero si la evolución de la vida es cosa distinta a una serie de adaptaciones a circunstancias accidentales, no implica ya la realización de un plan. Un plan es dado de antemano. Es representado, o al menos representable, antes que el detalle de su realización. La ejecución completa puede ser rechazada hasta un porvenir lejano, incluso indefinidamente: la idea no es menos formulable, desde ahora, en términos actualmente dados. Por el contrario, si la evolución es una creación renovada incesantemente, crea poco a poco no solamente las formas de la vida, sino las ideas que permitirían a una inteligencia comprenderla y los términos que servirían para expresarla. Es decir, que su porvenir desborda su presente y no podría dibujarse en él en una idea.

Ahí se encuentra el primer error del finalismo. Pero entraña otro todavía más grave.

Si la vida realiza un plan, deberá manifestar una armonía más alta a medida que avance más lejos. Así, la casa dibuja cada vez mejor la idea del arquitecto a medida que las piedras se superponen unas a otras. Por el contrario, si la unidad de la vida está toda entera en el impulso que la empuja en la ruta del tiempo, la armonía no se encuentra hacia adelante, sino hacia atrás. La unidad proviene de una vis a tergo: es dada al principio como un impulso, pero no se presenta al fin como un atractivo. El impulso se divide cada vez más al comunicarse. La vida, a medida de su progreso, se dispersa en manifestaciones que deberán sin duda en la comunidad de su origen ser complementarias unas de otras en ciertos aspectos, pero que no serán en menor grado antagónicas e incompatibles entre sí. De este modo, la falta de armonía entre las especies irá acentuándose. No hemos señalado hasta aquí más que la causa esencial. Hemos supuesto, para simplificar, que cada especie aceptaba el impulso recibido para transmitirlo a otras, y que, en todos los sentidos en que evoluciona la vida, la propagación se efectuaba en línea recta. De hecho, hay especies que se detienen, y las hay también que vuelven hacia atrás. La evolución no es solamente un movimiento de avance; en muchos casos se observa un atasco, y con más frecuencia todavía una desviación o una vuelta atrás. Es preciso que ocurra así, como mostraremos más adelante, y las mismas causas, que escinden el movimiento evolutivo, hacen que la vida, al evolucionar, se aparte de sí misma, hipnotizada por la forma que acaba de producir. Pero resulta de ahí un desorden creciente. Sin duda, hay progreso, si se entiende por progreso una marcha continua en la dirección general que determina un impulso primero; pero este progreso no se realiza más que sobre las dos o tres grandes líneas de evolución en que se dibujan formas cada vez más complicadas, cada vez más altas: entre estas líneas corren muchas vías secundarias en las que se multiplican, por el contrario, las desviaciones, las detenciones y las marchas atrás. El filósofo, que había comenzado por proponer como principio que cada detalle se refiere a un plan de conjunto, va de decepción en decepción desde el día en que aborda el examen de los hechos; y como había puesto todo a la misma altura, ocurre ahora, por no haber querido tener en cuenta el accidente, que creemos que todo es accidental. Es preciso comenzar, por el contrario, por formar en el accidente su parte, que es muy grande. Es preciso reconocer que no todo es coherente en la naturaleza. Con ello nos veremos conducidos a determinar los centros alrededor de los cuales cristaliza la incoherencia. Y esta cristalización incluso clarificará el resto: aparecerán las grandes direcciones en que se mueve la vida al desarrollar el impulso original. No se asistirá, es verdad, al cumplimiento detallado de un plan. Aquí hay algo más y mejor que un plan que se realiza. Un plan es término asignado a un trabajo: cierra el porvenir del que dibuja la forma. Ante la evolución de la vida, por el contrario, las puertas del futuro permanecen abiertas. Es una creación, sin fin, que se prosigue en virtud de un movimiento inicial. Este movimiento procura la unidad del mundo organizado; unidad fecunda, de una riqueza infinita, superior a lo que ninguna inteligencia podría soñar, ya que la inteligencia no es más que uno de sus aspectos o de sus productos.

 

Pero resulta más fácil definir el método que aplicarlo. La interpretación completa del movimiento evolutivo en el pasado, tal como la concebimos, no sería posible de no estar hecha la historia del mundo organizado. Y estamos muy lejos de ello. Las genealogías que se proponen para las diversas especies son, con gran frecuencia, problemáticas. Varían con los autores, con las consideraciones teóricas en las que ellas se inspiran, y promueven debates que el estado actual de la ciencia no permite zanjar. Pero al comparar las diversas soluciones entre sí, se verá que la controversia se refiere antes al detalle que a las grandes líneas. Siguiendo estas grandes líneas tanto como nos sea posible, estaremos seguros de no extraviarnos. Son ellas únicamente las que nos interesan, porque no tratamos, como hace el naturalista, de encontrar el orden de sucesión de las diversas especies, sino tan sólo de definir las direcciones principales de su evolución. Aunque estas direcciones no tienen todas para nosotros el mismo interés: es la vía que conduce al hombre la que debe ocuparnos más particularmente. No perderemos pues de vista, siguiéndolas unas a otras, que se trata sobre todo de determinar la relación del hombre con el con-junto del reino animal, y el lugar del reino animal mismo en el conjunto del mundo organizado.

Para comenzar por el segundo punto, digamos que ningún carácter preciso distingue a la planta del animal. Los ensayos que se han intentado para definir con todo rigor los dos reinos han fracasado siempre. No hay una sola propiedad de la vida vegetal que no se haya encontrado, en algún grado, en ciertos animales, ni un solo rasgo característico del animal que no haya podido observarse en ciertas especies, o en ciertos momentos, en el mundo vegetal. Se comprende, pues, que biólogos apasionados del rigor hayan tenido por artificial la distinción entre los dos reinos. Tendrían razón, si la definición debiese hacerse aquí como en las ciencias matemáticas y físicas, por ciertos atributos estáticos que posee el objeto definido y que los demás no poseen. Muy diferente, a nuestro entender, es el género de definición que conviene a las ciencias de la vida. No hay apenas manifestación de la vida que no contenga en estado rudimentario, o latente, o virtual, los caracteres esenciales de la mayor parte de las restantes manifestaciones. La diferencia está en las proporciones. Pero esta diferencia de proporción bastará para definir el grupo en que se encuentra, si se puede establecer que no es accidental y que el grupo, a medida que evoluciona, tiende cada vez más a poner su acento en caracteres particulares. En una palabra: el grupo no se definirá ya por la posesión de ciertos caracteres, sino por su tendencia a acentuarlos. Si nos colocamos en este punto de vista, si tenemos en cuenta en menor grado los estados que las tendencias, encontramos que vegetales y animales pueden definirse y distinguirse de una manera precisa, y que corresponden a dos desarrollos divergentes de la vida.

 

Esta divergencia se acusa primeramente en el modo de alimentación. Se sabe que el vegetal toma directamente del aire, del agua y de la tierra los elementos necesarios para su sustento, en particular el carbono y el nitrógeno: los toma en forma mineral. Por el contrario, el animal no puede apoderarse de estos mismos elementos más que si han sido ya fijados por él en las sustancias orgánicas, por las plantas o por animales que, directa o indirectamente, los deben a las plantas, de suerte que en definitiva es el vegetal el que alimenta al animal. Es verdad que esta ley sufre muchas excepciones en los vegetales. No dudamos en clasificar como vegetales la drosera, la dionea, la pingüícula, que son plantas insectívoras. Por otra parte, los hongos, que ocupan un lugar tan considerable en el mundo vegetal, se alimentan como los animales: trátese ya de fermentos, saprofitos o parásitos, toman su alimento de sustancias orgánicas ya formadas. No sabríamos, pues, sacar de esta diferencia una definición estática que zanje automáticamente, en no importa qué caso, la cuestión de saber si tenemos que habérnoslas con una planta o con un animal. Pero esta diferencia puede suministrar un comienzo de definición dinámica de los dos reinos, ya que marca las dos direcciones divergentes que han tomado, en su impulso, vegetales y animales. Es un hecho digno de hacer notar que los hongos, que están tan extendidos en la naturaleza y en tanta abundancia, no hayan podido evolucionar. No se elevan orgánicamente por encima de los tejidos, que en los vegetales superiores se forman en el saco embrionario del óvulo y preceden al desarrollo germinativo del nuevo individuo 2. Son, podríamos decir, los abortos del mundo vegetal. Sus diversas especies constituyen otros tantos callejones sin salida, como si, al renunciar al modo de alimentación ordinaria de los vegetales, se detuviesen en la gran ruta de la evolución vegetal. En cuanto a las droseras y a las dioneas, a las plantas insectívoras en general, se alimentan, como las demás plantas, por sus raíces, y fijan también, por medio de sus partes verdes, el carbono del ácido carbónico contenido en la atmósfera. La facultad de capturar insectos, de absorberlos y de digerirlos es una facultad que ha debido de surgir en ellas tardíamente, en casos verdaderamente excepcionales, allí donde el suelo, demasiado pobre, no les suministraba un alimento suficiente. De una manera general, si nos referimos más que a la presencia de los caracteres a su tendencia a desarrollarse, y si tenemos por esencial la tendencia a lo largo de la cual la evolución ha podido continuarse indefinidamente, diremos que los vegetales se distinguen de los animales por el poder de crear materia orgánica a expensas de elementos minerales que extraen directamente de la atmósfera, de la tierra y del agua. Pero a esta diferencia se refiere otra, ya más profunda.

El animal, al no poder fijar directamente el carbono y el nitrógeno que se encuentran a su alcance, viene obligado, para procurarse el sustento, a buscarlos en los vegetales que han fijado ya estos elementos o en los animales que los han tomado por sí mismos al reino vegetal. El animal es pues necesariamente móvil. Desde la amiba, que lanza al azar sus pseudópodos para aprehender las materias orgánicas esparcidas en una gota de agua, hasta los animales superiores que poseen órganos sensoriales para reconocer su presa, órganos locomotores para ir a cogerla y un sistema nervioso para coordinar sus movimientos a sus sensaciones, la vida está caracterizada, en su dirección general, por la movilidad en el espacio. En su forma más rudimentaria, el animal se presenta como una pequeña masa de protoplasma envuelta a lo sumo en una ligera película albuminoidea que le deja plena libertad para sus movimientos. Por el contrario, la célula vegetal está rodeada de una membrana de celulosa que la condena a la inmovilidad. Y de abajo arriba del reino vegetal encontramos los mismos hábitos cada vez más sedentarios, sin que la planta tenga necesidad de molestarse puesto que tiene a su alrededor, en la atmósfera, en el agua y en la tierra donde está situada, los elementos minerales de que se apropia directamente. Ciertamente, se observan también fenómenos de movimiento en las plantas. Darwin ha escrito un hermoso libro sobre los movimientos de las plantas trepadoras. Ha estudiado las maniobras de ciertas plantas insectívoras, como la drosera y la dionea, para alcanzar su presa. Conocemos los movimientos de las hojas de la acacia, de la sensitiva, etc. Por otra parte, el vaivén del protoplasma vegetal en el interior de su envoltura está ahí para testimoniarnos su parentesco con el protoplasma de los animales. Inversamente, podemos observar en muchas especies animales (generalmente parásitos) fenómenos de fijación análogos a los de los vegetales 3. Pero nos equivocaríamos también si pretendiésemos hacer de la fijeza y de la movilidad dos caracteres que permiten decidir, a simple vista, si estamos en presencia de una planta o de un animal. La fijeza, en el animal, aparece con frecuencia como un embotamiento en el que hubiese caído la especie, como una negativa a evolucionar más en un cierto sentido: es pariente próxima del parasitismo y viene acompañada de caracteres que recuerdan los de la vida vegetal. Por otra parte, los movimientos de los vegetales no tienen ni la frecuencia ni la variedad de los movimientos de los animales. No interesan de ordinario más que una parte del organismo, y no se extienden casi nunca al organismo entero. En los casos excepcionales en que se manifiesta en ellos una vaga espontaneidad, parece que se asiste al despertar accidental de una actividad normalmente adormecida. En resumen, que si la movilidad y la fijeza coexisten en el mundo vegetal al igual que en el mundo animal, la balanza está manifiestamente inclinada en favor de la fijeza en un caso y de la movilidad en otro. Estas dos tendencias opuestas son tan evidentemente directoras de las dos evoluciones, que podríamos definir ya por ellas los dos reinos. Pero fijeza y movilidad, a su vez, no son más que los signos superficiales de tendencias todavía más profundas.

 

Entre la movilidad y la conciencia hay una evidente relación. Ciertamente, la conciencia de los organismos superiores parece solidaria de ciertos dispositivos cerebrales. Cuanto más se desarrolla el sistema nervioso, más numerosos y precisos se hacen los movimientos entre los que hay que elegir, y más luminosa es también la conciencia que los acompaña. Pero ni esta movilidad ni esta elección, ni por consiguiente esta conciencia, tienen por condición necesaria la presencia de un sistema nervioso: éste no ha hecho más que canalizar en sentidos determinados, y llevar a un grado más alto de intensidad, una actividad rudimentaria y vaga, difusa en la masa de la sustancia organizada. Cuanto más se desciende en la serie animal, más se simplifican y se separan también unos de otros los centros nerviosos; finalmente, los elementos nerviosos desaparecen, sumergidos en el conjunto de un organismo menos diferenciado. Así ocurre con todos los demás aparatos, con todos los demás elementos anatómicos; y sería tan absurdo negarle la conciencia a un animal porque no tuviese cerebro, como declararle incapaz de alimentarse por carecer de estómago. La verdad es que el sistema nervioso ha nacido, como los demás sistemas, de una división del trabajo. No crea la función, la lleva solamente al más alto grado de intensidad y de precisión dándole la doble forma de la actividad refleja y de la actividad voluntaria. Para realizar un verdadero movimiento reflejo, es preciso todo un mecanismo montado en la médula o en el bulbo. Para escoger voluntariamente entre caminos determinados, es preciso centros cerebrales, es decir, encrucijadas de las que parten las rutas que nos conducen a mecanismos motores de configuración diversa y de igual precisión. Pero allí donde no se ha producido todavía una canalización en elementos nerviosos y, aún menos, una concentración de los elementos nerviosos en un sistema, hay algo de donde saldrán, por vía de desdoblamiento, tanto el movimiento reflejo como el voluntario, algo que no tiene ni la precisión mecánica del primero ni las dudas inteligentes del segundo, pero que, por participar en dosis infinitesimal de uno y de otro, viene a ser una reacción simplemente indecisa y por consiguiente ya vagamente consciente. Es decir, que el organismo más humilde es consciente en la medida en que se mueve libremente. ¿Qué es aquí la conciencia con relación al movimiento: el efecto o la causa? En un sentido es la causa, puesto que su papel consiste en dirigir la locomoción. Pero en otro sentido es el efecto, porque es la actividad motora la que la alimenta, y, en cuanto desaparece esta actividad, la conciencia se atrofia o se adormece. En los crustáceos, por ejemplo en los rizocéfa-los, que debieron de presentar en otro tiempo una estructura más diferenciada, la fijeza y el parasitismo acompañan la degeneración y casi desaparición del sistema nervioso: así como, en caso parecido, el progreso de la organización había localizado en centros nerviosos toda la actividad consciente, así puede conjeturarse también que la conciencia es más débil todavía en los animales de este género que en los organismos mucho menos diferenciados, que no han tenido jamás centros nerviosos y que han permanecido inmóviles.

 

¿Cómo entonces la planta, que está fija en la tierra y que encuentra en ella su alimento, habría podido desarrollarse en el sentido de la actividad consciente? La membrana de celulosa con la que se envuelve el protoplasma, al mismo tiempo que inmoviliza el organismo vegetal más simple, lo sustrae, en gran parte, a las excitaciones exteriores que actúan sobre el animal como irritantes de la sensibilidad y que le impiden adormecerse 4. La planta es pues generalmente inconsciente. Pero aun aquí debemos guardarnos muy bien de establecer distinciones radicales. Inconsciencia y conciencia no son dos etiquetas que podamos pegar maquinalmente, una sobre la célula vegetal, otra sobre los animales. Si la conciencia se adormece en el animal que ha degenerado en parásito inmóvil, inversamente se despierta, sin duda, en el vegetal que ha reconquistado la libertad de sus movimientos, y se despierta en la exacta medida en que el vegetal ha reconquistado esta libertad. Conciencia e inconsciencia señalan, además, las direcciones en que se han desarrollado los dos reinos, en el sentido de que para encontrar las mejores muestras de la conciencia en el animal es preciso ascender hasta los representantes más elevados de la serie, en tanto que para descubrir casos probables de conciencia vegetal es necesario descender tan abajo como sea posible en la escala de las plantas, llegar a las zoosporas de las algas, por ejemplo, y más generalmente a estos organismos unicelulares de los que puede decirse que dudan entre la forma vegetal y la animal. Desde este punto de vista, y en esta medida, definiríamos el animal por la sensibilidad y la conciencia despierta; el vegetal, por la conciencia adormecida y la insensibilidad.

En resumen, el vegetal fabrica directamente sustancias orgánicas con sustancias minerales: esta aptitud le releva en general de moverse y, por lo mismo, de sentir. Los animales, obligados a ir en busca de su alimento, han evolucionado en el sentido de la actividad locomotriz y por consiguiente de una conciencia cada vez más amplia, cada vez más distinta.

Ahora bien, que la célula animal y la célula vegetal deriven de un tronco común, que los primeros organismos vivos hayan oscilado entre la forma vegetal y la forma animal, participando de una y de otra a la vez, esto es lo que nos parece dudoso. Acabamos de ver, en efecto, que las tendencias características de la evolución de los dos reinos, aunque divergentes, coexisten todavía hoy, tanto en la planta como en el animal. Sólo difiere la proporción. De ordinario, una de las dos tendencias recubre o aplasta a la otra; pero, en circunstancias excepcionales, ésta se separa y reconquista el lugar perdido. La movilidad y la conciencia de la célula vegetal no están adormecidas hasta tal punto que no puedan despertarse cuando las circunstancias lo permiten o lo exigen. Y, por otra parte, la evolución del reino animal se ha visto sin cesar retardada, o detenida, o vuelta atrás, por la tendencia que ha conservado a la vida vegetativa. Por plena y desbordante que pueda parecer, en efecto, la actividad de una especie animal, el embotamiento y la inconsciencia la acechan. No mantiene su papel sino por un esfuerzo, al precio de un cansancio. A lo largo de la ruta sobre la que el animal ha evolucionado, se han producido desfallecimientos sin número, decaimientos que se refieren en la mayor parte a hábitos parasitarios y que son otros tantos retrocesos hacia la vida vegetativa. Así, todo nos hace suponer que el vegetal y el animal descienden de un tronco común que reunía, en su primer estado, las tendencias de uno y otro.

Pero las dos tendencias que se implicaban recíprocamente en esta forma rudimentaria se disociaron al agrandarse. De ahí el mundo de las plantas con su fijeza y su insensibilidad, y de ahí también los animales con su movilidad y su conciencia. No hay necesidad, por lo demás, de hacer intervenir una fuerza misteriosa para explicar este desdoblamiento. Basta señalar que el ser vivo apunta naturalmente a lo que le es más fácil, y que vegetales y animales han optado, cada uno por su parte, por dos ge- neros diferentes de facilidad en la manera de procurarse el carbono y el nitrógeno que les es indispensable. Los primeros, continua y maquinalmente, extraen estos elementos de un medio que se los suministra sin cesar. Los segundos, por una acción discontinua, concentrada en algunos instantes, consciente, quieren encontrar estos cuerpos en organismos que ya los han fijado. Son dos soluciones diferentes en la comprensión del trabajo, o, si se quiere, de la pereza. También nos parece dudoso que se descubran en la planta elementos nerviosos, por rudimentarios que se los suponga. Lo que se corresponde en ella a la voluntad directriz del animal es, a nuestro entender, la dirección en que desvía la energía de la radiación solar cuando se sirve de ella para romper la vinculación del carbono con el oxígeno en el ácido carbónico. La sensibilidad del animal está sustituida aquí por la impresionabilidad especialísima de la clorofila de la planta a la luz. Ahora bien, como un sistema nervioso es, ante todo, un mecanismo que sirve de intermediario entre sensaciones y voliciones, el verdadero "sistema nervioso" de la planta nos parece ser el mecanismo o, mejor, la combinación química sui generis que sirve de intermediario entre la impresionabilidad de su clorofila a la luz y la producción del almidón. Lo que equivale a decir que la planta no debe tener elementos nerviosos, y que el mismo impulso que llevó al animal a producirse nervios y centros nerviosos, condujo, en la planta, a la función clorofílica 5.

 

 

Esta primera ojeada sobre el mundo organizado va a permitirnos determinar en términos más precisos lo que une a los dos reinos y también lo que les separa.

Supongamos, como hacíamos entrever en el capítulo precedente, que hay en el fondo de la vida un esfuerzo por injertar en la necesidad de las fuerzas físicas la mayor suma posible de indeterminación. Este esfuerzo no puede conducir a crear energía, o si la crea, la cantidad creada no pertenece al orden de magnitud sobre el cual tienen poder nuestros sentidos y nuestros instrumentos de medida, nuestra experiencia y nuestra ciencia. Todo pasará, pues, como si el esfuerzo apuntase simplemente a utilizar lo mejor posible una energía preexistente, que encuentra a su disposición. No hay más que un medio para alcanzar éxito: es obtener de la materia una acumulación tal de energía potencial que pueda, en un momento dado, haciendo mover un resorte, obtener el trabajo de que se tiene necesidad para actuar. Él mismo no posee más que este poder de soltar el resorte. Pero este trabajo, aunque siempre el mismo y siempre más débil que cualquier cantidad dada, será tanto más eficaz en cuanto que haga caer de lo más alto un peso mayor, o, en otros términos, que la suma de energía potencial acumulada y disponible será más considerable. De hecho, la fuente principal de la energía utilizable en la superficie de nuestro planeta es el so!. El problema era pues éste: obtener del sol que aquí y allí, en la superficie de la tierra, suspendiese parcial y provisionalmente su gasto incesante de energía utilizable, que almacenase una cierta cantidad, en forma de energía no utilizada todavía, en depósitos apropiados, de donde se la pudiera hacer salir en el momento querido, al lugar querido y en la dirección querida. Las sustancias de que se alimenta el animal son precisamente depósitos de este género. Formadas de moléculas muy complicadas que encierran en estado potencial una suma considerable de energía química, constituyen una especie de explosivos que no esperan más que la chispa para poner en libertad la fuerza almacenada. Ahora que es probable que la vida tendiese en primer lugar a obtener, a la vez, la fabricación del explosivo y la explosión que lo utiliza. En este caso, el mismo organismo que hubiese almacenado directamente la energía de la radiación solar la habría gastado en movimientos libres en el espacio. Por lo cual debemos presumir que los primeros seres vivos trataron, por una parte, de acumular sin descanso la energía tomada del sol, y de otra, de gastarla de una manera discontinua y explosiva por movimientos de locomoción: los infusorios de clorofila simbolizan quizá todavía hoy, pero en una forma rudimentaria e incapaz de evolucionar, esta tendencia primordial de la vida. ¿Corresponde el desarrollo divergente de los dos reinos a lo que podría llamarse metafóricamente el olvido, por cada reino, de una de las dos mitades del programa? O bien, lo que es más verosímil, ¿la naturaleza misma de la materia que la vida encontraba ante sí en nuestro planeta se oponía a que las dos tendencias pudiesen evolucionar juntas y por mucho tiempo en un mismo organismo? Lo que resulta cierto es que el vegetal se apoyó sobre todo en el primer sentido y el animal en el segundo. Pero si, desde el principio, la fabricación del explosivo tuviese por objeto la explosión, sería entonces la evolución del animal, mucho más que la del vegetal, la que indicase, en suma, la dirección fundamental de la vida.

La "armonía" de los dos reinos, los caracteres complementarios que presentan, provendrían, en fin, de que desarrollan dos tendencias primeramente fundidas en una sola. Cuanto más aumenta la tendencia original y única, más difícil le resulta mantener unidos en el mismo ser vivo los dos elementos que, en estado rudimentario, están implicados el uno en el otro. De ahí un des-doblamiento, de ahí dos evoluciones divergentes; de ahí también dos series de caracteres que se oponen en ciertos puntos, completándose en otros, pero que, ya se completen ya se opongan, conservan siempre entre sí un aire de parentesco. Mientras el animal evolucionaba, no sin accidentes, a lo largo de la ruta hacia un gasto cada vez más libre de energía discontinua, la planta perfeccionaba su sistema de acumulación en el mismo lugar. No insistiremos sobre este segundo punto. Bástenos decir que la planta debió servirse grandemente, a su vez, de un nuevo desdoblamiento, análogo al que se había producido entre plantas y animales. Si la célula vegetal primitiva debiese por sí misma fijar su carbono y su nitrógeno, hubiese podido casi renunciar a la segunda de estas dos funciones el día en que vegetales microscópicos apoyasen exclusivamente en este sentido y no se especializasen por otra parte diversamente en este trabajo tan complicado. Los microbios que fijan el nitrógeno de la atmósfera y los que, alternativamente, convierten los compuestos amoniacales en compuestos nitrosos y éstos en nitratos, prestaron al conjunto del mundo vegetal, por la misma disociación de una tendencia primitivamente única, el mismo género de servicio que prestan en general los vegetales a los animales. Si se crease para estos vegetales microscópicos un reino especial, podría decirse que los microbios del suelo, los vegetales y los animales nos presentan el análisis, operado por la materia que la vida tenía a su disposición sobre nuestro planeta, de todo lo que vida contenía primero en estado de implicación recíproca. ¿Es esto, hablando con propiedad, una "división del trabajo"? Estas palabras no darían una idea exacta de la evolución, tal como nosotros nos la representamos. Donde hay división del trabajo, hay asociación y hay también convergencia del esfuerzo. Por el contrario, la evolución de que hablamos no se cumple nunca en el sentido de una asociación, sino de una disociación; nunca hacia la convergencia, sino hacia la divergencia de los esfuerzos. La armonía entre términos que se completan en ciertos puntos no se produce, según nosotros, en el curso de la ruta por una adaptación recíproca; por el contrario, no se encuentra completa más que en el punto de partida. Deriva de una identidad original. Proviene de que el proceso evolutivo, que se produce en forma explosiva, separa unos de otros, y a medida de su crecimiento simultáneo, términos tan complementarios primeramente que justamente se confundían.

 

Es preciso, por otra parte, que los elementos en los que una tendencia se disocia tengan todos la misma importancia y, sobre todo, el mismo poder de evolucionar. Acabamos de distinguir tres reinos diferentes, si es que podemos expresarnos así, en el mundo organizado. Mientras que el primero no comprende más que microorganismos que permanecen en estado rudimentario, animales y vegetales han tomado impulso hacia más altos destinos. Ahora bien, éste es un hecho que se produce de ordinario cuando se analiza una tendencia. Entre los desarrollos divergentes a los que da nacimiento, unos continúan indefinidamente, otros llegan más o menos pronto al término de su desarrollo. Estos últimos no provienen directamente de la tendencia primitiva, sino de uno de los elementos en los que ella se ha dividido: son desarrollos residuales, efectuados y depositados en el curso del camino por alguna tendencia verdaderamente elemental que continúa evolucionando. Creemos ciertamente que las tendencias verdaderamente elementales llevan una señal por la cual se las reconoce.

Esta señal es como la huella, todavía visible en cada una de ellas, de lo que encerraba la tendencia original que representan las direcciones elementales. Los elemen-tos de una tendencia no son comparables, en efecto, a objetos yuxtapuestos en el espacio y que se excluyen unos a otros, sino mejor a estados psicológicos, cada uno de los cuales, aunque sea primero él mismo, participa, sin embargo, de los demás y encierra así virtualmente toda la personalidad a la que pertenece. No hay manifestación esencial de la vida, decíamos, que no nos présente, en estado rudimentario o virtual, los caracteres de las demás manifestaciones. Recíprocamente, cuando encontramos de nuevo en una línea de evolución el recuerdo, por decirlo así, de lo que se desarrolla a lo largo de las demás líneas, debemos concluir que nos las habernos con elementos disociados de una misma tendencia original. En este sentido, vegetales y animales representan los dos grandes desarrollos divergentes de la vida. Si la planta se distingue del animal por la fijeza y la insensibilidad, movimiento y conciencia dormitan en ella como recuerdos que pueden despertarse. Por lo demás, al lado de estos recuerdos normalmente adormecidos, los hay también despiertos y actuantes. Son aquellos cuya actividad no estorba el desarrollo de la tendencia elemental misma. Podríamos enunciar la siguiente ley: Cuando una tendencia se divide en el proceso de su desarrollo, cada una de las tendencias particulares que nacen querría conservar y desarrollar, de la tendencia primitiva, todo lo que no es incompatible con el trabajo en que ella se ha especializado. Por ahí se explicaría precisamente el fenómeno sobre el que hemos hecho hincapié en el capítulo precedente: la formación de mecanismos complicados idénticos sobre líneas de evolución independientes. Ciertas analogías profundas entre el vegetal y el animal no tienen probablemente otra causa: la generación sexual sería quizá un lujo para la planta, pero fue preciso que el animal llegase a ella, y la planta debió ser llevada hasta ahí por el mismo impulso que empujaba al animal, impulso primitivo original, anterior al desdoblamiento de los dos reinos. Diremos otro tanto de la tendencia del vegetal a una complicación creciente. Esta tendencia es esencial al reino animal, que siente la necesidad de una acción cada vez más extensa, cada vez más eficaz. Pero los vegetales, que están condenados a la insensibilidad y a la inmovilidad, no presentan la misma tendencia sino en razón a que han recibido al principio el mismo impulso. Experiencias recientes nos los muestran variando en no importa qué sentido cuando llega el período de la "mutación"; en tanto, el animal ha tenido que evolucionar en sentidos mucho más definidos. Pero no insistiremos más en este desdoblamiento original de la vida. Llegamos a la evolución de los animales, que nos interesa de una manera más particular.

 

Lo que constituye la animalidad es la facultad de utilizar un mecanismo de desarticulación para convertir en acciones "explosivas" una suma tan grande como sea posible de energía potencial acumulada. Al principio, la explosión ocurre al azar, sin poder escoger su dirección: así lanza la amiba, por ejemplo, en todos los sentidos a la vez sus prolongaciones pseudópodas. Pero, a medida que nos elevamos en la serie animal, vemos que la forma misma del cuerpo dibuja un cierto número de direcciones determinadas, a lo largo de las cuales caminará la energía. Estas direcciones están señaladas por otras tantas cadenas de elementos nerviosos colocados de un extremo al otro. Ahora bien, el elemento nervioso se ha desprendido poco a poco de la masa apenas diferenciada del tejido organizado. Puede pues conjeturarse que es en él y en sus anejos donde se concentra, desde que aparece, la facultad de liberar bruscamente la energía acumulada. A decir verdad, toda célula viva gasta sin cesar energía para mantenerse en equilibrio. La célula vegetal, adormecida desde el principio, queda absorbida por entero en este trabajo de conservación, como si tuviese por fin lo que no debiera ser más que un medio. Pero en el animal todo converge en la acción, es decir en la utilización de la energía para movimientos de traslación. Sin duda, cada célula animal gasta para vivir una buena parte de la energía de que dispone, incluso con frecuencia toda esta energía; pero el conjunto del organismo querría atraerla lo más posible a los puntos en que se realizan los movimientos de locomoción. De suerte que, allí donde existe un sistema nervioso con los órganos sensoriales y los aparatos motores que le sirven de apéndices, todo debe pasar como si el resto del cuerpo tuviese por función esencial preparar para ellos, a fin de transmitírsela en el momento querido, la fuerza que pondrán en libertad por una especie de explosión.

El papel del alimento en los animales superiores resulta, en efecto, extremadamente complicado. Sirve, en primer lugar, para reparar los tejidos. Suministra en seguida al animal el calor de que tiene necesidad para hacerse tan independiente como sea posible de las variaciones de la temperatura exterior. De ahí que conserve, alimente y sostenga el organismo en el que el sistema nervioso está inserto y en el cual los elementos nerviosos deben vivir. Pero estos elementos nerviosos no tendrían razón alguna de ser si este organismo no les transmitiese a ellos mismos y, sobre todo, a los músculos que accionan, una cierta energía para gastar, y puede incluso conjeturarse que éste es, en suma, el destino esencial y último del alimento. Ello no quiere decir que la parte más considerable del alimento se emplee en este trabajo. Un estado puede tener que hacer gastos enormes para asegurarse el pago de los impuestos; la suma de que dispondrá, excepción hecha de esos gastos contraídos con la percepción, será quizá mínima; con todo, no deja de haber una razón de ser del impuesto y de todos los gastos que lleva aparejados. Eso ocurre en cuanto a la energía que exige el animal a las sustancias alimenticias.

 

Muchos hechos nos parecen indicar que los elementos nerviosos y musculares ocupan este lugar frente al resto del organismo. Echemos primero una ojeada al reparto de las sustancias alimenticias entre los diversos elementos del cuerpo vivo. Estas sustancias se dividen en dos categorías, unas cuaternarias o albuminoideas, otras ternarias, que comprenden los hidratos de carbono y las grasas Las primeras son propiamente plásticas, destinadas a rehacer los tejidos, aunque puedan, en razón del carbono que contienen, hacerse ocasionalmente energéticas. Pero la función energética corresponde más especialmente a las segundas: éstas, al depositarse en la célula, más que al incorporarse a su sustancia, le suministran, en forma de potencial químico, una energía de poder que se convertirá directamente en movimiento o en calor. En suma: las primeras tienen por papel principal rehacer la máquina; las segundas le suministran la energía. Es natural que las primeras no puedan elegir, puesto que todas las piezas de la máquina tienen necesidad de ser alimentadas. Los hidratos de carbono se distribuyen muy desigualmente, y esta desigualdad de distribución nos parece instructiva en el más alto grado.

Arrastradas por la sangre arterial en forma de glucosa, estas sustancias se depositan, en efecto, en forma de glucógeno, en las diversas células que componen los tejidos. Se sabe que una de las principales funciones del hígado es mantener constante la proporción de glucosa en la sangre, gracias a las reservas de glucógeno que la célula hepática elabora. Ahora bien, en esta circulación de la glucosa y en esta acumulación del glucógeno, es fácil ver que todo pasa como si el esfuerzo entero del organismo se emplease para aprovisionar energía potencia! en los elementos del tejido muscular y también en los del tejido nervioso. Procede diversamente en los dos casos, pero conduce al mismo resultado. En el primero, asegura a la célula una reserva considerable, depositada en ella de antemano; la cantidad de glucógeno que los músculos encierran es enorme, en efecto, en comparación con e! que se encuentra en los demás tejidos. Por el contrario, en el tejido nervioso, la reserva es débil (los elementos nerviosos, cuyo papel consiste simplemente en liberar la energía potencial almacenada en el músculo, no tienen por lo demás necesidad de suministrar mucho trabajo a la vez); pero, cosa notable, esta reserva es reconstruida por la sangre en el momento mismo en que se consume, de suerte que el nervio se vuelve a cargar de energía potencial instantáneamente. El tejido muscular y el tejido nervioso son pues los privilegiados, en el sentido de que el uno se encuentra provisto de una reserva considerable de energía potencial, y el otro en que siempre y al instante está servido de ella en la exacta medida de sus necesidades.

Precisamente es el sistema sensorio-motor el que pide de manera insistente el glucógeno, es decir, la energía potencial, como si el resto del organismo tuviese por misión transmitir fuerza al sistema nervioso y a los músculos que los nervios accionan. Ciertamente, cuando se piensa en el papel que juega el sistema nervioso (incluso el sensorio-motor) como regulador de la vida orgánica, podemos preguntarnos si, en este cambio de buenos procedimientos entre él y el resto del cuerpo, es él, verdaderamente, un señor al que el cuerpo sirve. Nos inclinaremos a esta hipótesis si consideramos, en estado estático por decirlo así, el reparto de la energía potencial entre los tejidos; y la rechazaremos por entero si reflexionamos en las condiciones en las que se consume y reconstruye. Supongamos, en efecto, que el sistema sensorio-motor sea un sistema como los demás y con el mismo rango. Empujado por el conjunto del organismo, esperará a que se le suministre un excedente de potencial químico para realizar su trabajo. En otros términos, la producción de glucógeno regulará el consumo que hacen de él los nervios y los músculos. Supongamos, por el contrario, que el sistema sensorio-motor sea verdaderamente el dominante. La duración y la extensión de su acción serán independientes, en cierta medida al menos, de la reserva de glucógeno que encierra e incluso de la que el conjunto del organismo contiene. Suministrará trabajo, y los demás deberán arreglárselas corno puedan para suministrarle energía potencial. Ahora bien, las cosas ocurren precisamente de esta manera, como lo muestran en particular las experiencias de Morat y Dufourt 6. Si la función glucogénica del hígado depende de la acción de los nervios excitadores que la gobiernan, la acción de estos últimos nervios está subordinada a la de los nervios que trastornan los músculos locomotores, en el sentido de que éstos comienzan por gastar sin tasa, consumiendo así glucógeno, empobreciendo de glucosa la sangre y determinando finalmente al hígado, que ha tenido que vaciar en la sangre empobrecida una parte de su reserva de glucógeno, a fabricarlo de nuevo. En suma, pues, todo parte del sistema sensorio-motor, y todo converge en él, pudiendo decirse sin metáfora que el resto del organismo está a su servicio. Reflexionemos también en lo que ocurre en el ayuno prolongado. Es un hecho notable que en los animales muertos de hambre el cerebro se encuentre casi intacto, en tanto que los demás órganos han perdido una parte más o menos grande de su peso y que sus células han sufrido alteraciones profundas 7. Parece como si el resto del cuerpo hubiese sostenido al sistema nervioso hasta el último extremo, tratándose él mismo como un simple medio del que aquél sería el fin.

 

En resumen, si convenimos, para abreviar, en llamar "sistema sensorio-motor" al sistema nervioso cerebro-espinal con los aparatos sensoriales en los que se prolonga y los músculos locomotores que gobierna, podrá decirse que un organismo superior está esencialmente constituido por un sistema sensorio-motor instalado sobre aparatos de digestión, de respiración, de circulación, de secreción, etcétera, que tienen por misión repararlo, limpiarlo, protegerlo, crearle un medio interior constante y, en fin y sobre todo, transmitirle energía potencial para convertirla en movimiento de locomoción 8. Es verdad que, cuanto más se perfecciona la función nerviosa, las funciones destinadas a sostenerla tienen que desarrollarse más y hacerse por consiguiente exigentes consigo mismas. A medida que la actividad nerviosa emerge de la masa protoplasmática en que estaba sumergida, tiene que llamar alrededor de ella actividades de todo género en que apoyarse: éstas no podían desarrollarse más que sobre otras actividades, que implicaban a su vez otras, y así indefinidamente. Es así como se sigue hasta e! infinito la complicación de funcionamiento de los organismos superiores. El estudio de uno de estos organismos nos hace dar vueltas en un círculo, como si todo sirviese ahí de medio a todo. Este círculo tiene un centro, que es el sistema de elementos nerviosos tendidos entre los órganos sensoriales y el aparato de locomoción.

No nos haremos pesados en este punto que ya hemos tratado largamente en un trabajo anterior. Recordemos tan sólo que el progreso del sistema nervioso se ha efectuado, a la vez, en el sentido de una adaptación más precisa de los movimientos y en el de una mayor amplitud dejada al ser vivo para escoger entre ellos. Estas dos tendencias pueden parecer antagónicas y lo son en efecto. Una cadena nerviosa, incluso en su forma más rudimentaria, llega sin embargo a reconciliarlas. Por una parte, efectivamente, dibuja una línea determinada entre uno y otro punto de la periferia, el primero sensorial y el se- gundo motor. Canaliza, pues, una actividad primero difusa en la masa protoplasmática. Pero, por otra parte, los elementos que la componen son probablemente discontinuos; en todo caso, suponiendo que no se unan por anastomosis, presentan una discontinuidad funcional, porque cada uno de ellos se termina por una especie de encrucijada donde, sin duda, el influjo nervioso puede escoger su ruta. De la más humilde mónera hasta los insectos mejor dotados, hasta los vertebrados más inteligentes, el progreso realizado fue sobre todo un progreso del sistema nervioso, en cada grado con todas las creaciones y complicaciones de piezas que este progreso exigía. Como hacíamos presentir desde el comienzo de este trabajo, el papel de la vida consiste en insertar la indeterminación en la materia. Indeterminadas, quiero decir, imprevisibles, son las formas que ella crea a medida de su evolución. Cada vez también más indeterminada, esto es, cada vez más libre, es la actividad a la cual deben servir de vehículo estas formas. Un sistema nervioso, con neuronas colocadas punta a punta de tal manera que en el extremo de cada una se abren vías múltiples donde se plantean otras tantas cuestiones, es un verdadero depósito de indeterminación. Que lo esencial del impulso vital ha pasado a la creación de aparatos de este género, es lo que nos parece que muestra una simple ojeada sobre el conjunto del mundo organizado. Pero sobre este impulso mismo de la vida juzgamos indispensables algunos esclarecimientos.

No debe olvidarse que la fuerza que evoluciona a través del mundo organizado es una fuerza limitada, que siempre trata de sobrepasarse a sí misma y siempre permanece inadecuada a la obra que tiende a producir. Del desconocimiento de este punto han nacido los errores y las puerilidades del finalismo radical. Se ha representado el conjunto del mundo vivo como una construcción, y como una construcción análoga a las nuestras. Todas sus piezas estarían dispuestas para el mejor funcionamiento posible de la máquina. Cada especie tendría su razón de ser, su función, su destino. Y en conjunto darían un gran concierto, en el que las disonancias aparentes no harían más que hacer resaltar la armonía fundamental. En suma, todo pasaría en la naturaleza como en las obras del ingenio humano, donde el resultado obtenido puede ser mínimo, pero donde hay también menos adecuación perfecta entre el objeto fabricado y el trabajo de fabricación.

 

Nada semejante ocurre en la evolución de la vida. La desproporción aquí es notoriamente sorprendente entre el trabajo y el resultado. De abajo arriba del mundo organizado hay siempre un único gran esfuerzo; pero con demasiada frecuencia este esfuerzo es corto, unas veces paralizado por fuerzas contrarias, otras distraído de lo que debe hacer por lo que ya ha hecho, absorbido por la forma que viene obligado a tener, hipnotizado ante ella como ante un espejo. Hasta en sus obras más perfectas, incluso cuando parece haber triunfado de las resistencias exteriores y también de la suya propia, está a merced de la materialidad que ha debido darse. Es lo que cada uno de nosotros puede experimentar en sí mismo. Nuestra libertad, en los movimientos mismos por los que ella se afirma, crea los hábitos nacientes que la ahogarían si no se renovase por un esfuerzo constante: el automatismo la acecha. El pensamiento más vivo se congelará en la fórmula que lo expresa. La palabra se vuelve contra la idea. La letra mata el espíritu. Y nuestro más ardiente entusiasmo, cuando se exterioriza en acción, queda a veces tan naturalmente convertido en frío cálculo de interés o de vanidad, el uno adopta tan fácilmente la forma de la otra, que podríamos confundirlos, dudar de nuestra propia sinceridad, negar la bondad y el amor, si no supiésemos que la muerte guarda todavía por algún tiempo los rasgos del ser vivo.

La causa profunda de estas disonancias consiste en una irremediable diferencia de ritmo. La vida en general es la movilidad misma; las manifestaciones particulares de la vida no aceptan esta movilidad, sino contra su gusto, y la retardan constantemente. Aquélla siempre va delante; éstas no salen de! atolladero. La evolución en general se haría, en la medida de lo posible, en línea recta; cada evolución especial es un proceso circular. Como torbellinos de arena levantados por el viento que pasa, los seres vivos dan vueltas sobre sí mismos, suspendidos por el gran soplo de la vida. Son, pues, relativamente estables e imitan incluso tan bien la inmovilidad, que los tratamos como cosas antes que como progresos, olvidando que la misma permanencia de su forma no es más que el diseño de su movimiento. Sin embargo, a veces se materializa a nuestros ojos, en una fugitiva aparición, el soplo invisible que los empuja. Tenemos esta iluminación repentina ante ciertas formas del amor maternal, tan sorprendente, tan impresionante también en la mayor parte de los animales, observable hasta en la solicitud de la planta por su simiente. Este amor, en el que algunos han visto el gran misterio de la vida, nos entregaría quizá su secreto. Nos muestra a cada generación inclinada hacia la que le sigue. Nos deja entrever que el ser vivo es sobre todo un lugar de paso y que lo esencial de la vida reside en el movimiento que la transmite.

 

Este contraste entre la vida en general y las formas en que ella se manifiesta, presenta en todas partes el mis-mo carácter. Podría decirse que la vida tiende a actuar lo más posible, pero que cada especie prefiere dar la suma más pequeña posible de esfuerzo. Considerada en lo que es su esencia misma, es decir, como una transición de especie a especie, la vida es una acción siempre en aumento. Por cada una de las especies a través de las cuales pasa, la vida no apunta más que a su comodidad. Se dirige a lo que exige menos trabajo. Absorbiéndose en la forma que va a tomar, entra en un semisueño en el que ignora casi el resto de la vida; se perfecciona a sí misma para la más fácil explotación posible de su contorno inmediato. Así, el acto por el que la vida se encamina a la creación de una forma nueva, y el acto por el que se dibuja esta forma, son dos movimientos diferentes y con frecuencia antagónicos. El primero se prolonga en el segundo, pero no puede prolongarse en él sin distraerse de su dirección, como ocurriría a un saltarín que para franquear un obstáculo se viese obligado a volver la cabeza y mirarse a sí mismo.

Las formas vivas son, incluso por definición, formas viables. De cualquier manera que se explique la adaptación del organismo a sus condiciones de existencia, esta adaptación resulta necesariamente suficiente desde el momento que la especie subsiste. En este sentido, cada una de las especies sucesivas que describen la paleontología y la zoología fue un éxito alcanzado por la vida. Pero las cosas toman otro aspecto cuando se compara cada especie con el movimiento que la ha depositado en su camino, y no ya con las condiciones en que está inserta. Con frecuencia este movimiento se ha desviado, y con frecuencia también ha sido claramente detenido; lo que no debía ser más que un lugar de paso, se ha convertido en el término. Bajo este nuevo punto de vista, el fracaso se aparece como la regla; el éxito, como excepcional y siempre imperfecto. Vamos a ver que, de las cuatro direcciones que ha escogido la vida animal, dos han conducido a callejones sin salida, y que, en otras dos, el esfuerzo ha sido generalmente desproporcionado al resultado.

Nos faltan documentos para reconstruir esta historia con detalle. Sin embargo, podemos desentrañarla en grandes líneas. Decíamos que animales y vegetales han debido separarse rápidamente de su tronco común: el vegetal adormeciéndose en la inmovilidad, el animal despertándose por el contrario cada vez más y marchando a la conquista de un sistema nervioso. Es probable que el esfuerzo del reino animal aboque a crear organismos todavía simples, pero dotados de cierta movilidad, y sobre todo bastante indecisos de forma para prestarse a todas las determinaciones futuras. Estos animales podrían semejarse a determinados gusanos, con la diferencia, no obstante, de que los gusanos vivos a los que se les compare son los ejemplares vacíos y congelados de las formas infinitamente plásticas, plenas de un porvenir indefinido, que constituyeron el tronco común de los equinodermos, de los moluscos, de los artrópodos y de los vertebrados.

Un peligro les acechaba, un obstáculo que sin duda estuvo a punto de detener el impulso de la vida animal. Hay una particularidad que no puede dejar de sorprendernos cuando echamos una ojeada a la fauna de los tiempos primarios. Era el encarcelamiento del animal en una envoltura más o menos dura el que debía obstaculizar y con frecuencia incluso paralizar sus movimientos. Los moluscos de antaño tenían una concha mayor que la que tienen los moluscos de nuestros días. Los artrópodos, en general, estaban provistos de una caparazón; eran crustáceos. Los peces más remotos tuvieron una envoltura ósea, de una dureza extrema 9. La explicación de este hecho general debe buscarse, a nuestro entender, en una tendencia de los organismos blandos a defenderse unos contra otros, haciéndose así, en la medida de lo posible, incapaces de ser devorados. Cada especie, en el acto por el que se constituye, se dirige a lo que le es más cómodo. Lo mismo que entre los organismos primitivos algunos se habían orientado hacia la animalidad renunciando a fabricar lo orgánico con lo inorgánico y tomando las sustancias orgánicas completamente hechas a los organismos ya inclinados a la vida vegetal, así entre las especies animales mismas muchas se las arreglaron para vivir a expensas de los demás animales. Un organismo animal, es decir, móvil, podrá en efecto aprovechar su movilidad para ir a buscar animales sin defensa y para alimentarse de ellos, como podría hacerlo con los vegetales. Así, cuan-to más móviles se hacían unas especies, más voraces y peligrosas se volvían respecto a las otras. De ahí debió resultar una brusca detención del mundo animal entero en el progreso que le llevaba a una movilidad cada vez más alta; porque la piel dura y calcárea del equinodermo, la concha del molusco, el caparazón del crustáceo y la coraza ganoide de los antiguos peces han tenido probablemente por origen común un esfuerzo de las especies animales para protegerse contra las especies enemigas. Pero esta coraza, detrás de la cual se ponía a resguardo el animal, obstaculizaba sus movimientos y a veces le inmovilizaba. Si el vegetal renunció a la conciencia al envolverse en una membrana de celulosa, el animal que se encerró en una especie de ciudadela o en una armadura se condenaba a un semisueño. En este embotamiento viven todavía hoy los equinodermos e incluso los moluscos. Artrópodos y vertebrados se vieron igualmente amenazados, pero escaparon a esta amenaza contribuyendo así felizmente al despliegue actual de las formas más altas de la vida.

En dos direcciones, en efecto, vemos el impulso de la vida para ganar terreno. Los peces cambiaron su coraza ganoide por escamas. Mucho tiempo antes, aparecieron los insectos, libres, ellos también, de la coraza que había protegido a sus antepasados. La insuficiencia de su envoltura protectora la suplieron, unos y otros, por una agilidad que les permitía escapar a sus enemigos y también tomar la ofensiva, escoger el lugar y el momento del encuentro. Un progreso del mismo género es el que observamos en la evolución de la armadura humana. El primer movimiento consiste en ponerse a resguardo; el segundo, que es el mejor, en volverse tan ágil como sea posible para emprender la huida y sobre todo para el ataque, pues atacar es también el medio más eficaz de defenderse. De este modo, el pesado hoplita fue suplantado por el legionario, el caballero revestido de coraza de hierro ha tenido que ceder su lugar al soldado de infantería más libre de movimientos, y, de una manera general, en la evolución del conjunto de la vida, tanto como en la de las sociedades humanas o en la de los destinos individuales, los mayores éxitos fueron alcanzados por quienes aceptaron también los mayores riesgos.

El interés bien entendido del animal era, pues, el de hacerse más móvil. Como decíamos a propósito de la adaptación en general, podrá siempre explicarse por su interés particular la transformación de las especies.

 

Presentaremos así la causa inmediata de la variación. Pero no tendremos de este modo, frecuentemente, sino la causa más superficial. La causa profundo es el impulso que lanzó a la vida en el mundo, que la hizo escindirse entre vegetales y animales, que condujo a la animalidad a la flexibilidad de la forma, y que, en cierto momento, en el reino animal amenazado de adormecimiento, obtuvo, sobre algunos puntos al menos, que se despertase y que marchase hacia adelante.

Sobre los dos caminos en que evolucionaron separadamente los vertebrados y los artrópodos, el desarrollo (abstracción hecha de los retrocesos ligados al parasitismo o a cualquier otra causa) consistió ante todo en un progreso del sistema nervioso sensorio-motor. Se busca la movilidad, se busca la flexibilidad, se busca —a través de muchos tanteos, y no sin haber caído primero en una exageración de la masa y de la fuerza bruta— la variedad de los movimientos. Pero esta búsqueda misma se ha producido en direcciones divergentes. Una ojeada sobre el sistema nervioso de los artrópodos y sobre el de los vertebrados nos deja ver estas diferencias. En los primeros, el cuerpo está formado de una serie más o menos larga de anillos yuxtapuestos; la actividad motriz se reparte entonces entre un número variable, a veces considerable, de apéndices cada uno de los cuales tiene su especialidad. En los otros, la actividad se concentra tan sólo en dos pares de miembros, y estos órganos cumplen funciones que dependen mucho menos estrechamente de su forma 10. La independencia llega a ser completa en el hombre, en el que la mano puede ejecutar cualquier trabajo.

He aquí al menos lo que se ve. Detrás de lo que se ve hay ahora lo que se adivina: dos potencias inmanentes a la vida, juntas al principio, y que han debido disociarse en el proceso de su desarrollo.

Para definir estas potencias es preciso considerar, en la evolución de los artrópodos y en la de los vertebrados, las especies que señalan de una y otra parte el punto culminante. ¿Cómo determinar este punto? Iremos por mal camino si apuntamos a la precisión geométrica. No existe signo único y simple por el cual pueda reconocerse que una especie ha avanzado más que otra sobre una misma línea de evolución. Hay caracteres múltiples, que es preciso comparar entre sí y sopesar en cada caso particular, para saber hasta qué punto son esenciales o accidentales, y en qué medida conviene tenerlos en cuenta.

No es dudoso, por ejemplo, que el éxito sea el criterio más general de la superioridad, al ser también los dos términos, hasta cierto punto, sinónimos el uno del otro. Por éxito es preciso entender, cuando se trata de! ser vivo, una aptitud para desenvolverse en los medios más diversos, a través de la mayor variedad posible de obstáculos, de manera que cubra también la mayor extensión posible de tierra. Una especie que reivindica por dominio la tierra entera es verdaderamente una especie domina-dora y, por consiguiente, superior. Tal es la especie humana, que representa el punto culminante de la evolución de los vertebrados. Pero este lugar ocupan también, en la serie de los articulados, los insectos y en particular ciertos himenópteros. Se ha dicho que las hormigas son las dueñas del subsuelo de la tierra, como el hombre es dueño del suelo.

Por otra parte, un grupo de especies aparecido más tarde puede ser un grupo de degenerados; pero es preciso para esto que haya intervenido una causa especial de regresión. En derecho, este grupo debería ser superior al grupo del que deriva, puesto que correspondería a un estado más avanzado de la evolución. Ahora bien, el hombre es probablemente el último de los vertebrados 11. Y en la serie de los insectos no hay posterior a los himenópteros sino los lepidópteros, es decir, sin duda, una especie degenerada, cuyos individuos son verdaderos parásitos de las flores.

 

Así, por caminos diferentes, hemos llegado a la misma conclusión. La evolución de los artrópodos alcanza su punto culminante con el insecto, y en particular con los himenópteros; en la de los vertebrados, con el hombre. Ahora bien, si echamos de ver que en el mundo de los insectos es donde más desarrollado se encuentra el instinto, y que en ningún grupo de insectos es tan maravilloso como en los himenópteros, podrá decirse que toda la evolución del reino animal, abstracción hecha de los retrocesos hacia la vida vegetativa, se ha realizado por dos caminos divergentes, uno de los cuales conduce al instinto y otro a la inteligencia.

Embotamiento vegetal, instinto e inteligencia, he aquí pues, en fin, los elementos que coincidían en el impulso vital común a las plantas y a los animales, y que, en el curso de un desarrollo en el que se manifestaron en las formas más imprevistas, se disociaron por el solo hecho de su evolución. El error capital, el que, transmitiéndose desde Aristóteles, vició la mayoría de las filosofías de la naturaleza, es ver en la vida vegetativa, en la vida instintiva y en la vida razonable tres grados sucesivos de una misma tendencia que se desarrolla, cuando son tres direcciones divergentes de una actividad que se escindió al desarrollarse. La diferencia entre ellas no es una diferencia de intensidad, ni más generalmente de grado, sino de naturaleza.

Interesa profundizar en este punto. Hemos visto cómo se completan y cómo se oponen la vida vegetal y la vida animal. Se trata de mostrar ahora que también la inteligencia y el instinto se oponen y se completan. Pero digamos primero por qué nos vemos tentados a considerar la inteligencia superior al instinto, cuando en realidad no son cosas del mismo orden, ni que se han sucedido la una a la otra, por lo cual no puede asignárseles jerarquía.

Y es que inteligencia e instinto, que comenzaron por penetrarse entre sí, conservan algo de su origen común. Ni uno ni otra se encuentran jamás en estado puro. Decíamos que en la planta pueden despertarse la conciencia y la movilidad del animal que se han adormecido en ella, y que el animal vive bajo la amenaza constante de una inclinación a la vida vegetativa. Las dos tendencias de la planta y del animal se penetraban tan bien primeramente que no hubo nunca ruptura completa entre ellas: la una continúa preocupando a la otra; en todas partes las encontramos mezcladas; sólo difiere la proporción. Así ocurre en cuanto a la inteligencia y al instinto. No hay inteligencia donde no se descubra huellas de instinto, ni instinto que no esté rodeado de una franja de inteligencia. Pero esta franja de inteligencia ha sido causa de muchos menosprecios. Del hecho de que el instinto es siempre más o menos inteligente, se ha concluido que inteligencia e instinto son cosas del mismo orden, que no hay entre ellos más que una diferencia de complicación o de perfección, y sobre todo que uno de los dos puede expresarse en los términos del otro. En realidad, se acompañan porque se completan, y no se completan más que porque son diferentes, siendo lo que hay de instintivo en el instinto de sentido opuesto a lo que hay de inteligente en la inteligencia.

Que nadie se sorprenda si insistimos en este punto. Lo tenemos por capital.

 

Digamos primero que las distinciones que vamos a hacer serán demasiado tajantes, precisamente porque queremos definir del instinto lo que tiene de instintivo y de la inteligencia lo que tiene de inteligente, cuando todo instinto concreto está mezclado de inteligencia lo mismo que toda inteligencia real está penetrada de instinto. Además, ni la inteligencia ni el instinto se prestan a definiciones rígidas; son tendencias y no cosas hechas. En fin, no deberá olvidarse que en el presente capítulo consideramos a la inteligencia y al instinto saliendo de la vida que los deposita a lo largo de su recorrido. Ahora bien, la vida manifestada por un organismo es, a nuestros ojos, un cierto esfuerzo para obtener ciertas cosas de la materia bruta. No nos sorprendamos si es la diversidad de este esfuerzo la que nos impresiona en el instinto y en la inteligencia, y si vemos en estas dos formas de la actividad psíquica, ante todo, dos métodos diferentes de acción sobre la materia inerte. Esta manera un poco estrecha de considerarlas tendrá la ventaja de suministrarnos un medio objetivo de distinguirlas. En cambio, no nos dará de la inteligencia en general, y del instinto en general, más que la posición media por debajo y por encima de la cual oscilan ambos constantemente. Por lo cual no deberá verse en lo que va a seguir más que un dibujo esquemático, en el que los contornos respectivos de la inteligencia y del instinto estarán más acusados de lo necesario y en el que habremos desdeñado el esfumado que proviene, a la vez, de la indecisión de cada uno de ellos y del avance recíproco del uno sobre el otro. En algo tan oscuro no sabríamos hacer un gran esfuerzo hacia la luz. Será siempre fácil restituir a su ser las formas más turbias, corregir lo que tenga el dibujo de demasiado geométrico, sustituir en fin la rigidez de un esquema por la flexibilidad de la vida.

 

¿A qué tiempo hacemos remontar la aparición del hombre sobre la tierra? Indudablemente, a aquel en que se fabricaron las primeras armas, los primeros útiles. No hemos olvidado la disputa memorable ocasionada con motivo del descubrimiento de Boucher de Perthes en la cantera de Moulin-Quignon. La cuestión consistía en saber si estábamos en presencia de verdaderas hachas o de fragmentos de sílex accidentalmente rotos. Si se tratase de hachuelas, nadie dudaría un instante que nos encontrábamos en presencia de una inteligencia, y más particularmente de la inteligencia humana. Hagamos, por otra parte, un recuento de anécdotas sobre la inteligencia de los animales. Veremos que al lado de muchos actos explicables por la imitación, o por la asociación automática de imágenes, los hay que no dudamos en declarar inteligentes; figuran en primera línea los que testimonian un pensamiento de fabricación, ya porque el animal llegue a fabricar él mismo un basto instrumento, ya porque utilice en su provecho un objeto fabricado por el hombre. Los animales que clasificamos a continuación del hombre desde el punto de vista de la inteligencia, los monos y los elefantes, saben emplear, ocasionalmente, un instrumento artificial. Debajo de ellos, pero no muy lejos, pondremos a los que reconocen un objeto fabricado: por ejemplo el zorro, que sabe perfectamente que una trampa es una trampa. Sin duda, hay inteligencia allí donde hay también inferencia; pero la inferencia, que consiste en una flexión de la experiencia pasada en el sentido de la experiencia presente, es ya un comienzo de invención. La invención se hace completa cuando se materializa en un instrumento fabricado. A esto tiende la inteligencia de los animales, como a un ideal. Y si, de ordinario, no alcanza a fabricar objetos artificiales y a servirse de ellos, se prepara en este sentido por las variaciones mismas que ejecuta sobre los instintos que le son suministrados por la naturaleza. En lo que se refiere a la inteligencia humana, no se ha hecho notar lo bastante que la invención mecánica ha sido su paso esencial y que todavía hoy nuestra vida social gravita en torno a la fabricación y utilización de instrumentos artificiales, que las invenciones que jalonan la ruta del progreso han trazado también su dirección. Tenemos dificultad en darnos cuenta de ello, porque las modificaciones de la humanidad retrasan de ordinario las transformaciones de sus útiles. Nuestros hábitos individuales e incluso sociales sobreviven mucho tiempo a las circunstancias para las que estaban hechos, de suerte que los efectos profundos de una invención se dejan ver cuando hemos perdido ya de vista la novedad. Ha pasado un siglo desde la invención de la máquina de vapor y aún comenzamos a experimentar la sacudida que nos ha producido. La revolución que ha operado en la industria ha  alterado  las relaciones  entre  los  hombres. Surgen nuevas ideas, y sentimientos nuevos están a punto de nacer. Dentro de miles de años, cuando la perspectiva  del  pasado  no  se  perciba  sino  en grandes  líneas, nuestras guerras y nuestras revoluciones contarán poco, suponiendo que exista el recuerdo de ellas; pero de la máquina de vapor, con su cortejo de invenciones de todo género, se hablará quizá como se habla del bronce o de la piedra tallada; servirá para definir una edad 12. Si pudiésemos  prescindir de  nuestro orgullo, si  para  definir nuestra especie nos atuviésemos estrictamente a lo que la historia y la prehistoria nos presentan como característica constante del hombre y de la inteligencia, no hablaríamos del hombre como homo sapiens, sino como homo faber. En definitiva,  la inteligencia, considerada en lo que parece ser su marcha original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular útiles para hacer útiles, y variar indefinidamente su fabricación.

Ahora bien, ¿posee también un animal inteligente útiles o máquinas? Sí, ciertamente; pero aquí el instrumento forma parte del cuerpo que lo utiliza. Y correspondiendo a este instrumento hay un instinto que sabe servirse de él. Sin duda, lejos se está de que todos los instintos consistan en una facultad natural de utilizar un mecanismo innato. Tal definición no se aplicaría a los instintos que Romanes ha llamado "secundarios", y más de un instinto "primario" no se incluiría en ella. Pero esta definición del instinto, como la que damos provisionalmente de la inteligencia, determina al menos el límite ideal hacia el cual se encaminan las formas muy numerosas del objeto definido. Se ha hecho notar con frecuencia que la mayoría de los instintos son la prolongación, o mejor, el término del mismo trabajo de organización. ¿Dónde comienza la actividad del instinto?  ¿Dónde termina la de la naturaleza? No sabríamos responder. En las metamorfosis de la larva en ninfa y en insecto perfecto, metamorfosis que exigen por parte de la larva actos apropiados y una especie de iniciativa, no hay línea de demarcación precisa entre el instinto del animal y el trabajo organizador de la materia viva. Podrá decirse, a gusto de cada cual, que el instinto organiza los instrumentos de que va a servirse, o que la organización se prolonga en el instinto que debe utilizar el órgano. Los más maravillosos instintos del insecto no hacen más que desarrollar en movimientos su estructura especial, hasta tal punto que, allí donde la vida social divide el trabajo entre los individuos y les impone así instintos diferentes, se observa una diferencia correspondiente de estructura: se conoce el polimorfismo de las hormigas, de las abejas, de las avispas y de ciertos pseudoneurópteros. Así, no considerando más que los casos límite en que se asiste al triunfo completo de la inteligencia y del instinto, se encuentra entre ellos una diferencia esencial: el instinto es la facultad de utilizar e incluso de construir instrumentos organizados; la inteligencia es la facultad de fabricar y de emplear instrumentos no organizados.

 

Las ventajas y los inconvenientes de estos dos modos de actividad saltan a la vista. El instinto encuentra a su alcance el instrumento apropiado: este instrumento, fabricado y reparado por sí mismo, que presenta, como todas las obras de la naturaleza, una complicación de detalle infinita y una simplicidad de funcionamiento maravillosa, hace en seguida, en el momento deseado, sin dificultad, con una perfección frecuentemente admirable, todo lo que debe hacer. En cambio, conserva una estructura poco menos que invariable, ya que su modificación no se produce sin una modificación de la especie. El instinto está, pues, necesariamente especializado, no siendo más que la utilización, para un objeto determinado, de un instrumento determinado. Por el contrario, el instrumento fabricado inteligentemente es un instrumento imperfecto. No se obtiene sino al precio de un esfuerzo. Casi siempre de una manera penosa. Pero como está hecho de una materia no organizada, puede tomar una forma cualquiera, servir a cualquier uso, sacar al ser vivo de una dificultad nueva que aparece y conferirle un número ilimitado de poderes. Inferior al instrumento natural para la satisfacción de las necesidades inmediatas, tiene sobre éste ventajas que están en razón de la menor urgencia de las necesidades. Sobre todo, reacciona sobre la naturaleza del ser que lo ha fabricado, porque, al llamarlo a ejercer una nueva función, le confiere, por decirlo así, una organización más rica, siendo un órgano artificial que prolonga el organismo natural. Por cada necesidad que satisface, crea una necesidad nueva, y así, en lugar de cerrar, como el instinto, el círculo de acción en el que el animal va a moverse automáticamente, abre a esta actividad un campo indefinido en el que la empuja cada vez más lejos y la hace cada vez más libre. Pero esta ventaja de la inteligencia sobre el instinto aparece tarde y cuando la inteligencia, que ha llevado la fabricación a su grado superior de poder, fabrica ya máquinas que sirven también para fabricar. Al principio, las ventajas y los inconvenientes del instrumento fabricado y del instrumento natural se equilibran tan bien que es difícil decir cuál de los dos asegurará al ser vivo un mayor poder sobre la naturaleza.

Puede conjeturarse que comenzaron por estar implicados el uno en el otro, que la actividad psíquica original participó de los dos a la vez, y que, si nos remontásemos bastante atrás en el pasado, encontraríamos instintos más próximos a la inteligencia que los de nuestros insectos, una inteligencia más vecina del instinto que la de nuestros vertebrados: inteligencia e instinto elementales, prisioneros de una materia que no alcanzan a dominar. Si la fuerza inmanente a la vida fuese una fuerza ilimitada, hubiese desarrollado quizá indefinidamente en los mismos organismos el instinto y la inteligencia. Pero todo parece indicar que esta fuerza es limitada y que se consume rápidamente al hacerse manifiesta. Le es difícil ir lejos en varias direcciones a la vez. Es preciso que escoja. Ahora bien, tiene que escoger entre dos maneras de actuar sobre la materia bruta. Puede suministrar esta acción inmediatamente, creando un instrumento organizado con el que trabaje; o bien puede darla mediatamente a un organismo que, en lugar de poseer naturalmente el instrumento requerido, lo fabrique él mismo trabajando la materia inorgánica. De ahí la inteligencia y el instinto, que divergen cada vez más al desarrollarse, pero que jamás se separan por completo. De un lado, en efecto, el instinto más perfecto del insecto se acompaña de algunas luces de inteligencia, aunque no sea más que la elección del lugar, del momento y de los materiales de la construcción; cuando, corno caso excepcional, las abejas anidan al aire libre, inventan dispositivos nuevos y verdaderamente inteligentes para adaptarse a estas condiciones nuevas 13. Pero, por otra parte, la inteligencia necesita todavía más del instinto que el instinto de la inteligencia, porque dar forma a la materia bruta supone ya en el animal un grado superior de organización, al que no ha podido elevarse más que con las alas del instinto. También, en tanto que la naturaleza ha evolucionado francamente hacia el instinto en los artrópodos, asistimos, en casi todos los vertebrados, a la búsqueda antes que al desvanecimiento de la inteligencia. Es el instinto todavía el que forma el sustrato de su actividad psíquica, pero la inteligencia está ahí, aspirando a suplantarlo. No llega a inventar instrumentos; pero al menos ensaya la ejecución del mayor número posible de variaciones sobre el instinto, del que ella querría prescindir. No toma por completo posesión de sí misma más que en el hombre, y este triunfo se afirma por la insuficiencia misma de los medios naturales de que el hombre dispone para defenderse contra sus enemigos, contra el frío y el hambre. Cuando se trata de descifrar el sentido de esta insuficiencia, adquiere el valor de un documento prehistórico: es como la despedida definitiva que el instinto recibe de la inteligencia. Pero no es menos verdad que la naturaleza ha debido dudar entre dos modos de actividad psíquica, el uno seguro del éxito inmediato, pero limitado en sus efectos; el otro, aleatorio, pero cuyas conquistas, caso de alcanzar la independencia, podían extenderse indefinidamente. El mayor éxito se inclinó también aquí del lado en que el riesgo era mayor, instinto e inteligencia representan, pues, dos soluciones divergentes, igualmente elegantes, de un solo y mismo problema.

 

De ahí, es verdad, las diferencias profundas de estructura interna entre el instinto y la inteligencia. No insistiremos más que sobre las que interesan para nuestro estudio. Digamos, por tanto, que la inteligencia y el instinto implican dos especies de conocimiento radicalmente diferentes. Pero, ante todo, son necesarios algunos esclarecimientos con respecto a la conciencia en general.

Nos hemos preguntado hasta qué punto el instinto es consciente. Responderemos que hay aquí una multitud de diferencias y de grados, que el instinto es más o menos consciente en ciertos casos, inconsciente en otros. La planta, como veremos, tiene instintos: es dudoso que estos instintos se acompañen en ella de sentimiento. Incluso en el animal, apenas se encuentra instinto complejo que no sea inconsciente en una parte al menos de sus pasos. Pero debemos señalar aquí una diferencia, que se ha hecho notar muy poco, entre dos especies de inconsciencia: la que consiste en una conciencia nula y la que proviene de una conciencia anulada. Conciencia nula y conciencia anulada son ambas iguales a cero; pero el primer cero expresa que no hay nada; el segundo, que se trata de dos cantidades iguales y de sentido contrario que se compensan y se neutralizan. La inconsciencia de una piedra que cae es una conciencia nula: la piedra no tiene sentimiento alguno de su caída. ¿Ocurre lo mismo con la incons- ciencia del instinto en los casos extremos en que el instinto es inconsciente? Cuando realizamos maquinalmente una acción habitual, cuando el sonámbulo ejecuta automáticamente su ensueño, la inconsciencia puede ser absoluta; pero es que, esta vez, la representación del acto es ya algo así como la ejecución del mismo, está tan perfectamente semejante a la representación e inserta tan exactamente en ella que ya no hay margen para la conciencia. La representación es tapada por la acción. Prueba de ello es que si el cumplimiento del acto es detenido u obstaculizado, puede surgir la conciencia. Estaba, pues, ahí, mas neutralizada por la acción que llenaba la representación. El obstáculo no ha creado nada positivo; simplemente ha producido un vacío, ha practicado una especie de descorche. Esta falta de adecuación del acto con la representación es precisamente lo que llamamos conciencia.

Profundizando en este punto, se encontraría que la conciencia es la luz inmanente a la zona de acciones posibles o de actividad virtual que rodea la acción efectivamente realizada por el ser vivo. Significa duda o elección. Allí donde se dibujan muchas acciones igualmente posibles sin ninguna acción real (como en una deliberación que no concluye), la conciencia es intensa. Allí donde la acción real es la única acción posible (como en la actividad propia de los sonámbulos o más generalmente automática), la conciencia se vuelve nula. Representación y conocimiento no dejan de existir en este último caso, si está probado que se encuentra ahí un conjunto de movimientos sistematizados, el último de los cuales está pre-formado en el primero, y que la conciencia puede surgir al choque con un obstáculo. Desde este punto de vista, se definiría la conciencia del ser vivo como una diferencia aritmética entre la actividad virtual y la actividad real. Mide la distancia entre la representación y la acción.

Desde este momento, podemos presumir que la inteligencia está orientada hacia la conciencia; el instinto, hacia la inconsciencia. Porque, donde el instrumento que se tiene que manejar es organizado por la naturaleza, el punto de aplicación suministrado por la naturaleza, el resultado que se ha de obtener querido por la naturaleza, se deja a la elección en una pequeña parte: la conciencia inherente a la representación quedará compensada, a medida que tiende a desprenderse, por el cumplimiento del acto, idéntico a la representación, que le hace contrapeso. Donde la conciencia aparece, ilumina más las contradicciones a las que el instinto está sujeto que el instinto mismo: es el déficit del instinto, la distancia del acto a la idea, la que se convertirá en conciencia; y la conciencia no será entonces más que un accidente. No subraya esencialmente más que la marcha inicial del instinto, la que desarticula toda la serie de los movimientos automáticos. Por el contrario, el déficit es el estado normal de la inteligencia. Sufrir contrariedades es su esencia misma. Al tener por función primitiva fabricar instru-mentos no organizados, debe, a través de mil dificultades, escoger para este trabajo el lugar y el momento, la forma y la materia. Y no puede satisfacerse por entero, porque toda satisfacción nueva crea nuevas necesidades. En suma, si el instinto y la inteligencia envuelven, uno y otra, conocimientos, el conocimiento es antes ejecutado e inconsciente, en el caso del instinto; antes pensado y consciente, en el caso de la inteligencia. Pero se da aquí una diferencia de grado antes bien que de naturaleza. Mientras no se refiere más que a la conciencia, cerramos los ojos sobre la diferencia capita!, desde el punto de vista psicológico, entre la inteligencia y el instinto.

 

Para llegar a la diferencia esencial, es preciso, sin detenerse a la luz más o menos viva que ilumina estas dos formas de la actividad interior, ir directamente a los dos objetos, profundamente distintos uno de otro, que son sus puntos de aplicación.

Cuando el moscardón del caballo deposita sus huevos en las patas o en el lomo del animal, obra como si supiese que su larva debe desarrollarse en el estómago del caballo, y que el caballo, al lamerla, habrá de transportarla, en estado naciente, a su tubo digestivo. Cuando un himenóptero paralizador ataca a su víctima en los puntos precisos en que se encuentran los centros nerviosos, de manera que la inmoviliza sin matarla, procede como haría un sabio entomólogo convertido en un hábil operador. ¿Y qué es lo que no deberá saber el pequeño escarabajo cuya historia se ha narrado con tanta frecuencia, el sitaris? Este coleóptero deposita sus huevos a la entrada de una galería subterránea que cava una especie de abeja, la antófora. La larva del sitaris, después de una larga espera, acecha a la antófora macho a !a salida de la galería, se pega a ella y ahí permanece hasta el "vuelo nupcial"; entonces aprovecha la ocasión para pasar del macho a la hembra, y espera tranquilamente que ésta ponga sus huevos. Salta entonces al huevo, que va a servirle de apoyo en la miel, devora el huevo en algunos días e, instalada en la cascara, sufre su primera metamorfosis. Organizada ahora para flotar en la miel, consume esta provisión de alimento y se vuelve ninfa, luego insecto perfecto. Todo pasa como si la larva del sitaris, desde su nacimiento, supiese que la antófora macho saldrá primeramente de la galería, que el vuelo nupcial le sumi-nistrará el medio de unirse a la hembra, que ésta la conducirá a un almacén de miel capaz de alimentarla cuando se transforme, y que, hasta el momento de esta transformación, tendrá que devorar poco a poco el huevo de la antófora, para alimentarse y sostenerse en la superficie de la miel, y también para suprimir el rival que podría salir del huevo. Y todo pasa igualmente como si el sitaris mismo supiese que su larva tendrá que saber todo esto. El conocimiento, si es que lo hay, no está sino implícito. Se exterioriza en pases precisos en lugar de interiorizarse en conciencia. No es menos verdad que la conducta del insecto dibuja la representación de cosas determinadas, que existen o se producen en puntos precisos del espacio y del tiempo, y que el insecto conoce sin haberlas aprendido. Ahora, si consideramos la inteligencia desde el mismo punto de vista, encontramos que ella también conoce ciertas cosas sin haberlas aprendido. Pero se trata de conocimientos muy diferentes. No querríamos reavivar aquí la vieja disputa de los filósofos con respecto al in-natismo. Limitémonos, pues, a señalar el punto en el que todo el mundo está de acuerdo, a saber, que el niño comprende inmediatamente cosas que el animal no comprenderá jamás y que en este sentido la inteligencia, como el instinto, es una función hereditaria, y por tanto innata. Pero esta inteligencia innata, aunque sea una facultad de conocer, no conoce ningún objeto en particular.

 

Cuando el recién nacido busca por primera vez el pecho de su madre, testimoniando así que tiene el conocimiento (inconsciente, sin duda) de una cosa que nunca ha visto, se dirá: precisamente porque el conocimiento innato es aquí el de un objeto determinado, se trata del instinto y no de la inteligencia. La inteligencia no nos proporciona, pues, el conocimiento innato de ningún objeto. Y sin embargo, si no conociese nada naturalmente, nada tendría de innata. ¿Qué puede por tanto conocer, ella que lo ignora todo? Al lado de las cosas, hay las relaciones. El niño que acaba de nacer no conoce ni objetos determinados ni una propiedad determinada de ningún objeto; pero el día en que se aplique ante él una propiedad a un objeto, un epíteto a un sustantivo, comprende en seguida lo que esto quiere decir. La relación del atributo al sujeto es, pues, aprehendida por él de modo natural. Y otro tanto se dirá de la relación general que expresa el verbo, relación tan inmediatamente concebida por el espíritu que el lenguaje puede sobrentenderla, como ocurre en las lenguas rudimentarias  que no tienen verbo. La inteligencia hace uso, por consiguiente, de las relaciones de equivalencia, de contenido a continente, de causa a efecto, etc., que implica toda frase en la que hay un sujeto, un atributo, un verbo expreso o sobrentendido. ¿Puede decirse que tenga el conocimiento innato de cada una de estas relaciones en particular? Es a los lógicos a quienes corresponde decidir si se trata de relaciones irreductibles o si no se podría resolverlas también en relaciones más generales. Pero, de cualquier manera que se efectúe el análisis del pensamiento, abocaremos siempre a uno o a varios cuadros generales, de los cuales el espíritu  posee  el  conocimiento innato  puesto que hace un empleo natural de ellos. Digamos, pues, que si se considera en el instinto y en la inteligencia lo que encierran de conocimiento innato, se  encuentra que  este conocimiento innato se refiere en el primer caso a cosas y en el segundo a relaciones.

Los filósofos distinguen entre la materia de nuestro conocimiento y su forma. La materia es lo dado por las facultades de percepción, tomadas en estado bruto. La forma es el conjunto de las relaciones que se establecen entre estos materiales para constituir un conocimiento sistemático. La forma, sin materia, ¿puede ser ya el objeto de un conocimiento? Sí, sin duda, a condición de que este conocimiento semeje menos una cosa poseída que un hábito contraído, menos un estado que una dirección; será, si se quiere, como un cierto pliegue natural de la atención. El alumno, que sabe que se le va a dictar una fracción, traza una raya, antes de conocer el numerador y el denominador; tiene pues presente al espíritu la relación general entre los dos términos, aunque no conozca ninguno de ellos; conoce la forma sin la materia. Así ocurre en lo que se refiere a los cuadros, anteriores a toda experiencia, y en los que viene a insertarse nuestra experiencia. Adoptemos pues aquí las palabras consagradas por el uso. Daremos de la distinción entre la inteligencia y el instinto esta fórmula más precisa: la inteligencia, en lo que tiene de innato, es el conocimiento de una forma, el instinto implica el de una materia.

Desde este segundo punto de vista, que es el del conocimiento y no ya el de la acción, la fuerza inmanente a la vida en general se nos aparece todavía como un principio limitado, en el cual coexisten y se penetran recíprocamente, al principio, dos maneras diferentes, e incluso divergentes, de conocer. La primera alcanza inmediatamente, en su materialidad misma, objetos determinados. Dice: "he aquí lo que es". La segunda no alcanza ningún objeto en particular; no es más que una potencia natural de referir un objeto a un objeto, o una parte a una parte, o un aspecto a un aspecto, en fin, de obtener conclusiones cuando se poseen premisas y de ir de lo que se ha aprendido a lo que se ignora. Ella no dice ya "esto es"; dice solamente que si las condiciones son tales, tal será lo condicionado. En suma, el primer conocimiento, de naturaleza instintiva, se formularía en lo que los filósofos llaman proposiciones categóricas, en tanto que el segundo, de naturaleza intelectual, se expresa siempre hipotéticamente. De estas dos facultades, la primera parece de antemano preferible a la otra. Y lo sería, en efecto, si se extendiese a un número indefinido de objetos. Pero, de hecho, no se aplica nunca más que a un objeto espacial, e incluso a una parte restringida de este objeto. Al menos tiene de él el conocimiento interior y pleno, no explícito, sino implicado en la acción realizada. La segunda, por el contrario, no posee naturalmente más que un conocimiento exterior y vacío; pero, por esto mismo, tiene la ventaja de proporcionar un cuadro en el que podrán encontrar lugar alternativamente una infinidad de objetos. Todo pasa como si la fuerza que evoluciona a través de las formas vivas, que es una fuerza limitada, tuviese que escoger, en el dominio del conocimiento natural o innato, entre dos especies de limitación, la una referente a la extensión del conocimiento, la otra a su comprensión. En el primer caso, el conocimiento podrá ser amplio y pleno, pero se restringirá entonces a un objeto determinado; en el segundo, no limita ya su objeto, debido a que no contiene nada y a que no es más que una forma sin materia. Las dos tendencias, primeramente implicadas la una en la otra, han tenido que separarse para su desarrollo. Han ido, cada una por su parte, a buscar fortuna en el mundo. Y han concluido en el instinto y en la inteligencia.

 

Tales son, pues, los dos modos divergentes de conocimiento por medio de los cuales deberán definirse la inteligencia y el instinto, si nos colocamos en el punto de vista del conocimiento y no en el de la acción. Pero conocimiento y acción no son aquí más que dos aspectos de una sola y misma facultad. Es fácil ver, en efecto, que la segunda definición no es más que una nueva forma de la primera.

Si el instinto es, por excelencia, la facultad de utilizar un instrumento natural organizado, debe abarcar el conocimiento innato (virtual o inconsciente, es verdad), no sólo de este instrumento sino del objeto al cual se aplica. El instinto es, pues, el conocimiento innato de una cosa. Pero la inteligencia es la facultad de fabricar instrumentos no organizados, es decir, artificiales. Si, por ella, la naturaleza renuncia a dotar al ser vivo del instrumento que ha de servirle, es para que el ser vivo pueda, según las circunstancias, variar su fabricación. La función esencial de la inteligencia será pues discernir, en cualesquiera circunstancias, el medio de salir adelante. Buscará lo que mejor puede servir, es decir, tratará de insertarse en el cuadro propuesto. Se referirá esencialmente a las relaciones entre la situación dada y los medios para utilizarla. Lo que, por tanto, tendrá de innato, es la tendencia a establecer relaciones, y esta tendencia implica el conocimiento natural de ciertas relaciones muy generales, verdadero tejido que la actividad propia de cada inteligencia cortará en relaciones más particulares. Allí donde la actividad está orientada hacia la fabricación, el conocimiento atiende pues, necesariamente, a relaciones. Pero este conocimiento completamente formal de la inteligencia tiene sobre el conocimiento material del instinto una incalculable ventaja. Una forma, justamente porque está vacía, puede ser llenada alternativamente, a voluntad, por un número indefinido de cosas, incluso por las que no sirven para nada. De suerte que un conocimiento formal no se limita a lo que es prácticamente útil, aunque se realice en vista de la utilidad práctica que ha hecho su aparición en el mundo. Un ser inteligente lleva en sí con qué superarse a sí mismo.

Sin embargo, se superará menos de lo que él quiera, menos también de lo que él se imagina. El carácter puramente formal de la inteligencia la priva del lastre que necesitaría para referirse a objetos que serían del más alto interés para la especulación. El instinto, por el contrario, tendría la materialidad querida, pero es incapaz de ir a buscar su objeto demasiado lejos: no especula. Llegamos al punto que interesa más a nuestra presente investigación. La diferencia que vamos a señalar entre el instinto y la inteligencia es la que todo nuestro análisis tendía a despejar. La formularíamos así: Hay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar, pero que, por sí misma, no encontrará jamás. Estas cosas sólo las encontraría el instinto; pero él no las buscará jamás.

Es necesario entrar aquí en algunos detalles provisionales sobre el mecanismo de la inteligencia. Hemos dicho que la inteligencia tenía por función establecer relaciones. Determinemos con más precisión la naturaleza de las relaciones que establece la inteligencia. En este punto, permanecemos en lo vago y en lo arbitrario si queremos ver en la inteligencia una facultad destinada a la especulación pura. Nos reducimos entonces a tomar los cuadros generales del entendimiento por algo absoluto, irreductible e inexplicable. El entendimiento habría caído del cielo con su forma, como nacemos cada uno de nosotros con nuestro rostro. Sin duda, definimos esta forma, pero es todo lo que podemos hacer y no hay lugar a buscar por qué ella es lo que es antes que cualquier otra cosa. Así, enseñaremos que la inteligencia es esencialmente unificación, que todas sus operaciones tienen por objeto común introducir una cierta unidad en la diversidad de los fenómenos, etc. Pero, ante todo, "unificación" es un término vago, menos claro que el de "relación" o incluso que el de "pensamiento", y que no nos dice nada más. Por otra parte, podríamos preguntar si la inteligencia no tiene por función dividir, más aún que unir. En fin, si la inteligencia procede como lo hace porque quiere unir, y si busca la unificación simplemente porque tiene necesidad de ella, nuestro conocimiento se vuelve relativo a ciertas exigencias del espíritu que habrían podido, sin duda, ser muy diferentes a lo que son. Para una inteligencia con otra conformación, otro también habría sido el conocimiento. La inteligencia no depende, pues, de nada, sino que todo depende de ella. Y así, por haber colocado el entendimiento demasiado alto, concluimos poniendo demasiado bajo el conocimiento que él nos da. Este conocimiento se hace relativo, desde el momento que la inteligencia es una especie de absoluto. Por el contrario, tenemos la inteligencia humana como relativa a las necesidades de la acción. Colocáis la acción, y la forma misma de la inteligencia se deduce de ella. Esta forma no es por tanto ni irreductible ni inexplicable. Y, precisamente porque no es independiente, no se puede decir que el conocimiento depende de ella. El conocimiento deja de ser un producto de la inteligencia para devenir, en cierto sentido, parte integrante de la realidad.

Los filósofos contestarán que la acción se realiza en un mundo ordenado, que este orden es ya un orden del pensamiento y que cometemos una petición de principio explicando la inteligencia por la acción, que la presupone. En lo cual tendrían razón si el punto de vista en el que nos colocamos en el presente capítulo fuese nuestro punto de vista definitivo. Pero entonces seríamos víctimas de una ilusión como la de Spencer, que creyó que la inteligencia estaba suficientemente explicada cuando se la refería a la impronta dejada en nosotros por los caracteres generales de la materia: ¡Como si el orden inherente a la materia no fuese la inteligencia misma! Pero reservamos para el próximo capítulo la cuestión de saber hasta qué punto, y con qué método, podría intentar la filosofía una génesis verdadera de la inteligencia al mismo tiempo que de la materia. Por el momento, el problema que nos preocupa es de orden psicológico. Nos preguntamos cuál es la proporción del mundo material a la cual está especialmente adaptada nuestra inteligencia. Ahora bien, para responder a esto no hay necesidad de optar por un sistema determinado de filosofía. Basta colocarse en el punto de vista del sentido común.

 

Partamos, pues, de la acción y pongamos como principio que la inteligencia apunta en primer lugar a fabricar. La fabricación se ejerce exclusivamente sobre la materia bruta, en el sentido de que, incluso si emplea materiales organizados, los trata como objetos inertes, sin preocuparse de la vida que los ha informado. De la materia bruta misma no retiene apenas más que el sólido: el resto se le sustrae por su fluidez. Si, pues, la inteligencia tiende a fabricar, puede preverse que lo que hay de fluido en lo real se le escapará en parte, y que lo que hay de propiamente vital en el ser vivo se le escapará del todo. Nuestra inteligencia, tal como sale de las manos de la naturaleza, tiene por objeto principal el sólido no organizado.

 

Si se pasase revista a las facultades intelectuales, se vería que la inteligencia no se siente a gusto, que no es de hecho ella misma más que cuando opera sobre la materia bruta, en particular sobre sólidos. ¿Cuál es la propiedad más general de la materia bruta? Es extensa, nos presenta objetos exteriores a otros objetos y, en estos objetos, partes exteriores a otras partes. Sin duda, nos resulta útil, a la vista de nuestras manipulaciones ulteriores, considerar cada objeto como divisible en partes arbitrariamente recortadas, siendo cada parte divisible todavía a nuestro antojo, y así sucesivamente hasta el infinito. Pero nos es necesario, ante todo, para la manipulación presente, tener el objeto real con el cual hemos de habérnoslas, o los elementos reales en los cuales lo hemos resuelto, por provisionalmente definitivos y tratarlos como otras tantas unidades. A la posibilidad de descomponer la materia tanto como nos plazca, y como nos plazca, hacemos alusión cuando hablamos de la continuidad de la extensión material; pero esta continuidad, como se ve, se reduce para nosotros a la facultad que nos deja la materia de escoger el modo de discontinuidad que le encontremos: es siempre, en suma, el modo de discontinuidad, una vez escogido, el que se nos aparece como efectivamente real y el que fija nuestra atención, porque sobre él se regula nuestra acción presente. Así, la discontinuidad es pensada por sí misma, puede pensarse en sí misma, nos la representamos por un acto positivo de nuestro espíritu, en tanto que la representación intelectual de la continuidad es más bien negativa, no siendo, en el fondo, otra cosa que la repulsa de nuestro espíritu, ante no importa qué sistema de descomposición actualmente dado, a tenerle por el único posible. La inteligencia no se representa claramente más que lo discontinuo.

Por otra parte, los objetos sobre los que se ejerce nuestra acción son, sin duda alguna, objetos móviles. Pero lo que nos importa es saber a dónde va el móvil, dónde está en un momento cualquiera de su trayecto. En otros términos, nos referimos ante todo a sus posiciones actuales o futuras, y no al progreso por el cual pasa de una posición a otra, progreso que es el movimiento mismo. En las acciones que realizamos, y que son movimientos sistematizados, fijamos nuestro espíritu sobre el fin o la significación del movimiento, sobre su diseño de conjunto, en una palabra sobre el plano de ejecución inmóvil. Lo que hay de móvil en la acción no nos interesa más que en la medida en que el todo puede ser anticipado, retardado o impedido por tal o cual incidente sobrevenido en el camino. De la movilidad misma se aleja nuestra inteligencia, porque no tiene interés alguno en ocuparse de ella. Si estuviese destinada a la teoría pura, se instalaría en el movimiento, porque el movimiento es sin duda la realidad misma, y la inmovilidad no es nunca más que aparente o relativa. Pero la inteligencia está destinada a otra cosa. A menos que se haga violencia a sí misma, sigue la marcha inversa: parte siempre de la inmovilidad, como si fuese la realidad o el elemento últimos; cuando quiere representarse el movimiento, lo reconstruye con inmovilidades que yuxtapone. Esta operación, cuya ilegitimidad y peligro mostraremos en el orden especulativo (conduce a callejones sin salida y crea artificialmente problemas filosóficos insolubles), se justifica fácilmente cuando nos referimos a su destino. La inteligencia, en estado natural, apunta a un fin prácticamente útil. Cuando sustituye el movimiento por inmovilidades yuxtapuestas, no pretende reconstruir el movimiento tal como es; lo reemplaza simplemente por un equivalente práctico. Son los filósofos los que se equivocan cuando transfieren al dominio de la especulación un método de pensar que está hecho para la acción. Pero volveremos sobre este punto. Limitémonos a decir que nuestra inteligencia se refiere a lo estable y a lo inmutable en virtud de su disposición natural. Nuestra inteligencia no se representa claramente más que la inmovilidad.

 

Ahora bien, fabricar consiste en recortar en una materia la forma de un objeto. Lo que importa ante todo es la forma que ha de obtenerse. En cuanto a la materia, se escoge la que conviene más; pero, para escogerla, es decir, para ir a buscarla entre muchas otras, es preciso haber tratado, al menos imaginativamente, de dotar toda especie de materia de la forma del objeto concebido. En otros términos, una inteligencia que apunta a fabricar es una inteligencia que no se detiene nunca en la forma actual de las cosas, que no la considera como definitiva, que tiene toda materia, por el contrario, por recortable a voluntad. Platón compara al buen dialéctico con el hábil cocinero, que descuartiza el animal sin partirle los huesos, siguiendo las articulaciones establecidas por la naturaleza 14. Una inteligencia que procediese así siempre, sería, en efecto, una inteligencia vuelta hacia la especulación. Pero la acción, y en particular la fabricación, exige la tendencia de espíritu inversa. Quiere que consideremos toda forma actual de las cosas, incluso las naturales, como artificial y provisional, que nuestro pensamiento borre del objeto percibido, organizado y vivo, las líneas que señalan al exterior su estructura interna, en fin, que tengamos su materia por indiferente a su forma. El conjunto de la materia deberá, pues, aparecer a nuestro pensamiento como un inmenso tejido en el que podemos cortar lo que queramos para recoserlo como nos plazca. Notemos de paso que afirmamos este poder cuando decimos que hay un espacio, es decir, un medio homogéneo y vacío, infinito e infinitamente divisible, que se presta indiferentemente a cualquier modo de descomposición. Un medio de este género jamás es percibido; sólo concebido. Lo que se percibe es la extensión coloreada, resistente, dividida según las líneas que dibujan los contornos de los cuerpos reales o de sus partes reales elementales. Pero cuando nos representamos nuestro poder sobre esta materia, es decir, nuestra facultad de descomponerla y recomponerla como nos plazca, proyectamos en conjunto todas estas descomposiciones y recomposiciones posibles detrás de la extensión real, en forma de un espacio homogéneo, vacío e indiferente, que la sostendría. Este espacio es, pues, ante todo, el esquema de nuestra acción posible sobre las cosas, aunque las cosas tengan una tendencia natural, como explicaremos más adelante, a entrar en un esquema de este género: es como una consideración del espíritu. El animal no tiene probablemente ninguna idea, incluso cuando percibe como nosotros las cosas extensas. Es una representación el símbolo de la tendencia fabricadora de la inteligencia humana. Pero este punto no nos detendrá por el momento. Bástenos decir que la inteligencia está caracterizada por el poder indefinido de descomponer según cualquier ley y de recomponer en cualquier sistema.

Hemos enumerado algunos de los rasgos esenciales de la inteligencia humana. Pero hemos tomado al individuo en estado aislado, sin tener en cuenta la vida social. En realidad, el hombre es un ser que vive en sociedad. Si es verdad que la inteligencia humana apunta a la fabrica-ción, es preciso añadir que se asocia, para esto y para lo demás, a otras inteligencias. Ahora bien, es difícil imaginar una sociedad cuyos miembros no se comuniquen entre sí por signos. Las sociedades de insectos tienen sin duda alguna un lenguaje, y este lenguaje debe adaptarse, como el del hombre, a las necesidades de la vida en común. Es preciso que resulte posible una acción común. Pero las necesidades de la acción común no son del todo las mismas para una sociedad de hormigas que para una sociedad humana. En las sociedades de insectos hay generalmente polimorfismo, la división del trabajo es natural, y cada individuo está determinado por su estructura para la función que cumple. En todo caso, estas sociedades descansan en el instinto, y por consiguiente en ciertas acciones o fabricaciones que están más o menos ligadas a la forma de los órganos. Si, pues, las hormigas, por ejemplo, tienen un lenguaje, los signos que componen este lenguaje deben ser en número determinado, y cada uno de ellos debe quedar invariablemente referido, una vez constituida la especie, a un cierto objeto o a una cierta operación. Por el contrario, en una sociedad humana, la fabricación y la acción son de forma variable, y, además, cada individuo debe aprender su papel, no estando predestinado a él por su estructura. Es preciso, pues, un lenguaje que permita, en todo momento, pasar de lo que se sabe a lo que se ignora. Es preciso un lenguaje cuyos signos —que no pueden existir en número infinito— sean aplicables a una infinidad de cosas. Esta tendencia del signo a referirse a uno y otro objeto es característica del lenguaje humano. Se la observa en el niño desde el día en que comienza a hablar. En seguida, y naturalmente, extiende el sentido de las palabras que aprende, aprovechándose del acercamiento más accidental o de la más lejana analogía para separar y referir a otra cosa el signo que delante de él se había aplicado a un objeto. "No importa lo que pueda designar", tal es el principio latente del lenguaje infantil. Nos equivocaríamos si confundiésemos esta tendencia con la facultad de generalizar. Los animales mismos generalizan, y, por otra parte, un signo, aunque sea instintivo, representa siempre, más o menos, un género. Lo que caracteriza los signos del lenguaje humano no es tanto su generalidad cuanto su movilidad. El signo instintivo es un signo adhérente, el signo inteligente es un signo móvil.

 

Ahora bien, esta movilidad de las palabras, hecha para que vayan de una cosa a otra, les ha permitido extenderse de las cosas a las ideas. Ciertamente, el lenguaje no hubiese dado la facultad de reflexionar a una inteligencia completamente exteriorizada, incapaz de volverse sobre sí misma. Una inteligencia que reflexiona es una inteligencia que tenía, además del esfuerzo prácticamente útil, un exceso de fuerza para gastar. Es una conciencia que ya, virtualmente, se ha reconquistado a sí misma. Pero aún es preciso que la virtualidad pase al acto. Es presumible que, sin el lenguaje, la inteligencia hubiese sido empujada a los objetos materiales que tenía interés en considerar. Hubiese vivido en un estado de sonambulismo, exteriormente a sí misma, hipnotizada en su trabajo. El lenguaje ha contribuido mucho a liberarla. La palabra, hecha para ir de una cosa a otra, es, en efecto, esencialmente, desplazable y libre. Podrá pues pasar, no solamente de una cosa percibida a otra cosa percibida, sino también de la cosa percibida al recuerdo de esta cosa; del recuerdo preciso, a una imagen más fugaz; de una imagen fugaz, pero, sin embargo, todavía representada, a la representación del acto por el cual se la representa, es decir, a la idea. Así va a abrirse a los ojos de la inteligencia, que miraba hacia afuera, todo un mundo interior, el espectáculo de sus propias operaciones. Esta no esperaba más que la ocasión propicia. Se aprovecha de que la palabra misma es una cosa para penetrar, llevada por ella, en el interior de su propio trabajo. Su primer cometido consiste en fabricar instrumentos; esta fabricación no es posible más que por el empleo de ciertos medios que no están cortados a la medida exacta de su objeto, sino que lo sobrepasan y permiten así a la inteligencia un trabajo suplementario, es decir, desinteresado. Desde el día en que la inteligencia, reflexionando sobre su propia marcha, se percibe ella misma como creadora de ideas, como facultad de representación en general, no hay objeto del que no quiera tener la idea, aunque no esté en relación directa con la acción práctica. He aquí por qué decíamos que hay cosas que sólo la inteligencia pue-de buscar. Sólo ella, en efecto, se inquieta por la teoría. Y su teoría querría abarcarlo todo, no solamente la materia bruta, sobre la cual tiene poder, sino también la vida y el pensamiento.

Podemos adivinar con qué medios, con qué instru-mentos, con qué método, en fin, abordará estos problemas. Originalmente, está adaptada a la forma de la materia bruta. El lenguaje mismo, que le ha permitido extender su campo de operaciones, está hecho para designar cosas y nada más que cosas: pero como la palabra es móvil, como pasa de una cosa a otra, la inteligencia tenía, tarde o temprano, que alcanzarla en su camino, cuando todavía no se había aplicado a ningún objeto, para hacerla caer en algo que no fuese una cosa y que. disimulado hasta entonces, esperase la ayuda de la palabra para pasar de la sombra a la luz. Mas la palabra, al recubrir este objeto, lo convierte también en cosa. De este modo, la inteligencia, incluso cuando no opera «obre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en esta operación: aplica formas que son las mismas de la materia no organizada. Está hecha para este género de trabajo, y sólo este género de trabajo la satisface plenamente. Lo que ella expresa, al decir que únicamente así llega a la distinción y a la claridad.

Deberá, por consiguiente, para pensarse clara y distintamente a sí misma, percibirse en forma de discontinuidad. Los conceptos son, efectivamente, exteriores unos a otros, como los objetos en el espacio. Tienen la misma estabilidad que los objetos, sobre cuyo modelo han sido creados. Constituyen, reunidos, un "mundo inteligible", que tiene semejanza por sus caracteres esenciales con el mundo de los sólidos, pero cuyos elementos son más ligeros, más diáfanos, más fáciles de manejar por la inteligencia que la imagen pura y simple de las cosas concretas; no son ya, en efecto, la percepción misma de las cosas, sino la representación del acto por el cual la inteligencia se fija en ellas. No se trata ya, pues, de imágenes, sino de símbolos. Nuestra lógica es el conjunto de las reglas que es preciso seguir en la manipulación de los símbolos. Como estos símbolos derivan de la consideración de los sólidos, como las reglas de la composición de estos símbolos entre sí no hacen otra cosa que traducir las relaciones más generales entre los sólidos, nuestra lógica triunfa en la ciencia que se ocupa de los sólidos, es decir, en la geometría. Lógica y geometría se engendran recíprocamente una a otra, como veremos un poco más adelante. La lógica natural ha surgido de la extensión de una cierta geometría natural, sugerida por las propiedades generales e inmediatamente percibidas de los sólidos. De esta lógica natural, a su vez, ha salido la geometría científica, que extiende indefinidamente el conocimiento de las propiedades exteriores de los sólidos 15. Geometría y lógica son rigurosamente aplicables a la materia. Ahí están en sí mismas y pueden caminar completamente solas. Pero, fuera de este dominio, el razonamiento puro tiene necesidad de ser vigilado por el buen sentido, que es otra cosa muy distinta.

 

Así, todas las fuerzas elementales de la inteligencia tienden a transformar la materia en instrumento de acción, es decir, de acuerdo con el sentido etimológico de la palabra, en órgano. La vida, no contenta con producir organismos, querría darles como apéndice la materia inorgánica misma, convertida en un inmenso órgano por el trabajo del ser vivo. Tal es la tarea que asigna en primer lugar a la inteligencia. Y es por ello por lo que la inteligencia se comporta invariablemente también como si estuviese fascinada por la contemplación de la materia inerte. Es la vida que mira hacia afuera, que se exterioriza con relación a sí misma, adoptando en principio, para dirigirlos de hecho, los pasos de la naturaleza no organizada. De ahí su sorpresa cuando se vuelve hacia el ser vivo y se encuentra de cara a la organización. Haga lo que haga entonces, resuelve lo organizado en no organizado, porque no sabría, sin invertir su dirección natural y sin extorsionarse a sí misma, pensar la continuidad verdadera, la movilidad real, la compenetración recíproca y, para decirlo todo, esta evolución creadora que es la vida.

 

¿Trátase de la continuidad? El aspecto de la vida accesible a nuestra inteligencia, como por lo demás a los sentidos que nuestra inteligencia prolonga, es el que ofrece su presa a nuestra acción. Es preciso, para que podamos modificar un objeto, que lo percibamos divisible y discontinuo. Desde el punto de vista de la ciencia positiva, se realizó un progreso incomparable el día que se resolvió en células los tejidos organizados. El estudio de la célula, a su vez, ha revelado un organismo cuya complejidad parece aumentar a medida que profundizamos más en ella. Cuanto más avanza la ciencia, más ve crecer el número de elementos heterogéneos que se yuxtaponen, exteriores unos a otros, para formar un ser vivo. ¿Estrecha así cada vez más la vida, o, por el contrario, lo que hay de propiamente vital en el ser vivo retrocede a medida que se lleva más lejos el detalle de las partes yuxtapuestas? Se manifiesta ya entre los sabios una tendencia a considerar la sustancia del organismo como continua, y la célula como una entidad artificial 16. Pero, suponiendo que esta consideración termine por prevalecer, no podrá concluir, por más que profundice en sí misma, sino en otro modo de análisis del ser vivo, y por consiguiente en una discontinuidad nueva, aunque menos alejada, quizá, de la continuidad real de la vida. La verdad es que esta continuidad no podría ser pensada por una inteligencia que se abandonase a su movimiento natural. Implica, a la vez, la multiplicidad de los elementos y la penetración recíproca de todos por todos, dos propiedades que apenas pueden reconciliarse sobre el terreno en que se ejerce nuestro trabajo, y también, por consiguiente, nuestra inteligencia.

Lo mismo que separamos en el espacio, fijamos en el tiempo. La inteligencia no está hecha para pensar la evolución, en el sentido propio de la palabra, es decir, la continuidad de un cambio que sería movilidad pura. No insistiremos aquí sobre este punto, en el que nos proponemos profundizar en un capítulo especial. Digamos solamente que la inteligencia se representa el devenir como una serie de estados, cada uno de los cuales es homogéneo consigo mismo y por consiguiente no cambia. ¿Se llama nuestra atención por el cambio interno de uno de estos estados? En seguida lo descomponemos en otra sucesión de estados que constituirán, reunidos, su modificación interior. Estos nuevos estados serán invariables, o bien, caso de que su cambio interno nos afecte, se resolverá prontamente en una serie nueva de estados invariables, y así de manera indefinida. Aquí también, pensar consiste en reconstruir y, naturalmente, reconstruimos con elementos dados, por consiguiente con elementos estables. De suerte que por más que tratemos de imitar, por el progreso indefinido de nuestra adición, la movilidad del devenir, el devenir mismo se nos escurrirá por entre los dedos cuando creamos tenerlo en nuestras manos.

Justamente porque trata siempre de reconstruir, y de reconstruir con lo dado, la inteligencia deja escapar lo que hay de nuevo en cada momento de una historia. No admite lo imprevisible. Rechaza toda creación. Que antecedentes determinados concluyan en un consiguiente determinado, calculable en función de ellos, he aquí lo que satisface a nuestra inteligencia. Que un fin determinado suscite medios determinados para alcanzarlo, todavía lo comprendemos. En los dos casos nos las habernos con lo conocido que se compone con lo conocido y, en suma, con lo antiguo que se repite. Nuestra inteligencia se encuentra ahí a su gusto. Y, cualquiera que sea su objeto, abstraerá, separará, eliminará, de manera que sustituya e! objeto mismo, si es preciso, por un equivalente aproximado en el que las cosas pasarán de esta manera. Pero que cada instante nos traiga algo nuevo, que lo nuevo surja sin cesar, que nazca una forma de la que se dirá, indudablemente, una vez producida, que es un efecto determinado por sus causas, pero que era imposible suponer lo que llegaría a ser, teniendo en cuenta que aquí las causas, únicas en su género, forman parte del efecto, que han tomado cuerpo al mismo tiempo que él y que están determinadas por él tanto como ellas lo determinan, he aquí algo Que no podemos sentir en nosotros y adivinar por simpatía fuera de nosotros, ni expresar en términos de puro entendimiento ni, en el sentido restringido de la palabra, pensar. No nos sorprenderemos si se piensa en el destino de nuestro entendimiento. La causalidad que busca y encuentra en todas partes expresa el mecanismo mismo de nuestra habilidad, por la que recomponemos indefinidamente el mismo todo con los mismos elementos, y repetimos los mismos movimientos para obtener el mismo resultado. La finalidad por excelencia, para nuestro entendimiento, es la de nuestra habilidad, que trabaja con un modelo dado de antemano, es decir, antiguo o compuesto de elementos conocidos. En cuanto a la invención propiamente dicha, que es, sin embargo, el punto de partida de la habilidad misma, nuestra inteligencia no alcanza a aprehenderla en su brote, es decir, en lo que tiene de indivisible, ni en su genialidad, es decir, en lo que tiene de creadora. Explicarla consiste siempre en resolverla, ella imprevisible y nueva, en elementos conocidos o antiguos, dispuestos en un orden diferente. La inteligencia no admite la novedad completa, como no admite el devenir radical. Es decir, que aquí también deja escapar un aspecto esencial de la vida, como si no estuviese hecha para pensar un objeto tal.

Todos nuestros análisis nos llevan a esta conclusión. Pero no había necesidad de entrar en tan largos detalles sobre el mecanismo del trabajo intelectual: bastaría considerar sus resultados. Se vería que la inteligencia, tan hábil en manipular lo inerte, muestra su torpeza en el momento que trata con lo vivo. Trátese de la vida del cuerpo o de la del espíritu, procede con el rigor, la rigidez y la brutalidad de un instrumento que no estaba destinado a semejante uso. La historia de la higiene y de la pedagogía mucho nos diría a este respecto. Cuando se piensa en el interés capital, apremiante y constante, que tenemos en conservar nuestros cuerpos y en elevar nuestras almas, en las facilidades especiales que son dadas aquí a cada uno para experimentar sin cesar en sí mismo y en otro, con el daño palpable por el cual se manifiesta y se paga la defectuosidad de una práctica médica o pedagógica, quedamos confundidos con nuestros errores persistentes y groseros. Fácilmente se descubriría su origen en nuestra obstinación en tratar lo vivo del mismo modo que lo inerte, y en pensar toda realidad, por fluida que sea, en forma de sólido definitivamente detenido. No nos encontramos a gusto más que en lo discontinuo, en lo inmóvil, en lo muerto. La inteligencia está caracterizada por una incomprensión natural de la vida.

Pero en la forma misma de la vida, por el contrario, se ha moldeado el instinto. En tanto que la inteligencia lo trata todo mecánicamente, el instinto procede, si se puede hablar así, orgánicamente. Si la conciencia que duerme en él se despertara, si se interiorizara en conocimiento en lugar de exteriorizarse en acción, si supiéramos interrogarlo y si pudiera responder, nos entregaría los secretos más íntimos de la vida. Porque no hace más que continuar el trabajo por el cual la vida organiza la materia, hasta tal punto que no sabríamos decir, como se ha mostrado frecuentemente, dónde termina la organización y dónde comienza el instinto. Cuando el pollue-lo rompe el cascarón con su pico, obra instintivamente y, sin embargo, se limita a seguir el movimiento que le ha llevado a través de la vida embrionaria. Inversamente, en el curso de la vida embrionaria misma (sobre todo cuando el embrión vive libremente en forma de larva) se cumplen muchas facetas que es preciso referir al instinto. Los más esenciales de entre los instintos primarios son, pues, realmente, procesos vitales. La conciencia virtual que los acompaña no se actualiza con frecuencia más que en la fase inicial del acto y deja que el resto del proceso se realice solo. No tendría sino que abrirse más ampliamente y luego profundizarse por completo para coincidir con la fuerza generatriz de la vida.

 

Cuando se ve en un cuerpo vivo que millares de células trabajan conjuntamente en orden a un fin común, que se reparten la tarea, que vive cada una para sí al mismo tiempo que para las demás, que se conservan, se alimentan y se reproducen, que responden a las amenazas de peligro por reacciones defensivas apropiadas, ¿cómo no pensar en otros tantos instintos? Y sin embargo, se trata en este caso de funciones naturales de la célula, de los elementos constitutivos de su vitalidad. Recíprocamente, cuando se ve que las abejas de una colmena forman un sistema tan estrechamente organizado que ningún individuo puede vivir aislado más allá de un cierto tiempo, incluso si se le suministra morada y alimento, ¿cómo no reconocer que la colmena es realmente, y no metafóricamente, un organismo único, del que cada abeja es una célula unida a las demás por lazos invisibles? El instinto que anima a la abeja se confunde, pues, con la fuerza de que está animada la célula, o no hace más que prolongarla. En cases extremos como éste, coincide con el trabajo de organización.

Ciertamente, hay muchos grados de perfección en el mismo instinto. Entre el zángano y la abeja, por ejemplo, la distancia es grande, y se pasaría de uno a otra por una multitud de intermediarios, que corresponden a otras tantas complicaciones de la vida social. Pero la misma diversidad se encontraría en el funcionamiento de elementos histológicos que pertenecen a tejidos diferentes, más o menos emparentados unos con otros. En los dos casos, hay variaciones múltiples ejecutadas sobre un mismo tema. La constancia del tema no es por ello menos manifiesta y las variaciones no hacen más que adaptarlo a la diversidad de las circunstancias.

Ahora bien, tanto en un caso como en otro, trátese de los instintos del animal o de las propiedades vitales de la célula, se manifiestan la misma ciencia y la misma ignorancia. Las cosas pasan como si la célula conociese lo que le interesa de las otras células, el animal lo que puede utilizar de los otros animales, permaneciendo todo lo demás en la sombra. Parece que la vida, desde el momento que se contrae en una especie determinada, pierde contacto con el resto de ella misma, excepto, sin embargo, con uno o dos puntos que interesan a la especie que acaba de nacer. ¿Cómo no darse cuenta que la vida procede aquí como la conciencia en general, como la memoria? Arrastramos con nosotros, sin enterarnos de ello, la totalidad de nuestro pasado; pero nuestra memoria no vuelca en el presente más que los dos o tres recuerdos que completarán por algún lado nuestra situación actual. El conocimiento instintivo que una especie posee de otra especie sobre un cierto punto particular tiene pues su raíz en la unidad misma de la vida, que es, para emplear la expresión de un filósofo antiguo, un todo que simpatiza consigo mismo. Es imposible considerar ciertos instintos especiales del animal y de la planta, nacidos evidentemente en circunstancias extraordinarias, sin acercarlos a estos recuerdos, en apariencia olvidados, que surgen de pronto bajo la presión de una necesidad urgente.

Sin duda, muchos instintos secundarios y muchas modalidades del instinto primario, requieren una explicación científica. Sin embargo, es dudoso que la ciencia, con sus procedimientos  de  explicación  actuales,  llegue jamás  a analizar el  instinto completamente.  Podemos  dar como razón de ello que instinto e inteligencia son dos desarrollos divergentes de un mismo principio que, en un caso, permanece interior a sí mismo, en el otro se exterioriza y se absorbe en la utilización de la materia bruta: esta divergencia continua testimonia una incompatibilidad radical y la imposibilidad para la inteligencia de reabsorber el instinto. Lo esencial del instinto no podría expresarse en términos intelectuales, ni, por consiguiente, analizarse. Un  ciego  de  nacimiento,  que  hubiese  vivido  entre ciegos de nacimiento, no admitiría que es posible percibir un objeto distante sin haber pasado por la percepción de todos los objetos intermedios. Sin embargo, la visión procura este milagro. Se podrá, es verdad, dar la razón al ciego de nacimiento y decir que la visión, que tiene su origen en la excitación de la retina por las vibraciones de la luz, no es otra cosa, en suma, que un tacto reti-niano. Esta es, ciertamente, la explicación científica, porque el papel de la conciencia consiste precisamente en traducir toda percepción en términos de tacto; pero hemos mostrado en otra parte que la explicación filosófica de la percepción debía ser de otra naturaleza, suponiendo que pueda todavía hablarse aquí de explicación 17. Porque también el instinto es un conocimiento a distancia. Es a la inteligencia lo que la visión al tacto. La ciencia no podrá hacer otra cosa que traducirlo en términos de inteligencia; pero ella construirá así una imitación del instinto antes que penetrar en el instinto mismo.

Nos convenceremos de ello estudiando aquí las ingeniosas teorías de la biología evolucionista. Se reducen a dos tipos, que con frecuencia se interfieren. Unas veces, según los principios del neo-darwinismo, se ve en el instinto una suma de diferencias accidentales, conservadas por la selección: tal o cual marcha útil, realizada naturalmente por el individuo en virtud de una predisposición accidental del germen, se habría transmitido de germen a germen en espera de que el azar viniese a añadirle, por el mismo procedimiento, nuevos perfeccionamientos. Otras veces se hace del instinto una inteligencia degradada: la acción que se juzga útil para la especie o para algunos de sus representantes habría engendrado un hábito, y el hábito, hereditariamente transmitido, se convertiría en instinto. De estos dos sistemas, el primero tiene la ventaja de poder hablar de transmisión hereditaria, sin provocar una grave objeción, porque la modificación accidental que coloca en el origen del instinto no la habría adquirido el individuo sino que sería inherente al germen. En cambio, es incapaz de explicar instintos tan sabios como los de la mayor parte de los insectos. Sin duda, estos instintos no han debido alcanzar de una vez el grado de complejidad que tienen hoy; probablemente han evolucionado. Pero, en una hipótesis como la de los neo-darwinistas, la evolución del instinto no podría efectuarse más que por la adición progresiva de piezas nuevas que, en cierto modo, felices accidentes vendrían a engranar en las antiguas.

 

Ahora bien, es evidente que, en la mayor parte de los casos, el instinto no ha podido perfeccionarse por vía de simple desarrollo: cada pieza nueva exigía, en efecto, so pena de echarlo todo a perder, una modificación completa del conjunto. ¿Cómo esperar del azar parecida modificación? Estoy de acuerdo en que una modificación accidental del germen se transmitirá hereditariamente y podrá esperar, en cierto modo, que vengan a complicarla nuevas modificaciones accidentales. Estoy de acuerdo también en que la selección natural eliminará todas aquellas formas más complicadas que no sean viables. Pero todavía será preciso, para que la vida del instinto evolucione, que se produzcan complicaciones viables. Ahora bien, no se producirán, a no ser que, en ciertos casos, la adición de un elemento nuevo produzca el cambio correlativo de todos los elementos antiguos. Nadie sostendrá que tal milagro pueda realizarlo el azar. En una u otra forma haremos un llamamiento a la inteligencia. Supondremos que por medio de un esfuerzo más o menos consciente el ser vivo desarrolla en sí un instinto superior. Pero será preciso admitir entonces que un hábito contraído puede llegar a ser hereditario, y que llega a serlo de manera lo bastante regular para asegurar una evolución. La cosa es dudosa, por no insistir más en ella. Incluso si se pudiese referir a un hábito hereditario transmitido e inteligentemente adquirido los instintos de los animales, no se ve cómo se extendería este modo de explicación al mundo vegetal, donde el esfuerzo no es nunca inteligente, suponiendo que sea alguna vez consciente. Y sin embargo, viendo con qué seguridad y precisión utilizan sus zarcillos las plantas trepadoras, qué maniobras maravillosamente combinadas ejecutan las orquídeas para hacerse fecundar por los insectos 18, ¿cómo no pensar en otros tantos instintos?

 

Esto no quiere decir que sea preciso renunciar por completo a la tesis de los neo-darwinistas, como a la de los neo-lamarckianos. Los primeros tienen sin duda razón cuando quieren que la evolución se haga de germen a germen mejor que de individuo a individuo; los segundos, cuando dicen que en el origen del instinto hay un esfuerzo (aunque sea muy distinto, a nuestro entender, a un esfuerzo inteligente). Pero aquéllos probablemente se equivocan cuando hacen de la evolución del instinto una evolución accidental, y éstos, cuando ven en el esfuerzo de donde procede el instinto un esfuerzo individual. El esfuerzo por el que una especie modifica sus instintos y se modifica también a sí misma debe ser cosa mucho más profunda y que no depende únicamente de las circunstancias ni de los individuos. No depende únicamente de la iniciativa de los individuos, aunque los individuos colaboren con ella, y no es puramente accidental, aunque el accidente tenga ahí un buen lugar.

Comparemos entre sí, en efecto, las diversas formas del mismo instinto en diversas especies de himenópteros. La impresión que tenemos no es siempre la que nos daría una  complejidad  creciente  obtenida  por elementos añadidos sucesivamente unos a otros, o una serie ascendente de dispositivos ordenados, por decirlo así, a lo largo de una escala. Pensamos más bien, en muchos casos al menos, en una circunferencia, de los diversos puntos de la cual habrían salido estas diversas variedades, todas ellas mirando hacia el mismo centro, todas esforzándose en esta dirección, pero sin aproximarse más que en la medida de sus medios, en la medida en que se ilumina para ella el punto central. En otros términos, el instinto se encuentra completo en todas partes, pero más o menos simplificado   y,   sobre   todo,   simplificado   diversamente. Por otra parte, allí donde se observa una gradación regular, que el instinto se complica en un solo y mismo sentido, como si subiese los tramos de una escala, las especies que su instinto clasifica de este modo en serie lineal están lejos de tener siempre entre sí relaciones de parentesco. Así, el estudio comparativo que se ha hecho, en estos últimos años, del instinto social en los ápidos establece que el instinto de las meliponas es intermedio, en cuanto a su complejidad, entre la tendencia todavía rudimentaria de los abejorros y la ciencia perfecta de nuestras abejas: sin embargo, entre las abejas y las meli-ponas no puede haber una relación de filiación 19. Verosímilmente, la complicación mayor o menor de estas di-versas sociedades no reside en un número más o menos considerable de elementos adicionados. Nos encontramos más bien ante un cierto tema, musical que se habría traspuesto él mismo, todo entero, en un cierto número de tonos, y sobre el cual, todo entero también, se habrían ejecutado en seguida variaciones diversas, unas muy simples, otras infinitamente sabias. En cuanto al tema original está en todas partes y no está en ninguna. En vano querríamos anotarlo en términos de representación: en su origen fue, sin duda, antes sentido que pensado. Se tiene la misma impresión ante el instinto paralizador de ciertas avispas. Se sabe que las diversas especies de hi-menópteros paralizadores depositan sus huevos en arañas, escarabajos y orugas que continuarán viviendo inmóviles durante un cierto número de días y que servirán así de alimento fresco a las larvas, después de haber sido sometidas por la avispa a una sabia operación quirúrgica. En el pinchazo que dan en los centros nerviosos de su víctima para inmovilizarla sin matarla, estas diversas especies de himenópteros se regulan sobre las diversas especies de presa con las cuales tienen que habérselas respectivamente. La scolla, que ataca a una larva de cetonia, no lo hace sino en un punto, pero en este punto están concentrados los ganglios motores, y solamente estos ganglios, de tal modo que al pinchar otros podría originarse la muerte y la putrefacción, que es lo que se trata de evitar 20. El sphex de alas amarillas, que ha escogido por víctima al grillo, sabe que el grillo tiene tres centros nerviosos que mueven sus tres pares de patas, o al menos actúa como si lo supiese. Pincha al insecto primero en el cuello, luego detrás del prototórax, y, en fin, hacia el nacimiento del abdomen 21. La amófila erizada da nueve aguijonazos sucesivos en los nueve centros nerviosos de la oruga, le atrapa la cabeza y la mascuja, pero sólo para determinar la parálisis y no la muerte 22. El tema general es "la necesidad de paralizar sin matar": las variaciones están subordinadas a la estructura del sujeto en el que se opera. Sin duda, no siempre la operación se ejecuta a la perfección. Se ha demostrado, en estos últimos tiempos, que a veces el sphex amófila mata a la oruga en vez de paralizarla, y que a veces también no la paraliza más que a medias 23. Pero, de que el instinto sea falible al igual que la inteligencia, de que sea susceptible de presentar desvíos individuales, no se sigue del todo que el instinto del sphex haya sido adquirido, como se ha pretendido, por tanteos inteligentes. Suponiendo que, en el correr del tiempo, el sphex haya llegado a reconocer uno a uno, por tanteo, los puntos de su víctima que es preciso pinchar para inmovilizarla, y el trato especial que es preciso infligir al cerebro para que sobrevenga la parálisis sin la muerte, ¿cómo habremos de suponer que los elementos tan especiales de un conocimiento tan preciso se hayan transmitido regularmente, uno a uno, por herencia? Si hubiese en toda nuestra experiencia actual un solo ejemplo indiscutible de una transmisión de este género, la herencia de los caracteres adquiridos no sería puesta en duda por nadie. En realidad, la transmisión hereditaria del hábito contraído se efectúa de manera imprecisa e irregular, esto suponiendo que verdaderamente se produzca.

Pero toda la dificultad proviene de que queremos traducir la ciencia del himenóptero en términos de inteligencia. Por fuerza, haríamos al sphex semejante a un entomólogo, que conoce la oruga, como conoce el resto de las cosas, es decir, desde fuera, sin tener por este lado un interés especial y vital. Entonces el sphex tendría que aprenderse una por una, como el entomólogo, las posiciones de los centros nerviosos de la oruga, tendría que adquirir al menos el conocimiento práctico de estas posiciones experimentando los efectos de su pinchazo. Pero no ocurre lo mismo si se supone entre el sphex y su víctima una simpatía (en el sentido etimológico de la palabra) que le adoctrinase interiormente, por decirlo así, acerca de la vulnerabilidad de la oruga. Este sentimiento de vulnerabilidad podría no deber nada a la percepción exterior, y resultar sólo de poner en presencia el sphex y la oruga, considerados ya no como dos organismos, sino como dos actividades. Expresaría en una forma concreta la relación de uno a otra. Ciertamente, una teoría científica no puede tener en cuenta consideraciones de este género. No debe colocar la acción antes que la organización. Pero, aún debemos recalcarlo una vez más, o la filosofía nada tiene que ver aquí, o su papel comienza donde ter-mina el de la ciencia.

 

Ya haga del instinto un "reflejo compuesto", o un hábito inteligentemente contraído y vuelto automatismo, o una suma de pequeñas ventajas accidentales acumuladas y fijadas por la selección, en todos los casos la ciencia pretende resolver por completo el instinto, bien en marchas inteligentes, bien en mecanismos construidos pieza a pieza, como los que combina nuestra inteligencia. Deseo ciertamente que la ciencia se encuentre aquí en su papel. Nos dará, a falta de un análisis real del objeto, una traducción de este objeto en términos de inteligencia. ¿Pero cómo no hacer notar que la ciencia misma invita a la filosofía a tomar las cosas bajo otro sesgo? Si nuestra biología se atuviese todavía a Aristóteles, si considerase la serie de los seres vivos como unilineal, si nos mostrase la vida toda entera evolucionando hacia la inteligencia y pasando, para ello, por la sensibilidad y el instinto, nosotros, seres inteligentes, tendríamos derecho a volvernos hacia las manifestaciones anteriores y, por consiguiente, inferiores de la vida y pretender retenerlas, sin deformarlas, en los cuadros de nuestra inteligencia. Pero uno de los resultados más claros de la biología ha consistido en mostrar que la evolución se ha producido según líneas divergentes. En el extremo de dos de estas líneas —las dos principales—, encontramos la inteligencia y el instinto en formas casi puras. ¿Por qué debería resolverse entonces el instinto en elementos inteligentes? ¿Por qué incluso en términos completamente inteligibles? ¿No se aprecia que pensar aquí en lo inteligente, o en lo absolutamente inteligible, es volver a la teoría aristotélica de la naturaleza? Sin duda, mejor sería volver aquí que detenerse ante el instinto como ante un insondable misterio. Pero, aunque no pertenezca al dominio de la inteligencia, el instinto no está situado fuera de los límites del espíritu. En los fenómenos de sentimiento, en las simpatías y antipatías irreflexivas, experimentamos en nosotros mismos, en una forma más bien vaga y demasiado penetrada también de inteligencia, algo de lo que debe de pasar en la conciencia de un insecto que actúa por instinto. La evolución no hace más que alejar uno de otro, para desarrollarlos hasta el límite, elementos que se compenetraban en su origen. Con más precisión, la inteligencia es, ante todo, la facultad de referir un punto del espacio a otro punto del espacio, un objeto material a otro objeto material; se aplica a todas las cosas, pero permaneciendo fuera de ellas, y no percibe jamás de una causa profunda más que su difusión en efectos yuxtapuestos. Sea cual sea la fuerza que se traduce en la génesis del sistema nervioso de la oruga, no la conocemos, con nuestros ojos y nuestra inteligencia, más que como una yuxtaposición de nervios y de centros nerviosos. Es verdad que alcanzamos así todo su efecto exterior. El sphex sabe sin duda sólo muy poco, justamente lo que le interesa; pero al menos lo aprehende desde dentro, de manera muy distinta a un proceso de conocimiento, por una intuición (vivida más que representada) semejante indudablemente a lo que en nosotros se llama simpatía adivinatoria.

Es un hecho digno de hacerse notar el vaivén de las teorías científicas del instinto entre lo inteligente y lo simplemente inteligible, quiero decir, entre la asimilación del instinto a una inteligencia "caída" y la reducción del instinto a un puro mecanismo 24. Cada uno de estos dos sistemas de explicación triunfa en la crítica que hace del otro: el primero, cuando nos muestra que el instinto no puede ser un puro reflejo; el segundo, cuando dice que es cosa distinta a la inteligencia, incluso caída en la inconsciencia. ¿Qué se dice con esto, sino que se trata de dos simbolismos igualmente aceptables por ciertos lados y, por otros, igualmente inadecuados a su objeto? La explicación concreta, no ya científica sino metafísica, debe ser buscada por otra vía, no en la dirección de la inteligencia, sino en la de la "simpatía".

El instinto es simpatía. Si esta simpatía pudiese ampliar su objeto y también reflexionar sobre sí misma, nos daría la clave de las operaciones vitales, lo mismo que la inteligencia, desarrollada y enderezada, nos introduce en la materia. Porque, no deberíamos ya repetirlo, la inteligencia y el instinto están vueltos en dos sentidos opuestos: aquélla hacia la materia inerte, éste hacia la vida.

La inteligencia, por intermedio de la ciencia que es su obra, nos entregará cada vez más el secreto de las operaciones físicas; de la vida no nos da, ni por otra parte pretende darnos, más que una traducción en términos de inercia. Da vueltas alrededor, tomando, desde fuera, el mayor número posible de consideraciones sobre este objeto que atrae hacia ella, en lugar de entrar en él. Pero al interior mismo de la vida nos conduciría la intuición, quiero decir, el instinto ya desinteresado, consciente de sí mismo, capaz de reflexionar sobre su objeto y de ampliarlo indefinidamente.

Que un esfuerzo de este género no es imposible, lo demuestra ya la existencia, en el hombre, de una facultad estética al lado de la percepción normal. Nuestro ojo percibe los rasgos del ser vivo, pero yuxtapuestos unos a otros y no organizados entre sí. La intención de la vida, el movimiento simple que corre entre líneas, que las enlaza unas a otras y les da una significación, esto se le escapa. Dicha intención es lo que el artista trata de aprehender colocándose en el interior del objeto por una especie de simpatía, abatiendo, por un esfuerzo de intuición, la barrera que interpone el espacio entre él y su modelo. Es verdad que esta intuición estética, como por lo demás la percepción exterior, no alcanza más que lo individual. Pero puede concebirse una investigación orientada en el mismo sentido que el arte y que tuviese por objeto la vida en general, lo mismo que la ciencia física, siguiendo hasta el fin la dirección señalada por la percepción exterior, prolonga en leyes generales los hechos individuales. Sin duda, esta filosofía no obtendrá nunca de su objeto un conocimiento comparable al que la ciencia tiene del suyo. La inteligencia permanece como el núcleo luminoso alrededor del cual el instinto, incluso ampliado y depurado en intuición, no forma otra cosa que una vaga nebulosidad. Pero, a falta del conocimiento propiamente dicho, reservado a la pura inteligencia, la intuición podrá hacernos aprehender lo que los datos de la inteligencia tienen aquí de insuficiente y dejarnos entrever el medio de completarlos. De un lado, en efecto, utilizará el mecanismo de la inteligencia para mostrar cómo los cuadros intelectuales no encuentran aquí su exacta aplicación, y, de otro, por su trabajo propio, nos sugerirá al menos el sentimiento vago de lo que es preciso poner en lugar de los cuadros intelectuales. Así, podrá llevar a la inteligencia a reconocer que la vida no entra por completo ni en la categoría de lo múltiple ni en la de lo uno, que ni la causalidad mecánica ni la finalidad dan del proceso vital una traducción suficiente. Luego, por la comunicación simpática que establece entre nosotros y el resto de los seres vivos, por la dilatación que obtiene de nuestra conciencia, nos introduce en el dominio propio de la vida, que es compenetración recíproca, creación indefinidamente continuada. Pero si entonces sobrepasa a la inteligencia, de la inteligencia misma tendrá que venir la sacudida que la haga ascender al punto donde se encuentra. Sin la inteligencia, habría permanecido, en forma de instinto, atada al objeto especial que prácticamente le interesa, y exteriorizada por él en movimientos de locomoción.

 

De qué modo la teoría del conocimiento debe tener en cuenta estas dos facultades, inteligencia e intuición, y cómo, también, por no establecer entre la intuición y la inteligencia una distinción suficientemente clara, tiene que habérselas con inextricables dificultades, creando fantasmas de ideas a los que se unirán fantasmas de problemas, esto es lo que trataremos de mostrar un poco más adelante. Se verá que el problema del conocimiento, desde este punto de vista, es uno con el problema metafísico, y que ambos reemplazan a la experiencia. Por una parte, en efecto, si la inteligencia está de acuerdo con la materia y la intuición con la vida, será preciso estrujar una y otra para extraer de ellas la quintaesencia de su objeto; la metafísica quedará pues subordinada a la teoría del conocimiento. Pero, por otra parte, si la conciencia se ha escindido de ese modo en intuición e inteligencia, es debido a la necesidad de aplicarse a la materia y seguir, al mismo tiempo, la corriente de la vida. El desdoblamiento de la conciencia se atendría así a la doble forma de lo real, y la teoría del conocimiento debería subordinarse a la metafísica. En verdad, cada una de estas dos investigaciones conduce a la otra; forman un círculo, y el círculo no puede tener por centro más que el estudio empírico de la evolución. Solamente viendo a la conciencia correr a través de la materia, perderse y encontrarse en ella, dividirse y reconstruirse, nos formaremos una idea de la oposición de los dos términos entre sí, como también, quizá, de su origen común. Pero, por otra parte, apoyándonos en esta oposición de los dos elementos y en esta comunidad de origen, desenvolveremos sin duda más claramente el sentido de la evolución misma.

Este será el objeto de nuestro próximo capítulo. Mas ya los hechos a los que acabamos de pasar revista nos sugerirían la idea de referir la vida, bien a la conciencia misma, bien a algo que se le semeje.

En toda la extensión del reino animal, decíamos, la conciencia se aparece como proporcional al poder de elección de que dispone el ser vivo. Ilumina la zona de virtualidades que rodea el acto. Mide la distancia entre lo que se hace y lo que se podría hacer. Considerándola desde fuera, podríamos tomarla por un simple auxiliar de la acción, por una luz que enciende la acción, chispa fugaz que surgiría del roce de la acción real con las acciones posibles. Pero debemos señalar que las cosas ocurrirían exactamente lo mismo si la conciencia, en lugar de ser efecto, fuese causa. Podríamos suponer que, incluso en el animal más rudimentario, la conciencia cubre, por derecho propio, un campo enorme, pero que está constreñida, de hecho, en una especie de torno: cada progreso de los centros nerviosos, al dar al organismo la posibilidad de elección entre un mayor número de acciones, lanzaría un llamamiento a las virtualidades capaces de envolver lo real, aflojaría sus ligaduras y dejaría pasar la conciencia con más libertad. Tanto en esta hipótesis como en la primera, la conciencia sería el instrumento de la acción; pero más cierto resultará decir que la acción es el instrumento de la conciencia, porque la complicación de la acción consigo misma y su posible encuentro serían, para una conciencia en prisión, el único medio posible de liberarse. ¿Cómo escoger entre las dos hipótesis? Si la primera fuese verdadera, la conciencia dibujaría exactamente, a cada instante, el estado del cerebro; habría un paralelismo riguroso (en la medida de su inteligibilidad) entre el estado psicológico y el estado cerebral. Por el contrario, en la segunda hipótesis habría solidaridad e interdependencia entre el cerebro y la conciencia, pero no paralelismo: cuanto más se complique el cerebro, aumentando así el número de acciones posibles entre las que tiene que escoger el organismo, más deberá la conciencia desbordar su concomitante físico. Así, el recuerdo de un mismo espectáculo al que ambos hayan asistido, modificará de la misma manera el cerebro de un perro y el cerebro de un hombre, caso de que la percepción haya sido la misma; no obstante, el recuerdo será completamente distinto en el hombre que en el perro. En el perro, el recuerdo permanecerá como cautivo de la percepción; no se despertará más que cuando venga a reavivarlo una percepción análoga que reproduce el mismo espectáculo, y se manifestará entonces por el reconocimiento, mejor ejecutado que pensado, de la percepción actual antes que por un renacer verdadero del recuerdo mismo. El hombre, por el contrario, es capaz de evocar el recuerdo a su gusto, en no importa qué momento, independientemente de la percepción actual. No se limita a actualizar su vida pasada, sino que se la representa y la sueña. Al ser la misma la modificación local del cerebro a la cual está ligado el recuerdo, la diferencia psicológica entre los dos recuerdos no podrá tener su razón en tal o cual diferencia de detalle entre los dos mecanismos cerebrales, sino en la diferencia entre los dos cerebros tomados globalmente: al poner en contacto entre sí un mayor  número  de  mecanismos,   el  más  complicado  de los dos ha permitido a la conciencia libertarse de unos y otros y alcanzar así la independencia. Que todo ocurre así, que la segunda de las dos hipótesis exige nuestra opción por ella, es lo que hemos tratado de probar, en un trabajo anterior, por medio del estudio de los hechos que ponen más de relieve la relación del estado consciente con el estado cerebral, los hechos de reconocimiento normal y patológico y en particular las afasias 25. Ya lo hacía prever nuestro  razonamiento.  Hemos  mostrado  en  qué postulado contradictorio consigo mismo, en qué confusión de los dos simbolismos incompatibles entre sí, descansa la hipótesis de una equivalencia entre el estado cerebral y el estado psicológico 26.

 

 

La evolución de la vida, así considerada, toma un sentido más clara aunque no pueda subsumírsela en una verdadera idea. Todo ocurre como si una gran corriente de conciencia hubiese penetrado en la materia, cargada, como toda conciencia, de una multiplicidad enorme de virtualidades que se interpenetraban. Ha arrastrado la materia a la organización, pero su movimiento ha sido infinitamente retardado y dividido. Por una parte, en efecto, la conciencia ha tenido que adormecerse, como la crisálida dentro de la envoltura en la que se prepara las alas, y por otra parte las tendencias múltiples que ella encerraba se han repartido entre series divergentes de organismos, que exteriorizaban por lo demás estas mismas tendencias en movimientos antes que interiorizarlas en representaciones. En el curso de esta evolución, mientras unos se adormecían cada vez más profundamente, otros se despertaban más y más, sirviendo el embotamiento de aquéllos a la actividad de éstos. Pero el despertar podía hacerse de dos maneras diferentes. La vida, es decir la conciencia lanzada a través de la materia, fijaba su atención o sobre su propio movimiento o sobre la materia que atravesaba. Se orientaba así ya en el sentido de la intuición, ya en el de la inteligencia. La intuición, de buenas a primeras, parece preferible a la inteligencia, puesto que entonces la vida y la conciencia permanecen como interiores a sí mismas. Pero el espectáculo de la evolución de los seres vivos nos muestra que no se podía ir demasiado lejos. Del lado de la intuición, la conciencia se ha encontrado hasta tal punto comprimida por su envoltura que ha tenido que reducir la intuición a instinto, es decir, abrazando sólo la pequeña porción de vida que le interesaba; pero también la abraza en la sombra, tocándola casi sin verla. Por este lado, el horizonte se ha cerrado de pronto. Por el contrario, la conciencia que se determina en inteligencia, es decir, que se concentra primero sobre la materia, parece exteriorizarse con relación a sí misma; pero, justamente porque se adapta a los objetos de fuera, alcanza a circular en medio de ellos, a derribar los obstáculos que se le oponen y a ampliar indefinidamente sus dominios. Una vez liberada, puede replegarse en su interior y despertar las virtualidades de intuición que todavía dormitan en ella.

Desde este punto de vista, no sólo aparece la con-ciencia como el principio motor de la evolución, sino que también, entre los seres conscientes mismos, el hombre viene a ocupar un lugar privilegiado. Entre los animales y él no hay ya una diferencia de grado, sino de de naturaleza. Esperando que esta conclusión se desprenda de nuestro próximo capítulo, mostramos ahora cómo la sugieren nuestros análisis precedentes.

Es un hecho digno de señalarse la extraordinaria desproporción entre las consecuencias de una invención y la invención misma. Decíamos que la inteligencia está modelada sobre la materia y que apunta primero a la fabricación. Pero, ¿fabrica por fabricar, o no persigue en realidad otra cosa, involuntaria e incluso inconscientemente? Fabricar consiste en informar la materia, en hacerla flexible, en someterla, en convertirla, en fin, en instrumento para hacerse dueño de ella. Este dominio es el que aprovecha a la humanidad, todavía más que el resultado material de la invención misma. La ventaja inmediata que obtenemos del objeto fabricado, que podría obtenerla también un animal inteligente, incluso siendo esta ventaja todo lo que el inventor busca, es poca cosa en comparación con las ideas nuevas, con los sentimientos nuevos que la invención puede hacer surgir por todas partes, como si tuviese por efecto esencial elevarnos por encima de nosotros mismos y ampliar así nuestro horizonte. Entre el efecto y la causa la desproporción es aquí tan grande que resulta difícil tener a la causa como productora de su efecto. Ella lo dispara, asignándole, ciertamente, su dirección. Todo ocurre, en fin, como si al apoderarse de la materia, la inteligencia tuviese como principal objeto dejar pasar algo que la materia detiene.

La misma impresión se desprende de una comparación entre el cerebro del hombre y el de los animales. La diferencia parece, en primer lugar, no ser otra cosa que una diferencia de volumen y de complejidad. Pero debe haber algo más, a juzgar por su funcionamiento. En el animal, los mecanismos motores que llega a montar el cerebro, o, en otros términos, los hábitos que su voluntad contrae, no tienen otro objeto y otro efecto que realizar los movimientos dibujados en estos hábitos, almacenados en estos mecanismos. Pero, en el hombre, el hábito motriz puede tener un segundo resultado, inconmensurable con el primero. Puede entorpecer otros hábitos motrices y, con ello, reprimiendo el automatismo, puede también poner en libertad la conciencia. Se sabe qué amplios territorios ocupa el lenguaje en el cerebro humano. Los mecanismos cerebrales que corresponden a las palabras tienen de particular que pueden ser puestos en contacto con otros mecanismos —por ejemplo, los que corresponden a las cosas mismas—, o también ser puestos en contacto unos con otros: durante este tiempo, la conciencia, que ha sido arrastrada y sumergida para el cumplimiento del acto, se rehace y se libera 27.

La diferencia debe ser, pues, más radical de lo que haría creer un examen superficial. Es, sin duda, la que se encontraría entre un mecanismo que absorbe la atención y un mecanismo del que podemos apartarnos. La máquina de vapor primitiva, tal como la había concebido Newton, exigía la presencia de una persona exclusivamente encargada de las llaves de paso, bien para introducir el vapor en el cilindro, bien para llevar a él la lluvia fría destinada a la condensación. Se cuenta que un niño empleado en este trabajo, y muy fatigado de él, tuvo la idea de enlazar las manivelas de las llaves de paso, por medio de cordones, al volante de la máquina. Desde entonces la máquina abría y cerraba sus llaves de paso por sí misma; funcionaba sola. Ahora bien, un observador que comparase la estructura de esta segunda máquina a la de la primera, sin ocuparse de los dos niños encargados de su vigilancia, no encontraría entre ellas más que una ligera diferencia de complicación. Es todo lo que puede percibirse, efectivamente, cuando sólo se mira a las máquinas. Pero si se lanza una mirada a los niños, se ve que el uno está empleado en su vigilancia, en tanto que el otro es libre de divertirse a su antojo, y que, por este lado, la diferencia entre las dos máquinas es radical: la primera retiene cautiva la atención; la segunda prescinde de ella. Es, a nuestro entender, una diferencia análoga a la que se encontraría entre el cerebro del animal y el cerebro humano.

En resumen, si quisiéramos expresarnos en términos de finalidad, deberíamos decir que la conciencia, después de haber sido obligada, para liberarse a sí misma, a escindir la organización en dos partes complementarias —vegetales de una parte y animales de otra—, ha buscado una salida en la doble dirección del instinto y de la inteligencia: no la ha encontrado con el instinto, y no la ha obtenido, por el lado de la inteligencia, más que por un salto brusco del animal al hombre. De suerte que, en último análisis, el hombre sería la razón de ser de la organización entera de la vida sobre nuestro planeta. Pero esto vendría a ser también una manera de hablar. No hay en realidad más que una determinada corriente de existencia y la corriente antagónica, de donde nace toda la evolución de la vida. Pero ahora es preciso que estrechemos más la oposición de estas dos corrientes. Quizá les descubramos así una fuente común, y por ahí penetraremos también, sin duda, en las más oscuras regiones de la metafísica. Pero, como las dos direcciones que tenemos que seguir se encuentran señaladas, por una parte en la inteligencia y por otra en el instinto y en la intuición, no tememos extraviarnos. El espectáculo de la evolución de la vida nos sugiere una cierta concepción del conocimiento y también una cierta metafísica que se impliquen recíprocamente. Una vez separadas, esta metafísica y esta crítica podrán arrojar alguna luz, a su vez, sobre el conjunto de la evolución.

 

Notas

1 Este punto de vista sobre la adaptación ha sido señalado por F. marin en un notable articulo sobre L'Origine des espèces (Revue scientifique, noviembre 1901, pág. 580).

2 de Saporta y Marión, L'évolution des Cryptogames, 1881, página 37.

3    Sobre  la  fijación  y  el  parasitismo  en  general,  véase  la  obra de houssay, La forme et la vie, París, 1900, págs. 721-807.

4   Cope, ob. cit., pág. 76.

5  Lo mismo que la planta en ciertos casos encuentra la facultad de mover activamente lo que dormita en ella, así el animal puede, en circunstancias excepcionales, colocarse en las condiciones de la vida vegetativa y desarrollar en él un equivalente de la función clorofílica. Parece resultar, en efecto, de las recientes experiencias de María von Linden, que las crisálidas y las larvas de diversos lepidópteros, bajo la influencia de la luz, fijan el carbono del ácido carbónico contenido en la atmósfera. M. von linden, L'assimilation de l'acide carbonique par les chrysalides de Lépidoptères (C. R. de la Soc. de biologie, 1905, pág. 692 y ss.).

6   Archives de physiologie,  1892.

7   de Mamacéine, Quelques observations experimentales sur I'influence de l'insomnie absolu  (Arch. nal. de biologie, t. XXI, 1894, pág. 322 y ss.). Recientemente se han hecho observaciones análogas sobre un hombre muerto de hambre después de un ayuno de treinta y cinco dias. Véase a este respecto, en Année biologique, 1898, página  338,  el  resumen  de  un trabajo,  en  ruso,  de  Tarakevich   y Stchasny.

8 Cuvier decía: "El sistema nervioso es, en el fondo, todo el animal; los demás sistemas no hacen más que servirle." Sur un nouveau rapprochement à établir entre les classes qui composent le règne animal (Archives du Muséum d'histoire naturelle, Paris, 1812, páginas 73-84). Sería preciso naturalmente restringir esta fórmula y tener en cuenta, por ejemplo, casos de degradación y de regresión en que el sistema nervioso pasa a segundo plano. Y, sobre todo, hay que unir al sistema nervioso los aparatos sensoriales de un lado, los motores de otro, entre los que sirve de intermediario. Cf. foster, art. "Physiology" de l'Encyclopaedia Britannica, Edimburgo, 1885, página 17.

9    Véase, sobre  estos diferentes puntos, la obra de gaudry, Essai de paléontologie physique, París,  1896, págs.  14-16 y 78-79.

10  Véase, a este respecto: shaler, The individual, Nueva York, 1900, págs. 118-125.

11  Este punto ha sido discutido por René Quinton, que considera a los mamíferos carnívoros y rumiantes, as! como a ciertos pájaros, posteriores al hombre (R. quinton, L'eau de mer milieu organique, Paris, 1904, pág. 435). Digamos, de paso, que nuestras conclusiones generales, aunque muy diferentes de las de Quinton, no tienen nada de inconciliable con ellas; porque si la evolución ha ocurrido tal como nos la representamos, los vertebrados han debido esforzarse por mantenerse en las condiciones de acción más favorables, las mihmas en que en primer lugar se había colocado la vida.

12 Paul Lacombe ha hecho resaltar la influencia capital que han ejercido los grandes inventos sobre la evolución de la humanidad (P. lacombe, De l'histoire considérée comme science, París, 1894. Véanse, en particular, las páginas 168-247).

13   Bouvier, La nidification des Abeilles à l'air libre (C. R. de l'Acad. des sciences, 7 de mayo 1906).

14   Platón, Fedro, 265 e.

15    Volveremos sobre todos estos puntos en el capítulo siguiente.

16    También trataremos de esto en el capítulo III.

17   Materia y memoria, cap. I.

18  Véanse las dos obras de Darwin, Les plantes grimpantes, trad. Gordon, París, 1890, y La fécondation des Orchidées par les Insectes, trad. Rérolle, París, 1892.

19   Buttel-Reepen, Die phylogenetische Enistehung des Bienen-staates (Biol. Centralblatt, XXIII, 1903), pág. 108 en particular.

20  Fabre, Souvenirs entomologiques, 3a serie, París, 1890, páginas 1-69.

21  Fabre, Souvenirs entomologiques, 1a serie, 3a éd., París, 1894, pág. 93 y ss.

22  Fabre, Nouveaux souvenirs entomologíques, París, 1882, página 14 y ss.

23  Peckha.m, Wasps, solitary and social, Westminster, 1905, pág. 28 y ss.

24  Véanse, en particular, entre los trabajos recientes: bethe, Dürfen wir den Ameisen und Bienen psychischs Qualitäten zus-chreiben? (Arch. f. d. ges. Physiologie, 1898), y forel, Un aperçu de psychologie comparée (Année psychologique, 1895).

25   Materia y memoria, caps. II y III.

26   Le  paralogisme  psycho-physiologique   (Revue  de  métaphysique, noviembre 1904).

27 Un geólogo que ya tuvimos ocasión de citar, N. S. Shaler, dice agudamente: "Cuando llegamos al hombre, parece que encontramos anulada la antigua sujeción del espíritu al cuerpo y que las partes intelectuales se desarrollan con una rapidez extraordinaria, permaneciendo idéntica la estructura del cuerpo en lo que tiene de esencial." (shaler, The interpretation of nature, Boston, 1889, pa-gina 187.)

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